CELULOIDE

Aquella noche no estaba desnuda, ¿no? —pregunté, y Takeo negó con la cabeza—. ¿Me desnudaste sin que yo lo supiera? —inquirí. Inmediatamente me di cuenta de que había sido una pregunta un poco rara.

No estaba desnuda cuando Takeo me había dibujado. Aquella noche yo había adoptado la postura de la maja vestida y, sin que yo lo supiera, el dibujo se había convertido en la maja desnuda y había aparecido en uno de los marcos de la tienda.

Era un poco absurdo decir que Takeo me había desnudado sin que me diera cuenta, porque nadie puede vestir y desvestir un dibujo.

—¿Desde cuándo estoy desnuda? —insistí. También fue una pregunta un poco rara, pero no se me ocurrió otra forma de preguntarlo porque Takeo me ponía nerviosa al mirarme de reojo.

Él no respondió.

—Oye, esto me resulta un poco incómodo.

Takeo abrió la boca momentáneamente, pero la cerró de nuevo sin haber dicho nada. La maja vestida se parecía un poco a mí, pero la maja desnuda y yo éramos idénticas en todo: en la piel de los muslos, en la distancia entre los pechos e incluso en la longitud de mis piernas, bastante largas de rodillas para abajo pero más bien cortas desde las ingles hasta las rodillas. Era un retrato tan preciso que hasta daba miedo.

—¿Te das cuenta de que me ha visto un cliente?

Como Takeo seguía sin pronunciar palabra, levanté el tono de voz. No me gustaba oírme a mí misma regañando a alguien, y mi voz sonaba cada vez más aguda.

—Es que… —empezó Takeo.

—¿Es que qué? —le pregunté, sin darle tiempo a continuar.

Él cerró la boca de nuevo y mantuvo la vista fija en el suelo, con la cara de un animalillo obstinado.

—Podrías decir algo, ¿no? —lo apremié, pero él permaneció un buen rato en silencio. Al final cogí mi retrato en versión maja desnuda y lo despedacé delante de sus ojos.

—Últimamente pareces cansada, Hitomi —me dijo el señor Nakano.

—¿De veras? Es que los últimos calores del verano me agobian mucho, y el aire acondicionado de mi piso se ha estropeado.

—Takeo podría arreglártelo —propuso él.

—¿Takeo? —repetí—. ¿Sabe arreglar estos aparatos?

—El año pasado se estropeó el aire acondicionado de la camioneta y lo arregló sin despeinarse siquiera —me explicó—. Lo desmontó en un santiamén, lo reparó no sé cómo y volvió a funcionar —prosiguió el señor Nakano, con los ojos abiertos de par en par—. Le diré que se pase por tu piso.

—No hace falta.

Rechacé el ofrecimiento de forma tan contundente que me sorprendí incluso a mí misma. Él me miró con la estúpida expresión de las palomas que picotean grano en los recintos de los templos. Creí que iba a preguntarme si me había peleado con Takeo, pero se limitó a encogerse de hombros. Luego salió a la calle y se fumó un cigarrillo en la entrada de la tienda. A pesar de que Masayo siempre le advertía que quedaba muy feo que esparciera la ceniza delante de su propio negocio, ese día no sólo tiró la ceniza al suelo, sino también la colilla. La sombra alargada del señor Nakano se proyectaba oblicuamente detrás de él. Las sombras cortas y oscuras del verano ya habían desaparecido.

Las temperaturas habían bajado a principios de septiembre, pero cuando el mes de octubre estaba a punto de empezar, el calor del verano regresó sin previo aviso. El aire acondicionado de la Prendería Nakano era un enorme aparato viejo que hacía un ruido infernal cada vez que se ponía en marcha. «Este aparato es como una mujer —había dicho un día el señor Nakano—. Se enfada de repente y empieza a regañarte. Cuando ya te ha dicho lo que quería, se tranquiliza y tú crees que todo ha terminado, pero siempre vuelve a enfadarse cuando menos te lo esperas».

Takeo soltó una carcajada al oír la comparación del señor Nakano. Como había sido unos días antes del asunto de la maja desnuda, yo también me eché a reír despreocupadamente. En ese momento, el aire acondicionado empezó a rugir más fuerte. Intercambiamos una mirada y prorrumpimos de nuevo en sonoras carcajadas que resonaron al unísono.

El señor Nakano encendió el segundo cigarrillo. A pesar de que la temperatura exterior rondaba los treinta grados, tenía la espalda encorvada como si tuviera frío. El silencio reinaba en el interior de la tienda. Desde que el verano había empezado a dar sus últimos coletazos, la clientela se había retirado temporalmente. La acera estaba desierta, y no se veía ni un solo coche cruzando la calle. El señor Nakano estornudó, pero no lo oí. El aire acondicionado hacía más ruido de lo que creía, pero tenía el oído acostumbrado y me parecía que todo estaba silencioso.

Observé distraídamente los movimientos del señor Nakano como si estuviera viendo una película muda. Se puso el tercer cigarrillo entre los labios, pero pareció dudar un instante antes de encenderlo y terminó guardándolo de nuevo en el paquete. Sin embargo, el paquete estaba arrugado y no conseguía introducirlo. Mientras seguía intentándolo desesperadamente, encorvó aún más la espalda y su sombra también se redondeó.

Al final, ante la imposibilidad de guardar el cigarrillo, se lo puso de nuevo entre los labios y echó un vistazo a su alrededor. Su sombra también volvió la cabeza siguiendo sus movimientos, pero reaccionó con más lentitud.

Un gato pasó por delante del señor Nakano. Él le dijo algo mientras lo observaba. Últimamente un gato se había acostumbrado a hacer pis delante de la tienda. Cada vez que eso ocurría había que limpiarlo a fondo.

—El pis de gato huele fatal —decía el señor Nakano, visiblemente contrariado, mientras frotaba a conciencia con una escoba rígida de madera. El señor Nakano y yo sospechábamos que ese gato blanco y negro era el que se hacía pis delante de la tienda, pero Takeo le daba comida a escondidas. Dejaba un pequeño cuenco lleno de pienso en el garaje de la parte trasera, donde aparcaba la camioneta. El gato aparecía sin falta a partir de las cuatro de la tarde. A las seis, cuando el señor Nakano volvía de recoger material o del mercado, el cuenco estaba vacío.

Takeo le había puesto el nombre de Mimi. Cuando llamaba al gato, su voz sonaba mucho más cariñosa que cuando pronunciaba mi nombre.

No vino ningún cliente en todo el día. En un negocio como el del señor Nakano, a diferencia de las lujosas tiendas de antigüedades, siempre aparecían como mínimo tres o cuatro personas, aunque no compraran nada.

Pues eso —dijo el señor Nakano cuando ya estábamos a punto de cerrar. En pleno verano teníamos luz hasta última hora, pero hacía unos días que el sol se ponía en un abrir y cerrar de ojos, y cuando empezaba a oscurecer, refrescaba un poco, no como a principios de septiembre.

—¿Qué? —pregunté. Hacía mucho tiempo que el señor Nakano no decía su habitual «pues eso», pero aquel día no estaba de humor para reír. Desde que Takeo y yo habíamos dejado de hablarnos, cualquier estímulo auditivo o visual me dejaba indiferente, y eso me ponía de muy mal humor.

—¿Es cierto que todas las mujeres sois unas pervertidas? —me preguntó el señor Nakano, iniciando la conversación sin preámbulos como de costumbre.

—¿Cómo que pervertidas? —inquirí. Pensaba ignorarlo, pero como apenas había hablado con nadie en todo el día, me apetecía intercambiar cuatro palabras.

—El otro día encontré un escrito muy raro que tenía ella —prosiguió el señor Nakano dejándose caer en una silla americana de finales del siglo XIX, una auténtica antigualla de las que no solían encontrarse en la tienda. Era un delicado mueble con una filigrana grabada en el respaldo. El señor Nakano la utilizaba sin miramientos, pero seguro que habría puesto el grito en el cielo si Takeo o yo nos hubiéramos sentado en ella.

—¿Qué tipo de escrito? —le pregunté, sospechando que la mujer a la que se refería era Sakiko. Él empezó a mover nerviosamente las piernas.

—Pues verás… —dijo, pero se interrumpió antes de terminar.

—¿Era una carta o algo así? —le pregunté, al ver que le costaba continuar.

—No, no era una carta.

—¿Un dibujo, entonces?

—Tampoco era un dibujo.

Intenté evocar el rostro de Sakiko. Por alguna misteriosa razón, no conseguí recordar a la mujer que conocí cuando apuñalaron al señor Nakano y fui a visitarlo al hospital. En vez de visualizar su cara, cuando pensé en ella me vino a la memoria su voz ahogada en llanto, mucho más ronca y apagada de lo que pensaba.

—Dice que no es una historia real —dijo al fin el señor Nakano. Entonces recordé la cara de Sakiko en el momento en que entraba en el hotel con mi jefe. Se había vuelto bruscamente durante apenas un segundo, pero la impresión que me causó su rostro se había quedado grabada en mi mente. Sin embargo, no sabía si ese era su verdadero rostro o si mi memoria habría deformado la imagen de Sakiko.

—¿Qué clase de historia era?

—Un relato muy erótico.

—¿Ah, sí? —exclamé, sin acabar de entenderlo—. ¿Y qué relación hay entre la mujer y el relato?

Pues eso —dijo el señor Nakano con aire preocupado, mientras movía las piernas frenéticamente—. Lo había escrito ella. Era una especie de novela que se había inventado.

—¿De veras? ¡No sabía que Sakiko fuera escritora! —exclamé sin pensar.

—¡Pero bueno! ¿Y tú cómo sabes su nombre? —se sorprendió el señor Nakano, dejando de mover las piernas bruscamente.

—Porque nos conocimos en el hospital.

—Pero no recuerdo haberte dicho que fuera mi… en fin, ¡que fuera ella!

—¡Es que saltaba a la vista! Se echó a llorar como una Magdalena —dije, y el señor Nakano puso cara de perplejidad. Era todo un personaje.

—Tienes razón —susurró luego.

—¿Utiliza algún seudónimo?

—No. Y, en primer lugar, deberías saber que no tengo una aventura con una escritora.

—Pero usted mismo acaba de decir que Sakiko escribe novelas, ¿no es así?

—No he dicho que fuera una novela, sino una especie de novela. Además, no tiene argumento.

—¿Es muy erótica?

—Sólo salen escenas de sexo —suspiró el señor Nakano.

—¿Como si fuera el guión de una película para adultos? —insinué tímidamente.

—¿Acaso tienen guión esa clase de películas? Yo creo que graban lo que les da la gana y luego hacen el montaje según les conviene.

—Pues a mí me han dicho que hay algunas bastante artísticas.

—Yo las prefiero simples, que sean fáciles de entender.

La conversación se había ido por otros derroteros. El señor Nakano apoyó bruscamente el tronco en el respaldo de la silla antigua y clavó la mirada en el techo. El respaldo se arqueó. Estuve a punto de llamarle la atención, pero al final me contuve. Una vez, mientras el señor Nakano estaba desempolvando un pequeño jarrón con el plumero, vi que el jarrón estaba a punto de caerse y grité: «¡Cuidado!». El jarrón se cayó y se rompió. El señor Nakano no me culpó nunca, pero saqué la conclusión de que era mejor no llamarle la atención mientras estaba quitando el polvo. Masayo solía decir que nunca sirve de nada que te adviertan del peligro, por eso ella se gastaba todo su dinero sin remordimientos. ¿Qué tendría que ver una cosa con la otra?

En parte quería conocer más detalles sobre el relato erótico que había escrito Sakiko, pero por otro lado prefería ignorarlo. El señor Nakano seguía sin hablar. El respaldo de la silla emitió un sospechoso crujido.

El señor Nakano quería ir a una subasta en Kawagoe que tenía lugar a primera hora de la mañana del día siguiente, así que me quedé la llave de la tienda para poder abrir. Cuando llegué, subí la persiana, coloqué los artículos reclamo en el banco y entré en la trastienda para guardar la llave. Encima de la caja fuerte había una nota que decía: «Hitomi, lee esto y dime qué te parece». Desvié la mirada de la nota, que el señor Nakano había escrito en rotulador azul con su caligrafía desastrosa, y vi unas hojas de papel de borrador. Eran las típicas hojas de la marca Kokuyo que nos repartían en el colegio para escribir las redacciones. En cada hoja cabían cuatrocientos caracteres, delimitados por una cuadrícula marrón.

La primera estaba vacía. Cogí el manuscrito, pasé la página y vi que el texto empezaba en la segunda hoja, después de cinco líneas en blanco. Leí el principio en voz alta: «No te apartes…». Estaba escrito con una bonita caligrafía que parecía proceder de una pluma estilográfica de punta fina y tinta negra. «No te apartes de la línea central», continuaba la narración. «Desde la frente, el puente de la nariz, los labios, el mentón, el cuello», leí, mientras pensaba que no había nada erótico en esas palabras. Sin embargo, a partir de la tercera línea fui incapaz de seguir leyendo en voz alta. El relato seguía así:

No te apartes de la línea central. Desde la frente, el puente de la nariz, los labios, el mentón, el cuello, los pechos, el estómago, el ombligo y el clítoris hasta la vagina y el ano. Quiero que tu dedo me repase silenciosamente. Despacio, una y otra vez, sin pausa, moviéndose sin parar. Pero, sobre todo, que no se aparte de la línea central de mi cuerpo. Cuando tu dedo se deslice entre mis pechos, no quiero que se desvíe hacia el pezón, ni hacia la parte más estrecha de mi cintura. Que continúe siguiendo una y otra vez mi línea central. Todavía llevo la ropa interior puesta. Introduce tu dedo por debajo, sin desviarte del centro, y deslízalo con mucho cuidado por encima del clítoris, la vagina y el ano, pero no te detengas en ninguno de estos lugares. No frotes, no aprietes, no apliques la menor fuerza. Tienes que ser un poco más pesado que una pluma y un poco más ligero que una gota de agua resbalando por mi piel, no debes romper ese equilibrio. Sólo quiero que repases la suave línea de mi cuerpo, desde la frente hasta la rabadilla, con tu lascivo dedo corazón.

Mientras leía, tragué saliva un par de veces. Aquel erotismo no tenía nada que ver con lo que había imaginado. Sin embargo, en ese instante conseguí visualizar nítidamente el rostro de Sakiko. No sólo la imagen fugaz de cuando se había vuelto antes de entrar en el hotel, sino también su cara hinchada por el llanto en la habitación del hospital: visualicé su verdadero rostro con absoluta claridad.

Entró un cliente. Puse el manuscrito boca abajo precipitadamente y lo escondí al lado de la caja registradora. Le deseé los buenos días en un tono más alto al habitual, y él me miró sorprendido. Era un estudiante que vivía en el barrio y venía con frecuencia. Me devolvió el saludo a regañadientes, con un golpe de mentón. Dio una vuelta alrededor de la tienda y se fue enseguida.

—Lo siento, Hitomi —dijo el señor Nakano nada más llegar.

—¿Por qué se disculpa? —le pregunté, enarcando las cejas.

—Mientras estaba en Kawagoe, me he dado cuenta de que a lo mejor estaba cometiendo acoso sexual —me explicó, quitándose su gorra verde.

Se había rapado el pelo a principios de septiembre. «Haruo se está quedado completamente calvo —había dicho Masayo, pero la cabeza del señor Nakano tenía una forma bastante bonita—. A lo mejor es uno de esos hombres que resultan más atractivos cuando se quedan calvos como una bola de billar», añadió con admiración, y su hermano puso cara de ofendido.

—En realidad, sí que es acoso sexual —repuse gravemente. El señor Nakano me miró sin parpadear. Su camisa desprendía un ligero olor a polvo. Al estar en contacto con objetos que llevaban mucho tiempo encerrados, siempre volvía de las subastas lleno de polvo—. Por cierto, ¿ha comprado algo que merezca la pena? —le pregunté, intentando aparentar normalidad. Su rostro se iluminó de repente.

—¿Qué te ha parecido, Hitomi? —inquirió, ignorando mi pregunta.

—¿A qué se refiere? —disimulé. Me había pasado toda la mañana leyendo el manuscrito de Sakiko. Era una historia increíble. Me preguntaba si la narradora, que hablaba en primera persona, era la misma Sakiko. Relataba punto por punto el acto sexual, de forma explícitamente lasciva y de principio a fin, desde los juegos preliminares hasta los poscoitales. A lo largo del relato, la narradora tenía por lo menos doce orgasmos. Lo leí ávidamente, sin poder despegar los ojos del manuscrito. Mientras tanto, entraron cinco clientes que también se fueron sin comprar, quizá asustados ante el ardor que yo desprendía, de modo que aquella mañana no habíamos vendido nada.

A la hora de comer, cuando salí a comprarme un bocadillo, me llevé el manuscrito de Sakiko y lo fotocopié. Tuve que acallar mis remordimientos de conciencia recordándome que no era yo quien le había pedido a mi jefe que me dejara leer el relato. La intensa luz blanca de la fotocopiadora se escapaba entre los bordes de la tapa que presionaba las hojas y me deslumbraba.

—No me tengas en vilo, Hitomi. Lo has leído, ¿verdad? —insistió el señor Nakano, mirando de soslayo el manuscrito, que estaba junto a la caja registradora.

—Bueno, sí —confesé—. ¿Usted siempre tiene esa clase de relaciones? —le pregunté a continuación, intentando que mi voz sonara lo más natural posible.

—Ahora eres tú quien me está acosando sexualmente —bromeó él, haciendo una mueca.

—¿Entonces es cierto? —lo apremié.

—¡Yo no sería capaz de hacer todas esas cosas!

—¿De veras?

—Mis relaciones sexuales son…, ¿cómo te lo diría? Más directas —dijo él, frotándose la frente con la palma de la mano. Como llevaba el pelo rapado, se oyó un ligero roce.

—¿Los adultos siempre se complican tanto la vida para hacer el amor? —le pregunté, mirándolo fijamente. En cualquier caso, en el relato que había escrito Sakiko los dos protagonistas se lamían todos y cada uno de los rincones del cuerpo, practicaban todas las posturas imaginables, emitían toda clase de obscenos gemidos y se abandonaban con lujuria a todos los placeres existentes.

—No lo sé —me respondió alicaído—. Desde que leí ese relato, he perdido la confianza en mí mismo —añadió, parpadeando. De repente, el olor a polvo procedente de su ropa azotó mi olfato.

—Entonces las relaciones sexuales que usted practica son más simples, ¿no? —le pregunté sin pensar, movida por la curiosidad.

—Bueno, yo ya soy mayor, entonces pasa lo que pasa, ¿comprendes? De todos modos, la verdad es que no se me dan bien los…, ¿cómo llamarlos…? Pues eso, los rodeos y las florituras.

En realidad, y utilizando las palabras del señor Nakano, el relato de Sakiko era muy…, ¿cómo decirlo…? Pues eso, muy literario.

—Por cierto, ¿qué ha comprado hoy? —le pregunté para cambiar de tema. Pero él permaneció con la mirada perdida, ignorando mi interés por la subasta de aquella mañana. Hizo ademán de sentarse en la misma silla antigua del día anterior, pero vaciló unos instantes. Luego se dejó caer en una silla de tres patas con un asiento de piel artificial, que estaba desequilibrada y llevaba mucho tiempo en la tienda sin que nadie la comprara.

Un motor rugió en la parte trasera de la tienda. Debían de ser Takeo y Masayo, que lo había acompañado con la intención de documentarse para diseñar una nueva colección de muñecas. Takeo había ido a recoger material en una casa cuyo dueño, un diplomático jubilado, acababa de fallecer.

—Hemos encontrado dos cuadros de Shinsui Ito —dijo Masayo, mientras entraba en la tienda derrochando vitalidad. El señor Nakano levantó la cabeza, absorto. Takeo entró detrás de Masayo. Después de dirigirle un breve vistazo a su hermana, el señor Nakano agachó la cabeza de nuevo. Yo miraba a otro lado desde que Takeo había entrado. Llevaba cinco días sin mirarle a la cara.

—¿Pero qué ha pasado aquí? —exclamó Masayo, con su enérgica voz. Takeo se quedó plantado detrás de ella con el rostro inexpresivo. Levanté la vista por un instante y nuestras miradas se cruzaron. Mi cara se ensombreció instintivamente, pero él ni siquiera se inmutó.

Una vez en casa, mientras vertía agua hirviendo en un tarro de fideos instantáneos, sonó el teléfono. «Qué oportuno», gruñí. Descolgué y sujeté el auricular entre el hombro y la oreja.

—Soy Kiryu, ¿eres Suganuma? —dijo una voz al otro lado de la línea.

—¿Cómo? —pregunté.

—Soy Kiryu. ¿Hablo con Suganuma? —repitió la voz.

—¿Qué quieres? —le espeté, huraña. La persona que me había llamado no respondió—. ¿Para qué me llamas? —añadí, en un tono aún más abrupto. Después de una breve pausa, mi interlocutor carraspeó—. No sabía que tu apellido fuera Kiryu —dije, al ver que Takeo seguía callado.

—Creía que ya lo sabías.

—Quizá me lo has dicho alguna vez —concedí. En realidad lo sabía perfectamente, pero me irritaba reconocerlo.

—Quería pedirte perdón por haberte dibujado desnuda sin permiso —se disculpó en un tono monótono, como si estuviera leyendo un guión. Sonó como si hubiera ensayado mil veces cómo decir aquellas palabras, como si hubiera probado a pronunciarlas en voz alta hasta que, al final, habían perdido todo el sentido.

—Está bien —repuse en voz baja.

—Lo siento.

—No importa —dije, un poco triste al oír que se disculpaba por segunda vez.

—Lo siento.

No le respondí, y Takeo tampoco dijo nada. Mi mirada se posó inconscientemente en la manecilla que marcaba los segundos en el pequeño reloj que tenía frente al teléfono. Se desplazó lentamente desde el 6 hasta el 11.

—Se me van a pasar los fideos —dije, al mismo tiempo que Takeo me decía:

—¿Sabes? Me gusta…

—¿Qué es lo que te gusta?

—… tu cuerpo desnudo —terminó él, con una voz casi inaudible.

—No lo he oído, ¿puedes repetirlo? —le pedí.

—No puedo —me respondió él.

—Estaba preparándome unos fideos instantáneos —le dije.

—Claro —repuso él—. Lo siento —repitió por última vez, y colgó.

Cogí el auricular con la otra mano, consulté el reloj y vi que la manecilla de los segundos estaba de nuevo en el 6.

La observé un rato, hasta que dio unas cuantas vueltas a la esfera. Luego me acordé de los fideos y abrí la tapa. Tal y como suponía, se habían bebido toda el agua y estaban hinchados.

Al día siguiente, el otoño llegó de forma inesperada. El calor se fue y el cielo parecía mucho más grande.

Cuando terminó el verano, los mercados empezaron a proliferar en todos los rincones de la región de Kanto, así que el señor Nakano andaba muy ocupado. Aquel día había ido con Takeo al mercado, y Masayo, que solía venir a la tienda aproximadamente cada tres días, también estaba ocupada preparando una exposición de muñecas prevista para el mes de noviembre.

Por extraño que pudiera parecer, fue un día redondo. Aunque sólo vendimos objetos pequeños, el total llegó a sobrepasar los 300 000 yenes. Normalmente, cuando sabía que el señor Nakano no iba a venir en todo el día, dejaba el dinero en la caja, cerraba la tienda y le devolvía la llave a Masayo. Ese día, sin embargo, me daba cierto reparo dejar 300 000 yenes en la caja, así que me quedé en la tienda después de cerrar.

Salí a la calle, bajé la persiana, fui hasta la puerta trasera y la cerré con llave. En la estancia del fondo, en el lugar donde teníamos el brasero antes de que alguien lo comprara, había una gran mesa bajita. Aunque estaba en venta, solíamos utilizarla al mediodía, cuando nos turnábamos para comer.

«No os preocupéis si derramáis la sopa —solía decir el señor Nakano—, con un poco de sabor se venderá mejor».

Me tomé un té sentada ante la mesita, me preparé otro a continuación y un tercero, que salió muy aguado, pero el señor Nakano no volvía. Le dejé un mensaje en el buzón de voz de su móvil avisándolo de que me había quedado en la tienda para que llamara a la puerta trasera en cuanto regresara, pero pensé que tal vez no lo escucharía y me quedé un poco preocupada.

Abrí la puerta trasera y eché un vistazo al garaje. La camioneta no estaba. Saqué del bolso de tela que siempre llevaba encima la copia de la «especie de novela» que había escrito Sakiko. Releí distraídamente la frase que decía: «Al principio, gritaba con una voz aguda cuando alcanzaba el orgasmo. Luego, mi voz se fue volviendo progresivamente más grave y áspera». De hecho, desde el mes de septiembre el señor Nakano ya no iba al banco con tanta frecuencia.

Sonó el teléfono. Me dirigí hacia la caja registradora mientras dudaba entre descolgar o dejar que siguiera sonando. Como las luces de la tienda estaban apagadas, avancé lentamente para no tropezar con nada.

El teléfono seguía sonando. Cuando ya había sonado quince veces, descolgué antes de que la llamada se cortara.

—Soy yo —dijo una voz al otro lado de la línea, sin darme tiempo a responder.

—¿Quién? —pregunté. La voz enmudeció, y algo me dijo que se trataba de Sakiko—. El señor Nakano ha ido al mercado de Fujisawa y todavía no ha vuelto —le dije, tan serenamente como pude.

—Gracias —repuso ella—. Eres Suganuma, ¿verdad? —dijo, después de una breve pausa. En dos días me habían llamado por mi apellido más veces que en todo el tiempo que llevaba trabajando para el señor Nakano.

—Sí, yo misma.

—¿Has leído lo que escribí? —me preguntó ella.

—Sí —admití con franqueza.

—¿Qué te ha parecido? —quiso saber.

—Genial —reconocí, imitando la brusca forma de hablar de Takeo. Ella soltó una risita.

—Por cierto —dijo luego, con el tono desenvuelto que debía de utilizar cuando llamaba a sus amigas—, ¿no te parecen muy eróticas las antiguas muñecas de celuloide?

—¿Cómo? —exclamé.

—Desde que era pequeña, los brazos y piernas de las muñecas de celuloide siempre me han excitado con sus articulaciones giratorias —prosiguió.

Me quedé callada, incapaz de reaccionar. Ella tampoco dijo nada más.

Cuando volví en mí, Sakiko ya había colgado el teléfono y yo estaba de pie en la penumbra de la tienda, con el auricular en la mano.

—Celuloide —susurré. Me costó un poco pronunciar las dos sílabas centrales, «lu-lo».

Colgué el teléfono y regresé a la trastienda. Yo nunca había tenido muñecas de celuloide. Cuando era pequeña, la mayoría de las muñecas eran de plástico y les ponía nombres extranjeros como Jenny, Sheila o Anna, aunque todavía me pregunto por qué.

Eché de nuevo un vistazo al relato de Sakiko y mis ojos se detuvieron en la palabra coño. Era la escena en que la narradora obligaba a su pareja a pronunciar esa palabra en voz alta. «Eso sí puede hacerlo el señor Nakano», pensé, y guardé las fotocopias en el bolso de tela. El fluorescente del techo me deslumbró y me tapé los ojos con la mano.