Cuando Jonathan entró en su consultorio a la mañana siguiente, silbando, encontró, como esperaba, que el joven Robert Morgan ya estaría allí estudiando los archivos que la solterona dactilógrafa había depositado sobre el escritorio de Jonathan. Robert se incorporó ruborizándose fácilmente como siempre.
—Buenos días —le dijo—. No quería utilizar su escritorio mientras usted estuviera todavía aquí, pero la señora colocó las carpetas aquí, y…
—Está perfectamente bien —dijo Jonathan, y Robert se fijó en el apósito que llevaba en la cara.
—¿Un accidente? —le preguntó.
—No fue más que un jueguecito con una dama excesivamente juguetona, anoche —dijo Jonathan.
«Parece muy avispado esta mañana», pensó Robert Morgan. Miró a Jonathan mientras éste revisaba las carpetas.
—Nos divertimos mucho ayer, mi madre y yo —dijo Robert.
Jonathan levantó hacia él rápidamente sus ojos negros. El bueno de Bob. Se sentía avispado. Era el maestro, y aquélla iba a ser una reunión estrictamente comercial. Jonathan silbaba pensativamente mientras seguía mirando las carpetas, pero no se sentó en el escritorio. Se lo había entregado tácitamente al joven Robert.
—Veo que ha separado las cabras de las ovejas —observó— los hipocondríacos de los enfermos verdaderos. No subestime ni desprecie demasiado a las cabras. Son la espina dorsal en el ejercicio de la profesión de médico y en su cuenta bancaria, pues invariablemente tienen dinero. Y hasta son interesantes. Pueden producir las enfermedades más grotescas y los síntomas más fascinantes y pagan además por su fascinada atención. Pero le voy a dar un consejo, no las desaliente abiertamente. No desestime sus quejas, ni pierda la paciencia, y más que nada, no sea demasiado rápido para asegurarles que no tienen nada y que están más sanas que una flor. Eso no tiene perdón en un médico prudente. Lo único que harán será llevarle su dinero a un hombre que sea más simpático, y en ese caso, ¿en dónde le dejan a usted? Se quedará acosado y enloquecido por los que están realmente enfermos, que por lo general son perseguidos por la mala suerte y tienen muy poco dinero, como para recordar de pagarle al médico rápidamente… si es que alguna vez le pagan.
Robert se echó a reír, pero después volvió a componer una expresión grave.
—La diferencia entre un hipocondríaco y un enfermo verdadero —prosiguió Jonathan— es que el primero quiere creer que está enfermo, aunque no grave, y que su médico le toma en serio y se preocupa por su sufrimiento, pero el verdadero enfermo quiere sentirse seguro de que goza de buena salud o de que pronto estará bien y de que está en buenas manos. El hipocondríaco quiere pensar sentimentalmente sobre la muerte, mientras que la persona enferma no puede pensar en ella sin sentir terror y exige que se le dé la seguridad de que todavía está lejos. Ahí tiene usted la pista, vigile la cara de su paciente mientras le examina y habla con él. Si tiene unas lagrimitas en los ojos todavía antes de que empiece a examinarle, le encontrará en perfecto estado. Si sus ojos se fijan en usted suplicantes y con temor, entonces tendrá que llegar usted hasta la raíz desnuda del asunto, y no se engañará.
—Usted es bastante cínico —dijo Robert echándose a reír—. Nunca oí semejante cosa en Johns Hopkins. Allí había algunos médicos que hasta aseguraban que los hipocondríacos en realidad están enfermos… en sus mentes, y que su enfermedad tiene como causa la angustia psíquica.
—Un hombre —dijo Jonathan— e incluso una mujer que tenga angustia psíquica no tiene una situación financiera apremiante. No tiene tiempo para una enfermedad así, a menos que sea un enfermo mental. Pero un hipocondríaco, y usted ya lo verá, es por lo general sumamente inteligente, cuerdo y agradablemente solvente. Puede permitirse vacaciones y darse toda clase de satisfacciones. El enfermo legítimo, por otra parte, y en la mayoría de los casos, no tiene síntomas psíquicos frecuentes de ningún tipo. Está demasiado ocupado intentando salvar la vida, pagar sus gastos y conservar su empleo. No hablo de la ansiedad genuina, por supuesto, que con frecuencia puede matar, pero no nos encontramos con eso muy a menudo, y nunca se produce por la opulencia, el aburrimiento, el descontento y el deseo de placeres de otro tipo, como se produce la pseudo-ansiedad en el hipocondríaco. Alguien me dijo una vez que cuando un hombre siente el «descontento divino» necesita cambiar de cocinero o de amante. No encontrará usted nunca el «descontento divino» en aquél que está honestamente enfermo, no quiere otra cosa más que sentirse bien y volver a su trabajo. Pero el «hipo» quiere que su médico le diga que trabaja demasiado y necesita un descanso muy, pero muy largo, preferiblemente un extenso viaje por mar, y mejor todavía, acompañado por una señora que no sea su esposa.
—Tendré que creer que es usted un cínico —dijo Robert sonriendo y con un movimiento de cabeza.
—No. Simplemente conozco a la gente, y lo que sé sobre ella no contribuye a mantenerme en estado de júbilo.
Robert echó una mirada cautelosa hacia la puerta cerrada, detrás de la cual se oía el firme repiqueteo de la máquina de escribir.
—Ya lo he notado —dijo bajando su voz juvenil—. Me di cuenta ayer. No parecía estar disfrutando mucho.
—Bueno, no.
Robert se ruborizó de nuevo con su habitual facilidad, pero fingió estudiar una carpeta y dijo:
—Parecía que no le gustaba la mayoría de personas que habían allí, ni siquiera esa hermosa muchacha, Jenny Heger.
Jonathan, sentado en una cómoda silla de las que usaban los pacientes, se detuvo en el momento en que encendía un cigarrillo, después apagó lentamente el fósforo.
—¿Jenny…? ¿Mi sobrina política, si es que se puede llamarla así? ¿Qué pasa con Jenny? —Su voz había experimentado un cambio tan notorio que Robert quedó desconcertado.
—Quiero decir que es excepcionalmente… bueno… bien parecida, atractiva. Cualquier hombre quedaría encantado.
—¿Y yo no estuve encantado?
Robert se volvió y le miró. No comprendía por qué hablaba en aquel tono. Ahora Jonathan le miraba de un modo que sólo podía definirse como fastidio. Robert quedó confundido.
—No tendría que haberme metido en cosas tan personales —dijo disculpándose—. Perdóneme. Ahora, esta señora Summers…
—No, no. Siga, hablemos de Jenny.
—No hay nada de qué hablar, Jon.
Recordaba la primera vez que había visto a Jenny en la isla y recordaba también la despectiva actitud de Jonathan con respecto a ella y sus observaciones burlonas y enigmáticas. Pensaba por encima de todas las cosas, en las feas historias que asiduamente le contaba su madre sobre la muchacha, las había repudiado indignado, pero todavía le dolía el recuerdo de las sonrisas significativas y maliciosas de su madre. No podía pensar siquiera en abofetear a su madre, pero sí abofetearía a Jonathan con gusto en aquel momento.
—Sólo trataba de serle agradable y de darle las gracias por el hermoso día y la buena compañía —dijo, sintiéndose tan enojado como no se había sentido nunca—. ¿Le ofende que encuentre a la señorita Jenny bonita y atractiva?
—¿Por qué demonios tendría que ofenderme?
Robert dejó la carpeta con sumo cuidado, y le miró.
—Encuentro a la señorita Jenny muy bonita y atractiva —dijo con voz muy resuelta—. Espero que me permita visitarla en la isla. Espero también que no me encuentre muy repulsivo, y que pronto me permita invitarla a un concierto o una comedia. ¿Ustedes tienen conciertos y obras de teatro en este pueblo, o exagero un poco?
—No exagera usted. Tenemos una orquestina decente que se llama a sí misma «Sinfónica», ¿o acaso es «Filarmónica»? No la subvencionamos totalmente, pero casi. —Jonathan sonreía, pero con una mueca un tanto desagradable—. Los componentes de la Banda Alemana que usted vio ayer son miembros de ella, y hay también algunos colegiales que son sumamente «virtuosos», como dicen las señoras. Algunas veces se puede reconocer lo que ejecutan. Les he oído tocar un nocturno de Chopin que no les aplastó del todo, a pesar de que Brahms puede volverlos histéricos. Tienen valor y si se ponen un poco pesados con los bronces, los címbalos y los tambores, esos ruidos son alegres, y buenos para los corpúsculos. Están mejor con Sousa sin embargo, y desafío a cualquier orquesta, hasta a la suya de Filadelfia, que saque más jugo que nuestros muchachos de The Star Spangled Banner. Por lo que hace referencia a obras de teatro, tenemos compañías pasajeras que tienen la condescendencia de venir a visitarnos desde Nueva York, en verano, con un reparto de tercera clase, y Chautauqua levanta sus carpas en nuestras fértiles tierras también en verano. Una vez la Divina Sara pasó por aquí y se detuvo para hacer una sola función. Ni siquiera Nueva York es superior en todo esto, para no hablar de los Ringling Brothers y Barnum en primavera. Ésa es verdaderamente una época floreciente.
Robert se echó a reír a pesar de la rabia que sentía.
—Veo que éste es un pueblo muy culto y nada bárbaro. Me sentiría muy complacido de llevar a la señorita Jenny a alguno de estos extravagantes acontecimientos.
—He oído decir… ¿cuál es esa expresión tan deliciosamente recatada, que tanto le gusta a las damas?: que «su corazón pertenece a otro».
—¿Quién? —preguntó Robert con rápido e indisimulado desaliento.
«Eso es lo que yo quisiera saber» —pensó Jonathan y dijo:
—¿Quién puede saberlo? Es solamente un rumor, sin embargo, es una dama inabordable e irreprochable al mismo tiempo, se asemeja en algo a un puercoespín. Por cierto, ¿sabe cómo se aparean los puercoespines?
Jonathan estaba ya a punto de dar una explicación indecente cuando sonó el teléfono. Robert le miró, pero Jonathan le hizo una seña, y Robert atendió la llamada.
—Habla el doctor Morgan —dijo con gravedad frunciendo sus espesas cejas—. Sí, el doctor Morgan. Soy el sustituto del doctor Ferrier como usted sabe. ¡Oh, sí, por cierto, señor Kitchener! No había reconocido su voz. ¿Quiere hablar con el doctor Ferrier? Sí, señor, cómo no y le tendió el aparato a Ferrier, quien lo tomó y puso su mano sobre el auricular.
—Un médico nunca debe llamar señor a un lego a menos que sea un clérigo de mayor edad y próspero, un paciente mayor que él y muy rico, o un charlatán célebre, o el presidente de la República de los Estados Unidos de Norteamérica —le susurró a Robert—. Sí, Al, ¿no hay nadie enfermo, en casa, espero? —dijo dirigiéndose al aparato.
—No, no, Jon, gracias a Dios —dijo el señor Kitchener con voz cálida y amistosa—. Es un caso de un amigo mío, un amigo muy querido y apreciado, el doctor Elmo Burrows. Habrás oído hablar de él, aunque no creo que le conozcas. Es un estudioso destacado y uno de los dirigentes del Departamento de Inglés en la Universidad de Nueva York. Muy distinguido, tiene escritos varios libros de texto muy valiosos sobre Chaucer y algunos poetas menores de la Edad Media, es muy distinguido, ha recibido una gran cantidad de premios y menciones.
—De otros estudiosos, presumo —dijo Jonathan.
Míster Kitchener se echó a reír.
—Bueno, sí. Como en todas las profesiones, los estudiosos se premian entre sí. ¿Quién lo haría si no? Elmo es un hombre muy modesto. Hace unos pocos meses se mudó a una linda casita aquí que había heredado de su esposa, junto con una sustancial suma de dinero. Escribe un libro sobre Chaucer.
—Ése es un tema que podría incendiar a todo el país —dijo Jonathan—. Ya veo a nuestros jactanciosos magnates, nuestros granjeros y los obreros de las fábricas comprando semejante libro por millones.
—Bueno, él no es Booth Tarkington o Frances Hodgson Barnett, con toda seguridad —dijo Albert Kitchener con una risita contenida—. Ni siquiera es un Jack London, o Joseph Conrad o Mark Twain. Le conozco desde hace muchos años. Su hija le cuida la casa, es una muchacha muy dedicada a él y le acompaña a todas partes. Es también su secretaria, y le recopila los datos. Una muchacha brillante de la edad de Maude, con la que son amigas íntimas. Se llama Elvira, nombre anticuado, era también el nombre de mi madre. Es una buena influencia para Maude, y a pesar de que soy su padre tengo que admitir que mi hija es un poco despreocupada a veces. Elvira la hace interesarse por las cosas.
—Muy edificante —dijo Jonathan revoleando los ojos y soltando un bostezo—. ¿Elvira está enferma, supongo? ¿Anémica, probablemente?
—No, no, Jon, déjame explicar. Se trata de Elmo. Todo andaba bien hasta hace dos semanas, después tuvo un ataque.
—¿En qué hospital está?
—Ésa es la cuestión. No está en ningún hospital.
—¿Nada más que un pequeño ataque, eh? ¿Quién es su médico?
—Ahí tenemos otro problema. No tiene ningún médico en Hambledon.
Jonathan se enderezó en su silla.
—¿No está en ningún hospital, ningún médico le atiende, y el hombre tuvo un ataque hace dos semanas? ¿Quién diablos dijo que había tenido un ataque?
—Elvira. Ahora espera, Jon. Ésa no ha sido una palabra muy linda para decirla por el teléfono. Podrían escuchar en la central y hay que tener mucho cuidado de no ofender a esas simpáticas señoritas, ¿no es cierto? Elvira me lo ha dicho esta mañana. Empieza a estar preocupada por su padre.
—Mi Elvira querida —dijo Jonathan—. ¿Y quién se lo ha dicho a Elvira?
—Nadie, pero ella es una muchacha muy intelectual, Jon, una de esas «mujeres nuevas». Estudió de enfermera un año o dos, no precisamente para ejercer, sino sólo para cualquier eventualidad urgente que pudiera presentarse. Ha visto a una cantidad de gente con ataques. Sea como sea, esta mañana me fui derecho a su casa, 237 de Rose Hill, no lejos del cementerio, ¿conoces la calle?, muy bonita y exclusiva, ¿anotaste el número?, y allí estaba Elmo echado en la cama, absolutamente inmóvil como si estuviera ya muerto. Había tenido el ataque dos semanas antes, se metió en cama y allí está todavía. Cinco días atrás no podía hablar, aunque Elvira dice que comprende cada palabra que ella pronuncia. —El señor Kitchener se aclaró la garganta—. Puede usar la cómoda que tiene al lado de la cama, que fue la que le compró Elvira, pero eso es todo lo que puede hacer. Puede comer sólo un poco de leche, caldo y un poco de sopa de legumbres y cacao, pero nada más, desde hace dos semanas. Y ni siquiera quiere hacer eso. Te lo digo, Jon, me siento muy preocupado por Elmo.
—Y tienes motivos para estarlo. Aparentemente hubo dos accidentes cerebrales en dos semanas, ¿por qué esa estúpida muchacha no llamó a un médico dos semanas atrás, por amor de Dios?
—Bien, creo que te lo dije. Ella ha tenido práctica como enfermera y atendió a su madre antes de que muriera, me dijo que sabe exactamente qué es lo que hay que hacer en estos casos. Pero ahora está un poco preocupada porque Elmo ya no habla. Le hablé de ti y ha consentido en que vayas en seguida y veas lo que se puede hacer, eso como un favor para mí —agregó Kitchener astutamente.
—Ya sabes, Al, que me iré de este pueblo pronto, y el doctor Morgan es mi reemplazante. Está haciéndose cargo de todos mis viejos pacientes —los que he dejado— y algunos nuevos también, de modo que voy a mandarlo de inmediato.
—Jon —dijo el señor Kitchener— el doctor Morgan es un muchacho simpático, pero no es más que un muchacho, y nosotros lo queremos mucho. Pero ésta es su primera práctica, ¿no es así? Las noticias corren. No quisiera que nadie viera a Elmo más que tú, Jon. Es una persona que vale mucho y un estudioso, y no tenemos muchos de su clase en América.
Jonathan suspiró, ya exasperado.
—Muy bien. Voy a mandar una ambulancia de Sta. Hilda para que le traiga inmediatamente, y le veré dentro de una hora, cuando le hayan ingresado.
—Ésa es otra cuestión, Jon. Elvira no permitirá que le lleven a un hospital. Dice que ha «visto demasiado». Es una muchacha muy decidida y resuelta. Dice que cuando alguna vez se lo mencionó siquiera a su padre, estuvo en contra, tanto como ella misma. Está dispuesta a tener aquí una o dos enfermeras, pero eso es todo.
—¡Maldito sea, no voy a hacerme cargo de un hombre que ha tenido dos ataques recientes, fuera de un hospital! —gritó Jonathan—. ¡Necesita cuidados profesionales grandes y constantes, no las manos tiernas de Elvira! Prepáralo para la ambulancia.
—Bueno, Jon, no seas intransigente. Estoy aquí en la casa, con Elmo y Elvira. He tratado de convencerla de que lleve a su padre a Sta. Hilda, pero no quiere saber nada, Jon. Elmo se morirá aquí mismo si no se le presta atención médica, y como le he contado a Elvira todo lo que sé de ti, no va a permitir que ningún otro médico entre en la casa. Ya me costó bastante trabajo convencerla de que te dejara intervenir. No confía en los médicos.
—Mientras más conozco a las mujeres —dijo Jonathan ya con furia— más creo que el Todopoderoso debiera de haber hecho a los hombres bisexuales, como los caracoles. Pero eso no sería muy divertido, ¿no te parece?
—Espero que las señoritas de la central no hayan entendido eso —dijo el señor Kitchener, pero soltó una carcajada.
—Venga conmigo —le dijo Jonathan a Robert después de colgar el tubo—. La oficina no funciona hasta las dos. Bueno es que empiece a conocer a esas mujeres llamadas pequeñas ayudantes de los doctores, quizá fuera mejor llamarlas Némesis de los doctores. Pueden deshacer mejor el buen trabajo de un médico experto, que lo que puede una enfermera oficial.
—Usted se olvida de que tengo una mamá dirigente.
En camino hacia la casa de Elmo Burrows, Jonathan le dio a Robert muchos consejos en lo referente a las mujeres, casi ninguno de los cuales podía encontrarse en ninguno de los textos corrientes sobre la materia. Robert pensó que algunos eran risibles y otros lascivos.
—La época de la hidalguía —dijo Jonathan— pretendió deificar a las mujeres y considerarlas como demasiado preciosas para el ayuntamiento vulgar, pero eso lo hacían para conservarlas «puras» cuando los hombres salían a asesinar sarracenos o en búsqueda del Santo Grial, lo cual constituye una forma poética de decir que salían a proveerse de territorios ricos. Eventualmente, sin embargo, cuando empezaron a aparecer algunos aprovechados, los hombres inventaron el cinturón de castidad. Después ya no deificaron a las mujeres, hasta la lamentada finada Victoria, que se las ingenió para convertir a los alegres hombres de Inglaterra en magnates industriales o en esclavos de las fábricas, atrayendo sobre el país una oscuridad que casi alcanzó las alturas del reinado de Cromwell, o sus profundidades. Las mujeres de la regencia, con sus delgados vestidos de muselina, sin llevar nada debajo, acostumbraban a humedecer con agua aquellas vestimentas para conseguir algo que ahora no estaría permitido en nuestros escenarios más audaces de la parte más baja de Nueva York, o en la Columna de las prostitutas de Hambledon, o en cualquier otra ciudad en donde las señoras alegres no encuentran trabas de ningún tipo. Victoria se dio cuenta de que no tenía un físico digno de ser expuesto de aquel modo, de manera que inició el movimiento para imponer las enaguas, crinolinas, capas, corsés de hierro, la castidad y la deificación de las mujeres. Un régimen lóbrego, como dijo Disraeli: «no había más que poner techo a Inglaterra para que quedara convertida en un prostíbulo». Sin embargo, continuamos con la hipocresía de afirmar que las mujeres no tienen pimienta en el alma ni sangre en las venas, y que a las mujeres buenas no les gusta retozar en la hierba, les hacemos una injusticia. A las mujeres no les gusta que las endiosen, en realidad no les gusta tampoco la franquicia o la igualdad de derecho. Les fastidia, con todo derecho, que se las endiose y se considere que están muy por sobre todas las groserías de la copulación, dele a una mujer con sangre en las venas un hombre con sangre en las venas, que escasean bastante en este nuevo siglo, y al diablo, dirá ella, al voto, o al pedestal, o a estar a la misma altura que su pareja.
—Naturalmente, usted habla por experiencia —dijo Robert—. Las sufragistas con seguridad le lincharían como una amenaza.
—No me gusta que los hombres se burlen de ellas cuando las pobrecitas desfilan —dijo Jonathan—. Tendrían que invitarlas a ir a casa a recibir un poco de instrucción extensiva en posición horizontal. ¿Es su mamá partidaria del voto para las mujeres?
—Dentro del contexto que usted acaba de usar me rehúso a contestar —dijo Robert—. Soy un hijo respetuoso.
—Tengo esperanza en usted —dijo Jonathan—. Si llega usted a casarse alguna vez, y espero que no lo haga, trate a su mujer de modo amable pero firme, y nunca le diga nada. Dele instrucciones detalladas sobre el sexo de manera repetida. Le querrá siempre. Cometí un error con mi mujer, creí que tenía algo para darme además de su cuerpo blanco y puro. Nunca me lo perdonó, y no la reprocho.
—Usted denigra a la mitad de la raza humana —dijo Robert riendo.
—No se agite, ellas nos denigran a nosotros también, pero con muchísima más imaginación. ¿No ha oído nunca a mujeres discutiendo sobre sus esposos? Es una educación que debería tener todo hombre antes de casarse. Por fortuna, sin embargo, nunca deberá tenerla. Si la tuviera, no se casaría, con toda seguridad. Ha sido y sigue siendo el hombre primitivo quien inventó esos horrorosos tabúes sobre las mujeres y sabía por qué lo hacía, aunque indudablemente las mujeres se opusieron. El hombre moderno ha perdido el miedo que sentía por la mujer y eso es una desgracia para él. No hay nada como unos pocos tabúes mortíferos para hacer que el tiempo que pasamos en la cama sea el más alegre del día.
Les abrió la puerta una criada ataviada a la usanza inglesa, y penetraron en un amplio vestíbulo adornado con mobiliario inglés y espesas alfombras antiguas. Les esperaban el señor Kitchener y su hija Maude.
«Bello bocado para cualquiera, la damita ésta», pensó Jonathan, fijándose en la fina cintura, los generosos senos y los hoyuelos en las muñecas y los codos de la muchacha. «Es un buen bocado aunque uno pueda tener la mente ocupada con otra mujer».
—Les agradezco que hayan venido, querido Jon —dijo el señor Kitchener estrechando las manos a ambos hombres—. ¡Qué hermoso día ayer! ¿No les parece? Maude, ¿quieres comunicar a Elvira que nuestros amigos están aquí?
Les introdujo en un salón de recepción de nobles proporciones y amueblado, por desgracia, en estilo victoriano, apenas había intentado Jonathan emitir su opinión, tuvo que interrumpirse por la entrada de Maude, que llegó acompañada por otra muchacha de casi su misma edad, y a la que presentó, en forma un tanto extravagante, como «mi querida, queridísima amiga, la señorita Burrows».
Elvira Burrows era una muchacha espigada, vestida severamente con un vestido gris de algodón, mangas largas e impropias en un día de calor y sin ningún toque de coquetería. De cara larga y pálida, sus facciones eran agudas aunque curiosamente armoniosas, como las de una estatua, su boca ancha y fina mostraba una expresión decidida y los ojos grises estaban enmarcados por unas espesas cejas negras. A su lado la figurita de muñeca rechoncha de Maude ofrecía agudo contraste.
La dueña de la casa examinaba a Jonathan y Robert con una mirada que era mezcla de resentimiento y disgusto.
—Gracias, caballeros —dijo con voz clara que no mostraba, por supuesto, ninguna amabilidad. Estrechó las manos de ambos médicos como lo haría un hombre muy ocupado, de manera rápida y breve—. Quiero dejar bien aclarado, sin embargo, que no siento gran estima por los médicos.
—Tampoco yo —dijo Jonathan con una sonrisa excesivamente humilde, que por alguna razón provocó un leve rubor en aquellas mejillas descoloridas. Elvira le dedicó entonces una atención exclusiva, pero desprovista de amabilidad.
—Entendido —dijo.
Sin hablar le sometió a un estudio más atento y todavía más desagradable. Se veía que la muchacha no era tonta. Recorría con sus ojos todo el cuerpo de Jon, como lo haría una maestra de escuela con un alumno incorregible y merecedor de expulsión y castigo, pero sin dejar de advertir su elegancia, su actitud desenvuelta y su traje bien cortado. Después le miró directamente a los ojos, y lentamente frunció el entrecejo y se volvió. Su boca firme, dibujaba un gesto de fastidio, como si alguien la hubiera besado por la fuerza.
—Fue sólo por la insistencia del querido amigo de papá, tío Albert, que he permitido la… consulta médica. —Se detuvo e hizo una mueca desagradable de desprecio—. Papá no necesita a nadie más que a mí y un poco de atención de enfermeras. No obstante, caballeros…
Les condujo por el vestíbulo al piso superior, donde estaban los oscuros dormitorios. Jonathan iba pegado a sus talones, seguido por Robert, y detrás de ellos el señor Kitchener resoplando un poco ya que los peldaños eran un tanto empinados. Detrás de ellos, cerraba la ascensión Maude, levantándose la falda sobre los tobillos.
Elvira abrió una puerta angosta y entró sin invitar a ninguno de los que la seguían, que entraron también a una habitación de buenas proporciones, paredes blancas y ventanas abiertas, por donde penetraba un aire perfumado y el verde brillo de las hojas. En el centro de la habitación, y en una cama grande con dosel de muselina blanca, yacía una larga figura inmóvil que apenas levantaba la colcha, unos pocos muebles adornaban la habitación y una oscura alfombra de Bruselas cubría el piso.
Elvira, de pie al lado de la cama de su padre, se dirigió, más bien que habló, a ambos médicos.
—Mi padre ha tenido dos ataques —anunció, y Jonathan buscó involuntariamente sus notas—. Uno de ellos hace dos semanas, que casi paralizó del todo su cuerpo, menos las manos. Tiene cierto dominio sobre las piernas, y…
—Sus funciones corporales, espero —interrumpió Jonathan—. Es muy importante ese control.
La señorita Elvira se puso muy blanca y sus ojos grises le miraron relampagueantes, no con modestia o embarazo, sino con fría irritación.
—Sus funciones corporales —repitió de modo preciso—. Están controladas con orden, doctor. Sírvase no interrumpirme por un momento. Seré breve, doctor.
La palabra «doctor» sonaba en sus labios como una imprecación, como una palabra que una dama debiera usar sólo en casos muy extremos.
—Hasta hace pocos días podía ponerse en comunicación conmigo, aunque de manera esporádica, hasta el jueves, para ser exactos. Después tuvo aparentemente otro ataque, que le privó de la voz, no puede hablar en absoluto. Nos comunicamos por señas que hace con las manos, entiende sin embargo lo que le digo, afortunadamente. Se alimenta poco, y solamente a base de líquidos. Le doy té de manzanilla o tila a la hora de dormir, de modo que pueda descansar cómodamente. Duerme sin interrupciones. Duermo en una de esas sillas de manera que puedo oír su más leve movimiento. No se agita en lo más mínimo, salvo para usar esa cómoda que usted ve al costado de su cama.
Se detuvo como si le hubieran cerrado un interruptor y miró a los dos médicos de manera impersonal.
Robert le habló por primera vez, con indignación y recriminándole:
—¿Nunca pensó usted en llamar a un médico, señorita Burrows?
Ella ni le miró siquiera, sino que se dirigió a Jonathan.
—No. Ya les he dicho qué opinión tengo de los médicos. Esta opinión no es fruto de la ignorancia, sino del conocimiento. La condición en que está mi padre me resulta muy conocida. Necesita solamente buenos cuidados de una enfermera, movimientos pasivos y tranquilidad. Con el tiempo podremos saber si recuperará el control de los músculos y la palabra, o si estará condenado a la invalidez para toda su vida y al confinamiento en la cama.
—Naturalmente —dijo Jonathan con un gesto a Robert, que hervía de forma visible— conoce usted la medicación que hay que darle.
—Soy partidaria de las hierbas —dijo Elvira con firmeza—. Diente de león para estimular los músculos, cáscara de azafrán para la sangre, dedalera para la circulación, leche caliente con miel para estimularle la mente, limón para provocarle el apetito, azufre para la limpieza intestinal, cáscara de canela, cocida con té caliente para los nervios. Jengibre con agua caliente para los trastornos gástricos, baños de soda, baños de pies.
—Me parece —dijo Jonathan— que me inclinaré porque le quiten la licencia para ejercer, señorita Burrows. Claro que eso lo haré por la envidia que siento. ¿Me da permiso para examinar al paciente? Nada más que con fines de consulta, por supuesto. Después, más adelante, tendremos una discusión médica a fondo.
Elvira le echó una mirada asesina y se acercó con altivez a la figura que yacía sobre la cama y allí se quedó de pie, cruzadas las manos y una expresión fríamente desdeñosa. Robert, obedeciendo a un gesto de Jonathan, se acercó por el otro lado. Los dos médicos se inclinaron sobre el hombre yaciente e iniciaron el examen. Elvira se alejó con gesto desdeñoso hacia la ventana y se puso a mirar hacia afuera tranquilamente, como si en la habitación no hubiera nadie más que ella y su padre. El señor Kitchener y su hija Maude estaban cerca de la puerta, ignorados por completo.
El enflaquecido hombre que yacía en la cama no tenía más de cincuenta años, si es que llegaba a esa edad. Su cabello era áspero y castaño, la cara lívida como una calavera, pero el cráneo era aristocrático, con nariz prominente. Sus ojos, grises como los de su hija, alertas, inteligentes y extremadamente conscientes de lo que sucedía, miraban sombríamente a Jonathan. De repente sonrió, con una mueca débil y festiva, y Jonathan sintió por él una simpatía que sólo era capaz de sentir por muy pocos hombres. Elmo Burrows tenía unas espesas cejas negras, y mientras Jonathan le examinaba con pericia, aquellas cejas se levantaron en una expresión que reflejaba comprensión. Después de uno o dos segundos la expresión se hizo triste, amarga y desesperada, y apoyó la cabeza de lado sobre las almohadas. Allí quedó totalmente inerte, sin hacer movimiento alguno con lo que Elvira llamaba «sus miembros».
Jonathan frunció más las cejas a medida que la revisión adelantaba.
—¿Estuvo su padre en coma en algún momento? —le preguntó a Elvira—. ¿Quedó inconsciente después del primer ataque?
La muchacha contestó con indiferencia desde la ventana, de donde estudiaba las hojas de los árboles.
—No. Una mañana, sencillamente, no pudo levantarse de la cama, a mí me lo dijo. Afirmó que le resultaba muy difícil mover las piernas y los brazos. Primero pensé en una artritis, pero no sentía dolores en las articulaciones y tampoco las tenía hinchadas. Al día siguiente dijo que tenía aún más dificultades para moverse y así siguió.
—¿No se quejó de mareos, náuseas o dolores de cabeza?
—No. Nosotros no somos víctimas de esas enfermedades causadas por descuidos en las dietas.
—¿No tenía rigidez de cuello?
—No. No tuvo ni resfriado ni catarro.
Los miembros del paciente no estaban flácidos ni achatados, estaban tan redondos como las piernas y brazos de cualquier hombre saludable que estuviera un poco delgado, y eran fríos al tacto. Jonathan le pellizcó en forma inesperada un bíceps, y el brazo se apartó involuntariamente. Sometió el otro brazo y las piernas al mismo experimento, y en cada caso el miembro se retrajo y el enfermo emitió un débil quejido de protesta. Su temperatura, el pulso y la respiración eran normales en un paciente retenido en cama que no estuviera verdaderamente enfermo o en peligro de muerte. La presión sanguínea era normal.
—¿Qué edad tiene su padre, señorita Burrows?
—No ha cumplido los cuarenta y nueve años.
—Excelente presión —le dijo Jonathan a Robert que miraba perplejo mientras aquél continuaba su examen—. Un tanto baja para su edad, pero excelente, y no hay señales de reciente infarto cardíaco o fibrilación auricular. Nada de espasmos. Los reflejos son un poco lentos, pero dentro de lo normal. Parece un poco desnutrido…
—Estoy limpiándole el sistema con una dieta líquida —dijo Elvira sin volverse—. Pero no puede tragar con facilidad, y hace señas de que no desea alimentarse. —Su voz era desapasionada por completo.
El enfermo yacía con los ojos cerrados como si no estuviera presente o no tuviera conciencia de las cosas, pero en aquel momento miró a Jonathan con una expresión de intensa desesperación, y Jonathan se inclinó de nuevo sobre él.
—¿Puede oírme, señor Burrows? Muy bien, veo que puede mover un poco la cabeza. ¿Puede hablar? ¿No? ¿Puede ver bien?, bueno, ¿no tiene dolores en ninguna parte?
Los ojos grises y hundidos del paciente reflejaron mayor angustia.
—¿La cabeza? ¿Las piernas? ¿Los brazos? ¿El cuello? ¿La espalda? ¿El pecho? ¿Nada? Muy bien. Entonces, ¿dónde siente dolor?
Los ojos del señor Burrows se velaron, giró la cabeza hacia un lado y bajó los párpados. Jonathan se levantó y miró a su paciente, pensativo.
—No hay parálisis —le dijo a Robert—. No existe desviación conjugada de los ojos, ni signos laterales. Las respuestas neurológicas están dentro de lo normal. No hay síntomas cerebrales de ninguna especie, ni siquiera una meningitis suave, cosa que había sospechado al principio. Afasia sí, pero me pregunto de qué clase.
—¡En resumen —dijo Elvira desde la ventana— encuentra que mi padre goza de perfecta salud! ¡No ha tenido ataques, y sin embargo no puede levantarse de la cama ni puede hablar!
—No he dicho que su padre goce de perfecta salud —dijo Jonathan—. Al contrario, quisiera tener una consulta con usted en otra habitación, si me hace el favor, señorita Burrows. Vamos, Robert. Ustedes, Al y Maude, ¿me harían el favor de quedarse con mi paciente?
Ambos médicos siguieron a la enérgica Elvira hacia el vestíbulo, y allí la muchacha se detuvo mirándolos con una expresión de frío desafío.
—¿No es suficiente este lugar para lo que tengan que decirme de acuerdo con su ignorancia médica?
Jonathan tomó el pestillo que estaba más cerca.
—Ésa es mi habitación, si me hace el favor, doctor —dijo Elvira con aspereza.
—No se alarme —dijo Jonathan—. He estado en más habitaciones de señoras, invitado o no, de las que puedo recordar, tanto como médico, como también en calidad de… ¿digamos… visita?
—No es necesario ser libertino —dijo la señorita Burrows con toda claridad— aunque no soy una de sus alocadas señoritas, sino una mujer moderna del siglo veinte, franca y sincera.
—Y apuesto a que usted conoce todo el vocabulario también —dijo Jonathan con gesto de gran admiración—. Bueno, si no vamos a invadir su cámara de vestal, ¿a dónde podemos ir?
Pareció como si Elvira tuviera una sugerencia muy apropiada para hacer, pero se limitó a apretar los labios, echó a andar por el vestíbulo y abrió una puerta distante. Con gesto imperativo les indicó que entraran. Tenía una franja de color rojo en cada uno de los pómulos.
—Y —siguió diciendo Jonathan— apuesto que conoce también los eufemismos de las palabras. Si no es así, tendré mucho gusto en instruirla, mi querida jovencita, cuando usted disponga. Pero solos.
—¡Estoy segura de que sería muy capaz! —dijo Elvira con los ojos relampagueantes—. Por favor, doctor ¿querría usted entrar en esa habitación que antaño fue la salita de mi madre muerta?
Robert pensó que las observaciones de Jonathan no eran fáciles de perdonar, pero no pudo evitar que se dibujara una sonrisa debajo de su bigote de color oro. Aquélla era realmente una muchacha bastante difícil de calificar, con sus pretensiones de modernismo. Era una suerte que no hubiera entendido del todo las traviesas insinuaciones de Jonathan. No hay nada tan puro como una mujer que pretende estar emancipada y libre de inhibiciones. La prostituta legítima es habitualmente muy recatada en su forma de expresarse, y pretende que se la insulta a la menor observación jocosa, es muy reticente y limitada frente a los hombres que no conoce. Elvira, por el contrario, era un auténtico granadero.
Entraron en un cuarto muy recargado y mohoso, abrumadoramente impregnado de perfume de alcanfor, flores de lavanda, cortinajes calientes y pesados, bolitas contra la polilla, alfombras recalentadas y un mobiliario ridículo. Los espejos del vestidor estaban cubiertos y los pocos cuadros estaban girados hacia la pared, una pequeña ventana se abría sobre las ramas de los árboles, y nada más. Era una habitación muy desagradable. Jonathan decidió quedarse quieto, mientras Elvira se sentaba tan derecha como un uso, en un sillón sin brazos.
—Le voy a formular unas cuantas preguntas muy serias, señorita Elvira —dijo Jonathan, con expresión dominante. Aquella expresión suya había tenido siempre éxito con las mujeres neuróticas, histéricas o intratables. Siempre tuvo el efecto de aquietarlas y someterlas, pero por lo que respectaba a Elvira, se limitó a dirigirle una fría sonrisa de desprecio, y se quedó esperando.
—Quiero que sea sincera como lo son todas las jóvenes de esta época.
Ella inclinó la cabeza.
—En primer lugar, ¿cuándo murió su madre?
Elvira, por primera vez, pareció quedar un poco desconcertada.
—¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver con la enfermedad de papá mi querida, queridísima madre?
—Señorita Elvira, soy yo quien hace las preguntas. No quiere usted que su padre muera, ¿no es así? Está transitando el camino hacia la muerte con toda regularidad. Si tiene usted interés por él, por favor no me haga perder tiempo.
La muchacha había adquirido un color horrible, y los ojos parpadeaban de miedo, pero tenía un gran control sobre sí misma.
—No creo que se muera, no lo creo en absoluto. Sin embargo le contestaré sus preguntas en la forma más breve que pueda. Mamá murió hace once meses en Nueva York, en una pequeña casa. Fue algo completamente inesperado. Parecía gozar de buena salud, aunque a su edad, cuarenta y dos años, cualquier cosa pudo sucederle. Cosas de gente mayor, están sujetos a muchos disgustos. ¿Supongo que usted estará de acuerdo, doctor? Cenó muy bien, había cocinado yo misma, pues nuestra cocinera tenía su noche libre quincenal, y como soy partidaria de la comida saludable, puedo asegurarle que aquella cena era muy nutritiva.
—Estoy seguro de ello —dijo Jonathan—. ¿Y qué era, ya que hablamos de eso?
—Arroz integral tostado con picadillo de nueces y espinaca cortada, guisado con un poco de manteca.
Jonathan hizo un gesto muy elocuente. A Elvira le volvía el color, y tenía la apariencia arrogante de una fanática ferviente.
—Empezamos con un caldo liviano, judías ligeramente aderezadas con nuez moscada y tomillo.
—Ya veo, ya veo —dijo Jonathan nervioso—. Ya es bastante, gracias. Veo que la comida no podía dañar a su madre si hubiera gozado de óptima salud. ¿Sería así, supongo?
—No estoy segura de que me guste el tono de su voz, doctor —dijo Elvira, era una joven muy vehemente—. Ni tampoco sus insinuaciones de que mi madre pudiera haber sobrevivido a las comidas saludables en caso de que su salud fuera óptima. Lo dejaré estar considerando que estas observaciones provienen de una mente con muchos prejuicios. Mi madre dijo que había disfrutado enormemente de la comida y me sentí satisfecha, pues durante mucho tiempo había intentado que comiera de manera más sensata. Ella prefería la comida sustanciosa y los cadáveres…
—¡Cadáveres! —exclamó Jonathan con un aire un tanto exagerado de repugnancia.
—Sabe usted muy bien a qué me refiero, doctor, los cadáveres inocentes, de inocentes bestias, asesinadas para satisfacer nuestra gula.
Jonathan abrió la boca para decir una cosa poco delicada, pero lo pensó mejor.
—Está bien —dijo—. Siga, por favor.
—Estoy segura —dijo Elvira con una voz que se hacía más rotunda y clara a cada instante— que usted no se interesa realmente en la dieta de mi pobre madre. De todos modos, despertó a medianoche llamándome, y diciendo que tenía una indigestión aguda, muy severa. Afirmaba que se sentía como si la hubieran envenenado.
—Sin duda fue así —dijo Jonathan con voz casi imperceptible.
—¿Qué dijo, doctor? No importa, no creo que sea importante, aunque supongo que era algo bastante descortés. Es usted un hombre muy áspero y muy grosero, si me permite la franqueza.
—Le di a mamá los remedios acostumbrados —prosiguió—. Jengibre con agua caliente, té caliente con un poco de crema tártara. Generalmente basta con eso. Mamá había tenido ataques como ése antes, pero siempre salió bien gracias a mis cuidados. Pero continuó quejándose. Me pidió que le buscara un médico. Para apaciguarla, aunque como es natural no tengo ninguna confianza en los médicos, llamé a uno por teléfono. Me llevó bastante tiempo, con ayuda de la central, encontrar uno que viviera cerca de casa, de modo que pasó una hora o más antes de que llegara.
De repente apretó con fuerza sus párpados blancos y su boca inflexible tuvo un leve temblor. Después volvió a abrir los ojos.
—Cuando llegó dijo que mamá había tenido un ataque al corazón y que se moría. No sé qué le dio, pero tuvo que ser algo mortalmente drástico. Murió media hora más tarde. Siempre le tuve por responsable, si no hubiera venido, mamá estaría ahora viva y entre nosotros.
Jonathan se sentía un tanto compadecido por aquella obstinada muchacha.
—¿Y cómo tomó su padre la muerte de su esposa?
—No se lo dije hasta la mañana siguiente. Había estado muy fatigado durante más de una semana y necesitaba descanso. Me quedé sentada al lado de mamá desde el momento en que murió hasta que supe que papá había bajado al comedor y que el cocinero le había servido su desayuno. Leía tranquilamente su diario antes de salir para la Universidad, fue a eso de las ocho.
—¿Y usted permaneció sola con su madre muerta toda la noche?
—Sí.
Por primera vez la voz de la joven no fue tan vivaz. Elvira bajó por un instante el rostro.
—Cuando se lo comuniqué a papá, no dijo nada, absolutamente nada. Se quedó sentado en su silla, mirando el café que le quedaba en la taza, después dobló tranquilamente el diario, fue hasta la habitación de mamá, cerró la puerta detrás suyo, olvidando en absoluto que tenía una hija, y no salió hasta que llegó el de la funeraria. Me sentí aliviada al verlo. No había derramado una sola lágrima, mientras que yo tenía la cara y los ojos hinchados. Parecía completamente calmado, así como era siempre. Me habló tranquilamente también y me palmeó la cabeza. Decía sin parar: «Está bien, Elvira. Está perfectamente bien». Fue para mí como una torre de fortaleza. Él y yo… habíamos sido como padres para mamá.
—¿Sus padres se llevaban bien?
—Oh, mucho. Mamá era juvenil para su edad avanzada. Nunca estaba seria, aunque había recibido una buena educación y era de una mentalidad superior. Ella y papá siempre se hacían bromas. Papá es un hombre muy sobrio, pero mamá podía hacerle reír como si fuera un chico. No pasaba casi ni una noche, no importa cómo estuviera el tiempo, sin que fueran a pasear, internándose lejos en el campo, llegaban hasta el Parque Central, en nuestro carruaje, solos, los domingos, y algunas veces se llevaban el almuerzo. Volvían riendo como niños, quemados por el sol, manchados de hierba, con sueño, y muy felices.
Por primera vez empezaba a flaquear, y tenía pequeños espasmos en la garganta debido a la lucha que libraba con su pena. No miraba ahora a Jonathan sino al suelo, y arrugaba entre sus hábiles y lindas manos un pañuelo liso.
—¿Tenía su padre otros parientes que tuvieran intimidad con él? —preguntó Jonathan con una voz marcadamente amable.
—No, no tenía ninguno. Era huérfano desde hacía muchos años. No tenía hermanos, sólo algunos primos lejanos a quienes rara vez veía. Ellos vivían a cientos de millas de distancia, ni siquiera se escribían. No tenía a nadie más que a mamá y a mí. —Se detuvo—. ¡Algunas veces pienso que creía que no tenía a nadie más que mamá! —dijo, y se le rompió la voz.
—Estoy seguro de que se equivoca —dijo Jonathan.
Pensaba en aquel estudioso tranquilo que sólo encontraba alegría y risas en su mujer.
—Estoy seguro de que sabía, y sabe, que tiene una hija muy dedicada a él, una de las mejores que hay.
Elvira levantó la mirada, desconcertada y suspicaz, pero la expresión de Jon era tan amable que tragó rápidamente y trató de contenerse para no soltar las lágrimas.
—Gracias —murmuró—. Yo tenía solamente a papá y a mamá, sin hermanas ni hermanos, aunque me he enfrentado al mundo mucho más de lo que lo hicieron mis padres. Creo que hay que participar con gran amplitud en asociaciones y ser parte de la Humanidad y de los acontecimientos. Pertenezco a muchas comisiones de caridad y juntas, y hacemos muchísimo bien.
—Estoy seguro de que es así —dijo Jonathan, y tuvo que contener una mueca—. Según veo, su padre tomó la muerte de su madre con mucha calma y sensatez.
—Así fue —dijo la muchacha titubeando—. Salvo que hizo una cosa extraña, no fue al funeral. En realidad, la mañana del entierro desapareció, y estuvo fuera durante dos días. No avisé a la policía, después de todo, sabía que papá no sería capaz de hacer nada… exagerado, creo que usted me entiende. Nunca le he visto agitado en toda mi vida. Tenía un carácter muy tranquilo, una forma firme de ver las cosas, y era muy equilibrado. Una vez tuvimos gran temor de que perdiera la vista, eso ocurrió hará unos cuatro años. Mamá quedó abatida, y pasamos muy malos ratos con ella, pero papá nunca perdió su equilibrio. Mamá casi se volvió loca por la alegría que le produjo el doctor cuando nos comunicó que se había equivocado en su diagnóstico, pero papá se limitó a sonreír. Siempre tuvo una gran estabilidad y perfecto control de sí mismo. Creo que me parezco a él un poco en eso.
—Sí —dijo Jonathan—. Sin embargo él desapareció el día de los funerales de su madre y permaneció ausente durante dos días. ¿Cómo estaba cuando regresó, y qué fue lo que dijo?
—Estaba muy pálido y agotado, pero muy tranquilo, como siempre. No me dio ninguna explicación, ni se la pedí, no volvió a hablar de mamá ni una vez siquiera en once meses. Era como si ella nunca hubiera vivido ni él la hubiera conocido, como si nunca hubiera estado en esta casa ni en la que tuvimos en Nueva York. Volvió a la Universidad y luego decidió en un permiso escribir su libro sobre Chaucer. Mi padre es un hombre muy distinguido —agregó la muchacha con un orgullo patético—. Ha recibido muchos honores y premios de estudiosos de fama y de sus comités. Ha hablado en Londres, en París y en Berlín, y es un lingüista brillante, que habla a la perfección idiomas foráneos. Le aclamaron mucho dondequiera que fue. Ha pensado en este libro durante años y lo discutió casi todas las noches con mamá. Era como si fueran dos niños ansiosos con ese libro. Me siento contenta de poder ocupar el sitio de mamá en esta única cosa, por lo menos.
—¿Y él no ha visitado nunca su tumba?
—¡Es muy extraño que me haga usted esa pregunta! —dijo la muchacha mirándolo desconcertada—. Nunca ha preguntado ni siquiera en qué lugar del cementerio está enterrada. No le pedí que fuera conmigo en ningún momento, porque veía que se iba reponiendo muy bien y no quería volver a abrirle sus heridas.
Las palabras vulgares y los clichés no le eran desagradables a Jonathan, sino solamente tristes, pues tenían la frescura de la devoción y el dolor. Aquella muchacha no tenía una mentalidad tan fuerte como creyera al principio. A su manera, se había sentido tan solitaria y desposeída como su padre. ¿Qué era lo que no funcionaba bien en aquella gente tan ostensiblemente independiente y equilibrada? ¿Acaso eran de verdad demasiado sensibles para soportar la vida sin la salvaguarda del amor, del amor protector a su alrededor, y sin el apoyo de la fuerza de los demás? ¿Eran demasiado orgullosos como para admitir su terrible necesidad? ¿Tenían que condenarse a morir en silencio cuando la única razón de su vida se había esfumado?
—¿Y su padre parecía gozar de buena salud y dormía bien desde que murió su madre?
La muchacha reflexionó un rato.
—No —dijo por fin—. Naturalmente, papá nunca se queja. Nunca ha sido robusto, pero ahora está demasiado flaco. Estoy segura de que usted lo ha notado. Come muy poco, aunque se trate de sus platos favoritos, y le oigo pasear de un lado a otro de su habitación todas las noches, sin decir una palabra. Creí que pensaba en su libro…, pensaba en eso, ¿no lo cree?
Su tono se hizo súbitamente pueril y suplicante, ya que había empezado a advertir el tortuoso camino que seguía Jonathan.
Éste se le acercó, le tomó la mano y se la sostuvo cálidamente.
—Señorita Elvira —le dijo—. Quisiera que fuera mi hermana, se lo digo de veras. Necesito una hermana como usted, y quisiera tener una hija que fuera exactamente como es usted. Por favor, no se muestre tan incrédula, lo digo sinceramente. ¿Sabe lo que le pasa a su padre? Se muere deliberadamente de pena por su madre. Todo lo demás lo aparta de sí, a usted, su libro, su trabajo, sus alumnos, sus amigos. Se ha encerrado a sí mismo en una cueva y se muere en la oscuridad. ¿Me comprende?
—Sí —lloraba sin darse cuenta.
—Dígame, ¿qué clase de mujer fue su madre?
—Oh, era atenta, dulce y amable. Una mujercita, no era alta como yo —dijo sonándose la nariz con el pañuelo—. Suave, rolliza. Papá solía llamarla su pajarito. Era como un pájaro, a decir verdad. No piaba, pero cantaba y era alegre. Solía decirme en broma que no tenía sentido del humor, y supongo que de verdad es así. No es que mamá fuera frívola, aceptaba sencillamente la vida y todo lo que en ella hay, y opinaba que el mundo es maravilloso a pesar de que manifiestamente no lo sea. Era además muy religiosa. Quería que todos… amaran a Dios. Papá y yo somos agnósticos, pero algunas veces, a causa de la manera como creía mamá, pensaba que debía de haber realmente un Dios, y pienso que papá algunas veces especulaba también con esa idea. Pero todo terminó cuando murió mamá. Fue como si… como si… todas las cosas hubieran recibido un baño gris, de modo que ya no quedaba ningún color en el mundo.
Robert lo había escuchado todo en silencio, con lástima, y sorprendido también por la forma en que Jonathan había consolado a la muchacha, que al principio les había parecido un ejemplo de mujer justiciera y de mentalidad estrecha. «Vive y aprende», pensó Robert.
—Su padre —prosiguió Jonathan— ha tratado desesperadamente de suprimir su pena, dominarla, pasarle por encima. Nunca le dio oportunidad de disiparse, de modo que todavía continúa herido, todavía sufre, quizá más que lo que sufrió al principio. Lo está envenenando, lo está matando. Él quiere morir, no ve razón alguna para vivir más.
—Creía que él era muy valeroso —dijo la muchacha deshecha—. Traté todo el tiempo de ponerme a la altura de su valor, pobre papá…
—Y pobre de usted —le dijo Jonathan.
—¡Oh! —gritó Elvira—. ¡Qué me importa de mí! Pero papá lo es todo, es importante, le necesitan, no se le puede reemplazar, ¿cómo es que no puede comprender eso?
—Porque mucho me temo que siempre haya pensado que nunca tuvo a nadie sino a su madre. Sé que esto puede parecerle rudo, pero si usted se hubiera manifestado abiertamente apenada, él la hubiera consolado y se hubiera apenado con usted, y ambos se hubieran curado juntos. Él piensa que usted es muy fuerte y no le necesita, ni tampoco los demás. ¿No es algo ridículo?
—¡Pero no soy fuerte! —explotó la muchacha, y apenas lo dijo, se le enrojeció el rostro y pareció abatida—. Soy ridícula, ¿sabe usted, doctor, que siempre creí que debía proteger a mis padres, tan alejados de este mundo?
—Uno de estos días —le dijo Jonathan— va usted a convertirse en una magnífica esposa y madre, y espero que tenga una docena de hijos, claro que corre peligro de mimarlos a muerte. Envidio al hombre con quien se case, aunque deseo que sea uno de ésos a quien usted no tenga que proteger, y que se enfurezca si usted trata de hacerlo.
—No —dijo Elvira—. Papá me necesita, me he dedicado a él.
«No, si yo puedo evitarlo», pensó Jonathan palmeando la mano que todavía conservaba entre las suyas.
—¿Tiene algunas bebidas en casa? —preguntó Jonathan—. ¿No? Bueno. Tengo un frasco de coñac en mi maletín. Elvira, ¿me cree ahora?
Le miró maravillada aunque con ciertas reservas.
—Caramba, doctor —le dijo—. Creo que sí, de veras que creo que sí —y sonrió débilmente a través de las lágrimas.
—¿No tiene inconveniente en quedarse aquí solo con Elvira, Bob? —le preguntó a Robert—. Quiero hablar con su padre.
Volvió a la habitación del enfermo y les pidió al señor Kitchener y a Maude que salieran. Luego acercó una silla a la cama del señor Burrows, y vertió con cuidado una buena medida de la bebida en un vaso.
—Quiero que se tome esto hasta la última gota —le dijo—. Y de golpe. Nada de sorbitos. —Sonrió amablemente.
El doctor Burrows hizo un lento movimiento negativo con la cabeza. Jonathan le pasó el brazo por detrás de sus débiles hombros, le obligó a incorporarse y le apoyó sobre las almohadas que dispuso detrás de él.
—Elija —le dijo—. Puede tragarlo, o si no se lo daré como enema. En cualquier forma es eficaz, pero una es menos agradable que la otra, y un poco más turbulenta.
La sombra de una sonrisa se dibujó en aquella cara larga y espiritual. Jonathan acercó el vaso a la boca de Elmo y lo mantuvo allí hasta que tragó la última gota. Le llevó bastante tiempo, pues era una cantidad terrible. Elmo pareció sofocado apenas terminó, y Jonathan le dejó apoyarse sobre las almohadas.
—¿Un poquito de agua? Aunque sería una lástima estropear el sabor que queda. ¿Nada de agua? Muy bien.
Se sentó de nuevo en la silla y cruzó sus elegantes piernas, mirando su reloj. Luego se levantó y se puso a caminar de un lado a otro por la habitación, tomando un libro u otro y dejándolo en su lugar después de hojearlo.
—¿No le parece que Chaucer es un alimento demasiado fuerte para las mentes de los americanos? —le preguntó al doctor Burrows—. Recuerde, tenemos aquí a Anthony Comstock y otros Cromwells. Somos un pueblo terriblemente ingenuo y muy simple, y todavía no demasiado brillante. No queremos admitir todavía que las mujeres tienen piernas, intestinos y vejigas, y tanta avidez por lo que llamamos «placeres carnales» como tenemos nosotros. No queremos admitir todavía que el mundo es un lugar bastante malo, sediento de sangre y hasta temible. Preferiríamos creer que es dulce y hermoso, lleno de niños que ríen, mujeres que viven solamente para servir a los demás y dirigentes que llevan en el corazón sólo los intereses de su pueblo. La historia, según leí en un editorial hace unas pocas semanas, es la página mala del pasado, de un pasado lejano, pero a partir de ahora la historia no tendrá otra cosa que registrar que la felicidad de las razas y el amor fraternal, los festivales, las manos que se tienden a través de los océanos, los barrancos floridos de mayo, y canciones, canciones y canciones. No más zares, no más reyes, no más emperadores, no más káiseres. Todo será un festival de amor entre naciones en armonía. Eso es lo que he leído. ¿Sabe cómo llamo a eso?
El doctor Burrows le miraba con unos ojos que se aclaraban milagrosamente, y por fin sacudió la cabeza, después se quedó muy quieto durante unos instantes y se echó a reír. Fue una risa corta y muy imprecisa, pero lo cierto es que rió.
—Tome otro trago —dijo Jonathan, y esta vez el doctor Burrows no protestó. Hasta llegó a levantar una mano trémula para guiar el vaso con más cuidado.
—¡Ah…! —dijo cuando desapareció la última gota.
Jonathan se sentó de nuevo, y al rato Elmo habló por primera vez después de muchos días, y con voz fuerte.
—Estoy de acuerdo con usted doctor, se lo digo enfáticamente. No sabe usted las luchas que sostengo con mis alumnos, están muy mal informados y tienen una mentalidad simple, y se enfrentan con la corrupción a diario, sin querer reconocerlo hasta que es demasiado tarde. Y después, la mayoría piensan que es la cosa más noble del mundo y no la más vil.
—Tenemos necesidad de contar con una cantidad de hombres valientes que nos ayuden a combatir contra la auténtica corrupción que está echando raíces en América —dijo Jonathan—. Éste va a ser un siglo corrompido. Las señales ya han aparecido, pero le voy a hacer conocer mis teorías y mis temores alguna otra vez. ¿Sabrá usted, naturalmente, que nunca tuvo ningún ataque?
—Lo sé —los ojos de Elmo brillaban ahora con fuerza, y su color había mejorado. Llegó hasta a enderezarse más sobre las almohadas—. Fue nada más que… —Se detuvo.
—No quiso usted vivir más tiempo después de la muerte de su esposa. Lo sé. He tenido una larga conversación con su hija, una muchacha maravillosa, de las que se encuentran una en un millón. América mejoraría mucho si tuviéramos varios millones más que fueran como ella.
La oscura pena y el sufrimiento habían regresado al rostro de Elmo, y también la tragedia.
—¿Elvira? Es una muchacha muy fuerte y valerosa. No necesita de nadie, se basta a sí misma.
—Le necesita a usted —dijo Jonathan, y esta vez no sonreía, sino que su expresión era grave—. He hablado con ella. Parece raro, pero ella cree que usted es el fuerte y el valeroso, que no necesita de nadie más que de sí mismo. ¿Se le ocurrió pensar alguna vez que la pobre muchacha sufre horriblemente por la falta de su madre? Pero trata de mantener la espalda recta, por usted, de modo que usted no sufra por ella y no se aparte de su precioso trabajo.
—¿Elvira? —Elmo quedó boquiabierto, y después se sintió apasionadamente interesado.
—Elvira. Supongo que nunca le pasó por esa cerrada imaginación suya que pudiera estar afligida por su madre… que pudiera haber amado a su madre. ¿Ha mirado usted a Elvira en realidad alguna vez, o ha pensado siempre en ella como solamente el resultado de su boda? Es una persona por derecho propio, altruista, devota, sacrificada, dispuesta a abandonar todas las promesas que le ofrece el futuro, sólo para servirle a usted. ¿Qué piensa que le ocurrirá a Elvira si usted se mata a sí mismo en esta forma?
—Nunca lo pensé —dijo Elmo volviendo el rostro. Después de unos instantes prosiguió—. No sabe usted lo que significa perder a su esposa, doctor, especialmente una esposa como la mía. Estábamos más juntos que el aliento, éramos de verdad una sola carne. Nunca tuve un pensamiento aparte de ella, ni ella de mí.
—Es muy poético —interrumpió Jonathan— pero no es cierto. Vivimos solos en nuestra propia carne. Ni siquiera los más cercanos a nosotros pueden adivinar nuestros pensamientos íntimos, y cuando considero eso, pienso que es una suerte que sea así, para todos.
Elmo volvió a mostrar aquella sombra de sonrisa, pero ahora más definida.
—Y conserva a la mayoría de nuestras mentes comparativamente limpias. Yo soy cirujano, doctor Burrows. He estado en docenas de salas de operaciones. Se quedaría pasmado si pudiera oír lo que las señoras más amables, cristianas, gentiles, reservadas, bien educadas y de voz más suave dicen cuando están bajo la influencia del éter. Muy edificante. Al principio me impresionaba, pero ahora no. Nada me impresiona ya, ni siquiera que una mujer asesine a su hija, o un hijo a su madre. Somos abominablemente humanos, y no me imagino cómo se las arregla Dios para soportarnos mucho más tiempo.
—Tampoco yo —dijo Elmo, y luego se dejó llevar de nuevo por su melancolía—. Mi vida se ha hecho pedazos. No hay ya en ella ningún propósito, ninguna meta, ninguna promesa.
—No discutiré eso —dijo Jonathan—. Mi propósito, cuando era más joven e inocente, era el de salvar vidas y curar el dolor. Todavía me dedico a curar el dolor, pero ¿salvar vidas? No lo sé. ¿Para qué?
Elmo se sorprendió. Se esforzó por sentarse y miró a Jonathan fijamente.
—¿No vale la pena salvar ninguna vida?
—No lo sé. ¿Lo sabe usted?
—¡Me parece —dijo Elmo— que la vida de un hombre bueno es digna de ser salvada en este despreciable mundo! Una vida buena es la única cualidad redentora sobre la tierra, la única inspiración. —Había adquirido una voz resonante y vital, llena de calor y énfasis—. Es la única salvación. Si esa vida buena está también dotada de genio, o sólo de talento, entonces debemos sentirnos en verdad enriquecidos por tenerla entre nosotros. Es un débil bosquejo de lo que los hombres pueden en verdad llegar a ser si se transforman en algo más que en hombres —vaciló—, con la Gracia de Dios —agregó en voz más baja.
Jonathan lo dejó reflexionar varios minutos.
—Su esposa fue una inspiración para usted —le dijo—. Fue una mujer buena. Usted fue una inspiración para ella y para su hija, que le adora. Usted es un hombre bueno, de modo que le dejaré tendido aquí y que muera egoístamente cuando el mundo tanto necesita de usted, ese mundo que usted cree que vale la pena que lo salven.
Elmo trató de contener una sonrisa.
—Es usted muy elocuente, doctor —dijo con un suspiro.
—Dejémonos engañar en la creencia de que hay un propósito, un propósito más elevado en toda vida, cosa que hasta ahora no sabemos —dijo Jonathan—. De cualquier manera, vivimos entre engaños e ilusiones. El mundo es un lugar muy misterioso y mientras más descubrimientos hacen sobre él los científicos, más misterioso se vuelve, más insondable y más… excitante. Estamos sobre el rastro de algo, aunque no puedo imaginarme qué es. Llámelo Dios, si quiere. En los terribles días futuros que muchos de nosotros prevemos, haríamos bien en mantener firmemente un propósito en nuestras mentes, un conocimiento del misterio de la vida, y nuestra fe, cualquiera que sea, o toda la Humanidad va a volverse loca. El punto es éste ¿quiere usted formar parte del ejército de los cuerdos?
—Creo que me tomaré otro trago —dijo Elmo. Jonathan se lo sirvió.
Elmo lo sorbió, apartó los ojos y su rostro de estudioso quedó sumido en sus pensamientos.
—¿Qué cree que su esposa piensa de usted ahora? —preguntó Jonathan.
—¿Grace? —Elmo le miró asombrado—. Pero Grace está muerta.
—¿Cómo lo sabe?
—¡Cómo, doctor! ¿Usted es un médico y todavía pregunta eso? Ni usted ni yo somos niños.
—Bueno, digámoslo así, no sabemos. Nadie volvió nunca de entre los muertos para decírnoslo, aunque se dice que hubo uno. No podemos probar que hay un Dios, pero tampoco podemos probar que no lo hay. El hombre malo espera fervientemente que no lo haya, y el hombre bueno espera con el mismo fervor que sí. ¿Cuál de las dos esperanzas prefiere usted?
—Usted es todo un cristiano, ¿verdad? —preguntó Elmo con una sonrisa.
—¿Yo? Nadie ha podido acusarme de eso todavía. Nunca he encontrado ningún cristiano, con excepción, tal vez, de uno o dos. Sin embargo, éste sería un mundo mejor y más seguro, ¿no le parece?, si hubiera unos dos o tres millones de cristianos sinceros en él. Dando por sentado que sería un mundo mejor y más seguro, entonces el cristianismo se recomienda a sí mismo bastante bien, ¿no es cierto? Quizá pueda usted averiguar esto en ratos libres, cuando no elogie a Chaucer o batalle con las débiles mentes en sus aulas. Una investigación académica y una exploración, partiendo del escepticismo y sin pasión ni prejuicio.
Elmo cruzó sus delgadas manos por detrás de su nuca, con los ojos y los labios dolorosamente caídos, y pensó profundamente en lo que acababa de oír.
—Ha abierto usted un excitante panorama delante de mí, doctor —dijo por fin— o quizá, después de todo, sea pueril. Sin embargo, vale la pena intentarlo, con todas las religiones antiguas y modernas. Tiene que haber existido una fuente original de la fe, o algo espontáneo en nuestra naturaleza. Personalmente, me gustaría estudiar un mundo sin la idea de Dios. Como dijera Voltaire.
—Sí, lo sé. Un brillante anciano. Tengo noticias tristes para usted, doctor: llegamos rápidamente a un momento en el que los hombres expulsarán completamente a Dios. Eso ha sido muy evidente durante más de doscientos años, y el paso se acelera. ¿Se le ha ocurrido pensar por qué?
—No. ¿Por qué?
—Bueno, eso es algo que yo tampoco sé. —Jonathan se levantó—. Haré que entre Elvira, su muy eficiente hija. Se sentirá muy complacida.
Salió y se dirigió a la habitación en que había dejado a Elvira. La muchacha hablaba interesadísima con Robert. Cuando vio a Jonathan se levantó de un salto.
—¿Cómo está papá? —preguntó.
—Venga y véale por sí misma —le dijo Jonathan cogiéndola de la mano y conduciéndola como si fuera una niña a la habitación de su padre.
Elmo se había levantado de la cama, estaba sentado en una silla con la bata y las chinelas puestas. Elvira se quedó parada en la puerta sin poder creer lo que veía.
—¡Papá! —gritó.
El rostro se le aflojó, y quedó convertida en una muchacha apabullada, y no en una dama llena de opiniones y convicciones.
—Querida Elvira —dijo Elmo, tendiéndole los brazos. Se le acercó corriendo, sollozando, se arrodilló a su lado y el padre la envolvió con sus brazos. Comenzaron a llorar juntos, y Jonathan cerró la puerta en silencio, yendo en busca de Robert.
—Que me hablen ahora de la resurrección de Lázaro —dijo Jonathan—. Éste también había empezado ya a apestar dentro de sus ropajes mortuorios.
—¿Sólo histeria? —preguntó Robert mientras bajaban por la escalera para juntarse con el señor Kitchener y Maude.
—¿No somos todos unos histéricos en una forma u otra? —preguntó Jonathan—. Pobre mundo condenado, y no uso esa expresión deliberadamente, tampoco. De algún modo, creo que nuestra Elvira va a dejar de ser tan partidaria de la comida saludable y espero que no siga emancipada mucho tiempo —añadió.
—Una muchacha realmente fina —dijo Robert— y tiene una mente sana.
Jonathan se detuvo.
—¡Vamos! ¡Eso es lo más despreciable que puede decirse de una simpática muchacha! Lo peor de todo.