EL VESTIDO

Había decidido llamar al móvil de Takeo una vez al día.

Eran las dos y cuarto de la tarde.

A esa hora ya debería haber terminado la recogida. Había salido por la mañana. Por mucho tráfico que hubiera en la carretera, no habría tardado más de una hora en llegar a la ciudad vecina. Calculé que habría necesitado una hora más para negociar con los dueños y cargar los trastos a la camioneta, y otra media hora para comer. Como hacía buen tiempo, pensé que quizá se habría echado una siesta de unos veinte minutos a la sombra de un árbol, y supuse que mi llamada lo sorprendería justo cuando acabara de despertarse y aún estuviera medio adormilado.

Sin embargo, no me cogió el teléfono.

Suponiendo que hubiera prescindido de la siesta, debía de estar conduciendo cuando le llamé a las dos y cuarto. El teléfono había sonado, de modo que descarté que estuviera en algún lugar donde no había cobertura. A lo mejor no había oído el timbre. De repente, caí en la cuenta de que Takeo siempre insistía en la importancia de guardar las formas y, cuando estaba delante de un cliente, solía silenciar el móvil para que no lo interrumpiera. Cuando llegué a ese punto de mis reflexiones, las fuerzas me abandonaron de repente. ¿Por qué no me había cogido el teléfono?

El día anterior lo había probado a las once y siete minutos de la mañana. Mientras el teléfono sonaba, pensé que quizá aún estuviera durmiendo. Tal y como suponía, Takeo no contestó. No llegué a saber si realmente estaba durmiendo o si ya se había despertado y había ignorado mi llamada.

Cuando lo había intentado dos días antes, eran las siete en punto de la tarde. Takeo había salido de la tienda pasadas las cuatro, así que, si no se había entretenido por el camino, debía de estar en su casa. Pero tampoco contestó. A lo mejor estaba cenando. También contemplé la posibilidad de que se estuviera dando un baño. O tal vez le había apetecido recorrer las calles nocturnas a toda velocidad y había salido a dar un paseo con su moto. Pero Takeo no tenía moto.

Antes de llamarle, imaginaba todos los motivos por los cuales no podría cogerme el teléfono. Pensaba que quizá quería pulsar la tecla para contestar pero estaba comiendo un bollo relleno de crema —me había confesado hacía tiempo que eran sus favoritos— y, como tenía los dedos pringosos, no podría descolgar antes de que se cortara la llamada. También imaginaba que había intentado sacar el móvil del bolsillo trasero de su pantalón pero, como últimamente había engordado un poco y el pantalón le venía más ajustado, el móvil se había quedado atascado y no había conseguido sacarlo. O que una anciana desconocida había tropezado justo delante de sus narices y no podía hablar conmigo porque, en ese preciso instante, la estaba llevando en brazos al hospital. O que lo había secuestrado una malvada criatura subterránea que lo retenía cautivo en una oscura cueva.

Mientras dejaba volar la imaginación, las fuerzas me abandonaban.

«¡Cómo odio los teléfonos móviles!», pensé. ¿Quién narices había inventado un aparato tan poco práctico? No había nada más perjudicial para las relaciones amorosas —tanto las que funcionaban como las que no— que un teléfono que se podía descolgar prácticamente en cualquier lugar y en cualquier situación. Además, ¿desde cuándo Takeo y yo teníamos una relación amorosa? ¿Y qué pretendía conseguir llamándole un día tras otro?

Me pasaba el día sumida en mis reflexiones de vieja agorera, tal y como diría Masayo. Takeo llevaba cinco días sin cogerme el teléfono. Los últimos días incluso me daba miedo no saber qué decirle si lo hacía.

Descolgaría de repente. Yo soltaría una pequeña exclamación y contendría el aliento. Él no diría nada. Yo volvería a lanzar una exclamación en un tono un poco más grave. Él seguiría sin abrir la boca. Estaba tan asustada que tenía ganas de echarme a correr y a gritar.

Susurré su nombre en voz baja. Como si intentara contener la desesperación —que, para mí, era como una gran bola de hierro como las que se usan para jugar al balón prisionero—, me crucé de brazos y me puse a pensar a qué hora le llamaría al día siguiente. Intentaría hablar con él en algún momento entre las dos recogidas que tenía previstas. Al ser un día de mucho tráfico, tendría que calcular más tiempo para los desplazamientos. Siempre colgaba en cuanto saltaba el contestador, pero la próxima vez que le llamara quizá le dejaría un breve mensaje intentando que mi voz sonara lo más natural posible. Teniendo en cuenta todos los condicionantes, calculé que debía llamarle a toda costa a las dos y treinta y siete.

¿A toda costa? ¿Cómo que a toda costa?

Ni siquiera sabía si quería seguir insistiendo aunque no me hubiera cogido el teléfono ni una sola vez.

Las dos y treinta y siete.

Repetí tres veces la hora en mi cabeza vacía.

—¿Estás a dieta? —me preguntó Masayo.

—Hitomi es de las que adelgazan en verano —repuso el señor Nakano en mi lugar.

—¡Pero si ya estamos a finales de octubre! —rio Masayo, y su hermano la imitó.

Al cabo de un momento, me sentí obligada a reír un poco con ellos. Je, je, je. Al oír mi propia risa, me sorprendió a mí misma haber sido capaz de reír.

—He adelgazado tres quilos —admití en voz baja.

—¡Qué envidia me das! —exclamó Masayo.

Meneé la cabeza con desgana. Luego intenté disimular y proferí otro «je, je, je». Aquella vez sonó como una carcajada ronca.

El señor Nakano se fue y Masayo se quedó en la tienda conmigo. La próxima semana tenía previsto inaugurar, por fin, su exposición de muñecas hechas a mano. A pesar de ello, se pasaba todo el día en la tienda diciendo: «Me siento como si me faltara algo. Francamente, creo que he fabricado muy pocas muñecas».

—¿Seguro que irá bien? —le pregunté.

—No te preocupes. Al fin y al cabo, lo hago como pasatiempo —me respondió ella, extrañamente animada. Si el señor Nakano hubiera hecho ese mismo comentario, Masayo se habría puesto hecha una furia, pero ella se quedó tan ancha.

Un cliente se quedó en la puerta, dudando. En casos como ese, la política de la Prendería Nakano consistía en disimular. Yo me incliné encima de la mesa y me dediqué a abrir y cerrar la agenda varias veces seguidas, mientras que Masayo optó por quedarse mirando al vacío con una expresión indiferente.

El cliente no entró.

Hacía un día precioso. Sólo unas cuantas nubecitas de algodón salpicaban el cielo despejado, como si alguien las hubiera barrido y arrinconado.

—Oye, Hitomi —me dijo Masayo.

—¿Sí?

—¿Cómo terminó tu historia? —me preguntó sin volverse, mirando fijamente al vacío.

—¿A qué historia se refiere? —inquirí.

—A la de aquel chico.

—Ah…

—¿Cómo que «ah»?

—Uf…

—¿Cómo que «uf»?

—Bueno…

—¿Cómo que «bueno»? Mucho tenía que gustarte ese chico para que te haya hecho adelgazar.

—Dicho así se podría malinterpretar, ¿no? —repuse con desgana.

—Pues lo diré de otra forma: si has adelgazado es porque el chico que salía contigo te gustaba de verdad.

—¿Por qué habla de él en pasado? Es un mal presagio.

—¿Todavía estáis juntos? —quiso saber Masayo, con los ojos muy abiertos. El enérgico timbre de su voz hizo vibrar mis frágiles tímpanos. Quise taparme los oídos, pero ni siquiera tenía fuerzas para eso.

—Yo no lo llamaría exactamente «estar juntos».

La cara llena de curiosidad de Masayo resplandecía vivamente en el seco ambiente otoñal. Yo sólo podía contemplar sin fuerzas su mirada interrogante.

—¿Sigues quedando con él?

—No.

—¿Os llamáis?

—No.

—¿Os escribís?

—No.

—¿Todavía te gusta?

—No…

—Entonces es mejor que hayáis roto, ¿no?

Opté por no responderle.

—¿Qué te pasa? —rio ella—. Creo que necesitas tomarte unos días libres. Incluso Haruo me ha comentado que últimamente estás un poco rara. Me pidió que me ocupara de ti. En el fondo es una buena persona. Pero justo después dijo: «A lo mejor Hitomi ha sido poseída por el espíritu de un bicho raro como una comadreja, un tejón o una foca manchada», y siguió un buen rato por esos derroteros. Uy, perdón. Ya sabes que no lo hace con mala intención, es que mi hermano es un poco insensible, a veces no entiendo cómo puede tener una amante. Al final ella lo acabará dejando, ya lo verás. Entonces yo le dije: «No tiene por qué estar poseída, sólo es una chica joven. Los jóvenes sufren mucho. No son tan caraduras como tú y tus mujeres. Lo que le pasa a Hitomi es que es muy tímida, yo la conozco bien».

Masayo hablaba a borbotones, como el agua cristalina de una fuente escondida en un recóndito bosque. Sin darme cuenta, las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. No tenía la sensación de estar llorando, era como si las lágrimas fluyeran inevitablemente.

De un extraño modo, la voz de Masayo me reconfortaba.

—Pobrecita Hitomi, ¿qué te pasa? —dijo, mientras las lágrimas caían en mi regazo en forma de grandes gotas.

«Esto me recuerda algo —pensé—. ¡Ya lo tengo! Es como cuando te levantas una mañana con resaca y acabas vomitando sin apenas fuerzas para hacerlo».

—Ve a la trastienda y descansa un poco. Al mediodía te prepararé algo calentito para comer —me dijo Masayo. Mientras escuchaba su voz, que sonaba lejana como la brisa de otoño, las lágrimas siguieron brotando de mis ojos de forma intermitente, estrellándose en mi regazo con un leve «plop, plop».

El señor Nakano llevaba un tiempo obsesionado con los cuadros chinos.

Pues eso, es dinero fácil —dijo mientras sorbía el caldo de la sopa de fideos.

Descansar un rato en la trastienda me había sentado bien, puesto que había dejado de llorar progresivamente. Masayo preparó rápidamente «algo calentito», es decir, la sopa de fideos de siempre.

—Hoy los fideos están un poco salados, ¿no? —observó su hermano, exhalando el humo del cigarrillo.

—No fumes mientras comemos —le reprochó ella, apuntándolo con el mentón en actitud provocativa. El señor Nakano apagó el cigarrillo aplastándolo en el fondo del cenicero y siguió sorbiendo ruidosamente el caldo. Cuando se detenía de vez en cuando para respirar, arrugaba el entrecejo. Yo no entendía por qué se tomaba el caldo si no le gustaba.

—Incluso los comerciantes chinos vienen personalmente a comprarlos —dijo el señor Nakano una vez hubo vaciado el cuenco. A continuación cogió el cigarrillo que había apagado un momento antes y le prendió fuego de nuevo.

—¿Son cuadros antiguos? —inquirió Masayo.

—No, son bastante recientes. El más antiguo tiene cincuenta años —repuso el señor Nakano, mientras llevaba el cuenco al fregadero con el cigarrillo colgando entre los labios. A medio camino tuvo que hacer un ágil movimiento para recoger con el cuenco vacío un poco de ceniza que se había desprendido de la punta incandescente—. La economía china atraviesa un buen momento, y cada vez hay más chinos que quieren coleccionar los típicos cuadros alargados que se cuelgan en la pared y que ahora se venden sobre todo en el extranjero. Además, los más apreciados no son los de las dinastías Ming y Qing, sino los que pertenecen a la época posterior a la Revolución Cultural y tienen un precio más bajo que los antiguos.

—Es lo mismo que ocurrió en Japón durante la era Showa, ¿verdad? —preguntó Masayo en un susurro.

—No seas tonta, hermana. Nuestra situación no tiene nada que ver con la de China —concluyó tajantemente el señor Nakano.

—Tú sí que eres tonto —replicó Masayo en voz baja en cuanto su hermano hubo salido de la trastienda. Luego me miró y me sonrió.

Me tomé la taza de té que Masayo me había servido. Estaba tan caliente que me quemó la garganta.

—Hitomi —dijo ella.

—¿Sí? —respondí, sorbiendo el té ruidosamente.

—He estado pensando.

—¿En qué?

—¿Estás segura de que ese chico está vivo?

—¿Qué? —exclamé—. A… ¿a qué se refiere?

—Verás —empezó ella—, cuando yo era joven, tenía la fea costumbre de culpar a los demás. A los treinta años seguía haciéndolo, y también después de cumplir los cuarenta. No me importaba que tuviera yo la culpa o que la tuvieran los otros, puesto que siempre los culpaba a ellos. En caso de conflicto, ya fuera con mi pareja o con algún conocido, yo siempre era inocente. Sin embargo, desde que cumplí los cincuenta ya no me resulta tan fácil culpar a los demás cada vez que surge una diferencia de opiniones, un malentendido o una disputa.

—¿De veras? —repuse, desconcertada.

—Sí. Aunque es mucho más fácil echarle la culpa al otro —dijo ella, mondándose los dientes con un palillo.

—¿Quiere decir que la gente se vuelve más amable a partir de los cincuenta? —le pregunté, sin ver por dónde iban los tiros.

—No, no tiene nada que ver —repuso, enarcando las cejas.

—¿No?

—Al contrario. Con el paso de los años me he vuelto más estricta con las personas.

—Ah…

—Y más condescendiente conmigo misma —rio.

No pude evitar pensar que tenía una sonrisa muy bonita. Cada vez que sonreía, me sentía como si estuviera contemplando un pequeño hámster blanco dando vueltas en una jaula.

—En resumidas cuentas —prosiguió—, esto me pasa porque ahora existe la posibilidad de que las personas a las que he culpado alguna vez estén muertas. Cuando eres joven, no eres consciente de que la gente muere. Pero cuando alcanzas cierta edad, los demás mueren con una facilidad pasmosa. De repente tienen accidentes, sufren enfermedades o se suicidan. Mueren en contra de su voluntad o por causas naturales con mucha más facilidad que cuando eres joven.

Una persona puede morir justo cuando le estás echando la culpa o al día siguiente, al cabo de un mes o en la siguiente estación del año. La gente de mi edad puede morir en cualquier momento, y eso no me deja tener la conciencia tranquila. Ahora que ya soy mayor, antes de echarle la culpa a otra persona me preocupa si su estado de salud será capaz de soportar mis duros reproches y mi odio —dijo Masayo, con un solemne suspiro pero con una sonrisa en los labios. Era todo un personaje—. Por eso cuando alguien no responde a mis llamadas lo primero que pienso es que a lo mejor ha estirado la pata —concluyó.

—Estirado la pata —repetí, utilizando la misma expresión que ella.

—¿Y bien? —preguntó, mirándome fijamente con una significativa sonrisa.

—No…, no creo que esté muerto —le respondí, apartándome un poco sin llegar a levantarme.

—¿Estás segura?

—S… sí —balbucí, y mis pensamientos empezaron a girar vertiginosamente intentando recordar cuándo había visto a Takeo por última vez. Ese día aún no lo había visto, pero sí el día anterior, por la tarde. No mostraba indicios de estar a punto de morir. Pero las personas a veces mueren sin haber mostrado indicios.

Un cliente entró en la tienda. El señor Nakano lo recibió efusivamente. Me arrastré hasta la puerta de la trastienda y la abrí. Enseguida distinguí la silueta de Tadokoro.

—Cuánto tiempo sin verte, jovencita —me dijo educadamente, dirigiéndome una sonrisa.

—S… sí —repuse enseguida. Me puse los zapatos sin perder ni un minuto, recogí el abrigo y el bolso y salí corriendo de la tienda.

Ni siquiera yo misma sabía adónde iba, pero seguía corriendo. Las piernas me flaqueaban porque había adelgazado demasiado. «¿Qué voy a hacer si está muerto?», pensaba, mientras daba tumbos por las calles a toda velocidad. Me pareció que había tomado la dirección de la casa de Takeo, pero no estaba segura. «Que no esté muerto», repetía para mis adentros una y otra vez. Me faltaba el aliento. De vez en cuando, la pregunta «¿Qué voy a hacer si está muerto?» me asaltaba y se intercalaba con el deseo de que estuviera sano y salvo. Inmediatamente, en mi cerebro relampagueaba el pensamiento «¡Cómo va a estar muerto!», pero en su interior había otra idea que se me clavaba como un aguijón y me decía que, si finalmente Takeo estaba muerto, me quitaría un enorme peso de encima.

Los rayos oblicuos del sol otoñal caían sobre mi cabeza. Seguí corriendo sin rumbo fijo y sin saber si tenía frío o calor.

—Hola, señor Tadokoro —dijo el señor Nakano recibiendo a nuestro cliente, que acababa de entrar en la tienda con el señor Mao.

El señor Mao era un comprador chino. Aquel día era la tercera vez que venía, siempre acompañado de Tadokoro.

—El material que tengo hoy es especialmente bueno —dijo el señor Nakano, frotándose las manos con una sonrisa.

—Cuando se frota las manos es porque se siente incómodo —me susurró Masayo al oído.

Los tres hombres entraron en la trastienda.

—¿Les apetece una taza de té? —les ofrecí.

—Sí, por favor —aceptó Tadokoro.

Serví el té despacio. Takeo no estaba muerto. Nos habíamos encontrado casualmente a medio camino, mientras él iba a comprar tabaco. «Últimamente fumo bastante», se justificó, desviando la mirada. Nunca había imaginado que pudieras encontrarte en mitad de la calle con un chico con el que tienes una relación tan complicada. Pero ocurrió de verdad, y de forma totalmente inesperada.

El señor Mao era un hombre alto, delgado y con las orejas muy grandes.

—Este hombre tiene buenos contactos en los bajos fondos de la sociedad china —me había dicho Tadokoro disimuladamente el otro día.

—¿Los bajos fondos? —pregunté, arrugando la frente.

—Es lo que en Japón llamamos «el mundo clandestino», jovencita —aclaró, mirándome fijamente. Era un hombre verdaderamente impenetrable. Sin embargo, en contraste con el aura siniestra que lo rodeaba, olía muy bien. No llevaba perfume, pero desprendía una cálida fragancia a té aromático y a tortas de arroz recién horneadas. Era un olor que no encajaba en absoluto con su aspecto.

Aquel día había llamado a Takeo a las nueve de la mañana. Como era de suponer, no me había cogido el teléfono. Era la séptima vez. Había pasado una semana. Había dejado de hacer conjeturas sobre las múltiples razones por las que Takeo no podía hablar conmigo. Simplemente, pensaba: «Hoy tampoco ha podido ser».

El señor Mao utilizaba un japonés mucho más refinado que el señor Nakano o yo misma.

—Me gustaría expresarle mi más sincero agradecimiento por haberse tomado la molestia de reunir estas obras tan exquisitas —dijo. Arrastró hacia sí los cinco lienzos enrollados con una mano mientras le tendía la otra al señor Nakano. Por un instante mi jefe pareció tentado a rechazarla, pero luego sonrió precipitadamente.

—De nada, faltaría más —dijo.

El señor Mao empezó a extender el dinero sobre la mesita baja. Iba colocando billetes de 10 000 yenes uno al lado de otro mientras contaba en chino: «Hi, fu». Cuando hubo cubierto toda la superficie de la mesa, volvió a empezar por el extremo izquierdo y extendió una segunda capa de billetes.

Mientras yo esperaba sentada en el suelo, sujetando la bandeja porque en la mesa no había sitio donde dejar las tazas de té, Tadokoro se volvió hacia mí. Sin saber por qué, me pregunté cuántas mujeres se habrían enamorado de él. Nunca he sido capaz de entender a las mujeres que se enamoran de un hombre que no les corresponde. ¿Cómo puedes amar a otro hombre si ya tienes a uno que te quiere? Por la misma razón, tampoco entiendo cómo he podido amar a hombres por los que ya no siento nada. ¿Por qué me había enamorado precisamente de ellos y no de otros?

Tadokoro se acercó a mí.

—Cuánto dinero, ¿verdad, Hitomi? —comentó, señalando la mesita. El señor Nakano contemplaba fascinado los dedos del señor Mao mientras disponía los billetes sobre la mesa. El chino manipulaba el dinero con soltura, como si no hiciera nada más en todo el día y estuviera perfectamente acostumbrado.

—Setenta y siete billetes. ¿Los he contado bien? —preguntó el señor Mao, sonriendo.

—Eh…, sí —confirmó el señor Nakano, que parecía abrumado.

—Esto hace un total de 770 000 yenes. ¿Lo considera suficiente? —preguntó de nuevo el señor Mao.

—Es suficiente —intervino Tadokoro, justo antes de que el señor Nakano abriera la boca.

Mi jefe se quedó de brazos cruzados, como si se negara a adaptarse al ritmo que Tadokoro intentaba imponer.

—Está bien —respondió al fin débilmente, asintiendo varias veces seguidas.

El señor Mao se levantó y empezó a embutir los lienzos enrollados en la gran cartera que llevaba, sin ningún tipo de delicadeza. El señor Nakano dio un respingo y contuvo el aliento. Ni siquiera él trataba los objetos con tanta brusquedad. Cuando hubo metido el último rollo en la cartera, recogió con un hábil gesto de prestidigitador los 77 billetes de 10 000 yenes que ocupaban toda la superficie de la mesita y se los entregó al señor Nakano.

—Por favor, no dude en ponerse en contacto conmigo cuando reciba más material —le dijo, dedicándole una profunda reverencia. El señor Nakano también se inclinó, como si estuviera bajo su influjo. Tadokoro fue el único que no agachó la cabeza.

De repente, me di cuenta de que Takeo estaba de pie detrás de mí. Tadokoro lo miró sin inmutarse y él le devolvió la mirada. Entonces Takeo se puso delante de mí y cogió la bandeja que yo seguía sosteniendo.

—Masayo quiere verte —me dijo, y dejó bruscamente las tazas de té en la mesita vacía. El señor Mao ya se disponía a ponerse los zapatos. Tadokoro miró a Takeo con una desdeñosa sonrisa.

—Hasta la próxima, Hitomi —me dijo, y salió detrás del señor Mao y el señor Nakano.

—Hasta pronto —le respondí, y noté la mirada de Takeo sobre mí.

«¿Por qué me mira así?», susurré para mis adentros, aunque no llegué a expresarlo en voz alta. Takeo siguió mirándome hasta que, al cabo de un rato, desvió la vista de repente y agachó la cabeza.

—Cuánto tiempo sin verte —le dije cuando los tres hombres hubieron salido de la estancia.

—Nos encontramos en la calle hace dos días —repuso él sin levantar la mirada.

El motor de la camioneta rugió en el exterior. Takeo tenía los labios fruncidos y los ojos entrecerrados.

—Ya, pero tengo la sensación de que ha pasado mucho más tiempo —dije, y él asintió ligeramente, un poco a regañadientes. Oí la voz del señor Mao, aunque sólo me llegaban fragmentos sueltos de la conversación que mantenían. La puerta de la camioneta se cerró de un fuerte golpe y, justo después, el rugido del motor empezó a alejarse. En el interior de la tienda resonó la voz de Masayo dando los buenos días a un cliente. Takeo permanecía cabizbajo, con los rasgos tensos.

—¿Qué opinas de las chicas con las que salías?

—¿Qué quieres decir?

—¿Todavía las echas de menos o ni siquiera quieres oír su nombre?

Takeo reflexionó brevemente. Masayo nos había enviado al banco a hacer una transferencia. Caía una débil llovizna, y las calles del distrito comercial estaban desiertas. Llevaba mucho tiempo sin hablar con Takeo.

—Depende de la chica —repuso al fin, cuando pasábamos por delante de la comisaría del barrio. Un agente uniformado nos observó en silencio—. No llevamos paraguas —añadió.

—No importa, no llueve mucho —repuse—. Por cierto, ¿por qué no me has cogido el teléfono? —le pregunté cuando ya habíamos dejado atrás la comisaría.

Él no dijo nada.

—¿Me odias?

Siguió sin responderme.

—¿Ya no podemos ser amigos?

Takeo movió la cabeza, pero no supe si estaba asintiendo o negando.

De repente, me di cuenta de que estaba enamorada de él. Había intentado ignorar mis sentimientos al ver que no me cogía el teléfono, pero no lo había conseguido. «Estoy enamorada como una idiota —pensé—. El amor es un sentimiento idiota».

—Podrías cogerme el teléfono.

Takeo no me respondió.

—Estoy enamorada de ti.

Él siguió sin abrir la boca.

—¿Ya no te gusto?

Ni una palabra.

Llegamos al banco. A pesar de que las calles estaban desiertas, en el edificio había mucha gente. Nos pusimos en la cola y decidí no decirle nada más. Él miraba hacia delante. Cuando llegó nuestro turno, avanzamos incómodos hasta el cajero automático.

—¿Lo haces tú? —le pregunté en voz baja. Él asintió.

Takeo hizo la operación con más soltura de la que había imaginado, mientras yo observaba en silencio sus delgados y elegantes dedos. El dedo meñique de su mano derecha, el que estaba amputado a la altura de la primera falange, me pareció especialmente bonito.

Cuando terminamos y salimos del banco, llovía con más intensidad.

—Menudo chaparrón —susurré, y Takeo levantó la vista—. ¿No hay nada que hacer, entonces? —pregunté mirando su barbilla, que apuntaba al cielo.

Él seguía igual de taciturno que antes. «Si ni siquiera el petróleo es un recurso ilimitado —pensé—, aún lo son menos mis recursos amatorios, ya bastante míseros de por sí. Y encima, ¡no dice nada!».

Estuvimos un rato contemplando la lluvia, resguardados en el portal del banco. La llovizna se había convertido en un auténtico aguacero.

—Está claro que no confío en las personas —dijo Takeo, agitando el dedo meñique de su mano derecha—. A lo mejor es por esto —añadió, y escondió la mano inmediatamente.

—¡No puedes compararme con tu antiguo compañero de clase! —grité sin pensar.

—No es eso —murmuró él, cabizbajo.

—¿Qué es, entonces?

—La gente me da miedo —dijo despacio.

Con aquellas palabras, Takeo hizo aflorar de golpe el miedo persistente que había sentido durante toda la semana. Yo también tenía miedo. Miedo a Takeo. Miedo a la espera. Miedo a Tadokoro, al señor Nakano, a Masayo, a Sakiko e incluso a don Grulla. Y por encima de todo, me tenía miedo a mí misma. Era normal. Quise decírselo, pero no pude. Seguro que sus miedos eran distintos a los míos.

Aunque seguía lloviendo de forma torrencial, eché a andar sola. Me preguntaba cómo ignorar mis sentimientos por Takeo. Tenía la sensación de que mi amor sólo conseguía hacerle daño, y eso me hacía sufrir más que si me hiciera daño a mí misma. Mi entrega incondicional me hizo sentir como un alma cándida, y no pude evitar sonreír. Llovía a cántaros. El agua se colaba por dentro de mi ropa y me empapaba la nuca. Entrecerré los ojos para protegerlos de la lluvia y el paisaje se difuminó a mi alrededor.

De repente, me di cuenta de que Takeo caminaba a mi lado, a la misma altura y al mismo ritmo que yo.

—Lo siento —le dije, y él puso cara de extrañeza.

—¿Por qué te disculpas?

—Porque no puedo dejar de quererte.

Entonces me abrazó de repente. Además de la lluvia que se colaba por mi nuca, el agua que goteaba de su cuerpo también caía encima de mí. Estaba empapada. Él me estrechaba con fuerza. Yo también lo abrazaba. Pensé que, probablemente, lo que sentía por mí en aquel momento no tenía nada que ver con lo que yo sentía por él. El abismo que se abrió entre ambos era tan profundo que me dio vértigo.

La lluvia caía con redoblada intensidad. Empezamos a oír algunos truenos. Takeo y yo seguimos abrazados, sin decir nada. Cayó un relámpago y, al poco rato, un trueno retumbó cerca de allí. Nos separamos y echamos a andar cogidos de la mano, aunque nuestros dedos apenas se rozaban.

Nos cambiamos mientras Masayo nos regañaba. Takeo se puso unos vaqueros y una camisa del señor Nakano, mientras que yo tomé prestado un vaporoso vestido de 500 yenes de la tienda.

Ya no llovía.

—Se ve que ha caído un relámpago en uno de los pinos del templo —dijo Masayo, con los ojos desorbitados.

El señor Nakano llegó al poco rato.

—¡Qué forma de llover! —exclamó, examinándome de arriba abajo.

—No me mire así —le dije, y él se echó a reír.

—Ese vestido te queda muy bien, ¿por qué no te lo llevas? Te haré el descuento especial para empleados.

Takeo estaba escurriendo su pantalón empapado delante de la tienda. De repente, lanzó una exclamación. Nos volvimos hacia él y vimos que sacaba del bolsillo del pantalón un trozo de plástico cuadrado del tamaño de media tableta de chocolate.

—La tarjeta —dijo entrando en la tienda. La tarjeta de crédito que habíamos utilizado para hacer la transferencia estaba reblandecida y deformada.

—¡Caramba! —exclamó el señor Nakano, dándose una palmadita en la frente.

—Lo siento —nos disculpamos Takeo y yo al unísono, él con la cabeza gacha.

—¿Ya os habéis reconciliado? —preguntó el señor Nakano, mirándonos alternativamente.

—¿Qué? ¡No! —respondimos de nuevo al mismo tiempo.

—¿No estabais peleados? —insistió nuestro jefe.

—¡No digas tonterías! Ya no son criaturas, no tienen por qué pelearse —dijo Masayo en un tono resuelto. Takeo y yo meneamos la cabeza tímidamente.

—Me llevo el vestido —le dije al señor Nakano.

Takeo se apartó de mí con naturalidad y entró en la trastienda. «No volveré a llamarle —pensé—. Será mejor que me olvide de él». Sin embargo, sabía que sólo había sido una decisión momentánea y que, con toda probabilidad, volvería a intentarlo al día siguiente.

—Te lo vendo por 300 yenes —me ofreció el señor Nakano.

Saqué tres monedas de 100 de mi monedero y las deposité en la palma de su mano. En ese instante, recordé cómo se había abierto y cerrado para recibir el fajo de billetes del señor Mao.

Cuando pensé que me pasaría el resto de mi vida con aquella inquietud, aquel miedo y aquella incertidumbre, sentí un peso enorme dentro de mí y tuve ganas de tumbarme en el suelo y de sumirme en un plácido sueño. A pesar de todo, no podía evitar estar enamorada de Takeo. Profundizar en aquel sentimiento sólo me conduciría hacia un mundo vacío, pensé vagamente.

Mi cuerpo frío y mojado por la lluvia entró en calor y tuve ganas de decir algo, pero no supe qué, así que seguí jugueteando con la vieja hebilla del cinturón rosa de mi vestido.