Capítulo 13

No había nadie en el pasillo cuando entró Jonathan, tan agotado como no lo había estado ni siquiera después de pasar horas operando en el quirófano. Bajó lentamente la escalera, y al pie de ella estaba esperándole, mudo, el viejo Tom.

—Creo que va a ir todo bien —le dijo Jonathan—. Quisiera telefonear al padre McNulty para que venga a ver a Francis inmediatamente. Quiere verlo.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó el anciano.

Condujo a Jonathan hasta la puerta de la cabina telefónica de vidrio que estaba al pie de la escalera y Jonathan llamó a la rectoría. La anciana tía del sacerdote, que le cuidaba la casa, contestó con frialdad.

—Lo lamento, doctor, pero el padre estuvo levantado toda la noche, después tuvo dos misas y está exhausto. Está descansando un poco antes de las visitas a los enfermos.

Jonathan, como de costumbre, perdió los estribos.

—Señorita McNulty —dijo con deliberada parsimonia—, también yo he estado levantado toda la noche, trabajando en uno de los casos preferidos del padre, por petición suya, además de no haber comido nada y tener que hacer las visitas en el hospital. De modo que tenga la amabilidad de llamarle, si me hace el favor.

La señorita McNulty no se tomó la molestia de contestar, pero al cabo de un minuto el padre estaba en el teléfono.

—Todavía no me han arrojado de esta casa —dijo Jonathan— pero espero que lo hagan en cualquier momento, a causa de su insolencia y de la mía. La próxima vez que un feligrés suyo esté en un aprieto y decida unirse a la gran mayoría, no se inmiscuya por favor en su sensata decisión. Y no me llame.

—¡Oh, Jon! —dijo el cura con voz más fuerte—. ¿Entonces todo va bien con Francis? ¡Sabía que tenía que pedírselo a usted! ¡Lo sabía!

—¿Lo sabía, eh? Permítame que le diga algo, padre, no le examiné. Nadie me llamó más que usted. No tengo nada que hacer en esa casa, no soy su médico. De modo que no examiné al muchacho, por la simple razón de que si le ponía una mano encima o le miraba la garganta me hubiera convertido entonces en el médico que le atendía, y habría tenido que informar de la tentativa de suicidio a la policía. Pero usted ni pensó siquiera en eso, ¿no es verdad?

—Sabía que usted sería capaz de arreglárselas de un modo u otro, Jon.

—Entonces usted sabía algo que yo ignoraba. Perfectamente, él le necesita a usted tan pronto como le sea posible, y como su estado de ánimo es ahora muy emotivo, debería usted de venir en seguida antes de que se le sequen las lágrimas y le asalten nuevas ideas. ¿Puedo darle un consejo eclesiástico? No le cite perogrulladas. No exprese ningún horror por lo que intentó hacer. Y por Dios, no le hable de pecados. Este muchacho ha visto bastante pecado en los últimos años como para mantener ocupada a una curia entera. No suelte doctrinas o dogmas. Hace años que no escucha más que esas cosas. Nada de aforismos, nada de jerigonzas. Sólo conseguiría desesperarle. Llegue como un amigo que realmente está interesado en él, y mantenga la boca cerrada tanto como le sea posible, escúchele simplemente si él habla, y si no habla quédese callado. Trate de inculcarle la idea, si puede, de que usted sufre con él como un hombre sufre con un hermano, aunque eso también es una hipocresía, ya que es raro el hombre a quien le importa un pito su propia carne y su sangre. ¿Me entiende?

—Le entiendo, Jon —dijo con amabilidad el sacerdote, y vaciló—. ¿Ha abandonado definitivamente el seminario?

—Sí, y creo que ésa es una idea magnífica. Más tarde usted podrá sugerirle que haga un viaje por el mundo o algo así, y que baje hasta esas cuevas de vicio de que ustedes siempre hablan, y patéele los talones haciéndole conocer esas cosas prohibidas, ¿de qué se ríe?

—De nada. Siga, Jon.

—Permítale conocer algo del mundo, y en especial de las muchachas. Usted recordará la plegaria de San Agustín: «¡Haz que sea casto, Dios, pero todavía no!». Eso es lo que Francis necesita. Después quizá decida volver al seminario, o tal vez no, pero cualquiera que sea el caso, será ya un hombre.

—Igual que usted, Jon. Espero que en cualquier caso, sea igual que usted.

—Ése es un pensamiento cristiano. Bueno, me voy a casa ahora, y usted venga tan pronto como pueda, en su bicicleta. De paso, creo que debería saber usted que Francis está perdiendo algo que él llama su fe, de modo que no ataque por ese lado, y no traiga tampoco nada sagrado. Ahora empieza a madurar, en realidad está casi maduro.

El sacerdote empezó a decir «Dios bendiga…» pero Jonathan colgó el auricular. Hacía un calor sofocante dentro de la cabina y se enjugó las manos y la cara, y se enfrentó, blasfemando para su adentro, con el senador Kenton Campion y con Beatrice Offerton. Había tenido la esperanza de abandonar la casa sin que nadie se diera cuenta, pero allí estaban los dos, el senador brillante como un sol de oro que le tendía la mano, y Beatrice en pie detrás de él, con su cara todavía pálida y los ojos ligeramente enrojecidos. En la medida de sus fuerzas demostraba no sólo que no aprobaba a Jonathan, sino también temor, resentimiento e indignación.

—¡Mi querido muchacho! —exclamó el senador mientras tomaba la mano de Jonathan entre las suyas, regordetas y calientes, y hablaba conscientemente con voz de órgano—. ¡Qué bien que haya venido! He llegado hace menos de una hora, y Beatrice me ha contado cómo se ha apresurado usted en venir a vernos en nuestra… ejem… desesperante situación. ¿Cómo podré agradecérselo? Ha sido una suerte que haya venido usted en vez de cualquier otro…

—Lo ha sido. El médico de la familia hubiera tenido que informar a la policía y esas cosas causan muy mal efecto. Así como están las cosas me encuentro en una situación difícil, pues soy médico, aunque no sea el de ustedes, y Francis fue paciente mío en una ocasión. Pero si nadie abre la boca, si tanto usted como la señora Offerton se limitan a demostrar asombro si se menciona el asunto, y si usted conserva todavía su influencia con el jefe de la policía local, tal vez el asunto muera por sí solo. ¿Supongo que los sirvientes no saben exactamente qué sucedió?

El senador había perdido brillo y color.

—Sólo el viejo Tom y Beatrice va a despedirlo inmediatamente por alarmar a la familia por… ah… por nada.

Jonathan sintió deseos de golpearle.

—Nada, ¿eh? ¿Es eso todo lo que usted puede decir de un anciano que salvó la vida de su hijo? Sé que a usted le importa un bledo Francis, eso ha sido la comidilla del pueblo durante años. ¿Pero qué hubiera sucedido si Tom no le hubiera salvado? ¿Cree usted que su amigo, el gobernador, que se presenta para ser reelegido este otoño, o sus amigos de Washington, pensarían, como hasta ahora, que usted seguía siendo un hermoso ejemplar de caballero? ¿No preguntarían quizás qué clase de padre era usted, con un hijo que llegaba al suicidio? Su carrera política habría terminado. Por lo menos, los chismosos dirían que «debe haber locura hereditaria en la familia», y a pesar de que locura hay de sobra en Washington en los días que corren, no creo que quieran añadirle abiertamente un poco más. Y bien, ¿qué va a hacer con Tom, senador?

El senador advirtió que Jonathan tenía un aspecto feo y peligroso, y que sacudía su fusta de modo nervioso y rápido, como si estuviera deseoso de usarla. El senador tosió, y apoyó su mano, su mano blanca, grande y gorda, en la polvorienta manga de Jonathan.

—Bueno, Jon, hablaba sin pensar. El viejo Tom tendrá mi gratitud eterna. Es un viejo criado de la familia, y todo eso. Fue sólo mi natural agitación paterna… Perdóneme, soy un padre golpeado. Quedé muy desanimado cuando Beatrice me lo dijo.

—Según se huele —dijo Jonathan— unos cuantos vasos grandes de whisky le reanimaron.

El senador mostró una de sus amplias sonrisas.

—Y según veo, varios vasos de ésos le ayudarían también a usted, Jon. Venga a mi estudio.

No había nada que Jon deseara más en aquel momento que el whisky, pues en los últimos minutos había empezado a sentir un temblor interno, palpitaciones en la cabeza y la boca y la garganta secas. Pero miró al senador y pensó: «Este degenerado es la verdadera causa de la desgracia de Francis y de su tentativa de suicidio. ¡Y ni siquiera me ha preguntado cómo está el muchacho!».

—No, gracias —le dijo—. Me voy a casa y trataré de descansar una o dos horas, después tengo las visitas en el hospital. Me alegra ver que está usted tan interesado y abatido por Francis, pero no se aflija demasiado.

El florido senador enrojeció y sus ojos lanzaron por un instante un destello perverso y maligno mientras dirigía una benigna sonrisa a Jonathan.

—Es cierto, es cierto, un golpe espantoso. Mi único hijo, con las esperanzas que tengo puestas en él, un carácter hermoso. No parece posible, tiene que haber sido eso que los franceses llaman una crise de nerfs. Uno no puede llegar a saber qué le ocurre a la gente joven en estos días. Tan nerviosos, tan agitados, tan inquietos, tan insatisfechos. Vuelan de un lugar a otro sin saber a dónde quieren ir realmente. Muy inquietante para los padres, muy perturbador. Uno hace lo que mejor puede… es realmente desalentador… desalentador. Una vida cristiana, la crianza… todo parece venirse abajo. Se rechaza el deber y también el honor, la sobriedad, la responsabilidad y el respeto por el nombre de la familia. Bueno, supongo que son cosas que tenemos que aguantar en este nuevo siglo.

—Sí, ¿no es cierto? —dijo Jonathan.

El amplio vestíbulo de mármol invadido por la deslumbrante luz del sol le hacía sentir descompuesto el estómago y dolorida la cabeza. El estómago parecía querer volvérsele del revés, y temblaba interiormente de rabia. Un pensamiento le asaltó y dijo:

—Por cierto, fue el padre McNulty quien me llamó. —¡Pensar que este político dorado no había preguntado siquiera cómo saldría de aquello su hijo y si había sufrido un daño muy grande!

—Ah, sí, sí —dijo el senador con voz de barítono—. Estuvo muy bien ese joven, muy bien. Tengo que acordarme de mandarle un obsequio.

—Digamos quinientos dólares —replicó Jonathan—. Eso le va a ayudar a comprarse el caballo y el coche que necesita tanto. Pronto va a llegar, en su bicicleta, trepando la cuesta con este calor, y sé que para mostrarle su gratitud, y quizás también a mí, usted ya tendrá el cheque preparado.

El senador quedó con la boca abierta, y se le saltaron los ojos.

—¡Quinientos dólares! —repitió.

—Muy poco para pagar la discreción, ¿no le parece?

El senador luchó por mantener su elevada rectitud.

—Sé que los clérigos son siempre discretos, no divulgan los asuntos privados que caen en sus manos. Realmente es así, Jon.

—Pero yo no soy clérigo, y como médico se supone que debo informar de esto.

—¡Usted…! —exclamó el senador.

—Así soy yo. Soy un tipo malo… perverso… despreciable… corrompido… degenerado…, senador, como indudablemente lo habrá oído usted decir siempre en Hambledon, y no tengo escrúpulo alguno. Usted no me conmueve el corazón ni me inspira la más mínima piedad. Si el padre McNulty no me hace saber con alegría muy pronto su magnífico rasgo de generosidad, entonces temo…

Meneó su oscura cabeza. La señora Offerton suspiró allá atrás y se llevó una mano al pecho.

—Al mantener la boca cerrada, me pongo en una situación incómoda, como usted comprenderá.

—¿Está seguro —dijo el senador con voz sedosa— que no preferiría llevarse los quinientos dólares para usted, Jon?

Jonathan le miró. Levantó a medias la fusta. El senador se echó para atrás horrorizado e indignado. Jonathan dejó caer la fusta.

—Conozco tres senadores en Washington, Kenton, tres hombres de primera. Son amigos míos. Le salvé la vida a la hija de uno de ellos. Una palabra mía, Kenton, otra palabra al Gobernador y unas pocas más a la Legislatura del Estado, y usted tendrá que presentar su renuncia más o menos voluntariamente. ¿He hablado con claridad?

Pero el senador no aflojó.

—Lamento haberle ayudado, Jon —dijo—. Me temo que había más detrás de las bambalinas de lo que apareció en el proceso.

—Claro, siempre hay —le contestó Jonathan sonriente—. En cuanto a su «ayuda», es usted un embustero. Si es que usted hizo algo, en su discreción, fue negarse a conocer a la familia Ferrier, bien, no importa. Quiero darle un consejo. Antes de empezar a devorar su acostumbrado almuerzo quiero que vaya arriba a ver a su hijo y le diga cinco palabras decentes, no reproches o acusaciones, sino palabras amables. Tiene una lejana idea de lo que es usted, de eso estoy seguro, aunque prefiere morir antes que decir nada. Tiene usted que estarle agradecido por ello. Sólo unas pocas palabras amables, si es que puede encontrar la forma de hacerlo. Y después déjelo en paz. Lo necesita.

Beatrice Offerton habló por primera vez con una voz sorprendentemente aguda.

—¿Cómo se atreve a insultar al senador de este modo, Jonathan Ferrier? ¿Y qué es lo que insinúa usted de mi hermano, mi buen hermano cristiano y honorable?

—¿Por qué no se lo pregunta usted misma, Beatrice? —dijo Jonathan.

Se dirigió a la puerta del vestíbulo, seguido por la mirada atenta del senador, cuyo rostro no expresaba complacencia, amabilidad ni afecto. Sus grandes ojos azules estaban casi cerrados, a tal punto que casi no se vislumbraba su color entre sus pestañas de color castaño. Los pasos de Jonathan resonaban en el suelo de mármol.

Bueno, ya nos hemos creado otro enemigo, pensaba Jonathan mientras esperaba que le trajeran su caballo, pero no le importaba un bledo.

Una vez en su casa, Jonathan se echó en la cama sin desvestirse del todo, y se prometió a sí mismo dormir una o dos horas pues se sentía agotado y enfermo.

Quedó profundamente dormido de inmediato, pero su sueño fue agitado, soñando con Mavis, su difunta esposa, como le ocurría habitualmente en aquellos días, con una frecuencia desconocida hasta entonces. Se despertó sudoroso, con la ropa sucia y en desorden y se levantó inmediatamente, asombrado al darse cuenta de que era casi de noche y que había dormido tanto. Se dirigió al cuarto de baño temblando y con la sensación de estar vacío por dentro, una vez allí se afeitó, se dio un baño y salió vestido. Le esperaba su madre con un gran vaso de leche con huevo mezclado con un poco de coñac.

—No sé si vienes muy tarde o muy temprano, ¿no es cierto, querido? No has desayunado ni almorzado. Tómate esto, pareces estar agotado —le dijo con su calma habitual.

Sin decir palabra se sentó en el borde de la cama y bebió el vaso con su expresión taciturna de costumbre, pero la bebida empezó a revivirle. Marjorie nunca le hacía preguntas sobre sus pacientes, pues sabía que no era ético que él discutiera ese tema con extraños a la profesión.

—Llamó el joven doctor Morgan, y le dije que dormías porque saliste muy temprano esta mañana —dijo Marjorie—. Me dijo que todo andaba bien en Sta. Hilda y que no te preocuparas… Murió la señorita Meadows.

Le miró con tristeza, pues sabía cuánto le afligía la muerte de un paciente.

—Me alegro —dijo Jonathan—. Iba a operarla, pero ahora no hay necesidad de hacerlo. Voy a arreglar el funeral —se tomó de un trago lo que quedaba de la bebida—. Me voy a los hospitales de inmediato.

Se quedaron sentados en silencio. Pensaban en Mavis, quien incluso muerta era una intrusa en aquella casa, una intrusa temeraria y brillante que nunca debería haber entrado allí. Ninguno de los dos sospechaba qué era lo que pensaba el otro. Daba lo mismo. Ambos pensaban en la boda de Jonathan con Mavis Eaton en un caluroso día de junio, varios años antes.