Cuando el joven Robert Sylvester Morgan tenía oportunidad de escribir a su madre, siempre redactaba lo que intencionadamente llamaba «un primer borrador», para el cual utilizaba papel común (le habían enseñado a ser económico) y luego lo transcribía en otro de mejor calidad, en el que podía emplear su elegante jerga spenceriana —que le causaba fastidio— a fin de complacer a su madre con palabras y frases que no la sobresaltaran.
8 de junio de 1901.
Hambledon, Pennsylvania.
Hotel Quaker.
Querida Mamá:
(Aquí se detuvo. ¿Por qué diablos no le permitía que la llamara «Madre»? ¡«Mamá», a su edad, por amor de Dios!).
Te alegrará saber que las cosas han salido bien desde mi llegada aquí, hace una semana. Hambledon es un hermoso pueblo de unos veinticinco mil habitantes, que no puede compararse con Filadelfia, naturalmente, pero adecuado y lleno de vida.
(Después de pensarlo un momento, tachó las últimas palabras y las sustituyó por «moderno»).
Está situado junto al río, cercano y ancho, salpicado aquí y allá de bonitas islas. Muy pintoresco. La gente es agradable, amistosa, y muy atenta.
(La palabra favorita de su madre).
Hay una industria considerable, pero está situada en las afueras del pueblo, de modo que la atmósfera es clara y fresca, cosa excelente para tu artritis y tu asma. Pese a la proximidad del agua, la atmósfera es seca. No parece haber mucha pobreza, y la clase trabajadora es enérgica.
(¡Su madre ciertamente estaría de acuerdo con eso!).
Los mejores barrios del pueblo son encantadores, con calles amplias, césped bien cuidado, árboles, magníficos olmos, abedules, robles, pinos, abetos, y casas que incluso en Filadelfia llamarían la atención. Ya he seleccionado cuatro para que tú elijas, y te llevaré a verlas cuando llegues la semana próxima. Cualquiera de ellas te gustará.
(¿Sería así? Nunca le gustaba nada, a su madre. Quizá la estaba tratando con dureza, o con irritación. Nunca antes se había sentido así para con su madre. Se detuvo para pensar, y después sacudió la cabeza, preocupado).
Detrás del pueblo se levanta una cadena de montañas, que alegran el ánimo al amanecer.
(Había visto amanecer una sola vez en esa semana y sin la menor intención de su parte, pero a su madre le gustaba que le mencionaran el amanecer).
La población más refinada vive en las laderas de las montañas en residencias espléndidas. En cuanto a hospitales, que es lo que más me interesa en este momento, hay uno grande al que llaman Friend’s, aunque no es propiamente cuáquero.
(Su madre detestaba a los cuáqueros).
Está subvencionado en parte por el pueblo. El otro hospital es privado, selecto y muy caro. Entrar a formar parte de su personal es una cosa muy codiciada.
Venía ahora la parte difícil de la carta. Se puso a mordisquear la punta de su lápiz y a contemplar a través de la limpia ventana de su elegante cuartito las montañas que tanto admiraba. Por fin prosiguió:
Los hospitales de Hambledon no sólo sirven al pueblo, sino también a las aldeas y a las granjas de las afueras, por supuesto, y gozan de la mejor reputación. En realidad estos hospitales causarían admiración incluso en Filadelfia, Boston o Nueva York. Son muy modernos.
(Esta última palabra le hizo fruncir el entrecejo, su madre no soportaba nada que fuera «moderno», pero la dejó como estaba).
Te confieso que recibí una agradable sorpresa. He conocido a muchos médicos y cirujanos, todos hombres muy ilustrados con excepción de unos pocos, y perfectos caballeros que gozan de una distinguida reputación. Se les llama con regularidad a consultas desde Filadelfia, Pittsburgh, y hasta de Nueva York, pues cada uno es un especialista en su género. Uno de ellos es el doctor Jonathan Ferrier, aunque te cueste creerlo, pero he leído sus conferencias y artículos en la revista de la Asociación Médica Americana, y te puedo asegurar que goza de una gran estima.
Ahora empezó a escribir más rápido:
Creo, gracias a una constante relación con el doctor Ferrier, que ha sido un hombre muy difamado, y que fue en verdad inocente de la muerte de su esposa. No será necesario que te recuerde que se vio obligado a pedir cambio de tribunal de Hambledon a Filadelfia para lograr que se le juzgara imparcialmente. Pero los diarios de Filadelfia no fueron más justos que los de Hambledon. Sin embargo, como bien sabes, fue absuelto. Se le devolvió su licencia para ejercer de nuevo, y su puesto en el personal de ambos hospitales. Pero está muy amargado. Hemos hablado muy poco sobre el asunto, pero ha sido suficiente para provocar mi indignación. ¿No me has enseñado siempre a considerar las cosas con objetividad y en forma adecuada?
(Una frase oportuna. La viejita se sentiría satisfecha. Me estoy convirtiendo en un diplomático, pensó).
No puedo reprocharle su terminante resolución de no ejercer más en Hambledon. En cierto momento llegó a ser el médico más popular del pueblo y tiene una familia prestigiosa, bien establecida, opulenta y que goza del mayor respeto: viejos pobladores.
(Su madre adoraba a los «viejos pobladores»).
Pero recordarás que todo esto fue divulgado por la prensa. He conocido a su madre, una gran señora, aunque algo enferma. La señora Ferrier está ansiosa por conocerte y darte la bienvenida.
(Una deliciosa mentira, pero que enorgullecería a su madre).
El doctor Ferrier no ha concretado hasta este momento sus planes para el futuro, aun cuando algo ha dicho de marcharse por un tiempo. Me imagino que tendrá que instalarse en Nueva York. Había ayudado a construir ambos hospitales con sus propios recursos, y se dedicaba mucho a los pobres.
(Su madre aceptaba a «los pobres» siempre que no se cruzaran en su camino, salvo para proveerse de sirvientes competentes).
Cree que no podrá volver a sentir nunca amistad por la gente de la comunidad, teniendo en cuenta la hostilidad que le demostraron después de la muerte de su joven esposa, lo convencidos que estaban de su culpabilidad antes del juicio en Filadelfia y durante el transcurso del mismo, y lo que él llama su «desengaño» cuando le absolvieron. Le trataron con ruindad.
(Robert subrayó estas palabras. Su madre misma, aun cuando no hubiera visto nunca al doctor Ferrier, lo detestaba después de haber leído los relatos de los diarios y se había sentido también desengañada por su absolución. Y todavía estaba convencida de que era culpable).
Ahora todo el pueblo se siente muy ofendido y le acusa de «abandonar» a su propia gente. Algunos empiezan a recordar lo leal que fue para con ellos, las salas que construyó de su peculio, y las excelentes escuelas de enfermeras que insistió en crear en los hospitales. ¡Afirman que no pueden comprender por qué desea dejarlos! ¿No es ésta acaso una muestra de la naturaleza humana? Cuando era pequeño, pensaba a veces que eras un tanto rigurosa en lo concerniente a la naturaleza humana, pero ahora sé que tenías razón.
(¡Con esto ciertamente se suavizaría!).
Todavía hay corrientes aquí.
(Miró las palabras con los labios fruncidos y después las tachó. Su madre no podía soportar «corrientes» de ninguna clase. Las consideraba impertinentes y malcriadas, y no había que aceptarlas en absoluto. La gente bien educada nunca tenía «corrientes» en sus vidas. Todo era serenidad, si es que era gente bien educada). Escribió en cambio:
Los colegas del doctor Ferrier han tratado de convencerle de que no se vaya, pero él se mantiene inflexible. Su madre es neutral en la cuestión. La decisión que él ha tomado es muy afortunada para mí. Hemos llegado a un acuerdo sobre los honorarios por sus servicios, etc. Su consultorio, que es muy grande y muy hermoso, está situado cerca de su casa, donde vive con su madre, y está maravillosamente equipado. Poseía una extensión telefónica de su consultorio a su residencia, de modo que podía ser llamado en un caso de urgencia y responder sin demora. Ahora rehúsa a atender cualquier llamada, salvo que provenga de antiguos pacientes que estuvieron de su parte durante su desgraciada aflicción.
Una de las casas en la que he pensado para nosotros está cerca de ese consultorio, de modo que me resultará muy conveniente cuando me establezca aquí para ejercer. El doctor Ferrier me ha presentado ya a los doctores más influyentes y a otros ciudadanos. Y aun pecando de inmodestia tengo que admitir que parecieron aprobarme a mí y mis credenciales, a pesar de que ésta será mi primera experiencia. Los impresionó que yo hubiera hecho mi internado en el Johns Hopkins. ¡Mantuvieron muchas entrevistas indagatorias conmigo! Estoy seguro de que no dije ni hice nada que provocara las dudas.
El precio del alquiler que el doctor Ferrier me ha pedido por el consultorio es muy razonable. Estoy seguro que te sentirás satisfecha. Desde cualquier punto de vista, me siento extraordinariamente afortunado por la posibilidad de ejercer aquí, aunque tú prefieras que lo haga en Filadelfia. Pero cuando veas Hambledon, respires su delicioso aire fresco, conozcas a las señoras del pueblo y comprendas mi buena fortuna, te sentirás complacida. Un médico joven en Filadelfia, en su primera práctica, lo pasa bastante mal, como he podido descubrirlo. Los celos de los médicos establecidos son cosa habitual en Filadelfia, ellos están muy orgullosos de sus prerrogativas. En Hambledon no advertí esta actitud. Me recibieron muy bien, a pesar de que están resentidos con el doctor Ferrier por su resolución de dejarlos. Su posición viene a ser la siguiente: «Le hemos perdonado. ¿Por qué no puede él perdonarnos?». Encuentro muy irrazonable esta actitud, ¿no te parece?
(Naturalmente, a ella no le parecería lo mismo. Consideraría como muy magnánimo por parte de los otros médicos y cirujanos «perdonar» al doctor Ferrier por un crimen que no había cometido, y también consideraría imperdonable que él los rechazara. ¿Qué me pasa últimamente?, se preguntaba a sí mismo el joven doctor Morgan. Nunca había pensado así de mi madre antes de venir aquí, era siempre un hijo obediente que decía: «Sí, mamá; tienes toda la razón, mamá», cuando sabía perfectamente en mi interior, que la vieja no sólo era una presumida sino también algo estúpida y pretenciosa).
He alquilado ya un hermoso carruaje con dos fogosos caballos negros.
(Tachó la palabra «fogosos» y la reemplazó con otra menos turbadora).
El doctor Ferrier raramente utiliza vehículos para andar por el pueblo desde su absolución. Anda a caballo y tiene un hermoso establo de su propiedad.
El joven se quedó pensativo, luego tachó las observaciones sobre el doctor Ferrier. Su madre se hubiera enfadado por una tal falta de «gentileza».
—Mamá —dijo en voz alta— eres una burra.
Su propia afirmación le chocó por un instante, luego hizo una mueca y encogió sus jóvenes hombros bajo la excelente tela de su traje. Después de todo, era ya tiempo de que la vieja recordara que había dejado de ser un niño, y que no dependía ya de ella.
Tomó el gran reloj de oro que había pertenecido a su padre, médico también, antes de su muerte, lo miró y vio que eran casi las diez, y que el doctor Ferrier pasaría a buscarle pronto. Devolvió el reloj al bolsillo de su chaleco y enderezó la pesada cadena de oro sobre su liso vientre. Concluyó su carta con una ráfaga de palabras afectuosas y se puso enseguida a pasar en limpio los párrafos que acababa de escribir. Después de terminarla le pareció que había quedado muy afectada, pero eso era justamente lo que su madre esperaba. Lo inesperado le resultaba a ella irritante. A los bien nacidos no les ocurría nada inesperado, y menos aún desordenado.
«Así es la vida», pensó el joven, sintiéndose alegre ante su nueva objetividad. ¡Cómo le gustaría llevar a su madre a una sala de partos! ¡O a una sala de enfermedades venéreas!, por ejemplo. No era que la mujer no hubiera oído hablar nunca de enfermedades venéreas, y de la sorprendente cantidad de personas «bien nacidas» que se presentaban allí con regularidad. Estaba seguro de que ella no había oído hablar nunca de un aborto. Las señoras no tienen útero. Sus hijos emergían graciosamente de regiones indefinidas.
Robert había vuelto a fumar «asquerosos yuyos», como los denominaba su madre, desde su llegada a Hambledon. Encendió un cigarrillo y se puso cómodo, sonriendo pensativamente mientras miraba a través de la ventana la isla a la que llamaban Heart’s Ease, en la que vivían el hermano del doctor Ferrier, Harald, y su hija, en compañía de tres sirvientes. De ellos no sabía gran cosa, pues el doctor Ferrier era reticente ante ese tema.
—¿Su hermano es mucho mayor? —le había preguntado con curiosidad.
—No —le contestó Ferrier, con aire divertido—. Es mi hermano menor. Yo tengo treinta y cinco años. Harald treinta y tres.
—La hija debe ser muy joven —sugirió Robert.
El doctor Ferrier pareció sentirse aún más divertido, y cambió de tema. No sentía envidia por el dinero de su hermano. Él era un hombre rico, y tenía dinero, en parte heredado y en parte ganado con su esfuerzo. Su madre había sido una Farmington de Filadelfia, y todos sabían que los Farmington eran muy ricos. Se decía que los Ferrier habían llegado de Francia o de Bélgica, hacía más de doscientos años, y que siempre habían vivido en esa localidad. El doctor Ferrier era dueño de tres productivas granjas cercanas, que tenía alquiladas.
—Nunca desprecie el dinero —le había dicho el doctor Ferrier a Robert—. La pobreza no es un delito, pero el vulgo no lo cree realmente así. Usted puede ser un santo lleno de heroicas virtudes, pero si no tiene dinero le despreciarán. ¿Qué dice la Biblia?: «La riqueza de un hombre opulento es su fortaleza…». ¡Esos ancianos sabían lo que decían!
Los diarios habían insinuado con bastante claridad que fue la «fortaleza» de la riqueza del doctor Ferrier lo que le había obtenido su absolución, puesto que había podido «comprar» los mejores abogados de Filadelfia, ciudad notoria por sus leguleyos.
En su habitación del hotel, Robert pensaba, mientras esperaba la llegada del doctor Ferrier para dar un paseo por el pueblo, en la acusación y el juicio, que había llenado durante meses enteros las primeras páginas de los diarios de Filadelfia. El doctor Ferrier había sido acusado de practicar un aborto a su joven esposa, Mavis, quien falleció dos días más tarde a consecuencias del mismo. Aquello había ocurrido casi un año antes. La defensa tuvo que luchar semanas enteras para conseguir un jurado sin prejuicios. El doctor Ferrier declaró en su propia defensa. No se encontraba en Hambledon en la época del supuesto aborto, sino en Pittsburgh, y tenía testigos de ello. Ni siquiera se había enterado de que su esposa estuviera embarazada. Ella nunca se lo había dicho. No, tampoco tenía la menor sospecha de quién pudiera haber sido el criminal.
—Estábamos casados desde hacía tres años —declaró reposadamente—. No teníamos hijos. Mi esposa no quería tenerlos. Siempre había sido de complexión delicada. —Aquí vaciló un momento—. Sí, yo quería hijos. No, no puedo ni siquiera adivinar el nombre de quién realizó la operación. Mi esposa murió de septicemia, por supuesto, como resultado del aborto. ¡Soy cirujano, y de practicar el aborto yo mismo, no hubiera sido una chapucería, lo puedo asegurar!
Al jurado no le gustó lo que dijo, le pareció inhumano. En realidad tampoco le gustaba el doctor Ferrier, su alta y esbelta arrogancia, su rostro oscuro y estirado, sus afilados pómulos «extranjeros», sus brillantes ojos negros, su aire de repugnancia e impaciencia hacia el personal que llenaba la atestada sala del tribunal, incluyendo al juez y el jurado. No había denotado la menor pena por su joven esposa, ningún signo de lástima o de pesar. Había escuchado con atención el testimonio de sus colegas médicos, y en varias ocasiones la impaciencia traicionó la impasibilidad de su rostro. La septicemia fue consecuencia de una operación deficiente, con desgarraduras.
—Soy cirujano —repitió—. No hubiera hecho mal la operación.
Sus modales eran despectivos. De pronto pareció como si estuviera a punto de decir algo más, con amarga impaciencia. Sin embargo, se limitó a apretar con más fuerza la boca.
Los testigos citados por la defensa también eran distinguidos médicos y cirujanos. No sólo declararon que el doctor Ferrier no podía en modo alguno haber practicado una operación tan burda, sino que, además, afirmaron que había estado en Pittsburgh durante aquel día crucial, realizando operaciones admirables en su presencia. Tumor cerebral, para el que había empleado el método de Broca. No sólo había estado en Pittsburgh aquel día, sino el día anterior y los dos posteriores, para asegurarse de que su paciente estaba fuera de peligro, cinco días en total. El doctor Ferrier no parecía escuchar a los que declaraban en su favor. Estaba sentado, como una piedra, dijo un diario, con la mirada perdida en el vacío, pasándose de vez en cuando su mano delgada sobre sus espesos cabellos negros. Era como si se hubiera apartado espiritualmente de aquel lugar, encerrándose en una soledad que nadie podía invadir, una soledad triste y silenciosa.
Le absolvieron. El jurado, aun a regañadientes, tuvo que creer a los testigos de la defensa. No había que darle vueltas. Sin embargo, quedó firme la opinión de que si el doctor Ferrier no hubiera sido un hombre rico, muy rico, le hubieran declarado culpable.
Circularon algunos rumores maliciosos, que no llegaron al tribunal, de que el doctor Ferrier había «saboteado» deliberadamente la operación de manera que su joven esposa, de sólo veinticuatro años, muriera. Por ello, siguió siendo, para muchos, un doble asesino: el asesino de una mujer joven y de su propio hijo que no llegó a nacer, un embrión de tres meses. Entre quienes estaban firmemente convencidos de ello, había el tío paterno de su mujer, el doctor Martin Eaton, cirujano muy respetado en Hambledon. A los amigos les resultaba muy extraña aquella actitud, toda vez que el doctor Eaton antes de la muerte de Mavis había sentido profundo afecto hacia el doctor Ferrier, y le había considerado como un hijo, con orgullo y admiración. Mavis había sido criada desde niña por el doctor Eaton y su esposa, Flora, después de la muerte de los padres de la niña. Finalmente la habían adoptado, puesto que no tenían hijos propios.
El doctor Eaton, hombre alto y corpulento de sesenta años, había acudido a diario al tribunal, con gesto ceñudo y sin dejar de mirar con un odio sin disimulo al doctor Ferrier. Cuando el jurado regresó con un desganado veredicto de «no culpable», el doctor Eaton se puso de pie, y gritó con desesperación:
—¡No, no!
Después se volvió, tuvo una leve vacilación, y recuperando la serenidad abandonó la sala. Había vuelto aquella misma noche a Hambledon, donde sufrió un ataque, del cual se estaba restableciendo. Hambledon entero simpatizaba con él con verdadero afecto.
Sí, pensaba Robert Morgan consultando otra vez el reloj de su padre, era verdad que todavía existían «corrientes» en Hambledon. No era extraño que el doctor Ferrier deseara irse. Alguien llamó a la puerta. El doctor Ferrier esperaba abajo al doctor Morgan.
Para sorpresa de Robert, el doctor Ferrier no había venido a caballo como tenía por costumbre, sino en un hermoso faetón tirado por dos de sus hermosos corceles negros, bestias de aspecto fiero, morros blancos y mirada indómita. «¿Caballos de carrera?», pensó Robert nervioso. Nada de eso. Ni él ni su madre actuaban en los círculos de aficionados a los caballos en Filadelfia, y la única relación que había tenido con los «demonios de la pista», como los llamaba su madre, fue cuando acompañó indiferente a algunos compañeros de estudios a un hipódromo, en el que ganó inesperadamente ciento veinte dólares con una apuesta de doce. (No podía recordar ahora el nombre del caballo, y ni siquiera estaba seguro de que nunca lo hubiera sabido).
El doctor Ferrier le miró sonriendo fríamente.
—Robert, pensé que debía pasar a buscarle en el faetón de mi madre.
El joven, que sólo contaba veintiséis años, era de complexión robusta, y no parecía medir el metro ochenta que tenía. Robert tenía el cabello de color claro y brillante, la cara redonda, juvenil y rosada, unos grandes ojos azules, la nariz corta y obstinada, una boca agradable y un hoyuelo en la barbilla. Lucía un bigote ralo del color del cabello, y tenía los hombros amplios. Sus manos eran también grandes y cuadradas, lo mismo que sus pies calzados con zapatos negros y bien lustrados. El día era caluroso, pero a pesar de ello vestía ropa oscura y gruesa y llevaba en la cabeza lo que Jonathan Ferrier solía llamar una escupidera invertida. El cuello de la camisa era, naturalmente, alto y duro, lo que hacía resaltar aún más el color de su rostro, y la corbata era negra y sostenida firmemente con un alfiler con perla.
Robert advirtió con sorpresa que el, por lo común austero y correcto, doctor Ferrier vestía como si fuera a jugar al golf, o a cazar o jugar a bolos. Llevaba una chaqueta liviana de lana, unos pantalones de franela clara y unos zapatos bajos. Y lo que era todavía peor: no llevaba ni cuello ni sombrero. Sin embargo, aquella indumentaria informal no disminuía un ápice su natural elegancia.
—Suba —dijo con su habitual tono rápido y abrupto.
(La madre de Robert le había dicho insistentemente toda su vida que nunca una dama o un caballero se atrevía a aparecer en una calle pública, fuera a pie o en carruaje, sin llevar sombrero y guantes).
—Y quítese esa obscena cacerola de la cabeza —agregó Jonathan Ferrier, mientras Robert se sentaba cautelosamente a su lado—. ¡En un día como éste! Debemos estar casi a treinta y cinco grados.
Los caballos partieron con un trote que a Robert le pareció algo apresurado. Se quitó el sombrero y se lo puso sobre sus rodillas. El aire cálido se le metía entre los cabellos y se los levantaba agradablemente.
—Caballos, ¿eh? —dijo Robert, intentando que la voz fuera profunda—. ¿De carrera?
—No tanto, pero tengo buenos corredores, como ya le dije. Voy a presentar dos en Belmont, en otoño. Espero que uno de ellos gane. Es un potro de tres años, de origen argentino. Tiene que dejar muy atrás a los pencos que tenemos por aquí. Lo compré yo mismo, en Buenos Aires.
—Pensé que al menos por hoy teníamos que olvidarnos de quirófanos y hospitales —siguió diciendo Jonathan, con una breve risa—. Aquí tenemos dos borricos diplomados, enfundados en sendas levitas, que jamás han oído hablar de Pasteur o de Lister, pero están llenos de dignidad y prestancia. Esta mañana están rebanando, serruchando y moliendo a toda velocidad, y si alguno de sus pacientes llega a sobrevivir, seré el primer sorprendido. Sólo la buena suerte y sus sanas constituciones mantienen vivos a sus otros pacientes después de la sangrienta matanza.
—¿Por qué les aguantan todavía los hospitales, doctor?
—¿Cuántas veces tendré que decirle que me llame Jon? Después de todo, no soy tan viejo como para ser su padre. ¿Por qué aguantan a esos jamelgos? Bien: uno de ellos es primo del Gobernador, y el otro es jefe de personal en la junta directiva de Sta. Hilda, nuestro moderno y pequeño hospital privado. Riqueza petrolera, por parte de su mujer, se abrió camino a fuerza de dinero. —Se rió con un gesto cínico—. Lo cierto es que está operando a la hermana de su mujer de un tumor de ovario. Yo había diagnosticado un posible carcinoma antes… —Se detuvo—, pero el amable doctor Hedler pensó, y piensa, que mi diagnóstico es ridículo. Posiblemente lo esté descubriendo él mismo, o quizás uno de los internos le esté informando humildemente, ¡y posiblemente hasta una de las enfermeras! Nunca sería capaz de saberlo por sí mismo.
Robert estaba horrorizado.
—¿Y usted no dice nada, Jon? —Robert lo miró con dureza.
—¿Y por qué habría de hacerlo? Hace uno o dos años hubiera ahuyentado a patadas a una porquería como ésa, pero ahora no. ¿Por qué habría de hacerlo? Fue ella quien eligió al doctor Hedler. Es un hombre imponente y a las mujeres les gusta eso. Además, habla con la autoridad propia del ignorante. Pura fachada. Cierto es que todavía formo parte del personal y del Consejo Directivo, pero recientemente he descubierto cuándo es conveniente mantener la boca cerrada. A usted también se lo recomiendo, mi joven amigo, por lo menos durante algunos años. Yo mismo lo pasé bastante mal cuando empecé a ejercer y traté de introducir la asepsia en los quirófanos: pantalones y chaquetillas blancas para los cirujanos, lavados de manos y guantes de goma. De no ser por el buen nombre y el dinero de mi familia, me habrían echado a la calle. Mi madre había prometido construir un pabellón para Sta. Hilda. Esos borricos todavía llevan sus levitas y pantalones a rayas, y se frotan con señorial ademán los bisturíes en las mangas, sobre las nalgas de las enfermeras, o sobre cualquier cosa que tengan a mano, pero con gesto señorial. Y algunos, cuando operan, acaban de salir de las salas de disección. Uno de ellos es ginecólogo, atiende un parto esta mañana. —Volvió a reír—. La madre tendrá mucha suerte si no muere de fiebre puerperal.
—¿Y no hay nada que usted quiera… quiero decir… que usted pueda hacer?
—No. ¿Cree usted que en estos momentos me escucharían? No. He oído decir que son pocos los que me confiarían la atención de sus perros.
—¡Imposible! —La cara rosada de Robert se encendió de indignación. El doctor Ferrier parecía divertirse.
—Usted parece no tener la más remota idea de lo que es la gente, muchacho. Ya lo descubrirá, por desgracia. Fíjese en usted mismo, un médico que puede ruborizarse. Notable. Y aquí le dejo otra idea: pese a lo que un cirujano o médico en general pueda hacer o no hacer, su acción es sólo una parte de la historia de la supervivencia del paciente. Un cincuenta por ciento de su curación la debe a sí mismo y a la fe que deposita en su médico. ¿No se lo enseñaron en el gran Johns Hopkins?
—Bueno… sí.
—Pero ¿usted no lo cree?
Robert se sentía incómodo:
—Por supuesto que lo creo. Pero todavía así, un médico incompetente, con la absoluta confianza de todo el mundo y la de su paciente puesta en él, puede cometer literalmente un asesinato en la sala de operaciones, y hasta en la sala general.
—Cierto, pero ésos son los casos visibles. Tuve una vez un paciente con un simple lobanillo en el cuello que murió de shock, a resultas de su temor anticipado. Era una operación sencilla, pero no me tenía confianza alguna. Eso fue hace pocas semanas, después…
«Después del juicio», pensó Robert.
—Todo eso fue lo que me convenció de que me fuera de aquí —dijo Jonathan.
—¿No habrá olvidado que se va a quedar un tiempo para hacer las rondas conmigo, y estar a mi lado en la sala de operaciones?
—Se lo prometí, ¿no es así?
El empedrado de granito brillaba como si lo hubieran pulido al sol. Corrían a lo largo de las verdes y amplias calles de la parte más hermosa de la villa, con casas grandes y de aspecto agradable que se erguían en medio del cálido y brillante césped, ocultas por resplandecientes árboles. El césped estaba salpicado de brillantes canteros de flores, y en algunos lugares los caballos sedientos bebían en bateas de hormigón. Robert podía oír el soñoliento golpear de puertas metálicas en la distancia. Hambledon era una villa cómoda y próspera, y Robert se sentía a sus anchas en ella.
—Espero que le guste esto —dijo Jonathan—. Tuve, como usted sabe, diez solicitudes para la vacante que dejo. Me entrevisté con todos. Usted fue el último.
—Me alegro de que me haya elegido —aseguró Robert.
—Usted fue el mejor —dijo Jonathan—. Por lo menos parecía el más inofensivo. No se ofenda, es muy importante ser inofensivo cuando se es médico. ¿Acaso no dijo eso el viejo Hipócrates? Sí. En realidad, el mejor cumplido que se nos puede hacer, es decir que no perjudicamos nunca a nadie, aun cuando tampoco le ayudemos. Conozco un viejo sinvergüenza que es muy competente con el bisturí, por momentos genial, inspirado, pero tienen que anestesiar al paciente antes de que lo vea. Es un monstruo, y tiene un carácter de mil diablos. Podría matar con una mirada, y supongo que ya lo ha hecho. Es temible. Le llamaban generalmente en casos desesperados, cuando el operador está a punto de abandonarlo todo. Es realmente milagroso, pero temible.
A Robert le habían enseñado en Johns Hopkins que no era necesario que los cirujanos fueran vanidosos ni siquiera entre ellos, con relación a los pacientes. Por lo que veía no le habían enseñado lo mismo al doctor Ferrier. Algunas veces intimidaba al pobre Robert, quien le admiraba muchísimo, pero no había llegado a saber todavía si el otro le apreciaba. Tenía un modo de hablar áspero y amargo, y a menudo era despectivo. Al principio Robert había creído que aquello era resultado del trágico juicio, pero otros le habían dicho en voz baja que Jonathan había sido siempre así: «Por supuesto eso se ha acentuado ahora, pero generalmente es un cínico endemoniado». Robert no se sentía seguro de la eficacia de que un médico fuera cínico o demasiado objetivo. Realmente tenía un corazón muy tierno.
—No se apresure en querer a este maldito pueblo —dijo Jonathan mientras corrían rápidamente por las calles—. Aquí tenemos un montón de nuevos ricos: petroleros. Esa especie de preciosas vulgaridades que cuando hablan de sus casas, las llaman «hogar». Arribistas. La modestia es algo que no aprecian ni le dan el menor valor, creen que es un signo de inferioridad, y entonces se arrojan sobre uno. Tenemos unas pocas familias auténticas, pero no son muchas. No es más que una villa americana, igual a cualquier otra villa, poblada en su mayor parte por tontos. ¿Usted es capaz de aguantar alegremente a los tontos, Robert? Bien. En ese caso, va a ser muy popular aquí. Yo nunca he podido, y ahí es donde la Iglesia y yo estamos en violento desacuerdo.
Robert podía vincular a Ferrier con muchas cosas, pero no con ninguna Iglesia. Constantemente descubría en aquel hombre cosas sorprendentes, algunas de ellas desconcertantes.
—¿Pertenece usted… a la Iglesia, Jon?
Jonathan volvió con lentitud la cabeza hacia Robert y le hizo una mueca desagradable
—En cierto modo, sí. Qué, ¿le sorprende eso? Los Ferrier tuvieron que trepar una cuesta empinada hace más de doscientos años, cuando llegaron a Pennsylvania. Eran, y son, lo que ustedes llaman papistas. Nominalmente yo soy católico, pero no he ido a misa desde hace años. Verá, una vez yo era también blando como usted, Bob. Mis semejantes me desilusionaron pronto. Tenía entonces diecisiete años. Usted es casi diez años mayor que yo en aquella época. ¿Cómo diablos puede ser tan inocente?
—No soy inocente hasta tal extremo —dijo Robert con dignidad. Jonathan se sintió divertido de nuevo, y rió con aquella seca risita tan suya.
—Ya ha estado con alguna de las enfermeras, o quizá con alguna de las chismosas del pueblo, ¿verdad?
En el rostro de Robert volvió a asomar el rubor que le invadía con tanta facilidad. Pensó en su madre. Estaba seguro de que ella le creía virginal. Recordó los rápidos y ridículos escarceos amorosos de los últimos años, y se sintió confundido al recordar que siempre había cerrado los ojos para no ver la cara de las mujeres. Sentía que el doctor Ferrier le observaba, pero seguía mirando con obstinación las tostadas manos del doctor que sostenían las riendas con tanta seguridad.
—Tuve una vez un interno proveniente de una escuela médica metodista —dijo Jonathan, feliz al recordar— que nunca podía llegar a pronunciar la palabra «vagina». Prefería llamarle las «partes privadas». No hay nada, —siguió diciendo—, menos privado, sea en un hospital o en una sala de operaciones, que eso que tan delicadamente llaman «partes».
—No hay que olvidar… mmm… que las mujeres tienen sus reservas —tartamudeó el infortunado Robert.
—¿A estas alturas? —preguntó Jonathan levantando una de sus espesas cejas negras—. Si hay algo menos reservado o modesto que una mujer, yo no lo conozco. Una mujer enfurecida puede hacer que el hombre más grosero parezca un monaguillo.
—Supongo que usted ha tenido una buena experiencia —dijo Robert.
—¡Magnífico! No es usted tan blando como parece, ¿eh, Bob? Eso es algo de lo que quería sentirme seguro. Temía, a veces, de que fuera usted demasiado delicado para las sangrientas arenas que llamamos hospitales.
—En Johns Hopkins me consideraban muy competente —afirmó Robert en un tono duro—. No se puede decir que fuera blando. Además, mi padre también era cirujano, y mucho antes incluso de estudiar medicina presencié algunas de sus operaciones.
—Y supongo que nunca se desmayó. No importa. Estoy provocándole. Realmente lo aprecio, Bob, y suelo destacar por no querer a la gente. Tiene usted que cultivar el sentido del humor. No importa. ¿Sabe a dónde vamos hoy? A mirar los pájaros.
—¡A mirar pájaros!
—Es un día demasiado hermoso para mirar seres humanos. Tendría usted que mirar a la gente cuando el tiempo es malo, o hay tormenta, o se desbordan los ríos, o arden las casas. Muy revelador. Se ven entonces en su peor aspecto, desnudos. Sí, quise decir pájaros —indicó, con una inclinación de la cabeza, la correa que le cruzaba el pecho y que sostenía un estuche de prismáticos—. ¿No ha observado nunca a los pájaros?
Los pájaros, para Robert, eran unos vertebrados bastante adorables que cantaban en la primavera y tenían plumas. No podía distinguir uno de otro, salvo los petirrojos y los cardenales. Su madre hablaba de sus «queridos niditos» y le había dicho en cierta ocasión, cuando era niño, que los pájaros fueron creados expresamente por el antropomórfico Todopoderoso para delicia de la humanidad. Para la señora Morgan carecían de identidad propia, de alegría de vivir, no se alegraban de estar vivos. Era evidente para la vieja dama que ponían huevos, pero Robert dudaba que estuviera enterada de que los pájaros tenían también una vida sexual que originaba los huevos y, en consecuencia, las nuevas criaturas vitales. Era evidente que creía que los pájaros nacían como las flores, gracias al polen. Robert, al recordar aquellas cosas, pensó que su madre era bastante difícil de soportar. ¿No sería una de esas mujeres tontas a las que se refiriera el doctor Ferrier? Tal vez. Era muy probable. Robert volvió a sentir una irritación cuya causa no podía precisar. Había sido siempre el solícito y tierno hijo único, dedicado por completo a su madre. Aquello le parecía ahora pueril y embarazoso. Pensó en su padre, y se le ocurrió de repente que no era raro que de aquel matrimonio estéril no hubiera nacido otro hijo. La vieja también es vulgar, pensó. Llama «hogar» a nuestra casa.
—¿De qué se queja? —le preguntó Jonathan—. Si no quiere observar pájaros, lo dejaremos.
—¿He dicho eso? —Robert sintió un escalofrío por el tono ofensivo de su voz. Raramente se ofendía con la gente, era demasiado amable para eso—. Pensaba en otra cosa. Estoy interesado en observar sus pájaros. Pero ¿por qué?
—¿Por qué observar pájaros? Algunos todavía se dirigen al norte. Tal vez vea usted algunos ejemplares hermosos y raros, si sabe mirar. ¿Por qué observar los pájaros? No lo sé exactamente, siempre lo he hecho, desde que era muy niño. Mi padre era un excelente observador de pájaros. Casi hacía una reverencia cuando oía nombrar a Audubon. Regalamos un parque a la ciudad, mi abuelo, por lo menos, lo hizo, en las afueras. Era un santuario para pájaros. Los pájaros son seres sosegados, nunca tienen líos. En todo son pájaros. Al revés de la gente, que son raramente humanos en el mejor sentido de la palabra. Sucede lo mismo que con los animales no humanos: son lo que son, sinceros en su manera de ser, sólidos en su comportamiento. Pero usted nunca podrá saber lo que es un hombre.
«Tiene razón», pensó Robert, desagradablemente impresionado por aquella verdad.
—Tengo seis perros y ocho gatos —dijo Jonathan—. Uno de los perros en casa, y el resto en mis granjas. Cada uno es un individuo distinto, pero sincero en cuanto a su propio modo de ser. Nunca verá usted que un perro pretenda ser mejor de lo que es, nunca encontrará un gato que carezca de respeto por sí mismo. Incluso el ganado es fiel a su naturaleza. Pero hablando de eso, hay que reconocer que el hombre también, casi siempre, es fiel a su naturaleza. Casi siempre es un idiota, un mentiroso, un hipócrita, un cobarde, un pretencioso, un asesino oculto, un ladrón, un traidor. Nombre algún vicio que no tenga. Ésa es su naturaleza. Sólo cuando pretende ser virtuoso se sale de órbita y deja de estar de acuerdo con su carácter.
—Sabe, doctor, eso podría decirlo un alumno del secundario.
Para sorpresa suya, Jonathan se echó a reír, con la primera carcajada genuina que Robert le oyera.
—¿Qué le hace pensar —preguntó— que los alumnos del secundario sean invariablemente unos alocados y estén equivocados? Algunas de las personas más brillantes que he conocido eran muchachos que cursaban la escuela preparatoria. Ven las cosas en su conjunto y tal como son. Más tarde los adultos les corrompen, les ciegan, y les cuentan un montón de atractivas mentiras entorpeciendo sus percepciones. A los diecisiete años termina, por desgracia, la edad de la inocencia. Vamos, dígame, ¿nadie le ha traicionado nunca, o le ha mentido con respecto a usted, o le ha hecho alguna porquería, Bob?
—Sí, por supuesto. Pero ¿qué importa eso? Conservo mis manos limpias.
—Felicitaciones —dijo Jonathan, y agregó—: Usted me recuerda a Omar Khayyam.
—Otra vez en secundario —dijo Robert—. ¿Qué tiene de malo el viejo constructor de carpas? Si sus verdades parecen, a veces, gastadas y obvias es porque son verdades. ¿Qué es una perogrullada? Es una moneda que ha sido muy manoseada, pero es una moneda genuina, y no la hubieran manoseado tanto si le hubiera faltado veracidad.
—Apostaría que ha leído eso por lo menos una vez al mes.
Aquello resultó ser cierto, y Robert se sintió fastidiado.
—Yo hago lo mismo —dijo Jonathan—. ¿Quiere saber cuál es mi verso favorito?
El móvil dedo escribe, y después de haber escrito sigue moviéndose.
Ni toda su piedad, ni su ingenio pueden inducirlo a borrar ni media línea.
¡Ni todas sus lágrimas podrán borrar una sola palabra!
Robert estaba perplejo, primero porque aquel verso no parecía adaptarse al carácter de Jonathan, y además porque era también su estrofa favorita. Siempre le había resultado insoportablemente punzante, y una advertencia trágica.
Se dio cuenta de que el doctor Ferrier se reía de nuevo de él, y ahora que habían salido del camino y cruzaban el río, la isla parecía estar a sólo unos metros de distancia.