Jonathan Ferrier y Mavis Eaton se casaron en la primera Iglesia Presbiteriana de Hambledon, cuando Mavis apenas había llegado a su vigésimo cumpleaños.
—¿No te casarás ante un sacerdote? —preguntó Marjorie a su hijo cuando éste le informó de su inminente boda.
—¿Por qué habría de hacerlo? —le contestó Jonathan, con tono de irascible paciencia—. Ya no soy católico, o mejor dicho, soy un católico caído, como me llamaría la Iglesia. Ya no estoy en la edad media ni soy místico, y ambas cosas son imprescindibles para ser católico.
Marjorie no dijo una palabra, ni tampoco le hizo observación alguna a Harald cuando éste le anunció que iba a ser el padrino de la boda de su hermano. «Hay veces», pensó Marjorie, «en que es imposible por completo actuar frente a una situación, salvo guardarse las palabras y sonreír como si todo estuviese bien». El viejo padre McGuire había venido sin embargo a verla, con la vaga impresión de que era la diabolus ex-machina. Nunca se habían apreciado demasiado, aunque se respetaban. El cura era un viejo de mal carácter.
—Lo cierto —dijo el anciano mientras tomaban un té fuerte en la salita de estar— es que resulta difícil poder afirmar que Jonathan y Harald sean católicos militantes. ¡Lo sé muy bien! Pero un católico bautizado es siempre católico, aunque se haya apartado de la iglesia.
—Nunca he tenido influencia alguna sobre mis hijos —dijo Marjorie ofreciéndole una bandeja de plata con tarta de nuez al ron, que sabía que le gustaba—. Ya se lo he dicho antes, padre. Jon estuvo siempre bajo la influencia de su padre, y Harald anduvo siempre solo y nunca he podido comprenderle.
El gordo anciano enarcó sus espesas cejas blancas, y sorbió contemplativamente un poco de té.
—Adrian era un buen católico —observó—. Si Jonathan estaba tan influido por su padre, ¿por qué entonces se ha apartado de la iglesia?
—No lo sé, padre. Creo que le ocurrió algo cuando cumplió diecisiete años —dijo Marjorie con una sonrisa—. Creo que se desilusionó de la humanidad, lo cual no es una razón desacostumbrada para abandonar la religión. Jon ha sido siempre un muchacho reflexivo, tal vez demasiado, demasiado violento y fuerte en sus reacciones para con los demás. También intolerante ante cualquier tipo de violación contra lo que él llamaba «decencia civilizada». Por su naturaleza creo que es en realidad un calvinista. Tal vez Adrian tuviera un poco de sangre de hugonote.
—No, Adrian era sumamente piadoso. Le conocí muy bien durante veinte años —hizo una pausa—. He tratado de hablar con Jon, pero se ha negado a venir a verme a la rectoría, aunque siempre ha sido muy generoso en cuanto a donaciones con fines de caridad. Señora Ferrier, ¿sabe usted que Jon está en guerra con la humanidad?
—Sí, lo sé.
—Y por ello está en guerra con Dios. Conozco a Jon desde que era un niño, he estado en Hambledon muchos años. Aquí siempre ha habido animosidad contra Jon.
—También sabía eso —dijo Marjorie sorprendida de la intuición del viejo sacerdote, que creía que sólo ella tenía—. El carácter de Jon es demasiado definido…
—Cierto. Los caracteres definidos son molestos en este mundo, ya se trate de criminales o de santos. La gente no quiere a aquéllos que tienen opiniones fuertes, a menos que sean las opiniones que ellos mismos sustentan, e incluso así no toleran la vehemencia en el lenguaje. Tampoco les gustan las acciones vehementes. Eso es algo muy extraño en un país tan joven, fuerte y vital. Y quizá hasta ominoso. Las repúblicas son por lo general varoniles y de procedimientos rectos.
—¿Cree usted que América es varonil?
El sacerdote meneó la cabeza y quedó pensativo unos instantes.
—Yo provengo de un país varonil, Irlanda. Pero América no lo es en el mismo sentido y eso es peligroso. Las repúblicas son por lo general masculinas, pero últimamente sospecho que América empieza a mostrar rasgos femeninos, y eso habitualmente es demostración de que una nación declina hacia la democracia. ¿Qué fue lo que dijo Aristóteles? «Las repúblicas declinan transformándose en democracias, y las democracias degeneran en despotismos». Sí. El populismo se está haciendo popular en América, doctrina vieja, aunque sus partidarios invariablemente piensan que es nueva, época tras época. Gracias, señora Ferrier, este pastel está delicioso como siempre. Tengo un diente cariado.
—¿Qué decía, padre?
—Bien, América está fervientemente dedicada a cosas superficiales y quiere a William Jennings Bryan y otras novedades. Son puerilidades, y eso es afeminado. También le gustan las tonterías y frivolidades, y también eso es afeminado. América no tiene en realidad nada que sea estable, y sus políticos hablan siempre de «llegar a ser». Quiero a este país, le ha dado a mi pueblo su mayor oportunidad, pero a pesar de ello tengo miedo. Volvamos a Jon. —Sonrió a Marjorie con una expresión encantadora y su cara arrebolada se hizo muy juvenil, enmarcada en su cabellera blanca.
—La actual animosidad que percibo aquí contra Jon no surgió repentinamente el día que cumplió veintiún años. No fue como el estallido de un trueno, ni se trata de maldad sin motivo, no del todo. Esa hostilidad estuvo latente durante muchos años, llenos de murmuraciones o de silencios. Celos por sus méritos, por su talento, su familia y su dinero. Irritación porque él es exactamente lo que aparenta ser, y además es intransigente y le gusta la pureza, odia la mediocridad, y debemos admitir que la mayoría de los hombres son mediocres, aunque se creen excepcionales. Jon odia también la farsa y la incompetencia e incluso las corteses hipocresías sociales. Es también muy valeroso, y los hombres sospechan del verdadero valor, pues la mayoría no lo tiene. Me temo que el pueblo espera tener una oportunidad de aplastarle y poder así expresar el resentimiento que siente contra él.
Marjorie le miró con tristeza y con un poco de temor.
—Esperemos —dijo el viejo sacerdote— que nunca haga nada lo bastante irreflexivo como para exponerse a la maldad de la comunidad. Desearía que se fuera de Hambledon y se instalara en una ciudad mayor. No es que las ciudades mayores sean más tolerantes con un individualista confirmado, pero hombres así pueden ser menos conspicuos en las grandes ciudades. Desearía —prosiguió con la seriedad propia de su raza— que los hombres como Jon fueran más apreciados, más respetados y mejor comprendidos, pues son escasos aunque un tanto temibles. Es demasiado pedir, naturalmente.
—Quizá Jon sea apreciado con el tiempo.
—Lo dudo, señora Ferrier. Jon se ha levantado contra la naturaleza humana, y la naturaleza humana no se acomodará a la gloriosa imagen interior que Jon tiene sobre lo que debería ser. Tendrá que aprender a transigir sin repugnancia, o por lo menos a aguantar. —La miró—. ¿Le gusta a usted la señorita Eaton?
La pregunta, que fue inesperada y cogió desprevenida a Marjorie, le hizo dibujar una mueca. Su hermoso rostro permaneció inalterable, pero el agudo anciano había sorprendido su gesto.
—No soy de esas mujeres que se entrometen en los asuntos de sus hijos adultos —replicó.
«¡Ah, sí!», pensó con tristeza el clérigo. «Es una mujer orgullosa y reticente. Sus hijos podrán respetarla, pero es difícil que la quieran. Sin embargo, el respeto tiene en ocasiones más valor que el amor. Un amor reprimido puede ser destructivo, en su peor estado, cae en la tontería».
Cuando el sacerdote se marchó, después de corteses cumplidos referidos a su jardín y a su hermosa casa, Marjorie se sintió asaltada por pensamientos ansiosos y premonitorios. Había rezado pidiendo que se produjera algún milagro que impidiera la boda de Jon con Mavis Eaton, pero no se produjo milagro alguno que viniera en su ayuda. De naturaleza ardiente y violento de verdad, como el sacerdote había comentado y ella misma lo creía, Jon fue incapaz de advertir el menor defecto en Mavis. Había vivido los últimos años en un estado de embriaguez por ella. Sentía una especie de alegre sorpresa cada vez que la veía. ¿Qué representaba ella para él?
Marjorie no lo sabía. Le parecía increíble que Jon, que veía defectos en todo el mundo y a quien le sobraba elocuencia para denunciarlos, no pudiera encontrar nada de malo en Mavis Eaton. ¿Sería el atractivo de su hermosa carne? Pero había muchas muchachas bonitas en Hambledon, jóvenes y hermosas. Marjorie recordaba a su vieja tía, la Muchacha Risueña, como Jon había llamado a las de su especie. Sin embargo muchos hombres no sentían la menor atracción por ellas. ¿Por qué la había sentido Jon? Precisamente Jon…
La gran iglesia de piedra, austera y oscura incluso en aquella tarde calurosa y brillante, era hermosa con sus sombras y las luces de los candelabros, el aire estaba cargado y apenas agitado por el susurro de los abanicos. Los invitados a la boda llenaban hasta el último espacio en los bancos, y la sofocante atmósfera se hizo todavía más opresiva con los perfumes de las mujeres Y la fragancia de las flores que adornaban la iglesia. Habían acudido el alcalde, el senador Campion, los senadores del Estado, el gobernador y otros dignatarios, con sus esposas. Era una fiesta de gala.
Jon esperaba al lado de su hermano, sudando de embarazo y de expectación, con el rostro tenso y el entrecejo fruncido, «tranquilo, le murmuró Harald divertido». Jon le miró irritado y se sonrojó. Después el órgano y las voces triunfales acompañaron la entrada de Mavis, que apoyada en el brazo de su tío, parecía flotar por el pasillo mientras se acercaba a su prometido.
Terminada la ceremonia y la brillante recepción, la pareja se marchó en el coche de Flora guiado por su cochero. Hasta el último instante Mavis no cesó de saludar, reír y responder a los invitados que les deseaban buena suerte. Jonathan, a su lado, sentía como si estuviera sentado junto a una dinamo perfumada, que respiraba y pulsaba con fuerza. Una vez en la calle pareció que Mavis advertía su presencia, y le apretó el brazo alegremente.
—¿Verdad que ha sido una boda hermosa, Jon? —le preguntó con inmenso regocijo.
—Sí, querida —contestó Jonathan cogiéndole la mano y besándosela. Mavis miró con cariño su espesa cabellera negra.
—Te amo —le dijo.
Jonathan levantó la cabeza, profundamente conmovido, y recordó de repente que la muchacha nunca se lo había dicho antes. La atrajo hacia sí, en una nube de fragancia de rosas, y le besó los labios con pasión. Mavis apretó los suyos contra los de él como una gatita grande y contenta, y después se apartó.
—Me gustaría que fuéramos a Europa, a París —le dijo.
—Ya te he dicho, querida, que tengo que realizar varias operaciones en las próximas dos semanas.
—Lo sé. —Su voz era como siempre ronca y un poco áspera, pero ahora lo era todavía más—. Tío Martin y tía Flora ya me han dicho lo que significa ser la esposa de un médico —entonces Jon vio sus profundos hoyuelos a la luz de las lámparas de la calle—, pero no voy a permitir que te embotes y huelas a éter siempre, como tío Martin, y que nunca vuelvas a divertirte.
—Quizá el verano próximo vayamos a Europa —dijo Jonathan. Estaba agotado y eufórico al mismo tiempo y pensaba en la noche que le esperaba junto a su joven y bella esposa.
—Hum… hum… —murmuró Mavis y le palmeó la mejilla, luego empezó a canturrear la marcha nupcial en voz baja.
—Una hermosa boda —volvió a decir—. Me gustaría casarme todos los días.
—¿Por qué? —le preguntó Jonathan con acento de adoración.
—Es muy divertido —dijo Mavis alegremente.
Jon no supo explicarse por qué sintió algo parecido a un destello de desilusión. Miró la bonita cara de Mavis que resplandecía a su lado, y que no mostraba la menor timidez ni nerviosismo. Cuando la besó de nuevo, su esposa le respondió distraídamente. Los labios parecían sonreír y él sintió que Mavis apenas notaba su presencia, y que debía pensar en algunas cosas deliciosas en las que él no tenía la menor participación.
La alcoba nupcial estaba resplandeciente con sus arañas de cristal, y llena de la fragancia de cientos de flores. Mavis tenía el don de la gratitud halagada, e iba de una habitación a otra, exaltada por la amabilidad de sus amigos que le habían enviado canastillas de plata, frutas, bouquets y montones de regalos.
—Todo el mundo me quiere —dijo, mirando ansiosamente a Jonathan.
—No me extraña —dijo él—. Yo también, ¿lo recuerdas?
Pero Mavis continuó dando vueltas por las habitaciones, cantando en voz alta y riendo cuando hallaba alguna notita entre los regalos. Había arrojado su sombrero y los guantes sobre un sillón azul. Su equipaje, junto al de Jonathan, estaba en el dormitorio grande, con su enorme cama de bronce y con su colcha de encaje. Jonathan empezó a temblar y llamó a Mavis.
—Son casi las diez, querida, y tenemos que levantarnos a las seis para coger el tren de Saratoga a las ocho.
Mavis se le acercó corriendo, le tomó de los brazos y le miró a la cara, atractiva y rosada.
—¡Estoy hambrienta! —declaró contenta, apretando su mejilla fuertemente contra la barbilla de Jonathan—. Estoy tan hambrienta como un lobo. Eso se debe a la boda, pero de todos modos puedo comer siempre, en cualquier momento.
—¿Quieres decir… ahora? —preguntó Jonathan. Mavis asintió con aquella alegría suya, tan inmensa, y con su risa contagiosa.
—Sí, sí —dijo—. Apenas he comido un bocado en casa, medio plato de pollo a la crema y una rebanada de jamón, unas rosquillas y tarta. ¡Y… —prosiguió con gran animación y alegría— quiero un poco más de champán!
Trajeron una mesita a la suite con fuentes de plata y un cubo de hielo con botellas de champán. Mavis, ataviada aún con su vestido de seda blanca, revoloteaba sobre la mesita lujuriosamente, y no dejaba de sonreír, mientras hacía jocosos comentarios al embobado camarero.
—¡Oh, qué olor más delicioso! —exclamó, olfateando ruidosamente. Levantó las tapas de plata de las fuentes, mientras canturreaba.
Antes de que Jonathan pudiera sentarse, Mavis había llenado ya un plato con imponentes raciones de carne con salsa, patatas y tomates guisados, que ya devoraba con extático deleite y apetito.
Jonathan no pudo probar bocado. Bebía champán con Mavis y miraba cómo comía. Mavis comía con delicadeza, pero a él lo asaltó el pensamiento de que era grosera, idea que rechazó de inmediato. Sin interrumpir la comida, seguía sonriendo y de vez en cuando hacía un susurro con la garganta con ingenua alegría animal. Bebía el champán como si fuera agua y miraba pestañeando por encima del borde de la copa a su marido.
—No eres hermoso —le informó con risita contenida—. No eres como Harald.
—¿Importa eso? —le preguntó, indulgente, mientras la miraba con adoración con sus elocuentes ojos oscuros.
—Hum… hum… —Fue la única respuesta.
De repente Mavis se levantó, corrió hacia Jon rodeando la mesa y le besó fuertemente en la frente, antes de que Jon pudiera apresarla, ya estaba sentada y comiendo de nuevo. Parte de la cabellera le caía sobre la espalda y reflejaba las vívidas luces doradas de la lámpara. Pidió a Jonathan que volviera a llenarle la copa. Reía con ganas cuando las burbujas le hacían cosquillas en la nariz. Jon no había visto a nadie antes con tanta inspiración, y pensó en lo maravilloso, que sería su vida con Mavis, una vida agitada, alegre y refrescante, cuando llegara a casa cansado de regreso del hospital. Sería como un cántaro de agua efervescente, fragante y renovadora para su cansado cuerpo, y la casa estaría colmada de su alegría de vivir. Se sentía tan conmovido con aquella idea que lo único que podía hacer era mirarla y sonreírle con la esperanza más conmovedora. Mavis tenía que enseñarle tantas cosas, aventuras, nuevos modos de ver las cosas, felicidad… paz… y sobre todo el goce de vivir. Había olvidado qué era el goce, pero lo aprendería de nuevo.
—Desearía —dijo Mavis con la boca llena de helado— que no fuéramos a vivir a esa vieja casa de tu madre, Jon.
—Lo sé, querida, ya lo has dicho antes. Pero esa casa es la de mi padre y mía, y no de mi madre. Y es muy hermosa.
—Tu madre no me quiere —le informó, con una mueca.
—Te quiere, Mavis. ¿Quién podría no quererte?
—Bueno ella no me quiere. —Mavis hablaba como una niña maliciosa—. No es que me importe. Puedo llevarme bien con cualquiera. Ella no me molestará, y yo no la molestaré. No me interesa en lo más mínimo dirigir la casa, y hasta puede que me sienta agradecida de que tu madre continúe haciéndolo y me deje libre.
—¿Para qué, querida?
Mavis agitó su mano blanca en la que el diamante que Jon le regalara reflejaba las luces.
—¡Vaya, para tantas cosas! Todas las recepciones que ofreceremos y aceptaremos, reuniones al aire libre, bailes, compras, visitar amigos, tés y recepciones.
Mavis le miraba ahora con una expresión extraña, y sus pequeños ojos eran astutos, calculadores y un poco crueles. Pero Jon no lo advirtió. Sólo veía su satisfacción.
—En la vida hay algo más que eso, Mavis —le dijo, y pensó en lo niña que era.
—Quisiera saber qué puede haber más agradable que eso —dijo ella—. ¡Hum! Estas adorables tortitas. Mazapán. —Rompió a reír—. Recuerdo cómo llamabas al senador Campion: «Pera de Mazapán». Tío Martin dice que es muy gracioso. ¿Sabías que le tiene miedo al senador?
—No, ¿de veras? ¿Y por qué?
—No sé —dijo Mavis con una risita contenida—. ¿A quién le importa? Pero le tiene miedo y el senador es un hombre muy hermoso, amable y feliz. Me gusta la gente amable. ¿A ti no?
—Yo te amo a ti —dijo Jonathan.
Mavis echó hacia atrás la cabeza y empezó a cantar con aspereza:
—¡Felicidad! ¡Felicidad! ¡Es un gran mundo ancho y maravilloso, es un gran mundo ancho y maravilloso, es un mundo grande, ancho y maravilloso!
«Enséñame cómo es», pensó Jonathan.
Mavis se puso en pie nuevamente y empezó a bailar por la habitación, cantando, con los brazos abiertos y la cabellera de oro ondulando a su alrededor, inconsciente por completo de la presencia de su esposo. Miraba embelesada al techo, embebida en sus propios pensamientos. Se levantó las amplias faldas blancas y Jonathan vio sus firmes y graciosas pantorrillas y sus delicadas rodillas. Se levantó y trató de abrazarla para bailar con ella la danza de la vida, pero Mavis le apartó con un movimiento impaciente de la cabeza y se alejó de él, como si no necesitara a nadie más para su regocijo.
Pero Jonathan no advirtió nada en aquel momento, aunque una débil sensación de frío se apoderó de él, al ver a su joven esposa bailar enloquecidamente por las habitaciones, cantando sólo para sí misma, triunfante en su belleza y en su vigor. No merezco todo esto, pensó el orgulloso joven con una humildad rara en él. No merezco toda esta belleza, juventud, ansia pura de vivir, esperanza y felicidad.
Mavis se detuvo súbitamente al otro lado de la habitación y chilló de alegría. Se inclinó, se tomó las manos por debajo de las rodillas y tembló de gozo y exuberancia. Se echó el pelo hacia atrás y corrió hacia él, le tomó por los hombros y le besó con entusiasmo.
—¡Oh, qué viejo eres! —le gritó.
Él la abrazó y la apretó, vibrante, contra su pecho.
—Enséñame a ser joven, Mavis —le dijo, apoyando los labios sobre su cabello fresco y perfumado.
Pero Mavis se movió inquieta entre sus brazos, como un gato, y volvió a bailar de nuevo. Hacía calor en la suite, el perfume de las flores y el olor de la comida eran abrumadores. Jonathan vio como en un chispazo que Mavis ya no sonreía, y que estaba tercamente enfurruñada aunque seguía bailando. Sus ojos pequeños, como siempre, estaban ocultos tras sus pestañas arqueadas. Parecía pensar furiosamente.
—¡Mavis! —llamó Jonathan.
La muchacha se detuvo de inmediato, jadeando, mientras se echaba el cabello hacia atrás, y lo miró.
—¿Qué? —preguntó como si él le recordara desagradablemente su presencia.
—Son casi las once y media.
—¿Y eso a quién le importa? —gritó ella—. ¿Eres tan viejo que no puedes perder un par de horas de sueño sin sentirte enfermo, cansado o algo por el estilo? ¿No puedes disfrutar de nada?
Jonathan se sentía perplejo. Él, como médico, siempre estaba pendiente del tiempo y de la presión que éste ejerce. Se sentía confundido. Luego pensó «tengo que acostumbrarme a tener alguien a mi lado que no esté acosado todo el día, que pueda disfrutar de los momentos fugaces y vivir en el presente. He estado demasiado absorto, demasiado encerrado».
—Sí, puedo disfrutar, Mavis —le dijo con voz humilde—. Pero pensé que debías de estar cansada, después de la boda y la fiesta.
—¡Yo nunca estoy cansada! —Su voz ronca se hizo enfática—. ¡No sé qué es eso de estar cansada! ¡Y odio a la gente que se cansa! No quiero tenerlos nunca a mi alrededor. —Movió la cabeza con tanta vehemencia que le voló el pelo—. ¡Detesto a la gente seria, son unos zánganos!
Medio alarmado y medio satisfecho, Jon le dijo en broma:
—Soy una persona seria, Mavis.
Los ojos de la muchacha volvieron a cerrarse astutamente.
—Sí, lo sé. —Y después soltó una carcajada como si se tratara de un chiste—. No me importa que seas serio, Jon. Eso te ayuda a ganar mucho dinero. Y ¿no te gusta ganar dinero?
«Es sólo una niña», se dijo Jonathan a sí mismo, sin acabar de darse cuenta de que las mujeres como Mavis nunca eran niñas.
—¡Montones de dinero, montones de dinero, montones de dinero! —cantaba Mavis, levantaba una pierna y giraba sobre la otra, como una bailarina experta. Sus movimientos tenían algo de frenéticos.
Después se detuvo bruscamente y miró de nuevo a Jonathan. Su mirada fue otra vez astuta y reflexiva.
—¡Perfectamente, ancianito! —le dijo—. ¡Te voy a meter en tu cama, así no estarás demasiado cansado para ganar dinero!
—Pero tú tienes mucho dinero tuyo, querida —dijo Jonathan—. Y eres la heredera de tu tío.
—¡Nadie tiene nunca bastante dinero! —gritó ella encaprichada, pasó corriendo por su lado, se encerró en el dormitorio y dio un portazo.
Jon se sentó y sintió la fetidez del aire recargado con el olor de la comida. Se levantó y de un empujón sacó la mesa al pasillo. La botella de champán estaba vacía y Jonathan sintió la imperiosa necesidad de beber whisky de inmediato… varios vasos. Tuvo que admitir que estaba también muy cansado y sintió un vacío y una desorientación desconcertantes. Las luces de la sala de la suite se le clavaban en los ojos, se levantó y las apagó todas, dejando tan sólo una encendida. Había ahora olor de gas en la suite. Abrió las ventanas, se inclinó hacia afuera y aspiró el aire caliente, cargado con el olor del pavimento recalentado, los ladrillos y el polvo. Las luces de Hambledon le hacían guiños, y él, bostezando, se frotó los ojos. Vio la reverberación lejana del río y la sombra de las montañas contra un cielo oscuro pero ardiente, tachonado de estrellas. Se sentía a lo lejos el retumbar del trueno y un vientecillo polvoriento soplaba sobre su cara sudorosa.
De repente advirtió que se había olvidado de que tenía una novia durante aquellos breves segundos. Miró a su alrededor, algo ofuscado. Ya no sentía pasión alguna, estaba demasiado cansado.
—Está bien —gritó Mavis detrás de la puerta cerrada—. ¡Puedes entrar ahora si quieres! Ya he acabado con el cuarto de baño.
Jonathan entró en el dormitorio, avergonzado del dolor que notaba en piernas y espalda. Tenía sólo treinta años pero se sentía como un viejo.
Mavis había colgado su vestido y guardado su sombrero y guantes, ahora estaba quieta frente a él, semejante a un pilar de oro y blanco, vestida con su camisón de seda y su peignoir. El pelo le caía sobre la espalda. Sonreía sin nervios ni timidez. Cuando Jon se hubo desvestido y bañado en el cuarto de baño, salió. Mavis había apagado todas las luces menos una en el dormitorio, y estaba echada sobre las almohadas de la cama, contemplando algo con aire de misterio.
—Nunca te había visto el pelo revuelto antes, Jon. Me gusta —le dijo con afecto.
Le tendió los brazos como una niña deseosa de que le dieran una muñeca. Tenía el pelo esparcido sobre la almohada como una corriente de oro. De repente Jon sintió deseos de devorar toda aquella vida jugosa, toda aquella simplicidad y de olvidar que la vida es una cosa complicada, llena de dolor y casi desprovista de alegría.
Sentado al borde de la cama, la tomó entre sus brazos, fría y suave, y la miró, recordando una poesía:
Amor, seamos sinceros entre nosotros,
pues el mundo que parece extenderse ante nuestra mirada
como una tierra de ensueño, tan hermoso, tan variado, tan renovado,
no contiene alegría, ni esperanza, ni ayuda para el dolor.
Ella abrió los ojos.
—No me gusta —le dijo—. No me gusta la poesía, es demasiado triste. ¿No vienes a la cama? ¿Querías eso, no es así? ¿Qué te pasa? Ah, es porque no entendí esa poesía, ¿verdad? Bueno, no la entendí ni la entiendo. Apaga esa luz, la que está a tu lado.
Se acostó a su lado en la calurosa oscuridad, y al rato oyó que Mavis trataba de sofocar la risa. Se volvió hacia su esposa y ella refugió la cara en su hombro. Su cuerpo magnífico y joven se cobijó bajo sus manos, y le hizo sentirse feliz.
—¿Qué pasa, querida? —le preguntó con ternura, notando que ella hacía desaparecer el cansancio que sentía.
—Estoy pensando —le contestó Mavis—. Esa pobre Betsy Grimshaw, una de mis madrinas de boda. Tú la conoces. ¡Veinticinco años, la pobre, y nunca ha tenido un pretendiente! ¡Recibió mi ramo y casi lloró! Nunca conseguirá un marido.
Jon le quitó las manos de encima. Mavis levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre su pecho y trató de verlo en la oscuridad.
—¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Estás demasiado cansado? ¿O es que tienes miedo de hacerme daño? No tienes nada que temer. La tía Flora me lo contó todo. «Es algo que una mujer debe soportar», me dijo, y tío Martin me dio un libro. No tengo miedo.
«Es superficial, descuidada», pensó Jonathan sintiendo que le invadía una oleada de desaliento. «No tiene nada que pueda darme. Ella, pobre chica, no tiene la culpa, la culpa la tengo yo, con mis fantasías. Toda mi vida ha estado llena de fantasías, y nunca lo he sabido hasta ahora».
El cabello de Mavis le rozaba las mejillas.
—Pobre viejecito —le dijo ella riendo—. Bueno… a dormir. También yo tengo sueño.
El matrimonio no se consumó hasta la segunda noche, en Saratoga. La falta de pasión y de goce de Mavis hicieron estragos en su esposo, quien trataba de convencerse a sí mismo de que todo aquello era nuevo para ella y que pasaría, y que eventualmente tendría que aceptarlo. No supo durante mucho tiempo que Mavis era incapaz de responder a nadie más que a sí misma, y que si alguna vez llegara a sentirse apasionada, no sería con él. Se le había sometido, pero no con resignación o frigidez, sino con indiferencia. Jon no había sido para ella otra cosa que el medio por el cual podría alcanzar una vida más alegre y más amplia, fuera de la casa de su tío. Había sido solamente un camino para la aventura, pero él no formaba parte de aquella aventura. No era más que «su viejecito».
El tímido afecto que le brindara duró escasamente un año. No tenía nada para darle y nunca lo tendría. No tenía nada para dar a nadie, salvo el placer de su risa fácil, su inspiración y sus bromas. Pero para un hombre de su clase aquello no bastaba.
Continuó queriéndola durante mucho tiempo a distancia, una distancia terrible llena de anhelos insatisfechos, y que, sin que pudiera saber cómo, convirtió su amor en odio.
«No debo culparla a ella», se repetía a sí mismo. «Mavis es como es». Sin embargo, pasó mucho tiempo antes de que llegara a conocer a Mavis tal como era. Desde que tenía veinte años sabía, y se repetía constantemente, que no hay que esperar nada de los demás, y que es cruel pedirles más amor y comprensión del que tienen para dar. Pero cuando llegó finalmente a darse cuenta de que Mavis era no sólo alocada y superficial, salvo en lo concerniente a sus exigencias y apetitos, sino también avarienta, de corazón duro e insensible al sufrimiento, intolerable para los necesitados y codiciosa sin medida, llegó a odiarla, sin dejar de sentirse fascinado al mismo tiempo por ella, que seguía haciéndole creer que si conseguía penetrar a través de aquella capa de avidez y trivialidad, encontraría un corazón lleno de humanidad y de ternura.
—¿Cuándo nos mudaremos a Filadelfia o Nueva York, Jon querido? —le preguntó en una ocasión acurrucándose contra él en la cama.
—No nos mudaremos. ¿Qué te lo hizo pensar, Mavis?
La mujer se irguió enfurecida.
—Creo que no esperarás que me resigne a vivir en este miserable pueblecito toda mi vida, ¿no te parece?
—Yo me siento satisfecho aquí —dijo Jon, asombrado e impresionado—. Éste es mi hogar, ¿no es así?
—Jonnie, Jonnie, ¿no sabes que aquí casi todos te odian? Yo lo odio, por causa tuya —le dijo ella astutamente.
—¿Por qué tienen que odiarme? —Jonathan se sentía sorprendido—. Doy todo lo que puedo de mí mismo a mis pacientes y a la ciudad…
—Ahí tienes la razón —dijo Mavis sonriendo con suficiencia—. La gente que da todo no recibe nada a cambio. Los demás les desprecian. Tienes que coger todo lo que puedas en este mundo, y entonces la gente te respetará, por tu dinero y tu posición.
Se sintió enfermo y asqueado a causa de ella, pero no pensó que Mavis tenía un conocimiento pragmático y animal de la humanidad, que él con su inteligencia no podría llegar a adquirir nunca, y que la muchacha vivía en un nivel de realismo vulgar, que Jon había rehusado desde niño, ya que sentía que era insoportable para el que quisiera realmente vivir. No sabía que Mavis era temeraria porque aceptaba la vida tal como se le presentaba y a los hombres tal como eran y no pedía concesiones. No sabía que él, a pesar de ser valiente, alentaba esperanzas y era demasiado vulnerable.
Mavis continuó insistiendo en que se fueran de Hambledon durante dos años. Cuando Jon se negó finalmente de modo terminante, Mavis se volvió intratable y llegó a sentir hacia él resentimiento y odio. Él la amaba tan desesperadamente como siempre. En cuanto a Mavis, Jonathan dejó de tener importancia y realidad para ella, pues le consideraba solamente como el medio necesario para proveerse de vestidos, joyas y posición. En ocasiones bromeaba con él pero vivía completamente aislada en un alegre mundo propio, repleto de admiración por sí misma.
Jonathan acabó por sentirse totalmente desolado cuando se dio cuenta de lo que era Mavis y que seguiría siendo hasta el fin de su vida. Fue entonces cuando empezó a maquinar la forma de matarla y eliminarla de una existencia que se le hacía ya intolerable. Pensaba que le había traicionado del único modo susceptible de herir a un hombre como él.
En aquella calurosa tarde de julio, sentados Marjorie y Jonathan en la habitación de éste, pensaban en lo que fue Mavis y en su muerte. Las abejas se estrellaban contra las persianas y las rosas enviaban su fragancia a través de las ventanas.
«¿Por qué será que un hombre es incapaz de reconocer el amor cuando lo tiene frente a él?», pensaba Marjorie. «¿Por qué será que sospecha del amor y lo rehúye, incluso duda de él y quizá nunca llega a saber lo que es? Jon nunca amó verdaderamente a Mavis. Estaba sólo entusiasmado y embrujado, y todavía sigue estándolo. Algunas veces creo en los hechizos».
Jon se levantó de su silla.
—Gracias —dijo—. Tengo que ir a recorrer los hospitales. El joven Bob se trasladará a mi consultorio dentro de un par de días, ya es hora de que se haga cargo de las visitas y trate directamente con los pacientes. Será bonito ver de nuevo la sala de espera llena de gente.
Se detuvo cerca de la puerta, regresó y besó a su madre en la frente.
—Tenemos que acostumbrarnos a todo —le dijo.
Marjorie se dio cuenta de que su hijo había advertido que ella pensaba en lo amargo que debía resultarle que un extraño ocupara el consultorio que ella había construido para él, y lo indefensa que se siente la gente cuando tiene que hacer frente al dolor y al cambio.