Jenny y Jonathan estaban frente a frente sin moverse, mientras en la habitación se oía el rugir del río como un torrente de agua tumultuosa.
—Jenny —le dijo él—. No, quiero decir… esperaba que bajaras a cerrar la puerta cuando me fuera, como te lo pedí antes.
Escuchaba su propia voz, baja y grave. Sentía que una ola de calor le invadía de nuevo el cuello y la garganta y un agudo dolor que más parecía una puñalada se le clavaba en las sienes. Se apoderó de él un deseo atormentador. Era tan intenso que se inclinó un poco, y en aquel momento se dio cuenta de que nunca la había olvidado, y que siempre la había amado y deseado.
—Jenny… —le dijo avanzando un paso.
Jenny se echó hacia atrás con un quejido que parecía un llanto contenido, y comenzó a volverse. Entonces Jon se le echó encima cogiéndola por las muñecas y obligándola a girar hasta quedar de frente. Jenny trató de resistirse, Jonathan sabía que era una muchacha fuerte. Parecía un hombre por la fuerza que desplegaba en defenderse. Se echó hacia atrás para obligarle a aflojar la presión de las manos, pero él se inclinó tratando de besarle la boca. La sostenía con violencia, pero Jenny movía la cara hacia ambos lados, de modo que los labios de Jonathan apenas le rozaron la mejilla. Jenny lanzó un agudo chillido cargado de furia y movió de nuevo la cabeza hacia los lados, barriéndole la cara con sus cabellos. Al echar hacia atrás la cabeza, quedó al descubierto su blanca garganta. Jon se echó de nuevo sobre ella, oprimiendo su boca contra el hueco del cuello.
Ambos cuerpos quedaron apretados uno contra otro, y al arquear Jenny la espalda Jonathan siguió su movimiento. De pronto Jenny se quedó quieta, sin ofrecer resistencia. Jonathan sintió contra su cuerpo la presión del de Jenny, el volumen de sus senos y la rigidez de las muñecas que sostenía apretadas detrás de su espalda. Exclamó apasionadamente: «¡Jenny, dulce Jenny!», y la besó de nuevo. Estaba resuelto, en el ardor de su deseo, a poseer a la muchacha, sin pérdida de tiempo. Jenny ya no ofrecía ninguna resistencia. Su carne se estrechó contra la de él, lánguida y débil, y Jonathan buscó afanosamente su boca. Empezó a gruñir empujándola hacia el interior de la habitación, y los pies vacilantes de Jenny le siguieron. «Dulce Jenny», dijo otra vez soltándole las muñecas. Su mano buscó afanosamente los senos de Jenny y se cerró firmemente sobre uno de ellos. Lo sintió como una manzana madura por el sol y el perfume de su carne le pareció lleno de frescura y embriaguez.
De repente Jenny cobró vida nuevamente de modo salvaje. De un golpe apartó la mano que tenía cogido su seno, con una fuerza que provocó el asombro de Jonathan. Con rapidez apoyó sus dos manos en los hombros y le empujó hacia atrás. Jonathan quedó tan sorprendido que no atinó a defenderse y se apartó de ella.
Los ojos de Jenny despedían un fulgor de odio y se podían ver sus dientes apretados detrás de sus labios entreabiertos. Él trató de acercársele de nuevo, temblando de lujuria. Pero cuando estaba a punto de tocarla, Jenny levantó la mano, describió un círculo y le golpeó con toda violencia la cara. Después dio un salto hacia atrás, dispuesta a hacerle frente con furia incontrolada.
—¡Asesino! —gritó—. ¡Asesino!
La voz de Jenny retumbó en la biblioteca, produciendo el sonido más desagradable y más terrible que Jon hubiera oído nunca. Ella ya había perdido el miedo y con los puños cerrados a ambos lados de su cuerpo, temblaba de furia.
La tremenda bofetada que Jonathan había recibido le había hecho arder su cara y trastabillar sobre sus pies. Tuvo el efecto de aumentar el feroz deseo que se había apoderado de él, a la vez que el de devolverle el mismo dolor que había sufrido. Quería someterla, conquistarla y echarse sobre ella, haciéndola suya brutal e inmediatamente.
Si Jenny se hubiera limitado a golpearle sin pronunciar aquella odiosa palabra, tal vez hubiera podido controlarse. Pero estaba enfurecido.
—No soy bastante bueno para ti, ¿no es verdad? —dijo con voz lenta y malévola—. Es por causa de mi hermano, ¿no? —Y le señaló las nalgas con un gesto que nunca había hecho antes en presencia de ninguna mujer— y de otros cuantos más, ¿no?
El rostro de Jenny enrojeció de horror y se estremeció en forma visible. Abrió la boca y lanzó un sollozo convulsivo.
—¿Tu hermano…? —preguntó—. ¿Harald…?
Le miraba sin poder creer lo que había oído, no entendía nada. Pero de repente se dio cuenta de todo y lanzó un grito, horrorizada.
—¡Vete, fuera de aquí! ¡Tú, asesino! ¡Tú… tú… monstruo asqueroso!
Se volvió y salió corriendo de la habitación. Jonathan se lanzó detrás de ella. Jenny corrió por el pasillo hasta el vestíbulo y allí alcanzó la escalera de roble, alumbrada por la vacilante llama de la lámpara, se levantó el camisón y se lanzó escaleras arriba como un animal joven aterrorizado; sus blancas piernas se movían con rapidez. Jon corría detrás de ella tratando de agarrar sus tobillos o el borde del camisón, pero Jenny era más rápida. Su cabellera ondeaba como una bandera.
Si Jon había sentido deseo antes, aquello no era nada comparado con lo que sentía ahora, furia y una pasión acuciante, deseo no sólo de poseerla, sino de herirla con violencia por lo que le había gritado. Jenny podía oír a su espalda el áspero jadeo. Aumentaba la velocidad de su carrera, hasta que llegó al último descansillo de la escalera y se lanzó hacia su habitación llena de miedo y de odio.
Abrió de un empujón la puerta de su cuarto y trató de cerrarla, pero Jon, que ya estaba casi encima de ella, alargó la mano y la detuvo. Lucharon en la puerta, Jonathan comenzó a reírse entre dientes, sudoroso y maravillado de la fuerza que desplegaba Jenny. Pelearon ridículamente por la puerta, empujándola hacia atrás y hacia adelante. La fuerza de Jenny seguía asombrándole. La muchacha apoyó el hombro contra la puerta y estuvo a punto de alcanzar la cerradura, Jon tuvo que hacer un enorme esfuerzo para impedir que la cerrara, Jonathan podía oír su respiración fuerte, sus exclamaciones entrecortadas. Pero Jenny no decía una palabra, firme en su propósito de ganar la batalla, que para él ya empezaba a resultar absurda. Sentía su orgullo herido porque le negaba lo que con tanta liberalidad daba a su hermano.
—¡No seas tan esquiva, Jenny! —gritó.
Hizo un verdadero esfuerzo supremo y la puerta se abrió con violencia. Jenny fue arrojada al interior del cuarto que estaba débilmente alumbrado por una lámpara junto a la cama. Jonathan cayó sobre Jenny, le agarró un brazo y con la mano que le quedaba libre tomó el cuello del camisón y lo rasgó hasta las rodillas. Antes de que la muchacha pudiera ni siquiera moverse, las manos de él se cerraron sobre su delgada cintura, atrayéndola hacia sí y besándole la boca en un rapto de furioso deseo. Ella luchó enloquecida tratando de darle puntapiés con sus pies descalzos, pero los dedos de Jonathan se cerraron como garfios sobre su tibia carne y su boca se apretó contra la de ella, tratando de forzarla a abrir los labios. Sentía el aliento de él en su boca, y sus gruñidos… «¡Jenny, Jenny!».
Jonathan la empujó hacia atrás, echándola sobre la cama, Jenny luchó entonces con mayor vigor. El rasgado camisón era un impedimento para Jonathan. De un sólo tirón lo abrió del todo y la muchacha quedó desnuda.
La empujó sobre la cama y ella cayó hacia atrás. Se echó sobre ella, apretando su boca contra la suya «Dulce Jenny» suspiró, tratando al mismo tiempo de separarle las piernas con la rodilla.
Jenny arqueó el cuerpo en una desesperada tentativa final y fue tan fuerte el esfuerzo que casi se lo quitó de encima. Jon cayó sobre la cama a su lado y quedó casi a horcajadas sobre ella. Lo que vio entonces en el rostro de Jenny fue un intenso terror, un terror que no tenía nada de afectado, un terror virginal. Sólo había visto una expresión semejante una sola vez en su vida, cuando tenía diecinueve años. Nunca quiso recordar aquel episodio, pues con sólo hacerlo se sentía avergonzado. No podía confundir aquel gesto con ningún otro sentimiento. La mujer que se enfrenta aterrorizada por lo desconocido y trata de eludirlo, dispuesta a luchar hasta la muerte para defenderse.
—Jenny… —le dijo Jonathan—. ¡Por Dios… Jenny…!
La muchacha, muy quieta, le miró a la cara, las lágrimas empezaron a correr sobre su cuerpo, y con un gemido se entregó completamente derrotada. Jonathan tiró del borde de la sábana y cubrió su desnudez con manos temblorosas y tierno cuidado. Después se levantó y la miró mientras yacía en el lecho con la sábana hasta el cuello y los ojos cerrados, sollozando.
Ofuscado y furioso consigo mismo, avergonzado como nunca lo había estado, Jonathan miró a su alrededor, y vio que la habitación recordaba una celda monástica por su pequeña y tranquila simplicidad. ¿Cómo era posible que a él se le hubiera ocurrido lo que había estado a punto de hacer? ¿Cómo había podido creer las mentiras que había oído sobre ella? El asco que sentía contra sí mismo se mezclaba con un sentimiento de compasión por la muchacha.
—Jenny —le dijo—. No te reprocharía si nunca me perdonaras. No… no me perdones nunca. Estoy tremendamente avergonzado, Jenny.
Su voz sonaba con una humildad que no había sentido en toda su vida, una vida que había vivido con aquella confianza en sí mismo y aquella seguridad en todos sus actos.
—Jenny, desearía que hubiera alguna forma de poder decirte… pero supongo que no hay…
Apoyó las manos sobre la cama, junto a Jenny, endureció los brazos y se inclinó sobre ella. Jenny seguía llorando inconsolablemente con los ojos cerrados.
—Jenny, deseo decir solamente una cosa: te amo, querida. Siempre te he amado, desde la primera vez que te vi, cuando tenías dieciséis años. Piensa en eso, querida, y quizá seas capaz de perdonarme algún día, alguna vez.
Pero la muchacha seguía llorando, completamente apartada de él.
—¡Jenny! Te amo, querida mía. Eso no es una excusa por lo que… bueno, por lo que he tratado de hacer. No tengas miedo, Jenny, ahora me voy. Mira mi linterna desde la ventana, luego, cuando compruebes que me he ido, baja y cierra bien las puertas.
No le contestó. Seguía acostada, rígida, con el pelo desparramado sobre la almohada, en completo desorden. Tenía una lastimadura junto a la boca y cuando Jonathan la vio tuvo que contenerse para no besarla. Quiso hacerlo con una pasión que era mayor que la lujuria que antes había sentido por ella, y vaciló. Después se incorporó y abandonó el cuarto.
Jenny oyó sus pasos que se arrastraban lentos y cansados por la escalera, y después oyó su eco en el vestíbulo. Percibió el abrir y cerrar de las puertas de bronce y vio el débil reflejo de la linterna sobre el cristal de la ventana, oyó los pasos que se alejaban por el sendero, y ya no escuchó más nada.
Se sentó en la cama, después, de un salto corrió hacia la ventana, que abrió de par en par. La luz vacilante de la linterna se alejaba lentamente hasta que por fin murió en la distancia.
Apoyó la cabeza contra el marco de la ventana, y estalló en un llanto convulsivo.
—¡Oh, Jon! ¡Oh, Jon!
Lloró durante un largo rato. Lentamente fue deslizándose hasta el suelo. Con la cara apoyada contra la lisa pared, siguió llorando. Estaba agotada y desolada. Al rato quedó dormida, encogida en su desnudez sobre el piso de madera. Cuando despertó despuntaba ya el alba con su tono purpúreo.
Jonathan entró sin hacer ruido en la casa paterna con la esperanza de que su madre estuviera ya acostada. Pero no había hecho más que entrar en el vestíbulo cuando oyó la voz de Marjorie desde la sala de estar.
—Jon, ¿eres tú? Estoy tomando una taza de té. Ven a tomarlo conmigo.
Juró en voz baja y vaciló, después entró en el comedor y llenó un vaso de whisky con soda, que llevó a la habitación en que su madre le esperaba. Vio que estaba extremadamente fatigada, pero le sonrió amablemente.
—¿Quedó todo seguro en la isla? —le preguntó y en seguida lanzó una exclamación consternada—. ¡Jon! ¿Qué te ha pasado en la mejilla? ¡La tienes señalada y roja, y con una marca muy larga! Jonathan no estaba acostumbrado a mentir, de modo que se palpó la cara y pensó rápidamente qué iba a decir.
—¡Ah, eso!, choqué contra algo en aquella oscuridad infernal de la isla.
Marjorie le miró pensativamente y después rió para sus adentros. «¡Jenny!». Sintió una verdadera oleada de felicidad. ¿Sería posible que por fin él hubiera acabado admitiendo lo que ella ya sabía desde varios años atrás? Sus cansados ojos castaños brillaron.
—Siéntate, querido, y háblame un poco antes de irme a la cama, no tuve fuerza para moverme hasta que tomé un poco de té y descansé. Qué día más ruidoso, ¿no te parece?
Jonathan se sentó desganado en la habitación, pero no tuvo valor para mirar a su madre, de modo que examinó el contenido de su vaso y frunció las cejas.
—Un día terrible —fue todo lo que dijo.
—Me parece —dijo Marjorie— que Robert tiene lo que llamamos embobamiento por Jenny, pero ella ni siquiera le mira. Es una niña muy inocente. Nunca aprendió a hacerse la interesante, ni a ser joven, alegre o despreocupada. ¡Pobre chica! Fue ese endemoniado Peter Heger, ¿sabes? No sería bonito que Robert y ella… ¿Qué te pasa, Jon?
—Eso no tiene sentido —dijo Jonathan—. Madre, conoces bien a Jenny, viene aquí con frecuencia. ¿Hay alguien acaso?
Marjorie adoptó un aire de completa inocencia.
—Oh, sí, ciertamente. Hay alguien a quien ella quiere profundamente. Es bastante mayor que ella, pero con toda evidencia le conviene. Le quiere desde hace mucho tiempo. Sé que no te gusta la palabra «amor», Jon, y crees que es absurdo y que no existe, pero solamente con esa palabra se puede describir lo que siente Jenny por ese determinado hombre.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Jon—. ¿Le conozco yo?
—Nunca mencionó su nombre, y yo nunca se lo pregunté. Sólo lo sé porque yo también soy mujer al fin, aunque eso pueda sorprenderte, querido. Pero hay ciertas cosas que ninguna mujer puede ocultarle a otra, y entre ellas está el hecho de sentirse enamorada. Conozco todos los síntomas.
Jonathan se bebió de un trago su whisky y agitó el vaso.
Sus oscuras cejas se juntaron en una sola línea. Le resultaba intolerable pensar en Jenny enamorada de un extraño. Había tratado de poseerla aquella noche por la fuerza, la había atacado e insultado y se había retirado seguro de que ella nunca le permitiría volver a verla de nuevo. Sabía que eso era lo que se merecía.
—Es posible que estés equivocada, madre. ¿Tienes… idea de quién es él?
—Sí.
La miró con una expresión terrible
—¿Quién?
—¿Por qué no se lo preguntas a Jenny tú mismo?
Jonathan se levantó y empezó a recorrer el cuarto con lentitud.
—Si ella nunca te lo dijo, seguramente tampoco me lo dirá a mí, eso es ridículo. ¿Lo sabe Harald?
—No —dijo Marjorie lentamente—. No lo sabe. Como tú ya sabes Harald quiere casarse con Jenny. Pero siempre te has reído cuando te lo he dicho.
Jonathan se detuvo y la miró.
—Madre, ¿quién ha divulgado esas repugnantes mentiras sobre Jenny en Hambledon?
Si Marjorie había tenido algunas dudas, éstas ya se habían disipado. Se echó a reír alegremente.
—No sé, Jon —dijo mirando su taza de té.
—¿Conoce Jenny esos… cuentos malignos?
—¿Jenny? —Marjorie experimentó una sacudida, y dejó la taza de té—. ¡Nunca lo ha sospechado ni siquiera! No conoces bien a Jenny, Jon. Es tan simple e inocente como una niña, y le parecería increíble que hubiera gente tan perversa como para tejer viles mentiras sobre los demás. No podría creerlo, una cosa así la sacudiría hasta lo más hondo. Elude a la gente porque su padre le dijo, cuando era niña, que era fea, que no tenía atractivos y que nadie, excepto él, por supuesto, podría quererla nunca, de manera que debía quedarse con él sin salir de su casa. —Marjorie se sonrojó sin dejar de mirar a su hijo a los ojos—. No soy una mujer afectada ni anticuada, Jon. No me criaron en una caja de terciopelo, ni me guardaron junto a las perlas de mamá en un lugar oscuro y apartado. A mi padre le gustaba la idea de la «mujer nueva», y lo que él llamaba la «nueva inocencia». Personalmente opino que llevó la cosa demasiado lejos en algunas ocasiones. Bien, Jonathan, sé todo lo de Peter Heger a través de las cosas perfectamente inocentes que Jenny me contó de él. Creo que él…
—¿Tenía pensamientos incestuosos acerca de nuestra jovencita? —preguntó Jonathan con una sonrisa maliciosa.
—Bueno… sí. No es una palabra que se oiga con mucha frecuencia. No es una palabra que la gente «de bien» use siempre en conversaciones pulidas, pero es exactamente eso. Jenny me contó una vez que él la había halagado al decirle que se parecía muchísimo a su madre, la abuela de ella, que murió en Alemania siendo él pequeño, y que siempre había soñado en construir un schloss a su madre. Pero como ella había muerto, construía un castillo para Jenny en donde ella pudiera vivir, tal como había soñado que viviera su madre, en un castillo.
—Ya veo cómo pensaba —dijo Jonathan—. Sí.
—Jenny se sintió conmovida. Es una jovencita muy simple. Hay momentos en que pienso que Jenny cree que los niños son concebidos por ósmosis o algo parecido.
Jonathan no pudo contener la risa, se acercó más a su madre y la miró complacido.
—Sea como sea, no pienso que Jenny lo crea. No, no creo que lo crea —dijo, y ya no volvió a reír.
«Así que le enseñaste algo entonces, Jonathan», pensó Marjorie. «Una lección un tanto fatigosa, a juzgar por cómo te dejó la cara».
—Es así como Jenny creyó lo que le decía su padre —continuó Marjorie— y por eso se volvió anormalmente tímida con la gente, creyendo que les ofendía con su «fealdad». Además era mucho más alta que las demás chicas en la escuela, y todavía hoy le molestan sus hoyuelos, Jon, y sus labios arqueados, y porque no tiene la «cabeza más alta que el corazón». ¡Vosotros los hombres sois en verdad una raza estúpida! No importa. Después quedó encerrada en aquella isla, incluso después de muerto su padre, él había construido el schloss para ella, a pesar de que la gente creía que lo había construido para Myrtle. Jenny no sólo se siente obligada a vivir allí, sino que además adora esa casa fantástica. No creo que Jenny haya pensado siquiera que un hombre pudiera quererla.
Marjorie se interrumpió al ver que Jonathan la miraba con expresión sombría.
—Ahora lo sabe… perfectamente —dijo Jonathan—. Tengo que decirte algo antes de que lo haga Jenny, o aunque no te lo diga, te sorprendería que nunca más quiera volver aquí. He tratado de violarla esta noche, ¿me entiendes?
Aunque Marjorie sospechaba aquello y le encantaba pensar que había ocurrido, sabía que por dignidad su reacción tenía ser contraría a aquella idea. De modo que se enderezó en la silla, compuso su rostro y con gesto de furia se dirigió a Jonathan.
—¡Jon! ¡Cómo has podido, cómo te has atrevido, con una muchacha sola e indefensa! ¡Qué terrible, qué espantoso! ¡Es algo increíble en ti!
Jon agitó la mano con ademán de cansancio.
—Muy bien. Soy un pillastre, un perro, un sádico, un apestoso… puedes pensar lo que quieras. Soy todas esas cosas juntas. No pude conseguir lo que quería. Jenny me hizo frente como un gato salvaje, como un león hembra. En cierto modo la culpa fue suya. Me llamó… una cosa. Yo creo que eso fue lo que lo precipitó todo, aunque pudiera ser que no. Así que ya que somos «francos del todo», como dicen nuestros primos los ingleses, no está de sobra que te diga que ella llegó a convencerme de que es lo que delicadamente llamamos una muchacha «pura», y que de cualquier modo yo le resulto repugnante. Eso fue lo que me contuvo. Naturalmente que si hubiéramos continuado con nuestro pequeño torneo, hubiera llegado a descubrir toda la verdad por mí mismo en un minuto o dos, en ese caso todo hubiera sido irreparable.
—Sí —dijo Marjorie— tienes razón. A las mujeres no nos gusta que nos tomen por la fuerza.
—¡Por el diablo que no! —dijo Jonathan—. Mamá querida, yo ya no soy un niño, he conocido una enorme cantidad de mujeres. Pero a Jenny no le hubiera gustado, para usar una palabra suave. ¿Has dicho que no conocías el nombre del hombre de quién está enamorada?
—Yo no he dicho eso.
Marjorie pensaba en lo que Jonathan le había dicho, y se sentía un poco turbada. ¿Perdonaría Jenny alguna vez a su hijo? Sí, lo haría. Quizá se miraría al espejo y se estudiaría a sí misma muy pronto, pensando qué había en ella que hubiera podido excitar a Jonathan hasta el punto de incitarlo a atacarla. Una vez que una mujer sospecha que posee encantos capaces de inducir a un hombre a atacarla, le amará entonces, si ya no le amaba de antes, por desearla. Marjorie pensó que las cosas se desarrollaban muy bien, soltó un gran bostezo y se puso a escudriñar muy seriamente a su hijo.
—Jonathan, te has portado en una forma atroz, como tú mismo lo sabes. No es necesario que te lo diga. Si Jenny no me quisiera como me quiere podría denunciarte. Éste no es asunto baladí, pobre Jenny. De paso, ¿qué fue lo que te hizo perder la cabeza de ese modo?
—No tiene importancia —contestó Jonathan—. Los hombres siempre pierden la cabeza por alguna maldita mujer, sea de modo figurado o literal. —Sonrió—. Has dicho que los hombres somos una «raza estúpida». No cabe la menor duda. Así es como perdí la cabeza. Jenny es una mujer muy hermosa y muy deseable. Estaba hoy en un estado de ánimo muy especial, y lo sigo estando esta noche, y allí estaba Jenny, en apariencia a mi disposición, aunque supongo que no entenderás esto.
—Sí, lo entiendo. Pero no por eso deja de ser abominable. Jenny tiene solamente veinte años, es muy joven para su edad, tú eres un hombre experimentado de treinta y cinco años y además viudo. Casi tienes edad suficiente para ser el padre de Jenny. En algunos países de determinada cultura podrías serlo. —Se detuvo y le escudriñó cuidadosamente—. Supongo que mientras se desarrollaba esta alegre francachela ni siquiera pensaste un instante en Mavis.
—¿Mavis?
La miró sin expresión. Estaba más inexpresivo que nunca y Marjorie pensó «gracias a Dios, ha terminado todo».
—¿Qué tiene Mavis que ver con esto?
—Nada, con toda seguridad —dijo Marjorie con voz casi cantarina—. Querido, déjame que te lave ese feo arañazo. Presumo que fue Jenny quien te lo hizo, y lo tienes bien merecido.
Jon se llevó otro vaso de whisky a su dormitorio, lo miró con disgusto y lo dejó sobre la mesa. Se asomó a la ventana y miró hacia afuera, hacia la calurosa noche, tan tranquila ahora que todas las festividades habían concluido y que los fuegos artificiales habían sido olvidados. Hubiera deseado poder ver el río, aquel río que rodeaba la isla. Pensó en Jenny y luego en Mavis.
No volvió a sentir el desamparo y la desesperación que experimentaba anteriormente, y cuando se acordaba de Mavis apenas podía recordar cómo era, aunque hacía menos de un año que había muerto. Sólo podía recordar, muy débilmente, su ronca risa. Estaba asombrado. Mavis era algo así como una persona en quien él no hubiera pensado durante muchos años y a quien apenas hubiera conocido. Se quedó quieto, esperando sentirse mal como siempre le sucedía, pero no pasó nada. El lugar de su mente en que estaba el recuerdo de Mavis era ahora un rincón vacío. Era como una habitación que se prepara para recibir a un nuevo huésped, pues el primer extraño que había habitado se había ido para siempre. Mavis no tenía ya poder para hacerle sufrir, odiar y dar la espalda a la vida.
Se sintió embriagado de alivio y de gratitud. La infección de Mavis se había curado. Podía incluso pensar en ella con una especie de conmiseración remota, recordando su juventud, el fin inesperado de su vida, y la tumba que nunca visitaba, pero que siempre estaba cubierta por las flores que le llevaban sus tíos y otros que también la habían querido. Entró en el vestidor y en el dormitorio que le habían pertenecido, encendió una luz y miró las lámparas rosadas y el hermoso mobiliario. El fantasma del perfume de Mavis le rodeó, pero su mujer ya no lo utilizaría nunca más. Cerró la puerta de su habitación del mismo modo que se cierra la puerta sobre alguien que nunca volverá a despertar.
Ahora podía pensar en Jenny. Había la posibilidad, aunque él verdaderamente no lo creía, de que nunca volviera a verla, o que, incluso viéndola, la muchacha no le dirigiera la palabra nunca más. Jon le había hecho algo violento e imperdonable, pero las mujeres muy raramente esgrimen una cosa así contra un hombre. Descartó como falta de sentido y por tanto indigna de ser tenida en cuenta, la idea de que Jenny amara a algún otro. ¿Qué sabía la joven Jenny del amor, al fin? Él podría buscar los medios de acercarse a ella. ¡Jenny no iba a poder eludirle! Se rió para sus adentros. Entonces, después de algunos meses, no muchos, Jenny se vería obligada a tomarle en serio, y empezaría a pensar en él. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de eso? Tal vez un año, si es que él podía esperar tanto.
Abandonó la ventana, sonriendo. Se sintió tan joven como no se había sentido nunca, ni siquiera cuando era un muchacho. Se sentía rejuvenecido, vivo, excitado. Por vez primera le asaltó el pensamiento de que era posible que la vida tuviera momentos en que era deseable estar vivo y hasta sentirse arrobado. Ya tenía treinta y cinco años, y por lo tanto no era joven. Ya no podría nunca entregarse con entusiasmo al júbilo, ni creer que en verdad existiera, pero podría encontrar alguna satisfacción, algún propósito, tal vez una felicidad que no es frecuente, en la existencia. Por encima de todo, podría haber un propósito, y aquello era más que suficiente para cualquier hombre, y mucho más de lo que la mayoría de la humanidad pudiera nunca experimentar.