Los dos médicos fueron a ver a Hortense antes de salir del hospital. Volvía rápidamente de la anestesia. Jonathan le tomó el pulso e hizo un gesto silencioso. El joven doctor Abrams estaba sentado al lado de la paciente.
—Ha abierto los ojos una vez —explicó—. Doctor, quería decirle que nunca he visto tan maravillosa…
—Tonterías —le contestó Jonathan—. Usted no es más que un interno, Moe. Verá cosas mucho mejores… y mucho peores. ¿Cómo está la presión sanguínea de la señora Nolan?
—Excelente, casi normal. No voy a dejarla, doctor, hasta que Jed pueda relevarme. Vamos a atenderla por turnos, como usted ha ordenado.
—Y nadie puede entrar: ni su marido, ni sus padres, ni ningún otro médico con excepción del doctor Morgan, o Jed, hasta que yo lo permita. ¡Y ojo con esas enfermeras!
Los médicos salieron juntos del hospital.
—¿No se nos va la mano? —preguntó Robert—. ¿Quién manda en este hospital? ¿Usted?
—Me encantaría, siquiera por un par de meses. El viejo Louis sería el primero en salir como una bala. Pobre cerdo. No le envidio que tome usted mi lugar en el personal, Bob. Habrá veces que usted deseará que le hubiera pasado distraídamente el bisturí por el cogote en el quirófano.
Les rodeaba la luz púrpura del crepúsculo en la atareada calle, Jonathan encendió un cigarrillo.
—Apestosos —dijo—. Pero no tengo todavía la suficiente fuerza como para enfrentarme con ellos. En cierta forma lo siento por el viejo chapucero de Emil.
—Los médicos tienen que estrechar filas siempre —dijo Robert encendiendo su pipa.
Jonathan se echó a reír, con una risa débil y agotada.
—Sí, debemos hacerlo, ¿no le parece? ¿Qué pasaría si nuestros pacientes nos vieran tal como somos? Por cierto, ¿se ha trasladado ya a esa casa? Debería habérselo dicho. Era de la señora Winters. Sus hijos la habían puesto en venta.
Robert se detuvo por un momento.
—Sí, me he instalado en ella —dijo con firmeza.
—Muy bien. Ellos querían quince mil dólares, pero yo les hice rebajar a diez, para usted. Buenas noches. Pero vaya a ver a Hortense antes de medianoche. Éste es su primer caso, Bob.
Marjorie no oía más que el sordo rumor de las montañas en el profundo silencio. Ni siquiera los árboles se agitaban con aquel viento tenue y quemante. Pensó en los dormitorios vacíos allá arriba, en el segundo piso. Sólo dos se utilizaban, el suyo y el de Jon, alguna vez había esperado oír los ruidos que harían allí los nietos, pero no había nietos. Jon no volvería a casarse y Harald, viudo, seguía viviendo en aquella tonta isla sin atreverse a salir de ella durante más de cinco meses al año. E incluso las veces que salía, no iba a dormir a casa de su madre. Su habitación no tenía ocupantes, y las otras tampoco. El personal de servicio dormía en el tercer piso y subían por una escalera trasera. Tenían allí sus propias viviendas. ¿Cómo podría ella, Marjorie, aguantar quedarse sola allí una vez que Jonathan se marchara como único ser viviente en el segundo piso, la única ocupante de aquellas enormes habitaciones, la única persona que andaría por los jardines o miraría cómo la nieve llenaba los árboles?
No pensaba en su difunto esposo, su fantasma no le hacía compañía.
Tuvo un sobresalto cuando alguien la tomó firmemente por la muñeca.
—¡Jon! No te oí entrar.
Pero él le tomaba el pulso, un poco enfurruñado.
—¿Te molesta demasiado el calor? —le preguntó, depositando la mano de ella sobre el brazo del sillón.
—Un poco. ¿Quieres prepararme una bebida, también?
Jonathan se aproximó a la mesa sobre la que había una bandeja de plata. Echó una buena porción de whisky en un vaso, le añadió un poco de soda, después echó un poco menos de bebida en otro vaso pero con una considerable cantidad de soda, y se lo llevó a su madre. Después, sentándose, bebió rápidamente de un alto vaso de cristal como si no pudiera tragar la bebida con suficiente rapidez. Cuando apartó el vaso de su boca casi lo había vaciado. Sonrió a su madre. Marjorie mantenía una expresión cuidadosamente suave.
—Te he preparado la cena esta noche, Jon, pero temo que sea muy pesada para un tiempo como éste. Wiener Schnitzel, siempre te ha gustado.
—Y todavía me gusta, pero no tendrías que haberte molestado.
—No es molestia. —Se movió inquieta—. Espero que haga buen tiempo para el cuatro de julio. ¿A quién invitaremos a nuestro picnic habitual?
—Ya he invitado a Bob Morgan y a su madre. Ya lo sé. Ella es todo flato y platería falsa.
Marjorie bebió un trago.
—Yo también he invitado gente. ¿No te lo dije? Rose y Albert Kitchener y su hija, Maude. Es una muchacha muy simpática, muy bonita, tiene talento, y además es inteligente. Tiene unos ojos hermosos y el cabello castaño ondulado, y además una figura deliciosa.
—¿Para Harald?
—No, querido. Harald se fue hoy a Filadelfia. ¡Qué mala memoria tengo! ¿No te dije que va a presentar una exposición en Filadelfia el cinco? Ya ha enviado veinte telas. ¿Conoces esa galería privada y muy exclusiva de Broad Street? Sí, ahí.
—Bien —dijo Jonathan levantándose y llenando de nuevo su vaso—. Le va a costar un montón de dinero.
—Puede pagarlo, y además el dueño ha hecho propaganda por dos semanas, ha enviado invitaciones y ha tenido una aceptación maravillosa. Tendrá mucho éxito.
—¿Por qué no fuiste tú también?
—No sé. He perdido la costumbre de ir a Filadelfia. La mayoría de mis parientes han muerto y eso me hace sentir muy triste. Yo era una de esas chicas reservadas y no tenía muchos amigos. Casi todos se han mudado. Pero supongo que debería de haber ido.
—Y no querías dejarme solo el cuatro.
—Claro, querido, te hubieras sentido muy solo. —Le miró—. También he invitado a Jenny.
—¿Qué? ¿Sin Harald?
—Jon, por favor no hagas esa sonrisa burlona. Te hace muy feo, y tú eres un hombre muy guapo. Sí, lo eres.
—El niño Harald. No entiendo su estilo impresionista, pero debe de ser bueno en eso. Va a causar una gran impresión en Filadelfia, y por eso le deseo que le vaya bien. ¿Cómo has podido arrancar a Jenny de esa isla? —dijo Jonathan en tono burlón.
Su madre le miraba fijamente otra vez.
—Simplemente la he invitado y ella ha aceptado. Pobre Jenny.
—Lo sé. Hubiera llorado la ausencia de nuestro Harald. Es asombroso que no la haya envuelto y llevado con él.
—Jon, querido ¿es posible que tú no sepas que a Jenny le… disgusta… Harald? ¿Eres tan ciego? Tú sabes muy bien que Jenny se queda en esa isla a su pesar porque es su hogar, su padre construyó esa casa y ella le adoraba, y que considera a Harald un descarado intruso. No le permitirá que la tenga para él solo. Jenny simplemente se queda allí a la espera que Harald no vuelva más.
—Oh, madre, ni por un momento creeré eso. Ella se queda allí a causa de nuestro Harry.
—¿Crees realmente los chismes que corren por el pueblo, Jon? ¡Oh, no, no es posible! ¡Tú, por sobre todos! Jon, Harald quiere casarse con Jenny. Me lo dijo él mismo.
El vaso quedó inmóvil en las manos de Jon, y el líquido amarillo tan quieto como si fuera de piedra. Marjorie observó con profunda atención la cara oscura, las cejas espesas y los ocultos ojos de su hijo.
—¿Harry? ¿Quiere casarse con Jenny?
—Sí. Se lo ha pedido docenas de veces.
—No lo creo. He estado allí con mucha frecuencia y la he observado. Le mira como si estuviera… hambrienta. Escucha cada palabra que él dice como si viniera de Dios. Le sigue por todas partes con esos grandes ojos azules suyos. No advierte la presencia de ninguna otra persona cuando él está allí. No son solamente los chismes del pueblo, yo no los tomaría en cuenta ni por un minuto. Pero he visto a Jenny… mirando a Harald. Y tengo mucha percepción para la gente. Tengo que tenerla. Cuando Harald se mueve junto a ella, Jenny prácticamente tiembla, y espera. Es una mujer enamorada.
«Sí», pensó Marjorie. Pero dijo:
—Jenny sólo tiene veinte años, Jon, y aunque no quisiera decirlo, tú no sabes en realidad gran cosa sobre las mujeres, y especialmente sobre las mujeres jóvenes.
—No —confesó él—. Tienes toda la razón. No sé nada.
Pensaba en Mavis. Su madre notó cómo se le contraían los músculos de la cara. Se puso en pie como si tratara de ocultarse de la anciana y volvió a llenar su vaso. Marjorie se sintió ansiosa de nuevo, más que otras veces. Jonathan estaba parado al lado de la mesa y apartaba el rostro.
—Tendrías que haberme dado hermanas.
—Bueno, mucho me temo que sea un poco tarde para eso ahora.
Marjorie sonreía dolorida, pero Jon no la miraba.
—Querido —dijo—. Si Jenny procede como dices, es porque odia a Harald. Lo vigila siempre. Hasta creo que en cierto modo le tiene miedo. Pienso que Jenny cree…
—¿Qué? —dijo él echándose sobre la silla—. ¿Qué piensa la dulce Jenny, si es que piensa algo?
Marjorie seguía bebiendo de su vaso.
—Lo que ella piensa de Harald es equívoco. No puedo contarte lo que me dijo. Es… probable que sea sólo su imaginación. Es muy joven y ha vivido siempre muy recluida, y las muchachas tienen fantasías.
—La verdad es que ha tejido una fantasía con respecto a nuestro Harry, madre. Puede ser que no conozca todos los misteriosos pensamientos que flotan en la cabeza de una muchacha como murciélagos y mariposas, pero sé cuándo una mujer está en…
—¿Apasionada, Jon? —dijo Marjorie con tranquilidad—. Muy probable, ¿pero enamorada, Jon? ¡No creo que puedas nunca darte cuenta de ello!
—Tampoco quiero. De todos modos dudo mucho de que la mayoría de las mujeres puedan amar. No tienen capacidad para ello. Para ellas todo es frivolidad, casas pretenciosas, ropas, joyas y tés. —Sacudió la mano—. Hermosos niñitos, posición social, ambiciones diminutas. Dime una cosa —agregó volviéndose bruscamente hacia su madre—. ¿Tú amabas a mi padre?
La palidez de la boca de Marjorie se hizo más intensa.
—Creo que sí, al principio. Después, no. Me costó mucho tiempo.
—¿Qué pasó con todo aquel amor?
—Jon, ¿quieres que te lo diga?
—Sí, ahora que estamos en un estado de ánimo tan romántico.
—Muy bien. Tu padre no era muy inteligente, Jon. Sé que te duele oír eso. Tú le querías tanto… y él te quería mucho, y siempre deseaba que estuvieras a su lado. No creo que le interesara nadie más, en especial, Harald. Yo no era eventualmente más que la virtuosa ama de casa. Jon, ¿te duele mucho todo esto?
Jon regresó a su silla. Había un rubor sombrío en sus mejillas, y durante un largo rato estuvo escudriñando a su madre.
—Mi padre era muy amable —dijo por fin—. Aprecio la amabilidad. Hay tan poca, desgraciadamente, en este mundo. Si un hombre es amable hay que alabarlo.
—No era amable con Harald.
—Porque Harald es un tonto.
—¿Por qué?
—Escuchaba a papá. Tenía una forma de irritarle.
—Sí, lo sé. Pobre Harald.
—¿No era amable contigo? Me parece que era la personificación misma de la consideración.
—Nunca me vio después de tu nacimiento, Jon.
—¿Estabas celosa? —Le sonrió incrédulo y divertido.
—No. Había dejado de importarme desde hacía mucho tiempo.
Jonathan consideró aquellas palabras, y después le dijo:
—Si era tan tonto como pareces creer, entonces tendría que haberse dedicado a Harald.
—Pero es que él nunca supo que era… un tonto… y eso hace que las cosas varíen.
—Un tonto… ¿Qué era papá para ti, madre, en realidad? ¿Cuál es tu opinión?
—Parece raro decir de un hombre tan distinguido y tan aristocrático que tenía muchas, muchas pretensiones.
—¿De qué?
—Pretendía tener gusto, inteligencia, mundanidad, cosmopolitismo. Era en realidad un ingenuo, y la ingenuidad en un hombre maduro no engaña, Jon, excepto a la gente superficial, y no soy superficial. Podía hablar con elocuencia, entendía de poesía, según creía. Tenía amplios conocimientos de literatura, arte y música. Sí, pero nunca sintió el arte en absoluto. Uno tiene la creencia que sólo las personas vulgares son pretenciosas, pero los pseudocultos, que sienten vagamente que les falta algo, se desesperan porque se les considere más sensibles de lo que son. —Suspiró—. Esa lucha por ser más de lo que es, en un hombre ordinario, es una cosa muy patética, y tu padre luchaba. Yo me sentía muy afligida por ese motivo, y lo lamentaba. Cuando se dio cuenta de que no podía ya impresionarme me abandonó, y desde entonces me evitaba. No se lo reprocho. Yo debí de haber sido más tolerante, pero no lo fui.
—Y probablemente piensas lo mismo de tus hijos.
—Jon, no seas tan duro e incapaz de perdonar.
Se oyó el suave tañido de la campana que llamaba a la cena, Marjorie y Jon se levantaron juntos. Él titubeó un poco.
—Sólo sé esto —dijo—. Tú estabas más cerca de Harald que de mí, y a pesar de ello sugieres que Harald se parece más a mi padre. No tiene sentido, ¿vamos?
—Maldita sea esta tormenta —dijo Jonathan con voz velada, mientras depositaba la botella de vino en la mesa con un golpe—. ¿Cuánto hace que el tiempo está así? Mira aquel relámpago.
El regreso mental de Marjorie a su pálido y brillante comedor fue casi traumático por su violencia, puesto que había estado demasiado sumergida en sus recuerdos. Tuvo un gesto de sobresalto.
—Parece muy violenta, ¿no es cierto? —dijo.
Habían comido un poco de fruta con crema y bebido el té, y ya se habían llevado los restos, pensaba Marjorie aunque no tenía el menor recuerdo de todo ello. La botella de vino estaba vacía.
—¿Estás lista para que nos vayamos? —preguntó Jonathan.
Tenía la cara muy hundida, y los ojos velados por el alcohol. Le temblaban la boca y las manos.
—Sí, gracias —dijo Marjorie.
Jon se acercó a la silla de su madre, la apartó y se dirigió después al buffet, dejándola sola.
—Creo que me llevaré una botella de whisky arriba conmigo. Un traguito. Estoy cansado.
La espesa lluvia barría las ventanas altas y brillantes, y el viento aullaba. Jon, con enorme dificultad y a duras penas, llenaba un vaso de cristal, completamente absorbido por aquella delicada tarea. Después caminando con precaución y apoyando cada pie con sumo cuidado, abandonó el comedor. Su madre oyó sus pesados e inseguros pasos en la escalera. Se quedó escuchando durante unos instantes pero sólo oía la lluvia y el viento. Jonathan había entrado en el estudio de su padre, y la mujer oyó el sólido golpe de la puerta.
«Sí, mi querido Jon» se habló a sí misma, «siempre te he dicho la verdad. Nunca te mentí. ¿Habrían mejorado las cosas si lo hubiera hecho? No lo sé. Pese a todo lo que sabías y todo lo que te dije, te convertiste en un hombre bueno y en un médico que no puede soportar que otros sientan dolor. Hiciste todo lo que pudiste por aliviarles, el dolor era tu enemigo personal. ¿Sería acaso porque el dolor era siempre tan espantoso en ti mismo y tratabas de exorcizarlo? Nunca te mentí, Jon, excepto una vez, con mi silencio. Pero fue por tu bien, Jon, por tu bien».
Le parecía un siglo aquella noche de revelaciones interiores y de descubrimientos, un siglo espantoso. Marjorie subió lentamente las escaleras hacia su dormitorio. No podía enfrentarse aquella noche con los solitarios sillones, las sillas vacías, el mobiliario brillante, y las ventanas que no reflejarían más que la cara de una mujer desesperada.
«Con el silencio, mentí. Pero ¿había otra forma mejor? No hablando te ahorré tanto, Jon, mucho más de lo que habías soportado ya. Pienso si, en caso de haber sabido lo que sé, te habrías sentido agradecido. Quizá. ¿Habría sido mejor que esto?».
Oyó que Jon hablaba por teléfono en el estudio. Se detuvo, después se dirigió a la puerta del estudio y prestó atención.
«Muy bien, muy bien» oyó que decía con la voz de la embriaguez. «No deje usted que entre nadie. Traguitos de agua helada, solamente, o mejor, pedacitos de hielo sobre la lengua. No deje que entre nadie».
«Tú nunca lo permitiste, querido» pensó Marjorie. «No, nunca, salvo a Mavis».
Antes de quedarse dormida, después de un rato muy largo, se repetía a sí misma, como si quisiera consolarse: «Está herido, pero no muerto. Sangrará un poco, pero volverá a levantarse y a luchar».
¿Lo haría? No había olvidado a Mavis, y sólo Marjorie lo sabía. Mavis, la muy amada, y la odiada.