—Has dicho lo mismo con mucha frecuencia, todos los Cuatro de Julio —dijo Marjorie sin dejar de trabajar en la cocina con la cocinera, preparando las canastas para el picnic— ritos tribales, sentimentalismo, chauvinismo. Las sé todas. Quizá tengas razón, pero habrá allí niños y gente joven y tienen derecho a aprender a sentirse orgullosos de su país. ¿Qué fue lo que dijo Sir Walter Scott?: «¿Hay aún un hombre con el alma tan muerta que nunca se haya dicho a sí mismo ésta es mi propia patria, mi tierra natal?».
—Madre —dijo Jonathan—, ¿crees acaso que los discursos del alcalde y ese maldito y hábil Campion inspirarán las mentes juveniles, inspirarlas y hacer que se sientan orgullosas? Por lo que respecta a Campion, nunca dice nada aparte de mentiras y banalidades. En realidad no sé por qué voy contigo, en las presentes circunstancias. No es más que una aparición de despedida.
La cocina blanca y azul, grande y ventilada aunque calurosa incluso a hora tan temprana, estaba llena del olor de pollo frito, ensalada de patatas, pan fresco, tartas que se cocían y café. Jonathan tomó un pequeño muslo de pollo y se puso a comer. Se parecía tan poco al molesto y formal Jonathan que Marjorie le observó con agradable sorpresa. Algo le había cambiado, le había suavizado un poco. Se chupaba los dedos como un niño. Nunca había hecho tal cosa antes, hasta donde llegaban sus recuerdos. Nunca había parecido importarle la comida lo más mínimo, y por lo general comía con impaciencia, como si se tratara nada más que de una actividad necesaria para vivir.
—Recuerdo lo que dijo Thomas Macaulay —observó Jonathan despreocupándose del pollo, del que había grandes cantidades sobre las blancas servilletas—. Lo que dijo sobre América: «Su constitución es todo velas y no tiene ancla. Algún César o Napoleón tendrá que apoderarse de las riendas del gobierno con mano fuerte, o su república será devastada por bárbaros interiores en el siglo veinte, como lo fue el Imperio Romano en el quinto». Dijo y escribió eso en 1857, hace cuarenta y cuatro años. Estamos ahora en el siglo veinte pero opino que fue un excelente profeta. Hay algo que está llamando a las puertas de América, y no es nada bueno, ni trae esperanzas.
—Macaulay fue un pesimista —dijo Marjorie apartándose un mechón de su hermoso cabello oscuro con el dorso de la mano—. ¿No recuerdas lo que dijo Abraham Lincoln antes que él?: «¿Esperaremos acaso que un gigante militar del otro lado del mar salte el océano y nos aplaste de un golpe? ¡Nunca! Todos los ejércitos de Europa, Asia y África, combinados con todos los tesoros de la Tierra, exceptuando los nuestros, en sus cofres, con un Bonaparte por comandante, no podrán por la fuerza tomar un trago del Ohio o marcar una huella en el Blue Ridge, aunque lo intenten mil años».
—Te olvidas de algo —dijo Jonathan tomando un ala de pollo—. Lincoln añadió: «Seremos traicionados desde el interior». Los nuevos vándalos. Las mismas turbas que invadieron las Tullerías y arrancaron el empedrado en las calles de París. ¡La misma gente que en Alemania apoyó a Bismarck y al socialismo que éste había tomado de Karl Marx! Bueno, ahí tienes un tirano maligno: ¡Bismarck!, casi tan malo como Robespierre, durante la Comuna francesa en 1795.
—Tenemos un hombre sensato en el presidente McKinley —dijo Marjorie—. Jon, si realmente quieres un poco de esa ensalada de patatas, siéntate y te la comes en un plato. No picotees el huevo con los dedos, no es higiénico. —Pero se sentía encantada de que lo hiciera.
—Mis manos son siempre higiénicas —dijo Jonathan—. El presidente McKinley. Sí, es un hombre sensato, pero ese tumultuoso vicepresidente suyo ¡Roosevelt! ¡Querido y viejo vocinglero Teddy! ¡Qué calamidad para América si alguna vez llega a ser presidente! Es necesario ser un hombre rico y lleno de todo para adular lo que él llama las masas, probablemente porque no sabe nada acerca de ellas. El pueblo es mucho más realista. Yo diferencio el pueblo del populacho, por supuesto, y el pueblo americano, en su mayoría, es bastante sano. ¿Qué te parece si me escabullo de las celebraciones hoy?
—¿Y dejarme ir sola? Harald no está aquí, y de todos modos nunca vino con nosotros el Cuatro de Julio. ¿Quieres que la gente sienta lástima de mí, en especial esa aborrecible señora Morgan, que es tan fastidiosa respecto a su hijo? ¿Y los Kitchener, y su simpática hijita Maude?
—Y Jenny… —agregó Jonathan.
Marjorie inclinó la cabeza sobre el pan que rebanaba, y suspiró. «Mi querido y estúpido Jon», pensó.
—Sí, Jenny —dijo—. Ha dado el día libre a la servidumbre, se quedó completamente sola y se sintió patéticamente agradecida por mi invitación. Tiene tan pocas diversiones, pobre criatura. Eso se debe a que hay en ella rasgos inflexibles. Fue a la escuela en Hambledon, pero no conoce a nadie. Toda su vida ha sido una especie de ofrenda a su padre, quien después de todo nunca vivió en su isla. No puede sobreponerse al dolor, y Harald, como tú sabes, es para ella un intruso que no tiene ningún derecho sobre la isla.
—No digas «un intruso» madre, no seas ingenua. —Su rostro se contrajo de nuevo y abandonó la cocina.
Fue a su consultorio, atravesó las calurosas habitaciones que estaban cerradas, y luego se detuvo a contemplar sus archivos. Ya no odiaba a su difunta esposa, se había convertido en algo irreal. Pero odiaba a todos aquéllos que le hacían imposible que se quedara en aquella ciudad, que le echaban de allí con violencias verbales, mentiras, insinuaciones, desconfianza, malicia y hostilidad. No había pedido otra cosa que poder servirles, y ellos le habían repudiado. Encontró una botella de whisky dentro de un cajón y bebió con ganas, sin usar el vaso. En eso sonó el teléfono.
—Querido —le dijo Marjorie—. Es hora de que me ayudes a cargar las canastas en el coche.
Aquello le resultó tan banal, en medio de su aflicción que se echó a reír.
—Estás muy guapo —dijo Marjorie, mientras Jonathan le ayudaba a cargar las canastas en la berlina—. Me gusta esa chaqueta a rayas blancas y azules. ¿Pero por qué lleváis vosotros los hombres, esos cuellos duros tan altos, especialmente en un día caluroso como éste? ¿Y puños duros, y gemelos, botones de cuello y ese resto de corbatita angosta?
—¿Por qué las mujeres lleváis corsés rígidos de ballenas y vestidos que se arrastran por el polvo? La moda, mujer, la moda.
Miró a su madre. Su cara aristocrática, tan parecida a la de Jonathan, estaba arrebolada por el calor y sus ojos castaños eran amables y contemplativos cuando le sonreían. Pero había debajo de aquellos ojos unos círculos color púrpura, y tenía los labios pálidos y un tanto contraídos. Jonathan frunció las cejas.
—¿Tomas la digitalina que te di? —le preguntó.
—Cuando me acuerdo. No hagas líos, querido. Olvídate de que eres médico, aunque sólo sea por hoy. ¡Qué día más hermoso! A menudo hace buen tiempo, los Cuatro de Julio.
—Desgraciadamente, porque estimula a salir a los mentirosos y a los demagogos.
No dejaba de escudriñarla. Le parecía verla envuelta en una desacostumbrada luz clara, y por alguna razón aumentó su inquietud. Marjorie colocaba cuidadosamente unas servilletas blancas dentro de la canasta, y Jon advirtió el leve temblor de sus manos.
—No nos vamos de aquí hasta que vuelvas a casa y tomes tu digitalina —le dijo.
Apoyó la mano sobre el lomo sedoso de su yegua favorita, y su madre volvió la cabeza y le acarició los dedos.
—De acuerdo —dijo Marjorie— pero me siento muy bien, de veras.
Volvió a la casa caminando lentamente por el sendero, y su delgada figura le pareció a Jon muy fatigada. Volvió a fruncir las cejas. Había sentido por su madre el interés habitual que experimenta un médico, pero ahora aquel interés había aumentado. Encendió un cigarrillo y miró sin ver la amplia y tranquila calle y también la sombra azul y profunda de los árboles y el brillo del cielo.
—¿Por qué tienes esa mirada fija? —le dijo su madre, que estaba a la altura de sus codos.
—¿Miraba así? —La ayudó a subir a la berlina y Marjorie se hundió en el asiento con un suspiro—. Pienso que los americanos no tienen ya agallas. Empiezan a clamar porque se sancionen reformas en estos días, aunque las reformas deberían comenzar en ellos mismos.
—Un mundo nuevo trae problemas nuevos, y exige nuevas soluciones —dijo Marjorie—. ¿No es eso lo que dice siempre Mr. Roosevelt?
—Los gobiernos han dicho, eso mismo desde el principio de la Historia —dijo Jonathan tomando las riendas—. Es el primer paso hacia la tiranía, los viejos problemas nunca cambian porque no se puede cambiar la naturaleza humana.
—Salvo mediante la religión —dijo Marjorie.
Jonathan soltó un bufido. Apretaba fuertemente las riendas, mientras conducía la yegua calle abajo, pues era necesario tener cuidado con los niños traviesos que podían arrojar un petardo al paso de un caballo nervioso. Marjorie saludó a un amigo ocasional que estaba en la acera, y después pudieron ver entre las casas el brillo del río, y los flancos verdes y azules de la montaña.
—¡Tan pacífico, tan tranquilo! —dijo Marjorie—. ¡Cuántas cosas hay que debemos agradecer en estos días! No más guerras, sino abundancia, esperanza, paz e industria. Somos una nación llena de bendiciones.
—No estaría tan seguro de que continúe así —dijo Jonathan lanzando un nuevo bufido—. Hemos empezado a aflojar los músculos, como la vieja república romana. No somos diferentes de los viejos muchachos.
Pero Marjorie sonreía a esa tranquilidad soleada, interrumpida tan sólo por las breves explosiones de los fuegos artificiales y la cálida voz del viento caluroso en los árboles.
—¡Tenemos tanta prosperidad ahora! —dijo—. La depresión de Grover Cleveland ha terminado. La gente está muy esperanzada, muy entusiasta, con este país nuevo.
—Te va a gustar la «Pera de Mazapán» —le dijo Jonathan.
Enfiló al caballo por la calle que conducía a la plaza. Podían ver ya las altas banderas que ondeaban contra el cielo, y oír el zumbido distante de la multitud, además del largo tronar del cañón sobre el césped de la municipalidad. Aquel cañonazo marcaba el principio de las festividades anuales. El aire se impregnaba de olor de pólvora y un humo espeso se levantaba con la brisa, formando una neblina brillante. Ahora la banda atacó una canción marcial, una marcha de Sousa, y se oyó una gran ovación.
Jonathan ató al animal cerca de un abrevadero, a la sombra. La yegua bufó ansiosamente y le contestaron sus semejantes, atados a todo lo largo de la calle. Jonathan volvió a palmearla, le dio un terrón de azúcar y se le acercó un policía.
—Los voy a vigilar a todos, doctor —dijo, tocándose la gorra en un saludo dirigido a Marjorie—. No hay petardos en esta calle. —Se echó a reír—. Mucha basura, sí.
—¡Jon! —dijo una voz a su espalda.
Jonathan y su madre se volvieron y vieron detrás de ellos al padre McNulty, rechoncho y radiante, brillantes sus dorados ojos y el rostro joven reluciente de transpiración. También llevaba una canastita cubierta con una servilleta a cuadros.
—Fue muy amable de su parte invitarme, señora Ferrier —dijo estrechándole la mano, su raída sotana tenía un tinte verdoso. Se dirigió a Jonathan con una risa alegre—. ¡Tengo mi propio caballo y mi coche ahora! —le dijo—. El senador Campion insistió. ¡Quinientos dólares! Sólo me quedan por pagar doscientos más. El senador es realmente muy generoso, paga los gastos de la caballeriza.
—¡Qué bueno! —dijo Marjorie.
—¡Delicioso!, como diría Teddy —apuntó Jonathan—. ¿Por qué no les exprime los otros doscientos a sus feligreses ricos?
—Qué amable el senador —interrumpió Marjorie apresuradamente—. ¿Verdad que tenemos un día hermoso?
—Maravilloso —dijo el joven clérigo, secándose la frente húmeda por debajo del sombrero—. Yo no he traído gran cosa, señora Ferrier. Mi tía le agradece su invitación, pero tiene uno de sus dolores de cabeza. Una desgracia. Pero preparó una tarta de chocolate muy buena.
—Me encanta la tarta de chocolate —dijo Marjorie—. Será deliciosa con el té helado.
Le miró con agrado. ¡Era un joven tan simpático, tan inocente, tan amable! Esperaba que los Kitchener no le desairaran, ni aquella temible señora Morgan tampoco. Había cosas muy poco amables en la prensa de aquellos días acerca de la «Amenaza Romana», o mejor dicho, en lo que Jonathan llamaba «prensa amarilla». Hacía apenas dos semanas habían roto las ventanas de las pequeñas cabañas de las familias de trabajadores irlandeses recién llegados a Hambledon y les habían desparramado basura sobre sus aceras. Nadie había protestado con excepción de Jonathan, en una carta muy violenta que envió al diario local, con lo cual, por cierto, no había aumentado su popularidad.
El padre McNulty echó a andar con ellos, hablando con deferencia filial a Marjorie.
—Me gustan estas celebraciones —le dijo—. Las ciudades pequeñas son más cálidas y más personales que las grandes urbes.
—Así lo creo —dijo Jonathan, olfateando la dulce fragancia del chocolate.
—Vamos, querido —dijo Marjorie.
—Más amables y más fraternales —prosiguió Jonathan—. Hay más amor.
Marjorie quedó desconcertada por la mirada extrañamente ansiosa y compasiva que el joven clérigo fijó en Jonathan, mirada que después se volvió triste. Caminaban en silencio y sus pasos producían un eco leve.
La plaza, frente a la Municipalidad, que era el orgullo del pueblo, hervía de gente: hombres, mujeres y niños, bulliciosos y llenos de alegría, que aumentaba con el ondear de múltiples banderas y con los marciales sones de la banda que tocaba sin cesar. Frente al palco principal estaba situada la banda y los altos dignatarios del pueblo, además de los militares, entre los cuales se destacaban veteranos de la guerra civil y jóvenes que habían combatido en la guerra contra España. El aspecto que ofrecía el lugar era deslumbrante.
—¿Puedes encontrar nuestra mesa, Jon? —preguntó Marjorie Ferrier. El padre McNulty había tomado una de las canastas sin que Marjorie protestara.
—Me parece ver un cuervo —dijo Jonathan señalando hacia el césped más distante—. Ah, sí, es la señora Morgan.
—Vamos, Jon —le dijo Marjorie.
—No sé por qué soporto esto, año tras año —dijo Jonathan abriéndose camino por entre las mesas, esquivando las fuentes, los vasos y a los niños que llenaban el césped.
—Es todo muy inocente e inofensivo —dijo el padre McNulty—. Debe haber varios miles de personas aquí, muy felices.
Jonathan le miró fijamente.
—¿De verdad? —dijo.
—Ingenuo, tal vez —dijo el clérigo, y se detuvo para devolver un saludo borreguil—. Pero las celebraciones públicas se remontan a los principios mismos de la historia espiritual del hombre.
El ruido se hizo más tumultuoso.
—Veo que el viejo Campion ha llegado con toda su magnificencia —dijo Jonathan—. Preparado, como siempre, para un maduro discurso lleno de gloria. Beatrice está con él, pero no veo a Francis.
—Salió para Nueva York anoche —dijo el sacerdote—. Va a Francia.
—Muy bien —dijo Jonathan—. Ésa va a ser una buena educación para él.
—Va a un monasterio en los Alpes —dijo el padre McNulty.
Jonathan se detuvo con brusquedad.
—Al infierno, dirá usted —exclamó—. ¿Fue usted quien maquinó eso?
—Vamos, querido —dijo Marjorie, al ver que a su hijo se le ensombrecía el rostro—. Bueno, aquí llegamos. ¿No es bonito?
El lugar elegido estaba ya ocupado, cuando llegaron, por la señora Morgan. La madre de Robert, ignoró olímpicamente al padre McNulty a pesar de que se lo presentaron. Había, además, su hijo Robert, Jenny Heger y otros. Marjorie advirtió de inmediato que Robert no tenía ojos más que para Jenny, hasta el punto que ni siquiera prestaba atención a las palabras de Jonathan.
—Señorita Heger, a menudo miro su maravillosa isla a través del río, esa encantadora isla suya —le decía con un temblor en la voz—. Desearía que me permitiera volver a visitarla pronto.
Jenny se sobresaltó, volvió lentamente la cabeza y se encontró con sus ojos, un doloroso color escarlata le subió por la garganta y le encendió las blancas mejillas.
—Yo… —dijo tragando saliva—. Tal vez pudiera usted… tal vez algún día…
—¿Pronto? —rogó él, con la cara enrojecida y asustado por su propia audacia.
Jonathan se dio cuenta de lo que sucedía. Advirtió la desesperada ansiedad en la expresión del joven doctor, su apasionada intensidad y su servil deseo, y vio en Jenny, sentada a su lado, un frío desapego y una evidente infelicidad. Jonathan no podía creerlo. ¿No le bastaba con Harald, que también intentaba ahora deslumbrar a aquel muchachote de rubia y rosada inocencia? ¿Y con qué contaba aquella bruja para deslumbrar a nadie? Por lo menos debería vestir como una mujer joven y no como una bruja indigente. Le asaltaron después sus propios pensamientos, que le hicieron enfurecer más de lo que estaba. Hubiera querido agarrar a Jenny por los hombros y darle una fuerte sacudida, la idea le resultó aterradora.
—Vamos a tender el mantel. Querida Jenny, alisa esos pliegues, para que quede liso. Espero que a todos ustedes les guste lo que hemos traído: limonada fría, refresco de fruta, y cerveza helada, para los caballeros.
—Robert no bebe —dijo Jane Morgan, lanzando sobre Marjorie una mirada reprobatoria, y ésta le contestó con una sonrisa.
—Tal vez haga una excepción hoy —dijo con su hermosa y tranquila voz—. Y quizá sea mejor que comamos ahora, antes de que empiecen esos espantosos discursos.
La banda tocó violentamente, pues el director, Emil Schuman, recibía la aparición de nuevos espectadores: señoras con grandes sombreros y sombrillas. Estaban allí Louis Hedler y Humphrey Bedloe, y otros miembros del personal de los dos hospitales; varios clérigos y el coronel Jeremiah Hadley, veterano del Gran Ejército de la República, con sus sesenta años y sus canas, pero alto e imponente con su uniforme azul de la Unión y sus medallas. Saludó a las damas y se sentó al lado del senador y de su hermana. Cruzó los brazos y observó a los veteranos que estaban al otro lado de la plaza. Cambió la expresión severa de su rostro e inclinó su cabeza.
—Me han dicho —dijo Jane Morgan observando a Marjorie con su mirada fría e irónica— que hay un público mucho más refinado en el parque cercano al río, sin todo este ruido, esos niños aulladores y las clases vulgares.
—Sí —le contestó Marjorie depositando unos rollos calientes en la fuente de plata—. Pero éste es el lugar tradicional y la celebración tradicional. Nosotros, los de Hambledon, nos hemos reunido aquí, en este picnic, todos los años, desde mucho antes de la Guerra Civil, incluso cuando Hambledon era una aldea y no un pueblo. Habrá notado usted que están aquí el senador Campion, el intendente y otra gente importante de Hambledon, aunque he oído rumores de que se unirán a los otros que están cerca del río después de los discursos.
—No hay que extrañarse —dijo Jane Morgan—. ¡Con ese espantoso ruido! ¡Y esa horrible banda! ¿Por qué no podrá dejar de tocar aunque sea por un minuto?
La banda preguntaba de nuevo al bullicioso populacho si «¿quedaban algunos más como ustedes en nuestro suelo?», y las flautas respondían en falsete que «¡sí, hay bastante más, señor!». Los petardos confirmaban todo eso formando un violento coro.
Explotó después con «¡Salud, Columbia, tierra feliz!». La muchedumbre se levantó formando una masa de ardiente colorido, cantando y vitoreando alegremente, agitando pequeñas banderas y encendiendo nuevos petardos. El sol iluminaba con fuerza, y el aire estaba impregnado del olor de la comida, la cerveza, el polvo, la hierba aplastada y la pólvora.
Jonathan se levantó también, y al hacerlo rozó, casualmente a Jenny, que también se levantaba, e instintivamente la sostuvo para que no cayera. Le rodeó la cintura con el brazo y sus labios rozaron las mejillas de la muchacha. Se quedaron inmóviles como estatuas, y después, muy lentamente, Jenny le miró levantando hacia los ojos de Jonathan aquellos enormes ojos azules, mientras se ponía más blanca que nunca. No podían apartar la mirada. Él sintió temblar bajo su mano el cuerpo de la muchacha y vio, con asombro y con una tremenda emoción, que un destello de luz le cruzaba el rostro y que se le abrían los labios.
Dejó caer la mano, susurrando «lo lamento», pero él también temblaba. Volvió a mirarla, pero la muchacha ya miraba hacia otro lado. «JENNY», pensó, debía habérmelo imaginado. ¡Pero no podía ser! Jenny era la amante de su hermano. Sintió como si algo desintegrara todo su cuerpo y sus pensamientos.