Capítulo 15

Cuando Jonathan llegó a Sta. Hilda encontró a Robert acosado por todas partes. Bob le echó una mirada resentida, Jonathan le resultaba un individuo insociable y descuidado. No comprendía que aquélla era la pose que adoptaba Jonathan cuando se sentía sometido a tensiones de todas clases, o cuando estaba demasiado agotado.

—Bien, ¿cómo le va con nuestros pacientes? —No esperó la respuesta—. Después del Cuatro de Julio, como sabe, se hará usted cargo de mi consultorio y de mis pacientes externos. He podido convencer a la señorita Foster para que sea su ayudante y allí estará el día cinco. Sí, le presentaré a todo el mundo. Todo el pueblo sabe que el consultorio abrirá el día indicado. Por cierto, espero que no se mezcle en la guerra que se libra en el pueblo a causa de los hospitales.

—¿Guerra entre los hospitales? —preguntó Robert.

—Sí, entre Sta. Hilda y el Friend’s. Están llenos en este momento y necesitan desesperadamente nuevos pabellones, ¡pero siguen compitiendo por los pacientes! Y se denigran entre ellos. No se deje enredar por nada del mundo. Sta. Hilda desea llevarse a los pacientes que pagan bien, aunque también se ve obligado a aceptar a los otros, y al Friend’s le encantaría que la gente de dinero y las listas de caridad le nivelaran los déficits. Y tiene preponderancia de pacientes pobres. Constantemente hacen propaganda de su personal presentándolo con los mejores colores. ¡No me diga que no ha oído los rumores!

—Bien… —dijo Robert mirando directamente a Jonathan a los ojos, que mostraban cierto desprecio—. Odio las controversias… prefiero transigir.

—¡Por Dios, no lo haga! Tome posición de una vez para siempre. Dígales a ambos que se vayan al diablo, sin importarle lo que le ofrezcan por su apoyo. En ocasiones el personal se olvida de que está en esos sitios con el único fin de ayudar a los enfermos y no para ocupar una posición. Si usted transige tratando de apaciguarlos, ambos le odiarán. Dígales lisa y llanamente que usted se interesa más en la medicina que por los tumultos entre profesionales rivales, y déselo a entender con toda claridad. Eso es lo que yo he hecho.

—No me gusta que haya animosidades —dijo Robert, que se sentía incómodo.

—Perfectamente, dígame cómo piensa actuar, entonces. —Estaban en la pequeña salita de espera del cuarto piso del Sta. Hilda, y la calurosa brisa de julio no les refrescaba en absoluto. Robert reflexionaba, con expresión turbada y una mirada afligida en sus ojos azules.

—Bueno… creo que… les diría… les diría que todavía es demasiado pronto para que yo…

—¿Para hacer qué? —Jonathan empezaba a divertirse.

Se aflojó la corbata y cruzó las piernas.

—Pienso decirles que como soy un recién llegado preferiría mantenerme apartado de las controversias locales, y limitarme a cumplir… bueno, con mi deber.

Jonathan le contempló un momento.

—¿Quedarse en la barrera? ¿Sabe qué le va a pasar si intenta sacárselo de encima? En el acto se encontrará con que no le reciben bien en ninguno de los dos hospitales. ¿Para qué tiene espinazo?

—¡Tengo un espinazo muy bueno! —gritó Robert ya enojado—. ¡Lo que sucede es que no me gustan las guerras entre bandos distintos! Eso es algo que está fuera de lugar en los hospitales.

—¡Qué inocente es usted! En cualquier lugar a que vaya encontrará bandos que luchan entre sí, en cualquier camino de la vida. Tiene que tomar una posición, y cuanto antes mejor para usted. Deje que los otros vean que le sobran redaños. ¿Cuántos viejos de aquí cree usted que se dedican sólo a la medicina? Quieren una posición. Todo maldito hijo de perra que habita en este mundo quiere tener una posición, estar por encima de su vecino. Su única esperanza, que debería ser la única esperanza de todo médico prudente, reside en decirles amablemente a los muchachos que usted ejerce la medicina, no la política, y aunque no le adoren por ello, por lo menos tendrán que tolerarle, a pesar de que tengan sus sospechas sobre sus verdaderas razones. Bueno, no importa. ¿Cómo están nuestros pacientes comunes hoy?

—¿Ya sabe usted que murió la señorita Meadows?

—Sí, es una buena noticia. ¿Estará en la morgue, supongo? Tendré que arreglar lo del funeral. ¿Qué más?

«Pensé que le tenía afecto», pensó Robert con renovado resentimiento. «Sin embargo habla de su muerte como si no tuviera la menor importancia». Con gesto enfurruñado le dio a Jonathan un breve informe sobre los numerosos pacientes.

—Por cierto, un amigo suyo está en la sala privada del tercer piso. Jefferson Holliday.

—¿Jeff Holliday? —dijo Jonathan sentándose—. ¡Ni siquiera sabía que estuviera en el pueblo! —Se le iluminó el rostro—. ¿Cuándo ha vuelto?

—Hace dos días. Dijo que trató de verle, pero que no lo consiguió. ¿Es usted su médico?

—No. Su madre es una histérica tremenda y quiere como médico al viejo Louis Hedler. Y él ha sido siempre uno de esos chicos que escuchan lo que les dice su mamá. Fuimos a la escuela juntos y ha sido uno de los pocos amigos que he tenido. ¡El viejo Jeff Holliday! Maravilloso. Un gran ingeniero, estuvo en Sudamérica estos últimos seis años, no sé para qué. Pero está lleno de eso de «hacer progresar nuestros conocimientos técnicos». Es un héroe incluso sin que lo proclamen, o quizá haya intentado escapar a mamá, que me odia por ser «una mala influencia». ¿Qué es lo que le preocupa?

—Estoy francamente desconcertado —dijo Robert frunciendo el ceño—. Tiene unas manchas de color cobrizo en la piel, las manos y el tronco. Son redondeadas y la fiebre es baja. Dice que le salen cuando tiene fiebre. No traté de entretenerme —dijo Robert rápidamente— pero como preguntaba por usted le dijeron que… yo le reemplazaba. Bajé a verle, sólo como a un posible amigo, y para decírselo después a usted. Pero, como usted dice, su médico es Hedler. Le examiné, de todos modos, sólo por curiosidad.

—Muy bien —le contestó Jonathan—. Un médico que pierde la curiosidad, es un médico muerto, a pesar de que continúe ejerciendo. ¿Parece enfermo?

—No mucho. No tiene más que esas manchas redondeadas que le salen cuando tiene fiebre. Cuando se le va la fiebre, se desvanecen las manchas. Sin embargo hay algo que no entiendo. Me enseñó los sitios donde había tenido manchas antes, están algo endurecidos y hay como unos nuditos, pero no le duelen. Ahora tiene una nueva erupción de esas manchas, acompañada de fiebre leve.

—¿Cuánto tiempo hace que le sucede eso?

—Más o menos un año. Olvidó por completo el primer ataque, y el segundo no le preocupó demasiado. En esos países sudamericanos no tuvo asistencia médica. Creyó que su enfermedad eran hongos, así se lo dijeron en Nueva York: «hongos que existen en esas regiones cálidas y húmedas». En Nueva York le dieron un ungüento, un funguicida. Estuvo allí dos semanas, para unas reuniones con sus jefes. Cuando llegó a Hambledon tenía un sarpullido fresco. Sarpullido es lo único que puedo llamarlo. No recuerdo haber visto nunca nada parecido, ronchas definidas, simétricas, algunas tan grandes como una moneda de veinticinco centavos. Debe ser probablemente alguna enfermedad subtropical.

—¿Le han aislado?

—No.

—¡Mi querido y viejo Louis! No reconocería un sarampión aunque lo tuviera debajo de las narices. No es que crea que tiene sarampión. Bajemos a ver a Jeff —dijo Jonathan levantándose.

—Su madre está con él —le informó Robert.

Jonathan observó a Robert con gesto divertido.

—Veo que ha conocido usted a la señora Holliday.

—Sí —contestó Robert—. Le está poniendo cataplasmas de azufre. Es toda una jefa, ¿eh?

—Y muy rica además. Es una gran benefactora de Sta. Hilda. Heredó mucho dinero de su infortunado marido. Si esa mujer pidiera compresas de cebolla caliente aquí, las enfermeras correrían llevándole franelas y guiso de cebollas, y al viejo Louis se le iluminaría la cara y le diría: «Sí, por cierto, Elsie, por cierto, es muy eficaz». Vamos a meternos donde no nos llaman.

—¿Le parece que debemos hacerlo? —preguntó Robert.

—Sí. Yo, por lo menos, sí.

Bajaron al tercer piso y entraron en una habitación grande y desordenada. El paciente, hombre de la edad de Jonathan, estaba cómodamente sentado en una silla cerca de la ventana mientras su madre que había desistido temporalmente de aplicarle compresas, se sentaba frente a él. Era un hombre guapo, de rostro ancho y vigoroso que reflejaba una vida al aire libre, de nariz corta y agresiva, boca generosa y unos ojos grises y vivaces. Una espesa cabellera rubia le cubría la cabeza. Al ver a Jonathan soltó una exclamación de placer.

—¡Jon! ¡Maldito perro viejo! No he podido encontrarte, y eso que te he buscado. Jon, ¡qué alegría me da volver a verte!

Se levantó y tendió su bronceada mano a Jonathan. Reventaba aparentemente de salud y vitalidad y no parecía sufrir ninguna enfermedad, salvo aquellas peculiares ronchas redondas y cobrizas que le cubrían la cara, las manos, la garganta y el pecho parcialmente descubierto.

Ambos amigos se abrazaron con fuerza, dándose golpes en los hombros y en los brazos, mientras soltaban palabrotas. Decían cosas incoherentes y palabras fuertes, mientras la presumida señora que se hallaba junto a ellos, de unos cincuenta años apenas, desviaba el rostro y mostraba la blanca mejilla tensa y el labio inferior tembloroso de la histérica de nacimiento. Tenía una cabellera gris y poco abundante, cubierta por un áspero sombrero de paja y llevaba la sombría ropa negra de quien no hace concesiones a la temperatura.

Jonathan, con un brazo sobre los hombros de su exuberante amigo, la miró.

—¿Cómo está usted, señora Holliday? —pregunto.

Lentamente y con desgana la mujer giró la cabeza hacia donde estaba Jon, y sus claros ojos fríos lo examinaron con despectivo disgusto.

—Muy bien, doctor —le dijo. Y añadió— el doctor Hedler es el médico de mi hijo, y le hizo ingresar anoche. No tiene ninguna importancia, por supuesto, pero el doctor Hedler es tan… consciente, al revés de muchos otros médicos que podría nombrar.

—Muy bien —dijo Jonathan. Jefferson enrojeció ante la ofensa que se le hacía a su amigo, pero Jonathan le apretó el brazo—. Probablemente no será más que una de esas condenadas enfermedades subtropicales.

—¿Enfermedad? —La voz de la señora Holliday salió chillona y ofensiva—. ¡Mi hijo no tiene ninguna enfermedad! ¡Qué desatino! —Agitadamente agarró los guantes de cabritilla negros que tenía sobre las faldas—. No es más que un sarpullido. Eso es lo que le dije a Louis, le dije que…

—No hay la menor duda —dijo Jonathan.

—Cataplasmas calientes de azufre —dijo la señora Holliday—. Ungüento de azufre. —Miró a su hijo—. Creo que deberías solicitar que te dieran el alta, Jefferson.

—Es lo que pienso hacer. —Jeff miró a Jonathan—. Siéntate. Sí, conocí al doctor Morgan. Tuvo la amabilidad de detenerse para verme. —Le salía por los poros el bienestar y una enorme alegría—. Tengo permiso por seis meses, Jonathan. ¡No lo adivinarás! Voy a casarme.

—¡No! —dijo Jonathan—. ¿A qué viene tan triste noticia?

—¡Vamos! —dijo Jefferson echándose a reír—. Es la hija del presidente de mi empresa. Nunca lo adivinarías, ¡es antropóloga, por Dios! ¡Y está loca con ello! Estuvo algún tiempo conmigo allá en Sudamérica, en esas ruinas incas, sabes. Estudiaba a los nativos en busca de huellas de los incas. Cree tener una pista. Adorable muchacha.

—Así lo creo —dijo Jonathan imaginándose una muchacha intrépida de voz áspera con falda corta y botas, que caminaba a grandes zancadas.

—Te equivocas —le dijo Jefferson.

Se acercó a una mesita cubierta de floreros, y cogió una pequeña fotografía con marco que tendió a Jonathan. Éste vio la imagen de una agradable muchacha de cabello oscuro, rostro sonriente, labios suaves y ojos grandes y extraordinariamente hermosos. Su blusa blanca, abierta por el cuello, dejaba ver una garganta inusitadamente delicada y bien formada, adornada con un delgado collar de perlas.

—Elizabeth Cochrane —dijo Jefferson con orgullo—. Tiene una manía, cree en la reencarnación. Cree que antes fue una princesa inca.

—Eso es un cambio —dijo Jonathan observando la fotografía—. Por lo general creen que fueron Cleopatra o por lo menos la reina Isabel.

La fotografía le impresionó. La muchacha tenía un aspecto vulnerable que le recordó con cierto fastidio a alguien, pero no podía precisar a quién.

—Hermosa muchacha —dijo.

—Maravillosa —dijo Jefferson mirando con cariño la fotografía que había vuelto a poner sobre la mesa—. Después que nos hayamos casado abandonaremos todas esas exploraciones, al menos por un año o algo así. He terminado mi trabajo en Sudamérica. Hemos hecho todo lo que pudimos, pero ahora tiene que seguir la gente de allá. No tengo demasiadas esperanzas. Carecen de nuestro empuje y decisión. Lo que nosotros vemos como empresa, ellos lo creen ridículo.

—¡Qué lástima! —dijo Jonathan, mirando atentamente las ronchas rojizas que tenía su amigo en la piel—. ¿Cuándo te salieron esas manchas?

—Hace un año.

—¡El doctor Hedler es su médico! —gritó la señora Holliday con su voz chillona, moviéndose espasmódicamente en su silla como si fuera a darle un ataque. La calurosa habitación, a pesar de sus grandes ventanas abiertas, apestaba a causa del olor del ungüento de azufre.

—Mamá —le dijo Jefferson.

—¡No me importa! —gritó la señora Holliday—. No quiero que diga cosas… cosas…

—Mamá —repitió Jefferson.

—No te preocupes —le dijo Jonathan—. Soy un simple curioso. ¿Me permites que te examine? Sólo académicamente, no como médico.

La señora Holliday se levantó de un salto como si fuera una muchachita salvaje y proyectó su escuálido cuerpo vestido de negro fuera de la habitación.

—Allí va, en busca del viejo Louis —dijo su hijo con acento preocupado y triste—. ¿Puede causarte alguna dificultad, Jon?

—No más de las que ya tengo —dijo Jonathan—. Bob, acérquese, examinaremos esto juntos.

Ambos médicos se inclinaron sobre el indulgente paciente y examinaron con cuidado las ronchas. Una de ellas se había espesado ostensiblemente, y tenía un nudo. Jonathan lo apretó y Jefferson hizo una mueca.

—¿Te duele? ¿Cuánto tiempo hace que tienes esta roncha?

—Es nueva. Ocupa el lugar de otra anterior, que desapareció.

Jonathan tanteó alrededor del nudo y apretó la carne.

—¿Te duele?

—No —contestó Jefferson frunciendo el entrecejo—. En realidad, no siento nada.

Jonathan le levantó los párpados, le miró las membranas y después examinó los tejidos de la nariz y la garganta. Su cara normalmente pálida y oscura, se tornó lívida y tirante. Sacudió la cabeza, mirando a Robert Morgan.

—¿Y bien? —le preguntó.

—No puedo diagnosticar —respondió el joven Robert—. Nunca he visto esa enfermedad cutánea antes. ¿Y usted?

Pero Jonathan no le respondió. La boca se le torció en un gesto de amargura. Después extrajo el cortaplumas y suave y cuidadosamente raspó la superficie de una roncha, observando que el paciente no daba señales de dolor. Después le tendió la hoja a Robert.

—Vaya al laboratorio, coloree esto y luego examínelo —le dijo. Robert advirtió con sorpresa que la mano le temblaba un poco—… el coloreado para tubérculos.

—¡Dios mío! —exclamó Jefferson con gran alarma y echándose hacia atrás para mirar la cara de su amigo—. ¡No creerás que tengo tuberculosis de la piel, por amor de Dios! Escucha, no tengo ni siquiera tos. Estoy tan sano como un caballo.

—No —le dijo Jonathan—. No creo que tengas tuberculosis de la piel. Desearía de veras que fuera sólo eso, Jeff, por Dios que lo desearía.

—¿O cáncer? —preguntó el paciente tratando de sonreír.

—No. ¿Por qué se te ocurre eso? —preguntó Jonathan, sentándose y mirando al suelo—. ¿En qué condiciones viviste en Sudamérica?

—¿Condiciones? Bueno, crudas y primitivas algunas veces, o, mejor dicho, la mayor parte del tiempo. Teníamos un campamento donde vivían Elizabeth y los demás con excepción de algunas ocasionales salidas de exploración, pero yo tenía que viajar con frecuencia al interior, entre los nativos. Algunas veces dormía en sus chozas, durante las lluvias, otras en la jungla, abrigándome con lo que podía cortar con el machete. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Crees que tengo parásitos de alguna clase?

—Puede ser —contestó Jonathan—. ¿Viste a más gente con este tipo de desfiguración de piel?

—Sí, vi —dijo Jefferson frunciendo el entrecejo— dos o tres. Un niño, otra vez una mujer, en otra un viejo. En realidad, estuve en su choza durante las lluvias, que duraron varias semanas, antes de que pudiéramos salir y volver al río. ¿Por qué? ¿Tengo algo contagioso?

—Tal vez —le dijo Jonathan—. Pero es leve.

—¡Dios mío! ¡Elizabeth! —dijo Jefferson, su cara bronceada se puso pálida—. ¿Tengo algo que puedo contagiarle?

—No me preocuparía por eso. Todavía no te has casado con ella.

El rostro de Jefferson se ensombreció.

—Si crees que he atrapado una enfermedad venérea, es posible, y que quede entre nosotros. ¡Dios mío, no puedo soportar la idea! Aquella mujer de la choza, era joven, y entonces no tenía las manchas. Después de todo, Jon, soy un hombre. ¿Qué es ese producto con arsénico que se emplea ahora?

—Piensas en la sífilis —le dijo Jonathan—. No creo que la tengas, aunque siempre ha sido endémica entre los indios. Con ellos fue donde la pescó el hombre blanco por primera vez. No nos preocupemos hasta estar seguros.

—¿Qué me hiciste con tu cortaplumas?

—Tomé una muestra de las células de la piel.

Un pesado silencio invadió la habitación. Jefferson se puso de nuevo pálido. No dejaba de mirar a su amigo con un temor dubitativo. Recordaba las viejas historias sobre Jonathan Ferrier: un fanático que buscaba siempre lo peor en todo. Para él todo era complicado, no había nada simple. Uno de esos científicos modernos, que encuentran dificultades en las cosas más sencillas.

—¿La han llevado al microscopio? —preguntó el joven ingeniero, tratando de dominar un extraño temblor que le corría por los nervios—. ¿Mostrará algo?

—Espero que no —dijo Jonathan. Miró otra vez la fotografía de Elizabeth y se sintió de nuevo descompuesto.

La amplia puerta se abrió de un golpe y la señora Holliday volvió con aire de triunfo vengativo, seguida por Louis Hedler.

—¡Ahora sí! —exclamó—. ¡Acabemos de una vez con estas estupideces!

Respiró victoriosamente, se dirigió hacia su hijo y le puso la mano sobre el hombro. El doctor Hedler sonrió amplia y mecánicamente a Jonathan.

—Estamos muy contentos con lo de Hortense, Jon —dijo—. Te lo debemos todo a ti, naturalmente, y a los competentes cuidados que se le prodigan. Hablé con el viejo Humphrey esta mañana… bueno, no importa. Te estamos todos muy agradecidos, Jon, créeme. No importa. ¿Qué es lo que me ha dicho Elsie? ¿Usurpando mis pacientes? —dijo con aire indulgente.

—No —le contestó Jon—. No hay usurpación, sino curiosidad.

—¡Curiosidad! —gritó la señora Holliday—. ¿Haciéndole preguntas a mi hijo? Eso es falta de ética.

El doctor Hedler apoyó su mano tiernamente en el brazo de la dama, que temblaba visiblemente.

—Vamos, Elsie, ten calma. Jon es un médico muy bueno, sí, por cierto muy bueno, y Jeff es su amigo. Los médicos sienten curiosidad, ya lo sabes. No hay nada de malo, querida, nada de malo. En realidad me siento complacido, siempre me gusta conocer una nueva opinión.

Dirigió una mirada radiante a Jonathan, aunque sus grandes ojos castaños de sapo mostraban sospecha y cautela.

—Bueno, ¿qué te parece a ti? Nada serio, por supuesto uno de esos dañinos hongos subtropicales, ¿no es así? Algunas de las ronchas ya han desaparecido. ¿Qué opinas?

—He enviado una raspadura al laboratorio —dijo Jonathan.

—¿Raspadura? ¿Para qué? Ah, ¿para verificar los hongos? —El doctor Hedler se sintió aliviado, y se volvió hacia la señora Holliday—. No es nada más grave que un hongo, querida, algo así como… hum… como las ampollas que salen en los pies. No hay nada de qué preocuparse.

Pero la señora Holliday miraba a Jonathan con irritada malignidad.

—¡Míralo! ¡No está de acuerdo contigo, Louis! ¡Piensa algo terrible sobre mi hijo! ¡Algo terrible! ¡Haz que se detenga, Louis!

—Vamos, Elsie. ¿Qué puedo hacer para impedir que alguien piense? —La voz del doctor Hedler era como un dulce bálsamo—. El pensamiento no puede hacer que cambie una cosa así, ¿sabes?

—¡Ya lo creo que sí! —gritó la histérica mujer con apasionado énfasis—. ¡Se pueden hacer «cosas terribles» con el pensamiento! He oído decir que hasta se puede provocar la muerte…

—No seamos supersticiosos —dijo Louis—. Siéntate aquí, querida. Deja de temblar.

Pero la señora Holliday alejó su silla todo lo que pudo de la de Jonathan, y después, con su mano fría y sudorosa tomó la de su hijo.

—¡No debes hacerle caso, querido, no debes hacerle caso! —le dijo mirándole con desesperación el rostro—. ¡Es todo mentira! ¡Tú sabes lo que es este hombre, sabes lo que es!

—Mamá, por favor —dijo Jefferson.

La voz de ella alcanzó casi el volumen de un grito.

—¡Jefferson, dile que se vaya! ¡Jefferson, no debes escucharle! ¡Tienes que reírte de él! —Repentinamente soltó una carcajada feroz y miró a Jonathan con odio y loco desprecio. Movió la cabeza mirándole, se mordió el labio y volvió a reír—. ¡Louis! ¡Haz que se vaya!

Louis Hedler se sentía profundamente molesto. No podía desairar a Jonathan, recordando que había salvado la vida de la pequeña Hortense Nolan hacía muy poco tiempo, pero tampoco podía ofender a la señora Holliday, a quien el hospital debía tanto. Su mirada se encontró con la de Jonathan, vio en ella su profunda compasión y sus mofletudas mejillas enrojecieron.

—En seguida, Elsie, tendremos los informes de laboratorio. —Y dirigiéndose a Jonathan le dijo—: ¿Puedes decirme qué es lo que buscabas, Jon?

—No busco en realidad nada específico —dijo Jonathan—. Trato simplemente de eliminar… algo.

—¿Qué es? —preguntó el doctor Hedler aliviado.

—Esperemos.

—Me he preocupado por el aislamiento —dijo el doctor más viejo, tratando de sondear a Jonathan.

—¡Y los periodistas que pueden venir en cualquier momento! —dijo la señora Holliday con fiero orgullo—. ¡Y para entrevistar a Jefferson! Para conocer todas esas cosas maravillosas que ha hecho en Sudamérica.

—No pueden entrar aquí hasta que conozcamos el resultado —dijo Jonathan.

—¿Conocer qué? —preguntó el doctor Hedler desanimado de nuevo—. ¿Sospechas de un contagio?

—¡No soy contagioso! —dijo Jefferson espantado—. ¡Si he estado con Elizabeth y su padre dos semanas en Nueva York, y meses enteros en Sudamérica! ¡Contagio! Por Dios, Jon, ¿no querrás decir que hay… una infección?

—No lo sé —dijo Jonathan—. Aquí está Bob. Ahora lo sabremos con seguridad.

Pero Robert no entro en la habitación, se quedó en el umbral, con su rostro joven falto de color completamente. Hizo un gesto mudo a Jonathan, y éste se levantó.

—¿Quieres venir afuera con nosotros, Louis?

—¿Por qué? ¿Por qué? —chilló la señora Holliday dando un salto—. ¡A mí no pueden echarme a un lado! ¡Quiero oír lo que dicen! ¡Nadie puede detenerme!

Jonathan no la miró. Fue hacia la puerta y miró hacia atrás. Louis tomaba del brazo a la temblorosa mujer y la traía con él.

—Por supuesto Elsie, debes enterarte…

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Jefferson con ironía—. No soy nada más que el interesado. Pero no se preocupen por mí, chicos, no se preocupen.

Jonathan se detuvo en el umbral, después se dirigió lentamente hacia el centro de la sala y miró a su amigo.

—Tienes razón, Jeff, tú tienes más derecho que nadie a saber. No soy de ésos que ocultan al paciente noticias de cualquier clase. Entre, Bob, entre, hagamos una consulta.

Robert Morgan le suplicaba con los ojos, pero Jonathan mantenía obstinadamente apartada la mirada.

—Tenemos aquí a un hombre mayor de edad e inteligente, Bob. Un hombre valiente, tiene que saber, no importa lo que sea.

—Naturalmente —dijo Louis, obligando amablemente a la señora Holliday a volver a su silla.

Robert Morgan volvió a la habitación con aire de desesperación en la mirada.

—No hay duda —dijo hablando directamente con Jonathan—. Sólo he visto diapositivas antes, pero estoy seguro. —Hizo una pausa, y después lanzó una silenciosa súplica a Jonathan—. Es la enfermedad de Hansen.

Jonathan estiró las piernas y respiró profundamente, tenía el rostro tenso y huesudo. La señora Holliday miraba con malevolencia de uno a otro, con la mano de su hijo entre las suyas.

—¡Qué! ¡Qué! —gritó—. ¿Qué es eso de enfermedad de Hansen? —Su mirada cargada de odio se dirigió a Jonathan—. ¿Qué quiere decir este hombre perverso y estúpido?

—La enfermedad de Hansen —dijo con lentitud Louis, confundido—. Me temo que… Jon, ¿estás seguro?

—Bob lo está. Creo que el laboratorio no debería enterarse. Ni ninguna otra persona. ¿Me comprendes, Louis?

El doctor Hedler no sabía qué decir, y se volvió a Robert.

—La enfermedad de Hansen. Me parece que no la he visto antes —dijo—. ¿Es algo nuevo, tropical?

—Es algo tan viejo como el infierno —dijo Jonathan—. Louis, ¿quieres que te diga su antiguo nombre?

—¡No es necesario! —dijo Louis apresuradamente—. Uno entiende, no podemos turbar a los pacientes, ya lo sabes, Jon.

—Lo que quisiera saber —dijo Jefferson— es qué significa exactamente «enfermedad de Hansen».

—Desearía que convencieras a la señora Holliday que vaya a la sala de espera y pida una taza de té o cualquier cosa —dijo Jonathan a Louis Hedler.

—¡No! —chilló la señora Holliday—. Usted no mentirá, le repito, no mentirá sobre mi hijo, para matarle de miedo con sus embustes. ¡Usted, perverso, maligno! ¡Usted… asesino! Todo el mundo sabe lo que hizo con su esposa; todo el mundo sabe lo que hizo a esa pobre muchachita, Martha Best; todo el mundo sabe…

—Mamá —dijo Jefferson.

La mujer se volvió hacia él echando fuego por los ojos, y tomándole entre sus brazos le apretó la cabeza contra su magro pecho. Y por encima de la cabeza de su hijo, miró a Jonathan y le escupió.

—¡Váyase, asesino! ¡Váyase! —gritó.

—¡Elsie! —gritó Louis Hedler.

—¡Oh, me lo llevaré a casa! ¡Me lo llevaré a casa! —gruñía la mujer—. ¡Lo apartaré de los asesinos! ¡Louis, nunca más verás un céntimo mío! ¡Ni un céntimo!

Jonathan se dirigió hacia ella y la separó de su hijo, aflojándole los brazos con violencia controlada, aunque firme.

—Apártese de él —le dijo—. No le toque.

Le dio un empujón que la hizo trastabillar, pero Louis la tomó de un brazo.

—No entiendo —dijo Louis alterado—. No puede ser tan contagiosa, Jon, Elsie, no chilles, por favor, querida. Jon, no puede ser tan contagiosa.

Jonathan le miró fijamente, en silencio.

—Louis, dime, ¿sabes qué es la enfermedad de Hansen?

—Claro.

—Mientes —le dijo Jonathan. Debía haberlo adivinado. Saca a esa mujer de aquí, déjala en cualquier parte, y después vuelve.

Se volvió hacia Jefferson, cuyo rostro se había hecho extrañamente tenso y tranquilo, y apoyó la mano sobre el hombro de su amigo.

—Jeff —le dijo— dile a tu madre que se vaya, que te deje solo cinco minutos. Por favor, Jeff.

Pero la señora Holliday se había apartado de Louis y estaba quieta, tiesa e histérica, en el centro de la habitación, con los puños contraídos a ambos lados del cuerpo y la cara echada hacia delante.

—¡Nadie me sacará de esta habitación para que usted pueda mentir y matar de miedo a mi hijo! ¡Soy su madre, y le protegeré de los asesinos!

Jonathan había aguantado demasiado la noche anterior y más todavía aquella mañana. El repetido y maligno epíteto causó finalmente su efecto.

—Muy bien, le diré el nombre antiguo de lo que tiene su hijo, señora Holliday —dijo con deliberada crueldad—. Tiene… lepra.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró el joven Robert volviéndose hacia el otro lado, pero nadie le oyó.

Louis Hedler miró a Jonathan. Su rostro no tenía expresión y todo su cuerpo estaba fláccido.

—Lepra —dijo con voz entrecortada.

—¿Lepra? —preguntó Jefferson Holliday. Inclinó la cabeza y no dijo una palabra más.

Entonces la señora Holliday soltó un alarido, y de un salto se plantó frente a Jonathan. Sus dedos, como garras, le arañaron los ojos, los oídos, la nariz, la boca, uno de ellos se hundió en su labio y se lo desgarró. Respiraba de modo convulsivo, como enloquecida. Luchó encarnizadamente con Jon cuando intentó sujetarla, profiriendo, ante el horrorizado Louis Hedler, obscenidades que él nunca había oído antes, sin dejar de luchar, jadeante, con Jonathan. Finalmente Jon pudo arrojarla lejos y Robert la retuvo, pero estaba por completo fuera de sí, loca, temible como un holocausto. Por fin Robert la arrastró fuera de la habitación y allí se quedó un rato.

—Que Dios nos ayude —dijo Louis Hedler mirando a Jonathan, que se limpiaba la sangre de la boca—. Oh, Jon, no puede ser cierto. Perdóname, pero me siento un poco mal. Creo que voy a sentarme. Jefferson, no podemos estar seguros…

Hizo un movimiento como para tomar la mano del médico lastimado, pero se contuvo y empujó su silla a un lado.

—Yo sí estoy seguro —dijo Jefferson con voz muy tranquila—. Debía haberlo sabido. Vi a aquel chico… la lepra no es muy rara en aquellos lugares. No es tan mala como en Asia o África, pero lo es bastante.

Miró la fotografía que había sobre la mesa y la tomó entre sus manos, casi llorando.

—Elizabeth —decía—. Elizabeth querida… —después volvió la fotografía a su sitio y miró a Jonathan.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó— pero primero de todo dime una cosa, ¿es peligroso para Elizabeth?

—No —dijo Jonathan—. Se necesita un contacto muy prolongado, una unión íntima. Jeff, tú tienes la del tipo nodular. Algunas veces se desarrolla rápidamente, otras sigue… durante años. Cuanto antes te hagas tratar, tanto mejor será.

Le resultaba duro mirar a su valeroso amigo, pero había advertido, por primera vez, la ronquera de su voz, lo que indicaba que la enfermedad había invadido ya la garganta.

—He visto dos casos en Nueva York —prosiguió—. En América no es tan rara como nos gusta pensar, pero el antiguo terror que se siente por ella aún persiste, y tal vez es fundado. Jeff, en Louisiana hay un sanatorio, debes ir en seguida allí. Existe una antigua droga india que utilizan ahora, aceite de chaulmugra que con frecuencia detiene la infección. No se conoce aún la forma de curarla, pero puede ser que la encuentren. Tienes que ir tranquilamente. Sea como sea, tienes que tranquilizar a tu madre. Lo lamento, perdí la cabeza y se lo dije, es inexcusable. Pero había demasiadas cosas que… bueno, lo lamento. Tendrás que hacerla callar, cueste lo que cueste. Sabes cómo es la gente, se produciría el pánico en el pueblo y la histeria en este hospital, cosas que no podemos permitir que sucedan. La gente es ignorante. No saben que la enfermedad de Hansen casi no es contagiosa y eso solamente después de un contacto muy prolongado. No debemos permitir que cunda el pánico. ¿Has visto alguna vez una turba enloquecida?

—Sí, a menudo —dijo Jefferson con indiferencia, demasiado abrumado por su tragedia personal como para experimentar ningún sentimiento profundo—. Sé lo que es un motín, he visto varios en distintas partes de Sudamérica. ¿Qué debo decirle a Elizabeth? —preguntó, apretando los párpados.

—Deberías decirle la verdad. Me han dicho que la gente puede ir a Louisiana para estar junto a aquéllos que tienen… lo que tú tienes… y hasta verlos y visitarlos. Eso, si ella te quiere lo bastante.

—Y no podremos casarnos nunca.

Jon titubeó.

—He sabido de casos en los que la enfermedad se detuvo. No han sido muchos, pero sí algunos.

Jefferson levantó la cabeza.

—No, no puedo hacerle eso a Elizabeth. No puedo pedirle que desperdicie su vida conmigo. No, le escribiré y le diré cualquier cosa, todo, menos la verdad. Espero que me odie, eso la ayudará.

Jonathan se acercó, le rodeó por los hombros con un brazo, inclinándose después. Jeff se echó a reír.

—¿Qué debería ponerme? Una campanilla que proclamara: ¡Impuro, impuro! Jon, ¿no tienes miedo?

—Tengo miedo de muchas cosas —dijo Jonathan— que empiezo a descubrir ahora, pero ésta no es una de ellas.

—También yo tengo, miedo —dijo Jefferson—. Tengo miedo de ésta. Leproso. ¿No basta para hacerte reír?

Louis Hedler había recuperado el dominio de sus facultades.

—Jon, no es que quiera discutir, pero ¿no te parece que deberíamos celebrar una consulta con médicos de Filadelfia?

—Haz tantas consultas como te parezca —dijo Jonathan sorprendido por la docilidad del otro—. Mucho me temo que no haya más que confirmaciones. Pero permíteme que le escriba a un amigo que tengo en Nueva York, experto en enfermedades tropicales, aunque bien sabe Dios que esta enfermedad está más extendida en América de lo que nos atrevemos a confesar. Entonces podremos arreglarlo todo para que Jeff vaya a Louisiana, donde tratan muchos casos como éste. No dejes que nadie lo sepa en este hospital, Louis, ni se lo digas a nadie en este pueblo, ni siquiera a los médicos. ¡Imagínate lo que dirán los diarios!

—¿A dónde iré? ¿Qué puedo hacer? —preguntó Jefferson desolado por completo.

—Puedes irte a casa de inmediato —dijo Jonathan—. No debes tener miedo, Jeff, no tengas miedo, no puedes infectar a nadie. Espera a que nosotros te digamos cuándo debes marcharte. Haz que tu madre se quede tranquila, Jeff. Tenemos que pensar en todo, en un pueblo, en todo un Estado.

—Nunca he podido mantenerla tranquila —dijo Jeff. Alargó una mano que Jonathan tomó y retuvo. Jeff comenzó a llorar de nuevo, con profundos sollozos de angustia total.

—¿Sufriré? —balbuceó.

—Es probable —dijo Jonathan—. Dolores en los nervios, durante un tiempo. Yo no te miento, Jeff.

—Y estaré aislado de todos para siempre —dijo su amigo.

—Ya te he dicho, Jeff, que hacen cosas maravillosas allí. Han detenido con frecuencia el proceso infeccioso y la enfermedad, de modo que hay pacientes externos que viven con esposos y esposas, y que incluso tienen hijos. El agente causal ha sido aislado. Con eso se resuelve la mitad del problema. Es sólo cuestión de tiempo que se encuentre la cura. Estoy seguro de que podrán detener la enfermedad en tu caso. No ha llegado lo bastante lejos como para causarte un daño permanente. Hay allí toda clase de gente: hombres, mujeres, niños, maestros, médicos, ex-misioneros, gente como tú, de todas las clases y modos de vida. He oído hablar de eso. Tú puedes hacer muchísimo por los demás, allí, Jeff.

Pero Jefferson tenía el rostro inclinado sobre el pecho en incrédula desesperación.

—Permíteme que le escriba a Elizabeth —le dijo Jonathan—. Es una muchacha inteligente, según dices tú. Tiene derecho a tomar una decisión por sí misma. Déjala que decida si tiene que ir allá contigo y quedarse hasta que hayan detenido tu enfermedad. Es su vida, así como es también la tuya.

—No tengo el derecho de pedirle que decida —dijo Jefferson, pero levantó un poco la cabeza—. Imagínatela aislándose allí, con un… un… leproso… ¡Por Dios!

—A pesar de todo sigue teniendo derecho a decidir. Dame su dirección y le enviaré un telegrama de inmediato. Es mejor que una carta —y añadió— no es el fin del mundo para ti, Jeff. No hay nada que lo sea, nunca, hasta que te echen las paladas de tierra encima. —«Tú sí que eres bueno para hablar», pensó.

—¿Un telegrama, para Elizabeth? —dijo Jefferson, y por primera vez advirtió algo de esperanza en su voz—. Jon, te agradecería mucho eso, te lo digo honestamente. Pero ¿qué sucederá si no viene, o no puede soportar mi recuerdo nunca más?

—Entonces sólo habrás perdido una mujer vulgar, y a eso no se le puede llamar una pérdida…, ¿dijiste algo, Jeff? —preguntó al cabo de un instante.

—Me has dado una pequeña esperanza, Jon. Había pensado en el suicidio.

—No te alarmes por eso. No hay hombre inteligente que no haya pensado en él alguna vez. El mundo no es un lugar placentero, eso ya lo sabemos. Es un lugar condenado, feo, doloroso y miserable, pero debemos llegar a un acuerdo con él sea como sea («algo que yo mismo nunca conseguí», pensó con tristeza). Esta mañana he visto a un hombre joven que había perdido su fe, que era todo lo que poseía en el mundo, y quería morir por ese motivo. Su aflicción es peor que la tuya, Jeff, pues ahora tiene que descubrir cómo vivir sin la única cosa que le importaba, o volver a encontrarla.

—¿Crees que puedo volver a encontrar… algo?

—Creo que todos nosotros podemos —dijo Jonathan, y se sintió sorprendido.

El doctor Hedler había escuchado aquellas palabras con enorme sorpresa y miró a Jonathan, que ya se había olvidado de que estaba presente. «Bien, bien», pensó el viejo doctor, «este muchacho no es tan desconsiderado y brutal como habíamos creído. Yo, para empezar, me avergüenzo de haberlo pensado».

Antes de que Jonathan se retirara, le detuvo en el vestíbulo exterior.

—Jon, no te vayas de Hambledon. ¡Ya sé, ya sé! He sido tan malo como todos los demás, si no peor. Perdóname, si puedes.

—¡Buen viejo Louis! —dijo Jonathan, meneó la cabeza y se fue.

Aquella noche le envió un telegrama a Elizabeth Cochrane, un telegrama largo y detallado de varias páginas. Tenía pocas esperanzas. Las mujeres no son particularmente inteligentes, y a pesar de que fueran emotivas, sus emociones son superficiales. Son instintivamente egoístas y su capacidad de amar es epidérmica. A medianoche recibió la respuesta de Elizabeth:

VOY A HAMBLEDON DE INMEDIATO PARA ENCONTRARME CON JEFF E IR CON ÉL A LOUISIANA. STOP. LE HE ENVIADO A ÉL UN TELEGRAMA IGUAL. STOP. TENEMOS QUE TRABAJAR JUNTOS PARA DARLE UNA RAZÓN PARA VIVIR. STOP. GRACIAS, DOCTOR, Y QUE DIOS LE BENDIGA.

«Bueno», pensó Jonathan. «¡Esta debe de ser una criatura rara! Una criatura rara y poco frecuente. ¿Cuántas mujeres estarían dispuestas a abandonar una vida feliz para acompañar a un hombre al aislamiento, la miseria y la desesperación? ¿Cuántas mujeres pueden amar de ese modo?».

Cuando vio a Jefferson al día siguiente, en su casa, el joven estaba casi eufórico.

—He ganado algo, Jon. ¡Solía mirar a Elizabeth pensando qué tenía para ofrecer a una muchacha como ella! Debo ser algo muy especial, ¿no lo crees? —Y se echó a reír.

—Creo que todos lo somos —dijo Jonathan—. En cierto sentido —completó, haciendo una calificación un tanto reticente.