POSTFACIO

Más información, más crítica, menos «estilo», menos adorno…

Esto es lo que Alfred Döblin exigía ya desde muy pronto a sus colegas escritores y a sí mismo. La crítica citada, de noviembre de 1909, iba dirigida a las colaboraciones de la revista Das Theater, dirigida por Herwarth Walden. «Estimado H. W.», escribía el médico residente berlinés de treinta y un años al portavoz (de la misma edad) de la vanguardia artística y literaria, «es harto sabido que uno sólo se puede escribir a sí mismo, pero tenga usted en cuenta que el único género posible de subjetivismo ineludible es la objetividad, es decir, la idea de que uno se desarrolla en los objetos». Era de la misma opinión que Adolf Loos, el arquitecto vienés en otro tiempo contrario a un estilo moderno estetizante: «Ser objetivo; todo [tiene] su objetividad particular, su funcionalidad; no traer ni añadir nada de fuera… En resumen: más crónica, más crítica, menos “estilo”, menos adorno…». Todavía no había publicado ninguna novela. No se había decidido aún entre la carrera de investigador médico y la literaria. Pero el positivismo, la objetividad, un «nuevo naturalismo», fueron en todo momento la norma del futuro poeta épico, a pesar de todos los cambios y de su afición a las medias vueltas y las contradicciones. El «Programa berlinés» publicado en mayo de 1913 en la revista Der Sturm de Walden, con el que Döblin fijó su posición en el contexto de la vanguardia europea, iba en la misma dirección: «El objeto de la novela es la realidad inanimada. El lector se sitúa, con total independencia, frente a unos hechos transcurridos, a los que se ha dado una forma determinada; es él quien tiene derecho a juzgar, no el autor… Hay que terminar con la hegemonía del autor; nunca se podrá llevar lo bastante lejos el fanatismo de la abnegación, de la negación de sí mismo. O el fanatismo de la renuncia: yo no soy yo, sino la calle, los faroles, tal y cual acontecimiento, nada más. A eso llamo yo estilo pétreo».

La crítica que se expresaba en esta renuncia al propio yo ya no iba dirigida meramente al esteticismo y l’art pour l’art, sino, de modo más general, al estilo tradicional de la novela amorosa y social europea: «Hay que reconocer que la psicología novelesca, como la mayor parte de la que se practica diariamente, es pura fantasmagoría abstracta. Los análisis, los intentos de diferenciación, nada tienen que ver con la auténtica psique; no se llega a la raíz». El neurólogo Döblin se expresaba aquí también desde el punto de vista de la escuela psicológica abanderada por el director de su tesis doctoral, Alfred Erich Hoche, y de su oposición al psicoanálisis de Sigmund Freud: «El racionalismo fue siempre la muerte del arte; el racionalismo más petulante y engreído se llama hoy psicología… Que se aprenda de la psiquiatría, la única ciencia que se ocupa del hombre psíquico entero: conoce desde hace tiempo la ingenuidad de la psicología, se limita a tomar nota de los procesos, de las emociones… expresando su desaprobación, encogiéndose de hombros ante todo lo demás, el “porqué” y el “cómo”».

Con las grandes novelas Los tres saltos del Wanglun (1916), La lucha de Wadzek con la turbina de vapor (1918), Wallenstein (1920) y Montañas, mares y gigantes (1924), Döblin ensayó la autorrenuncia, prescrita por su «Programa berlinés», y la continencia psicológica del escritor. No en vano se trataba en estos libros de procesos y acontecimientos colectivos, más que individuales. El año 1924, terminada la science fiction-vision de la novela Gigantes, representó una cesura que el propio Döblin constató explícitamente desde la distancia de la segunda posguerra. En el «Epílogo» a la Selección de la obra narrativa, publicada en 1948, escribía: «Después de recorrer el “camino de las masas”, fui llevado ante los individuos, los hombres. No saqué conscientemente esta conclusión del pasado, sino que lo hizo mi inconsciente, al que ya había puesto a trabajar para mí en otras cosas». La tardía antología y por lo tanto también el epílogo de Döblin de 1948 tomaban como ejemplo la epopeya en verso Manas, de 1927: «A partir de este momento aparecen los libros que giran en torno a los hombres y su modo de vivir». De la misma manera, incluso mejor, habría podido mostrar Döblin esta cesura en Las dos amigas y el envenenamiento, descripción de un caso real. Tal vez no la consideraba una obra narrativa, pues no es una obra de ficción. Pero Döblin, versado y progresista como teórico y como practicante del arte narrativo, conocía naturalmente la igualdad formal entre el pretérito épico de una narración «inventada» y el pretérito utilizado en un relato verídico. «La construcción de la obra épica», de finales de 1928, daba incluso preferencia al reportaje periodístico frente a la arbitrariedad fantasiosa de la novela por entregas (y, con un calculado escarnio, demostraba su juicio negativo sobre la novela en uso tomando como ejemplo el comienzo de la obra tardía de Schnitzler Teresa, recién publicada).

«Mi terreno son los trastornos nerviosos y emocionales; mis pacientes —vivo en un barrio periférico al oeste de Berlín— pertenecen casi exclusivamente a ambientes obreros y de empleados humildes… Hago lo que puedo y lo que soy. Nada consiguen de mí pagando. Soy muy anticuado, señoras y señores, como pueden ver, no soy americano en absoluto; no estoy a favor de la “nueva” objetividad sino de la vieja personalidad». Así empezaba Döblin a principios de 1928 un artículo sobre cómo se desarrollaba, en su consultorio, «Una visita al médico del seguro». Quien aquí se expresaba contra un positivismo que con el adjetivo nuevo avanzaba hacia el estilo artístico de los años veinte, era el mismo que en otoño de 1924 había inaugurado una serie de libros con un reportaje documental sobre un caso criminal, Tas dos amigas y el envenenamiento, una colección que justifica, más que cualquier otra obra parecida hasta nuestros días, la transferencia de la etiqueta nueva objetividad de las artes plásticas al dominio de la literatura: Marginados de la sociedad, los delitos de hoy, publicado por Rudolf Leonhard en la editorial Die Schmiede, de Berlín. La editorial, fundada en 1922, era dirigida por Fritz Wurm, Julius B. Salter y Heinz Wendriner. El escritor Rudolf Leonhard era el lector responsable de su programa literario, inusualmente exigente. Publicó el último libro de Kafka, las cuatro historias del volumen titulado Un artista del hambre (1924), y su novela póstuma El proceso (1925). Leonhard consiguió para la editorial, aparte de Kafka y Döblin, a Gottfried Benn, Walter Hasenclever, Georg Kaiser, Egon Erwin Kisch, Theodor Lessing, Joseph Roth, Carl Sternheim, Tucholsky, Ernst Weiß, y emprendió la primera edición alemana de Proust, traducida por Rudolf Schottlaender, Franz Hessel y Walter Benjamin. Además de los Marginados de la sociedad, causó sensación, también como plataforma de la nueva objetividad literaria, una serie de libros algo posterior: Crónicas de la realidad (6 vol., 1927). Los Marginados fueron anunciados como «una colección de los casos criminales más interesantes de nuestra época», buscando así conscientemente, para los conocedores de la tradición del periodismo criminal, un punto de contacto con las Causes célebres et intéresantes de Gayot de Pitaval (París, publicadas a partir de 1734), a las que siguieron en 1824 en Leipzig las Nuevas Pitaval de Wilhelm Häring (Willibald Alexis) y Julius Eduard Hitzig (con una segunda edición y una nueva serie hasta 1891, en total 60 volúmenes). Los Crímenes de nuestro tiempo, de Rudolf Leonhard, empezaron en 1924 con cuatro volúmenes: a Döblin le siguieron Egon Erwin Kisch, con el reportaje sobre un caso austríaco de espionaje anterior a la Primera Guerra Mundial (El caso del jefe del estado mayor Redl), Eduard Trautner, con El asesinato del agente de policía Blau, y Ernst Weiß, con el informe sobre un proceso por envenenamiento del año 1918 (El caso Vukobrankovics). Este cuarto volumen anunciaba veintiún títulos más «de próxima aparición». En el volumen séptimo (de Karl Otten) eran ya treinta y dos los títulos y se anunciaban nuevos autores; pero para los volúmenes futuros la editorial se reservaba «explícitamente el derecho a introducir cambios tanto en el título como en el orden de sucesión, etc.». Finalmente, sólo (o quizá hay que considerar que se trata de un número nada despreciable) fueron catorce volúmenes. Entre los diez títulos publicados en el segundo año, 1925 (vols. 5-14), destacan trabajos de Iwan Goll (vol. 5), Theodor Lessing (vol. 6: Haarmann. La historia de un hombre lobo), Arthur Holitscher (vol. 8), Leo Lania (vol. 9: El proceso Hitler-Ludendorff) y Kurt Kersten (vol. 12). La compleja fase de consolidación posterior a la inflación pudo haber dado alas en un principio a la publicación de nuevas series gracias al éxito de público, pero luego se estancó. Finalmente la competencia y los procedimientos de insolvencia por negligencia empresarial levantaron mucho polvo hacia el año 1929. Tucholsky, que con su Libro de los Pirineos (1927) fue uno de los autores perjudicados, tomó parte en los trabajos de descombro con su artículo «Schmiede y los compañeros de fatigas», publicado en Weltbühnen: «Este asunto nos servirá a todos de lección. Cada uno de nosotros debe entrar en una de las asociaciones que nos protegen». Alfred Döblin, con su contribución inicial al programa editorial, salió mejor librado, casi mejor que con sus demás libros publicados hasta entonces mayoritariamente por S. Fischer, de Berlín. En una glosa póstuma, «La economía en literatura», dio la información: «El caso criminal me proporcionó en total, entre 1924 y 1925, unos 1200 marcos, y se vendieron 3000 ejemplares».

El lector de hoy podría pensar de entrada en una historia de ficción, tal como en 1928 Döblin la distinguía de los relatos verídicos de los periódicos, y puede leer el texto como una narración; el autor había obviado en parte los atisbos documentales y había reservado para el «Epílogo» las reflexiones en torno al pro y el contra de los pormenores de los hechos, del juicio, los dictámenes periciales, el veredicto, la culpabilidad y la condena. Por supuesto, los lectores de 1924 estaban al corriente. El sensacional proceso que en la primavera de 1923 había inundado los titulares —«Las envenenadoras ante el tribunal de jurados», «Las 600 cartas de amor de las envenenadoras», «Las emponzoñadoras ante el juez», etc. La predilección de los medios por la pareja de envenenadoras se debía también en 1923 a un libro tan lleno de prejuicios como muy difundido, Psicología del envenenamiento (1917), de Erich Wulffen, que postulaba algo así como una predilección femenina por este tipo de homicidios. La información periodística diaria era tanto más apremiante cuanto que el tribunal prohibió temporalmente el acceso al público durante la exposición de las prácticas sexuales de la víctima. No sabemos si Döblin estaba entre los observadores admitidos. Podría haber tomado apuntes de parte de los datos aportados en la sala del tribunal o en los descansos del proceso. La vista oral se inició el 12 de marzo de 1923 «con gran afluencia de público, entre el cual predominaba el elemento femenino» (Deutsche Allgemeine Zeitung, 13 de MARZO de 1923), y se prolongó hasta el 16 de marzo. Pero unas hojas de papel encontradas en el manuscrito original datan de un año más tarde: se trata de un aviso impreso sobre el aplazamiento de una conferencia de Ernst Cassirer del 6 al 20 de marzo de 1924, y del envío de dos entradas de estreno para el Teatro Robert de Berlín del 15 al 20 de marzo de 1924. Es probable, pues, que Döblin no empezara a trabajar en el libro hasta un año después del proceso, es de suponer que a instancias de Rudolf Leonhard, quien le pedía una colaboración, lo antes posible, para la serie Marginados de la sociedad, que debía iniciarse en otoño de 1924. Que la había preparado con todo esmero, lo demuestran no sólo las citas de fuentes, sino también la copia del acta de acusación del fiscal general de la audiencia provincial III de Berlín: en total, sesenta y cuatro páginas en gran cuarto. A diferencia de la prensa contemporánea, Döblin respetó la privacidad de los interesados, cambiando los nombres (Klein se convirtió en Link, Nebbe en Bende, la madre de ésta pasó a llamarse Schnürer en vez de Riemer) o abreviándolos con las iniciales (es el caso de la mayoría de los expertos y testigos).

Ahora bien, ¿cómo queda en este relato verídico la exigencia ya citada que Döblin formula a los escritores: la objetividad, la independencia del lector respecto al autor, el limitarse «a tomar nota de los acontecimientos», la renuncia a la usual psicología novelesca? El abandono de la carrera de psiquiatría científica en 1911, un análisis personal al que se sometió en 1920 y las experiencias cosechadas en su consulta berlinesa no lo alejaron de las teorías psiquiátricas de Alfred Erich Hoche, sino que pusieron a su alcance los conocimientos psicoanalíticos de Freud. Poco después del proceso por envenenamiento, Döblin se opuso a los críticos de Freud en el Vossische Zeitung de 10 de junio de 1923: «Su distinción entre consciente, preconsciente e inconsciente sirve a fines eminentemente prácticos, procede de observaciones empíricas, está llena de un sentido claro, para decirlo en pocas palabras». Dos años más tarde, en el Berliner Tageblatt del 5 de mayo de 1925, contestaba a la pregunta «¿Se debería prohibir el psicoanálisis?» con estas palabras: «Para muchos enfermos el análisis es el método elegido… Si alguien enferma visiblemente a causa de experiencias sexuales y el hecho de descubrir el suceso ayuda, hay que descubrirlo. Tratar a un enfermo nunca es inmoral, un método beneficioso nunca es malo ni inmoral». El 6 de mayo de 1926, con motivo del setenta aniversario del nacimiento de Freud, Döblin pronunció un discurso de homenaje en la Sociedad Psicoanalítica Alemana de Berlín y explicó con una claridad inolvidable la relación de Freud con la psique: «El alma humana vagaba por el mundo desde muchos siglos atrás, expulsada por médicos y psicólogos. Había buscado refugio en los poetas y también en los sacerdotes… El sacerdote la llevó al devocionario. El poeta le ofreció el brazo y fueron juntos a pasear por los prados. Freud la hizo entrar en su consulta, cerró la puerta tras ella y le dijo: “Quítese el sombrero, señora. Sí, desnúdese, por favor”». Döblin no sería Döblin si en aquella ocasión no hubiera añadido de su propia cosecha: «Quisiera señalar que el alma, asustada por esta invitación, se ha quedado en la puerta hasta nuestros días y no se ha quitado siquiera el sombrero».

Sin embargo, a medida que avanza, con un uso constante de la parataxis, el informe Las dos amigas y el envenenamiento, se hace perceptible, más allá de la sobria relación de los hechos, un tono ligeramente contenido, hecho de razonamientos y conclusiones, preguntas y ponderaciones, deducciones acerca de la conducta individual partiendo de datos psíquicos y acerca de las reacciones psíquicas a partir de hechos externos. Esta conexión se establece cuando el narrador —es sólo un ejemplo— hace suya en su propio informe la descripción de la principal acusada ofrecida por el comentarista del Berliner Tageblatt («si uno mira a esas criaturas modestas, esas pardillas, rubias e inofensivas, si uno sigue esos fríos ojos gris azulado… no pude más que sentir asombro»): «Elli era especial, sin llegar a ser rara. Poseía una franqueza inofensiva, era alegre como unas castañuelas, juguetona como un niño. Le divertía provocar a los hombres». Pero el informe de Döblin evita las descripciones explícitas, permite al lector hacer sus propias reflexiones, tener sus reservas y formular sus propios juicios; los provoca, incluso. Pero al final del relato consigue que lectores y lectoras (también entre el público que asiste al proceso en su libro predomina seguramente «el elemento femenino») apenas compartan la indignación del público de entonces por una sentencia tan benigna. Pone en entredicho el acierto de la sentencia en términos generales, pone en duda los puntos de vista preconcebidos, allana el camino a un sentimiento de lástima y comprensión.

Cuando Döblin dice de los dictámenes de los expertos que «ya no se movían en el terreno del “inocente o culpable”, sino en otro distinto, terriblemente inseguro, el de las circunstancias, el de entrever y penetrar», se trasladaba al mismo tiempo como reportero al campo tradicional, no menos vacilante, del Döblin narrador y sus teorías épicas. El «estilo pétreo» de su «Programa berlinés» de 1913 entretanto se le había quedado obsoleto. En lugar de una «fachada… de piedra o acero», aparecía en Las dos amigas y el envenenamiento otra metáfora de los límites y las posibilidades del narrador: «Cuando repaso toda esta historia, me siento como en el drama lírico: “Entonces sopló el viento y derribó el árbol”. No sé qué viento era ni de dónde venía. Todo ello es como un tapiz compuesto de múltiples pedazos diferentes, paño, seda, además de trozos de metal y glebas de barro. Remendado con paja, alambre y torzal. En muchos lugares hay fragmentos sueltos, yuxtapuestos. Otros trozos están pegados con cola o lana de vidrio. Pero el conjunto carece de huecos y lleva el sello de la verdad. […] Es así como sucedió; también las personas implicadas lo creen. Pero tampoco sucedió así». Vale la pena volver a leerlo, al principio del «Epílogo». Ahora él mismo cuestiona de raíz todo el esfuerzo que ha dedicado a aclarar el caso: la interpretación de los sueños, en la que aparece como el más resuelto discípulo de Freud; también las diez tablas plegables (añadidas a la primera edición) en las que, corriendo él mismo un riesgo científico, abordó una «exposición espacial» en «diecisiete fases» de los volubles cambios de ánimo de la principal acusada; y los dictámenes redactados por él mismo, con los que, a título de ensayo, siguió las huellas de Ludwig Klage (al que el 3 de diciembre de 1924, es decir, poco después de la publicación del libro, preguntó qué pensaba «desde el punto de vista grafológico de aquel caso, enjuiciado de maneras distintas desde el punto de vista psiquiátrico»), Al final Döblin mantuvo en gran medida su confianza en el modo de proceder literario: «Reflexionando sobre las tres o cuatro personas implicadas en este asunto, sentí la necesidad de recorrer las calles que ellas frecuentaban. También me senté en la taberna en la que las dos mujeres se conocieron, visité la casa de una de ellas […]. No me proponía realizar un vulgar estudio de entorno social […]. Esta simbiosis con los otros y también con las habitaciones, con las casas, las calles y las plazas es una realidad. Para mí es una realidad cierta, aunque oscura». Una realidad, podríamos añadir, más cercana al narrador que a los expertos del tribunal. El paseante ocioso de Berlín autor de este estudio de un caso real avanzaba hacia una captación de la totalidad de la ciudad por otros medios. A partir de aquí, los escenarios simultáneos de la novela Berlín Alexander-Platz («La plaza Rosenthal se divierte…», «Un puñado de gente alrededor de la Alex», etc.) parecen plausibles humana y artísticamente.

JOCHEN MEYER