I. Planes para salvar a Mitia

Cinco días después del juicio de Mitia, a primera hora de la mañana, pasadas las ocho, Aliosha se acercó a casa de Katerina Ivánovna para llegar a un acuerdo definitivo sobre un asunto importante para los dos y, sobre todo, para darle un recado. Hablaron en la misma sala en la que ella, hacía tiempo, había recibido a Grúshenka; cerca, en otra habitación, yacía con fiebre y sin sentido Iván Fiódorovich. Justo después del episodio en el juicio, Katerina Ivánovna ordenó trasladar a su casa a un Iván Fiódorovich enfermo e inconsciente, desdeñando las inevitables habladurías futuras y la censura de la sociedad. Una de las tías que vivía con ella se fue a Moscú inmediatamente después del episodio en el juicio, la otra se quedó. Pero, aunque se hubieran marchado las dos, Katerina Ivánovna no habría cambiado de opinión y habría seguido cuidando del enfermo y velando por él día y noche. Lo trataban Varvinski y Herzenstube; el médico moscovita había regresado a Moscú tras negarse a expresar su opinión sobre el posible desenlace de la enfermedad. Y era evidente que los otros dos médicos, a pesar de haber animado a Katerina Ivánovna y a Aliosha, todavía no podían ofrecer esperanzas fundadas. Aliosha pasaba a ver a su hermano enfermo dos veces al día. Pero esta vez venía para tratar un asunto especial, realmente complicado, y presentía lo difícil que le iba a ser hablar de él; además, tenía mucha prisa: esa misma mañana tenía otro asunto inaplazable en otra parte y debía apresurarse. Llevaban hablando un cuarto de hora. Katerina Ivánovna estaba pálida, extenuada y, al mismo tiempo, enfermizamente agitada: presentía para qué, entre otras cosas, había ido a verla Aliosha.

—No se preocupe por su decisión —le dijo a Aliosha con firme insistencia—. De un modo u otro llegará a esa conclusión: ¡tiene que escapar! Este desgraciado, este héroe del honor y de la conciencia… no él, no Dmitri Fiódorovich, sino el que yace tras esa puerta, el que se sacrificó por su hermano —añadió Katia con ojos brillantes—, hace mucho que me informó de todo el plan de fuga. ¿Sabe?, ya había entrado en tratos… Ya le conté alguna cosa… Mire, con toda probabilidad será en la tercera etapa a partir de aquí, cuando conduzcan a Siberia a la partida de deportados. Oh, todavía queda para eso. Iván Fiódorovich ya había ido a ver al jefe de la tercera etapa. Lo único que no se sabe es quién va a ser el jefe de la partida, no se puede saber con tanta antelación. Puede que mañana le enseñe todos los detalles del plan que me dejó Iván Fiódorovich la víspera del juicio por si ocurría algo… Fue esa tarde que nos encontró discutiendo, ¿se acuerda? Él estaba bajando las escaleras y yo, al verle a usted, lo hice regresar, ¿se acuerda? ¿Sabe de lo que estábamos discutiendo entonces?

—No, no lo sé —dijo Aliosha.

—Claro, él entonces se lo ocultó: pues precisamente del plan de fuga. Tres días antes me había revelado todos los detalles importantes, y entonces empezamos a discutir, llevábamos tres días enfadados. Discutimos cuando me anunció que, en caso de que condenaran a Dmitri Fiódorovich, éste huiría al extranjero con esa mujerzuela; de pronto yo me puse furiosa, no puedo decirle por qué, ni yo misma lo sé… Oh, claro, por esa mujerzuela, me puse furiosa por culpa de esa mujerzuela, porque ¡ella también va a huir al extranjero, con Dmitri! —exclamó de repente Katerina Ivánovna; los labios le temblaban de rabia—. En cuanto Iván Fiódorovich vio que me ponía furiosa por culpa de esa mujerzuela, enseguida pensó que sentía celos de ella, por Dmitri, y que, por tanto, seguía queriendo a Dmitri. Y entonces tuvimos la primera pelea. No quise darle explicaciones, no podía pedirle perdón; me dolía que un hombre así pudiera sospechar que siguiera queriendo a ese… Y eso a pesar de que mucho antes yo misma le había dicho que no quería a Dmitri, que ¡lo quería solo a él! ¡Me enfadé con él solo por la rabia que me da esa mujerzuela! Tres días después, la tarde que vino usted, Iván me trajo un sobre sellado para que lo abriera si a él le sucedía algo. ¡Ay, había presagiado su enfermedad! Me reveló que el sobre contenía los detalles de la huida para que, en el caso de que él muriera o enfermara gravemente, yo me encargara de salvar a Mitia. También me dejó dinero, casi diez mil rublos, los mismos que el fiscal, enterado de que había dado orden de hacerlos efectivos, mencionó en su discurso. Me sorprendió terriblemente que Iván Fiódorovich, todavía celoso por mí y convencido de que yo amaba a Mitia, no hubiera, a pesar de todo, abandonado la idea de salvar a su hermano y me confiara a mí, ¡a mí!, la tarea de salvarlo. ¡Oh, aquello era un sacrificio! No, usted no puede entender en toda su plenitud ese espíritu de sacrificio, Alekséi Fiódorovich. A punto estuve de arrojarme a sus pies en señal de veneración, pero pensé de pronto que él iba a creer que era una muestra de alegría por salvar a Mitia (¡seguro que lo habría pensado!), y me molestaba hasta tal punto la mera posibilidad de que pensara algo tan injusto que volví a enojarme y, en lugar de besar sus pies, ¡le hice otra escena! ¡Qué desgraciada soy! Así es mi carácter, un carácter terrible, desgraciado. Oh, ya lo verá, acabaré por conseguirlo, lo llevaré hasta un punto en que él me dejará por otra mujer con la que sea más fácil vivir, como hizo Dmitri, pero entonces… No, ya no podré soportarlo, ¡me mataré! Y aquella vez, cuando usted entró y yo le grité, y luego le ordené a él que regresara, él entró con usted y hasta tal punto se apoderó de mí la rabia por la expresión de odio y de desprecio con la que me miró que yo, ¿se acuerda?, ¡empecé a gritarle que él, que él era el único que me había asegurado que su hermano Dmitri era el asesino! Lo calumnié a propósito, para herirlo de nuevo, porque él nunca, nunca, había tratado de convencerme de que su hermano fuera el asesino, al contrario, ¡era yo quien intentaba convencerlo a él! Oh, mi rabia tiene la culpa de todo, ¡de todo! Fui yo, yo fui la causante de esa maldita escena en el juicio. Él quería demostrarme lo noble que es y que, aunque yo ame a su hermano, no iba a causar su perdición por venganza o por celos. Y se presentó en el juicio… ¡Yo tengo la culpa de todo! ¡Yo soy la única culpable!

Nunca le había hecho Katia tales confesiones a Aliosha y éste sintió que justo entonces ella había alcanzado ese grado de sufrimiento insoportable en que hasta el corazón más orgulloso aniquila dolorosamente su orgullo y cae vencido por la pena. Ay, Aliosha conocía otra terrible razón de su sufrimiento, por mucho que ella se lo hubiera ocultado todos esos días, desde la condena de Mitia; pero, por alguna razón, habría sido muy doloroso para él si en ese momento ella hubiera resuelto rebajarse tanto como para empezar a hablar con él acerca de esa razón. Katia sufría por su «traición» en el juicio, y Aliosha intuía que la conciencia la estaba arrastrando a reconocerse culpable precisamente ante él, ante Aliosha, entre lágrimas y gritos, con un ataque de histeria, dando golpes en el suelo. Pero él temía ese momento y deseaba ahorrárselo a aquella mujer que sufría. Eso hacía aun más duro el encargo que lo había llevado hasta allí. Empezó a hablar de Mitia otra vez.

—No se preocupe, no se preocupe, ¡no tema por él! —volvió a decir Katia, terca y tajante—; todo eso en él es pasajero, lo conozco, conozco demasiado bien su corazón. Puede estar tranquilo, estará de acuerdo con la fuga. Y, sobre todo, no va a ser ahora mismo, aún tiene tiempo para tomar la decisión. Para entonces Iván Fiódorovich ya se habrá curado y se ocupará de todo, así que yo no tendré que hacer nada. No se preocupe, estará de acuerdo con la fuga. En realidad, ya está de acuerdo: ¿acaso puede dejar aquí a esa mujerzuela? Porque no van a permitir que lo acompañe en su condena, así pues, ¿cómo va a renunciar a huir? Lo principal es que tiene miedo de usted, miedo de que no apruebe usted la fuga desde un punto de vista moral, pero usted tiene que ser magnánimo y permitírselo, pues su permiso es imprescindible —añadió Katia con veneno. Se quedó callada un momento y sonrió con malicia—. Siempre está hablando —continuó— de unos himnos, de la cruz con la que debe cargar, de una deuda; recuerdo que Iván Fiódorovich ya me contó muchas cosas al respecto, y si supiera usted lo que decía… —exclamó de pronto con un sentimiento incontenible—. ¡Si supiera usted cuánto quería a ese infeliz mientras me hablaba de él y, quizá, cuánto le odiaba al mismo tiempo! Pero yo, oh, yo escuchaba su relato y sus lágrimas con sonrisa arrogante. ¡Ay, mujerzuela! ¡Yo soy la mujerzuela, yo! ¡Yo le causé la fiebre! Y ése, el condenado, ¿acaso está él preparado para el sufrimiento? —concluyó Katia con resentimiento—. ¿Acaso puede sufrir? ¡Esa clase de gente nunca sufre!

Cierto sentimiento de odio y de repugnante desprecio acompañó estas palabras. En todo caso, ella lo había traicionado. «Puede que se sienta tan culpable ante él que a veces lo odie», pensó Aliosha. Deseaba que fuera solo «a veces». Había percibido un desafío en las últimas palabras de Katia, pero no lo aceptó.

—Por eso le he llamado hoy, para que me prometa que lo va a convencer. A no ser que usted crea que huir es una deshonra, que no es heroico o… ¿cómo llamarlo?… cristiano —añadió Katia aún desafiante.

—No, en absoluto. Se lo diré… —farfulló Aliosha—. Ha pedido que vaya usted hoy a verlo —soltó de repente mirándola a los ojos duramente. Ella se estremeció y se echó para atrás en el diván, apartándose de él.

—¿Yo?… Pero ¿de verdad es posible? —balbuceó palideciendo.

—¡Es posible y necesario! —insistió Aliosha, sintiéndose más animado—. La necesita mucho, precisamente a usted. No le diría nada ni la haría sufrir antes de tiempo si no fuera necesario. Está enfermo, está como loco, no hace más que llamarla. No la llama para reconciliarse, pero al menos vaya y asómese desde el umbral. Le han pasado muchas cosas desde ese día. Comprende lo infinitamente culpable que es ante usted. No quiere su perdón: «Es imposible perdonarme», dice, pero solo con que usted se asomara desde el umbral…

—Usted… de repente… —balbuceaba Katia—, todos los días presentía que vendría con eso… ¡Sabía que me llamaría!… ¡Es imposible!

—Aunque sea imposible, hágalo. Piense que por primera vez se siente afectado por haberla ofendido, por primera vez en la vida, ¡nunca lo había comprendido con tal plenitud! Si se niega, dice, «seré desgraciado toda mi vida». ¿Se da cuenta? Veinte años de trabajos forzados y todavía tiene intención de ser feliz, ¿no le da pena? Piénselo, va a visitar a un inocente al que han destruido —soltó Aliosha desafiante—, sus manos están limpias, ¡no hay sangre en ellas! ¡Visítelo ahora por su infinito sufrimiento futuro! Vaya, guíelo en la oscuridad… Quédese en el umbral y solo… Porque usted debe, ¡debe hacerlo! —concluyó Aliosha subrayando con gran fuerza la palabra «debe».

—Lo sé, pero… no puedo —Katia gemía—. Me mirará… no puedo.

—Sus miradas deben encontrarse. ¿Cómo va a seguir viviendo si no se decide ahora?

—Es mejor sufrir toda la vida.

—Debe ir, debe ir —volvió a subrayar Aliosha, implacable.

—Pero ¿por qué hoy? ¿Por qué ahora?… No puedo dejar solo al enfermo…

—Un minuto sí puede, solo será un minuto. Si no va, por la noche enfermará de fiebres. Sabe que no le miento, ¡apiádese de él!

—Apiádese usted de mí —le reprochó amargamente Katia y se echó a llorar.

—Entonces, ¡va a ir! —dijo Aliosha con firmeza al ver sus lágrimas—. Voy a decirle que enseguida va.

—¡No! ¡No se lo diga por nada del mundo! —gritó Katia asustada—. Iré, pero no lo avise porque puede que vaya pero no entre… Todavía no sé si…

Se le cortó la voz. Le costaba respirar. Aliosha se levantó para marcharse.

—¿Y si me encuentro con alguien? —dijo de pronto en voz baja y palideciendo de nuevo.

—Por eso tiene que ser ahora, para que no se encuentre con nadie. Se lo digo de verdad, no habrá nadie. Estaremos esperándola —insistió y salió de la sala.

II. Por un momento la mentira se convierte en verdad

Se dio prisa en llegar al hospital donde estaba ahora Mitia. Dos días después de la decisión del tribunal enfermó de fiebre nerviosa y fue enviado al hospital de la ciudad, a la sección de presos. Pero el doctor Varvinski, a petición de Aliosha y muchas personas más (Jojlakova, Liza y otros), no instaló a Mitia con los demás presos, sino aparte, en el mismo cuartucho donde antes había estado Smerdiakov. Cierto que al final del pasillo había un centinela y las ventanas tenían rejas, de modo que Varvinski podía estar tranquilo en relación con su indulgencia, no excesivamente legal, pero era un joven bondadoso y compasivo. Comprendía lo duro que era para alguien como Mitia pasar de pronto al grupo de asesinos y estafadores, y sabía que primero necesitaba acostumbrarse. Las visitas de familiares y amigos eran autorizadas por el médico, por el vigilante y hasta por el isprávnik, siempre bajo cuerda. Pero esos días solo Aliosha y Grúshenka habían visitado a Mitia. Rakitin intentó verlo dos veces, pero Mitia le pidió con insistencia a Varvinski que no le permitiera entrar.

Aliosha lo encontró sentado en el camastro, con la bata del hospital; tenía un poco de fiebre y le habían envuelto la cabeza en una toalla humedecida en agua y vinagre. Lanzó una mirada indefinida a Aliosha, pero aun así en su mirada brilló cierto temor.

En general, desde el día del juicio se había vuelto terriblemente meditabundo. A veces se quedaba callado media hora, parecía estar reflexionando intensa y dolorosamente, olvidándose de los presentes. Si salía de sus cavilaciones y empezaba a hablar, siempre lo hacía de un modo repentino e invariablemente decía algo distinto a lo que en realidad debería decir. A veces miraba con sufrimiento a su hermano. Con Grúshenka le resultaba más fácil que con Aliosha. Cierto que con ella tampoco hablaba mucho pero, en cuanto entraba, su cara se iluminaba de alegría. Aliosha se sentó en silencio a su lado, en el camastro. Esta vez Mitia había estado esperando con ansiedad a su hermano, pero no se atrevió a preguntarle nada. Le parecía inconcebible que Katia accediera a ir a verlo y al mismo tiempo sentía que, si no iba, sería algo completamente intolerable para él. Aliosha comprendía sus sentimientos.

—Ese Trifon —Mitia empezó a hablar agitado—, o sea, Borísych, ha puesto toda su posada patas arriba, según dicen: ha levantado tarimas, arrancado tablas, por lo visto ha hecho añicos toda la «galería»… está buscando un tesoro, el dinero ese, los mil quinientos rublos que el fiscal dijo que yo había escondido allí. Dicen que, nada más volver a la posada, empezó a hacer disparates. ¡Le está bien empleado por sinvergüenza! Me lo contó ayer un vigilante, es de allí.

—Escucha —dijo Aliosha—, va a venir, pero no sé cuándo, quizá hoy, quizá un día de éstos, no lo sé, pero va a venir, va a venir, eso es seguro.

Mitia se estremeció, quería decir algo, pero se quedó callado. La noticia le afectó terriblemente. Era evidente que deseaba ardientemente conocer los detalles de la conversación, pero una vez más tenía miedo a preguntar: cualquier señal de crueldad o desprecio por parte de Katia habría sido como una puñalada en esos momentos.

—Mira lo que me ha dicho, por cierto: que tengo que tranquilizar tu conciencia sin falta en relación con la fuga. Si para entonces Iván no se ha restablecido, ella misma se ocupará de todo.

—Ya me lo habías contado —observó Mitia pensativo.

—Y tú ya habías informado a Grúshenka —señaló Aliosha.

—Sí —reconoció Mitia—. No va a venir esta mañana —miró a su hermano con timidez—. No vendrá hasta la tarde. Ayer, cuando le dije que se iba a ocupar Katia, se quedó callada; pero torció el gesto. Se limitó a murmurar: «¡Que se ocupe!». Ha comprendido que es algo importante. No me atreví a seguir preguntando. Ahora, por fin, parece comprender que la otra no me quiere a mí, sino a Iván.

—¿Seguro? —se le escapó a Aliosha.

—No del todo. Pero esta mañana no va a venir —volvió a explicar Mitia—. Le he hecho un encargo… Oye, nuestro hermano Iván nos va a superar a todos. Él sí que va a vivir, no nosotros. Se pondrá bien.

—Figúrate que Katia, aunque tiembla por él, apenas tiene dudas de que vaya a ponerse bien —dijo Aliosha.

—Eso es que está convencida de que va a morirse. El miedo es lo que hace que esté tan segura de que va a ponerse bien.

—Nuestro hermano es de constitución fuerte. Yo también tengo mucha confianza en su curación —comentó Aliosha con ansiedad.

—Sí, va a ponerse bien. Pero ella está segura de que se va a morir. Sufre tanto…

Se hizo el silencio. Algo muy importante atormentaba a Mitia.

—Aliosha, amo terriblemente a Grúshenka —dijo de pronto con voz temblorosa, llena de lágrimas.

—No van a permitir que vaya allí contigo. —Aliosha le había entendido de inmediato.

—Y hay otra cosa que quería decirte —prosiguió Mitia con una voz repentinamente tintineante—; si empiezan a golpearme por el camino o ya una vez allí, no se lo voy a consentir, mataré a alguien, y entonces me pegarán un tiro. ¡Es que son veinte años! Aquí ya han empezado a tratarme de tú. Los centinelas me tratan de tú. Me he pasado toda la noche evaluándome: ¡no estoy listo! ¡No tengo fuerzas para soportarlo! Quería entonar un «himno» y ¡no soy capaz de asimilar el tuteo de los centinelas! Por Grusha soportaría todo, todo… excepto los golpes, eso sí… Pero no van a dejar que vaya allí.

Aliosha sonrió en silencio.

—Hermano, escucha de una vez y para siempre —dijo— lo que opino sobre eso. Y sabes que no voy a mentirte. Escúchame: no estás listo, y esta cruz no es para ti. Es más: no estando preparado, no te hace falta esa gran cruz de mártir. Si hubieras matado a padre, lamentaría que rechazaras tu cruz. Pero eres inocente y esta cruz es excesiva para ti. Quieres hacer renacer a un hombre nuevo en ti a través del tormento; en mi opinión, basta con que recuerdes siempre, toda tu vida y adondequiera que huyas, a ese otro hombre, y eso será suficiente. Que no aceptes el gran sufrimiento de la cruz servirá para que sientas en tu interior una deuda aún mayor y, con este permanente sentimiento, en lo sucesivo, durante toda tu vida, contribuirás a tu renacimiento quizá en mayor medida que si hubieras ido allí. Porque si vas allí no lo aguantarás, te sublevarás y tal vez digas al final: «He saldado mi deuda». En este caso el abogado ha dicho la verdad. Las cargas pesadas no son para todos, para algunos son insoportables… Esto es lo que pienso, ya que tanto necesitas saberlo. Si otros (oficiales, soldados) tuvieran que responder por tu fuga, no te «permitiría» huir. —Aliosha sonrió—. Pero nos han dicho y asegurado (el jefe de etapa en persona se lo dijo a Iván) que, si se actúa con tino, es posible que no haya sanciones graves y que salgan del paso con poco. Naturalmente, el soborno no es algo honroso, ni siquiera en este caso, pero por nada del mundo me voy a poner a juzgar porque, a decir verdad, si Iván y Katia me hubieran pedido que me ocupara de esa cuestión para ti, sé que habría recurrido al soborno; tengo que decirte toda la verdad. Y por eso no voy a juzgarte por tus acciones. Pero has de saber que nunca te voy a condenar. Además, sería extraño que yo fuera tu juez en este asunto. Bueno, creo que ya lo he dicho todo.

—Sin embargo, ¡yo sí me condeno! —exclamó Mitia—. Huiré, eso ya estaba decidido sin ti: ¿cómo no iba a huir Mitka Karamázov? Sin embargo, ¡yo me condeno y allí haré penitencia por mis pecados por los siglos de los siglos! Así es como hablan los jesuitas, ¿no? Igual que tú y yo ahora, ¿a que sí?

—Sí. —Aliosha sonrió dulcemente.

—Te quiero porque siempre dices toda la verdad y no ocultas nada —exclamó Mitia con una risa alegre—. ¡Así que he descubierto a un jesuita en mi Alioshka! Habría que cubrirte de besos por eso, ¡ya lo ves! Bueno, y ahora escucha el resto, te mostraré también la otra mitad de mi alma. Esto es lo que he pensado y decidido: si huyo, incluso con dinero y un pasaporte, incluso si llego hasta América, aún me dará ánimos la idea de que no estoy huyendo hacia la dicha, hacia la felicidad, sino realmente a otro presidio, ¡puede que no muy distinto de éste! No muy distinto, Alekséi, de verdad te lo digo, no muy distinto. Ya estoy odiando América, ¡al diablo con ella! Aunque Grusha esté conmigo; tú mírala: ¿qué tiene ella de americana? Es rusa, rusa hasta la médula, echará de menos su tierra natal, y a cada hora yo estaré viendo cómo ella siente añoranza por mi culpa, que ha cargado con esa cruz por mí, y ¿qué culpa tiene ella? Y yo, ¿seré yo capaz de soportar a los gañanes de allí, aunque acaso sean todos sin excepción mejores que yo? ¡Ya estoy odiando América! Y ya pueden ser todos sin excepción unos maquinistas increíbles o lo que quiera que sean, al diablo con ellos: ésa no es mi gente, ¡no los llevo en el alma! Amo Rusia, Alekséi, amo al Dios ruso, aunque yo sea un canalla. Pero ¡allí estiraré la pata! —exclamó de repente, con los ojos brillantes. La voz se le quebraba por el llanto—. Así que esto es lo que he decidido, Alekséi, ¡escúchame! —volvió a empezar, conteniendo la emoción—: Llegaré allí con Grusha, y nos pondremos a labrar la tierra de inmediato, a trabajar, entre osos salvajes, aislados, en algún lugar remoto. Porque ¡seguro que allí encontramos algún lugar remoto! Dicen que allí todavía hay pieles rojas, donde empieza el horizonte; así que nos iremos a esa tierra, la de los últimos mohicanos[1]. Y Grusha y yo nos pondremos enseguida con la gramática. Trabajo y gramática, y así unos tres años. En tres años aprendemos inglés como el mejor de los ingleses. Y en cuanto lo hayamos aprendido, ¡adiós, América! Nos venimos corriendo a Rusia como ciudadanos americanos. No te preocupes, no vamos a venir a esta ciudad. Nos ocultaremos en algún lugar lejano, en el norte o en el sur. Para entonces habré cambiado, ella también, un médico en América me habrá puesto alguna verruga falsa en la cara, para algo son mecánicos, ¿no? O, si no, mejor me pincho un ojo, me dejo crecer la barba, una barba canosa (me saldrán canas pensando en Rusia), puede que no me reconozcan. Y, si lo hacen, que me deporten, da igual, ¡será cosa del destino! Aquí también labraremos la tierra en algún rincón perdido y toda mi vida me haré pasar por un americano. Pero moriré en mi país. Éste es mi plan, y no tiene vuelta de hoja. ¿Le das tu aprobación?

—Le doy mi aprobación —dijo Aliosha, que no deseaba llevarle la contraria.

Mitia se calló un momento y de repente dijo:

—¡Cómo me la jugaron en el juicio! ¡Vaya si me la jugaron!

—Aunque no te la hubieran jugado, te habrían condenado de todos modos —dijo Aliosha suspirando.

—Sí, la gente de aquí estaba harta. ¡Que Dios los ampare! Pero es tan duro… —gimió Mitia con dolor.

Volvieron a quedarse callados.

—Aliosha, ¡clávame ya el puñal! —exclamó Mitia de pronto—. ¿Va a venir o no? ¡Dímelo! ¿Qué ha dicho? ¿Cómo lo ha dicho?

—Dijo que vendría, pero no sé si hoy. ¡Le cuesta mucho! —Aliosha miró a su hermano con timidez.

—¡Cómo no! ¡Cómo no le iba a costar! Aliosha, voy a volverme loco. Grusha no hace más que mirarme. Se da cuenta. Dios mío, haz que me resigne: ¿qué estoy pidiendo? ¡A Katia! ¿Soy consciente de lo que estoy pidiendo? Es este ímpetu karamazoviano, ¡impío! No, ¡no soy capaz de sufrir! Soy un canalla, ya está todo dicho.

—¡Ahí está! —exclamó Aliosha.

En ese instante Katia apareció en el umbral. Se detuvo un momento contemplando a Mitia con la mirada perdida. Éste se puso en pie precipitadamente, había miedo en su semblante, se había puesto pálido, pero al mismo tiempo una sonrisa tímida, suplicante, se dibujó en sus labios y de repente, sin poder contenerse, le tendió los brazos a Katia. Al verlo, ella se abalanzó sobre él sin pensarlo. Le cogió las manos y casi a la fuerza hizo que se sentara en la cama; se sentó a su lado y, sin soltarle las manos, se las apretó con firmeza, convulsivamente. Varias veces los dos intentaron hablar, pero se detenían para volver a mirarse en silencio, fijamente, como inmovilizados, sonriendo extrañamente; y así pasaron unos dos minutos.

—¿Me has perdonado? —susurró Mitia al fin y, al instante, se volvió hacia Aliosha y le gritó con el rostro descompuesto de alegría—: ¿Has oído lo que he preguntado? ¿Lo has oído?

—Por eso te quería, por tu corazón generoso —se le escapó de repente a Katia—. Tú no necesitas mi perdón, sino yo el tuyo; da lo mismo si me perdonas, siempre estarás en mi alma como una llaga, y yo en la tuya, así debe ser… —Se detuvo para coger aire—. ¿Para qué he venido? —volvió a hablar acelerada y frenéticamente—. Para abrazar tus pies, estrechar tus manos, así, hasta que te duelan, como hice en Moscú, ¿te acuerdas?, para decirte otra vez que eres mi Dios, mi alegría, para decirte que te quiero con locura. —Parecía gemir por el dolor y, de pronto, se llevó a los labios su mano con ansiedad. Se le saltaban las lágrimas.

Aliosha estaba mudo y desconcertado; nunca habría esperado lo que estaba viendo.

—¡El amor pasó, Mitia! —Katia volvió a empezar—. Pero aprecio lo ocurrido hasta el dolor. Has de saberlo para siempre. Pero ahora, por un momento, dejemos que sea lo que podía haber sido —balbuceó con la sonrisa torcida, mirándole alegre a los ojos—. Ahora tú quieres a otra y yo quiero a otro, aun así te querré eternamente y tú a mí, ¿lo sabías? Escúchame, ¡quiéreme, quiéreme toda la vida! —exclamó con un temblor casi amenazante en la voz.

—Te querré y… ¿sabes, Katia? —Mitia hablaba tomando aire en cada palabra—. ¿Sabes? Yo te quería, hace cinco días, aquella tarde… Cuando te derrumbaste y te llevaron… ¡Toda la vida! Así será, así será eternamente…

Los dos se susurraban frases frenéticas y casi sin sentido, quizá hasta falsas, pero en ese momento todo era verdad, y ellos creían sin reservas lo que estaban diciendo.

—Katia —exclamó de pronto Mitia—, ¿crees que yo lo maté? Sé que ahora no lo crees, pero entonces… cuando declaraste… ¿Es posible… es posible que lo creyeras?

—¡Tampoco entonces lo creía! ¡Nunca lo he creído! Te odiaba y me convencí a mí misma, justo en ese instante… Cuando declaré… me convencí a mí misma y lo creí… pero en cuanto hube declarado, en ese momento dejé de creerlo. Tienes que saberlo. ¡Ya me estaba olvidando de que había venido a castigarme! —dijo con una expresión completamente nueva, en nada parecida a la anterior, a los recientes susurros de amor.

—Debe de ser duro para ti, mujer —se le escapó de pronto a Mitia, que no fue capaz de contenerse.

—Deja que me vaya —susurró ella—, vendré en otra ocasión, ¡ahora es tan duro!…

Se puso de pie pero, de repente, gritó con fuerza y se echó hacia atrás. Repentinamente, aunque sin hacer ningún ruido, Grúshenka había entrado en la habitación. Nadie la esperaba. Katia se dirigió precipitadamente hacia la puerta pero, al llegar a la altura de Grúshenka, se detuvo, blanca como la tiza, y le dijo en un gemido débil, casi un susurro:

—¡Perdóneme!

La otra la miró de hito en hito y, tras esperar un momento, le respondió con voz ponzoñosa, llena de rabia:

—Tú y yo, mujer, somos malas. ¡Las dos! ¿Cómo quieres que nos perdonemos? Sálvalo, y rezaré por ti toda la vida.

—¡No quieres perdonarla! —le gritó Mitia a Grúshenka con un reproche insensato.

—Quédate tranquila, ¡te lo salvaré! —susurró Katia rápidamente y salió corriendo de la habitación.

—Y ¿no podías perdonarla cuando ella misma te ha dicho: «Perdón»? —exclamó Mitia con amargura.

—Mitia, no te atrevas a hacerle reproches, ¡no tienes derecho! —le gritó Aliosha con ardor.

—Eran sus orgullosos labios los que hablaban, no su corazón —dijo Grúshenka con cierta repugnancia—. Si te libera, se lo perdonaré todo…

Se calló como si hubiera reprimido algo en su alma. No era capaz de recuperarse. Había entrado, como se supo después, por pura casualidad, sin sospechar nada en absoluto ni esperar encontrarse lo que se encontró.

—¡Aliosha, ve tras ella! —Mitia se dirigió a su hermano, apremiándolo—. Dile… no sé… ¡No dejes que se vaya así!

—¡Vendré a verte esta tarde! —gritó Aliosha y salió corriendo detrás de Katia. La alcanzó ya en la verja del hospital. Andaba rápido, deprisa, pero nada más alcanzarla Aliosha, le dijo:

—No, ¡no puedo castigarme delante de ésa! Le he dicho «perdóname», porque quería castigarme hasta el fin. No me ha perdonado… ¡Por eso la quiero! —añadió Katia con la voz alterada, y los ojos le brillaron con rabia salvaje.

—Mi hermano no la esperaba en absoluto… —empezó a farfullar Aliosha—, estaba seguro de que ella no vendría…

—Sin duda. Dejémoslo —le interrumpió ella—. Escúcheme: no puedo ir ahora con usted al entierro. Les he enviado flores para el féretro. Creo que todavía tienen dinero. Si es necesario, dígales que en el futuro no voy a abandonarlos… Pero ahora déjeme, déjeme, por favor. Usted ya llega tarde, están llamando a la misa… ¡Déjeme, por favor!

III. El entierro de Iliúshechka. El discurso junto a la roca

En efecto, llegaba tarde. Habían estado esperándolo y ya habían decidido trasladar sin él a la iglesia el pequeño féretro adornado con flores. Era el ataúd de Iliusha, del pobre chiquillo. Había muerto dos días después de la sentencia de Mitia. Ya en el mismo portalón Aliosha fue recibido por los gritos de los chicos, de los compañeros de Iliusha. Todos lo esperaban impacientes y se alegraban de que al fin hubiera llegado. En total eran doce, todos iban con sus mochilas y bolsos colgados en bandolera. «Mi padre va a llorar, quédense con mi padre», les había encomendado Iliusha al morir, y los chicos lo recordaban. Al frente iba Kolia Krasotkin.

—¡Qué contento estoy de que haya venido, Karamázov! —exclamó éste tendiéndole la mano a Aliosha—. Esto es horrible. Es verdad, es duro verlo. Sneguiriov no está bebido, sabemos con seguridad que hoy no ha bebido nada, pero es como si estuviera bebido… Yo siempre soy fuerte, pero esto es horrible. Karamázov, si no le entretengo, me gustaría hacerle una pregunta antes de entrar.

—¿De qué se trata, Kolia? —Aliosha se paró.

—Su hermano ¿es inocente? ¿Mató él a su padre o fue el criado? Será como usted diga. Llevo cuatro noches sin dormir pensando en esto.

—Fue el criado, mi hermano es inocente —respondió Aliosha.

—¡Es lo que yo decía! —gritó de repente Smúrov.

—¡Así que es una víctima inocente que se destruye por la verdad! —exclamó Kolia—. ¡Aunque se destruya, será feliz! ¡Estoy dispuesto a envidiarlo!

—Pero ¿qué dice? ¿Cómo es posible? ¿Para qué? —exclamó Aliosha sorprendido.

—Oh, si alguna vez pudiera ofrecerme así en sacrificio por la verdad —exclamó Kolia entusiasmado.

—Pero no en un caso así, no con tanta deshonra, ¡no con tanto horror! —dijo Aliosha.

—Claro… Me gustaría morir por toda la humanidad, y si es con deshonra, da igual: que se pierdan nuestros nombres[2]. ¡Respeto a su hermano!

—Y ¡yo también! —exclamó de pronto y de forma completamente inesperada el mismo chico que en su momento había declarado que sabía quién había fundado Troya. Y, exactamente igual que entonces, tras ese grito enrojeció hasta las orejas, como una peonía.

Aliosha entró en la casa. Con los brazos cruzados y los ojos cerrados, Iliusha yacía en un ataúd azul adornado con tul blanco. Los rasgos de su demacrada cara casi no habían cambiado y, cosa rara, el cuerpo casi no desprendía olor. Su semblante era serio y como pensativo. Especialmente bellos eran sus brazos, cruzados sobre el pecho, parecían esculpidos en mármol. Le habían puesto unas flores en las manos y todo el ataúd estaba adornado por dentro y por fuera con flores enviadas por Liza Jojlakova al despuntar el alba. También habían llegado flores de parte de Katerina Ivánovna y, cuando Aliosha abrió la puerta, el capitán asistente, con un ramillete de flores en las manos temblorosas, estaba esparciéndolas sobre su querido niño. Apenas se fijó en Aliosha cuando éste entró, no quería mirar a nadie, ni siquiera a su mujer demente y llorosa, a su «mami», que no hacía más que intentar alzarse sobre sus piernas enfermas para mirar más de cerca a su hijo muerto. A Nínochka los chicos la habían levantado con el sillón y la habían acercado al ataúd. Lloraba en silencio con la cabeza apoyada sobre él. El rostro de Sneguiriov parecía animado, pero como desconcertado y, al mismo tiempo, se le veía exasperado. Sus gestos, las palabras que se le escapaban, tenían algo de locura. «¡Bátiushka, querido bátiushka!», exclamaba a cada instante mirando a Iliusha. Cuando éste aun estaba vivo tenía la costumbre de decirle con cariño: «¡Bátiushka, querido bátiushka!».

—Papá, dame algunas flores, cógeselas de las manos, esa blanquita, ¡dámela! —pidió la trastornada «mami» sollozando. Ya fuera porque le había gustado mucho la rosa pequeña y blanca que estaba entre las manos de Iliusha o porque quería quedársela como recuerdo, empezó toda ella a agitarse alargando las manos para coger la flor.

—¡No se las doy a nadie! ¡No doy ninguna! —exclamó Sneguiriov con crueldad—. Son sus flores, no tuyas. ¡Son todas de él, ninguna es tuya!

—Papá, dele a mamá una flor. —Nínochka levantó de repente el rostro bañado en lágrimas.

—No se las voy a dar a nadie, y ¡menos a ella! Ella no lo quería. Le quitó el cañoncito, y él se lo re-ga-ló —aulló entre alaridos el capitán asistente al recordar cómo Iliusha le había cedido el cañoncito a su madre. La pobre trastornada empezó a llorar en silencio cubriéndose la cara con las manos. Finalmente los niños, al darse cuenta de que el padre no quería que el féretro saliera de allí, y ya era hora de irse, lo rodearon formando un grupo cerrado y empezaron a levantarlo.

—¡No quiero enterrarlo entre rejas! —gritó de repente Sneguiriov—, lo enterraré junto a la roca, ¡junto a nuestra roca! Así me lo ordenó Iliusha. ¡No dejaré que os lo llevéis!

Llevaba ya tres días diciendo que iba a enterrarlo junto a la roca; pero Aliosha, Krasotkin, la casera, su hermana, todos los chicos, todos intervinieron.

—Fíjate lo que se le ha ocurrido, enterrarlo junto a una roca impura como si fuera un ahorcado cualquiera —había dicho con severidad la vieja casera—. Ahí en el cementerio la tierra es sagrada. Ahí rezaremos por él. Se pueden oír los cantos de la iglesia y el diácono lee tan bien y tan claro que siempre llegará hasta él, igual que si le estuvieran leyendo junto a la tumba.

Por fin el capitán asistente empezó a manotear: «¡Lleváoslo a donde queráis!». Los niños levantaron el ataúd pero, al pasar por delante de la madre, se detuvieron un instante y lo bajaron para que pudiera despedirse de Iliusha. Pero, de repente, al ver de cerca esa carita querida que en esos tres días solo había podido ver a cierta distancia, empezó a temblar y cabecear adelante y atrás, histérica, con la cabeza gris por encima del féretro.

—Mamá, santígualo, bendícelo, dale un beso —le gritó Nínochka. Pero ella, como un autómata, seguía moviendo la cabeza y, en silencio, con la cara contraída por la aflicción, empezó a darse golpes de pecho. Siguieron adelante con el féretro. Nínochka besó a su difunto hermano por última vez cuando pasaron por su lado. Aliosha, antes de salir de la casa, iba a dirigirse a la casera para pedirle que cuidara de las que se quedaban, pero ella no le dejó acabar:

—Lo sé, lo sé, pasaré a verlas, todos somos cristianos —decía la vieja, a la vez que lloraba.

El traslado hasta la iglesia fue corto, había unos trescientos pasos a lo sumo. El día era claro, tranquilo; el frío no era demasiado intenso. Seguían repicando las campanas, llamando a misa. Sneguiriov corría tras el féretro agitado y confuso, solo con un abrigo de entretiempo, ajado, corto, con la cabeza descubierta y un viejo sombrero flexible de ala ancha en las manos. Parecía experimentar una inquietud irresoluble, tan pronto alargaba los brazos para sujetar la cabecera del féretro, con lo que solo conseguía molestar a los porteadores, como empezaba a correr a un lado y buscaba un sitio donde colocarse. Una de las flores cayó sobre la nieve y se lanzó a recogerla como si de la pérdida de esa flor dependiera Dios sabría qué.

—La corteza de pan, hemos olvidado la corteza —exclamó de repente terriblemente asustado. Pero enseguida los chicos le recordaron que hacía un momento había cogido la corteza de pan y la llevaba en el bolsillo. Al instante la sacó del bolsillo y, tras cerciorarse bien, se tranquilizó—. Iliúshechka me lo pidió; estaba acostado una noche Iliúshechka —le explicó a Aliosha— y yo estaba sentado a su lado y de pronto me pidió: «Papá, cuando hayan cubierto mi tumba, echa pedacitos de corteza de pan encima para que los gorrioncillos vengan y yo pueda oír que han venido, y me alegraré por no estar solo».

—Eso está muy bien —dijo Aliosha—, hay que llevar a menudo.

—¡Todos los días, todos los días! —balbuceó el capitán asistente como si reviviera.

Por fin llegaron a la iglesia y colocaron el féretro en el centro. Todos los niños formaron un círculo alrededor y, solemnemente, se quedaron así durante todo el servicio. La iglesia era muy vieja y bastante pobre, muchos iconos no tenían cubierta, pero, en cierto sentido, en estas iglesias es donde se reza mejor. Durante la misa, Sneguiriov se sosegó un poco, aunque en ocasiones una preocupación inconsciente y como confusa se abría paso en él: se acercaba al féretro para arreglar el manto, la cinta de la frente; una vez se cayó una vela de un candelabro, y se puso a encajarla de nuevo y estuvo un buen rato atareado. Después se calmó y se quedó de pie junto a la cabecera, apaciguado, con cara de obtusa preocupación y como si no entendiera nada. Después del Apóstol[3] le susurró a Aliosha, que estaba a su lado, que el Apóstol no se leía así, pero no aclaró a qué se refería. Durante el Cántico de los querubines empezó a acompañar, pero no terminó: se arrodilló, pegó la frente al suelo de piedra de la iglesia y se quedó así bastante tiempo. Finalmente vino el rito de despedida, repartieron las velas. El padre, enloquecido, empezó otra vez a agitarse, y el canto fúnebre emocionante y conmovedor despertó y sacudió su alma: de repente se hizo un ovillo y empezó a sollozar repetida y entrecortadamente, primero disimulando pero, al final, llorando ruidosamente. Cuando comenzaron a despedirse y a tapar el féretro, lo envolvió con los brazos, como si no permitiera que taparan a Iliusha y sin apartarse, acelerado y ansioso, se puso a besar la boca de su hijo muerto. Por fin lograron convencerlo y ya le habían hecho bajar un peldaño cuando, de repente, alargó impetuoso un brazo y cogió varias flores del féretro. Las miraba y fue como si se le hubiera ocurrido una nueva idea y, por un momento, se olvidó de lo principal. Poco a poco fue cayendo en sus meditaciones y ya no se opuso cuando levantaron el féretro y lo llevaron a la tumba. Estaba próxima, en el cercado, junto a la iglesia, era una tumba cara, la había pagado Katerina Ivánovna. Después de la ceremonia habitual los sepultureros bajaron el féretro. Sneguiriov, con las flores en las manos, se inclinó tanto sobre la tumba abierta que los chicos, asustados, lo sujetaron del abrigo y empezaron a tirar de él. Ya no entendía bien lo que estaba ocurriendo. Cuando empezaron a cubrir la tumba, se puso a señalar con preocupación la tierra que caía e incluso dijo algo, pero nadie pudo descifrar nada y él solo se calló de repente. Entonces le recordaron que tenía que desmenuzar el pan y se inquietó muchísimo, sacó la corteza y empezó a pellizcarla y a esparcir los trocitos por la tumba: «¡Venid, pajaritos! ¡Venid, gorrioncillos!», musitaba, preocupado. Uno de los chicos le hizo notar que con las flores en la mano no era cómodo pellizcar el pan y que él podía sujetárselas mientras tanto. Pero no se las dio, hasta se asustó por las flores, como si se las quisieran quitar y, después de comprobar la tumba y cerciorarse de que ya todo estaba hecho, que había desmigajado el pan, se dio la vuelta de forma totalmente inesperada e incluso tranquila y echó a andar lentamente hacia su casa. Sus pasos, sin embargo, se volvieron más intensos, rápidos, se daba prisa, casi corría. Los chicos y Aliosha lo seguían de cerca.

—Las flores para mami, las flores para mami. Hemos ofendido a mami —exclamaba. Alguien le gritó que se pusiera el sombrero o tendría frío pero, al oírlo, arrojó con rabia el sombrero a la nieve y empezó a repetir: «¡No quiero el sombrero, no quiero el sombrero!». Smúrov lo recogió y se lo llevó. Todos los chicos sin excepción lloraban, sobre todo Kolia y el niño que había hablado de Troya. Smúrov, con el sombrero del capitán en la mano, también lloraba desconsoladamente, pero aun así tuvo tiempo de hacerse, prácticamente a la carrera, con un trozo rojo de ladrillo, que destacaba sobre la nieve del camino, para lanzárselo a una bandada de gorriones que pasaba volando. Por supuesto, no acertó y siguió corriendo y llorando. A mitad de camino Sneguiriov se detuvo, se quedó parado medio minuto como sorprendido por algo y, de repente, dándose la vuelta en dirección a la iglesia, echó a correr hacia la tumba abandonada. Pero los chicos lo alcanzaron enseguida y lo sujetaron por todas partes. Él, impotente, abatido, cayó sobre la nieve y, golpeándose, chillando y aullando, empezó a gritar: «¡Bátiushka, Iliúshechka, bátiushka querido!». Aliosha y Kolia intentaron levantarlo, le suplicaban y trataban de convencerlo.

—Capitán, ya basta, un hombre valiente debe comportarse —musitaba Kolia.

—Va a estropear las flores —le decía Aliosha—, y su «mami» las está esperando, está en casa llorando porque antes no le ha dado las flores de Iliúshechka. Todavía está allí la cama de Iliusha…

—Sí, sí, ¡tengo que ir con mami! —se acordó Sneguiriov—. Se van a llevar la camita de Iliusha, ¡se la van a llevar! —añadió temiendo que se la llevaran de verdad, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia su casa. Pero ya no estaban lejos y llegaron todos juntos. Sneguiriov abrió la puerta precipitadamente y le gritó a su mujer, con la que hacía nada había discutido con tanta crueldad—: Mami, querida, Iliúshechka te envía estas flores, ¡para tus pies enfermos! —gritó tendiéndole el manojo de flores, heladas y rotas de cuando se había tirado en la nieve. Pero en ese momento vio delante de la cama de Iliusha, en un rincón, una junto a otra, las botas de su hijo recién colocadas por la dueña de la casa, las botas viejecitas, enrojecidas, endurecidas, con remiendos. Al verlas, alzó los brazos y se lanzó así sobre ellas, cayó de rodillas, cogió una y, llevándose a los labios, empezó a besarla ansioso mientras gritaba—: Bátiushka, Iliúshechka, bátiushka querido, ¿dónde están tus pies?

—¿Dónde te lo has llevado? ¿Dónde te lo has llevado? —aulló la enajenada con voz desgarradora. También Nínochka empezó a sollozar. Kolia salió corriendo del cuarto, tras él fueron saliendo los chicos. Detrás de todos salió Aliosha.

—Dejemos que lloren —le dijo a Kolia—, es imposible consolarlos, claro. Esperaremos un minuto y luego regresamos.

—Sí, imposible. Es horrible —confirmó Kolia—. Karamázov, ¿sabe? —bajó la voz para que nadie le oyera—, estoy muy triste y daría cualquier cosa con tal de poder resucitarlo.

—Ay, yo también —dijo Aliosha.

—¿Usted qué cree, Karamázov? ¿Deberíamos venir esta tarde? Porque va a emborracharse.

—Quizá se emborrache. Vamos a venir usted y yo, los dos solos, es más que suficiente pasar una hora con ellos, con la madre y con Nínochka; si venimos todos a la vez, haremos que se acuerden de él —aconsejó Aliosha.

—La casera está poniendo la mesa, es la comida de exequias, ¿no? Vendrá el pope, ¿regresamos ahora o no, Karamázov?

—Sin duda.

—Qué raro es todo eso, Karamázov, tanta pena y, de repente, bliny, ¡es todo tan poco natural en nuestra religión!

—También habrá salmón —señaló en voz alta el niño de Troya.

—Kartashov, en serio le pido que no vuelva a intervenir con sus tonterías, sobre todo cuando nadie está hablando con usted y a nadie le interesa saber si usted existe —le atajó Kolia irritado. El chico se puso colorado, pero no se atrevió a responder. Entretanto, todos caminaban lentamente por el sendero y, de pronto, Smúrov exclamó:

—¡Ésta es la roca de Iliusha, bajo la que quería ser enterrado!

Todos se detuvieron en silencio junto a una roca grande. Aliosha miró y todo el cuadro de lo que Sneguiriov le había contado hacía tiempo sobre Iliúshechka —de cómo éste, llorando y abrazando a su padre, exclamó: «¡Papi, papi, cómo te ha humillado!»— apareció de golpe en su imaginación. Algo sacudió su alma. Con semblante serio y grave envolvió con la mirada todas las caras luminosas, queridas, de los escolares, de los compañeros de Iliusha, y les dijo:

—Señores, me gustaría decirles unas palabras aquí, en este lugar.

Los chicos lo rodearon y enseguida fijaron en él sus miradas atentas, expectantes.

—Señores, vamos a despedirnos muy pronto. De momento estaré un tiempo con mis dos hermanos, uno de los cuales se va al destierro y el otro está al borde de la muerte. Pero pronto dejaré esta ciudad, quizá para mucho tiempo. Así que tenemos que despedirnos, señores. Decidamos aquí, junto a la roca de Iliusha, que nunca vamos a olvidarnos de Iliúshechka en primer lugar y, en segundo, los unos a los otros. Sea lo que sea lo que nos pase en la vida, aunque estemos veinte años sin vernos, aun así vamos a recordar que hemos enterrado a un pobre niño al que una vez tiramos piedras, ¿lo recuerdan?, ahí, junto a la pasarela, y que después todos lo quisimos. Era un buen niño, un niño valiente y bondadoso, sintió el honor y la amarga ofensa a su padre, y por ella se rebeló. Entonces, en primer lugar, vamos a recordarlo toda la vida, señores. Y aunque estemos ocupados por los asuntos más importantes, alcancemos honores o caigamos en la desgracia más grande, aun así no olvidemos nunca lo bien que estuvimos aquí, todos juntos unidos por un sentimiento tan bello y bueno y que, en estos momentos de amor por el pobre niño, quizá nos haya hecho mejores de lo que somos en realidad. Queridas palomas, permítanme que les llame así, palomas, porque ahora, en este momento en que estoy mirando sus caras buenas, amables, se parecen mucho a ellas, a estas lindas aves grises. Queridos niños, quizá no comprendan lo que les estoy diciendo, porque suelo hablar de forma muy incomprensible, pero aun así recordarán y en algún momento estarán de acuerdo con mis palabras. Han de saber que no hay nada más alto, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, especialmente el que se atesora ya en la infancia, en la casa paterna. Os han hablado mucho de la educación, pero cualquier recuerdo bonito, sagrado, conservado desde la infancia, puede ser la mejor educación que exista. E, incluso si nuestro corazón solo guarda un único recuerdo bueno, éste puede salvarnos en algún momento. Quizá nos volvamos malos, incluso puede que no tengamos fuerzas para resistir con firmeza ante una mala acción, que nos riamos de las lágrimas de los hombres y de las personas que digan, justo como acaba de decir Kolia: «Quiero sufrir por todas las personas», quizá nosotros vayamos a burlarnos con maldad de esas personas. Aun así, da igual lo malos que seamos, Dios no lo quiera, pues, en el momento en que recordemos cómo hemos enterrado a Iliusha, lo mucho que lo hemos querido en sus últimos días y cómo estamos hablando aquí junto a la roca, tan amistosamente y todos juntos, el más cruel de nosotros y el más burlón, si es que nos convertimos en eso, ya no se atreverá a reírse en su interior de cómo una vez fue bueno y bello. Es más, puede que precisamente este único recuerdo lo aparte de un mal grande y que reflexione y se diga: «Sí, entonces era bueno, valiente y honrado». Si se ríe de eso, no pasa nada, el hombre se burla con frecuencia de lo bueno y lo bello, solo es falta de reflexión; pero, señores, les aseguro que, en cuanto se ría, su corazón le dirá: «He hecho mal en reírme, porque ¡no hay que burlarse de estas cosas!».

—Claro que va a ser así, Karamázov, ¡yo le comprendo, Karamázov! —exclamó Kolia con los ojos brillantes. Los chicos empezaban a emocionarse y también querían hablar, pero se contuvieron y, conmovidos, miraron atentamente al orador.

—Esto lo digo ante el temor de que nos volvamos malos —continuó Aliosha—, pero ¿para qué queremos volvernos malos, señores? Seremos, en primer lugar y ante todo, buenos, después honrados y, después, no vamos a olvidarnos los unos de los otros. Lo repito de nuevo. Y, por mi parte, les doy mi palabra de que no voy a olvidar a ninguno de ustedes; me acordaré de todos los rostros que ahora me están mirando aunque hayan pasado treinta años. Hace un momento Kolia le ha dicho a Kartashov que no queríamos casi ni saber «si existe». Pero ¿acaso puedo olvidarme de que Kartashov existe y de que ahí está él, tan colorado como cuando nos habló de Troya, y de que está mirándome con ojillos buenos, bondadosos, alegres? Señores, queridos señores míos, vamos a ser todos generosos y valientes como Iliúshechka, inteligentes, valientes y generosos como Kolia (pero que será bastante más inteligente cuando crezca), y seremos tan vergonzosos, pero inteligentes y dulces como Kartashov. Pero ¿qué hago hablando de ellos dos? Todos ustedes, señores, me son queridos desde hoy, les llevaré a todos en el corazón y les pido que me lleven a mí en el suyo. Bien, y ¿quién nos unió en este sentimiento bueno y bello que ya siempre, toda nuestra vida, vamos a recordar y que tenemos intención de recordar? ¿Quién sino Iliusha? Un niño bueno, un niño dulce, ¡nuestro niño querido por los siglos de los siglos! ¡Nunca lo olvidaremos! ¡Su recuerdo eterno y bonito estará en nuestro corazón desde ahora y para siempre!

—Sí, sí, eterno, eterno —gritaron todos los chicos con voz sonora, con la cara conmovida.

—Vamos a recordar su cara, su ropa, sus pobres botas, su féretro y a su infeliz padre, y cómo se alzó contra toda su clase por defenderlo.

—¡Sí, lo recordaremos! —gritaron de nuevo los chicos—. Era valiente, era bueno.

—Ay, ¡cuánto lo quería! —dijo Kolia.

—Ay, niños, ay, mis queridos amigos, ¡no temáis a la vida! Qué bonita es la vida cuando se hace algo bueno y sincero.

—Sí, sí —repitieron los chicos con entusiasmo.

—Karamázov, le queremos —exclamó una voz impetuosa, parece que la de Kartashov.

—Sí, le queremos —lo secundaron todos. A muchos les brillaban los ojos de las lágrimas.

—¡Un hurra por Karamázov! —gritó Kolia entusiasmado.

—Y recuerdo eterno al niño muerto —añadió Aliosha con sentimiento.

—¡Recuerdo eterno! —repitieron los chicos.

—Karamázov —gritó Kolia—, ¿acaso de verdad dice la religión que todos nosotros nos levantaremos de entre los muertos y resucitaremos y nos veremos de nuevo todos, también a Iliúshechka?

—Ciertamente nos levantaremos, ciertamente nos veremos y contentos, felices, nos contaremos todo lo que haya ocurrido —respondió Aliosha medio riéndose, medio entusiasmado.

—¡Ay, qué bien! —se le escapó a Kolia.

—Bueno, y ahora dejemos de hablar y vayamos a la comida de exequias. Que no os confunda que haya bliny. Es algo antiguo, eterno, y hay algo bueno en ello. —Aliosha se echó a reír—. Pero, bueno, ¡vamos! Vayamos ahora de la mano, juntos.

—¡Y siempre así! ¡Toda la vida de la mano! ¡Viva Karamázov! —gritó Kolia de nuevo, entusiasmado, y de nuevo todos los chicos secundaron su exclamación.