Jonathan bebía de pie en el estudio de su padre. Lo hacía de manera lenta y constante, mirando a su alrededor, a aquella habitación decorada en marrón y oro, tan calmada y tranquilizante a la suave luz de la lámpara. Adrian Ferrier la llamaba su «retiro», y pasaba la mayor parte de sus momentos de ocio allí entre sus amados libros, «mis compañeros más queridos», aunque su biblioteca no poseía aquella atmósfera tan particular de contemplación y comunión profunda que distingue a la verdadera biblioteca, al verdadero estudio de un intelectual. En resumen: era vacía. Siempre brillaba, siempre estaba hermosa, daba la impresión de ser acogedora. La lustrosa belleza permanecía después de entrar allí, pero la superficial invitación pronto se desvanecía ya que no había sido formulada verdaderamente. Era una armoniosa vasija que nunca había contenido vida ni siquiera desde un principio, pues Adrian Ferrier nunca había poseído vida para poderla dar. Carecía de vida ahora como había carecido en su período de existencia. No era una habitación abandonada, lo que pasaba era que nunca había estado habitada.
Jon lo había sabido desde niño, pero desde aquel entonces había consentido a su padre la vanidad de creer que aquél era el salón del trono de un pensador y de un contemplativo, que buscaba refugio contra un mundo ardiente y exigente en las cavernas de su propio pensamiento brillante. «Me siento siempre como refrescado», solía decir. «No importa lo cansado que esté, entro en mi retiro donde pienso y medito, donde doy rienda suelta a mi fantasía, dejo que mis pensamientos se eleven, y pronto me sobrevienen la paz y la fuerza que me hace falta para soportar las cargas de la vida». Nunca pudo saber Jonathan cuáles habían sido aquellas cargas, pero su padre las dejaba entrever con un suspiro, levantando su rolliza mano por un instante y dejándola caer sobre el brazo de su sillón. Entonces sonreía patéticamente a Jonathan, con sus grandes ojos azules húmedos y reflexivos.
Jonathan estaba aquella noche apoyado contra la puerta de roble de la biblioteca, bebiendo lenta y firmemente. Después, con aquella extraña claridad que da la embriaguez, empezó a decir en voz alta y risueña:
—Querido papá, fuiste un terrible pero adorable farsante y siempre te conocí muy bien. Te quería profundamente, y todavía te quiero, eras muy bueno. Tú me querías y yo nunca permití que notaras lo que sabía de ti, pues te compadecía y te protegía de la aguda y perceptiva mamá, incluso desde muy niño. La aguda y perceptiva mamá. Sabes bien que ella estaba por encima tuyo. No tenía ni el humor ni la compasión necesarias para ocultártelo, pero yo sí. Y tú me estabas agradecido, y en cierta forma nunca hubieras podido comprender que me enseñaste muchísimas cosas sobre la gente. Me enseñaste, para empezar, a reconocer a los majaderos y la forma de evitarlos. No importa, papá. Eras un hombre vulgar, más ordinario que la mayoría, y eras muy pretencioso. ¡La sorpresa que se llevaría mamá si supiera que sé todo esto! Ella piensa que yo creía que eras un intelecto, y la dejo que lo crea, porque a mí me divierte y a ella le irrita.
»Eras débil y vulnerable, y por alguna maldita razón los débiles y vulnerables se me meten dentro del chaleco y se agazapan en mi corazón. Mamá los desprecia, es intolerable con ellos, y probablemente con muy buenas razones, lo que me enfrenta con algo que es casi un dilema. ¿No seré yo también un poco débil y vulnerable? ¿Era ése el lazo que había entre nosotros?
Miró ceñudo el vaso que tenía en la mano, y bebió un sorbo, mascullando una palabrota.
«Puede ser», se dijo para sí. «Nunca había pensado en eso antes. Bueno, al diablo, papá. Pobre viejo. Siempre supe que tu insistente amabilidad y solicitud para con los demás no era otra cosa que tu aterrorizada defensa contra tus semejantes… Probablemente tenías una ligera idea de lo que es la gente y por eso tratabas de mantenerlos alejados, prever potenciales ataques contra ti con declaraciones de tu fe en la humanidad, que realmente es buena, decente, amable en su corazón, rebosante de la miel de la buena voluntad, y que sólo necesita estímulos para que le broten alas. Le dabas dinero a cualquier sinvergüenza lloriqueante, ladrón o mendigo mentiroso que te pidiera ayuda, así pensarían bien de ti y te elogiarían por ser un hombre sensible y compasivo. Pero las instituciones de caridad, e incluso la iglesia, en pocas ocasiones conseguían de ti un céntimo. En eso te portabas de modo muy parsimonioso. Algunas veces me mortificabas cuando el cura o las hermanas venían por aquí. A pesar de que les despedías con algunos céntimos o una monedita de plata, ellos “pobres diablos” pensaban que eras la criatura más benigna que había venido al mundo. Lo raro del caso es que lo eras en realidad. No eras hipócrita en absoluto, aunque sospecho que la querida mamá creía que sí lo eras. Te querías a ti mismo tiernamente, pero el tuyo era un amor inocente, como el de un niño. Por Dios, papá, me hacías sentir dolorido cuando era un niño y me tratabas como si yo fuera tu padre. ¿Me gustaba eso? Tal vez sí. Quizá ése fue otro lazo entre nosotros, también».
«Sabía desde que llevaba pantalones cortos que tú eras incapaz de liarte a puñetazos o puntapiés con nadie. En el fondo de tu corazón eras una mujer, y casi diría que una niña. No hablo así en el mal sentido, papá. Soy médico, y sé que en toda mujer existen cualidades masculinas y, en todo hombre, femeninas, ésa es nuestra dualidad. Pero tus cualidades femeninas eran mucho más numerosas que las masculinas».
«Creo que fue el terror que sentías por la gente lo que hizo que quisieras a las cosas inofensivas, como los pájaros, los árboles y los jardines. Ellos nunca te amenazaban. ¿De qué tenías miedo, papá? No creo que nunca lo supieras. No creo que tuvieras ni siquiera la más ligera sospecha de ello. Simplemente no querías que te hirieran. ¿Y a quién le gusta? Desgraciadamente no todos podemos escaparnos, como escapaste tú durante toda tu vida. Tuviste unos padres amantes y tiernos, de modo que ellos nunca te asustaron. Naciste como naciste, con todos tus genes temblorosos y tu miedo. No pudiste evitarlo, pero mamá creía que podías…».
Jonathan bebió otro gran trago. Las superficies brillantes del cuarto lo cegaron. Alargó cautelosamente una mano y se acomodó en una silla. Un poco de whisky cayó sobre sus rodillas. Maldijo distraídamente.
—Pobre papá —dijo—. Tus padres y tus amigos te protegieron. Todo el mundo lo hizo. Era tan fácil llegar a quererte, con tus perogrulladas y tus clichés, nunca pronunciaste una palabra que pudiera ofender a nadie. No podías imaginar con cuánta aspereza se podía hablar, y dudo de que nunca tuvieras un pensamiento malvado. Simplemente no eras lo bastante brillante, papá. La única que se negó a protegerte y darte abrigo fue la querida mamá. Pienso que estuviste muy cerca de odiarla, tan cerca como llegaba tu capacidad de odiar. Escapaste de ella. Ella probablemente te impresionó como una muchacha amable y comprensiva, cuando los dos erais jóvenes, y en ella viste una nueva madre para reemplazar a la que habías perdido. Mamá nunca fue en realidad una mamá, a pesar de que te dio dos hijos. Salvo, por supuesto, para el querido Harald, que era la pupila de sus ojos.
Se oyó un último trueno y después la tormenta disminuyó de intensidad. Llovía de forma sostenida. El agua barría los cristales de las ventanas, y el viento había cesado.
—Bueno —dijo Jonathan sonriéndole a la silla en la que su padre acostumbraba sentarse «para recibir las confidencias más íntimas de mi hijo»—, no creo que fueras capaz realmente de distinguir un poema malo de otro que no lo fuera, un cuadro apestoso de uno hermoso, pero trataste de hacerlo. Creo, y siempre lo he creído, que eso es endemoniadamente conmovedor. Yo odié siempre en particular «La Tormenta», ese cuadro que está sobre la estufa de leña, pero tú lo adorabas, y aunque yo nunca lo miraba si podía evitarlo, sabía que tú lo querías, y lo encontraba hermoso. Era igual que tú, papá.
»Sí, papá, tú eras dulce y cariñoso. Por encima de todas las cosas eras inofensivo, y ésa es una cualidad rara y preciosa en la humanidad. Tu inofensividad, eso es lo que me gustaba de ti, y nunca permití que supieras ninguna cosa mala que hubiera en mí. Te hubiera hecho morir de miedo, y yo te quería demasiado y sentía demasiada ternura por ti, para decirte la verdad. No hubieras podido soportarla. Entonces inventaba líos juveniles sin importancia que tú pudieras solucionar simpáticamente con aforismos, palmadas en la cabeza y murmullos apaciguadores. Eso te hacía feliz, y moriste pensando que los chicos son corderitos inocentes, “nubes de gloria que pasan”. Eso es de tu poeta favorito, Wordsworth, y me hace sentir mal.
Jonathan llenó su vaso con solemnidad, y dedicó un brindis a la silla vacía de su padre.
—Te echo a faltar como al diablo —dijo— extraño tu mansedumbre. Eras la única criatura inofensiva que he conocido. Papá, a tu salud, dondequiera que estés.
Se rió un poco y se dejó caer en su silla.
—Papá, si hay algo cierto en eso de la inmortalidad, ya sé dónde estás ahora, y lo que haces. Vagas por las azules y brillantes mansiones del cielo con un plumero en la mano, y todos los ángeles te palmean la cabeza mientras realizan apresuradamente sus tareas. Seguramente tendrás siete años de edad. Dios debe de quererte muy en particular. Apostaría a que nunca cometiste un pecado mortal en toda tu vida. Los pecados capitales no eran más que palabras para ti, ¿no es cierto? ¿Qué les decías a los curas cuando te confesabas, papá? ¿Tenías que inventar algunos pecaditos veniales? ¿Los pecados de un niño?
»Nunca llegaste a saber cómo era Mavis en realidad. Siempre la quisiste, ¿no es cierto? No llegaste a vernos casados. Hablabas de ella como “una querida muchacha, un tesoro, un amor”. Sí, papá, así era verdaderamente. De verdad. Me alegro de que nunca supieras lo a punto que estuve de matarla. Pensé en mil formas…
El vaso se deslizó de su mano inerte, cayó al suelo y su contenido se derramó. No se enteró, ni le importó tampoco, estaba completamente borracho. Miraba a su frente sin ver, pero sus pensamientos no estaban turbados. Su cara tomó el oscuro color de la angustia.
«Mavis, Mavis,» pensaba. «¡Oh, mi Dios! Mavis…».
Tenía veintitrés años de edad y hacía dos que estaba en la Facultad de Medicina, cuando descubrió por primera vez la existencia de Mavis Eaton, sobrina e hija adoptiva de Martin Eaton y de su esposa Flora. Había conocido a la jovencita desde muy pequeña, la vio gatear y luego crecer, chillona y terca, pues era muy mimada, pero no llegó a quererla más que de modo académico, pues le gustaban todos los niños.
Jonathan no le había caído bien a la niña ya que le creía muy presumido y pagado de sí mismo, y como nunca le llevaba aquellos obsequios que se reciben con manos ansiosas, y además tenía la costumbre de echarla cuando se encerraba en el estudio con su tío, había llegado a odiarle.
Fue un caluroso día de agosto cuando Jonathan Ferrier, que contaba entonces veintitrés años, se dio cuenta de la presencia de Mavis, que tenía doce. Nunca olvidó aquella fecha, 12 de agosto de 1888.
Había llegado a la casa del doctor Eaton en su bicicleta, pues su caballo estaba enfermo. Jonathan era un muchacho alto, excepcionalmente delgado, moreno y desgarbado, aunque con una gracia y una elegancia muy particulares.
Llevaba aquel día de agosto un traje de lana gris liviano, un sombrero de paja con cinta roja, unos zapatos negros bien lustrados y una camisa a rayas azul pálido. El cuello de la camisa era alto, duro y brillante, y la corbata de un endemoniado color escarlata, adquirido en la Universidad y un tanto sorprendente en un lugar como Hambledon. No llevaba guantes, y aquello era imperdonable, además tenía la cara y las manos bronceadas por el sol, cosa que se consideraba muy vulgar.
Apoyó la bicicleta contra los escalones de la alta veranda que circundaba la casa de los Eaton, mientras silbaba una alegre canción cuya melodía no hubiera sido ciertamente admirada en Hambledon. Se quitó su áspero sombrero de paja y se abanicó vigorosamente, mientras bailaba unos pasos con aquella característica exuberancia juvenil. Sus movimientos eran ágiles y casi profesionales por su precisión. Entonces vio una niña hamacándose en un columpio con almohadas. Ella, al advertir que había atraído su atención, se rió un poco más fuerte y aplaudió burlonamente.
Jonathan se ruborizó, confuso y disgustado, y fue entonces cuando se dio cuenta de que se trataba de aquella condenada niña, Mavis. Se puso de nuevo el sombrero, ella era demasiado joven para dedicarle galanterías, y subió saltando los amplios escalones.
—¡Hola! —dijo—. ¿Está en casa el doctor? Son casi las cinco.
—Está en casa —dijo Mavis—. Hola Jon, hace un par de años que no te veo. —Se detuvo y sonrió—. Has crecido.
Al oír aquella impertinencia de la niña, se detuvo y volvió la cabeza para mirar.
—Tú no —dijo con voz cortante, pero quedó paralizado. Era del todo evidente que Mavis había alcanzado un asombroso grado de madurez, más que el que sus doce años hubieran hecho suponer, y tenía un aspecto de profunda felicidad animal.
La niña se echó hacia atrás en su columpio, sonriendo, y él quedó atrapado por aquella sonrisa, que era francamente seductora. Pensó de inmediato: «La Ninfa Risueña», y se sintió satisfecho por hallar en un instante una perfecta valoración de Mavis. La niña había nacido para reír, como otros nacen para sufrir, trabajar, ser inteligentes o genios. En Mavis la risa era una parte integrante de su naturaleza, y reía del mismo modo que otros simplemente sonreían. Había perdido aquellas actitudes irritadas de su niñez, pues habían sido sólo superficiales. Ahora su innata capacidad para divertirse con todo y reírse de las cosas era la característica más sobresaliente de su naturaleza, y su risa provocaba la de los que se encontraban junto a ella.
No era excesivamente alta ni tampoco muy frágil, ni tenía aspecto de cruda inmadurez. Podía muy bien haber tenido diecisiete años en vez de doce, pues la parte alta de su vestido estaba delicadamente redondeada por encima de la fina cintura, y aunque el vestido no era ceñido insinuaba núbiles curvas debajo de él y de la enagua de encaje. Las piernas, aunque casi ocultas, estaban bellamente torneadas, y los tobillos parecían de delicada porcelana con sus medias blancas de seda.
Había nacido para reír, cantar, bailar, jugar al sol, pensaba Jonathan Ferrier. Había nacido para no envejecer nunca, sin que importaran demasiado los años que pudiera tener. Era la Muchacha Risueña.
Mavis se le acercó un poco más, con la cabeza ligeramente inclinada para estudiarlo, y los ojos entrecerrados con una expresión intrigada debido a la forma como Jon la miraba. De repente la mirada intrigada desapareció, y Mavis comprendió.
Jonathan podía ser un viejo, pero era exactamente igual que los muchachos que la niña conocía, de modo que perdió su timidez. Mavis era a su manera una muchacha muy sabia.
Ahora sonreía, sin embargo, la rodeaba un aura de risa, que era más fuerte que el aura de su intensa belleza. Estaba allí, como agazapada, a la espera de saltar hacia arriba como una ola que salta en un mar en calma, ante la más leve brisa.
—Has crecido, Mavis —dijo Jonathan, y no creyó ser banal. Le parecía una maravilla que aquella muchacha fuera Mavis.
—Generalmente eso les pasa a las chicas —contestó Mavis, con su voz susurrante—. Espero que te guste lo que ves, Jon.
—Has mejorado —dijo él, luchando con el exasperante deseo que sentía por ella y el repudio de sí mismo. Trató de tomarlo más a la ligera—. El último recuerdo que tenía de ti era de cuando eras una chiquilla sucia de naricita respingada y pelo revuelto.
—¿De veras? —preguntó ella—. ¿Y sabes lo que siempre he creído de ti, Jon? Que eras un presumido. —Y de nuevo soltó una risita contenida.
Rió a la par de ella, pero siguió deseando tomarla entre sus brazos y besarla con la pasión y el deseo de un hombre. Se quitó el sombrero con ademán burlón, y luego se acercó a la puerta e hizo sonar la campanilla.
—Papá está en el jardín, y hoy es el día de salida de mamá —le informó Mavis—. Ha ido de compras a la ciudad.
Oyó los ágiles pasos que bajaban la escalera y se quedó solo, y cuando se volvió pudo ver el brillo dorado de su cabello rubio al sol y oír aquella risa que le alegraba el corazón.
Regresó a su casa, y cuando estaba a punto de entrar se sintió desanimado. Quieto en la fresca y fragante semioscuridad del hermoso vestíbulo, sintió desprecio por sí mismo. Entró su madre, que venía de la salita de estar, y levantó las cejas, sorprendida.
—Caramba, querido —le dijo—. Creía que habías ido a ver a Martin Eaton. ¿No estaba en casa?
Jonathan nunca había aprendido a mentir bien o a menudo.
—Sí, estaba en casa —dijo.
Marjorie se le acercó un poco más y quedó desconcertada.
—Jon, ¿algo anda mal?
Jonathan se sintió impaciente. Arrojó el sombrero sobre una silla. Cayó rodando al suelo, y lo dejó como estaba. Marjorie se agachó para recogerlo y se quedó en pie con el sombrero en las manos.
—¿Qué puede andar mal? —dijo Jon.
—Bien —dijo Marjorie.
Estaba un poco preocupada. Se había decidido que Jon haría su internado bajo la protección de los amigos de Martin Eaton, y que el doctor Eaton lo apoyaría con todo su poder en Hambledon. Se preguntaba si Jonathan se había peleado con él. No era algo fatal, pero sí un inconveniente como para preocuparse. Conocía el temperamento de Jonathan, sus rápidas y hasta peligrosas rachas de furia, su repugnancia ante cualquier argucia o extravío, su modo especial de acusar a un hombre de hipócrita a la menor provocación, y su mortífera impaciencia e intolerancia ante el fraude.
—Acompáñame a la sala —le dijo Marjorie—. Tengo limonada helada y un poco de tarta que he hecho esta tarde. Pareces muy acalorado.
—Quiero tomar algo —dijo Jonathan con voz ruda y ademán abrupto—. Y con eso no me refiero a la limonada.
Jonathan no bebía todavía con regularidad, pero cuando lo hacía preocupaba mucho a su madre, pues bebía con tanta temeridad como vivía, y siempre bajo una gran tensión. No dijo nada cuando él se dirigió al comedor donde estaba el mueble en donde se guardaban las bebidas. Colgó el sombrero y se quedó en el vestíbulo un momento, pensativa. Quería volver a la sala de estar, pero pensó que si lo hacía, Jon no la acompañaría, cosa que quizá hiciera si le esperaba. Jonathan regresó al vestíbulo con un vaso de whisky con soda, y ella advirtió que la bebida estaba bastante cargada.
—¿Dónde está Harald? —preguntó Jonathan.
—Paseando en bote —contestó ella—. Ha ido a una excursión a Heart’s Ease. —Sonrió—. Vayamos a la sala de estar, ¿quieres? —E inició la subida.
Se sentaron juntos en la acogedora y bien iluminada habitación, Marjorie tomó su labor de costura e inclinó la cabeza sobre ella. No servía de nada tratar de presionar a Jon en busca de una explicación. Nunca había servido de nada, ni siquiera cuando era niño. Hablaba o no hablaba, según le viniera en gana.
—Bueno, ya que insistías tanto con esa maldita limonada, ¿por qué no la tomas tú? —le preguntó Jonathan, quieto frente a ella.
—Oh, sí, por supuesto. Sírveme un vaso, querido.
Jon le sirvió un vaso y se quedó en pie bebiendo su whisky y mirándolo después con gesto ceñudo. Marjorie advirtió que estaba demacrado bajo su piel tostada, como si hubiera pasado por alguna experiencia desagradable, pero se limitó a esperar. Al poco rato Jon se sentó en el borde de la silla, y aquella vez no se preocupó de las rayas de sus pantalones.
—Qué día más caluroso —dijo ella—. A Martin no le gusta el calor, ¿no es así? Recuerdo que cuando éramos chicos…
—Hace mucho tiempo.
—No tanto —dijo Marjorie sonriendo—. Yo estaba de visita en casa de sus padres, con los míos. Siempre he sido delgada y él solía hacerme bromas, pero luego él engordó como una pelota y es debido a ello que el calor le afecta tan cruelmente. —Se detuvo—. Hoy es el día más caluroso del verano, el pobre Martin debe estar sufriendo.
—Oh, demonios, no des más vueltas —dijo Jonathan—. Quieres saber si le vi, y si no, por qué. No le vi, a pesar de que estaba en casa. No quise verlo.
—Entiendo —dijo Marjorie.
—No, no entiendes nada —dijo Jonathan. Volvió a beber, haciendo girar el vaso nerviosamente entre sus manos. Nunca se había confiado a su madre, salvo en dos ocasiones, y no pensaba en hacerlo ahora. ¿Qué contestaría si le dijera bruscamente?: «Vi a la joven Mavis Eaton. Se ha convertido en una belleza impresionante. Quise arrastrarla a alguna parte, arrancarle la ropa y violarla, no suavemente, sino de manera loca y brutal». ¿Cómo podía un hombre explicar el encanto y el espantoso impulso que había sentido en su interior? Su madre era una dama y no sólo no le entendería, sino que se levantaría y le dejaría, disgustada y temerosa. No se desmayaría como era costumbre entre las señoras cuando se sentían abrumadas por algo. No pediría sales aromáticas ni abanicos, pero le detestaría. Le tenían sin cuidado los sentimientos de su madre, o sus pensamientos, o por lo menos, desde hacía muchísimo tiempo se había dicho a sí mismo que no le importaban. Sin embargo, pensar en su mirada de repulsión le hacía encogerse por dentro. «Y con toda la razón», se dijo a sí mismo.
—Quiero otro trago —dijo levantándose.
Marjorie no hizo comentario alguno, sólo esperó su regreso. Jonathan estuvo ausente durante un tiempo considerable, y cuando entró de nuevo en la habitación Marjorie sospechó que la bebida que llevaba en la mano no era la segunda, sino la tercera.
—¿Por qué no lo dices? —preguntó él, sentándose—. «Bebes demasiado, Jon, para tu edad y con la salud que tienes».
—No —dijo Marjorie—. Me prometí a mí misma hace un año que nunca lo diría otra vez. Después de todo ya no eres un niño, y tampoco eres un jovencito. Tienes veintitrés años y por lo tanto eres un hombre, y tu vida te pertenece. Un hombre debe hacer lo que siente que debe hacer.
—Ése es un sutil aforismo —dijo Jon con el acento burlón que siempre utilizaba cuando sentía que tenía que protegerse—. «Un hombre debe hacer lo que siente que debe hacer». Martin Eaton es un zoquete, y todo el mundo lo sabe. ¿Hace lo que siente que debe hacer?
Marjorie se puso la costura en la falda y observó a su hijo con una mirada larga y grave.
—Sí —le dijo.
—¿Sí? ¿Sí qué?
—Sencillamente sí, Jon. No eres tú el único que puede ser retraído, me parece.
—Soy retraído en mis propios asuntos…
—Así soy yo también.
Jon se puso a pensar en el asunto, y quedó intrigado. Por último dijo, haciendo una mueca:
—¡Oh, no! ¡No tú y el viejo Martin Eaton! ¿Antes de papá, supongo?
—Martin y Flora forman un matrimonio muy feliz —dijo Marjorie bebiendo en su vaso—. Fue una boda muy conveniente.
—¡Imagínate! —dijo Jonathan en tono desagradable—. ¡Podría haber sido mi padre!
—Nunca le tomé en serio —dijo la madre con una tenue sonrisa— nos sucedió allá por los días oscuros que tú ya sabes, Jon. Nos conocíamos desde la infancia, y yo siempre le quise. No lo creerás, pero le llamaba Fantasía.
Jonathan se echó a reír. La tensión y la molestia que experimentaba se iban aflojando gracias a la bebida y a la calmante voz de su madre.
—¡Fantasía! ¡El viejo Eaton!
—Tiene sólo veinticinco años más que tú, Jon, y no se le puede llamar viejo a los cuarenta y ocho años. Me dijo, cuando éramos muy jóvenes, que me esperaría hasta que yo hubiera crecido, y entonces…
Jonathan depositó su vaso en la mesa muy cuidadosamente.
—¡Oh! ¿Y cuántos años tenías entonces?
—Once. Sí, tenía once, o casi.
—Y él…
—Era mayor. Dieciséis, creo.
—¡Un hombre!
—Casi. En aquellos malhadados días creíamos que un muchacho de dieciséis años era un hombre, aunque ahora no creamos que son hombres completos hasta que no tienen veintiuno. Es tan absurdo. Los hombres de hoy no son más jóvenes en ningún sentido que entonces.
Jonathan bebía de nuevo, aunque más despacio.
—Dieciséis —dijo—. Y dieciséis bien desarrolladitos, supongo. Probablemente ya tenía un rollo o dos… lo lamento, madre.
—No soy muy impresionable —dijo Marjorie—. Y ya que lo dices, me parece que también pienso lo mismo de Martin. Siempre fue un muchacho vigoroso y después un hombre fornido. Ésa fue la causa de que casi me casara con él, aunque no le tomaba muy en serio. Para mí era como un hermano. Ahora, si no hubiera sido tan íntimo y fraternal conmigo toda mi vida, podría haber…
—Pero a los once años no sabías, naturalmente…
—¡Claro que sabía! ¡Una chica de once años es mucho mayor que un muchacho con diez años más! Se dice que los hombres no son más que niños en su corazón, pero dudo mucho que las mujeres hayan sido jamás niñas. Yo sabía que Martin, ¿cómo decirlo con delicadeza?, quería hacerme el amor, y pensaba que era muy excitante. Los niños no son tan inocentes como tú crees, Jon.
—¿Y tú sabías, a los once años, que quería seducirte?
—¡Cielos, qué palabra más anticuada, querido! En muchos sentidos tú eres completamente anticuado y poco sofisticado.
—No te pongas a analizarme —interrumpió Jon, y su madre le miró con una repentina sorpresa—. ¿Lo sabías?
Marjorie pensaba rápidamente. No era propio de Jon sostener una conversación larga con ella. Habitualmente la encontraba aburrida, o por lo menos lo fingía.
—Sí, sabía que quería «seducirme». —Sonrió, y su delgada cara se iluminó con el alegre recuerdo—. No hubo para mí ni luz de luna ni rosas, como suelen creer los adultos que les sucede a los jóvenes. Los chicos tienen los pies sobre la tierra. Sólo después ocultan las crudas exigencias de la naturaleza con un manto rosado de romance, y lo acompañan con poesía y música. Los adultos son en realidad almas vacilantes, pero los jóvenes miran la vida francamente y la ven en su plenitud, y no se sienten repelidos por los malos olores, la maldad o los actos criminales. Eso sucede porque no tienen conciencia para confundir las cosas. Son salvajes, y cualquiera de los aspectos de la vida es siempre interesante para ellos, aun aquéllos que llamamos los más sucios. Bueno, de todos modos Martin no me sedujo, ni siquiera cuando tuve catorce, quince o más años. En aquel entonces ya se había vuelto romántico y decía que me quería.
—Tú debiste ser una mujer fatal incluso a los once años —dijo Jonathan.
—Has leído a Marie Corelli —le dijo Marjorie—. Permíteme que te ilustre, querido. Todas las mujeres son fatales desde la cuna, pero algunas lo son más que la mayoría. La mujer rara, la mujer muy rara, sigue siendo fatal a pesar de que tenga noventa años o más. Pero ésa es una forma distinta de fatalidad, gracias a Dios. He visto solamente dos o tres mujeres como ésas, y eran mortíferas.
—¿De qué modo?
Marjorie se inclinó hacia delante, apoyó sus codos en las rodillas y fingió que consideraba la respuesta, pero pensaba con mayor rapidez que antes, y se dijo a sí misma: «¿Quién, por amor de Dios? ¿Una muchacha muy joven? ¿Una niña que apenas ha pasado la infancia? Pobre Jon. Pero puede resultar peligroso».
—¿De qué modo? —repitió pensativamente—. De un modo realmente temible, querido. Verás, nunca han amado a nadie en su vida. Son incapaces de amar. Nunca han podido superar el vínculo amoroso que tuvieron consigo mismas en la cuna. Y aquello las hizo irresistibles. Los hombres adoran en especial a las mujeres que son incapaces de amar a nadie que no sean a ellas mismas. Se sienten seguros de que las mujeres tienen buenas razones para toda esta apasionada adoración, y se unen a los adoradores.
—¿Narcisistas, quieres decir?
—¿Qué?
—Oh, es un término que proviene de Viena o de alguna parte. Los psiquiatras lo usan. Quiere decir estar enamorado de uno mismo, una especie de enfermedad mental.
—Sí, una excelente palabra. Pero esas mujeres no son enfermas, Jon. Algunas tienen una inusitada salud, son robustas y están rodeadas de una atmósfera de arrolladora excitación y de amor por la vida, y gusto. Todo les resulta delicioso, encantador. Nunca están afligidas. Siempre están dispuestas a cualquier extravagancia. Y ríen… siempre. Hay sólo algo que nunca tienes que hacer: jamás debes aburrirlas. Ése es el único crimen que no perdonan a nadie.
—Las Muchachas Risueñas —dijo Jon.
—Exactamente. —Marjorie sonrió satisfecha, y asintió con un movimiento de cabeza—. Las Muchachas Risueñas, y ellas son la única especie, no importa lo hermosas que sean, que no despiertan envidia ni odio entre las restantes mujeres. Pueden embrujar a las mujeres igual que a los hombres. Son absolutamente femeninas y eso es mortal. Sí, creo que debería decir que su gran encanto reside en que son enteramente femeninas, lo saben y lo explotan. Una de las más formidables Muchachas Risueñas que he conocido era una tía mía, bastante entrada en años, que debía tener entonces por lo menos sesenta y ocho. Una tía abuela. Era extremadamente fea, con una gran verruga en una mejilla, un cuerpo bajo y gordo, como el de la reina Victoria, de pelo blanco y escaso, los ojos porcinos y los labios grandes y salientes. Carecía de estilo y de inteligencia, pero ejercía un efecto devastador sobre las personas, a pesar de que no cuidaba su persona en lo más mínimo y tenía la costumbre de limpiarse la nariz con el dorso de la mano si no tenía un pañuelo a su alcance. Pero todo el mundo la adoraba, aunque carecía de modales y de gracia alguna. Toda la familia la quería, incluyéndome a mí. Yo era todavía una niña, sin embargo, cuando la conocí, y la primera vez que la vi pensé que era una mujer mala, con una voz alta y grosera, unos modales ordinarios y los dedos sucios. Después oí su risa y de ahí en adelante fui su esclava, aunque sabía que no valía ni el filo de una uña de uno de sus cinco maridos… que iban muriendo demasiado de prisa y le dejaban enormes cantidades de dinero.
Jonathan miraba, ceñudo, dentro de su vaso.
«¡Dios mío!», pensó Marjorie, «¿en dónde habrá conocido una? ¿Y hoy?».
—Creo que hablas como mujer, mamá —dijo Jonathan—. Deben de tener algo más… además de la risa y la excitación… que… provoca a la gente.
—Sí. Lo llamo «estar poseído de los demonios». No, espera. No quiero decir que sean conscientemente perversas. Les desagradaría saber que hay quien piensa que lo son, se sentirían impresionadas y ofendidas. Las personas conscientemente perversas son otra cosa completamente distinta, y uno las reconoce fácilmente y las elude. No, las Muchachas Risueñas, como tan inteligentemente las has llamado tienen un… bueno… un demonismo inocente. Es algo así como una fuerza de la naturaleza. Algo que está dentro de ellas mismas. Y la «posesión diabólica», aunque tú siempre has negado que exista una cosa semejante, les da el tremendo encanto que les es propio. Siempre he creído que Lucifer, por encima de todo, tiene que ser un ángel encantador.
—En cuanto a mí —dijo Jon moviendo la mano— creo que su encanto reside en que están completamente vivas, son intuitivas, ansiosas de experiencias, completas. Son mujeres llenas de sangre. Por eso es que las mujeres anémicas las detestan de este modo.
—Yo no las detesto —dijo Marjorie—. Sencillamente las conozco bien, aunque sólo he visto dos o tres en toda mi vida. Creo que son un fenómeno curioso, como una ola, o un cometa, o un tifón. —Se detuvo—. Espero que ésta no sea una discusión académica, Jon. Tú probablemente has conocido una o dos, y te interesen, como futuro médico.
—Tal vez —dijo Jon poniéndose de pie. Parecía dubitativo.
«¿Será posible que vaya a decirme algo?», pensó Marjorie.
—Creo que voy a tomar otro trago —terminó Jon.
Cuando Jonathan salió de la habitación Marjorie se puso a pensar con más concentración. Su hijo había salido de la casa en su bicicleta, a pesar del calor del día, para visitar a Martin Eaton. Había tenido tiempo solamente para llegar allí, perder cinco minutos aproximadamente, y regresar de inmediato. No se había demorado. Media hora en total. ¿Dónde habría podido encontrar una de aquellas Muchachas Risueñas en tan poco tiempo, teniendo en cuenta que no había bajado de su bicicleta casi ni un momento? No había mencionado a Flora Eaton, así que era probable que no la hubiera visto. No había visto a Martin Eaton. Había llegado a la casa, se había enterado de que el doctor estaba en ella, y sin embargo se había marchado de inmediato sin verle. Por lo tanto, había recibido una impresión de alguna clase casi en seguida.
Había visto una muchacha. Marjorie conocía a las muchachas de todas las mejores familias de Hambledon, y recorría sus caras con su mente. Muchachas bonitas, saludables, algunos galanteos inocentes, y ninguno tan serio como para impresionar a Jonathan con tanta violencia. Además, estas esposas en potencia las había conocido desde que nacieron. Jonathan estaba muy impresionado, no había la menor duda de eso. Se hallaba bajo el efecto de un fiero y devastador embrujo, puesto que su madre nunca le había visto beber tanto y tan firmemente antes. Estaba pálido, y tenía el aspecto de un hombre sometido a una extrema tensión. Le habían temblado las manos unas cuantas veces. Le parecía un desconocido.
«¡Cielo santo! ¡Que no fuera alguna prostituta de la calle!», pensó Marjorie, y entonces incluso en su desesperación, se rió de sí misma. Jonathan no era uno de ésos, y ¿dónde podía haber encontrado alguien así en media hora, que había pasado casi por completo montado en su bicicleta?
De modo que entonces tiene que ser una muchacha, una muchacha muy joven. ¿Y quién? Lentamente Marjorie recordó algo que había sucedido la semana anterior. Había asistido a la reunión del Garden Club cerca del río, y Flora Eaton había llevado a su hija adoptiva, aunque a los niños, generalmente, les prohibían la entrada. «Ella es en realidad tan mayor, y está tan interesada», había dicho Flora Eaton disculpándose. Las señoras no se opusieron, a pesar de algunas expresiones ceñudas al principio. Al cabo de unos instantes todas estaban encantadas con Mavis Eaton, que había sido tan atenta, tan seductora, tan adorable, tan cortés y ansiosa por complacer a todas. También se había reído a menudo con agrado de cualquier cosa: el vuelo de una garza o la carrera evasiva de un zorrillo. Su alegría había sido una cosa radiante y por completo fascinante. Y no había sido falsa en ningún momento. La muchacha era como era: una Muchacha Risueña. A Marjorie, al contrario de todas las presentes, le había disgustado de entrada y con intensidad desacostumbrada.
—¡Qué encanto! —habían gorjeado las señoras cuando Flora y Mavis se fueron—. ¡Qué encanto de niña! ¡Qué les espera a los pobres muchachos y a los hombres cuando sea mayor!
«Pero nunca fue joven», pensó entonces Marjorie, la conozco bien. Se estremeció al ver que Jonathan había regresado a la habitación y se había parado frente a ella, bebiendo otra vez. Parecía estar un poco descompuesto, como si recordara, pese al whisky. Marjorie habló con cuidado.
—Dices que no has visto a Martin Eaton. Cuánto lo lamento. La semana pasada me enteré de que no se sentía bien, Flora me lo dijo. Fue muy cansado para Flora, porque trajo con ella a la pequeña Mavis. Recordarás a Mavis, la sobrina que adoptaron.
En seguida vio que había dado en el blanco, pues la mano de Jonathan tembló violentamente por un momento y se le derramó el whisky en los dedos. La miraba de frente y los surcos blancos que Marjorie siempre temía, habían aparecido alrededor de su boca.
—¿Qué tiene de malo la niña? —preguntó.
—¿Malo? ¿Por qué ha de tener nada malo? —preguntó Marjorie con acento de sorpresa.
—¡No quiero decir eso, maldita sea! —Casi gritaba—. ¡Te pregunto qué tienes contra esa chica!
—Por favor, no grites, Jon, la ventana está abierta. No te comprendo. ¿Por qué tenemos que hablar de una muchachita, de una chiquilla que está en octavo grado, creo? Una niña. ¿No hay cosas más interesantes de que hablar que una chica? No recuerdo que sean tan importantes, sino más bien aburridas y la gente inteligente…
—¡Te he preguntado, madre, qué tienes contra la chica!
Marjorie estaba terriblemente asustada. Nunca había visto a Jonathan así antes, ni siquiera en su descuidada infancia.
—¡No me hables de ese modo, Jon, y no grites! ¿Qué te pasa? ¿Terminamos con el tema? Tengo que atender la comida —dijo con voz fría, y empezó a levantarse.
Pese al miedo que sentía, se enojó de verdad cuando Jon le apoyó la mano en el hombro y la sentó en la silla de un empujón.
—Sólo te he hecho una pregunta simple y razonable —le dijo con unos modales duros que a Marjorie le resultaron completamente extraños en Jon—. Sólo una simple pregunta.
—Que creo demasiado estúpida para contestarla, y mucho más estúpida todavía en boca de un adulto. Me niego a hablar de una chiquilla. ¿Por qué tendría que hacerlo? ¿Estás borracho, Jon? Me temo que sí. Quiero prevenirte sobre una cosa, muchacho. No te atrevas a ponerme la mano encima de ese modo en lo sucesivo. No eres tan mayor para mí como para que no te pegue fuerte, muy fuerte, en la cara.
Por unos instantes se sostuvieron la mirada. Jonathan vio la furia helada en los ojos de su madre y sintió vergüenza.
—Tienes razón —dijo—. He bebido demasiado, hoy. Ya ves, me he topado con una de tus Muchachas Risueñas, o la MÍA, para decirlo mejor. —Trató de sonreír—. Tienes que ser valiente, madre. No voy a ser como Martin Eaton, voy a esperar a que la muchacha crezca. Pero al revés de lo sucedido con Martin, a mí no me dejarán a un lado. Me casaré con ella.
Jonathan no le quitaba la vista de encima, y Marjorie se dio cuenta de que él no debía comprender que sabía a quién se refería. El único recurso que le quedaba era rezar para que sucediera algo. Se sentía confusa, agotada, enferma. ¡Era terrible que aquello le sucediera a Jonathan, a su querido Jon!
Trató de reír, aunque la expresión del rostro de su hijo era atemorizadora.
—Ah, ¿así que ella es muy joven? —Se detuvo—. Y tú tienes veintitrés años, lo que te convierte en un hombre maduro, ¿no es verdad?, y ella es una chiquilla. Yo, en tu lugar, no permitiría que nadie lo supiera…
—¿Crees que estoy loco? —preguntó él.
«Probablemente sí, en este momento, es muy probable», contestó ella para sus adentros.
—Ya sé lo que pasa a los hombres que se enamoran de chiquillas —dijo Jonathan.
—Oh, Jon, por favor, no digas nada más. Lo lamentarás cuando después lo recuerdes. ¡No digas una palabra más! Es peligroso.
—Sí —dijo él—. Es demasiado peligroso. Y puedo esperar.
Después de haberlo dicho, se asombró de que su madre no se enfureciera, horrorizada y casi muriera de la impresión.
Había esperado mucho. Todo lo que su madre le dijera en aquella calurosa tarde de agosto no le había importado en absoluto. Nunca había llegado a conocerla, ni había tenido en cuenta para nada su opinión. Había hablado con ella aquella tarde sólo porque su conmoción interior era demasiado incontrolable, y porque había bebido demasiado. Al cabo de pocos días, al no volver Marjorie a mencionar para nada la conversación, que a buen seguro consideraba sólo un asunto pasajero, se sintió aliviado de que lo hubiera olvidado. Sólo el temor de sí mismo, de lo que era capaz de hacer, le había impelido a hablar de manera tan peligrosa, pero su madre no tenía la más remota idea de todo aquello, y la apartó de su mente. Su madre carecía de imaginación, en realidad no era inteligente. ¡Y además aquello suyo con el viejo Martin, por Dios! Martin no sabía de la que se había librado. Fue una desgracia que su propio padre no hubiera tenido tanta suerte. Eso pensaba Jonathan Ferrier en aquel agosto en que cumplía veintitrés años.
Vio a Mavis Eaton cada vez que tuvo ocasión de ello durante los cinco años siguientes, y en todo momento creyó actuar prudente y sutilmente. Pero Mavis lo sabía desde el primer instante, y la divertía muchísimo, que aquel «viejo» se interesara por ella.
Cuando Mavis cumplió dieciocho años, Jonathan les dijo a su madre y a su hermano que se casaría con ella en un futuro muy próximo.
Marjorie no dijo una palabra, pero la noticia causó risa a su hermano Harald.
—¡Esa muchacha no, Jon! ¡Es un dragón! ¡Se comerá tu corazón en un año!
Jonathan Ferrier, completamente embobado y enamorado, apenas oía lo que le decían. Más tarde supo que el secreto del encanto de Mavis era su exasperante sexualidad. No era una sexualidad manifiesta, paradójicamente era casi incapaz de sentir excitación alguna, estaba casi desprovista de pasión sensual. Sabía que resultaba irresistible a los hombres, y cuando cumplió los quince años supo exactamente por qué, experimentando entonces desprecio y burla hacia aquéllos a quienes atraía. Sin embargo, aprendió el arte de lucir sus atractivos sexuales de modo sumamente delicado, sin excitarse ella misma casi nunca. Aquella ostentación le reportó una adoración abyecta y regalos, que era lo que en verdad deseaba. Si los hombres eran en realidad tan estúpidos como para creer que los deseaba, tanto peor. Aquello nada tenía que ver con los verdaderos deseos de Mavis Eaton, que ella ocultaba cuidadosamente.
La boda de Mavis Eaton con Jonathan Ferrier fue considerada como un acontecimiento en aquel caluroso día del mes de junio. Acudieron el gobernador, el senador Campion y, por supuesto, todos los intendentes. Los Eaton, al igual que los Ferrier, eran ricos, Jonathan adquiría ya una sólida reputación y su madre descendía de una «vieja familia».
Nunca olvidaría su noche de bodas…
Jonathan, que dormía borracho en el estudio de su padre, o mejor dicho, que estaba tirado en una silla de cuero, recordaba aquella noche en su sueño. Tenía contorsionado el rostro sudoroso, y movía molesto la cabeza. Incluso en medio del sueño sentía una náusea muy fuerte y una sensación enorme de incomodidad. En él todo era un gran dolor, tanto físico como mental, y en algún lugar de la habitación parecía como si se oyera el zumbido de millones de abejas que se hubieran vuelto locas.
Salió de su pesado sueño de modo doloroso e indolente, y advirtió que ya era de mañana, y que el teléfono que había sobre el escritorio de su padre sonaba incesantemente. En la casa todo era quietud. La tenue y oblicua luz del amanecer se filtraba por las ventanas cerradas. Con una maldición, Jonathan se levantó y cogió el auricular.
—Oh, Jonathan —oyó decir al padre McNulty con alivio—. Espero no haberle despertado demasiado temprano. Son casi las siete, menos cuarto exactamente. Lo que tengo que decirle es importante.
—No se aflija por mí —dijo lentamente Jonathan con voz grave. Al tragar sintió la garganta hinchada y muy seca—. Siempre estoy despierto, como un perfecto médico. Llámeme dentro de un par de horas, tal vez le conteste, y tal vez no. —No estaba despierto del todo. Pestañeaba y se estremecía por efecto de la luz, y parecía como si el estómago quisiera subirle al pecho—. Adiós —dijo.
—¡Jon! —gritó el sacerdote—. Por favor, escúcheme uno o dos segundos. ¡Por el amor de Dios, escúcheme! Es un asunto de vida o muerte.
—En el cual no tengo ningún interés —dijo Jonathan—. Pero dígame, ¿usted no duerme nunca?
—No he dormido en toda la noche —contestó el sacerdote—. Acabo de llegar a casa y tengo una misa a las siete. ¿Recuerda al joven Francis Campion? He sabido que usted le trató por una colitis o algo parecido hace tres años. Es el hijo del senador Kenton Campion.
Jonathan bostezó con desesperación. Parecía como si la cabeza se le partiera lentamente en dos, y que cada sección funcionara por cuenta propia.
—¿Y qué sucede? No soy el médico de la familia. Ellos me llamaron solamente porque su médico se había ido o algo por el estilo, después de que por poco no mata al muchacho. ¿Por qué no le llaman si el chico está enfermo de nuevo?
El sacerdote vaciló.
—Creo que existe un motivo personal con el médico de la familia. Puede haber algo de… —dijo con un titubeo—. Verá, el joven Francis trató de ahorcarse anoche y sólo le oyó el viejo Tom, uno de los sirvientes, que le salvó la vida. Se colgó con el ceñidor de su batín.
—Puede estar usted seguro —dijo Jonathan con amargura— de que nunca faltará algún entrometido que ande por ahí listo para meter sus cochinas manos. Cuando un hombre quiere morir, déjele que muera, digo yo. —Se detuvo, pero en seguida dijo con más interés—: ¿Trató de matarse? ¿A los veinte años? Creí que le iba bien en ese seminario en que estudiaba para sacerdote. ¡Bonito cura va a ser ése! —Jonathan soltó una risita contenida y después tosió—. De modo que le llamaron a usted para que le administrara el debido castigo espiritual.
—Jon, escúcheme, por favor. Tom me llamó, nadie más lo hubiera hecho. Y menos la tía. El senador está en Washington, aunque le esperan en casa hoy para las celebraciones del Cuatro de Julio. Usted conoce a la tía. —El sacerdote tosió, como disculpándose—. No hay duda de que es una señora muy estimable, pero nunca sabe lo que tiene que hacer, de modo que me llamó Tom. Pero Francis no quería escucharme y se negó a verme. Me quedé al lado de su cama y en ningún momento volvió la cabeza hacia mi lado. Me quedé hasta que tuve que irme a oficiar la misa.
—Una historia muy conmovedora —dijo Jonathan—. ¿Pero tiene algo que ver conmigo? No.
—Pensé… pensé… —dijo el sacerdote con un tartamudeo— que usted debería verle. No, no para prestarle atención médica.
Jonathan salió de la nube rojiza que le rodeaba, asombrado por completo.
—¿Está fuera de sus cabales, padre? No es para prestarle atención médica, me dice. ¿Para qué, entonces?
—He oído decir que el muchacho… confía en usted, Jon. No es más que una inspiración. Necesita algo y pienso que tal vez usted pueda dárselo.
—No —dijo Jonathan—. Y además, si yo le viera, tendría que informar a la policía.
—Usted le salvó la vida una vez, y pienso que puede hacerlo de nuevo, Jon.
—¿Y por qué habría de hacerlo? Déjele que se muera y dele su bendición, padre.
—¿Irá, Jon, y en seguida?
—No —dijo Jon y colgando el aparato volvió a caer en las profundidades de la silla de cuero.
De repente se puso en pie, y se sintió mareado. ¿Por qué no tengo el valor de morir?, se preguntó. ¿Por qué no tuve la sensatez necesaria para declararme culpable en el juicio y dejar que el Estado me ahorcara, y escapar así a todas estas dificultades? Después pensó en Francis Campion, de veinte años, que había tratado de quitarse la vida pocas horas antes. ¿Pero por qué, a su edad? ¿Qué habrá desilusionado tanto a un hombre de veinte años como para llevarle a la muerte, y más tratándose de un aprendiz de cura? Jonathan se apoyó en una mesa y a pesar de sí mismo se sintió interesado. Recordó al muchacho, y cómo le había salvado la vida tres años antes. Y aquella vida había sido salvada tanto por la habilidad profesional de Jonathan, como por la voluntad de vivir del muchacho. Sin embargo, tres años después buscaba la muerte, él, hijo único de uno de los hombres más ricos del Estado, bien cuidado, mimado, dueño de hacer lo que quisiera en cualquier momento.
Jonathan fue al cuarto de baño, se desnudó hasta la cintura y comenzó a lavarse con agua fría. Miró en el espejo aquel rostro demacrado al que la crecida barba daba un tinte azulado, y dijo en voz alta:
—Al diablo con él.
Se secó y se vistió con ropas de montar, y el temblor de sus manos le hizo que se sintiera fastidiado. Notaba como si todo su interior fuera de cuero. Deseaba beber algo, pero no se atrevía a beber ni un trago de agua, por temor de que le hiciera vomitar. Hecho una completa calamidad y caminando con cuidado para no mover la cabeza, abandonó la habitación.
No se notaba ni un movimiento en la casa, aunque eran casi las siete. Se sentía por todas partes aquel aroma seco propio de una calurosa mañana de verano, compuesto de calor, una tenue polvareda y flores que se marchitan. Jonathan salió a la deslumbrante luz del día y se encaminó a los establos.
Todavía no podía comprender qué le impulsaba a ir a ver al joven Francis Campion, o qué diablos hacía a una hora tan temprana del día, con una terrible resaca encima y con la sensación de que la vida se le había hecho insoportable. Pensó en el padre McNulty con irritado disgusto. ¡Idiota entrometido! Pero esos curas piensan que la vida humana es sagrada y que tiene que conservarse. Él, Jonathan Ferrier, deseaba poder llevarles a algunos de ellos de paseo por las salas del hospital donde había gente muriendo de cáncer, incluso niños de corta edad, o a las salas de venéreas, tuberculosis, o de otras mil y una enfermedades, causas de corrupción y angustias de todo tipo. Dejarles ver con sus propios ojos con qué respeto consideraba Dios a su propia Creación, haciéndola caer tan bajo, hasta la base misma de una aullante animalidad, y abandonándola después a la decadencia, la tortura y a inenarrables indignidades. Lo que Dios no respeta, no tiene por qué respetarlo el hombre.