El senador Campion, con su imponente apostura, siguió al director Schuman hasta el atril, y todo el mundo le aclamó y aplaudió, pues era muy popular, le llamaban «El Amigo del Pueblo». El pueblo le amaba por su aspecto; su dinero; los pequeños escándalos que matizaban su vida; sus sonrisas; su ingenio; sus repetidas historias y la constante propaganda periodística. Saludó a la muchedumbre contestando el saludo de los veteranos con gravedad. Se inclinó ante los dignatarios, levantó los brazos como un padre cariñoso para calmar los gritos, las atronadoras vivas y el ondear de las banderas. Su hermana Beatrice brillaba como el sol a su espalda, orgullosa casi hasta las lágrimas, que secaba con un pañuelo de encaje.
Cuando la multitud se hubo tranquilizado un poco, la voz del senador, potente y meliflua, llenó toda la plaza, cargada de emoción.
«¡Queridos amigos —dijo— queridos vecinos, queridos hermanos y hermanas! De nuevo, en este glorioso Cuatro de Julio, este noble día de la Independencia de una vieja opresión y tiranía, vengo a dirigirme a vosotros con humildad y gratitud por el amor que me demostráis, el apoyo que me habéis prestado sin limitaciones, la confianza que me habéis otorgado. ¿Cómo podré expresaros lo que esto significa para mí, para mi corazón de hombre, para mi alma inmortal, para todas mis emociones y mi sensibilidad?», concluyó, golpeándose el pecho con un puño.
—¡Oh Dios! —murmuró Jonathan.
Recordaba la arrolladora pasión que había sentido cuando su mejilla se rozó con la de Jenny, y aquello le hacía sentirse horrorizado y apenado, en una medida que no había experimentado hasta entonces. Jenny estaba sentada a su lado, en actitud rígida y sin mirarle siquiera.
El senador, habiéndose sobrepuesto a su delicada sensibilidad y sentimientos después del primer embate, había vuelto a levantar los brazos y ya se dirigía de nuevo a la multitud Jonathan, en su ensimismamiento, había perdido algunos de los párrafos más floridos.
En aquellos momentos, el senador, en pleno apogeo de elocuencia, prometía a los concurrentes, el cumplimiento de «un Destino inscrito desde la Edad de Piedra en el Corazón de Dios, profetizado en los Libros Antiguos y listo para derramarse sobre esta nueva Jerusalén, esta tierra de leche y miel».
Jonathan se agitaba inquieto en su banco, y Robert Morgan no apartaba de Jenny sus ojos enamorados, mientras Marjorie dormitaba en su asiento. Sólo Jonathan y el padre McNulty prestaban atención al discurso, y este último tenía una expresión inquieta y grave.
El senador Campion, girando hacia todos los lados y clavando sobre la multitud miradas ardientes, reclamaba para su país el cumplimiento de sus altos destinos, siguiendo las huellas de Grecia, Egipto, Persia y Babilonia. Y reclamaba la herencia de Gran Bretaña, y la hegemonía sobre Alemania, y Austria-Hungría, e incluso sobre aquellos hombrecitos amarillos del otro lado del Pacífico, preguntándose si «prestaríamos oídos sordos al clamor de las sufrientes multitudes de todas partes del mundo».
—¡Dios mío! —dijo Jonathan en voz alta.
Miró a su alrededor, y vio el rostro soñoliento de su madre, el perfil inmóvil de Jenny y la actitud distraída de los demás, ninguno respondió a su exclamación. Pero en aquel momento su vista se cruzó con la mirada alarmada del padre McNulty, y durante un instante se miraron, mientras la rugiente multitud daba su ruidosa aprobación a las palabras del orador.
Campion siguió, alentado por los aplausos, reclamando para su América el destino imperial que la aguardaba, mientras que los veteranos y el coronel Jeremiah Hadley, estáticos y firmes, clavaban sus ojos en el senador con mirada de basiliscos. Éste seguía, entusiasmado, anunciando que «había llegado el día en que un débil gobierno en Washington debía levantarse y hacerse cargo de las nuevas responsabilidades correspondientes al nuevo Imperio, a la nueva América». Según él, «la tímida doncella se ha convertido en un gigante que mira con arrogante confianza a la asombrada Europa, y detrás de sus imponentes ciudades, sus atareadas fábricas, se alza el brazo poderoso. ¡Corre por nuestras venas una sangre irresistible, y tenemos en nuestros corazones la fuerza de los siglos! No debe asombrarnos que ahora, cuando lanzamos un grito jubiloso y desafiante, Europa nos escuche».
—¡Ya lo creo! —acotó Jonathan—. Y mejor que escuche bien. Mejor será que todo el condenado mundo escuche bien a este energúmeno, cuyos semejantes forman legiones en Washington.
—Sí —asintió el sacerdote que miraba alarmado al senador.
Jonathan recordaba lo que le dijo el joven Francis Campion y una furia creciente le subía por la garganta. Se preguntaba a sí mismo cómo era posible que un hombre conspirara contra su propio país sólo por el dinero, por la lujuria del poder, por el odio contra la raza humana. Sí, era más que posible. Las ruinas de las civilizaciones antiguas estaban manchadas con los nombres de hombres perversos como ése, que habían llevado a su mundo a la destrucción y a la muerte y se habían regocijado con ello, ya fuera por una ambición diabólica o por un loco entusiasmo. Satanismo puro. Jonathan siempre se había burlado de aquella palabra. Ahora, a pesar suyo y en medio de su turbación, dudaba.
El senador, ya embriagado por su propia oratoria profética, no vacilaba en citar al poeta Tennyson en apoyo de sus propias profecías, y su recitado encantaba a la muchedumbre, con la sola excepción del coronel Hadley, sus veteranos, Jonathan y el sacerdote. Sacó a colación hasta a Víctor Hugo, y no vaciló en propiciar la formación de una Federación del Mundo, de la que su país sería la cabeza y tendría en sus manos el gobierno y el poder.
Jonathan ya no se burlaba, sino que estaba profundamente atemorizado. Hambledon era un pueblo pequeño, y Campion un simple senador, pero ¿no estaría repitiendo lo que susurraban en Washington en esos días algunos hombres ambiciosos y cargados de odio? ¿Se atrevería a hablar en forma tan audaz, incluso a esta gente tan simple, si no se hablara en forma mucho más cruda en los oscuros pasillos del Gobierno?
El senador pedía medidas severas contra quien se resistiera a aquella voluntad de imperio, si las palabras suaves y convincentes no producían su efecto, y todo ello en salvaguarda de los pobres y los oprimidos de todos los rincones del mundo.
—Se ha vuelto loco —le dijo Jonathan al padre McNulty.
—No, no lo creo —contestó el clérigo pálido—. Me pregunto cuántas pequeñas ciudades como ésta escucharán discursos como éste, en el día de hoy.
—Me gustaría que hubiera por aquí corresponsales extranjeros.
«… ¡Un Imperio benigno, completamente democrático! —aullaba el senador—. ¡Tal vez no lo veamos nosotros, pero lo verán nuestros hijos! El Destino no se puede evitar».
—Que Dios nos ayude —dijo Jonathan.
—Amén —agregó el sacerdote.
La gente rugía de excitación y júbilo, a pesar de que muy pocos habían entendido las terribles profecías del senador y lo que significaban para su país. Cruzaban la plaza para estrechar la mano del radiante senador, y muchos decían: «¡Ha sido un discurso magnífico!», aunque muy pocos se preguntaban, «¿Qué es lo que ha querido decir?».
—Esto es algo parecido a lo de las Tullerías —comentó Jonathan sin que nadie le escuchara, salvo el sacerdote—. Ahora bien, ¿de dónde saldrá nuestro César, o nuestro Napoleón? No vendrá con banderas ni tambores, me parece, vendrá con dichos piadosos, con boca engañosa, será un degenerado lleno de «amor», y de odio, lujuria de sangre y ambiciones. No será un César señorial, sino un Pequeño Cabo. Probablemente sea eunuco.
—¿Qué dices, querido? —preguntó Marjorie despertando con un pequeño temblor.
Los demás dormían descaradamente con los ojos abiertos, pero la vigilante señora Morgan seguía observando al imperturbable Robert, y éste a Jenny, que ahora miraba a Jonathan.
—Nada, mamá —dijo Jonathan.
En aquel momento sonaron las trompetas y cesaron los vivas y los aplausos. El coronel Hadley se acercaba al atril.
El intendente presentó al coronel, a quien todos conocían, como «nuestro gran héroe de la Guerra Civil», y anunció que pronunciaría unas palabras.
La voz del coronel se elevó en medio del ruido que hacía la gente que levantaba las mesas y guardaba sus cosas, y el bullicio de los niños, y se elevó varonil, firme y tranquila. Los que ya se retiraban se detuvieron a escucharlo, a pesar del sol y del calor.
«Compatriotas americanos —dijo—. Acaban de escuchar un retumbante discurso de nuestro senador por Pennsylvania, Mr. Kenton Campion. —Hizo una pausa y levantó la mano—. He oído muchos discursos en mi vida, pero ninguno tan peligroso, tan enloquecido, tan cruel, tan irresponsable y tan siniestro».
Su voz se impuso en la plaza súbitamente silenciosa. La gente regresó a la plaza y se sentó sobre el césped para escuchar. Todos los rumores cesaron bruscamente y la sonrisa se borró de la cara del senador. El mayor se sentó rígido en su silla.
—¡No lo puedo creer! —dijo Jonathan—. ¡Qué les parece el viejo Jerry!
»Y un imperio —siguió diciendo el coronel— se compra a un sólo precio, y así ha sido a través de todos los siglos: agresión contra otras naciones, oro, sangre, muerte, lágrimas, sudor, dolor y esclavitud. Siempre en última instancia la esclavitud. Un imperio no puede crearse ni conservarse sin ese crimen contra Dios y el hombre, sin la bancarrota, sin la guerra, sin los perpetuos ejércitos, sin amenazas y prisiones, sin espada y pelotones de fusilamiento. América es un país de paz. No tiene ambiciones… todavía. No tiene aspiraciones internacionales… todavía. No tiene deseos de imponer su forma de gobierno, a pesar de que éste es un gobierno libre, sobre otras naciones… todavía. Está dispuesta a permitir que otros países vivan y prosperen, se levanten o caigan, por su propia voluntad. Sólo desea exponer un ejemplo de libertad, democracia y paz al mundo entero.
»Y en este día, amigos, en este día, recuerda las advertencias de George Washington sobre la necesidad de establecer un comercio pacífico con otras naciones, pero de negarse a verse mezclada en cuestiones foráneas y alianzas peligrosas. Ha aprendido la lección que ha sido proclamada por toda la Historia: la interferencia en nombre de cualquier consigna mojigata en los asuntos de otros países, es el camino al poder, quizá, pero es también el camino hacia la extinción, la ruina y la catástrofe. Es el camino de los hombres implacables y ambiciosos, hombres que sienten la lujuria de la riqueza y el deseo de mandar sobre sus semejantes».
El coronel hablaba en voz muy alta y con el puño cerrado.
«¡Escuchadme, compatriotas! ¡Ninguna nación ha emprendido nunca el camino hacia el imperio, con heroicas consignas, nobles banderas y tambores, sin morir en su propia sangre! ¡Es la justicia de Dios! Es la venganza de una humanidad enfurecida. Yo también, quizá, como el senador, he vislumbrado el futuro. Tenemos dos cosas para elegir: la paz, la armonía interior y la eterna vigilancia, o guerra, sangre, bancarrota y vernos mezclados en las interminables peleas de otras naciones. La elección es nuestra. Yo elevo mis plegarias para que no nos volvamos locos, para que no escuchemos a embusteros, energúmenos y hombres llenos de ambiciones. Pero cuando se conduce a los hombres por el camino del imperio pierden la razón, se emborrachan de trivialidades, y baten los tambores de la locura, sus muertos caen a su lado, los jóvenes muertos, que ellos llaman “héroes muertos”. No lo son. Son sacrificios tributados a Moloch. Siempre ha sido así, y seguirá siéndolo».
«Yo soy soldado. Obedecí la llamada a las armas de mi país. La Unión ganó mi guerra, en la cual se vieron mezclados muchos otros que están hoy aquí. ¿Qué es lo que tenemos ahora? Una nación dividida. ¿Cuánto tiempo tardarán estas heridas en cerrarse del todo, y en olvidar la sangre de nuestros hermanos? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los hombres de Gettysburg sean olvidados y sus cañones se oxiden en la tierra? ¿En qué nos benefició que libráramos esa guerra? Se dijo que era para acabar con la esclavitud, pero la esclavitud ya estaba desapareciendo en nuestra nación, y en unos pocos años más hubiéramos presenciado su fin. Se dijo que peleábamos para conservar la Unión, pero si no hubiéramos tenido agentes provocadores en el Norte y en el Sur, esa Unión no se hubiera visto amenazada nunca».
«Éstas no son las palabras que deseaba pronunciar hoy. Quería celebrar la paz, la seguridad y la grandeza de nuestro libre país, nuestro bendito país. Pero he oído las palabras del antiguo MAL, y una espada me ha penetrado en el corazón. Sólo puedo elevar mi voz en una advertencia: el sendero de los imperios conduce sólo a la muerte. Que Dios nos libre de él».
No se oyó ningún aplauso. El coronel no volvió a sentarse, bajó los escalones, llegó a los mástiles, y allí se dio vuelta y abandonó la plaza. La muchedumbre le veía marcharse, desconcertada y murmurando. Los dignatarios tenían expresiones enfurecidas. Susurraban moviendo las cabezas con sonrisas de desprecio, algunos se juntaron alrededor del senador, se inclinaron ante él y le felicitaron o le ofrecían sus condolencias por el insulto de que había sido objeto, mientras él se reía con la cara encendida.
«¡Estos viejos soldados!» —dijo con indulgencia.
La banda atacó The Star Spangled Banner, y todos cantaron. Flotaba en el ambiente la sensación de que algo portentoso había sucedido, algo amenazador, pero la premonición se desvaneció y todos pudieron irse a casa ya bien entrada la tarde a descansar, sentados en sus porches para luego mandar a los niños a dormir y preparar el café para después de la cena. Hablaban amablemente del senador, pero pocos mencionaron al coronel.
—Ha sido uno de sus discursos más inspirados —le dijo el viejo Louis Hedler al senador—. He oído a Bryan, pero aun en sus mejores días no tenía la mitad de su elocuencia, senador.
—Gracias, Louis —respondió el senador, ayudando a su hermana a bajar los escalones. Esperó amablemente a que ella terminara una pequeña charla con sus amigas—. ¡Pobre Hadley!, casi chochea, ¿no les parece?
—Tiene su edad, Kenton, y ahora está retirado —dijo Louis Hedler sin poder resistir.
—Ah, sí, Louis. Es una suerte para el país que la mayoría de los soldados no piensen como él. Ya hubiéramos tenido sobre nosotros a los vándalos si pensaran así.
—Ahora sólo nos queda esperar que se levanten entre nosotros —dijo Louis.
—Entonces los aplastaremos —dijo Kenton con una carcajada—. Nosotros los senadores no procederemos como nuestros antiguos colegas romanos, que entraron al Senado majestuosamente y se sentaron allí, silenciosos, hasta que entraron los vándalos rugiendo y les rebanaron la cabeza no, seguro que no. En el momento en que nuestros vándalos internos se sientan con fuerzas suficientes para dar el golpe, tendremos una élite gobernante que no se verá obligada a esperar el permiso del pueblo, o el voto, o cualquier otra cosa, para poder actuar. Entonces no habrá opinión pública, tendremos opinión gubernamental. ¡Ésta es una época nueva, Louis, una nueva época!
—No me gusta —dijo Louis—. Bueno, tengo mis dudas de que tú y yo vivamos para ver a América convertida en un despotismo, es algo por lo que debemos estar agradecidos a la Providencia.
El senador miró a Louis, y en sus ojos se pudo percibir una sombra peculiar, como si estuvieran cubiertos por un vidrio.
—Louis, ¿puedo preguntarte cuándo se va de Hambledon el joven Ferrier?
—¿Jon? —La cara de sapo del viejo Louis se enrojeció—. No lo sé, Kenton, no lo sé. Francamente, Humphrey y yo hemos tratado de persuadirle para que se quede. Después de todo, fue absuel…
Pero la expresión del senador había perdido toda su alegría, y se volvió vengativa y tranquila.
—Louis, quiero que ese hombre desaparezca de este pueblo, la verdad es que quiero verlo fuera del Estado. Tengo influencias en Pittsburgh y Filadelfia. No va a conseguir privilegios hospitalarios en ninguna otra ciudad. Échalo, Louis.
Louis tenía la obstinación propia de sus antepasados teutónicos, y no había querido nunca al senador, pese a que eran amigos entrañables.
—Salvó la vida de Hortense Nolan hace muy pocos días —dijo— y, Kenton, sus padres son los mejores amigos que tienes en este pueblo. Ha salvado más gente de lo que me gusta recordar. Es un espléndido médico-cirujano, y lo necesitamos…
—Échalo, Louis —dijo el senador con voz suave y mortífera—. ¿Entendido? Fuera de tu hospital, fuera del de Bedloe. ¿Sabes lo que ha hecho con mi hijo? Ha hecho que le resultase imposible continuar en el seminario. Desde el primer momento me opuse a que fuera al seminario, pero me incliné, como padre indulgente, ante la decisión del muchacho. Luego vino Ferrier y casi destruyó su mente con las cosas más irreproducibles, y el muchacho se ha escapado a Francia. He oído algunas cosas sobre los casos en que ha intervenido. ¿No murió la niñita Martha Best en circunstancias misteriosas, por ejemplo? Y nada más que ayer mi querida y delicada amiga, Elsie Holliday, tuvo que ser tratada con calmantes, Louis, porque tu Ferrier obligó a su hijo, el joven Jefferson, a irse del pueblo, de su Estado natal, a alguna cueva apestosa cerca del Golfo de México, por algún supuesto tratamiento o diagnóstico que nadie ha confirmado, y que es muy probable que sea falso.
La cara de Louis se endureció.
—Ahora escúchame a mí, Kenton, te han contado mentiras apestosas. La pequeña Martha tenía una enfermedad muy rara, cáncer de la sangre, que es incurable y que Jon diagnosticó de inmediato. ¡Por Dios, hombre! No puedes echarle la culpa a Jon por un acto de Dios o de la Naturaleza. No sé nada sobre tu hijo, no sabía que Jon fuera su médico.
—Nunca lo fue. Se metió por su cuenta en mi casa sin que nadie le invitara ni le llamara y habló a solas con Francis. Después de eso, lo primero que yo y su querida tía supimos, fue que se iba a Francia, a un lugar desconocido. ¿Es ético insistir en tratar a un paciente contra su voluntad, contra la voluntad de su familia? Pienso que no. Pero ¿qué hay de lo de Jefferson Holliday?
—No puedo decírtelo exactamente, Kenton —dijo Louis vacilante— pero tiene algo que el Gobierno designa como una «enfermedad detestable y contagiosa». Tendrás que darte por satisfecho con eso, Kenton.
El senador sonrió y miró de reojo a su hermana, que seguía charlando.
—¿Venérea, eh? Bueno, es joven. ¿Qué hay de esos nuevos tratamientos con arsénico? Caramba, Louis, si todos los jóvenes que se atrapan sífilis o purgaciones tuvieran que irse de las ciudades, no nos quedaría ni uno.
Dio unas palmaditas a Louis en el hombro.
—Échalo, Louis. ¿De acuerdo? Vamos, Beatrice, tenemos apenas tiempo para llegar al parque y cenar con nuestros amigos y ver después los fuegos artificiales de la noche.
Louis le siguió con la mirada, después encendió lentamente un cigarro, bajó las escaleras y contempló el caluroso desorden y el silencio de la plaza que estaba casi desierta. Los rayos dorados de la caída de la tarde refulgían en las copas de los árboles y de las fachadas de los negocios.
—Sí, Kent —murmuró Louis Hedler—. De acuerdo, por ti, naturalmente. Pero hay otros.
Las señoras del grupo de los Ferrier se habían retirado discretamente «para refrescarse», en el interior del edificio de la Municipalidad, y los caballeros se retiraron también con el mismo propósito al subsuelo de la Primera Iglesia Presbiteriana. Volvieron a encontrarse en la mesa.
—Estamos prácticamente solos —dijo Jonathan con regocijo.
—Bueno, vamos a comernos la tarta de chocolate que nos trajo el querido padre, y todavía queda hielo para el té —dijo Marjorie dejándose caer pesadamente en un banco, como si estuviera muy cansada—. Todavía no refresca, ¿qué hora es, Jon? No he traído mi reloj.
—Casi las seis. Campion charló tanto que te quedaste dormida, madre, y lo mismo les pasó a casi todos los de esta mesa. ¡Qué engaño y qué peligrosa farsa es ese tipo! ¿Qué le pareció, Bob?
—¿A mí? —preguntó Bob ruborizándose—. Le confieso, Jon, que no disfruto escuchando a los políticos. Ya les he soportado bastante en Filadelfia. Dejé simplemente que las palabras del senador resbalaran sin que me penetraran.
Al decir esto su rostro se puso extremadamente brillante y Jonathan estuvo a punto de echarse a reír, pues el joven doctor había mirado a Jenny Heger haciendo una mueca, y ella ni siquiera se había fijado. Tanto había superado el miedo que sentía ante los extraños, que ayudaba a Marjorie a llenar los vasos limpios de hielo y té.
—No se perdió usted nada —añadió Jonathan.
Los hombres no se habían sentado todavía, estaban juntos formando un pequeño grupo, Jonathan, Robert Morgan, el sacerdote y el señor Kitchener.
—Yo tampoco presté atención —dijo este último—. ¿Para qué? Ya es bastante malo en épocas de elecciones. ¿Usted le escuchó… señor? —le preguntó amablemente al padre McNulty.
—Me parece que sí —dijo el clérigo—. Le encontré muy perturbador. Nunca había oído un discurso como ése antes, aunque he leído últimamente insinuaciones como ésas en los editoriales de muchos diarios, desde que llegó el nuevo siglo. Hay algo parecido a exuberancia en el aire…
—Bueno, eso no es malo del todo —dijo el señor Kitchener.
—Se acerca la locura —dijo Jonathan—. Recordaba justamente lo que dijo Henry James recientemente, en el sentido de que nuestro mundo estará muy cerca de estrellarse a mediados del siglo. Le creo. Algunos de los viejos muchachos son muy buenos profetas.
—¿En qué forma se estrellará? —preguntó el señor Kitchener mirando a su hija.
—Guerras, revoluciones, nihilismo. Hemos notado ya su hedor en América. Los acontecimientos futuros envían por adelantado su apestoso olor así como también sus sombras. El Populismo, el Progresismo de Teddy. William Jennings Bryan, Eugene Debs. He leído muchísimo de Debs últimamente. Cuando el siglo llegue a la mitad, tendré ochenta y cuatro años y estaré muerto, por suerte.
—Pero nuestros nietos —dijo el señor Kitchener muy abatido.
—No tendré ninguno, y eso es una bendición —dijo Jonathan encogiéndose de hombros—. Deje que nuestros nietos cuiden de sí mismos. Suficiente para el día… bueno, todavía tenemos un poco de paz en el mundo, en estos momentos, aunque dudo que dure mucho más, considerando los Campion que tenemos en Washington.
—¿Guerra? ¿Se puede imaginar usted a América complicándose en una guerra foránea? Imposible.
La charla fue interrumpida por la llamada de Marjorie a la mesa, comieron y bebieron a gusto, hasta que la señora Morgan, invocando su vieja artritis, anunció que se retiraba. Robert sintió deseos de rebelarse, pero asintió.
Robert se levantó y se dirigió a la puerta, pero al llegar titubeó. Sentía enormes deseos de que Jenny le mirara, le dijera una sola palabra aunque sólo fuera banal, o le sonriera. No podía marcharse sin una de aquellas cosas. Como si ella hubiera percibido su urgente deseo, miró por encima de la mesa y le mostró una tenue y contenida sonrisa, apartando en seguida la mirada, aquello fue suficiente para el joven. Sus últimos adioses fueron extremadamente cordiales.
—¡Qué muchacho tan simpático, tan dedicado a su pobre madre! —dijo Sue Kitchener—. La pobre mujer ha llevado una vida de prueba. Toda una mártir. ¿Está él… quiero decir, ha hablado…?
—Si lo que usted quiere saber es si hay una muchacha flotando en la sombra, le diré que no —interrumpió Jonathan—. Está libre de compromisos, y espero que se conserve así.
—Vamos, Jon —dijo Marjorie bostezando con toda su alma.
—Bueno, espero que encuentre una adorable muchacha aquí mismo, en Hambledon —dijo sonriendo tiernamente a su hija Maude.
—Tengo bendiciones —dijo el padre McNulty— aunque no espero muchos concurrentes hoy al Santísimo Sacramento. Se levantó, se despidió de todos y salió corriendo. Todos le miraron cuando se iba, hasta la misma Jenny Heger.
—Sea como sea, Kenton ha sido muy bueno al ayudarle a comprar su caballo y el coche —dijo Marjorie—. Supongo que lo hizo por lo de Francis.
Miró interrogativamente a Jonathan, pero su hijo no abrió la boca.
—Y ahora me parece que tenemos que irnos nosotros también —dijo Sue Kitchener—. Vamos a cenar de manera muy liviana, si es que nos queda lugar donde poner la comida, y después iremos hasta el río para ver los fuegos artificiales en la oscuridad. ¿Vas tú también, Marjorie?
—Creo que no —dijo Marjorie Ferrier—. Estoy muy cansada. ¿Y tú, Jonathan?
—Con seguridad que no —contestó Jonathan.
—Caramba, qué lástima. Pensé que te gustaría llevar a Jenny.
Jonathan quedó asombrado, la idea en sí misma era grotesca. Los Kitchener se retiraron y los Ferrier se quedaron solos con Jenny, que estaba sentada en silencio, como habitualmente lo hacía. Tenía la cabeza inclinada y las manos sobre la falda. Pero cuando Marjorie empezó a reunir las fuentes, los vasos, la platería y las servilletas, Jenny se levantó de inmediato y fue a ayudarla con sus diestras y rápidas manos. Jonathan llenó las canastas.
—A Jenny la acompañaremos hasta el río —dijo Marjorie— pues hoy no ha traído su bicicleta.
—¡Oh no, puedo caminar! —exclamó la muchacha—. Me gusta caminar y no queda lejos.
—Tonterías. Una muchacha joven caminando sola por las calles, oscurece rápidamente ahora y en día de fiesta, podría ser mal interpretado —dijo Marjorie.
—Madre, estamos ya en el siglo veinte —dijo Jonathan—. A las muchachas jóvenes ahora las comprenden, y no como antes. ¿No es así, Jenny?
La muchacha no contestó nada, pero se apresuró en lo que hacía.
—Todo es ahora «la mujer nueva», ¿no es así, Jenny? La mujer libre, libre para hacer lo que quiera bajo cualquier circunstancia. Audaz y libre como el hombre —añadió Jonathan.
—No seas desagradable, Jonathan —dijo Marjorie—. Jenny, no quiero oír más. Me parece que vendrás con nosotros, entre las canastas. ¿Habrán regresado tus sirvientes para cuando tú llegues?
—No, les he dicho que no era necesario que vinieran hasta mañana. Es fiesta para ellos también.
Marjorie dejó caer las manos.
—¡Jenny, te propones pasar la noche sola por completo en la isla! ¡Vaya, ni pensar siquiera en ello! Es demasiado peligroso. Cualquiera podría remar hasta allí y abusar de ti, o robarte. No digas más. Te quedarás con nosotros esta noche.
—¡Oh, no! —exclamó con desesperación—. No tengo miedo, tía Marjorie, no me preocupa estar sola.
A la luz del crepúsculo parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar.
—Quiero estar sola —agregó—. Bueno, no he querido decir eso, tía Marjorie. Lo que quise decir es… bueno… —Jonathan la escuchaba con una sonrisa insolente. ¿Planearía una nueva cita con Harald allí, en esa isla? Parecía sin embargo estar fuera de sí.
—No quiero saber nada —dijo Marjorie—. Podría suceder algo.
—No pasará nada. Nunca ha pasado nada antes. He estado sola como ahora muchas veces.
¿De modo que has estado sola?, pensó Jonathan recordando una historia que corría en Hambledon, y que se rumoreaba que había sido contada directamente por una de las sirvientas. Se decía que ésta había visto con frecuencia a Harald salir del dormitorio de Jenny por la mañana temprano, y una o dos veces había sorprendido a Jenny saliendo del de Harald al amanecer. Deliciosa historia. Había otra, además de ésta: que los favores de Jenny no eran para Harald y que nunca lo habían sido. La muchacha sólo tenía veinte años, sin embargo no había casi en Hambledon mujer más conocida que ella.
¿Quién le había contado aquella insidiosa historia unos pocos días antes? No lo podía recordar. «Pero puedo dar fe de ella», había dicho alguien. «Es completamente verídica». Entonces lo recordó, había sido en el vestíbulo de Sta. Hilda, y se la había contado uno de los médicos jóvenes. Jenny había despedido a la camarera, que ahora trabajaba para la madre de aquel médico. «La criada había visto demasiado», comentó el doctor. «Pero esa zorra de Heger es una buena pieza. Me gustaría…». Jonathan se había alejado, lleno de su rabia y odio crónicos. No llegó a ver, aunque pudo adivinar, el gesto obsceno del médico.
Jenny había tomado una desesperada resolución, rechazando los ruegos de Marjorie.
—De verdad que no tengo miedo. Deseo en verdad quedarme sola. Tengo cerraduras en las puertas —dijo—. Por favor, no insista, tía Marjorie.
—Estoy demasiado cansada para hacer frente a tu tozudez —dijo Marjorie con severidad—. Y estoy muy enojada contigo, Jenny. Jon va a dejarme en casa, y después te llevará al río. Y luego —dijo con voz fuerte y clara— te llevará remando hasta la isla e inspeccionará cada una de las habitaciones, los terrenos y esperará hasta que te hayas encerrado. No, Jenny, no estoy dispuesta a oír nada más. Me siento muy cansada. Quisiera dormir esta noche y no preocuparme más por ti. ¿Jon?
Jonathan se sentía encantado de poder enloquecer a la muchacha más de lo que ya lo estaba.
—Será un placer, querida Jenny —le dijo con una profunda reverencia.
Ella le miró con muda desesperación y un temblor en la boca. Él estaba eufórico.