LA MAQUINA DE COSER

Tenemos un Seiko Matsuda para vender —anunció el señor Nakano.

—¿De qué época? —preguntó el señor Tokizo.

—Finales de los setenta —dijo mi jefe, hojeando la agenda, que solía estar delante del teléfono. En una de las páginas, Takeo había escrito: «Seiko. Finales de los setenta». Tenía una caligrafía pulida y delicada que no encajaba con su forma de hacer las cosas.

—Colgaremos una fotografía y yo mismo me encargaré de la descripción —dijo rápidamente el señor Tokizo—. Mándamelo todo por e-mail.

Cuando el señor Tokizo no estaba, Masayo lo llamaba «don Grulla», porque estaba delgado como una grulla y tenía aires de aristócrata.

—Dicen que fue a la universidad privada de Gakushuin —me dijo un día Masayo en tono de confidencia.

—¡Vaya! ¿A Gakushuin? —repuse, sorprendida.

—Sí, eso dicen —corroboró ella en el mismo tono que yo.

Era imposible determinar la edad del señor Tokizo. A veces parecía que tuviera sesenta y cinco años, mientras que otras veces juraría que había rebasado los setenta o incluso que rondaba los noventa.

—Seguro que tiene más de sesenta y cinco —dijo Masayo—, porque un día me enteré de que cobra la pensión de jubilación.

—¿Acaso te gusta el señor Tokizo, hermanita? —bromeó el señor Nakano.

—¿Qué insinúas? —exclamó ella, enarcando sus bonitas cejas en forma de luna creciente.

—Lo digo porque pareces muy interesada en él.

—Eso no es verdad —replicó Masayo, y le giró la cara con aire ofendido.

Me pregunté si el señor Nakano tendría razón. Mientras tanto, contemplaba distraídamente el perfil de Masayo. En su cara no había ni rastro de vello. Un día le pregunté si se depilaba, pero me dijo que no. «Lo que pasa es que tengo el vello muy fino —repuso—. En las partes bajas apenas tengo pelo». «¿De veras?», exclamé sorprendida, levantando la mirada, pero ella no se inmutó. El señor Nakano tampoco pareció sorprendido. Eran dos auténticos personajes.

—Si tiene algún defecto, tendremos que bajar el precio de venta, aunque los pósters a tamaño real de cantantes pop no son fáciles de encontrar.

—No importa que el precio de salida sea bajo, ya subirá más adelante.

Los dos hombres discutían acerca de los artículos que subastarían a través de Internet gracias a la página web del señor Tokizo. Últimamente, el porcentaje de ventas online de la Prendería Nakano se había incrementado bastante.

—Es arriesgado dejarlo en manos de otras personas, deberías ocuparte personalmente de administrar la página web —le decía Masayo a su hermano, pero el señor Nakano no parecía dispuesto a tocar un ordenador y se lo encargaba todo al señor Tokizo. Quizá confiaba tanto en él porque era pariente de Sakiko, según me había dicho Takeo.

—Entonces el señor Nakano se mueve en un círculo muy estrecho —observé.

—El mío es aún más estrecho —repuso Takeo después de pensar un rato—. Sólo te tengo a ti y a mi difunto perro.

—¿A tu difunto perro? —le pregunté.

—Sí —asintió él, y yo me sentí triste y contenta a la vez.

Fue Takeo quien trajo a la tienda el póster a tamaño real de la cantante pop. Era un cartel publicitario de los años veinte que llevaba un refuerzo de cartón por detrás. La famosa cantante anunciaba una máquina de coser.

—¿Esta no es Seiko Matsuda? —preguntó el señor Nakano, contento.

—Es de un antiguo compañero de instituto que coleccionaba objetos de sus ídolos, pero esto no lo considera una pieza de coleccionista —dijo Takeo, mientras entraba en la tienda con el enorme póster bajo el brazo.

—La gente se asustará cuando entre y se encuentre con un póster a tamaño real delante de sus narices —opinó Masayo.

—Creo que se llaman «pósters al natural» —repuso el señor Nakano, observando fijamente el rostro de Seiko Matsuda—. ¿Te ha salido gratis? —le preguntó a Takeo.

—Me ha dicho que me lo vendía por 5000 yenes.

—¿No te lo ha regalado? ¡Será tacaño! —gritó el señor Nakano, dándose una palmada en la frente.

Sin decir nada, Takeo tendió el póster de Seiko Matsuda en el tatami. El color de su flequillo ondulado y de los mechones que le caían sobre las orejas había empalidecido con el tiempo y había perdido calidad.

—Es muy guapa —opiné, y nuestro jefe asintió.

—Yo tenía varios discos suyos —dijo.

—¿Ah, sí? —pregunté brevemente.

—A mi edad, comprarse un disco de Seiko Matsuda tiene un significado diferente.

—¿En qué sentido?

—Para mí tiene un aire nostálgico, algo kitsch.

Mientras el señor Nakano hablaba, Takeo desapareció en la trastienda.

—¿Ah, sí? —respondí de nuevo brevemente.

—Cuando oyes la palabra ayu, piensas en los placeres eclécticos del mundo, ¿verdad? —prosiguió el señor Nakano. Yo susurré el nombre de aquel pez tan apreciado en Japón.

Ayu… ¿No es el apodo de la cantante Ayumi Hamasaki? —le pregunté, imitando a propósito la forma de hablar desmañada de Takeo. El señor Nakano dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo. Estuve a punto de preguntarle qué significaba ecléctico, pero me callé porque no quería atormentarlo más.

—Dejémoslo —murmuró. Acto seguido, desapareció detrás de Takeo.

El póster a tamaño real de Seiko Matsuda quedó tendido boca arriba encima del tatami. La cantante, con una amplia sonrisa, apoyaba una mano en una máquina de coser y la otra en su pecho.

Ayu… —dije de nuevo, meneando la cabeza.

—Sólo falta pasar el estropajo —dijo Takeo.

—¿El estropajo? —le pregunté.

—Para limpiar.

—¿Por qué no utilizas la escoba?

—Con el estropajo puedo rascar más fuerte.

Había que limpiar el pis que el gato se había hecho en la entrada. Últimamente lo hacía cada vez con más frecuencia, por lo menos tres veces al día. En la esquina de la tienda había una mata de almorejo que crecía a través de una grieta del asfalto y que se había convertido en un retrete ideal para ese gato.

—¿Y quién se supone que va a fregar con el estropajo?

—Uno de los dos.

—A mí me da asco.

—Pues lo haré yo.

Takeo me miró de reojo.

—No he dicho que no quisiera hacerlo, sólo he dicho que me daba asco fregarlo con el estropajo. Si quieres, lo hago con la escoba de madera.

—No importa.

La mirada de Takeo era muy penetrante. Por un instante incluso me pareció que me estaba mirando mal, y me ofendí.

—¿Aún le das comida? —le pregunté. A pesar de los problemas que teníamos con el gato, Takeo seguía dejándole comida en el garaje.

—El gato que viene a comer no es el mismo que se hace pis en la entrada.

—¡Eso no lo sabes! —le espeté. Takeo no dijo nada, pero su cuerpo se tensó. Me arrepentí en el acto.

En la tienda teníamos una lista de la compra. «Dos cuencos medianos, tierra volcánica», había anotado Masayo. Justo debajo, el señor Nakano había escrito: «3 rollos de esparadrapo, 1 rotulador negro grueso, galletitas con sabor a curry».

—En la ferretería no venderán galletitas con sabor a curry, ¿verdad? —le pregunté a Takeo, pero él permaneció en silencio.

Sonó el teléfono. Él estaba más cerca que yo. Esperé a que sonara cuatro veces y, al ver que no hacía ademán de cogerlo, descolgué el auricular y pregunté quién era. Tras una breve pausa, la persona que había llamado colgó.

—Han colgado —dije en tono de broma, pero tampoco obtuve respuesta.

Los últimos calores del verano por fin habían remitido y el cielo llevaba unos días limpio y despejado, con algunas nubecitas flotando en lo más alto. Aquel día, el señor Nakano había ido de nuevo al mercado de Kawagoe. «Quiero preguntar el precio del póster de Seiko», había dicho mientras subía a la camioneta.

—Los gatos son preciosos —dije, intentando sonar alegre para retomar la conversación.

—¿Tú crees? —dijo al fin Takeo.

—A mí me gustan.

—No es para tanto.

—¿Por qué les das comida, entonces?

—Por nada.

—¿Qué te pasa? —grité—. ¿Qué he dicho para que te pongas así?

Una abeja entró zumbando a través de la puerta abierta. Con la cabeza gacha, Takeo siguió sus movimientos de reojo. La abeja salió enseguida.

—Nada —dijo él. Luego dobló en silencio la lista de la compra, se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón y se volvió de espaldas a mí.

—¿Llevas dinero? —le pregunté.

—Sí —repuso sin mirarme. Su voz tranquila me enfureció aún más, y tuve ganas de decirle auténticas barbaridades.

—No pienso volver a quedar contigo —grité, y él se volvió—. ¡No volveremos a quedar!

Me pareció que profería una exclamación de sorpresa, pero su voz no alcanzó mis oídos. Estuvo un rato inmóvil, hasta que me dio la espalda de nuevo y salió de la tienda a paso ligero. «¡Espera!», quise gritarle, pero la voz no me salió.

No comprendía por qué me había dado aquel pronto. La abeja volvió a entrar. En vez de salir inmediatamente como había hecho antes, dio unas cuantas vueltas alrededor de la tienda. Se acercó zumbando al mostrador e intenté ahuyentarla con la toalla del señor Nakano, que colgaba del respaldo de la silla, pero me limité a dar palos de ciego. La abeja siguió sobrevolando tranquilamente la tienda con sus brillantes alas.

—Se ve que el póster de Seiko anunciando el Walkman II ha subido de precio y ronda los 270 000 yenes —dijo el señor Nakano, con los ojos como platos.

En el mercado de Kawagoe le había preguntado a un comerciante del gremio acerca de los precios de los anuncios protagonizados por cantantes.

—¿270 000? —exclamó Masayo con cara de asombro. A pesar de que eran hermanos, Masayo y el señor Nakano no se parecían en nada, salvo cuando se sorprendían y abrían los ojos de par en par. Entonces eran como dos gotas de agua.

—Por lo visto, los anuncios de Junko Sakurada y de Okae Kumiko son casi igual de caros.

—Parece mentira —dijo Masayo, meneando la cabeza con incredulidad.

Últimamente, con la excusa de que estaba preparando la exposición de muñecas, venía a la tienda cada día. «Esta tienda me inspira», decía, y se quedaba casi toda la tarde. Gracias a ella, aquel mes vendimos mucho. Por alguna razón que nunca supe explicarme, cuando Masayo estaba detrás del mostrador los clientes compraban más, como si ejerciera un poderoso influjo sobre su voluntad.

—Entonces el anuncio de la máquina de coser rondará los 200 000 yenes, ¿no? —dedujo Masayo.

El póster de Seiko Matsuda que había traído Takeo estaba apoyado en un rincón de la trastienda. «Esta chica sujeta la máquina de coser como si no pesara nada —decía Masayo, notablemente admirada—. Los famosos son gente extraordinaria», añadía. Siempre conseguía sorprenderme con sus comentarios.

—Como tiene un pliegue a la altura de la cadera, no creo que podamos venderlo por tanto dinero, pero por 100 000 yenes quizá sí —repuso el señor Nakano, manteniendo la calma. Dos días antes había reemplazado su fina gorra de punto por un gorro de lana. «Ya se acerca el invierno», había dicho el día anterior uno de nuestros clientes habituales al ver el gorro del señor Nakano—. ¿Tú qué opinas, Hitomi? —me preguntó, y yo levanté la mirada.

Aquella mañana le había mandado un e-mail a Takeo, pero no había obtenido respuesta. El día anterior, Takeo fue a la ferretería y ya no volvió a la tienda. Estuve haciendo tiempo y me quedé hasta las ocho, pero no apareció en toda la tarde.

Al parecer, aquella mañana había llegado temprano para dejar las cosas que había comprado en la ferretería, pero yo llegué un poco más tarde de lo habitual y ya no coincidí con él.

—No ha comprado las galletitas —se lamentó el señor Nakano, haciendo una mueca. El pompón de su gorro de lana se balanceó.

—¿Quiere que vaya yo? —me ofrecí.

—Sí, por favor —dijo él, y me dio algunas monedas—. Quédate con el cambio y cómprate lo que quieras.

Masayo se echó a reír al ver que me trataba como si fuera una niña pequeña.

Salí de la tienda y me dirigí a una vieja panadería de las afueras del distrito comercial. Eché un vistazo al móvil mientras caminaba. No había recibido ningún e-mail. Como iba distraída comprobando el correo, tropecé con una bicicleta aparcada en la calle y la tiré al suelo. Cuando me disponía a levantarla, oí un chirrido y me di cuenta de que el caballete estaba torcido. Solté precipitadamente la bicicleta, que se cayó al suelo otra vez. Aunque intenté levantarla de nuevo, el caballete deformado ya no podía sostenerla, así que la dejé apoyada en un poste telefónico y me alejé sin perder más tiempo. Justo en ese momento, alguien me llamó al móvil.

—¿Diga? —repuse, malhumorada.

—¿Suganuma? —preguntó una voz.

—No me llames por mi apellido.

—Es que no quiero llamarte de otra forma.

—¡Entonces no me llames al móvil! —grité.

Me volví al oír un ruido a mi espalda y vi que la bicicleta se había caído otra vez. Decidí desentenderme del asunto y eché a andar a grandes zancadas.

—No grites, por favor —me pidió Takeo.

—No gritaría si no me dijeras esas estupideces.

Intenté acordarme del contenido del e-mail que le había mandado por la mañana: «¿Cómo estás? Lo que te dije ayer no estuvo bien, te pido disculpas si te ofendí».

—Eres tú la que dijo estupideces. Si no lo pensabas en serio, no tenías por qué decirlo —me reprochó él en voz baja.

—¿El qué? —le pregunté.

—Lo de que no volveríamos a quedar.

—¡Pues claro que no lo pensaba en serio! —le aseguré, suavizando un poco mi tono de voz. Sonreí por un instante, pero mi expresión pronto se endureció de nuevo.

—Estoy enfadado —dijo Takeo sin levantar la voz.

—¿Cómo? —le pregunté.

—No vuelvas a llamarme ni a mandarme e-mails —prosiguió.

—¿Qué? —exclamé, conteniendo el aliento.

—Adiós.

Justo después oí un pitido continuo. Takeo había colgado.

No entendía nada. Desconcertada, llegué a la panadería y compré las galletitas. Con el dinero que me sobró, me compré dos cruasanes pequeños. Emprendí el camino de vuelta a la tienda sujetando la bolsa de la panadería contra el pecho. La bicicleta seguía en el suelo. Cuando llegué, Masayo y el señor Nakano estaban en la trastienda, desternillándose de risa. Señalé la bolsa de las galletitas sin decir nada.

—Te dije que las quería con sabor a curry y no con sabor a consomé —se quejó.

—Pues habértelas comprado tú mismo —le espetó Masayo. Yo asentí mecánicamente. Saqué los cruasanes de la bolsa mecánicamente, me preparé un té mecánicamente, me llevé un cruasán a la boca mecánicamente y me lo tragué mecánicamente. «Me pregunto si Takeo estará enfadado de verdad», susurré mirando al techo. «¿Por qué? ¿Por qué se habrá enfadado?», pregunté en vano.

El señor Nakano y su hermana se habían ido sin que me diera cuenta. Llegó un cliente y le di la bienvenida. El sol se puso mecánicamente. Consulté el registro de la caja y vi que habíamos vendido un total de 53 750 yenes. Sin embargo, no recordaba cuándo. Una ráfaga de aire frío irrumpió en la tienda. Me levanté mecánicamente y me dirigí a la entrada para cerrar la puerta de cristal.

—Le habrás pisado la cola, Hitomi —me dijo Masayo.

—¿La cola? —le pregunté.

—Los perros y los gatos se ponen hechos una furia cuando les pisan la cola. Reaccionan de forma irracional —me explicó ella. Tenía la piel del rostro tersa y brillante. Nada más llegar a la tienda, me dijo que la noche anterior se había puesto una mascarilla de pepino y kiwi que le había enseñado a hacer la tía Michi, y me dio la receta sin que yo se la hubiera pedido. La escribió pulcramente en un fino papel de carta de color rosa, con una pluma de tinta azul. Yo me la guardé dándole las gracias, aunque sin mostrar demasiado entusiasmo, y ella frunció el ceño.

—¿Qué te pasa? No pareces muy animada.

—No es nada.

A medida que hablaba con ella, me envalentoné sin darme cuenta, y pronto me sorprendí a mí misma pidiéndole consejo acerca de mis problemas amorosos.

—Las chicas no pretendemos hacer enfadar a nadie con las barbaridades que decimos en plena discusión —dije, y Masayo reflexionó brevemente con una expresión muy seria.

—A los veinte años eres una chica, es verdad —dijo luego, sin perder la seriedad.

—¿Cómo? —le pregunté.

—Pero a los treinta ya no queda bien que te consideres una chica —prosiguió, y entonces comprendí que sus reflexiones eran totalmente ajenas a mis problemas.

—Bueno, eso depende de si quieres ser una chica o no —le respondí con desgana.

—¿Y a los cincuenta? —se preguntó ella, con una expresión aún más grave.

—Hombre, a los cincuenta ya no eres exactamente una chica, ¿no?

—Tienes razón, a los cincuenta ya no hay nadie que se lo crea —suspiró ella.

En ese momento entró uno de nuestros clientes habituales, un hombre con una tupida mata de pelo blanco. «Es mucho mejor tener el pelo blanco y tupido que tener cuatro pelos negros, o medio negros, medio blancos», había dicho un día el señor Nakano, muerto de envidia.

—Buenos días —dijo Masayo levantándose, y se puso a charlar con él—. Últimamente no tenemos platos —le comentó, porque sabía que aquel cliente solía comprar los típicos platos grandes de los años veinte que, si bien no llegaban a ser antigüedades, se veían bastante viejos. En la Prendería Nakano sólo llegaban piezas como esas de vez en cuando, pero el cliente le decía a Masayo que prefería comprarlas allí porque eran más baratas que en otras tiendas y estaban en buen estado. Cuando estaba con el señor Nakano o conmigo, en cambio, el hombre se empeñaba en mantener un fastidioso silencio.

Al final, compró un pequeño plato de principios de los años treinta. Masayo sonrió e inclinó la cabeza para darle las gracias. Su exquisita sonrisa no se borró de sus labios hasta que el cliente hubo salido de la tienda. En cuanto desapareció de nuestra vista, Masayo recuperó su expresión habitual.

—¿Y qué más ha pasado? —me preguntó luego.

—Que no me llama ni me manda mensajes —susurré.

—¿Y tú no haces nada?

—Es que…

—¿Qué pasa?

—Que tengo miedo.

—Claro, lo entiendo —dijo ella, asintiendo enérgicamente—. No es para menos. A veces los chicos dan miedo y no sabemos explicarnos por qué —prosiguió, sin dejar de asentir.

«Es verdad, le tengo miedo —pensé—. Takeo me da miedo, aunque me haya reído de él y no le haya tomado en serio».

—¿Puedo llamarlo «chico» o es más bien un «hombre»? —me preguntó Masayo.

—Creo que todavía es un chico —opiné. No le había dicho que el chico en cuestión era Takeo.

—Hay que ver lo radicales que son los chicos de hoy en día, estoy admirada —dijo Masayo en voz baja, aunque parecía divertirse con el asunto.

—No es nada del otro mundo —le dije a regañadientes—. Además, no volveremos a vernos. No le llamaré ni le mandaré más mensajes —dije. Mientras hablaba, mi estado de ánimo empeoró.

—¿De veras? —me preguntó ella—. Al fin y al cabo, eso depende de ti misma, yo no puedo aconsejarte —añadió. Acto seguido se levantó, ya que acababa de entrar una mujer de unos treinta años que también frecuentaba la tienda—. Ella sí que es una «mujer» y no una «chica» —murmuró en voz baja, mientras recibía sonriendo a la clienta—. Estaba a punto de preparar el té, ¿le apetece tomarse una taza conmigo? —le ofreció con una amplia sonrisa, a pesar de que se había tomado tres tazas seguidas mientras hablaba conmigo.

—Será un placer —aceptó la clienta, entusiasmada, y ambas se echaron a reír simultáneamente. Su risa sonaba muy parecida.

A pesar de mi firme voluntad, no tuve más remedio que volver a verlo.

Takeo siempre me saludaba de forma educada, pero no intercambiábamos ni una sola palabra más. Yo también le deseaba los buenos días, con más formalidad si cabe.

Al principio la situación me resultaba un poco incómoda, pero Takeo nunca se entretenía. Nada más llegar desaparecía en el garaje y se dedicaba a reparar la camioneta o a empaquetar material, de modo que no tenía por qué hacer un esfuerzo ante su presencia.

Aquel día, sorprendentemente, Masayo no vino a la tienda y estuve sola toda la tarde. La ausencia de Masayo ahuyentó a los clientes ocasionales que entraban a curiosear. Al atardecer, una mujer vino personalmente a traernos algo que quería vender. Era un objeto blanco en forma de ortoedro que parecía bastante pesado.

—Vengo a traer esto —dijo mientras dejaba el objeto en el mostrador, junto a la caja registradora. Era una mujer delgada de unos cincuenta años a la que no había visto antes—. ¿Por cuánto me lo compraríais? —preguntó. Llevaba un perfume fuerte, bastante dulzón, que olía a flores y que no encajaba en absoluto con su aspecto.

—No puedo decírselo hasta que lo vea el dueño —le respondí.

—Ya —dijo ella, y echó un vistazo por la tienda como si estuviera valorando los precios de los artículos en venta. El objeto aplastaba uno de los cantos de la agenda abierta encima de la mesa. Tiré de ella e hizo un pequeño ruido al liberarse del peso.

—¿Te importa que lo deje aquí? —me preguntó la mujer.

—En absoluto —le respondí—. Sólo tiene que anotarme su dirección y su número de teléfono —le pedí, señalándole una libreta y un bolígrafo. Ella sólo escribió un número de teléfono.

El señor Nakano llegó al poco rato acompañado de Takeo.

—¿Esto no es una máquina de coser? —dijo. Últimamente, cuando llegaba de hacer una recogida, Takeo se largaba rápidamente sin lavarse las manos siquiera, pero al oír el comentario del señor Nakano echó un vistazo al mostrador.

—Lo ha dejado una mujer que quiere venderlo —dije, evitando mirar a Takeo.

—¿Y qué voy a hacer con este trasto? —se preguntó el señor Nakano. Mientras hablaba, cogió el ortoedro con ambas manos y tiró hacia arriba. La tapa se abrió y dejó al descubierto una máquina de coser.

—¡Anda! —exclamó Takeo.

—¿Qué? —le preguntó el señor Nakano.

—Es la misma que la del anuncio —dijo bruscamente, en un tono frío y distante, como si le molestara tener que abrir la boca delante de mí.

—Es verdad, es la máquina de coser de Seiko Matsuda —observó tranquilamente nuestro jefe, que no parecía haberse dado cuenta de la clandestina guerra psicológica que sosteníamos Takeo y yo.

La máquina de coser era blanca y brillaba como si la hubieran encerado. Parecía bastante más nueva que la máquina descolorida que sujetaba Seiko Matsuda en el póster gigante.

—No sé qué voy a hacer con este trasto —repitió el señor Nakano, arrugando la frente—. Cada uno tiene su propio negocio, y el mío no son las máquinas —susurró sin dirigirse a nadie en concreto. Ni Takeo ni yo le respondimos.

El señor Nakano llevó la máquina de coser destapada a la trastienda y la dejó al lado del póster de Seiko Matsuda. Era ligeramente más grande que la del anuncio.

—No es un póster a tamaño real. La máquina de coser de verdad es un poco más grande —dije sin pensar.

—Es una Seiko corta —dijo el señor Nakano.

—No, no es corta, sólo la han reducido un poco —repuse, y oí un resoplido procedente de donde estaba Takeo. Me volví disimuladamente y vi que se estaba riendo.

—¿De qué te ríes? —le preguntó el señor Nakano con cara de estupor.

—Es que esto de la Seiko corta me ha parecido gracioso —dijo Takeo, y se echó a reír de nuevo.

—¿Gracioso? —dijo el señor Nakano, extrañado.

—Sí que lo es.

—No veo por qué.

El señor Nakano tapó la máquina de coser.

—Quizá el póster se venderá mejor si incluimos la máquina de coser en el precio —murmuró mientras iba a bajar la persiana. Miré a Takeo de reojo, aunque normalmente era él quien solía hacerlo. De repente, dejó de reír y adoptó una expresión fría y distante. Me quedé de pie, quieta y sin decir nada.

«Hemos sido diferentes desde el principio, nunca hemos tenido nada en común. Supongo que esto tenía que ocurrir», pensé con resignación, mientras lo observaba de soslayo.

Al final, el póster de Seiko se vendió por sólo 50 000 yenes.

—No entiendo por qué no les gusta el anuncio de la máquina de coser —se lamentó el señor Nakano.

—Pues una máquina de coser es un instrumento indispensable —dijo Masayo, que a veces hacía comentarios sin sentido.

Cuando el precio de salida empezaba a subir, todo se decidía en los últimos cinco minutos de la subasta, cuando el número de pujas se incrementaba de repente. Sin embargo, el póster de Seiko se acabó vendiendo por el último precio que se había ofrecido el día anterior.

Don Grulla nos lo explicó cuando vino a recoger el póster, que ya estaba empaquetado. Casualmente, la persona que lo había comprado vivía muy cerca de su casa, así que se ofreció a entregárselo en persona.

—¿Seguro que podrás llevarlo tú solo, Tokizo? —le preguntó el señor Nakano. Creíamos que el anciano traería su coche, pero había venido andando—. Saca la furgoneta —le ordenó a continuación a Takeo, y don Grulla profirió una carcajada que sonó como un ataque de tos.

Takeo se dirigió enseguida al garaje y acercó la furgoneta a la puerta. Hizo sonar el claxon discretamente, sin bajar del asiento del conductor. Don Grulla volvió a reír a su peculiar manera, salió de la tienda y esperó de pie al lado del vehículo mientras el señor Nakano introducía el póster embalado en la plataforma de carga. Don Grulla apoyó los brazos entre la puerta de la furgoneta y la parte trasera y empezó a menear el cuerpo.

—¿No puedes abrir la puerta? —le preguntó el señor Nakano.

Don Grulla meneó la cabeza.

—Estoy moviendo el esqueleto. Necesito un poco de ejercicio.

En ese momento, llegó Masayo y se quedó de pie detrás de él, observando fijamente sus movimientos. Don Grulla empezó a realizar un largo estiramiento ante la puerta de la furgoneta.

Tuve que quedarme sola en la tienda porque acababa de entrar el cliente que siempre compraba platos. El hombre vio a Masayo y alargó el cuello en su dirección.

Mi móvil, que estaba encima del mostrador, emitió un breve pitido, y el cliente se volvió. Lo cogí y me lo guardé en el bolsillo. Como Masayo seguía sin despegar los ojos de don Grulla y no parecía dispuesta a entrar en la tienda, el cliente dio media vuelta y se fue sin más. Entonces volví a sacar el móvil.

Había recibido un e-mail de Takeo. Cuando me dispuse a leerlo rápidamente, vi que el asunto y el cuerpo del mensaje estaban en blanco. Sólo aparecía el nombre del remitente, Takeo Kiryu.

Entró otro cliente que se llevó dos camisetas de segunda mano. Don Grulla, Masayo y el señor Nakano seguían charlando y gesticulando delante de la tienda. No conseguía ver a Takeo. Oí la risa del señor Nakano. Desesperada, respondí el mail de Takeo. Igual que él, dejé en blanco el asunto y el cuerpo del mensaje y se lo envié.

—¡Hitomi! —me llamó Masayo desde la calle.

—¿Sí? —respondí yo. Takeo no se veía por ninguna parte.

—Cuando tienes presbicia y quieres mirar a tu amante a los ojos, no puedes acercarte mucho a él. Hasta que no te alejas un poco no logras enfocar su cara. Tienes que alejarte si no quieres verlo todo borroso —gritó Masayo, levantando tanto la voz que pude oírla incluso desde el interior de la tienda.

En ese momento, no entendí lo que quería decirme. Don Grulla volvió a soltar una de sus peculiares carcajadas y estuvo a punto de ahogarse. Takeo debía de estar encerrado dentro de la furgoneta.

En la pantalla de mi móvil apareció un nuevo e-mail, que leí con disimulo. En realidad no lo leí sino que me limité a abrirlo, puesto que también estaba en blanco.

Tuve la sensación de que la escena donde se encontraban Masayo, el señor Nakano y don Grulla se expandía y se contraía.

—Es un auténtico fastidio no poder mirarle a los ojos de cerca —repitió Masayo, y su voz excesivamente alta resonó en mis oídos.

Takeo era el único que parecía haber desaparecido. «Pero si ni siquiera me gustaba», pensé.

—¿Por qué no vendemos la novela de Sakiko en Internet? —propuso Masayo.

—A mí no me compliquéis la vida —dijo don Grulla, echándose a reír. Todo su cuerpo tembló. La escena seguía expandiéndose y contrayéndose. Me pregunté si el temblor que sacudía el cuerpo de don Grulla le provocaba una sensación placentera o más bien lo hacía sufrir.

El motor de la furgoneta enmudeció. Masayo, el señor Nakano y don Grulla siguieron charlando y riendo delante de la tienda. Takeo había desaparecido.

Me puse de espaldas a la entrada, sujetando firmemente el móvil. Al desplazar la mirada de un lugar iluminado a otro más oscuro, al principio me costó distinguir los contornos, hasta que vi con nitidez la máquina de coser, completamente sola sin el póster de la cantante a su lado.

El ortoedro blanco resaltaba tenuemente en la penumbra de la trastienda. Las carcajadas guturales de don Grulla retumbaban, sofocando cualquier otro ruido.