Capítulo 12

Casi todas las casas en Hambledon eran sencillamente «casas», pero la de los Campion era una «residencia», incluso para quienes tenían sentido del humor. La señora Campion la había heredado del finado padre de Kenton Campion, junto con una gran fortuna proveniente de las minas de carbón, y era considerada como la única auténtica mansión de Hambledon dentro de lo que tradicionalmente se considera una mansión.

La señora de Kenton Campion había muerto hacía unos quince años, dejando a su marido todo su dinero y un hijo, Francis, de cinco años. En aquellos tiempos Kenton, dedicado a la política, era un simple miembro del Congreso, pero repetidas reelecciones para la Legislatura del Estado le convirtieron con el tiempo en senador nacional, e incluso llegó en una ocasión a lograr la candidatura para la vicepresidencia.

Muerta su esposa, la hermana viuda del senador, Beatrice Offerton, se instaló en la residencia de los Campion como dueña y señora para ocuparse de la crianza del niño huérfano. Era por aquel tiempo una mujer de cincuenta y tres años, maciza y hermosa, además de inmensamente estúpida, de buen carácter, y, como Jonathan confidencialmente la definió entre otros tan irreverentes como él mismo, «absolutamente devota de todas sus funciones físicas, incluso las más groseras». Goza de todas ellas enormemente. Los movimientos de los intestinos o la evacuación de la vejiga son, para los demás, simplemente eso, ¡pero no para Beatrice Offerton! ¡Para ella son deliciosos acontecimientos diarios!

Beatrice no quería a nadie, a excepción de su cuerpo y de sus apetitos, y Francis, que había entrado ya en la adolescencia, no la impresionaba más de lo que pudiera impresionarla el perrito del jardinero.

El senador, por su parte, tenía amiguitas deliciosas en Filadelfia y en Washington a las que veía periódicamente en lujosos hoteles, en los que cada una de ellas, por turno, recibían sus cariñosas y productivas visitas. Como es lógico, antes de cualquier encuentro amoroso, eran cuidadosamente revisadas por médicos competentes. ¡El senador no estaba dispuesto a que le contagiaran una enfermedad venérea! Cuando se cansaba de una de ellas, lo que solía ocurrir aproximadamente a los seis meses de conocerla, la despedía bien provista de billetes de banco, pieles, vestidos y joyas, con lo cual se aseguraba su silencio y buen recuerdo.

Kenton Campion era un hombre alto y fornido, como su hermana, y sus muchas relaciones y modales aduladores, le habían hecho rodearse de una cantidad de amistades influyentes, que veían en él, además, a un financiero de agudo instinto, vinculado a ricos e influyentes agentes de Bolsa de Wall Street, y señor de una hermosa bodega y de una mesa bien servida.

El senador decía que no existía ningún hombre con quien no simpatizara y a quien no pudiera comprender, pero en realidad había uno, y ése era Jonathan Ferrier. El senador se jactaba de haber intercedido en favor de Jonathan cuando se vio envuelto en su infortunado proceso, contaba que Jonathan le había pagado llamándole «maldito charlatán sonriente e increíble sinvergüenza, que sería capaz de vender a su país por unos pozos de petróleo o unas concesiones comerciales». Aunque en realidad, ¿qué político no lo haría?, agregó Jonathan.

Aquellos dos personajes, el padre y la tía, eran los guardianes, guías y directores espirituales del pobre Francis Campion, joven quizá demasiado sensible, inclinado a la emotividad, con una apasionada devoción por todo lo hermoso e inofensivo, que de modo inexplicable había llegado a adorar a Dios, encaminando todos sus sueños a la Visión Beatífica y al servicio de su Creador por el resto de sus días. No había tenido ningún guía piadoso que le señalara el camino, que encontró por sí mismo, sabe Dios al precio de cuánta soledad, desesperación, silencios y enemistades. El padre McNulty había dicho, a este respecto, que «Dios encuentra a sus elegidos», lo que para Jonathan fue una solemne estupidez.

Y ahora Francis, inexplicablemente ausente del seminario, había tratado de quitarse la vida en su solitaria habitación. Había fracasado, por poco.

Al entrar en la sala, Jonathan se sorprendió al ver sola a Beatrice Offerton, quieta serenamente al lado de una mesa, mientras disponía cuidadosamente unas imponentes rosas rojas recién traídas del jardín. Tenía una expresión soñadora y absorta, y sus labios dibujaban una tenue sonrisa que a Jonathan le resultaba muy conocida.

Jonathan se sentía furioso. Le habían hablado de una tragedia, y aquella corpulenta dama, con su macizo cuerpo y sus voluminosos senos, no mostraba la menor señal de inquietud ni de agitación. De buena gana hubiera soltado una blasfemia. Aunque no hizo el menar ruido, Beatrice advirtió su presencia y le miró, con expresión vaga y algo desconcertada.

—¿Jon? —dijo por fin con su voz profunda—. ¿Es usted, Jon?

—Eso parece —contestó Jon— aunque tal vez soñemos. Beatrice trató de asimilar lo que Jon había dicho y después sonrió levemente.

—Vaya, parece que tiene usted calor. Vamos a la sala de estar y tomaremos un poco de limonada y pasteles. ¿Quiere quedarse a almorzar? Esperamos que Kenton llegue en el próximo tren, ¿sabe? Tiene que pronunciar el discurso del Cuatro de Julio. Se sentirá muy contento de verle, le quiere mucho a usted y dice que debería dedicarse a la política, pero en Washington hace mucho calor, y…

—Me parece —dijo Jonathan— que me han llamado, Beatrice, ¿o es que también he soñado eso?

Beatrice se estremeció de nuevo, y se puso a pensar plácidamente. Por fin dejó sus tijeras.

—Oh, querido —dijo con una nueva sonrisa—. Qué prueba, ¿verdad? Estaba perfectamente segura de que todo acabaría bien, hay que olvidar estas cosas desagradables y hacer como si no hubieran ocurrido nunca, y ése —el cura— no estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que usted tenía que venir. En verdad no fui yo quien le mandó a buscar, Jon querido. Estaba en contra de ello. Francis no quiso en realidad hacerlo, estoy segura de que fue un accidente y que puede explicarse sensatamente, pero ese cura…

Jonathan se sentía por completo fuera de sí.

—Corríjame si me equivoco —dijo— pero tengo entendido que Francis trató de ahorcarse anoche en su cuarto, y un sirviente oyó el ruido que hizo la silla al caer, corrió entonces a su cuarto y le salvó a tiempo. Se había colgado del ceñidor de su batín, según me dijeron. Bien, ¿cuál es la verdad?

Beatrice había perdido su color rosado y estaba ligeramente pálida. Humedeció sus labios rojos y se miró las manos.

—Estoy segura de que todo eso tiene una explicación —murmuró—. Va a ser muy molesto para Kenton cuando se entere. Estoy segura de que Francis no tuvo intención… Estaba sujeto en un anaquel de la pared, y pudo haberse enredado allí involuntariamente… esas cosas suelen suceder…

—E involuntariamente se hizo un bonito lazo que se enroscó por sí solo en el cuello de Francis mientras estaba subido a una silla, sin duda para limpiar el anaquel a medianoche, ya que detesta tanto el polvo, a causa de la austeridad que reina en el seminario, y después por alguna casualidad se volcó la silla… y ahí termina todo —dijo Jonathan.

Beatrice asentía en silencio con todo su macizo cuerpo.

—Bien pudo ser así —dijo en tono indiferente, después miró las rosas, se humedeció de nuevo los labios, y pestañeó varias veces—. Adoro las rosas —dijo tocando una que se caía—. Y es tan bonito que todavía nos queden algunas. Kenton las adora. Hacen que una habitación sea tan acogedora, tan cómoda…

Jonathan, a pesar de que conocía a Beatrice desde hacía quince años, cuando llegó a Hambledon, no podía creer lo que veía. Se acercó a ella mirándola fijamente, con los oscuros ojos echando llamas.

—Mire, Beatrice —dijo con voz brutal— usted no parece entenderlo. Soy médico, y la ley me obliga a informar del delito de tentativa de suicidio a la policía. ¿Comprende? A la policía. Y después los diarios lo publicarán.

Esperaba haberla sacudido lo bastante como para que su rostro reflejara alguna expresión de comprensión e inteligencia. Por fin vio que las manos caían flojamente a sus costados, que se ponía pálida de nuevo, y que sus ojos azules estaban enormemente dilatados y fijos en él, con un reflejo de terror.

—¿La policía? ¡No, hay que evitarlo a toda costa, Jon! ¿Qué dice usted? ¿Y Kenton? ¡Kenton! La vergüenza… Oh, no, la policía, no. Ese muchacho terrible, insensato… La policía… Bromea usted, ¿no es cierto, Jon?

—No bromeo, así que será mejor que me preste usted un poco de atención, Beatrice. ¡Después de todo es usted la tía de Francis, por amor de Dios! ¿No siente nada en absoluto por él? ¿No la avisaron en seguida, cuando ocurrió? ¿Qué hizo usted? ¿Por qué no me llamaron inmediatamente, o por lo menos a algún otro médico? ¿Qué le dijo a usted el muchacho? ¿Y el sirviente? ¿Cómo se enteró del asunto el padre McNulty, y quién le llamó? ¡Deme alguna respuesta, Beatrice!

Beatrice miró a su alrededor con expresión vaga y después, al ver la silla que estaba a su lado, se sentó con lentitud. Tomó el pañuelo que tenía en la manga con gesto distraído, se lo pasó por los labios y después lo miró con toda la atención posible, que no era mucha por cierto.

—Resulta tan fastidioso todo esto —murmuró— e inconveniente. Kenton tiene que viajar por todo el Estado pronunciando discursos, y esto le fatiga mucho… No es para la elección, sabe usted, el Gobernador es quien le designa, un hombre muy recto y muy cristiano, pero un poco rígido. Deseo que aprueben de una vez esa enmienda constitucional de modo que los senadores puedan dirigirse directamente al pueblo y ser elegidos sin que se meta el Gobernador… pobre Kenton.

Entonces Jonathan comprendió que aquella grande y bien formada escultura de mujer albergaba en realidad algún sentimiento, pero dirigido solamente hacia su hermano y temía, en la medida que a ella le fuera posible temer algo, por su carrera.

—Beatrice —le dijo— no es la Legislatura estatal la que designa a los senadores, ni tampoco el Gobernador. Bueno, eso no importa. Conteste a mis otras preguntas, por favor.

Beatrice rumiaba con la cabeza baja, retorciendo el pañuelo con las manos.

—No puedo entenderlo —dijo, por fin—. No comprendí por qué venía Francis a casa. Creí que estaba un poco cansado y agotado, por los estudios. Me han dicho que los sacerdotes son muy duros con los seminaristas. Pero pensé que con unos días de descanso… Nunca espío, Jonathan. Nadie puede acusarme de espiar. Siempre estoy dispuesta a escuchar, y respeto las confidencias, pero si alguien no se me confía nunca insisto. Ése es mi código, y ha sido el código de mi familia. Pensé también que quizá tenía necesidad de ver a Kenton, es su único hijo, ¿sabe usted? Y creí también que una comida nutritiva, la paz y la tranquilidad del hogar, y dormir bien por las noches… Pero parecía que ésa no era la dificultad. No sé, Jon. Confieso que nunca he podido comprender a Francis. Es un muchacho muy extraño desde que era un bebé. Muy parecido a Henrietta, usted sabe que ella era muy histérica. Es una debilidad de la familia Pike.

Jonathan, apoyado ahora en la mesa, rezaba en forma un poco blasfema pidiendo paciencia, pero tuvo que aguantarse hasta que los lentos y pesados pensamientos de la dama hallaron su expresión en palabras y le dieron una respuesta.

—Kenton es el único conversador verdadero que hay en la familia —siguió diciendo Beatrice, mientras sonreía a Jonathan con una sonrisa tenue y esperanzada—. Yo no lo soy, conversar me aburre demasiado. Creo que a Francis tampoco le gusta la conversación. No recuerdo que nunca haya hablado mucho con Kenton o conmigo. Siempre he respetado sus… reticencias. Nunca me ha contado nada, y en esta ocasión tampoco. Sencillamente… vino a casa, y se metió en su cuarto. Eso sucedió hace dos días. No bajó nunca a comer, ordenaba que le subieran las comidas a su habitación, y yo estaba muy confundida. Le había ordenado al cocinero que le hiciera sus platos favoritos: tarta de frutas, pollo al vino, que a mí no me gusta, pero a Francis sí, y no me explico de dónde sacó ese gusto. Jamón asado con miel y puré de castañas, aunque estemos en verano. Y ese extraño té verde que tanto le gusta. Pero las bandejas volvían a la cocina sin que las hubiera tocado siquiera. Me lo dijo el cocinero. Estaba completamente confundida.

—Probablemente eso le echó a perder a usted el apetito —dijo Jonathan con rostro impasible.

Beatrice lo pensó un instante y asintió.

—Sí, debo confesar que así fue, pese a que nunca he sido aficionada al vino mezclado con pollo, y que el jamón en verano no me atrae. Pero no hay que desperdiciar las cosas, no es cristiano. Una o dos veces tuve dolor de estómago. Bueno, pobre de mí, decidí ir al retiro de Francis y preguntar qué le pasaba, pero pensaba en su reticencia y en que no me gusta espiar. Creí que todo se arreglaría cuando Kenton viniera a casa.

El muchacho había estado solo más de dos días, encerrado con sabe Dios qué negros y terribles pensamientos, y qué conjeturas. Y después la decisión final.

Ahora Beatrice se ruborizó. Había un brillo en sus ojos, y el brillo era, por increíble y extraño que parezca, de enorme emotividad.

—¡Fue ese sirviente entrometido, ese Tom! Descubrió a Francis y le ayudó en la peligrosa situación, supongo que era peligrosa, aunque uno nunca sabe, y Francis puede ser tan histérico en ocasiones, y quizá tuvo la intención de que le descubrieran, al patear la silla con tanto ruido. A mí me alarmó, aunque volví a dormirme en seguida. Y después Tom estuvo golpeando mi puerta, creo que fue a eso de la una, que es una hora completamente irracional, y en la que yo nunca tengo pleno dominio de mis facultades. Me costó un rato entender lo que me decía, pues el criado estaba sin aliento y excitado. La gente común, usted ya lo sabe, es siempre muy excitable. Supongo que tengo que agradecérselo, pero estoy segura de que aunque Tom no hubiera corrido en su ayuda, Francis habría recuperado su sensatez inmediatamente.

—Y habría puesto de nuevo la silla debajo de sus pies y habría desatado el ceñidor.

—Sí —dijo Beatrice con un suspiro—. Pero una nunca sabe, ¿no es verdad? Tom dice… pero no se puede hacer caso de esa clase de gente… que él… bien… salvó a Francis, y después le hizo respirar de nuevo, le humedeció la garganta con agua fría, le dejó por un instante para contármelo, y después llamó a ese cura. Empiezo a creer que estuvo insolente…

—Sí —dijo Jonathan, fumando esta vez—. Tom abusó de su autoridad, no al llamar al cura, sino al salvar a Francis. Despídalo inmediatamente.

—Es cierto —dijo Beatrice—. Consultaré con Kenton para echarlo… —Se quedó mirando a Jonathan con ojos que parecían dos vidrios saltones—. ¿Qué es lo que dice usted, Jon? ¿Que Tom debía de haber dejado… haber dejado…?

—Morir a Francis, naturalmente.

Beatrice se puso en pie de un salto, y su frente se arrugó de tal modo que se formó un gran remolino sobre sus ojos.

—¿Cómo puede usted decir eso, Jon? ¡Que Francis muriera! ¡Dejar que Francis muriera! ¡Que se matara! ¿Cómo cree que se hubiera sentido Kenton? —Estaba atragantada. Se puso una mano sobre los altos y exuberantes senos—. ¡No puede ser que hable en serio!

—Sí, hablo en serio —dijo Jonathan, satisfecho. Tenía la seguridad de que aquélla era una de las pocas veces en que Beatrice se había sentido agitada y disgustada—. Un hombre tiene derecho a elegir el momento en que debe morir, ¿no es cierto? Francis eligió morir anoche. Maldito sea ese entrometido de Tom.

Beatrice miraba a su alrededor asustada, como si buscara alguien que le asegurara que no escuchaba a un loco, que todo estaba bien, que ella simplemente había oído mal. Luego, ante la sorpresa de Jonathan, y con no poca satisfacción por su parte, estalló en lágrimas, extendió las manos con torpeza y salió de la habitación corriendo pesadamente.

Apuesto a que eso la privará de disfrutar de su almuerzo, aunque lo dudo, pensó Jon. Volvió al vestíbulo y allí encontró a Tom, el viejo sirviente que había estado al servicio de los Campion durante muchísimo tiempo, después de haber trabajado para el viejo Jasper Pike. Tom lo había escuchado todo, sin sentir la menor vergüenza. Jonathan le hizo un guiño.

—Ha perturbado usted a la señora —dijo Tom con cara grave.

—Así parece. Sugiero que le dé un poco de soda en la comida o un poco antes. No podemos permitir que la señora Offerton no disfrute de su almuerzo, ¿verdad? Sería una tragedia. Dígame Tom, ¿por qué mandó buscar al padre McNulty antes de amanecer? ¿Francis preguntó por él?

—No, doctor, se lo pregunté y me dijo que no. Pero como habían sido tan buenos amigos… y además el señorito Francis casi había cometido un pecado mortal, o tal vez lo cometiera, bien mirado, y… bueno, he conocido a ese muchacho desde que nació. Le conozco muy bien. Nunca se sabe cómo va a reaccionar.

—Apuesto a que así es —dijo Jonathan— y eso hace que usted constituya una minoría de uno. Siga. ¿Habló Francis con el sacerdote cuando vino?

—No. —La cara del anciano se volvió desalentada y triste—. El padre McNulty vino en seguida en su bicicleta. Es duro subir la cuesta en una bicicleta, incluso para un hombre joven. Siempre me he preguntado por qué ninguno de sus ricos feligreses, o unos cuantos reunidos, no le compran un caballo y un coche.

—No me mire usted a mí —dijo Jonathan—. No soy feligrés suyo. Dirija sus miradas torvas a los McNellan que viven allá arriba en la colina, y a los Fandrusse, y a los Temple, y a otros por el estilo. De modo que Francis no quiso hablar con el sacerdote.

—No, doctor, no quiso. Se quedó acostado mirando hacia otro lado. Parecía como si estuviera muerto, sin escuchar, sin moverse. El padre McNulty se quedó hasta casi la hora de la misa. Estaba cansado y hambriento, me hizo prometer que no dejaría solo a Francis durante mucho tiempo y me dijo que le llamaría a usted.

El anciano suspiró y se retorció las manos.

—Hice que Francis me prometiera algo. Le hice prometer que no… que no… volvería a hacerlo. Me dijo que lo pensaría… y… y… —Las lágrimas corrían por los párpados inferiores de sus cansados ojos—. Bueno, le recordé los cuentos que solía contarle cuando era un niño, y cómo le sacaba a pasear y le traía golosinas para que comiera por la noche, y cómo cortábamos árboles de Navidad en la montaña, y cómo le vendaba las heridas y le llevaba al peluquero, y todas esas cosas. Y, señor, no me parece justo decirlo ahora que es un hombre, pero empezó a llorar. Fingí que no lo veía, pues no quería que se sintiera avergonzado cuando lo recordara. Entonces alargó la mano, yo se la tomé, y él dijo:

—Tom, hay más de una forma de morir, y yo moriré, pero no voy a hacerlo por mí mismo. —Tom miraba a Jonathan implorante—. No entiendo del todo eso, doctor, pero obtuve su promesa.

Jonathan miraba sus polvorientas botas de montar mientras las golpeaba distraídamente con la fusta.

—Hum… —exclamó pensativo. Tom esperaba, entonces Jonathan dijo—: ¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo?

—No, doctor, no lo sé, sólo sé que el muchacho se ha sentido muy desgraciado durante más de un año. Nunca me quiso decir por qué, aunque se lo pregunté.

—Tal vez decidiera hace más de un año que no tenía pasta de clérigo, pero no tuvo valor para decírselo a sus superiores.

—No, señor —dijo Tom, con un súbito énfasis—. Usted no comprende al señorito Francis, doctor. Siempre tuvo el valor de tres muchachos juntos, no de uno solo. Vivía aquí sin que nadie se fijara en él, ni siquiera los sirvientes o el jardinero. Era un chiquillo extraño, y aquello habría destruido a cualquier otro chico, que se habría dedicado a hacer travesuras para vengarse. Pero el señorito Francis no. Ha sido el muchacho más valeroso que he conocido, doctor, y ahora es un hombre valiente. Si hubiera creído que se había equivocado, se lo hubiera dicho a los padres directamente a la cara.

—Creo que ya lo ha hecho. No ha dicho nada al respecto, pero creo que ya lo ha hecho. Aunque tuvo que reunir valor durante todo un año para hacerlo.

—Doctor, fue otra cosa.

Jonathan quedó de nuevo pensativo.

—Muy bien, iré a ver al paciente. ¿Siente molestias para tragar?

—La garganta se le hinchó mucho, se le puso roja y azul y tenía muy mal aspecto, pero tragó un poco de agua y no pareció molestarle. Le digo, doctor, que cuando le vi allí… No había más luz que la de las estrellas, y al principio no le vi, y le diré… —Inclinó la cabeza—. Lo primero que me dijo fue: «¡Tom, maldito seas!», y lo decía en serio, doctor, en serio. Podía hablar, sin embargo, era como el chillido de un enfermo. Ahora está un poco mejor.

Subieron juntos por la enorme escalera de mármol, llegaron a la larga penumbra del fresco pasillo que tenía las puertas cerradas, y Tom apoyó tímidamente la mano sobre el brazo de Jonathan.

—Doctor —le dijo— doctor, quisiera preguntarle algo. Le he visto con mucha frecuencia, desde que usted era un niño y después cuando iba a la escuela. Dicen cosas muy feas de usted, que es usted un hombre duro, y… bueno, doctor, ¡nunca he creído nada ni por un instante! ¡Nunca! Le conozco muy bien a usted, igual que conozco al señorito Francis. Y por eso no creo que deba pedirle que tenga paciencia con él, y que sea amable. Que trate de entenderle.

Jonathan se sintió inmediatamente conmovido y enojado por el sentimentalismo del anciano.

—No es usted su padre, Tom, ni tampoco lo soy yo, pero confieso que parece necesitar un amigo.

Abrió la puerta, le hizo un gesto a Tom, y después entró en una habitación con vistas a las montañas escarlatas, amueblada con austeridad, con una austeridad que era fiel expresión de la personalidad de Francis Campion, como si se hubiera rebelado contra la opulencia y el lujo de la casa de su padre.

El joven yacía en la cama, una sábana blanca lo cubría hasta las axilas. No miraba el crucifijo que tenía frente a sí en la pared, sino las montañas que se divisaban a través de la ventana. Jonathan oyó en su interior la cita bíblica: «Elevaré mis ojos hacia las colinas eternas, de donde viene mi fuerza» y se rió de sí mismo. No había más fuerza en el hombre que aquélla que pudiera extraer de dentro de su propio ser, de su experiencia, de su carácter, la fuerza con que había nacido.

Vio el mechón de pelo negro sobre la blanca almohada, el pálido perfil hundido del joven, la quietud de su cuerpo y de su boca descolorida. Entró en la habitación, y sus tacones de cuero repiquetearon sobre la madera desnuda. Francis Campion no se movió, pero Jonathan se dio cuenta de que no dormía. Se sentó junto a la cama y colocó la fusta y el maletín a su lado, después encendió con calma un cigarrillo y empezó a fumar. Esperaba, Francis no se movía. Jonathan se dio cuenta de que no era por obstinación, resentimiento ni empecinamiento, ni tampoco por vergüenza. No se trataba más que de un total desinterés, indiferencia y falta de curiosidad por saber quién había entrado en su habitación. Francis había llegado ya a un extremo en que no le importaba en lo más mínimo que alguien le hablara o le mirara. Las opiniones de los demás o lo que pudieran pensar de él, no le importaban lo más mínimo. Ni un muerto podría haber sido más indiferente, y de no ser por el fugaz temblor de sus párpados, Jonathan podría pensar que se trataba de un cadáver.

—Es costumbre entre quienes esperan morir —dijo por fin Jonathan— tomar al menos algunas disposiciones en favor de quienes van a abandonar, es decir, si son decentes. Tú, por ejemplo, Francis, esperas morir de algún modo y haces tus planes. Sin embargo, la única persona que realmente cuida de ti quedará desamparada, pues será despedido de su miserable empleo, sin duda porque fue lo bastante indiscreto como para salvarte la vida. Tú no tienes ni una moneda de cobre. Si la tuvieras y se la dejaras a Tom Simmons, yo diría: «Vete, y que Dios te ampare dondequiera que vayas». Pero ¿qué es Tom para ti, de todos modos?

Por unos minutos Jonathan temió que Francis no le hubiera oído, que hubiera apartado sus sentidos de todo lo que era vida ordinaria, incluyendo el oído. Al cabo, su larga cabeza delgada giró lentamente sobre la almohada, y Jonathan vio su joven cara mortalmente pálida, quieta y rígida. Vio también la gruesa e hinchada herida sobre el cuello.

—¿Tom? —dijo Francis, con acento dolorido.

—Tom. Tu tía va a echarlo a patadas por culpa tuya. Parece que no sólo se preocupa por tu vida, lo que admito que fue una estupidez, sino que se preocupa también por tu alma inmortal. Eso es imperdonable. Por lo tanto tu tía no puede perdonarle. Tal vez sea tan generosa como para darle la paga de una semana —¿cuánto será?— como compensación. Después de todo, es imposible que viva en este lugar alguien que sea humano, ¿no?

El sufrimiento helado que se reflejaba en la cara de Francis se convirtió en rigidez. Pensaba, y el esfuerzo era aparentemente demasiado terrible para él. Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—Tú no tienes un centavo —le dijo Jonathan—. Tu abnegada madre le dejó a tu padre hasta el último céntimo. Tu padre iba a hacerse cargo de su amado hijito. Eso es lo que creyó tu madre. Bueno, volviendo al caso, tu padre no te ha dejado morir exactamente de hambre; ni te ha pegado físicamente; te ha dado albergue y vestido; te ha permitido elegir tu forma de vivir sin hacer gran alboroto, y hasta es probable que te dé dinero para tus gastos. Bueno, las cosas van mal. Es posible que pueda conseguirle a Tom un trabajo como ordenanza en uno de los hospitales, pero dudo que dure mucho en eso. El trabajo es demasiado fuerte y Tom es muy viejo, ¿no es cierto? Ha estado con tu padre veinticinco años, y antes estuvo un cuarto de siglo con el viejo Jasper Pike. Tom debe andar por los setenta, y la mayor parte de su vida la ha gastado al servicio de gente como tu padre y como tú, Francis. Esto es una especie de epitafio, pero ¡que me condenen si puedo decir de qué clase!

Francis le miraba con fijeza, como si el dolor que soportaba, tanto mental como físico, fuera demasiado grande como para hablar.

—No soy uno de ésos —prosiguió Jonathan— como Teddy Roosevelt y algunos de sus amigos, que piensan que un hombre tiene derecho a los frutos de la tierra simplemente por la estúpida razón de que sus padres le concibieron en un momento determinado probablemente sin la menor intención, y le proyectaron sobre el resto de los mortales. He llegado a la conclusión que un hombre no sólo es digno de su salario, sino que su salario debe ser suficiente como para mantenerle decentemente durante el resto de su vida y permitirle que ahorre algo para su vejez o para un caso de enfermedad. Y maldita sea, los patrones deberían ser gravados de alguna manera para que cuiden de que sus empleados tengan una pensión para los años en que ya no puedan trabajar más para engordar la cuenta bancaria de sus patrones y sus inversiones.

»Ahora bien, sería bueno que Tom supiera que cuando le echen de aquí —y ha vivido en esta casa casi cincuenta años ¿no es cierto?— tú le has dejado varios miles de dólares, y supiera además que va a tener un ingreso fijo hasta que encontrase otro trabajo, o quizá nunca volviera a trabajar, eso sería muy bonito. Pero no tiene nada parecido, y al pobre Tom sólo lo espera el asilo de ancianos o la granja del Estado.

La sombra más pálida de desesperación corrió como una ola sobre el rostro de Francis, que levantó un poco la cabeza de la almohada.

—No voy a permitir que echen a Tom —dijo con un susurró áspero—. No pueden hacerle eso, sólo porque…

—¡Ah, sí, pero lo harán! —dijo Jonathan en tono alegre—. Ahora bien, si Tom hubiera sido lo bastante sensato como para cerrar la puerta cuando vio lo que hacías y hubiera vuelto cómodamente a su cama, te hubieran descubierto por la mañana y algún doctor, miembro de la familia, podría haber sido inducido a firmar un certificado diciendo que habías muerto de «causas naturales», y todo lo que le quedaba por hacer a Tom para vivir cómodamente el resto de sus días, era nada más que decirles a tu padre y a tu tía en privado que sabía lo que sabía. Y entonces, ¿qué? Pero el mundo está lleno de idiotas, ¿no es cierto?, incluyéndote a ti y a mí, y en especial a Tom.

El joven no contestó, pero lentamente y con tremendo esfuerzo comenzó a incorporarse en la cama. Jonathan le miraba sin ningún signo de curiosidad o de interés, y esperó hasta que Francis, respirando convulsivamente y latiéndole fuertemente el corazón, acomodó las almohadas, se sentó sobre ellas y volvió a mirarle.

—Maldito sea usted —dijo Francis Campion luchando para respirar— y malditos todos. Nadie va a dañar al pobre viejo Tom. Si… lo hacen… haré saber a todo el condenado mundo por qué…

—¡Muy bien! —dijo Jonathan—. Deberías decirles eso a tu padre y a tu tía primero, y te ahorrarías muchísimas dificultades. Por cierto, tu padre estará aquí dentro de un par de horas. Tiene que pronunciar su retumbante discurso habitual en Hambledon el Cuatro, y, como de costumbre, tú asistirás al acto.

Pensó que el joven se le había vuelto a escapar de las manos, pues la cara de Francis se había hecho inexpresiva y remota por completo otra vez, como si estuviera sumergido en pensamientos ultraterrenos. Pero, para alegría de Jonathan, Francis insinuó una sonrisa. No era una sonrisa brillante y alegre, pero sí era visible, aunque tenuemente.

—No —dijo— no estaré allí —hizo un gesto ceñudo.

—Desgraciadamente yo sí estaré —dijo Jonathan.

En aquel momento Francis le miró fijamente, ya que recordaba que no había visto al doctor desde que fue acusado, procesado y absuelto. Recordaba además otras muchas cosas.

—Si yo fuera usted —dijo Francis, y en aquel instante había verdadera vida en su débil voz— no iría a ninguna parte, no vería a nadie de este pueblo, y les diría a todos que se fueran al infierno.

—Bonitos sentimientos para un aprendiz de clérigo —dijo Jonathan— pero estoy completamente de acuerdo contigo. Sin embargo, contrariamente a tu forma de proceder, yo pienso en los que dejo atrás. Voy a quedarme aquí hasta que mi reemplazante esté amaestrado, pues no soy un irresponsable como tú. Quiero asegurarme de que mis viejos pacientes no van a ser despedazados por cualquier burro diplomado, o tratados por algún amante de la naturaleza con «hierbecitas naturales» que crecen en los campos y las colinas. Ahora, si tú estuvieras en mi lugar, este pueblo no te habría visto ni los tacones de los zapatos desde hace muchísimo tiempo, y al diablo los pacientes. Es así, ¿no es cierto?

—Buena opinión tiene usted de mí —dijo Francis Campion.

Jonathan notó que le causaba dolor pronunciar cada palabra, y que la voz le salía áspera por el esfuerzo.

—No tan mala como la que tú debes tener de ti mismo, Francis. No te hago un sermón. No me importa si te cuelgas otra vez cinco minutos después de que me marche. Pero no tienes derecho a sumir al pobre viejo Tom en la miseria, no importa cuál sea la dificultad, real o imaginaria, que te decidió anoche a escupirle la cara a Dios y a los hombres, y mandarlo todo al diablo.

Se endurecieron las finas aletas de la nariz de Francis, y Jonathan se alarmó al ver lo enflaquecido que estaba. Nunca había sido corpulento, tendía más bien a ser delgado, pero ahora gran parte de sus huesos eran visibles bajo la piel pálida, y el labio superior, caído, formaba bultos causados por los dientes. Cualquiera hubiera sido el motivo que llevara a Francis Campion a aquel punto en el tiempo y el espacio, seguramente no era cosa trivial.

Francis sonrió de nuevo.

—¿Qué le parece si consigo un trabajo, hago suficiente dinero para proporcionar a Tom cierta seguridad, y después decido?

—Te felicito por adelantado —dijo Jonathan—. ¿Quieres un cigarrillo?

Francis alargó la mano, tomó uno de la cigarrera de plata de Jonathan, y éste se lo encendió.

—Sin embargo —dijo Jonathan, mientras observaba cuidadosamente para ver si a Francis no se le cerraba la garganta al pasar el humo, cosa muy posible— eso requerirá un tiempo muy considerable, en vista de que tú no tienes ni profesión ni oficio, y estás casi tan indefenso como Tom. Quizá, sin embargo, te sea posible conseguir prestados unos pocos miles de dólares. Estoy seguro de que tu padre pagará la deuda después que se haya librado limpiamente de ti, con un suspiro de alivio.

—Quizá usted pudiera prestármelos —dijo Francis—. Le daré un pagaré.

—Yo, no. Por cierto, sabes que se supone que debo informar de este caso a la policía, ¿verdad?

En el delgado cutis del muchacho se dibujaron unas arrugas delatoras de la terrible desazón que la noticia le provocó.

—Con eso me parece que arruinaríamos la gira que tiene preparada tu padre —dijo Jonathan—. Especialmente si lo intentas de nuevo.

El muchacho dio unas chupadas a su cigarrillo.

—¡Por Dios, no me tiente! —dijo.

Jonathan se echó a reír, y después de un segundo de vacilación Francis le hizo coro con un tenue graznido. Empezó a toser, se le enrojecieron las mejillas y se atragantó, después respiró con una especie de estertor.

—No luches —le dijo Jonathan, que lo observaba alerta—. Deja que la naturaleza siga su curso y ella hará la tarea por ti sin que levantes una mano.

Los estertores y atosigamientos continuaron durante un rato más, hasta que la cara de Francis se oscureció y los ojos se le saltaron, y justo cuando Jonathan se disponía a intervenir, cesaron los estertores y Francis se restregó los ojos, que tenía húmedos. Dejó el cigarrillo a un lado y dijo con voz ahogada:

—Pero usted no informará a la policía.

—No lo sé, debería hacerlo, me parece. Sin embargo, tú no me mandaste a buscar, tu tía no mandó a buscarme tampoco, y yo no soy en realidad el médico de la familia. No atiendo a nadie aquí, de modo que por un tecnicismo éste no es negocio mío. Voy a tener que informarme por la Ética Médica.

—¿Nadie mandó a buscarle?

—No. Tom le dijo al padre McNulty que te había tratado durante un par de meses cuando tenías diecisiete años, en ocasión en que el médico de la familia se había ido a Europa, y el padre McNulty me pidió que viniera a verte. Para ser enteramente franco, Francis, no sé por qué estoy aquí. Tu tía no me quiere ni tampoco me llamó, si no fuera una perfecta dama, pediría al jardinero y a sus hijos que vinieran aquí, me arrastraran y me echaran a patadas. Estaría en todo su derecho, soy un intruso, no tengo status. No soy tampoco un buen amigo de tu padre, a pesar de cuanto hayas podido oír. Tu tía esperaba mantener todo esto en calma y dentro de la familia, pero Tom se metió en el lío.

A Francis le tembló violentamente la cara.

—¿Usted ha venido sólo porque el padre McNulty se lo pidió, doctor Ferrier?

—Así es. Ésa es la clase de idiota que soy yo.

—¿Por qué ha venido, en realidad?

—Eso no tiene por qué despertar tu maldita curiosidad, pero, como ya te he dicho, no me conozco a mí mismo.

Una rápida sonrisa volvió a entreabrir la boca de Francis.

—¿Fue simplemente su sentido de la responsabilidad?

—Quizá sea eso. Después de todo, tuviste una colitis ulcerosa bastante mala cuando tenías diecisiete años, y yo te saqué del pozo después que casi te matan los burros. Los chinos dicen que si salvas a un hombre de la muerte o del suicidio, su vida cuelga de tu cuello mientras vivas, y que el hombre se convierte en responsabilidad personal tuya. Pueblo áspero y realista el chino, pero muy intelectual. Eso que dicen tiene sustancia. Después de todo, si te entrometes en el destino manifiesto de un hombre tal como fue dispuesto por entidades misteriosas, cae sobre ti una maldición por interferir. Por lo tanto, quizá yo haya sido maldecido por curarte cuando tenías diecisiete años, y Tom ha sido maldecido ahora por salvarte, y es posible que él y yo juntos podamos establecer un trato con los hados.

Los francos y elocuentes ojos de Francis se oscurecieron con una sombra, y sus labios blancos se endurecieron. Jonathan le vigilaba sin demostrar que lo hacía.

—Como dice tu tía, yo no espío —observó—. Pero como ha pasado mucho tiempo, ¿qué fue lo que te produjo la colitis? No soy uno de esos médicos de Boston y de Nueva York que escuchan demasiado en estos días a ese médico brujo medieval austríaco, Sigmund Freud, que parece pensar que todas las enfermedades del cuerpo tienen su asiento en algo que él llama el inconsciente, o el Superego. Sinceramente, prefiero creer que muchísimas enfermedades se originan en lo que llamo el Infraego, término que se podría acuñar.

»A un hombre sencillamente le falta la hombría, o el valor, o la autoestimación, o el orgullo suficientes para enfrentarse con la vida y sacar de ella la basura a patadas. Y se queda quieto aguantando la paliza, llora y se fabrica una enfermedad para escapar a la lucha. Freud tiene otra idea macabra, también. Piensa que un gran número de enfermedades mentales que dan origen a trastornos físicos son causadas por reprimirse demasiado de revolcarse en la hierba con alguna prostituta bien dispuesta. No siente mucho respeto por lo que nosotros llamamos moralidad judeo-cristiana. Eso puede hacer que un hombre enferme en su Id, o algo así. Creo que la continencia, si no se lleva al extremo de la ridiculez, o si se la adopta con pleno consentimiento de la voluntad, es muy recomendable.

Francis le escuchaba con aquella atención suya que Jonathan había juzgado excesiva tres años antes.

—Veamos entonces —dijo Jonathan—. ¿Qué diablos era lo que te perturbaba realmente cuando tenías diecisiete años? Dirás que soy un preguntón.

Francis apartó la mirada de Jonathan y la fijó en los dedos, que empezó a contraer y estirar.

—¿Le ayudará a «establecer un pacto con los hados» si se lo digo? —preguntó.

—Tal vez.

Francis se detuvo a pensar unos minutos.

—Usted sabe que se supone que no debemos revelar los pecados ajenos —dijo.

—No estoy muy al tanto de la doctrina últimamente, y además no es cosa que me interese ya.

Jonathan se sorprendió cuando Francis levantó el rostro abruptamente y le clavó una mirada en la que se mezclaban la furia y la pasión, pero el joven le habló con una voz que sonaba extrañamente tranquila.

—A mí tampoco, ya no me interesa, he abandonado el seminario. Usted ha hablado de lo que me pasó cuando tenía diecisiete años. Era algo que ocurría desde hacía un año, o quizá más. ¿Se sorprendería mucho si le dijera que adoraba a mi padre… hasta aquel momento?

—Francamente, me sorprendería. —Jon estaba más asombrado que nunca—. Nunca he admirado a tu padre.

—Lo sé —dijo Francis sonriendo de nuevo—. Le oí a usted llamarle el «oso de mazapán», y cosas todavía peores. Creo que le odiaba a usted cuando era niño por eso. ¿No le llamaba usted también «charlatán de feria»?

—Probablemente. Suelo decir cosas así.

—Sí, puede estar seguro. —Francis volvió la cabeza, miró a través de la ventana, y se dirigió a Jonathan sin mirarle—. Le adoraba. Creía que era… un santo. Creía que tenía… grandeza. Nunca parecía advertir que estaba a su lado, pero cuando me veía era sumamente afectuoso. Pasaron años antes de que descubriera que ésa era su forma de tratar a todo el mundo, afectuosamente. Puede ser que a él en realidad le guste la gente. Eso no interesa, de todos modos. Creía que era un hombre… coronado de sol, santo, intocable, heroico.

—Hércules con los ropajes de San Agustín —dijo Jonathan cuando Francis hizo silencio—. Ya lo entiendo.

Las pálidas mejillas tomaron color. Francis se volvió ahora hacia Jonathan, un poco enojado.

—¿No creía usted lo mismo de su padre?

—No, gracias a Dios no lo creía así. A pesar de que era muy niño, tenía más sensatez. Creía que mi padre era patético, pero también creía que era un condenado idiota y un pelmazo. Eso no impedía que me preocupara por él. Aparentemente tú descubriste algo de tu padre que te desilusionó, y en vez de ser sensato y decirte a ti mismo «mi padre no es mejor ni peor que otros hombres», trataste de matarte con la colitis y escapar así de tu desilusión.

—Usted me hace aparecer como un alfeñique —dijo Francis levantando la voz.

—Y bien, ¿no lo eres acaso? No importa que tuvieras dieciséis o diecisiete años. A esa edad ya eras un hombre, no un niño. Habías vivido lo bastante como para saber que este mundo tiene pocos héroes y santos. Quizá ninguno. ¿Qué más hizo tu padre que ser sólo su propio y afectuoso ego, revelándose por completo ante ti como simple arcilla humana? Es demasiado precavido como para hacer algo realmente malvado, o mejor dicho, demasiado precavido como para que le descubran. ¿Descubriste tú algo?

—Sí —contestó Francis con la boca apretada—. Varias cosas. No importa saber cómo ocurrieron ni cómo las descubrí. Todo empezó cuando le visité en su suite en Washington durante unos días de fiesta en que él no podía venir a casa. Resolví darle una maravillosa sorpresa —siguió diciendo Francis con amargura— y no le dije por lo tanto que iba. ¡Una sorpresa! ¡Sí que lo fue!

Jonathan se llevó las manos a la cabeza con fingido horror.

—¡No me digas! —exclamó—. Encontraste a tu padre «en los brazos de una mujer que no era su esposa».

—Ríase —dijo Francis—. Probablemente le parezca muy divertido, doctor Ferrier, pero no lo fue para mí, a mis dieciséis años.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Jonathan—. Ahí estabas tú, a los dieciséis años. Probablemente habías experimentado tus propios «impulsos carnales» como los llama la Iglesia, haciendo algunos jueguecitos con las manos y otras cosas. ¿Creías que tu padre era un monje? ¿Un ermitaño? Era, y sigue siendo, un degenerado muy sanguíneo. Es cosa sabida que siempre ha tenido un ojo certero para las damas, y no está casado. ¿Creías en realidad que debía haberse dedicado a los recuerdos de mamá, y mantenerse amurallado contra el mundo?

—Me hace aparecer usted como un idiota joven —dijo Francis inclinándose hacia Jonathan y aparentando que estaba profundamente ofendido.

—Naturalmente. Lo eras, y lo eres. ¿Nunca te dijeron nada en la escuela para varones de Filadelfia, o siquiera en el seminario?

La expresión de Francis se volvió fría y sombría.

—Sí, pero no fue ésa la razón… quiero decir, fue una impresión, al principio, y cuando los clérigos me hablaron, aunque la conducta de mi padre todavía me parecía repugnante, me di cuenta de que era completamente normal. No, no fue eso. Fueron otras cosas que empecé a descubrir.

—¿Cosas que te contó la gente?

—No, cosas que descubrí por mí mismo. Me dediqué a descubrirlas.

—¡Qué condenado pequeño espía habrás sido! Y un tanto despreciable también.

Pero los grandes y oscuros ojos de Francis no se apartaron ni pestañearon. Eran, por fin, los ojos de un hombre.

—No le diré lo que descubrí. Si hubieran sido las raterías y manipulaciones típicas de un político, las cochinadas habituales, las hubiera llegado a comprender también. En la vida hay que hacer montones de transacciones, y llegar a madurar, ¿no es cierto? Hubiera transigido, como hubiera transigido antes con todas las hábiles filosofías de un mundo cínico, si los… delitos… de mi padre, hubieran sido los habituales y aceptados de un hombre político, e incluso si hubieran sido lo que la gente llama «peculiares», como una forma de no mencionar las verdades.

Jonathan escuchaba con atención. Ya no sonreía. La expresión de Francis se ensombreció de nuevo.

—No, no puedo decírselo. Creía, cuando tenía diecisiete años, que era absolutamente necesario decirlo… bueno, digamos hombres importantes, hombres de gobierno. Creía que era asunto de mi… país. Mi país. El país del que habla él en forma tan segura y elocuente, el Cuatro de Julio, y en los aniversarios de Washington y de Lincoln. Las cosas que ha jurado proteger. El nunca creyó que yo fuera muy inteligente, aun cuando tenía ya los dieciséis y los diecisiete años, pensaba que era un chiquillo. Así… se lo oí decir en su apartamento, en Washington.

Se miró, sin verlas, las palmas de las manos.

—Y ahí estaba la cuestión, mi conciencia, mi país. Por encima de todo, mi país. Sin embargo era mi padre. ¿Qué hace una persona en tal caso?

«Dios mío», pensó Jonathan, que tuvo como una sombra de revelación, sí, ¿qué hace una persona en tal caso? No lo sé.

—¿Así que entonces quedaste dividido por dentro, sangrabas en tu interior, y por poco te mueres?

—Usted debería haberme dejado morir —dijo Francis cerrando sus delicadas manos.

—¿Nunca le dijiste nada?

—No. Para decírselo, tendría que haberme separado de él. Hubiera tenido que hacer lo que temía hacer. Me llevó mucho tiempo superar el cariño que sentía por él. Muchísimo tiempo. Suponga que usted hubiera descubierto algo muy terrible acerca de su padre, doctor Ferrier, algo realmente… monstruoso. Algo tan criminal que por el interés de su país tendría que ser denunciado, y que si no lo fuera, él seguiría haciendo la misma cosa, y puede ser que mucho peor. ¿Usted lo hubiera…?

—¿Denunciado? —dijo Jonathan, moviendo la cabeza—. No lo sé. Creo que no.

—Bueno, ahí lo tiene —dijo Francis suspirando—. Me llevé eso al seminario conmigo cuando tenía diecisiete años. Y, no se ría de mí ahora, recé. Sea como sea, lo aparté de mi mente.

—¿No podría ser que te hubieras equivocado? ¿No hiciste una montaña de un granito de arena? Después de todo apenas eras más que un chiquillo, y los políticos hacen cosas muy expeditivas.

Francis meneó la cabeza.

—Deme un poco de crédito. Traté de decirme eso a mí mismo durante más de un año. Traté de creer que él no hacía más que lo que otros políticos hacían, sólo que por mucho más dinero, y que en ellos era una especie de juego atroz solamente. Lo mismo que jugar a los dados con apuestas muy altas. Pero venían hombres a aquel apartamento en Washington, senadores… y otros…

—¿Y él te permitía quedarte ahí para ver todo eso?

—No, no era tan idiota. Seguía visitándole, y a veces no me esperaba… Tenía que saber. Siempre llegaba por la noche. Finalmente debió sospechar algo, pues cuando llegaba siempre estaba listo para recibirme. Mi tía le telegrafiaba que iba para allá. También descubrí eso.

—¡Cristo! —dijo Jonathan.

—Y ahora no sé nada. Sé que ganó un montón de dinero con la guerra hispanoamericana. Sé que viaja muchísimo al extranjero. Eso es todo lo que le diré, doctor Ferrier, aparte de que he leído mucho estos últimos tres años, muchísima lectura sobre un asunto que es temible. ¿Ha oído hablar alguna vez de Zaharoff, doctor?

—Sí, le llaman misterioso y siniestro. He oído mencionar su nombre. Tiene algo que ver con municiones, ¿no es así?

Pero Francis no le contestó. Se recostó contra las almohadas totalmente agotado. Jonathan le observó y respetó su honor y su sufrimiento, y al hacerlo se sintió enormemente molesto. ¡Qué peso tuvo que llevar durante años, sobre sus espaldas, el pobre muchacho! Y peor todavía, Francis se dio cuenta de que para no traicionar a su padre, traicionaba algo que era infinitamente más grande.

—Míralo de este modo —dijo Jonathan con desacostumbrada amabilidad—. Si tu padre no lo hubiera hecho, y otros con él, igualmente habría habido otros hombres en la misma posición que la suya para hacerlo. Sé que esto no es un gran consuelo, y cuando se trata de asuntos como éste el individuo es impotente, pero…

Francis cerró los ojos, y habló con voz muy tranquila.

—Usted no entiende, doctor. Eso ya no me importa. No me importa nada de nada. Hace casi un año que no me interesa nada de eso, no me ha interesado durante todo ese tiempo, y quizá más.

Jonathan se sentía más turbado que nunca. Se levantó con lentitud y fue hacia la ventana desnuda. Desde allí contempló los macizos de césped, las fuentes, los árboles y las flores, después elevó la vista y miró las cadenas de montañas, tranquilas, espléndidas y remotas. Frunció el entrecejo. La habitación, a sus espaldas, estaba demasiado tranquila, como si allí hubiera un muerto.

—Dices que no te ha interesado nada desde hace mucho tiempo —dijo sin darse la vuelta—. Has estado en el seminario estudiando para el sacerdocio. ¿Ya no te importa nada de… digamos… Dios?

—No —dijo con voz inexpresiva detrás suyo—. ¿Cómo podía interesarme? Ya he dejado de creer en su existencia. O, si existe, ya no se interesa en esta mota de polvo en que vivimos. La fe que tenía murió, necesité mucho tiempo… más de un año. Murió despacio, doctor Ferrier, pero murió de veras. No puedo ser sacerdote, mi fe ha muerto.

«Y por eso trataste de morir tú también», pensó Jonathan. ¡Qué mundo más podrido, asqueroso, repugnante y enfermante es éste! Se acercó lentamente a la cama y se detuvo a su lado, mirando al agotado y doloroso muchacho que estaba acostado allí.

—Si cada hombre que pierde la fe —le dijo— si cada hombre que fuera un agnóstico o un ateo sinceramente convencido muriera por ello, quedaría muy poca gente en este mundo. Con eso no quiero decir que no sería excelente, simplemente establezco un hecho. Los hombres han muerto, y los gusanos se los han comido, pero no por Dios.

—No —dijo Francis, acostado y con los ojos cerrados—. Usted olvida a los mártires que murieron por Él, y a los santos que creyeron en Él hasta su muerte. Esa parece ser la mayor tragedia de todas: morir por nada.

—A todos nos pasa —dijo Jonathan—. Vivimos y morimos por nada que nosotros podamos discernir, nada que honestamente tenga sentido para un hombre racional. Los mártires, los santos, los héroes, los hombres comunes como tú y como yo, hombres como tu padre… vivimos y morimos por nada. Inventamos dioses cuando el pensamiento de la nada, la esterilidad, la sinrazón, se nos hace insoportable y los adoramos, y no podemos soportar ya vivir en un vacío, cuando algo piadosamente humano clama en nuestro interior pidiendo consuelo para lo que vemos y sufre. La religión es la verdadera sinrazón, pero, Dios nos ampare, no podemos estar cuerdos demasiado tiempo, o con demasiada frecuencia. Hay una angustia que es peor que la fe: la falta de fe. Hay una locura peor que la de creer: la de no creer.

Los ojos de Francis se abrieron y miraron directamente a Jonathan.

—¿Cree usted eso, doctor?

Jonathan vaciló. Su perturbación era algo así como una tormenta en su interior. No sabía qué decir.

—Creo en eso, por momentos —dijo—. Recuerda el grito que lanzó el hombre hacia nuestro Señor: ¡Creo! ¡Ayúdame en mi incredulidad!

Francis sonrió con tristeza.

—He perdido hasta la voluntad de creer, de modo que no necesito ninguna ayuda.

¿De modo que era por eso que no quería hablar con el padre McNulty? Jonathan acercó su silla a la cama.

—¿Has hablado con los sacerdotes viejos sobre este asunto en el seminario, Francis? —le preguntó.

—No. No quería causarles dolor.

—Deberías haber hablado con ellos. ¿Crees por un momento que esos hombres devotos y sin culpa nunca tienen sus largos períodos de sequedad y desesperación, de incredulidad? ¿Crees acaso que nunca conocieron la duda, e incluso que no las tienen todavía? Santa Teresa de Ávila tuvo treinta años de aridez, y fue la única de entre los santos que han existido que confesó que a menudo le asaltaba la duda y le torturaba la desesperación de la incredulidad. Sin embargo, persistió en las virtudes heroicas. He oído decir que sus dudas y su aridez eran pruebas a que se le sometía para ver si perseveraba en el desierto de su alma angustiada, a pesar de todo.

—¿Cree usted eso, doctor Ferrier?

—No lo sé —contestó Jonathan—. Verás, cuando tenía diecisiete años, también yo perdí mi fe, y nunca la he recuperado. Ni una vez, ni siquiera por un instante.

—¿Pero cómo puede vivir, entonces?

—No soy cobarde. El mundo está lleno de hombres valerosos que no tienen fe. Nos encontramos en un remolino sin sentido, y la única cosa verdadera es el hombre, en sí mismo. Su empecinamiento, su paciencia, su persistencia, su esperanza frente a la aparente falta de sentido, le dan una dignidad portentosa. Es el observador y el participante. Es el constructor. Es el artista que produce el orden dentro del desorden, que aporta un poco de débil luz al caos. Por lo general no siento demasiado respeto por mis semejantes, ya que conozco sus debilidades, sus crímenes y sus estupideces, y me aparto de ellos por ese motivo. Pero hay momentos en que siento respeto por el hecho de que sobrevivan y no se dejen vencer. Es trágico, y eso lo transforma en una figura heroica en medio de sus ciegas calamidades.

—¿Y usted cree que vivir es suficiente para justificar la vida?

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Maldecir a Dios y morir? ¿Acaso es eso lo único que un hombre puede hacer? Lo es, si sigue siendo un niño, y si insiste en patear y destruirlo todo cuando descubre que no hay Papá Noel, sólo por rabia pueril y espíritu de venganza.

—Doctor Ferrier —dijo Francis— he construido toda mi vida, desde la infancia, sobre Dios. Sabía, desde que era muy niño, que mi padre no se interesaba por mí, y sabía que tampoco le interesaba a mi tía. No le interesaba a nadie. No tenía facilidad para hacer amigos, era demasiado retraído, demasiado tímido. Me gustaba demasiado leer. Tenía mis fantasías. Me gustaba mirar el mundo, lo adoraba. Y adoraba a su gran Amante por haber hecho un mundo tan hermoso y por haberme creado a mí para que yo también pudiera disfrutarlo. Dios era para mí el Padre y la Madre, Hermano y Hermana, Amigo, Compañero, Maestro, todos los días de mi vida, desde el día en que escuché su nombre. —Levantó una mano y la dejó caer—. Y ahora no me queda nada, nada en absoluto.

—Tienes tu juventud y tu mundo aún está aquí, y tienes ante ti una vida para soportarla, como la soporto yo.

Francis contempló durante largos minutos la cara oscura, cansada y relajada que se inclinaba sobre él.

—¿Usted solamente la soporta, doctor? —preguntó.

—Solamente la soporto. Solamente la he soportado desde que tenía diecisiete años, por cierto, ¿qué fue lo que pasó para que se precipitara sobre ti esta crisis?

—Eso es lo peor de todo, doctor. Si se hubiera tratado de alguna terrible desilusión, o de alguna tragedia, o de algún trastorno, parecería mejor y más sensato. Pero no fue nada de eso. Mi fe fue desapareciendo, simple y lentamente, y por fin se fue del todo. Traté de conservarla, pero desapareció.

—Normal, habitual, lugar común —dijo Jonathan movido por una profunda compasión—. Así le sucede a la mayoría de los hombres. Así nos abandona la fe. Se desliza hacia afuera. Pequeñas dudas que no se resuelven, que no tienen respuesta. Unos cuantos meses de indiferencia. Una experiencia trágica para la que no parece existir una respuesta lógica, ni piadosa. Observación de los crímenes de los hombres que quedan sin castigo. Las inexplicables desdichas que sufren los fieles. Enfermedad. Muerte cruel. La alegría y satisfacción de los malos. Las aparentes paradojas que carecen de sentido. Confrontación de la realidad con la doctrina. En su mayor parte, cosas ínfimas. Arrepentimiento por miedo al castigo. Nuevos intereses…

»Eventualmente algo nuevo ocupa el lugar de la fe. El servicio, la ambición, la excitación de vivir por vivir. Nuevas revelaciones de posibles placeres y goces. Curiosidad, ciencia, experimentación. La boda y la familia. Resultados agradables cuando gratificamos nuestros sentidos. Los Siete Pecados Capitales, también, si es que quieres meterlo todo en una cáscara de nuez.

En el rostro de Francis se dibujó una tenue sonrisa. Ni él ni Jonathan habían advertido que éste le había tomado una mano y se la sostenía firmemente.

—Los Siete Pecados Capitales —repitió Francis.

—Sí. Te sorprendería ver lo encantadores y divertidos que pueden resultar.

—Realmente no sé cómo pecar —dijo Francis sonriendo apenas.

—Entonces debes aprender.

En la habitación se produjo un nuevo silencio.

—Creo que lo que te sucedió es lógico —dijo Jonathan por fin—. Los clérigos del seminario buscan la lógica, y quieren a Aristóteles y a Platón. Pero la lógica puede ser muy irracional, peligrosamente irracional. La religión la usa a pesar de su mortífero peligro, pues la religión está basada en el instinto más profundo del alma de un hombre, en sus emociones más profundas, en sus impulsos más misteriosos que son totalmente inexplicables en nuestros términos mundanos. El hombre nace con ellos, no los adquiere. Sólo la lógica puede ser aprendida y adquirida. ¡Creo que eso es algo en lo que vale la pena que pienses!

»Me contaron una vez la historia de un maestro que llevó a su clase, compuesta por muchachos de diecisiete años, a ver salir el sol. Fue una especie de experiencia científica.

»Era una noche inusualmente negra pese a la luna menguante y las estrellas. Los jóvenes y su maestro, en medio de un campo oscuro, podían ver la amplitud del cielo sin que les interrumpiera ninguna construcción. Miraban hacia el este, bostezando y helados. Casi imperceptiblemente una sombra gris azulada iluminó el oriente, un espectro de sombra. Después, gradualmente, se produjo un brillo del color oro más pálido, aunque la tierra estaba tan quieta como si fuera el primer día de la creación y no hubiera ningún ser vivo para verlo. Los muchachos empezaron a sentir un pavor curioso y perturbador, y sin saber por qué, sus instintos sacudieron la pesada flojedad de la enseñanza que habían absorbido durante años, y empezaron a murmurar.

»El primer rayo de oro se hizo más profundo y fuerte, y después en medio de él, se vio algo parecido a interminables multitudes de alas de luz, palpitantes, puras, el brillo del cielo, extendiéndose más ancho y más vasto sobre la bóveda oscura, insinuaba una grandeza que iba más allá de la experiencia o de la imaginación de los que la contemplaban. Sin embargo la tierra seguía negra, quieta y silenciosa debajo de los cielos, sin formas, sombras o sonidos. Parecía esperar.

»De repente, sobre ese oro palpitante que brillaba más a cada instante, se elevaron las trompetas escarlatas del alba, abriéndose en abanico de uno a otro extremo de la luz, y todo aquel poderoso oriente brilló y se hizo más rápido. A los muchachos les parecía que veían agitarse en medio de él rojas banderas, y elevarse majestuosamente, ante el sol, arcángeles con trompetas. La gloria estupenda, tan silenciosa aunque resonante como ninguna exclamación, ninguna voz, ningún tambor podría resonar, parecía proclamar la inminente llegada de un Rey. Pero la tierra estaba todavía quieta y no se proyectaba sobre ella ni el más delicado movimiento ni la luz más frágil.

»El maestro se sentía satisfecho por la concentrada atención de los muchachos, y les dijo: “¿Podéis casi sentir, no es cierto, el girar de la tierra hacia el este, hacia el sol?”. Algunos de los muchachos gritaron involuntariamente: ¡Hosanna!, y otros gritaron: ¡Aleluya! Y por vez primera en sus vidas algunos cayeron de rodillas y elevaron sus manos al cielo en reverente y exaltado saludo.

Francis había escuchado aquella historia absorto como nunca se había sentido antes, y en sus ojos brillaban las lágrimas.

—Ya ves, el maestro habló con lógica y con la verdad —dijo Jonathan— y por ello nunca agitó un corazón ni conmovió un espíritu. Pero los muchachos supieron. Habían advertido algo en sí mismos quizá tanto como en el cielo, que iba más allá de la razón, y saludaron algo que sólo la divina sinrazón puede abarcar. No puedes querer tener fe, Francis. No puedes obligarte a creer. Aprendiste en el seminario que la fe es solamente un don de Dios. Creo que tú nunca creíste realmente como un hombre cree, sino como cree un niño. Ahora tienes delante tuyo una gran aventura: la búsqueda de lo que es Dios y lo que eres tú… y el significado de tu vida. Eso puede llevarte toda la vida.

—¿Y si no lo encuentro?

—Bastará con la búsqueda. ¿Qué hay que pueda ser más importante, más digno de un hombre? De todos modos pienso que lo has de encontrar. —Jonathan sonrió—. Y cuando lo encuentres, cuéntamelo por favor. Quisiera saberlo también. Ya ves, era uno de aquellos muchachos que estaban en el campo, pero no estuve entre los que gritaron «¡Hosanna!», o «¡Aleluya!». Había perdido mi fe, mi fe de niño. Y nunca la encontré cuando llegué a ser hombre. Quizá no busqué con bastante empeño. Sólo sé que los hombres se interpusieron entre mí y lo que podía ser la única Verdad que necesitamos conocer —miró por un instante al Crucifijo.

Francis no podía hablar. Jonathan, que tampoco podía decir nada, cogió su fusta y el maletín, pero cuando llegaba a la puerta, el joven le dijo con voz rota:

—Quisiera ver al padre McNulty. Creo que deseo verle.