Hambledon no había estropeado todavía su ribera con la instalación de fábricas, depósitos y barracones. Cuando Robert lo señaló satisfecho, Jonathan exclamó con desagrado:
—Espere un poco. Hasta ahora nosotros, los Ferrier, y nuestros amigos, hemos podido contenerlos, pero ya se nos está acusando de «ir contra el progreso» y de «obstaculizar el camino del futuro». El futuro, por lo que se ve, será utilitario y se impondrá la fealdad si los progresistas se salen con la suya. Disfrutemos de esta hermosa América que desaparece, mientras podamos. Se va para dar paso al culto proletario de lo sombrío.
Robert asintió.
—O al culto de Karl Marx por «lo útil». ¡Cómo odiaba Marx al agricultor! Miraba en cierta ocasión un mapa de Alemania, que mostraba las ciudades y la amplia campiña, y se quejó de toda aquella «tierra desperdiciada». ¿Por qué, se preguntó, no se desparramaban las ciudades por encima de la campiña, de modo que «las masas» pudieran poseer pequeños lotes de tierra? Cuando se le recordó que se necesitaba la tierra para cultivar los alimentos con que se sostenía a la gente, lo rechazó como si se tratara de un despropósito.
—¿De modo que aprendió usted algo más que practicar autopsias y operaciones innecesarias? —preguntó Jonathan—. ¿Por qué pone mala cara? Perdone, el Viejo Marx era un plagiario. Sacó todas sus ideas de la Revolución Francesa de 1795 y de los asesinos jacobinos, quienes probablemente se inspiraron en aquel traidor romano, Catilina, hace más de dos mil años. La idea del utilitarismo y del poder de las turbas indisciplinadas es antigua y se remonta a los hijos de Caín. La libertad es una flor muy frágil, y es mejor que la disfrutemos aquí en América antes de que la aplasten por completo. ¿No cree usted que sucederá? Joven amigo, es usted terriblemente ingenuo.
—Vaya, eso es ridículo —dijo Robert con el aplomo propio de la juventud—. Nadie hace caso a Teddy Roosevelt y a sus ideas progresistas.
Jonathan gruñó.
—Estamos en un siglo nuevo. Sí, ya lo sé, eso de contabilizar el tiempo es una creación artificial del hombre, pero he notado algo que es muy sugestivo: lo cierto es que los nuevos siglos se apartan de los que los precedieron. No creo en la astrología, naturalmente, pero un loco de Chicago me envió los aspectos planetarios de los años 900. No recuerdo su nombre. De cualquier modo, dijo que este siglo sería conocido como «el preludio del Armageddon», o el siglo de los Tiranos y el Desastre. Puede ser, puede ser. Penetremos en este bosque de abedules, y busque los pájaros —dijo mirando a Robert, mientras hacía una mueca.
En el bosque de abedules se percibía un grato aroma, mezcla de los dulces y punzantes olores de la tierra, las hojas de los árboles y el suelo fecundo. No penetraba allí la cálida luz del sol, y el aire era fresco como el de un fragante sótano. Había grandes macizos de flores silvestres y hongos, y en todas partes se oía la voz del río y el canto de los pájaros. Robert, hombre de ciudad, experimentaba una enorme alegría, respiraba profundamente y escuchaba con atención. Jonathan, con los prismáticos enfocados, escrutaba las copas de los árboles y sus ramas bañadas por el sol.
—¡Mire allí! —gritó—. ¡Si ése no es un mirlo rezagado, no he visto nunca uno!
Robert tomó los prismáticos que Jonathan le ofrecía y los dirigió a la rama que le indicaba. Vio un ave muy grande, con un pico de color aguamarina muy peculiar y de plumaje brillante y abundante. Pero los prismáticos enfocaban un ojo grande y de mirada salvaje, fija, misteriosa, que reflejaba recuerdos de otros bosques y el conocimiento de otras épocas. Nunca había visto Robert un ojo como aquél, grande, dilatado, que parecía atesorar secretos que el hombre no conocía. Sentía fascinación y respeto a la vez, y, cosa rara, aquel extraño temor que experimenta siempre el hombre cuando se encuentra frente a lo inexplicable.
—¡Cuántas cosas hay que no conocemos! —dijo a Jonathan, como si hablara consigo mismo.
—Es usted un observador de aves nato —afirmó Jonathan—. No he conocido hasta ahora un observador de pájaros satisfecho de sí mismo, o un zoólogo que opine que el hombre es la cúspide de la creación, o un astrónomo que diga que el hombre es un poco menos que los ángeles. —Jonathan resopló—. Las gentes que escribieron el Antiguo Testamento se guardaron para ellos muchas cosas, nunca explicaron a qué ángeles se referían. Quizá hablaban de los que siguieron a Satanás al fondo del abismo.
—No tiene usted una opinión muy favorable de sus semejantes, ¿no es cierto? —preguntó Robert mirando a Jonathan con curiosidad.
—La más baja posible —respondió Jonathan con presteza—. Después de todo, puedo decir, literalmente, que los conozco por dentro y por fuera. Si quiere usted conservar la buena opinión que tiene de la humanidad, no se le acerque nunca demasiado. Quédese en su torre de marfil leyendo poesías, o teja ensueños. No salga nunca a la calle ni se mezcle con la gente. Y, por amor de Dios, no hable con nadie.
Robert sentía una extraña opresión. El rumor del río y los cantos de los pájaros seguían sonando cercanos, pero ahora parecían contener un extraño presagio.
—Las aves no quieren al hombre, ni los árboles tampoco. Son perspicaces, ¿no le parece? Vemos los últimos ejemplares de castañas comestibles, aunque los químicos y otros como ellos andan de cabeza a la búsqueda de la cura de la enfermedad que las mata. Una tras otra, morirán otras especies de árboles, como murieron en China, cuando las masas de la población se les acercaron demasiado. Ése es el motivo de que China esté ahora tan desierta. No pasará mucho tiempo sin que América empiece a su vez a perder los árboles, una especie tras otra. No, parece que estos amigos no quieren a la gente.
—Habla usted como un Druida —dijo Robert, que sentía crecer dentro de sí aquella sensación opresiva.
—Tal vez haya algo de eso en mí —respondió Jonathan con auténtica gravedad—. Recuerde que fuimos paganos antes que cristianos, y en aquel entonces teníamos un auténtico conocimiento de lo que era la Tierra, como lo tenían también los judíos antiguos. —Sonrió mirando a Robert con expresión burlona—. ¿De modo que conoce usted también a los Druidas? Empiezo a sentir respeto por usted, amigo mío.
—¿Cree usted que soy analfabeta? —preguntó Robert con furia creciente—. Mi padre, a pesar de ser médico, era un hombre instruido y tenía una gran biblioteca.
—Una raza que tiende a desaparecer —dijo Jonathan—. El médico del futuro será un especialista, y su conocimiento de la naturaleza del cuerpo y de la mente será estrictamente limitado. Vuelva esos prismáticos hacia esa condenada isla, es muy interesante.
Robert obedeció aunque lo hizo automáticamente. Estaba demasiado perturbado por sus pensamientos, pero enfocó los prismáticos. Los lentes le acercaron tanto la isla que le pareció que podía tocarla con sólo estirar su brazo. Era más grande de lo que parecía a simple vista, tenía la forma de un corazón, y su parte más ancha y dentada emergía del agua azul como la proa de un barco, mientras que el extremo puntiagudo parecía estar al mismo nivel del agua. Pudo ver claramente el farallón de granito, las blancas paredes del castillo, las masas de árboles que lo rodeaban y las brillantes flores que salpicaban el césped. El techo del edificio brillaba al sol con su color escarlata. Una figura humana trepaba allá en la parte más ancha, y Robert logró ver algo de color azul. La figura parecía joven y esbelta, y trepaba con fuerza y agilidad. Se movía entre las copas de los árboles, subiendo constantemente, hasta que alcanzó el punto más alto, justamente detrás del cerco de granito. De repente quedó por completo a la vista la figura de una muchacha alta, que miraba en dirección al bosque de abedules. Su luminoso rostro estaba bañado por el sol y brillaba como si fuera de mármol.
Era una cara hermosa, fuerte y de forma delicada. Una abundante cabellera negra y ondulada, sujeta por una cinta roja, le caía más abajo de los hombros… Se destacaban las cejas bien recortadas y una boca grande y roja. La nariz tenía una forma un tanto aguileña. Robert notó todo aquello, pero lo que atrajo de inmediato su atención fueron los ojos. Eran intensamente azules, grandes y densos, de pestañas negras, y cejas arqueadas que parecían las brillantes alas de un pájaro. Tan extraordinario era su color azul, que el reflejo que brotaba de ellos parecía iluminar todo el rostro.
Aquellos ojos se dirigían hacia el bosque, llenos de un odio apasionado e inequívoco, lo que hizo que Robert, impresionado, bajara los prismáticos precipitadamente.
—¡Se ha dado cuenta de que la espiamos! —exclamó.
—¡Tonterías! —respondió Jonathan, tomando los prismáticos y llevándoselos a los ojos—. Esa isla está a más de un kilómetro de distancia, la muchacha no puede ver tan lejos. —Soltó una risita mientras la estudiaba—. Sí, mira hacia este bosque, pero no nos ve. No puede.
Devolvió los prismáticos a Robert.
—Muy joven, ¿verdad?
Robert vaciló, pero enfocó de nuevo los prismáticos.
La muchacha seguía mirando hacia la arboleda, apoyada sobre el muro de granito, con actitud expectante. No sólo era alta, sino que tenía una hermosa figura, graciosa y esbelta. Llevaba un sencillo vestido azul, abierto en el escote y con mangas que le llegaban a la mitad de los brazos. Sobre el vestido llevaba un tosco delantal marrón, como una sirvienta.
—Sigo creyendo que nos ve —dijo Robert molesto—. Mira directamente hacia mí, y parece que no le gusto en absoluto.
—Está a más de una milla de distancia —repitió Jonathan—. Lo sé, porque he nadado hasta allí varias veces, ida y vuelta. La corriente es muy rápida. No, no puede vernos. Simplemente odia a todo el mundo, como de costumbre.
—¿Quién es, doctor?
—Mi sobrina, técnicamente hablando.
Robert se volvió y le miró.
—¿Cómo ha dicho? ¿Su sobrina? ¿Cómo puede ser? Esa muchacha tiene veinte años, o quizás más. ¡Y su hermano es más joven que usted!
Jonathan permaneció silencioso un instante. La quebrada sombra de los abedules temblaba sobre su rostro, en el que se dibujaba una expresión dura.
—Técnicamente, dije —habló finalmente—. Mi hermano, Harald, se casó con su madre, que había estado casada con Peter Heger, de Pittsburgh y Titusville. Ella era doce años mayor que mi hermano, y esa hija la tuvo de su primer marido. Su nombre es Jennifer, o Jenny, como la llaman familiarmente.
—¿Vive allí, con su hermano? ¿Solos los dos? —preguntó Robert ruborizándose.
Jonathan hizo una mueca, y Robert volvió a preguntarse si aquel hombre, mayor que él, le agradaba o no. Su mueca había sido muy desagradable.
—¿Ambiguo? Bueno, creo que ésa es la palabra apropiada —dijo Jonathan—. La gente de Hambledon no cree que eso esté bien. Sin embargo hay allí tres supervivientes, y a Jenny, aparentemente, no le importa nada lo que pueda decir la gente. Su padre compró la isla y construyó en ella esa estúpida casa que llama «el castillo», en un ataque de ridiculez propia de la luna de miel. Dejó toda su fortuna a su esposa quien, para empezar, no era mujer que se pudiera definir como muy inteligente. Nunca se puede decir lo que una mujer idiotizada hará con el dinero y Myrtle, qué nombre más tonto, ¿no le parece?, estaba embobada con mi hermano. Es un vagabundo por naturaleza, un artista, y no tenía un centavo cuando Myrtle se fijó en él.
Jonathan se detuvo un instante.
—Mi padre sabía lo que hacía. Repartió su dinero entre mi madre y yo, y al artístico Harald sólo le dejó una pequeña renta vitalicia, que no bastaba para satisfacer sus refinados gustos. Es un artista muy malo, pero se cree un genio, como les sucede a todos los artistas malos. Es elegante y sensible, nuevo cubista, creo. Yo no sé gran cosa de arte, pero creo que en ese sentido Harald apesta. Nunca ha podido vender un cuadro, pero ha viajado por todo el mundo. Supongo que Myrtle fue para él un regalo de Dios. Sea como sea, se casó con ella y vivieron felizmente juntos durante varios años, hasta que ella murió. Tuvo estenosis mitral, y después un infarto. La atendí como médico.
Robert había escuchado con atención. La voz de Jonathan, resonante y no demasiado agradable, se había vuelto quebrada y desagradable, como si se aguantara un ataque de risa.
—¿Por qué no se va la muchacha? —preguntó Robert—. No…, no debe ser apropiado para ella.
—¿Qué dice? ¿Para ganar cien dólares al mes, después de haber sido criada como una princesa? Jenny es astuta, y esa isla fue su hogar durante años hasta que Harald se instaló definitivamente allí. Era de su padre, que murió cuando ella era muy niña.
—Supongo que no se querrán mucho…, su hermano y la muchacha.
Jonathan rió de nuevo.
—¡Corren rumores de que se quieren demasiado bien! En el pueblo la llaman «Lilith».
Robert conocía la Biblia.
—¿Lilith? —preguntó—. ¿No dice la leyenda que ésa fue la primera mujer de Adán, o algo así? Lilith fue un demonio. —Volvió a sonrojarse—. No tenía que haberlo dicho.
—Me ofende usted —dijo Jonathan, en tono divertido—. Les desprecio a ambos, a la dulce Jenny y a Harald. No quiero decir con eso que haga caso de los chismes, que son bastante abundantes en el pueblo. En cierto modo creo que está bien que vivan en «el castillo». De cualquier forma, debió de heredarlo Jenny. Los sirvientes están allí. Sin embargo…
Robert se sintió disgustado y un sabor malo le llenó la boca. Volvió a mirar con los prismáticos. La muchacha seguía dirigiendo su odio hacia el bosque. Después, mientras Robert seguía mirando, inclinó la cabeza y volvió a descender por donde había subido, desapareciendo de la vista. Lo último que vio fue el destello de su blanca nuca entre los árboles.
—Sigo creyendo que nos vio —dijo.
—No, eso es imposible. Simplemente odiaba a Hambledon en general. No va al pueblo con mucha frecuencia, y cuando lo hace, a menudo visita a mi madre, que técnicamente es su abuela. Son grandes amigas, pero si aparezco se va inmediatamente. No creo que yo le guste.
«Creo que no habrá muchos a quienes les guste usted», pensó Robert, y se sintió embarazado.
—¿Qué le parece una visita a los ermitaños? —preguntó Jonathan—. Sepa que serán pacientes suyos. Conviene que les conozca.
En su oscuro y delgado rostro relucía una alegría que Robert no podía comprender, aunque percibía en ella un toque de malicia.
—Oh, no —exclamó Robert—, hoy no. —Se sentía muy incómodo.
—¿Por qué hoy no? —Jonathan se puso de repente muy contento—. Tienen tres barcas y una de ellas está siempre en esta orilla. Venga. ¿Por qué se queda ahí plantado?
Robert no lo sabía. Sencillamente no sentía deseo alguno de hacer amistad con la ambigua pareja de la isla. Pero Jonathan le tomó del brazo y le sacó con firmeza del bosque.
—Voy allí por lo menos dos veces por semana, sólo por gusto. Mi vida no ha sido muy divertida, últimamente. Vamos, no sea usted terco.
Con su gruesa chaqueta bajo el brazo, Robert siguió a Jonathan. Por algún extraño motivo, se caló firmemente el sombrero. Llegaron a la orilla del río y vio un bote posado sobre la espesa hierba.
—Quizá su hermano no esté en casa —dijo Robert esperanzado.
—¿Dónde cree usted que podría estar? ¿En Hambledon? ¿Qué tal rema usted?
Jonathan se quitó la chaqueta y levantó los remos, una vez que ambos hubieron empujado el bote dentro del agua.
—Usted puede remar a la vuelta —dijo Jonathan—. Es un magnífico ejercicio, y a los médicos les hace falta. Suelen volverse demasiado gordos y pomposos.
Robert se acomodó en el bote mientras Jonathan introducía con vigor los remos en el agua brillante y azul. Sospechaba que Jonathan había planeado aquella visita desde un principio, y sintió que su sensación de incomodidad aumentaba.
—Espero que no se maree —dijo Jonathan.
—No. Pero ¿no deberíamos llamar antes, para saber si molestamos?
—No tienen teléfono. Myrtle nunca pudo soportar los teléfonos, quería que la isla fuera muy rústica. —Jonathan hizo una mueca que puso al descubierto sus blancos dientes—. Si ocurre algo tienen una luz, una linterna, que colocan en el tope de su estúpido «castillo». Lo sé, y fue así como me llamaron para atender a Myrtle. También uno de los sirvientes puede cruzar el río remando y arrancarme de la cama, o buscarme por los hospitales. No se preocupe, Jenny y Harald están acostumbrados a verme llegar remando.
—Deben sentirse solitarios. —Robert trataba de aplacar, hablando, sus ansiosos pensamientos.
—No, en realidad no. Acuérdese que Harald es un artista. Le gusta su soledad, o por lo menos así lo dice, y además… está Jenny.
—Es una muchacha joven. ¿No tiene amigos en Hambledon?
—Algunos. Pero es arisca por naturaleza, y no muy popular. Ha empeorado mucho desde que murió su madre. ¿No le he dicho que me detesta? En cuanto a mi hermano, no podemos decir que estemos demasiado unidos. Bueno, coja usted los remos y pruebe un rato.
La corriente se había vuelto inesperadamente rápida, y el bote rolaba y cabeceaba. Los dos hombres cambiaron de lugar con cautela y aun así Robert casi perdió el equilibrio. Pero Jonathan se movió con la agilidad y la facilidad de un joven, y ya estaba sentado antes de que Robert tomara los remos. El sol quemaba y la corriente empujaba los remos, de modo que Robert tenía que tirar con toda su fuerza. Comenzó a sudar, y echó una mirada por encima del hombro. La isla parecía todavía lejana, y el agua salpicaba la empinada orilla.
—¿De verdad nadaba usted hasta aquí? —preguntó Robert.
—Es fácil. Soy buen nadador. Pero Harald no puede nadar ni una brazada. ¡Así son de delicados estos artistas!
Robert empezó a sentir que el cuello y la nariz le quemaban. Le brotaba el sudor desde las raíces de su cabello rubio rojizo, debajo de la barbilla y entre los hombros. Jonathan no le miraba. Su mirada dura estaba fija en la isla, y parecía haber olvidado por completo la presencia del joven.
—No tienen gas ni electricidad —dijo Jonathan con voz ausente—. Myrtle no quería echar a perder la rusticidad. Ya le dije que era tonta. Es por ello por lo que tienen lámparas de petróleo, una lancha les suministra carbón en invierno para ese estúpido montón de piedra, y queman hermosos troncos de manzano, que son muy caros, en su estufa. Una vez por semana los sirvientes traen una carga de comestibles en los botes. Si no les pagaran sueldos muy elevados no trabajarían allí. Puedo decirle que les cuesta una fortuna sostener toda esa ostentación.
El agua lamía los costados del bote, el sol brillaba sobre el río, y Robert sentía cada vez más el calor. Jonathan le miró con ojos críticos.
—Emplea usted menos tiempo que yo en la travesía —le dijo—. Dé la vuelta hacia el lado angosto de la isla. Hay ahí una abertura en el farallón y un caminito.
Robert volvió a mirar por encima de su hombro. El amplio costado dentado de la isla se elevaba por encima suyo lo que le hacía experimentar una sensación agradable. Podía oler la tierra fetal y los árboles, y notar el silencio sobre la voz del río. Gobernó diestramente el bote en la forma que se le indicaba.
—Hemos llegado —dijo Jonathan, levantándose. Cruzó por encima del asiento de Robert y salió del bote. Tomó una cuerda que sobresalía de una pila, y rápidamente amarró la embarcación—. Muy bien, estamos anclados. Va a tener que dar usted un salto de un metro, sin embargo.
Antes de que Robert pudiera ni tan solo ponerse en pie sobre el oscilante bote, ya Jonathan había saltado a la orilla, que era más empinada de lo que el joven esperaba, con una pronunciada inclinación. Dio un salto, su pie resbaló en la húmeda tierra, y habría caído al río si Jonathan no le hubiera cogido del brazo.
—Con cuidado, ahí —le avisó Jonathan—. Éste es el camino. ¿Qué hace usted? ¿Se pone la chaqueta? ¿Para qué?
La muchacha estaba parada sobre el inclinado sendero, y les miraba con una desagradable expresión en su bonita cara.
—¿Qué quieres? —preguntó. Su voz era hermosa a pesar de sus groseras palabras y el brillo azul de sus ojos.