El día después de los sucesos descritos, a las diez de la mañana, se abrió la sesión de nuestro tribunal de distrito y empezó el juicio a Dmitri Karamázov.
Diré algo de antemano, e insistiré en ello: no me considero capaz, ni de lejos, de transmitir todo lo que ocurrió en el juicio, y no solo con la debida plenitud, sino ni siquiera en el debido orden. Tengo la impresión de que, si hubiera que recordarlo todo y explicarlo todo como es debido, se necesitaría un libro entero, y uno bien grueso. Por eso espero no recibir quejas por limitarme a transmitir aquello que me conmovió personalmente y que se me quedó especialmente grabado. He podido tomar algo secundario por lo más importante, e incluso omitir los rasgos más destacados e imprescindibles… De todas formas, veo que es mejor no ofrecer disculpas. Lo haré lo mejor que pueda, y los lectores comprenderán que lo he hecho lo mejor que he podido.
En primer lugar, y antes de que entremos en la sala del juzgado, mencionaré algo que ese día me sorprendió especialmente. Por cierto que no me sorprendió solo a mí, sino a todo el mundo, como después se vería. Concretamente, se sabía que este proceso había atraído el interés de mucha gente, que todos se consumían de impaciencia por que el juicio empezara, que en nuestra sociedad se habían dicho, supuesto, exclamado y soñado muchas cosas a lo largo de dos meses enteros. Se sabía también que este asunto había tenido mucho eco en toda Rusia, pero aun así nadie podía imaginar que hubiera conmocionado a todo el mundo —no solo en nuestra ciudad, sino en todas partes— de una forma tan intensa, tan irritante, como se puso de manifiesto ese día en el juicio. Para ese día se habían congregado en nuestra ciudad visitantes no solo de la capital de nuestra provincia, sino de otras ciudades de Rusia y, finalmente, de Moscú y de San Petersburgo. Habían venido juristas, habían venido incluso algunas personas ilustres y damas también. Los pases se agotaron en un santiamén. A los visitantes especialmente honorables e ilustres se les asignó un puesto completamente insólito, detrás de la mesa del tribunal: allí apareció toda una hilera de sillones ocupados por diferentes personas, algo que nunca se había permitido. También se presentaron muchas damas, de nuestra ciudad y forasteras; creo que eran, por lo menos, la mitad del público. Solo los juristas, llegados de todas partes, eran tantos que ya no sabían ni dónde colocarlos, en vista de que todos los pases habían sido distribuidos, solicitados y mendigados hacía tiempo. Yo mismo vi cómo al fondo de la sala, detrás del estrado, se instalaba provisionalmente y a toda prisa un reservado en el que dejaron entrar a todos los juristas que habían venido, y éstos se consideraban incluso afortunados de poder estar allí de pie, pues todas las sillas se habían sacado de ese reservado para ganar espacio, mientras la muchedumbre congregada seguía todo el «proceso» de pie, muy apretujada, hombro con hombro. Algunas de las damas, sobre todo las forasteras, se presentaron en la galería de la sala extremadamente engalanadas, pero la mayoría hasta se despreocupó del vestuario. Sus rostros revelaban curiosidad histérica, ansiosa, casi mórbida. Una de las peculiaridades más características de toda esa sociedad congregada en la sala que es necesario señalar era que, como ratificarían numerosos testimonios después, casi todas las damas, o al menos una gran mayoría de ellas, defendían a Mitia y su absolución. Más que nada, quizá, porque se había creado una imagen de él como conquistador de corazones femeninos. Se sabía que iban a aparecer las dos mujeres rivales. Una, Katerina Ivánovna, atrajo especialmente el interés de todo el mundo; se habían contado muchas cosas extraordinarias de ella; se habían contado historias increíbles de su pasión por Mitia a pesar incluso del crimen. Se hablaba sobre todo de su orgullo (no había visitado a casi nadie en nuestra ciudad), de sus «lazos aristocráticos». Decían que tenía intención de pedir al gobierno que le permitiera acompañar al criminal en su condena y casarse con él en alguna de las minas, bajo tierra. Con no menos emoción se esperaba la aparición en el juzgado de Grúshenka, la rival de Katerina Ivánovna. Con atroz curiosidad aguardaban el encuentro ante el tribunal de las dos rivales: la orgullosa joven aristocrática y la hetaira; Grúshenka, por cierto, era mucho más conocida entre nuestras damas que Katerina Ivánovna. A la primera, «que había llevado a la perdición a Fiódor Pávlovich y a su desgraciado hijo», ya la habían visto antes nuestras damas, y todas, de forma casi unánime, estaban sorprendidas de que padre e hijo se hubieran podido enamorar hasta tal punto de «una menestrala rusa de lo más normal, que ni siquiera era bonita». En definitiva, abundaban los comentarios. Sé positivamente que en nuestra ciudad se produjeron varias riñas familiares serias a propósito de Mitia. Muchas damas habían discutido acaloradamente con sus maridos por su diferencia de opinión en este terrible asunto y, naturalmente, todos los maridos de esas damas se plantaron en la sala del juicio ya no mal dispuestos, sino incluso furiosos con el acusado. En general, podría afirmarse que, en contraposición a las damas, todos los hombres eran hostiles al acusado. Se veían caras adustas, ceñudas, otras llenas de rabia, y éstas eran la mayoría. Cierto es que Mitia se las había arreglado para ofender personalmente a un gran número de ellos durante su estancia entre nosotros. Naturalmente, algunos de los visitantes estaban casi divertidos y sentían gran indiferencia por el destino personal de Mitia, pero no así por el caso que se estaba examinando; todos estaban interesados por su desenlace y la mayoría de los hombres deseaba decididamente que se castigara al criminal, excepto quizá los juristas, a quienes importaba no el aspecto moral del asunto, sino únicamente el plano jurídico contemporáneo, por así decir. A nadie dejó indiferente la llegada del célebre Fetiukóvich. Su talento era universalmente conocido y no era la primera vez que se desplazaba a provincias para defender una causa criminal de mucha resonancia. A raíz de su defensa, tales causas siempre se acababan conociendo en toda Rusia y se recordaban mucho tiempo. También circularon varias anécdotas sobre nuestro fiscal y sobre el presidente del tribunal. Se contaba que nuestro fiscal temblaba ante el encuentro con Fetiukóvich; que eran viejos enemigos ya desde San Petersburgo, desde el inicio de sus carreras; que nuestro orgulloso Ippolit Kiríllovich, que se había sentido permanentemente maltratado por alguien desde San Petersburgo, debido a que su talento no había sido debidamente apreciado, había recobrado el ánimo con el caso de los Karamázov e incluso soñaba con dar un nuevo impulso, con ese motivo, a su languideciente trayectoria, y lo único que le asustaba era Fetiukóvich. Pero, en lo tocante a tales temores, las opiniones no eran del todo justas. Nuestro fiscal no era de los que se achican ante el peligro: al contrario, era de aquellos cuyo amor propio crece y cobra alas a medida que aumenta el riesgo. En general, hay que señalar que nuestro fiscal era demasiado impulsivo y enfermizamente susceptible. En algún caso se había dejado el alma y había actuado como si de la sentencia dependiera todo su destino y toda su fortuna. En el mundo judicial se habían reído un tanto de él, pues gracias a esa cualidad nuestro fiscal se había granjeado cierta fama, una fama que distaba de ser universal pero que era bastante mayor de lo que cabría suponer en vista de su modesto puesto en nuestro juzgado. Se reían sobre todo de su pasión por la psicología. En mi opinión, estaban equivocados: nuestro fiscal, como hombre y como carácter, era bastante más serio de lo que muchos pensaban, me parece. El caso es que este hombre enfermizo no había sabido hacerse respetar desde los primeros pasos de su carrera, y así había seguido toda su vida.
En cuanto al presidente del tribunal, solo puede decirse de él que era un hombre culto, humano, con un conocimiento práctico de su oficio y de ideas modernas. Tenía bastante amor propio, pero no se preocupaba por su carrera. El objetivo principal de su vida era ser un hombre avanzado. Por lo demás, tenía contactos y fortuna. Contemplaba el caso de los Karamázov, como se vería después, con bastante pasión, pero solo en un sentido genérico. Le interesaba el fenómeno, su clasificación, su interpretación como un producto de nuestros principios sociales, como una característica del elemento ruso, etcétera, etcétera. Pero se refería con bastante indiferencia y abstracción al carácter personal del caso, a su tragedia, al igual que a la personalidad de los implicados, empezando por el acusado, como, probablemente, debía ser.
Mucho antes de que hiciera su aparición el tribunal, la sala estaba ya abarrotada. Era la mejor sala del juzgado, espaciosa, alta, con buena sonoridad. A la derecha de los miembros del tribunal, situados en un estrado, se habían dispuesto una mesa y dos hileras de sillas para el jurado. A la izquierda estaba el banquillo del acusado y de su abogado. En el centro de la sala, cerca del tribunal, había una mesa con las «pruebas materiales», donde se veían la bata de seda blanca ensangrentada de Fiódor Pávlovich, la ominosa mano de mortero de cobre con la que se había cometido el presunto asesinato, la camisa de Mitia con la manga manchada de sangre, su levita llena también de manchas de sangre en la parte de atrás, a la altura del bolsillo en el que había guardado el pañuelo ensangrentado, el propio pañuelo, todo rígido por la sangre y ya completamente amarillento, la pistola que Mitia había cargado en casa de Perjotin con ánimo de suicidarse y que le había quitado a escondidas Trifon Borísovich en Mókroie, el sobre con la inscripción donde se habían preparado los tres mil rublos para Grúshenka, y la fina cinta rosa que lo ataba, y muchos otros objetos que ya no recuerdo. A cierta distancia, hacia el fondo de la sala, empezaban los asientos del público, pero delante de la balaustrada había varias sillas para aquellos testigos que, habiendo ya prestado testimonio, se iban a quedar en la sala. A las diez entró el tribunal, formado por el presidente, otro miembro y un juez de paz honorario. Naturalmente, el fiscal apareció enseguida. El presidente era un hombre robusto, rechoncho, de estatura inferior a la media, con cara hemorroidal, de unos cincuenta años, cabello moreno con canas, muy corto, con una banda roja, ya no recuerdo de qué orden. En cuanto al fiscal, me dio la impresión, a mí y a todo el mundo, de que estaba un poco pálido, casi con la cara verde; por la razón que fuera, parecía haber adelgazado repentinamente, puede que en una sola noche, porque yo lo había visto dos días antes con un aspecto bien distinto. El presidente empezó preguntando al secretario judicial si estaban presentes todos los miembros del jurado… Veo, no obstante, que no puedo continuar así, aunque solo sea porque hubo muchas cosas que no oí bien, de otras hice caso omiso, otras las he olvidado, pero sobre todo porque, como ya he dicho antes, literalmente me faltaría tiempo y espacio para recordar todo lo que se dijo y todo lo que ocurrió. Solo sé que ninguna de las dos partes, es decir, el abogado defensor y el fiscal, recusó a muchos miembros del jurado. Pero sí recuerdo que entre los doce miembros del jurado había cuatro que eran funcionarios locales, dos mercaderes y seis campesinos y menestrales de la ciudad. Recuerdo que mucho antes del juicio había gente, sobre todo damas, que ya se preguntaba con cierto estupor: «¿Será posible que un asunto tan sutil, complejo y psicológico vaya a someterse a la fatídica decisión de unos funcionarios y, más aún, de unos campesinos? ¿Qué puede entender de todo esto un funcionario de ésos, y ya no digamos un campesino?». En efecto, los cuatro funcionarios que formaban parte del jurado eran gente mediocre, de bajo rango, de pelo gris —solo uno de ellos era un poco más joven—, escasamente conocidos en nuestra sociedad, que vegetaban con un modesto salario y que probablemente tenían mujeres mayores, de esas, por tanto, que no hay dónde mostrarlas, y un montón de hijos, puede que incluso descalzos, que en el mejor de los casos en su tiempo libre se divertían jugando por ahí a las cartas y que, naturalmente, no habían leído un libro en su vida. Aunque los dos mercaderes tenían un aire grave, estaban extrañamente silenciosos e inmóviles; uno de ellos se había afeitado la barba y vestía a la alemana; el otro, de barba canosa, llevaba al cuello una medalla en una cinta roja. De los menestrales y campesinos no hay nada que decir. Los menestrales de Skotoprigonievsk son casi iguales que los campesinos, incluso trabajan la tierra. Dos de ellos también vestían a la alemana y quizá por eso tenían una apariencia más sucia y miserable que los otros cuatro. De modo que, en efecto, cabía pensar, como pensé yo mismo, sin ir más lejos, en cuanto los vi: «¿Qué podrá comprender esa gente de todo este asunto?». Sin embargo, sus semblantes producían una impresión extrañamente imponente y casi amenazante, estaban serios y con el ceño fruncido.
Por fin el presidente anunció el comienzo de la audiencia del asesinato del consejero titular retirado Fiódor Pávlovich Karamázov… no recuerdo muy bien cómo se expresó entonces. Al alguacil se le ordenó que hiciera entrar al acusado, y en ese momento apareció Mitia. La sala guardó silencio, se habría podido oír el vuelo de una mosca. No sé qué pensarían los demás, pero a mí Mitia me causó una impresión muy desagradable. Sobre todo, porque se presentó como un petimetre espantoso con su flamante levita. Supe después que había encargado a propósito para ese día una levita en Moscú, a su anterior sastre, que conservaba sus medidas. Llevaba unos guantes negros nuevecitos de piel de cabritillo y una camisa muy vistosa. Avanzó con sus largas zancadas de un arshín, mirando fijamente al frente, y tomó asiento con un aire de lo más intrépido. Acto seguido apareció su abogado, el famoso Fetiukóvich, y un rumor apenas perceptible recorrió la sala. Era un hombre largo, enjuto, de piernas finas y largas, dedos extraordinariamente largos, pálidos y finos, cara afeitada, pelo bastante corto y peinado con modestia, labios finos que muy de vez en cuando esbozaban algo que no era ni una mueca ni una sonrisa. Aparentaba unos cuarenta años. Su rostro habría resultado agradable de no haber sido por sus ojos: pequeños, inexpresivos y extrañamente pegados el uno al otro, de tal forma que solo los separaba el fino huesecillo de su fina y alargada nariz. En resumen, su fisonomía tenía un aspecto tan marcado de pájaro que impresionaba. Vestía de frac y corbata blanca. Recuerdo las primeras preguntas del presidente a Mitia, es decir, su nombre, estado social, esa clase de cosas. Mitia respondió con brusquedad, pero con un tono de voz inesperadamente alto, tanto que el presidente negó con la cabeza y lo miró casi sorprendido. A continuación se leyó la lista de personas citadas para el proceso, es decir, de testigos y peritos. La lista era larga; cuatro de los testigos no se presentaron: Miúsov, que en ese momento ya estaba en París, pero cuya declaración constaba en la instrucción del sumario, la señora Jojlakova y el terrateniente Maksímov por enfermedad, y Smerdiakov a causa de su muerte repentina, de la que se presentó un certificado de la policía. La noticia sobre Smerdiakov causó una fuerte conmoción y murmullos en la sala. Como es natural, mucha gente del público aún no sabía nada del inesperado suicidio. Pero lo más sorprendente fue la inesperada reacción de Mitia; nada más notificarse lo ocurrido con Smerdiakov, de pronto exclamó desde su sitio, dirigiéndose a toda la sala:
—¡Para el perro, muerte de perro!
Recuerdo cómo se lanzó su defensor hacia él y cómo el presidente lo amenazó con adoptar severas medidas si volvía a repetir un exabrupto semejante. Mitia, de forma entrecortada y asintiendo con la cabeza, pero como si no se arrepintiera en absoluto, le repetía a media voz a su abogado:
—¡No lo haré, no lo haré! ¡Ha sido sin querer! ¡No lo haré más!
Pero este episodio, claro está, no obró en su favor en la opinión del jurado y del público. Su carácter se había puesto al descubierto y había hablado por sí mismo. Bajo aquella impresión el secretario del juzgado leyó el acta de acusación.
Era bastante breve pero pormenorizada. Solo se expusieron las causas principales: por qué se le había detenido, por qué debía ser sometido a juicio, etcétera. Aun así, me impresionó profundamente. El secretario leía alto y claro, con precisión. Toda la tragedia volvió a surgir ante nosotros con todo relieve, concéntricamente, iluminada por una luz fatídica, implacable. Recuerdo que justo después de la lectura el presidente le preguntó a Mitia en voz alta e imponente:
—Acusado, ¿se declara usted culpable?
Mitia se levantó del sitio:
—Me declaro culpable de alcoholismo y libertinaje —exclamó de nuevo con voz brusca, casi exaltada—, de pereza y escándalo. ¡Iba a convertirme en un hombre honrado en el preciso instante en que el destino me derribó! Pero de la muerte del viejo, mi padre y enemigo, ¡no soy culpable! Tampoco soy culpable del robo, no, no lo soy ni podría serlo: ¡Dmitri Karamázov es un canalla, pero no un ladrón!
Después de gritar todo esto, se sentó temblando visiblemente. El presidente volvió a dirigirse a él, con una breve pero edificante exhortación, para que se limitara a responder a las preguntas y no se perdiera en exclamaciones accesorias y exaltadas. A continuación ordenó dar comienzo a la fase probatoria. Hicieron entrar a todos los testigos para el juramento. Entonces pude verlos a todos juntos. Por cierto, a los hermanos del acusado se les permitió testificar sin prestar juramento. Tras la amonestación de un sacerdote y del presidente, se llevaron a los testigos y los acomodaron por separado, en la medida de lo posible. Después empezaron a llamarlos uno a uno.
No sé si los testigos del fiscal y del defensor habían sido repartidos de alguna manera en grupos por el presidente ni en qué orden preciso se suponía que iban a ser llamados. Pero debió de haber algo de esto. Solo sé que primero llamaron a los testigos de la fiscalía. Repito que no pretendo describir todos los interrogatorios paso a paso. Además, mi descripción sería a veces superflua, porque en las palabras del fiscal y del abogado, cuando empezaron sus alegatos, el desarrollo y el sentido de todos los testimonios presentados y oídos fueron reducidos a un único punto con una iluminación brillante y característica; y estos dos magníficos discursos yo los he anotado con todo detalle, al menos algunas de sus partes, y los reproduciré en su momento, así como un episodio extraordinario y completamente inesperado del proceso que se desencadenó de repente, antes incluso de los alegatos, y que, indudablemente, influyó en el fatídico y terrible resultado. Solo señalaré que desde los primeros minutos del juicio fue realmente evidente cierta característica especial de este «caso», por todos percibida: la extraordinaria fuerza de la acusación en comparación con los medios de que disponía la defensa. Todos lo comprendimos en el mismo momento en que en la inquietante sala del juicio empezaron a reunirse los hechos, concentrándose en un punto, y poco a poco fue surgiendo todo aquel horror y toda aquella sangre. A todos debió de quedarnos claro ya desde los primeros pasos que estábamos ante un caso incuestionable, que no había dudas y que, en realidad, los alegatos no eran necesarios, que los alegatos se hacían solo por guardar las formas, pero que el criminal era culpable, manifiestamente culpable, definitivamente culpable. Creo que hasta las damas, todas y cada una de ellas, que habían esperado con tanta impaciencia la absolución del interesante acusado, estaban en ese momento completamente convencidas de su total culpabilidad. Es más, me parece que incluso se habrían sentido decepcionadas si su culpabilidad no hubiera quedado tan inequívocamente demostrada, pues en ese caso no causaría tanto efecto el desenlace, cuando el acusado fuera absuelto. Porque, cosa extraña, casi hasta el último minuto las damas estuvieron todas completamente seguras de que iba a ser absuelto: «Es culpable, pero lo absolverán por humanidad, por las nuevas ideas, los nuevos sentimientos que cunden ahora», etcétera, etcétera. Por eso mismo habían venido hasta aquí con tanta impaciencia. Los hombres estaban más interesados en la pelea entre el fiscal y el famoso Fetiukóvich. Todos estaban asombrados y se preguntaban qué podía hacer con un caso tan perdido, donde casi no había nada que hacer, incluso para alguien de su talento, y por eso seguían su actuación paso a paso y con tensa atención. Pero Fetiukóvich, hasta el mismísimo final, hasta su último discurso, siguió siendo un misterio para todos. La gente con más experiencia presentía que tenía un sistema, que había preparado algo, que tenía un objetivo a la vista, pero fue prácticamente imposible averiguar cuál. No obstante, su seguridad y autosuficiencia sí saltaban a la vista. Además, todo el mundo advirtió con agrado que en el poco tiempo que llevaba entre nosotros, puede que apenas tres días, había sido capaz de familiarizarse sorprendentemente con el caso y de «examinarlo con todo detalle». Más tarde la gente contaría con fruición cómo, por ejemplo, había sabido «confundir» oportunamente a todos los testigos del fiscal, desconcertarlos en la medida de lo posible y, sobre todo, empañar ligeramente su reputación moral y, por lo tanto, su propio testimonio. Cabía suponer, no obstante, que actuaba así, en gran medida, a modo de juego, para mostrar, digamos, cierto brillo jurídico, para no pasar por alto ninguno de los recursos usuales de los abogados, pues todos estaban convencidos de que no podría obtener ningún beneficio sustancial y definitivo de aquellos «empañamientos» y probablemente él lo comprendía mejor que nadie y por eso tendría alguna idea en reserva, un arma de defensa todavía escondida que pensaba sacar de repente, llegado el momento. Y entretanto, consciente de su fuerza, parecía jugar y divertirse. Así ocurrió, por ejemplo, durante la declaración de Grigori Vasíliev, el antiguo ayuda de cámara de Fiódor Pávlovich, quien había ofrecido aquel testimonio capital, según el cual «estaba abierta la puerta que daba al huerto»: el abogado se regodeó con él cuando le llegó el turno de preguntarle. Hay que señalar que Grigori Vasílievich se presentó en la sala con aire tranquilo y casi solemne, sin inmutarse lo más mínimo por la majestuosidad del tribunal ni por la presencia del numeroso público que estaba escuchándole. Declaró con tanto aplomo como si estuviera charlando a solas con Marfa Ignátievna, si acaso con mayor respeto. Fue imposible desconcertarlo. Al principio el fiscal lo interrogó un buen rato sobre todos los detalles de la familia Karamázov. El cuadro familiar fue perfilándose con claridad. Se pudo oír y ver que el testigo era ingenuo e imparcial. A pesar del profundísimo respeto a la memoria de su antiguo señor declaró, por ejemplo, que éste había sido injusto con Mitia y «no había criado a sus hijos como debía. De pequeño, de no haber sido por mí, lo habrían devorado los piojos —añadió mientras relataba la infancia de Mitia—. Tampoco hizo bien el padre al privar al hijo del patrimonio de su madre». A la pregunta del fiscal sobre sus razones para afirmar que Fiódor Pávlovich había engañado a su hijo con las cuentas, Grigori Vasílievich, para sorpresa de todos, no ofreció ningún dato sólido, pero aun así insistió en que las cuentas con el hijo habían sido «incorrectas» y que, sin duda, «había que pagarle unos cuantos miles más». Señalaré, por cierto, que la pregunta de si, efectivamente, Fiódor Pávlovich había dejado de pagar alguna cantidad a Mitia se la plantearía después el fiscal con especial insistencia a todos los testigos a los que pudo planteársela, sin excluir ni a Aliosha ni a Iván Fiódorovich, pero de ninguno de ellos consiguió información concreta. Todos lo confirmaban, pero ninguno podía aducir una prueba mínimamente clara. Después de que Grigori describiera la escena del comedor, cuando Dmitri Fiódorovich irrumpió y golpeó a su padre amenazando con volver y matarlo, una impresión sombría recorrió toda la sala, tanto más por cuanto el viejo criado la contó con calma, sin palabras de más, con su singular manera de hablar, y resultó tremendamente elocuente. En cuanto a la ofensa cometida por Mitia al golpearlo en la cara y derribarlo, señaló que no estaba enfadado y que hacía mucho que le había perdonado. Sobre el difunto Smerdiakov dijo, santiguándose, que el muchacho había tenido aptitudes, pero que era un estúpido y vivía atormentando por su enfermedad, y para colmo era un descreído, y que ese descreimiento se lo habían enseñado Fiódor Pávlovich y su hijo mayor[1]. Pero confirmó la honradez de Smerdiakov casi con ardor y enseguida contó que un día Smerdiakov había encontrado un dinero que se le había caído al señor, pero no lo escondió, sino que se lo llevó al señor y por eso él le «regaló una moneda de oro» y en lo sucesivo empezó a confiar en él para todo. Confirmó con insistencia pertinaz que la puerta que daba al huerto estaba abierta. En cualquier caso, le preguntaron tantísimas cosas que no puedo recordarlo todo. Finalmente el turno de preguntas pasó al defensor, y éste en primer lugar quiso saber del sobre en el que «al parecer» Fiódor Pávlovich había escondido tres mil rublos para «cierta persona». «¿Lo vio usted personalmente, usted, un hombre que estuvo tantos años tan cerca de su señor?» Grigori respondió que no lo había visto, y que tampoco había oído hablar a nadie de ese dinero «hasta ahora mismo, cuando todo el mundo ha empezado a hablar de él». Esta pregunta relativa al sobre se la formuló Fetiukóvich a todos los testigos a los que pudo interrogar, con la misma insistencia con la que el fiscal preguntó sobre la repartición de las tierras, y de todos ellos recibió idéntica respuesta: que nadie había visto el sobre, aunque muchos habían oído hablar de él. Desde el principio todos notaron la insistencia del abogado en ese tema.
—Ahora voy a dirigirme a usted con otra pregunta, si me lo permite —dijo Fetiukóvich de forma completamente inesperada—. ¿De qué estaba compuesto el bálsamo o, llamémoslo así, la tintura con la que usted aquella noche, antes de dormir, como se sabe por las diligencias previas, se frotó su maltrecha cintura con la esperanza de curarse?
Grigori lanzó una mirada inexpresiva a su interrogador y, tras un momento de silencio, farfulló:
—Tenía salvia.
—¿Solo salvia? ¿No recuerda alguna otra cosa?
—También llantén.
—¿Y pimienta, quizá? —se interesó Fetiukóvich.
—Sí, también.
—Y cosas así. Y ¿todo eso bañado en vodka?
—En alcohol.
Algunas risitas recorrieron la sala.
—Ya lo ven, nada menos que en alcohol. Y, una vez que se restregó la espalda, lo que quedaba en la botella, con una oración piadosa solo conocida por su esposa, se lo bebió, ¿es así?
—Sí.
—Y ¿bebió mucho, aproximadamente? ¿Más o menos? ¿Una copita, dos?
—Sería como un vaso.
—Nada menos que un vaso… ¿Tal vez un vaso y medio?
Grigori se calló. Parecía haber comprendido.
—Vaso y medio de alcohol puro, no está mal, ¿qué opina usted? Se podrían ver «las puertas del paraíso abiertas»[2], ¿qué decir de la puerta del huerto?
Grigori seguía callado. Volvieron a oírse risitas en la sala. El presidente se removió.
—¿No sabrá usted con seguridad —Fetiukóvich cada vez ahondaba más— si estaría durmiendo en el momento en que vio abierta la puerta del huerto?
—Estaba de pie.
—Eso no demuestra que no estuviera durmiendo. —Risas y más risas en la sala—. En ese momento, ¿habría podido usted, por ejemplo, responder si alguien le hubiera preguntado algo? Pongamos, por ejemplo, que le hubieran preguntado en qué año estamos.
—Eso no lo sé.
—Y ¿no sabe en qué año de nuestra era estamos, en qué año de gracia?
Grigori se quedó mirando fijamente a su torturador con aire abatido. Por raro que parezca, se diría que, efectivamente, no sabía en qué año estábamos.
—¿Quizá sepa, sin embargo, cuántos dedos tiene en la mano?
—Yo soy un subordinado —dijo de pronto Grigori en voz alta y clara—; si las autoridades desean reírse de mí, yo tengo que aguantarlo.
Esto pilló desprevenido a Fetiukóvich, pero entonces intervino el presidente y, en tono aleccionador, recordó al abogado que debía formular preguntas más adecuadas. Al oírle, Fetiukóvich se inclinó con dignidad y declaró que había terminado su turno de preguntas. Por supuesto, en el público y en el jurado podía haber quedado una pequeña sombra de duda respecto al testimonio del hombre que había tenido la posibilidad de «ver las puertas del paraíso» en el curso de un determinado tratamiento y que, además, ni siquiera sabía en qué año de gracia estábamos; así que el defensor había alcanzado su objetivo, a pesar de todo. Pero antes de que Grigori se marchara se produjo otro incidente. El presidente se dirigió al acusado y le preguntó si tenía algo que declarar en relación al testimonio oído.
—Excepto lo de la puerta, todo lo que ha dicho es verdad —gritó Mitia—. Le agradezco que me quitara los piojos, le agradezco que me haya perdonado el golpe que le di; el viejo ha sido honrado toda su vida y fiel a mi padre como setecientos perros falderos.
—Acusado, cuide ese vocabulario —dijo con severidad el presidente.
—Yo no soy un perro faldero —gruñó Grigori.
—En ese caso, ¡yo sí lo soy! —gritó Mitia—. Si ha podido sentirse ofendido, asumo la culpa, y le pido perdón. ¡He sido una bestia cruel con él! Con Esopo también fui cruel.
—¿Con qué Esopo? —dijo otra vez severo el presidente.
—Bueno, con Pierrot… con mi padre, con Fiódor Pávlovich.
Con aire imponente y aún más severo, el presidente avisó varias veces a Mitia de que debía escoger sus expresiones con más cautela.
—Se está perjudicando a sí mismo por la opinión que puedan formarse sus jueces de usted.
El abogado actuó con la misma destreza durante el interrogatorio del testigo Rakitin. Señalaré que Rakitin era uno de los testigos más importantes y, sin duda, de los más valorados por el fiscal. Resultó que él lo sabía todo, sorprendentemente sabía muchas cosas, había estado en todas partes, lo había visto todo, había hablado con todos, conocía hasta el último detalle de la biografía de Fiódor Pávlovich y de todos los Karamázov. Es cierto que de la existencia del sobre de los tres mil rublos solo había oído hablar al propio Mitia. En cambio, describió al detalle las proezas de Mitia en la taberna Ciudad Capital, todas las palabras y gestos comprometedores de éste, y contó la historia del «estropajo» del capitán asistente Sneguiriov. En cuanto al otro punto especial de si Fiódor Pávlovich aún le debía algo a Mitia por las cuentas de las fincas, ni siquiera Rakitin pudo confirmar nada y se limitó a una serie de lugares comunes de carácter despectivo: «¿Quién podría aclarar cuál de ellos es culpable y calcular quién debe a quién en todo ese desbarajuste que son los Karamázov, donde nadie ha sido capaz de comprender ni definir nada?». Pintó toda la tragedia del crimen que se estaba juzgando como un producto de las inveteradas costumbres del régimen de servidumbre y de una Rusia sumida en el desorden, que sufría sin las instituciones adecuadas. En una palabra, dejaron que se explayara. Fue en este proceso cuando el señor Rakitin se dio a conocer por primera vez y empezó a destacar; el fiscal sabía que el testigo estaba preparando para una revista un artículo sobre el presente crimen y más tarde, ya en su discurso (lo veremos después), citó algunas ideas de ese artículo, lo cual quiere decir que ya estaba familiarizado con él. El cuadro pintado por el testigo era tenebroso y fatídico y reforzaba en gran medida la «acusación». En general, la exposición de Rakitin cautivó al público por su independencia de criterio y su insólita altura de miras. Se oyeron incluso dos o tres conatos de ovación espontánea, concretamente en los momentos en que se habló del régimen de servidumbre y del sufrimiento de Rusia a causa del desorden. Pero Rakitin, hombre joven al fin, sufrió un pequeño lapsus del que inmediatamente supo aprovecharse muy bien el defensor. Respondiendo a ciertas preguntas sobre Grúshenka, Rakitin, dejándose llevar por su éxito, del que, naturalmente, era muy consciente, y por la altura moral a la que se sentía transportado, se permitió aludir a Grúshenka con cierto desdén, como la «mantenida del mercader Samsónov». Más tarde habría dado cualquier cosa por poder borrar esas palabras, pues por ahí lo atrapó de inmediato Fetiukóvich. Y todo porque Rakitin no contó con que en un plazo tan breve de tiempo el abogado hubiera podido familiarizarse con el caso hasta en los detalles más íntimos.
—Permítame saber —empezó el defensor con la sonrisa más amable e incluso respetuosa, cuando le llegó el turno de hacer preguntas— si es usted el mismo señor Rakitin cuyo folleto Vida del difunto stárets padre Zosima, editado por las autoridades diocesanas, lleno de ideas profundas y religiosas y con una excelente y piadosa dedicatoria a su ilustrísima el obispo, he leído recientemente con gran placer.
—No lo escribí para ser impreso… fue después cuando lo imprimieron —farfulló Rakitin, que parecía desconcertado y casi avergonzado.
—¡Oh, es magnífico! Un pensador como usted puede e incluso debe tratar ampliamente cualquier fenómeno social. Su utilísimo folleto se distribuyó con el apoyo de su ilustrísima y ha sido relativamente beneficioso… Pero, ante todo, lo que yo quería saber de usted es esto: ¿acaba usted de declarar que conocía bien a la señorita Svetlova? —Nota bene: resulta que el apellido de Grúshenka era Svetlova. Lo oí por primera vez ese día, durante el proceso.
—No puedo responder por todos mis conocidos… Soy joven… y ¿quién puede responder por todas las personas a las que trata? —Rakitin se sonrojó.
—Comprendo, ¡lo comprendo muy bien! —exclamó Fetiukóvich como si él también estuviera confuso y tuviera prisa por disculparse—. Usted, como cualquier otro, también pudo sentirse interesado por conocer a una mujer joven y bella que gustosamente recibe en casa a la flor de la juventud local, pero… solo por informarme: es sabido que hace unos dos meses Svetlova tenía unos deseos extraordinarios de conocer al joven de los Karamázov, a Alekséi Fiódorovich, y que, solo por llevarlo a su casa, y precisamente con el hábito monástico que solía vestir por entonces, prometió pagarle veinticinco rublos, que le daría en cuanto se lo llevara. Esto, como es sabido, tuvo lugar justamente la tarde de ese día que acabó en la trágica catástrofe que es la base de la presente causa. Usted llevó a Alekséi Karamázov a ver a la señora Svetlova y ¿recibió usted entonces los veinticinco rublos de recompensa de manos de Svetlova? Eso es lo que desearía saber de usted.
—Era una broma… No sé qué interés tiene para usted. Los cogí de broma… y para devolverlos después…
—Por lo tanto, los cogió. Pero hasta ahora no los ha devuelto… ¿o sí?
—No tiene importancia… —farfulló Rakitin—, no puedo responder semejantes preguntas… Por supuesto que los devolveré.
El presidente intervino, pero el defensor anunció que no tenía más preguntas para el señor Rakitin. Éste se retiró de la escena un tanto desacreditado. La impresión de elevada nobleza de su discurso se había echado a perder y Fetiukóvich, que lo acompañaba con la mirada, parecía decirle al público: «¡Vaya con vuestros nobles acusadores!». Recuerdo que tampoco se libró de un incidente con Mitia: colérico con el tono con el que Rakitin se había referido a Grúshenka, de pronto le gritó desde su sitio: «¡Bernard!». Cuando el presidente, una vez acabado el interrogatorio a Rakitin, se dirigió al acusado por si deseaba hacer alguna declaración, Mitia gritó con voz atronadora:
—¡Estando ya procesado, ha venido a pedirme dinero prestado! ¡Bernard despreciable y oportunista, no cree en Dios y ha engañado a su ilustrísima!
A Mitia, naturalmente, tuvieron que llamarlo de nuevo al orden por la violencia de sus expresiones, pero el señor Rakitin estaba acabado. Tampoco fue afortunado el testimonio del capitán asistente Sneguiriov, pero por motivos muy diferentes. Compareció con la ropa destrozada y sucia, con las botas también sucias y, a pesar de todas las medidas de precaución y del «examen» previo, resultó estar completamente bebido. Preguntado por el agravio al que lo había sometido Mitia, de pronto se negó a responder:
—Que Dios le guarde, señor. Iliúshechka no me lo permite. Dios me lo premiará.
—¿Quién no le permite hablar? ¿A quién se refiere?
—Iliúshechka, mi hijito: «¡Papi, papi, cómo te ha humillado!». En la roca lo dijo. Ahora se está muriendo, señor…
El capitán asistente de pronto empezó a sollozar y se desplomó a los pies del presidente. Se lo llevaron rápidamente entre las risas del público. El fiscal no consiguió causar la impresión que había buscado.
El abogado continuaba aprovechando todas las posibilidades y cada vez nos sorprendía más con su conocimiento del caso hasta en el más mínimo detalle. Así, por ejemplo, la declaración de Trifon Borísovich produjo una fuerte impresión y, como es natural, fue extraordinariamente desfavorable para Mitia. Calculó con precisión, prácticamente con los dedos, que Mitia, en su primera estancia en Mókroie, casi un mes antes de la catástrofe, tuvo que gastar no menos de tres mil rublos, «si acaso una pizca menos. ¡Lo que derrocharía solo en las cíngaras! A los aldeanos piojosos no es ya que les “lanzara poltiny[3] en la calle”, señor, sino que les iba regalando billetes de veinticinco rublos, ni uno menos. ¡Más todo lo que le robaron, señor! Porque el que robó no dejó huellas, no, vete tú ahora a buscar al ladrón cuando el propio Mitia derrochó a manos llenas. Si es que tenemos un pueblo de bandidos, que no se preocupan de su alma. Y las mozas… ¡lo que se pudo gastar en las mozas de la aldea! Desde entonces son todos ricos, señor, eso es lo que pasa, señor, porque antes no había más que pobreza». En una palabra, recordó todos los gastos y sacó la cuenta como si tuviera un ábaco. De esta forma, la suposición de que solo se habían gastado mil quinientos y que el resto se lo había guardado en el escapulario se volvió inconcebible. «Yo mismo lo vi, vi que tenía en las manos tres mil rublos, hasta el último kopek, lo vi con estos ojos, y ¡vaya si entiendo de cuentas, señor!», exclamó Trifon Borísovich, que deseaba con toda el alma complacer a la «autoridad». Pero, cuando el interrogatorio pasó al defensor, éste, sin intentar de hecho refutar el testimonio, de pronto empezó a recordar que en aquella primera parranda en Mókroie, un mes antes de la detención, el cochero Timoféi y otro aldeano, Akim, habían recogido del suelo del zaguán cien rublos que se le habían perdido a Mitia en su borrachera y se los habían llevado a Trifon Borísovich, el cual les había dado un rublo a cada uno. «Pues bien, ¿devolvió usted entonces esos cien rublos al señor Karamázov o no?» Trifon Borísovich intentó eludir la cuestión, pero, una vez que se hubo interrogado a los aldeanos, tuvo que reconocer que habían aparecido esos cien rublos y se limitó a añadir que le había devuelto todo el dinero religiosamente a su dueño y que lo había hecho «por pura honradez, porque lo que era el propio Dmitri Fiódorovich, que estaba completamente borracho, difícilmente iba a poder acordarse». Pero, en vista de que antes de que llamaran a testificar a los aldeanos había negado el hallazgo de los cien rublos, su declaración sobre la devolución del dinero al embriagado Mitia fue puesta, lógicamente, en tela de juicio. De este modo uno de los testigos más peligrosos presentados por la fiscalía se retiró bajo sospecha y con la reputación fuertemente dañada. Lo mismo ocurrió con los polacos: éstos comparecieron con aire orgulloso e independiente. Declararon en voz alta que, en primer lugar, ambos «servían a la corona», que «pan Mitia» les había ofrecido tres mil rublos para comprar su honor y que habían visto mucho dinero en sus manos. Pan Musiałowicz intercaló muchísimas palabras polacas en sus frases y al ver que eso lo engrandecía a ojos del presidente y del fiscal, definitivamente cobró nuevos ánimos y se puso a hablar solo en polaco. Pero Fetiukóvich también los atrapó en sus redes: por muchas vueltas que le quiso dar Trifon Borísovich, a quien habían llamado de nuevo, al final tuvo que reconocer que pan Wróblewski había sustituido su baraja de cartas por una propia y que pan Musiałowicz, llevando la banca, había hecho trampas. Esto lo corroboró Kalgánov cuando le llegó el turno de prestar declaración, y ambos panowie se retiraron cubiertos de vergüenza y acompañados de las risas del público.
Y fue sucediendo lo mismo con todos los testigos más peligrosos. Fetiukóvich supo denigrar moralmente a cada uno de ellos y hacer que se marcharan después con el rabo entre las piernas. Los aficionados y los juristas estaban admirados, aunque seguían sin entender si todo eso podría servir para algo importante y decisivo, pues repito que todos eran conscientes de que la acusación, que iba creciendo cada vez más y haciéndose más trágica, era irrefutable. Pero, viendo el aplomo de aquel «gran mago», se daban cuenta de que él estaba tranquilo y seguían confiando: un «hombre así» no había venido desde San Petersburgo en vano, no era aquél un hombre de los que se vuelven con las manos vacías.
El informe médico pericial tampoco ayudó mucho al acusado. Parecía que el propio Fetiukóvich no contaba mucho con él, como se vio más tarde. Originalmente se había realizado a petición de Katerina Ivánovna, que había hecho venir expresamente a un médico de renombre desde Moscú. La defensa, naturalmente, no tenía nada que perder y, en el mejor de los casos, sí podía ganar alguna cosa. De todos modos, se produjo una situación un tanto cómica, a causa precisamente de cierta discrepancia entre los médicos. Los peritos eran el célebre doctor venido de Moscú, nuestro doctor Herzenstube y, finalmente, el joven médico Varvinski. Estos dos últimos figuraban también como simples testigos de la fiscalía.[4] El primer interrogado en calidad de perito fue el doctor Herzenstube, un septuagenario canoso, bastante calvo, de estatura mediana y complexión fuerte. En la ciudad se le valoraba y respetaba mucho. Era un médico concienzudo, un hombre bueno y devoto, una especie de Herrnhuter o «hermano moravo»[5], no lo sé con certeza. Vivía en nuestra ciudad desde hacía mucho y se comportaba con extraordinaria dignidad. Era bondadoso y filántropo, trataba a los enfermos pobres y a los campesinos gratuitamente, los visitaba en sus covachas e isbas y les dejaba dinero para medicinas, aunque también era tozudo como una mula. Como se le metiera algo en la cabeza, era imposible hacerle cambiar de idea. Por cierto que ya casi toda la ciudad sabía que el célebre médico forastero, en los apenas dos o tres días que llevaba entre nosotros, se había permitido ciertos comentarios muy ofensivos respecto a las capacidades del doctor Herzenstube. El caso era que, aunque el médico moscovita pedía no menos de veinticinco rublos por visita, algunos en la ciudad se alegraron de su presencia, no escatimaron su dinero y corrieron a pedirle consejo. A todos estos enfermos los había tratado antes el doctor Herzenstube, claro está, y en todas partes el médico de renombre criticaba con excesiva brusquedad sus tratamientos. Al final, en cuanto aparecía un enfermo, le preguntaba directamente: «Bueno, ¿quién le ha estropeado así, Herzenstube? ¡Je, je!». El doctor Herzenstube se enteró de todo esto, claro está. Así pues, estos tres médicos iban a comparecer uno tras otro para ser interrogados. El doctor Herzenstube declaró abiertamente que «la anomalía de las facultades mentales del acusado se percibe por sí sola». A continuación, tras exponer sus consideraciones, que voy a omitir, añadió que dicha anomalía podía apreciarse no solo en muchos ejemplos de su conducta anterior, sino también en esos momentos, incluso en ese mismo instante, y, cuando le pidieron que explicara en qué se apreciaba, el viejo médico, con toda la franqueza que le daba su ingenuidad, señaló que el acusado, al entrar en la sala, «tenía un aire insólito y extraño dadas las circunstancias, avanzando como un soldado y con la vista al frente, con los ojos fijos, cuando lo más probable en su caso habría sido mirar a la izquierda, donde se sientan las damas, pues es un apasionado del bello sexo y debe de haber pensado mucho en qué dirán ahora de él las damas», concluyó el vejete con su original forma de hablar. Hay que añadir que hablaba ruso frecuentemente y de buena gana, pero las frases le solían salir a la manera alemana, algo que, por cierto, nunca le molestó, pues toda la vida tuvo la debilidad de considerar su ruso modélico, «mejor incluso que el de los rusos», y le gustaba mucho recurrir a los proverbios rusos, asegurando siempre que los proverbios rusos eran los mejores y más expresivos de todos los proverbios del mundo. Señalaré también que al hablar, probablemente por una especie de distracción, a menudo olvidaba las palabras más corrientes, que conocía perfectamente, pero que de repente se le borraban de la memoria sin saber por qué. Por otra parte, solía ocurrirle lo mismo cuando hablaba en alemán y entonces siempre manoteaba delante de su cara, como si buscara atrapar la palabra perdida, y ya nadie podía hacerle continuar la frase empezada mientras no diera con la palabra desaparecida. Su observación sobre que el acusado, al entrar, debería haber mirado a las damas, arrancó un murmullo jocoso entre el público. Todas las damas querían mucho al viejo; también sabían que él, un soltero de por vida, devoto y casto, contemplaba a las mujeres como criaturas superiores e ideales. Por eso a todos les extrañó enormemente esa inesperada observación.
El médico moscovita, interrogado a su vez, confirmó tajante e insistentemente que consideraba anómalo el estado mental del acusado, «incluso en grado sumo». Habló mucho y sabiamente del «arrebato» y la «manía» y concluyó que, según todos los datos reunidos, el acusado, ya varios días antes de su detención, se encontraba en un estado evidente de arrebato enfermizo y, si cometió un crimen, aunque tenía conciencia de lo que hacía, actuó de forma prácticamente involuntaria, sin ninguna fuerza para oponerse a la malsana inclinación moral que se había apoderado de él. Además del arrebato, el médico había detectado en él una manía que pronosticaba, según sus palabras, un camino directo a la demencia completa. (NB: lo transmito con mis propias palabras, el médico se explicó con vocabulario marcadamente científico y especializado.) «Todas sus acciones son contrarias al sentido común y a la lógica. No estoy hablando de lo que no he visto, es decir, del crimen en sí y de toda esa catástrofe, pero incluso anteayer, mientras hablaba conmigo, su mirada era inexplicable e inmóvil. Risas inesperadas cuando no venían a cuento. Irritación continua e incomprensible, palabras extrañas, que si “Bernard”, que si “ética”, y otras innecesarias.» Pero el médico sobre todo había percibido esa manía en que el acusado era incapaz de hablar de los tres mil rublos que, en su opinión, le habían estafado, sin irritarse sobremanera, mientras que de todas sus demás desgracias y ofensas hablaba y se acordaba con bastante facilidad. Finalmente, según los informes, había sido siempre así, cada vez que se hacía referencia a los tres mil rublos parecía volverse frenético, aunque al mismo tiempo no faltaban los testimonios de que era desinteresado y desprendido. «En cuanto a la opinión de mi docto colega —agregó irónico el médico moscovita para terminar su discurso— de que el acusado, al entrar a la sala, debería haber mirado hacia las damas, y no al frente, solo diré de semejante conclusión que, aparte de su carácter festivo, es radicalmente errónea; pues, aunque estoy completamente de acuerdo con que el acusado, al entrar a la sala del tribunal donde va a decidirse su suerte no debería mirar tan fijamente al frente y que esto podría, en efecto, tomarse como un indicio de su anómalo estado espiritual en un determinado momento, al mismo tiempo sostengo que debería haber mirado no a la izquierda, a las damas, sino al contrario, a la derecha, buscando con los ojos a su defensor, en cuya asistencia residen todas sus esperanzas y de cuya defensa depende ahora toda su suerte.» El médico expresó su opinión con decisión e insistencia. A la discrepancia entre estos doctos expertos añadió una nota de humor la inesperada conclusión de Varvinski, el último médico en ser interrogado. En su opinión, el acusado tanto ahora como antes era completamente normal y aunque, en efecto, justo antes de su detención debía de estar nervioso y singularmente agitado, el origen de ese estado podía encontrarse en causas muy evidentes: celos, ira, su continuo estado de embriaguez, etcétera. Pero ese nerviosismo no encerraba ningún «arrebato» especial, como se había dicho. En cuanto a si el acusado debía mirar a derecha o izquierda al entrar en la sala, «según su modesta opinión», el acusado debía mirar justo al frente, como había hecho, pues justo enfrente de él estaban sentados el presidente y los miembros del jurado, de quienes dependía toda su suerte, «así que, al mirar al frente, ha demostrado el estado completamente normal de su juicio en este momento», concluyó con ardor su «modesta» declaración el joven médico.
—¡Bravo, galeno! —gritó Mitia—. ¡Eso es!
A Mitia, naturalmente, le pararon los pies, pero la opinión del joven médico tuvo una influencia decisiva tanto en el tribunal como en el público, pues todos estuvieron de acuerdo con él, como se vería después. Por otra parte, el doctor Herzenstube, interrogado ya como testigo, intervino, de forma completamente inesperada, en beneficio de Mitia. Como viejo vecino de la ciudad que conocía desde hacía mucho a la familia Karamázov, hizo algunas declaraciones muy interesantes para la «acusación», y de repente, como si hubiera caído en la cuenta de algo, agregó:
—Y, sin embargo, ese pobre joven podía haber tenido un destino incomparablemente mejor, pues tanto en su infancia como después tuvo buen corazón, eso me consta. Pero un proverbio ruso dice: «Es bueno tener cabeza, pero si se recibe la visita de un hombre inteligente, será aún mejor, pues entonces habrá dos cabezas, en vez de una»…
—Dos cabezas piensan mejor que una —le apuntó impaciente el fiscal, que conocía bien la costumbre del viejo de hablar despacio, extendiéndose, sin turbarse por la impresión que pudiera causar o por hacer esperar: al contrario, valoraba mucho su ingenio de alemán, torpón y siempre risueño y satisfecho de sí mismo. Al vejete le gustaba hacer gracias.
—Ah, sí, sí, eso es lo que estoy diciendo —continuó obstinado—, que una cabeza está bien, pero que dos, bastante mejor. Pero a él no vino a verlo otro con cabeza, y él mandó la suya… ¿Cómo se dice lo que hizo? Esa palabra… lo que le mandó hacer a su cabeza, se me ha olvidado —decía, dándole vueltas a una mano delante de los ojos—, ah, sí, spazieren.
—¿Pasear?
—Pasear, lo que estaba diciendo. Bueno, pues mandó su cabeza a pasear y llegó a un sitio tan profundo que se perdió. Sin embargo, fue un joven noble y sensible, oh, lo recuerdo bien cuando era así de pequeñito, abandonado por su padre en el patio de atrás, corría por la tierra sin botitas y con unos pantaloncitos sujetos por un único botón.
Se percibía cierto tono sensible y emocionado en la voz del honorable viejo. Fetiukóvich pareció estremecerse, como si hubiera presentido algo, y al instante lo atrapó.
—Huy, sí, yo era joven entonces… Tenía, sí, tenía cuarenta y cinco años, acababa de llegar aquí. El niño me dio lástima y me pregunté por qué no comprarle una libra… Vaya, ¿de qué era la libra? He olvidado cómo se llama… una libra de eso que les gusta tanto a los niños, ¿cómo se dice? A ver cómo era… —el médico empezó a manotear otra vez—, crece en los árboles, y las recolectan y las regalan a todo el mundo…
—¿Manzanas?
—¡No, nooo! Una libra, ¡una libra!, las manzanas se venden por decenas, no por libras… No, son muchas y pequeñas, te las pones en la boca y ¡crac!…
—¿Nueces?
—Sí, nueces, lo que yo le decía —corroboró el médico con toda tranquilidad, como si no hubiera estado buscando la palabra—, le llevé una libra de nueces, pues nunca nadie le había llevado todavía nueces al niño, yo levanté un dedo y le dije: «¡Niño! Gott der Vater», él se echó a reír y dijo: «Gott der Vater». «Gott der Sohn». Volvió a reírse y balbuceó: «Gott der Sohn». «Gott der heilige Geist», se rió aun más y pronunció como pudo: «Gott der heilige Geist»[6]. Y me fui. Dos días después paso por allí y él me grita: «Señor, Gott der Vater, Gott der Sohn», solo se olvidó de «Gott der heilige Geist», pero yo se lo recordé. Y volvió a darme mucha pena. Pero se lo llevaron, no lo vi más. Y he aquí que pasan veintitrés años y estoy una mañana en mi despacho, ya con el pelo blanco, y de pronto entra un joven lozano al que no reconocí, pero él alzó un dedo y dijo riéndose: «Gott der Vater, Gott der Sohn, Gott der heilige Geist! Acabo de llegar y he venido a darle las gracias por la libra de nueces, pues nunca nadie me había comprado nueces y usted fue el único que lo hizo». Entonces me acordé de mi feliz juventud y de un pobre niño sin botitas en un patio, y el corazón me dio un vuelco y le dije: «Eres un joven agradecido si toda la vida has recordado esa libra de nueces que te regalé en tu infancia». Lo abracé y lo bendije. Y rompí a llorar. Él se reía, pero también lloraba… pues con mucha frecuencia los rusos ríen cuando hay que llorar. Pero él estaba llorando, yo lo vi. Y ahora, ¡ay!…
—También ahora estoy llorando, alemán, también ahora estoy llorando, ¡eres un hombre de Dios!
Sea como fuere, la anécdota causó en el público una impresión favorable. Pero el principal efecto a favor de Mitia lo causó el testimonio de Katerina Ivánovna, que ahora contaré. En general, cuando empezaron los testigos à décharge[7], es decir, los citados por el abogado defensor, el destino parecía sonreír a Mitia de veras y —lo que es más notable— de forma inesperada incluso para la defensa. Antes de Katerina Ivánovna había sido interrogado Aliosha, quien de repente había recordado un hecho que parecía incluso un testimonio positivo en contra de uno de los puntos más importantes de la acusación.
Sucedió de forma totalmente inesperada incluso para el propio Aliosha. Había sido citado sin prestar juramento y recuerdo que, ya desde las primeras palabras, todas las partes se dirigieron a él con muchísima dulzura y simpatía. Se veía que lo precedía su buena reputación. Aliosha se mostró discreto y contenido, pero en sus declaraciones claramente se abría paso una cálida simpatía por su desgraciado hermano. En respuesta a una de las preguntas, esbozó el carácter de éste como un hombre quizá violento y dominado por las pasiones, pero también noble, orgulloso y magnánimo, dispuesto incluso a sacrificarse si se lo exigían. Reconoció, no obstante, que los últimos días se encontraba en una situación insoportable por culpa de su pasión por Grúshenka y por la rivalidad con su padre. Pero rechazó indignado la sugerencia de que su hermano hubiera podido matar con la intención de robar, aunque sí reconoció que esos tres mil rublos se habían convertido casi en una manía para él, quien los consideraba parte de la herencia que se le había escamoteado por el engaño de su padre y, aunque no era nada avaricioso, era incapaz de hablar de esos tres mil sin exaltarse ni rabiar. Sobre la rivalidad de aquellas dos «personas», como se expresó el fiscal, esto es, de Grúshenka y Katia, respondió con evasivas y se negó en redondo a responder a una o dos preguntas.
—¿Le dijo al menos su hermano que tenía intención de matar a su propio padre? —preguntó el fiscal y añadió—: Puede no responder si lo cree necesario.
—De forma directa, no —respondió Aliosha.
—Entonces, ¿indirectamente?
—Una vez me habló de su odio físico a padre y de que temía que… en un momento límite… en un momento de repugnancia… quizá pudiera llegar a matarlo.
—Y, al oírle, ¿usted le creyó?
—Temo decir que le creí. Pero siempre he estado seguro de que un sentimiento superior lo salvaría en ese momento fatídico, como en efecto lo salvó, porque él no mató a mi padre —concluyó Aliosha con firmeza y en voz alta, para toda la sala. El fiscal se estremeció, como un caballo en la batalla cuando oye el toque de trompeta.
—Tenga la certeza de que creo totalmente en la plena sinceridad de su convicción, sin condicionarla en absoluto ni identificarla con su amor por su infeliz hermano. Su original manera de ver todo este episodio trágico que se ha desencadenado en su familia ya nos es conocida gracias al sumario. No voy a ocultarle que es peculiar en grado sumo y contrario a todos los demás testimonios recogidos por la fiscalía. Es por eso por lo que considero necesario insistirle: ¿qué datos precisos han guiado su idea y la han dirigido hasta la conclusión de que su hermano es inocente y de que, por el contrario, el culpable es otra persona, a la que ya señaló directamente en el curso de la instrucción?
—En el curso de la instrucción me limité a responder a las preguntas —dijo Aliosha tranquila y suavemente—, no fui yo quien acusó a Smerdiakov.
—Aun así, ¿lo señaló?
—Lo señalé por unas palabras de mi hermano Dmitri. Antes de que me interrogaran, me habían hablado de lo ocurrido en la detención, cuando declaró contra Smerdiakov. Creo firmemente que mi hermano es inocente. Y, si él no lo mató, entonces…
—¿Smerdiakov? ¿Por qué Smerdiakov, precisamente? Y, concretamente, ¿por qué está usted tan seguro de la inocencia de su hermano?
—No puedo dejar de creer a mi hermano. Sé que él no me mentiría. Vi en su cara que no me estaba mintiendo.
—¿Solo en su cara? ¿Ésas son todas sus pruebas?
—No tengo más.
—Y para la culpabilidad de Smerdiakov ¿tampoco se basa en ninguna otra prueba que no sean las palabras de su hermano y la expresión de su rostro?
—No, no tengo otra prueba.
Con eso el fiscal puso fin a sus preguntas. Las respuestas de Aliosha habían producido una impresión decepcionante en el público. Antes del juicio ya se había hablado de Smerdiakov, alguien había oído algo, alguien había indicado algo, se hablaba de Aliosha, de que había reunido unas pruebas extraordinarias en favor de su hermano y de la culpabilidad del lacayo, y ahora resulta que no había nada, ninguna prueba excepto el convencimiento moral, algo tan natural siendo el hermano del acusado.
Pero Fetiukóvich ya había empezado a preguntar. A la pregunta de cuándo exactamente le había dicho el acusado que odiaba a su padre y que podría matarlo y que si esto se lo había oído, por ejemplo, en su último encuentro antes de la tragedia, Aliosha de repente se estremeció mientras respondía, como si solo entonces hubiera recordado y comprendido algo:
—Acabo de recordar una circunstancia que había olvidado por completo, entonces me resultó tan confusa, pero ahora…
Y Aliosha, animado, pues por lo visto solo en ese momento, repentinamente, había caído en la cuenta, recordó que la última vez que vio a Mitia, al anochecer, junto al árbol, de camino al monasterio, su hermano, mientras se golpeaba el pecho, «la parte superior del pecho», le repitió varias veces que tenía un medio para reparar su honor, que ese medio estaba ahí, justo ahí, en su pecho…
—Entonces pensé que, al golpearse el pecho, estaba hablando de su corazón —continuó Aliosha—, de que en su corazón podría encontrar fuerzas para salir de alguna terrible vergüenza que lo estaba acechando y que ni siquiera se atrevía a confesarme a mí. Admito que entonces pensé que hablaba de padre y que se estremecía, como avergonzado, por la idea de ir a su casa y cometer algún acto de violencia, pero justo en ese momento se estaba señalando algo en el pecho, y recuerdo haber pensado fugazmente que el corazón no está en esa parte del pecho, sino más abajo, y él se estaba golpeando bastante arriba, aquí, justo debajo del cuello, no dejaba de señalarse este punto. Esta idea me pareció entonces tonta, pero ¡quizá estuviera señalando el escapulario al que había cosido los mil quinientos rublos!…
—¡Justo! —gritó Mitia—. Es así, Aliosha, ¡lo estaba golpeando con el puño!
Fetiukóvich se precipitó hacia él implorándole que se tranquilizara, y al mismo tiempo se concentró en Aliosha. Éste, entusiasmado por lo que acababa de recordar, expuso con ardor su suposición de que aquella vergüenza obedecía, con toda probabilidad, a que, teniendo encima mil quinientos rublos que habría podido devolver a Katerina Ivánovna, la mitad de su deuda con ella, había decidido, a pesar de todo, no devolvérselos y utilizarlos para otra cosa, esto es, para marcharse con Grúshenka, si es que ella accedía…
—Eso es, eso es —exclamó Aliosha con inesperada agitación—, mi hermano, precisamente, no dejaba de exclamar que podría deshacerse en cualquier momento de la mitad, de la mitad de su vergüenza; lo repitió varias veces: ¡la mitad!… Pero que era tan infeliz por su debilidad de carácter que no lo haría… ¡Sabía de antemano que no podía y que no tenía fuerzas para hacerlo!
—Y ¿usted recuerda firme, claramente, que él se golpeaba en ese punto del pecho? —repitió con ansiedad Fetiukóvich.
—Firme y claramente, porque me pregunté por qué se golpearía tan arriba cuando el corazón está más abajo, y enseguida me pareció una idea estúpida… recuerdo que me pareció estúpida… se me ocurrió enseguida. ¡Por eso me ha venido a la cabeza ahora! ¿Cómo he podido olvidarlo? Precisamente estaba señalando el escapulario, dando a entender que tenía los medios, pero que no iba a devolver esos mil quinientos. Y cuando lo detuvieron en Mókroie gritó (lo sé porque me lo han contado) que la mayor vergüenza de su vida había sido que, teniendo medios para devolver la mitad (¡la mitad!) de la deuda a Katerina Ivánovna y no pasar por ladrón delante de ella, aun así resolvió no hacerlo y prefirió seguir siendo un ladrón a sus ojos que desprenderse del dinero. ¡Cuánto sufría, cuánto sufría por esa deuda! —exclamó Aliosha como conclusión.
Naturalmente, también intervino el fiscal. Le pidió a Aliosha que describiera otra vez cómo había sucedido todo y preguntó reiteradamente si era exacto que el acusado, al golpearse el pecho, parecía señalar algo. ¿No estaría simplemente dándose golpes de pecho con el puño?
—¡Es que no era con el puño! —exclamó Aliosha—. Justamente estaba señalando con los dedos, y señalaba aquí, muy arriba… ¿Cómo he podido olvidarlo?
El presidente le preguntó a Mitia qué podía decir a propósito de este testimonio. Mitia confirmó que había sido exactamente así, que él había señalado los mil quinientos rublos que llevaba en el pecho, justo debajo del cuello y que, naturalmente, era una vergüenza, «una vergüenza, no voy a negarlo, ¡la acción más vergonzosa de toda mi vida! —gritó—. Podía haberlos devuelto y no lo hice. Preferí seguir siendo un ladrón a sus ojos, no los devolví, y lo más vergonzoso es que sabía de antemano que no los iba a devolver. ¡Aliosha tiene razón! ¡Gracias, Aliosha!».
Y así terminó el interrogatorio de Aliosha. Lo importante, lo significativo había sido, precisamente, la circunstancia de que al menos había aparecido un dato, al menos uno, una prueba, por pequeña que fuera, apenas un indicio de prueba, pero que confirmaba mínimamente que ese escapulario había existido de verdad, que en él había habido mil quinientos rublos y que el acusado no había mentido durante la instrucción del sumario, cuando había declarado en Mókroie que los mil quinientos «eran míos». Aliosha estaba contento; se dirigió, todo colorado, al lugar que le habían indicado. Y durante un buen rato siguió repitiéndose: «¿Cómo he podido olvidarlo? Pero ¿cómo he podido olvidarlo? ¡Y que no me haya acordado hasta ahora!».
Empezó el interrogatorio a Katerina Ivánovna. En cuanto apareció, algo extraordinario sucedió en la sala. Las damas cogieron sus impertinentes y anteojos, algunos hombres empezaron a agitarse, otros se estiraban en el sitio para ver mejor. Todos asegurarían después que Mitia se puso pálido «como un pañuelo» en cuanto ella entró. Toda de negro, con modestia y casi con timidez se acercó al sitio que le indicaban. Era imposible adivinar por su cara si estaba inquieta, pero había un brillo de resolución en su mirada oscura, sombría. Hay que señalar que muchos afirmarían después que en ese momento estaba increíblemente bella. Empezó a hablar suavemente pero con claridad, para toda la sala. Se expresaba con mucha tranquilidad o, al menos, esforzándose por estar tranquila. El presidente empezó sus preguntas con cautela, con un respeto extraordinario, como si temiera tocar «determinadas fibras» y respetara la enorme desdicha. Pero ya en sus primeras palabras la propia Katerina Ivánovna reconoció con firmeza ante una de las preguntas formuladas que había sido la prometida formal del acusado «hasta el momento en que él me abandonó…», añadió serena. Cuando le preguntaron sobre los tres mil rublos confiados a Mitia para su envío por correo a sus familiares, dijo sin vacilar:
—No se los di para que los enviara directamente, por entonces presentía que le hacía falta dinero… en ese momento. Le di los tres mil con la condición de que los enviara, si quería, en el plazo de un mes. Se ha estado torturando en vano por esa deuda…
No voy a reproducir con exactitud todas las preguntas y todas sus respuestas, me limitaré a reproducir el sentido esencial de su testimonio:
—Estaba completamente segura de que conseguiría enviar aquellos tres mil rublos en cuanto los obtuviera de su padre —continuó, respondiendo a las preguntas—. Siempre estuve segura de su desinterés y de su honradez… de su gran honradez… en cuestiones de dinero. Él estaba completamente seguro de que obtendría tres mil rublos de su padre y varias veces me habló de ello. Yo sabía que tenía una disputa con su padre y siempre estuve convencida, y lo sigo estando, de que su padre lo había agraviado. No recuerdo ninguna amenaza a su padre por su parte. Al menos en mi presencia no dijo nada, ninguna amenaza. Si hubiera venido a verme, enseguida le habría tranquilizado respecto a esos tres mil nefastos rublos que me debía, pero ya no vino… y yo… yo me vi en tal posición… que no podía pedirle que viniera… Además, no tenía ningún derecho a exigirle nada por la deuda —añadió de repente, y algo resolutivo resonó en su voz—, en una ocasión yo misma recibí de él un favor monetario por una cantidad superior a tres mil rublos, y lo acepté a pesar de que no podía prever cuándo estaría en condiciones de poder saldar mi deuda.
En el tono de su voz podía detectarse cierto desafío. Precisamente en ese momento el turno de preguntas pasó a Fetiukóvich.
—Eso no sucedió aquí, sino al principio de su relación, ¿no? —Fetiukóvich siguió por ese camino, avanzando con cautela, pues presentía que podía favorecerlos. (Señalaré entre paréntesis que, a pesar de que había venido de San Petersburgo en parte por iniciativa de la propia Katerina Ivánovna, él no sabía nada del episodio de los cinco mil rublos que Mitia le había dado en la otra ciudad ni de la «reverencia hasta el suelo». ¡No se lo había contado, se lo había ocultado! Lo cual era sorprendente. Es más que probable que hasta el último momento ni siquiera ella misma supiera si iba a contar ese episodio en el juicio y que estuviera esperando alguna clase de inspiración.)
¡Nunca podré olvidar aquellos momentos! Ella empezó a contar, lo contó todo, todo el episodio que Mitia había revelado a Aliosha, también la «reverencia hasta el suelo», y los motivos, y habló de su padre, y de su aparición en casa de Mitia, pero no dijo ni una palabra, no hubo una sola alusión a que Mitia, por vía de su hermana, había propuesto «que le enviaran a Katerina Ivánovna a buscar el dinero». Eso lo ocultó con generosidad y no tuvo vergüenza de dar a conocer que ella, ella misma, había ido corriendo a casa de un joven oficial, en un arrebato, confiando en algo… para obtener de él dinero. Fue algo conmovedor. Yo sentí escalofríos al oírla, la sala estaba inmóvil, escuchando cada palabra con avidez. Era algo sin igual, nadie habría esperado de una joven tan autoritaria y desdeñosamente orgullosa como ella un testimonio tan extremadamente sincero, tal sacrificio, tal inmolación. Y ¿para qué? ¿Para quién? Para salvar a quien la había traicionado y ofendido, para contribuir aunque fuera mínimamente a su salvación, para dar una buena impresión de él. Y, en efecto, la imagen del oficial entregando sus últimos cinco mil rublos —todo lo que le quedaba en la vida— y haciendo una respetuosa reverencia ante una muchacha inocente resultaba simpática y encantadora, pero… ¡el corazón se me encogió dolorosamente! Sentía que lo que podía surgir más tarde (y surgió, ¡claro que surgió!) era la calumnia. Comentarían después por toda la ciudad, entre risas maliciosas, que acaso el relato no había sido del todo exacto, concretamente en el punto en que el oficial había dejado que la señorita se fuera, «únicamente, al parecer, con una respetuosa reverencia». Se insinuaba que ahí se había «omitido» algo. «Incluso si no ha habido omisiones, si se ha dicho toda la verdad —decían hasta nuestras damas más honorables—, sigue sin estar clara una cosa: ¿era aquél un proceder noble para una joven, por mucho que lo hiciera para salvar a su padre?» ¿De verdad Katerina Ivánovna, con su inteligencia, con su perspicacia enfermiza, no había presentido que dirían esas cosas? Seguro que sí, pero decidió contarlo todo. Desde luego, todas aquellas sucias dudas sobre la veracidad del relato no empezaron hasta más tarde, pues en el primer momento todo el mundo estaba conmocionado. En cuanto a los miembros del tribunal, escucharon a Katerina Ivánovna en un silencio reverencial, por así decir, casi pudoroso. El fiscal no se permitió ni una pregunta más sobre ese tema. Fetiukóvich se inclinó profundamente ante ella. ¡Oh, ya estaba casi festejándolo! Había conseguido mucho: ¿un hombre entrega en un noble impulso sus últimos cinco mil rublos y ese mismo hombre mata después a su padre una noche para robarle tres mil? Resultaba en parte incongruente. Ahora Fetiukóvich, como mínimo, podía descartar el robo. De pronto, la «causa» aparecía bañada por una nueva luz. Cierta simpatía se extendió rápidamente en favor de Mitia. En cuanto a él… de él contaron que, durante el testimonio de Katerina Ivánovna, se levantó un par de veces repentinamente de su asiento para volver a caer en el banquillo y taparse la cara con las manos. Pero, cuando ella acabó, de pronto exclamó con voz compungida, tendiéndole las manos:
—Katia, ¿por qué me has destruido?
Y prorrumpió en ruidosos sollozos. No obstante, se repuso en un momento y volvió a gritar:
—¡Ahora estoy condenado!
Después se quedó como entumecido, apretando los dientes y con los brazos cruzados sobre el pecho. Katerina Ivánovna permaneció en la sala en una silla que le indicaron. Estaba pálida y con la cabeza baja. Quienes estaban cerca de ella contaron que estuvo un buen rato temblando, como si tuviera fiebre. Apareció Grúshenka para declarar.
Me voy aproximando a la catástrofe que, al desencadenarse repentinamente, pudo acarrear, de hecho, la ruina de Mitia. Pues estoy convencido, como lo está todo el mundo, y también los juristas lo dirían después, que, de no haber sido por ese episodio, al menos habrían sido más indulgentes con el criminal. Pero enseguida hablaré de eso. Primero dos palabras sobre Grúshenka.
Se presentó en la sala toda vestida de negro, con su bonito chal negro sobre los hombros. Suavemente, con sus andares inaudibles, con un leve balanceo, tal como caminan a veces las mujeres gruesas, se acercó a la balaustrada mirando atentamente al presidente y sin echar ni una sola vez una ojeada a derecha o a izquierda. En mi opinión, estaba muy bella en ese momento, en absoluto pálida, como afirmarían después las damas. También dijeron que su expresión era maligna y parecía concentrada en algo. Yo creo simplemente que estaba enojada y que sentía penosamente sobre ella las miradas entre desdeñosas y curiosas de nuestro público ávido de escándalos. Tenía un carácter orgulloso, no soportaba el desdén; era de esas personas que, en cuanto empiezan a sospechar que alguien las desprecia, se inflaman con furia y ansias de desquite. A eso, desde luego, se le sumaba la timidez, y la vergüenza íntima por ser tímida, de modo que no es extraño que su forma de hablar fuera cambiante, unas veces iracunda, otras desdeñosa y marcadamente grosera, y otras, de pronto, con una nota sincera y cordial de acusación y condena de sí misma. Pero a veces hablaba igual que si estuviera precipitándose a algún abismo: «Me da igual lo que ocurra, lo diré de todas formas»… Sobre su relación con Fiódor Pávlovich comentó bruscamente: «Todo eso son tonterías, ¿qué culpa tengo yo de que se encariñara de mí?». Pero un minuto después añadió: «Yo tengo la culpa de todo, me burlé del uno y del otro, del viejo y de ése, yo los conduje al desastre. Todo ha ocurrido por mi culpa». De algún modo, salió el tema de Samsónov: «Eso no le importa a nadie —se revolvió, en un tono de insolente desafío—, fue mi benefactor, me recogió cuando estaba descalza, cuando mis parientes me echaron de la isba». El presidente, muy cortésmente, por cierto, le recordó que debía responder a las preguntas sin entrar en detalles superfluos. Grúshenka se ruborizó, los ojos le brillaron.
No había visto el sobre con el dinero, solo le había oído decir al «malvado» que Fiódor Pávlovich tenía un sobre con tres mil rublos.
—Todo eso no son más que tonterías, yo me estaba burlando, no habría ido allí por nada del mundo…
—¿A quién se refiere con el «malvado»? —se interesó el fiscal.
—Al lacayo, a Smerdiakov, el que mató a su señor y se colgó ayer.
Por supuesto, le preguntaron al instante en qué se basaba para una acusación tan categórica, pero resultó que tampoco ella tenía en qué basarse.
—Así me lo dijo Dmitri Fiódorovich, pueden creerle. Esa mujer que se ha interpuesto entre nosotros es quien lo ha llevado a la ruina, eso es, ella es la causa de todo, eso es —añadió Grúshenka temblando de odio, y una nota de maldad comenzó a resonar en su voz.
Quisieron saber a quién aludía esta vez:
—A la señorita, a esa de ahí, a Katerina Ivánovna. Me llamó para que fuera a verla, me sirvió chocolate, pretendía engatusarme. De verdad que tiene poca vergüenza, eso es…
En ese momento el presidente la interrumpió con severidad y le pidió que midiera sus palabras. Pero el corazón de la celosa mujer ya se había enardecido, estaba dispuesta a lanzarse al abismo…
—En el momento de la detención en Mókroie —preguntó el fiscal haciendo memoria—, todos la vieron y oyeron gritar, mientras usted salía de otro cuarto: «Yo tengo la culpa de todo, ¡cumpliremos juntos la pena!». Por lo tanto, ¿tenía usted ya la convicción en ese momento de que él era un parricida?
—No recuerdo mis sentimientos de entonces —respondió Grúshenka—, todos gritaban que él había matado a su padre y yo sentí que había sido por mi culpa, que lo había matado por mí. Pero, en cuanto dijo que era inocente, le creí, sigo creyéndole y le voy a creer siempre: no es un hombre de los que mienten.
Era el turno de preguntas de Fetiukóvich. Recuerdo que le preguntó por Rakitin y los veinticinco rublos «por haber llevado a su casa a Alekséi Fiódorovich Karamázov».
—No tiene nada de sorprendente que aceptara el dinero —Grúshenka sonrió con maldad y desprecio—, siempre venía llorando a pedirme dinero, solía sacarme unos treinta al mes, sobre todo para caprichos: para comer y beber no me necesitaba.
—Y ¿por qué razón era usted tan generosa con el señor Rakitin? —aprovechó la ocasión Fetiukóvich, a pesar de que el presidente no paraba de agitarse.
—Resulta que es mi primo. Mi madre y su madre son hermanas. Siempre me ha suplicado que no se lo contara a nadie, se avergüenza mucho de mí.
Este nuevo hecho dejó sorprendido a todo el mundo, nadie en la ciudad lo sabía hasta entonces, ni en el monasterio, ni el propio Mitia. Contaban que Rakitin se puso rojo de vergüenza en su asiento. Grúshenka, antes de entrar en la sala, por alguna razón se había enterado de que Rakitin había declarado en contra de Mitia y montó en cólera. Todo el anterior discurso del señor Rakitin, toda su nobleza, sus ocurrencias sobre el régimen de servidumbre, sobre el desorden civil de Rusia, todo esto había quedado definitivamente cancelado y suprimido en la opinión general. Fetiukóvich estaba satisfecho, se había encontrado otro regalo llovido del cielo. Pero, en general, no estuvieron mucho rato interrogando a Grúshenka y, desde luego, no podía contar nada especialmente nuevo. Dejó en el público una impresión muy desagradable. Cientos de miradas de desprecio se clavaron en ella cuando, una vez concluido su testimonio, ocupó su asiento en la sala, bastante lejos de Katerina Ivánovna. Durante el interrogatorio, Mitia guardó silencio, mirando fijamente al suelo, como petrificado.
Compareció el testigo Iván Fiódorovich.
He de señalar que lo habían citado antes que a Aliosha. Pero el secretario judicial informó al presidente de que, debido a una indisposición repentina o alguna clase de ataque, el testigo no podía comparecer en ese momento, pero que, en cuanto se repusiera, estaría dispuesto a ofrecer testimonio a cualquier hora. Esto no lo oyó nadie, nos enteraríamos más tarde. Al principio su presencia no fue percibida: los principales testigos, sobre todo las dos rivales, ya habían sido interrogados; por el momento la curiosidad estaba satisfecha. En el público se advertía hasta cansancio. Aún tenían que escuchar a varios testigos que probablemente ya no podrían contar nada especial en vista de que ya se había dicho todo. El tiempo pasaba. Iván Fiódorovich se acercó extraordinariamente despacio, sin mirar a nadie e incluso con la cabeza baja, como si estuviera enfurruñado, pensando en algo. Iba impecablemente vestido pero su semblante transmitía una impresión —al menos para mí— enfermiza: ese rostro parecía estar tocado por la tierra, parecía la cara de un moribundo. Tenía los ojos turbios, los alzó y recorrió la sala lentamente. Aliosha por poco se levanta de la silla y gimió, ¡ay! Yo me acuerdo, pero fueron pocos los que se enteraron.
El presidente empezó con que era un testigo sin juramento, que podía testificar o guardar silencio, pero que todo lo que dijera, por supuesto, debía decirlo a conciencia, etcétera, etcétera. Iván Fiódorovich escuchaba y le miraba confuso, pero de pronto en su rostro empezó a formarse una sonrisa y cuando el presidente, que le miraba sorprendido, hubo terminado de hablar, él se echó a reír.
—¿Algo más? —preguntó en voz alta.
Toda la sala guardó silencio como si presintiera algo. El presidente se alarmó.
—¿Puede… puede que no se encuentre aún bien? —dijo mientras buscaba con la mirada al secretario judicial.
—No se preocupe, señoría, estoy bastante bien y puedo contarle algo muy curioso —respondió Iván Fiódorovich con calma y respeto total.
—¿Tiene alguna información especial que presentar? —continuó el presidente que seguía desconfiando.
Iván Fiódorovich bajó los ojos, esperó unos segundos y, alzando de nuevo la cabeza, respondió casi tartamudeando:
—No… no la tengo, no tengo nada especial.
Empezaron a formularle preguntas. Respondía a todas desganado, brevemente, incluso con una repugnancia que iba en aumento, aunque, por lo demás, lo hacía juiciosamente. Muchas veces pretextó desconocimiento. No sabía nada de las cuentas de su padre con Dmitri Fiódorovich. «No me dedicaba a eso», dijo. Había oído al acusado amenazar con matar a su padre. En cuanto al paquetito del dinero lo sabía por Smerdiakov…
—Lo mismo una y otra vez —cortó de repente, extenuado—, no puedo decirle al tribunal nada especial.
—Veo que no se encuentra bien y comprendo sus sentimientos —dijo el presidente.
Empezaba a mirar a las partes, al fiscal y al abogado defensor, para saber si consideraban necesario plantear alguna cuestión, cuando Iván Fiódorovich pidió con voz exánime:
—Deje que me vaya, señoría, no me encuentro nada bien.
Con estas palabras y sin esperar la autorización, se dio la vuelta e iba a salir de la sala, pero después de dar unos cuatro pasos se detuvo, como si le hubiera dado vueltas a algo, sonrió en silencio y volvió a su puesto.
—Yo, señoría, soy como una muchacha campesina… cómo era eso… «Si quiero, salto; si quiero, no salto»[8]. Van a buscarla con un sarafán o una paniova[9] para que salte, para atarla y llevarla a su boda, y ella dice: «Si quiero, salto; si quiero, no salto»… Es algo de nuestro carácter nacional…
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el presidente muy serio.
—Aquí está —de repente Iván Fiódorovich sacó un paquetito de dinero—, aquí está el dinero… el que estaba en el otro sobre —señaló la mesa con las pruebas materiales—, por el que mataron a mi padre. ¿Dónde lo dejo? Señor secretario judicial, déselo.
El secretario judicial cogió el envoltorio y se lo entregó al presidente.
—Y ¿cómo ha podido hacerse usted con ese dinero?… Si es que es el mismo —dijo el presidente sorprendido.
—Lo recibí de manos de Smerdiakov, del asesino, ayer. Estuve con él antes de que se colgara. Él mató a mi padre y no mi hermano. Él le mató y yo le enseñé a matar… ¿Quién no desea la muerte de su padre?…
—¿Está usted en su sano juicio? —se le escapó sin querer al presidente.
—Pues claro que estoy en mi sano juicio… en un juicio infame, en el mismo que usted y que todos estos… ¡descarados! —se volvió hacia el público—. Han matado a un padre y ellos fingen espanto —hizo rechinar los dientes con violento desprecio—. Se hacen gestos unos a otros, ¡farsantes! Todos desean la muerte de su padre. Un reptil devorará a otro reptil… De no haber habido un parricidio todos se habrían enfadado y marchado molestos… ¡Un circo! ¡Pan y circo! Claro que también quien lo dice… ¿Tienen agua? ¡Denme de beber, por el amor de Dios! —de repente se llevó las manos a la cabeza.
El secretario se acercó a él rápidamente. Aliosha se puso en pie de un salto y empezó a gritar: «Está enfermo, no le crean, ¡sufre un delírium trémens!». Katerina Ivánovna se levantó precipitadamente e, inmóvil por el espanto, miraba a Iván Fiódorovich. Mitia se estiró y con una sonrisa torcida y salvaje miraba y escuchaba ansioso a su hermano.
—¡Tranquilícense! No estoy loco, ¡solo soy un asesino! —Iván volvió a empezar—. No hay que pedirle elocuencia a un asesino… —añadió a saber por qué y se echó a reír descompuesto.
El fiscal se inclinó sobre el presidente visiblemente confuso. Los miembros del tribunal cuchicheaban agitados. Fetiukóvich era todo oídos. La sala aguardaba pasmada. El presidente se recobró.
—Testigo, sus palabras son ininteligibles e inadmisibles aquí. Tranquilícese si puede y cuéntenos… si de verdad tiene algo que contarnos. ¿Cómo puede corroborar esa confesión?… Si es que no está delirando.
—Ése es el caso, que no tengo testigos. El perro de Smerdiakov no os va a enviar una declaración desde el otro mundo… en un sobre. Les gustaría tener más sobres, pero con uno es suficiente. No tengo testigos… Excepto puede que uno —sonrió pensativo.
—¿Quién es su testigo?
—Tiene rabo, señoría, ¡no será adecuado! Le diable n’existe point![10] No le hagáis caso, es un diablo malillo, insignificante —añadió, dejando de reír y en tono semiconfidencial—, seguro que está por aquí, ahí debajo de la mesa con las pruebas materiales, ¿qué mejor sitio para él? ¿Lo ven? Escúchenme, yo le dije: no quiero callarme, pero él decía algo de un cataclismo geológico… ¡tonterías! En fin, liberad al monstruo… Ha entonado un himno, ha sido porque se siente bien. Es igual que el borracho canalla desentonando «Vanka se ha ido a Píter» y por dos segundos de alegría habría dado un cuatrillón de cuatrillones. ¡Ustedes no me conocen! ¡Qué absurdo es todo esto que tienen aquí! ¡Llevadme a mí en su lugar! Para algo he venido, ¿no? ¿Por qué, por qué todo, sea lo que sea, es tan absurdo?…
Y de nuevo empezó a contemplar la sala lentamente, como si estuviera reflexionando. Pero ya todo el mundo estaba alterado. Aliosha se disponía a correr hacia él, pero el secretario judicial ya estaba sujetando a Iván Fiódorovich del brazo.
—¿Qué es todo esto? —gritó contemplando fijamente la cara del secretario y, de pronto, tras agarrarle por los hombros, le tiró con rabia al suelo. La guardia llegó a tiempo, le sujetaron y él soltó un lamento frenético. Y, mientras se lo llevaban, se lamentaba y gritaba cosas incoherentes.
Hubo un gran alboroto. No lo iré recordando por orden, pues yo mismo estaba alterado y no pude seguirlo todo. Solo sé que después, cuando ya regresó la calma y todos comprendimos qué había ocurrido, al secretario judicial le cayó una reprimenda, aunque éste argumentó a la autoridad que el testigo había estado bien todo el rato, que le había visto un médico una hora antes, cuando le dio un ligero mareo, pero que antes de entrar en la sala hablaba con coherencia, así que había sido imposible predecir nada, y que él, además, había insistido en que quería testificar. Y antes de llegar siquiera a tranquilizarnos un poco y a recuperarnos de esta escena, se desencadenó otra: Katerina Ivánovna se volvió histérica. Se echó a llorar entre aullidos, pero no quería irse, se soltaba, suplicaba que no se la llevaran y, de pronto, le gritó al presidente:
—Tengo que prestar un nuevo testimonio, inmediatamente… ¡inmediatamente! Ahí tiene ese papel, una carta… ¡tenga! ¡Léala deprisa, deprisa! Es una carta de ese monstruo, ¡de ése, de ése! —Señalaba a Mitia—. Él mató a su padre, ya lo verá, ¡escribe cómo iba a matar a su padre! Y el otro está enfermo, enfermo, ¡sufre un delírium trémens! Lleva así tres días.
Gritaba fuera de sí. El secretario cogió el papel que ella le tendía al presidente. Katerina Ivánovna se derrumbó en la silla y en silencio, convulsivamente, empezó a sollozar temblando y ahogando el más mínimo gemido por temor a que la echaran de la sala. El papel que había entregado era la carta de Mitia desde la taberna Ciudad Capital, que Iván Fiódorovich había calificado de documento de importancia «matemática». ¡Ay!, precisamente la aceptaron con exactitud matemática y de no haber sido por esa carta quizá Mitia no habría caído o, al menos, no con tanto horror. Repito que fue difícil seguir los detalles. Todavía ahora se me aparece como un tumulto. Probablemente el presidente informó del nuevo documento al tribunal, al fiscal, al abogado defensor y al jurado. Solo recuerdo que empezaron a preguntar a la testigo. A la pregunta de si se había tranquilizado, que le dirigió suavemente el presidente, Katerina Ivánovna respondió precipitadamente:
—¡Estoy lista, estoy lista! Estoy en condiciones de responderles —añadió después, por lo visto seguía temiendo que no la escucharan. Le pidieron que explicara más detalladamente qué carta era ésa y en qué condiciones la había recibido—. La recibí la víspera del crimen y él la había escrito un día antes en la taberna, por lo tanto dos días antes del crimen, fíjense, ¡está escrita en una cuenta! —gritó quedándose sin respiración—. Por entonces él me odiaba porque se había comportado como un canalla y se había ido tras esa mala criatura… y porque además me debía esos tres mil… Sí, se sentía agraviado por esos tres mil y por su propia mezquindad. Esto es lo que ocurrió con los tres mil rublos, les pido, les suplico que me escuchen: tres semanas antes de matar a su padre, vino a verme una mañana. Sabía que necesitaba dinero y sabía para qué, sí, precisamente para seducir a esa mujerzuela y llevársela con él. Sabía que me había traicionado y que quería dejarme, y yo, yo misma le di entonces el dinero, yo misma se lo ofrecí como si fuera para que se lo enviara a mi hermana a Moscú. Mientras se lo entregaba, le miré a la cara y le dije que podía enviarlo cuando quisiera, «incluso dentro de un mes». Pero ¿cómo, cómo no pudo comprender lo que le estaba diciendo a la cara? «Necesitas el dinero para traicionarme con esa mujerzuela, bien, aquí tienes el dinero, yo misma te lo doy, ¡cógelo si es que eres tan mezquino como para cogerlo!…» Quería ponerlo a prueba y ¿qué pasó? Que lo cogió, sí, lo cogió y se fue y se lo gastó allí con esa mujerzuela, en una sola noche… Pero lo comprendió, comprendió que yo lo sabía, les aseguro que entonces comprendió también que, al darle el dinero, solo le estaba poniendo a prueba: ¿sería tan mezquino como para coger mi dinero? Yo le miraba a los ojos, y él a mí, y lo comprendió, lo comprendió y lo cogió, lo cogió ¡y se fue con mi dinero!
—¡Es verdad, Katia! —Mitia empezó a vociferar—. Te miré a los ojos y comprendí que me estabas denigrando pero, aun así, ¡cogí tu dinero! ¡Despreciad a este canalla, despreciadle todos! ¡Se lo merece!
—Acusado —exclamó el presidente—, una palabra más y haré que le expulsen.
—Ese dinero le atormentaba —continuó Katia con prisa convulsiva—, él quería devolvérmelo, es verdad que quería, pero también necesitaba dinero para ésa. Y entonces mató a su padre, pero aun así no me devolvió el dinero y se fue con ella a esa aldea donde le atraparon. De nuevo a despilfarrar el dinero que le había robado a su padre, asesinado. Y un día antes de matar a su padre me escribió esa carta, la escribió borracho, ya me di cuenta entonces, la escribió por maldad y sabiendo, seguro que lo sabía, que yo nunca se la enseñaría a nadie, incluso si él mataba. O no la habría escrito. ¡Sabía que yo no iba a querer vengarme ni destruirle! Pero léanla, léanla atentamente. Con más atención, por favor. Y verán que en ella lo describe todo antes de tiempo: cómo va a matar a su padre y donde tiene éste el dinero. Miren esa frase; no se la pierdan, por favor: «Lo mataré en cuanto Iván se vaya». Es decir, que había estado dándole vueltas a cómo hacerlo —le sugirió Katerina Ivánovna al tribunal con malévola alegría, venenosa. Estaba claro que había leído la fatídica carta al detalle y que había estudiado cada letra—. Si no hubiera estado borracho, no me habría escrito, pero miren, ahí está todo escrito de antemano, punto por punto, y así mató después a su padre, ¡es todo un plan!
Hablaba fuera de sí y, claro está, desafiando todas las consecuencias, aunque naturalmente las había previsto puede que un mes antes, porque ya entonces había soñado temblando de rabia: «¿No debería leer un juez esta carta?». Y ahora parecía volar montaña abajo. Creo recordar que la carta fue leída en voz alta por el secretario y que causó una impresión abrumadora. Le preguntaron a Mitia:
—¿Reconoce esta carta?
—¡Es mía, mía! —exclamó Mitia—. ¡No la habría escrito de no haber estado borracho!… Nos hemos odiado por muchas cosas, Katia, pero te juro, te juro que te quería cuando te odiaba, y ¡tú a mí no!
Se desplomó retorciéndose los brazos desesperado. El fiscal y el abogado empezaron a pisarse las preguntas siempre en este sentido: «¿Qué le ha llevado a ocultar este documento hace un momento y a declarar en un tono y espíritu tan distinto?»
—Sí, sí, antes he mentido, era todo mentira, en contra de mi honor y mi conciencia, pero antes quería salvarlo por odiarme y despreciarme así —decía Katia como loca—. Oh, me ha despreciado muchísimo, siempre me ha despreciado y, ¿saben?, me ha despreciado desde el momento en que me postré a sus pies por ese dinero. Pude verlo… Ya entonces lo supe pero no quise creerlo. Cuántas veces habré leído en sus ojos: «Tú sola viniste a mí». Ay, él no lo comprendió, no comprendió para nada por qué fui a verle entonces, ¡únicamente es capaz de sospechar bajezas! Me midió según su rasero, piensa que todos son como él —dijo, le rechinaban los dientes con furia, estaba completamente exaltada—. Y solo quería casarse conmigo por mi herencia, ¡solo por eso! ¡Siempre he sospechado que era por eso! ¡Oh, ese animal! Siempre ha creído que iba a temblar toda la vida de vergüenza porque entonces fui a verle, y que podía despreciarme eternamente por ello y tener poder sobre mí, ¡por eso quería casarse conmigo! ¡Así es, así es! Intenté vencerle con mi amor, con mi amor sin fin, incluso resolví soportar su traición pero él no comprendió nada, ¡nada! Pero ¿acaso es capaz de comprender algo? ¡Es un monstruo! Recibí la carta solo al día siguiente por la tarde, me la trajeron de la taberna. Y todavía esa misma mañana quería perdonárselo todo, incluso su traición.
El presidente y el fiscal la tranquilizaron. Estoy seguro de que les incomodaba aprovecharse de su estado de nervios y escuchar tales confesiones. Oí que le dijeron: «Comprendemos lo difícil que es para usted, créanos, somos capaces de entenderlo» y otras cosas similares, pero, aun así le sacaron la declaración a un mujer enloquecida e histérica. Por fin Katerina Ivánovna describió con la excepcional claridad que a menudo, aunque sea por un instante, surge en momentos tan tensos, que Iván Fiódorovich casi se había vuelto loco en estos dos últimos meses por intentar salvar «a ese monstruo y asesino», a su hermano.
—Se ha estado torturando —exclamó—, solo quería atenuar su culpa confesándome que él tampoco quería a su padre y que puede que hubiera deseado su muerte. ¡Ay, esa conciencia profunda, profunda! La conciencia le torturaba. Me lo contó todo, todo, venía a verme todos los días y hablaba conmigo como su único amigo. ¡Tengo el honor de ser su único amigo! —exclamó, desafiante de repente y con mirada centelleante—. Fue dos veces a ver a Smerdiakov. En una ocasión vino a verme y dijo: «Si no lo ha matado mi hermano, sino Smerdiakov (porque todos rumoreaban que lo había matado Smerdiakov), entonces puede que yo también sea culpable: Smerdiakov sabía que no quería a mi padre y quizá haya pensado que yo deseaba esa muerte». Entonces yo saqué la carta y se la enseñé y terminó de convencerse de que había sido su hermano, algo que le destrozó. ¡No podía aceptar que su hermano fuera un parricida! Y no hace ni una semana que le vi caer enfermo. Los últimos días, en mi casa, deliraba. Veía cómo estaba perdiendo la cabeza. Caminaba y deliraba, le han visto por la calle. El médico que vino a petición mía le examinó anteayer y me dijo que está cerca de la fiebre cerebral, ¡todo por él, por ese monstruo! Y ayer se enteró de que Smerdiakov había muerto… Se quedó tan afectado que se volvió loco… y todo por culpa de ese monstruo, ¡todo por salvar a ese monstruo!
Sin duda hablar y confesarse así solo es posible una vez en la vida, en el momento de morir, por ejemplo, camino del cadalso. Pero el carácter de Katia era así, también en ese momento. Era la impetuosa Katia que corrió a casa de un joven inmoral para salvar a su padre; la misma Katia que poco antes, delante de todo ese público, orgullosa y casta, se había ofrecido en sacrificio a sí misma y había comprometido su pudor de doncella al hablar del «noble proceder de Mitia» para suavizar aunque fuera un poco la suerte que le aguardaba. Y he aquí que ahora volvía a ofrecerse en sacrificio, pero esta vez era por otro, pues puede que solo ahora, solo en ese momento, por primera vez sintiera y comprendiera de verdad cuánto quería a ese otro. Se había inmolado asustada por él, pues comprendía que se estaba destruyendo al declarar que era él quien había matado a su padre y no su hermano. Ella se había inmolado para salvarle a él, su buen nombre, su reputación. Sin embargo, apareció algo terrible, una pregunta: ¿había difamado a Mitia al describir su antigua relación con él? No, no, ella no le había calumniado intencionadamente cuando gritaba que Mitia la despreciaba por su reverencia hasta el suelo. Ella creía —estaba profundamente convencida, tal vez desde la misma reverencia— que el simplón de Mitia, que por entonces la idolatraba, se burlaba de ella y la despreciaba. Y solo desde el orgullo sintió por él un amor histérico y doloroso, desde su orgullo herido, y ese amor no parecía amor, sino venganza. Ay, puede que de ese amor doloroso hubiera surgido uno auténtico, puede. Katia no deseaba otra cosa, pero Mitia la agravió con su traición en lo más profundo de su alma, y el alma no perdona. El momento de la venganza había desaparecido inesperadamente, pero todo lo acumulado larga y dolorosamente en el pecho de la mujer agraviada estalló también inesperadamente. Había traicionado a Mitia, pero ¡también se había traicionado a sí misma! Y, naturalmente, en cuanto consiguió expresarse, la tensión cesó y sintió que la vergüenza la oprimía. Volvieron los ataques de nervios, se derrumbó entre gritos y sollozos. Se la llevaron. Mientras la sacaban de la sala, Grúshenka se lanzó sobre Mitia con un lamento, no dio tiempo a retenerla.
—¡Mitia —se desgañitaba—, esa víbora te ha destruido! ¡Hay que ver cómo se ha puesto en evidencia! —gritaba al tribunal, temblando de furia. A una señal del presidente la sujetaron y se dispusieron a sacarla de la sala. Ella no se dejó, se revolvía y se soltaba para volver con Mitia. Éste empezó a gritar y también corrió hacia ella. Los dominaron.
Imagino que las damas que estaban observando se quedaron contentas: el espectáculo era rico. Después recuerdo que compareció el médico que había venido desde Moscú. Parece que antes de todo esto el presidente había enviado al secretario para que se prestara asistencia a Iván Fiódorovich. El médico informó al tribunal de que el enfermo tenía un acceso peligrosísimo de fiebre y de que era necesario trasladarlo inmediatamente. A preguntas del fiscal y del abogado defensor, confirmó que el paciente había ido a verle dos días antes y que ya entonces le había pronosticado fiebres inminentes, pero que no había querido tratarse. «Su estado mental de ningún modo era normal, me confesó que había tenido visiones, que veía por la calle a gente que ya había muerto y que el diablo iba a visitarle todas las tardes», concluyó. Después de esta declaración, el famoso médico se retiró. La carta presentada por Katerina Ivánovna fue incorporada a las pruebas materiales. Tras una deliberación, el tribunal dispuso continuar con la fase probatoria e incluir en el acta los dos inesperados testimonios, el de Katerina Ivánovna y el de Iván Fiódorovich.
Pero ya no voy a describir las posteriores instrucciones. Además, los testimonios de los demás testigos solo repitieron y confirmaron los anteriores, aunque cada uno con sus particularidades. Pero repito que todo se reduciría a un único punto en la intervención del fiscal, a la que pasaré ahora. Todos estábamos agitados, todos estábamos electrizados por la última catástrofe y con ardiente impaciencia esperábamos el desenlace cuanto antes, los alegatos de ambas partes y la sentencia. Fetiukóvich estaba visiblemente conmocionado por el testimonio de Katerina Ivánovna. El fiscal, por su parte, se sentía triunfador. Cuando hubo acabado la fase probatoria, se declaró un descanso en la sesión que se alargó casi una hora. Por fin el presidente dio comienzo a los alegatos. Creo que eran las ocho en punto de la tarde cuando nuestro fiscal Ippolit Kiríllovich empezó su discurso inculpatorio.
Ippolit Kiríllovich empezó su discurso inculpatorio sacudido por un temblor nervioso, con sudor frío primero y luego enfermizo en la frente y en las sienes, sintiendo que el frío y el calor se alternaban en su cuerpo. Él mismo lo contaría después. Consideraba este discurso su chef d’oeuvre[11], le chef d’oeuvre de su vida, su canto del cisne. Lo cierto es que murió nueve meses después a causa de una terrible tisis, así que efectivamente habría tenido derecho a compararse con un cisne entonando su último canto si hubiera presentido su final. Puso en ese discurso todo su corazón y todo cuanto había en su cabeza, e inesperadamente demostró que en ella se ocultaban cierto sentimiento cívico y cuestiones «malditas», al menos en la medida en que nuestro pobre Ippolit Kiríllovich había sido capaz de meterlas ahí dentro. Lo principal es que sus palabras fueron sinceras: creía sinceramente en la culpabilidad del acusado, no le acusaba solo por oficio, por cumplir con su deber y, mientras exigía castigo, vibraba por el deseo de «salvar a la sociedad». Incluso el público femenino, aunque hostil a Ippolit Kiríllovich, reconoció haber recibido una impresión extraordinaria. Empezó con voz cascada, quebrada, pero se rehízo rápidamente y resonó por toda la sala, y ya fue así hasta el final. Pero, nada más terminar, por poco no se desmaya.
—Señores miembros del jurado —empezó—, el presente caso ha recorrido toda Rusia. Pero ¿qué tiene de sorprendente? ¿Por qué ha causado tanto espanto? Y ¿por qué especialmente a nosotros? ¡Si estamos muy acostumbrados a todo esto! Ahí reside el horror: en que casos tan tenebrosos casi han dejado de ser terribles para nosotros. De eso hay que espantarse, de nuestra costumbre, y no del crimen en particular de uno u otro individuo. ¿Dónde están las causas de nuestra indiferencia, de nuestra relación casi tibia con estos casos, con estos signos del tiempo que nos profetizan un futuro poco envidiable? ¿En nuestro cinismo, en el agotamiento antes de hora de la inteligencia e imaginación de nuestra sociedad, todavía tan joven, pero tan prematuramente caduca? ¿En nuestros principios morales destruidos hasta los cimientos o en que quizá ni siquiera tenemos esos principios morales? No voy a solucionar estas cuestiones; sin embargo, son dolorosas y todos y cada uno de los ciudadanos no solo debe, sino que está obligado a sufrir por ellas. Nuestra prensa recién nacida y todavía tímida ha prestado ya, sin embargo, varios servicios a la sociedad, pues sin ella nunca habríamos conocido, en cierta medida, los horrores de una voluntad licenciosa y de la decadencia moral que ininterrumpidamente transmiten sus páginas a todo el mundo, no solo a quienes frecuentan las salas del nuevo juicio público que hoy día nos ha concedido el zar[12]. Y ¿qué podemos leer casi a diario? Oh, a cada minuto cosas que hacen palidecer nuestro caso y que lo convierten en algo casi habitual. Pero lo más importante es que muchos de los procesos criminales rusos, nacionales, ponen de manifiesto precisamente algo general, una tragedia común con la que estamos familiarizados y contra la que ya es difícil combatir, al igual que contra el mal común. Ahí tenéis a ese joven y brillante oficial de la alta sociedad que, apenas empezada su vida y su carrera, vilmente, con calma, sin ningún remordimiento de conciencia, apuñaló a un funcionario de bajo rango, que había sido en parte su benefactor, y a su criada para robarle el comprobante de su deuda con él, así como todo el dinero[13]: «Me venía bien para mis placeres de aristócrata y para el porvenir de mi carrera». Después de apuñalarles, se fue no sin haber colocado antes una almohada debajo de la cabeza de los dos muertos. Luego tenemos a un joven héroe que exhibe numerosas cruces por su valentía, pero que, como un bandido, en una carretera principal, da muerte a la madre de su jefe y benefactor e, instigando a sus compañeros, les asegura que «ella le quiere como a un hijo y por eso sigue todos sus consejos y no tomará ninguna medida de precaución». Son unos monstruos, pero ahora, en nuestra época, ya no me atrevo a decir que son los únicos monstruos. Puede que otras personas no apuñalen, pero piensan y sienten exactamente igual que ellos, en su alma hay la misma falta de honradez. En un momento de calma, a solas con su conciencia, quizá esas personas se pregunten: «¿Qué es el honor? ¿No es la sangre un prejuicio?». Puede que algunos griten en mi contra y digan que soy un hombre enfermizo, histérico, que digo calumnias monstruosas, deliro, exagero. Que lo hagan, sí, Dios mío ¡yo sería el primero en alegrarme! Ah, no me crean, tómenme por un enfermo, pero aun así recuerden mis palabras: y es que si solo es verdad una décima o una vigésima parte de mis palabras ¡ya es terrible! Contemplen, señores, contemplen cómo nuestros jóvenes se pegan tiros, ay, sin la más mínima pregunta hamletiana, además, sobre «¿Qué habrá más allá?»[14], sin indicios de ella, como si este capítulo sobre nuestro espíritu y sobre todo lo que nos espera más allá de la tumba llevara mucho tiempo borrado en su naturaleza, enterrado y cubierto de arena. Contemplen, finalmente, nuestro libertinaje, a nuestros lujuriosos. Fiódor Pávlovich, la infeliz víctima de este proceso, es casi un niño inocente en comparación con alguno de ellos. Y todos lo conocíamos, «entre nosotros vivía»[15]… Sí, puede que alguna vez mentes privilegiadas, nuestras y europeas, se dediquen a la psicología del crimen ruso, pues el tema lo vale. Pero este estudio se llevará a cabo más adelante, en tiempo de ocio, y cuando toda la trágica barahúnda del momento actual haya pasado a otro plano, más distante, así que podrá emprenderlo gente más inteligente e imparcial que, por ejemplo, yo. Ahora o nos horrorizamos o fingimos que nos horrorizamos mientras saboreamos el espectáculo como amantes de las emociones fuertes, extravagantes, que animan nuestro ocio cínico e indolente; o como niños pequeños espantamos con las manos a los fantasmas terribles y escondemos la cabeza en la almohada hasta que pase la terrible visión, para poco después olvidarla entre diversiones y juegos. Pero en algún momento también nosotros tendremos que empezar a vivir juiciosa y reflexivamente, también nosotros tendremos que dirigir la mirada hacia nosotros mismos como sociedad, también nosotros tendremos que comprender, aunque sea un poco, nuestra cosa pública o, al menos, establecer los inicios para su comprensión. Un gran escritor de otra época, al final de la más grande de sus obras[16], al representar a toda Rusia como una audaz troika galopando hacia un objetivo desconocido, exclama: «¡Ay, troika, troika alada, quién te ha inventado!», y con entusiasmo y orgullo añade que ante la troika al galope todos los pueblos se apartan respetuosamente. Así, señores, dejemos que se aparten, con respeto o no, pero, según mi pecador parecer, el genial artista terminó así su obra, o bien en un arranque de mentalidad bienintencionada, infantil e inocente, o bien simplemente temía a la censura de entonces. Pues, si a esa troika enganchas solo a los héroes de su novela, a los Sobakévich, Nozdriov y Chíchikov, da igual a quién pongas de cochero, ¡esos caballos no te llevarán a nada bueno! Y ésos eran los caballos de antes, ¿qué pasaría si engancháramos a los de ahora?…
En este punto el discurso de Ippolit Kiríllovich se vio interrumpido por algunos aplausos. El liberalismo de la imagen de la troika rusa había gustado. Cierto es que solo se escaparon dos o tres aplausos, así que el presidente no tuvo necesidad de dirigirse al público con la amenaza de «vaciar la sala» y solo miró severamente hacia el lado de los entusiastas. Pero Ippolit Kiríllovich se animó: ¡era la primera vez que le aplaudían! ¡Durante tantos años nadie había querido oír a su persona y ahora tenía la posibilidad de intervenir para toda Rusia!
—En realidad —continuó—, ¿de dónde sale esa estirpe de los Karamázov que de repente ha merecido ser tristemente conocida por toda Rusia? Puede que exagere un poco, pero a mí me parece que en la estampa de esta familia están presentes ciertos elementos básicos y generales de nuestra sociedad intelectual contemporánea, oh, no todos los elementos, y además solo de forma microscópica, «como el sol en una pequeña gota de agua»[17], pero aun así algo se refleja, aun así algo se manifiesta. Vean a ese viejo infeliz, desenfrenado e inmoral, ese «padre de familia» que terminó su existencia de forma tan triste. Un noble de nacimiento que empezó su carrera como un pobre gorrón y que, por medio de un matrimonio imprevisto y repentino, se hizo con el pequeño capital de una dote: al principio fue un pillo insignificante y un bufón adulador con un germen de facultades mentales bastante fuerte, por cierto, y, sobre todo, un usurero. Con los años, esto es, con el aumento de su pequeño capital, se va animando. Desaparecen la humillación y la adulación, permanecen únicamente el cínico burlón y malvado y el lujurioso. Su parte espiritual está completamente borrada y su sed de vida es excepcional. Todo se redujo a que no ve en la vida más que placeres voluptuosos, y así educó a sus hijos. No había obligación espiritual alguna como padre. Se burla de ellos, cría a sus hijos pequeños en el patio de atrás y se alegra de que se los lleven. Incluso llega a olvidarse por completo de ellos. Todas las reglas morales del viejo son après moi le déluge[18]. Todo lo contrario a la noción de ciudadano, se aísla por completo, hasta con hostilidad, de la sociedad: «Ya puede arder el mundo, mientras a mí me vaya bien». Y le va bien, está completamente satisfecho, espera vivir otros veinte o treinta años. Estafa a su propio hijo con la herencia de su madre, pues no quiere dársela, y le quita a éste, a su propio hijo, la amante. No, no quiero cederle la defensa del acusado a un abogado de gran talento venido desde San Petersburgo. Yo mismo diré la verdad, pues yo también comprendo la cantidad de indignación con que el padre alimentó el corazón de su hijo. Pero ya basta, basta ya de hablar del infeliz viejo, él ya obtuvo su recompensa. Recordemos, sin embargo, que era un padre, uno de los clásicos padres de hoy. ¿Ofenderé a la sociedad si digo que es uno de los muchos padres de hoy? Oh, lo que pasa es que muchos de estos padres no manifiestan su opinión con tanto cinismo como éste, pues son más educados, más instruidos pero, en esencia, la filosofía es casi la misma. Quizá sea ahora pesimista, quizá. Pero ya habíamos acordado que me iban a perdonar. Lleguemos a un acuerdo: ustedes no me crean, no me crean, yo voy a hablar y ustedes no me crean. Aun así, dejen que me exprese, aun así quédense con alguna de mis palabras. Pero aquí están los hijos de este viejo, de esta estirpe: uno está frente a ustedes en el banquillo de los acusados, a partir de ahora todo mi discurso será sobre él. De los otros solo hablaré por encima. De estos otros, el mayor es uno de esos jóvenes de ahora con una educación brillante, de inteligencia bastante potente y que, sin embargo, ya no cree en nada, que ya ha renegado de muchas cosas en su vida, y las ha borrado, demasiadas, exactamente igual que su padre. Todos le hemos oído, fue recibido con afecto en nuestro mundo. No callaba sus opiniones, todo lo contrario, lo que me hace ser valiente y hablar de él con cierta franqueza, claro que no de él como individuo particular, sino como miembro de la familia Karamázov. Ayer murió aquí (se suicidó a las afueras de la ciudad) un idiota enfermo muy ligado a esta causa; había sido el criado de Fiódor Pávlovich y, quizá, su hijo ilegítimo: Smerdiakov. Durante la instrucción preliminar me contó, entre lágrimas histéricas, que el joven Karamázov, Iván Fiódorovich, le había horrorizado con su incontinencia espiritual. «Según él, todo está permitido, sea lo que sea, y en adelante nada debe prohibirse, eso es lo que me enseñaba», decía. Parece que el idiota, por estas tesis que le enseñaron, se volvió definitivamente loco, aunque, por supuesto, en ese desorden mental también influyeron su mal caduco y toda la catástrofe que se había desencadenado en la casa. Pero este idiota soltó una observación muy curiosa, que honraría a un observador más inteligente que él, y por eso la menciono: «Si hay un hijo que, por carácter, se parece más a Fiódor Pávlovich, ése es Iván Fiódorovich». Y con esta observación interrumpo la descripción iniciada, pues creo que no está bien seguir. Oh, no quiero sacar más conclusiones y, como un cuervo agorero, adivinar solo ruina en un joven destino. Hoy hemos visto aquí, en esta sala, que la fuerza espontánea de la verdad todavía vive en su joven corazón, que los sentimientos de apego familiar todavía no han sido extinguidos por su falta de fe y su cinismo moral, adquirido éste más por herencia que por sufrimiento auténtico de sus ideas. Luego tenemos al otro hijo, oh, todavía es un niño, piadoso y humilde, en contraposición a la concepción del mundo sombría y corrupta de su hermano, y que busca aferrarse, por así decirlo, a los «principios nacionales» o a eso que se denomina con una palabrita compleja en determinados rincones teóricos de nuestra clase pensante.[19] Ya han visto, se aferró al monasterio, a punto estuvo de tomar los hábitos. Me parece que en él se ha manifestado, como inconscientemente y muy pronto, esa tímida desesperación con la que ahora muchos en nuestra pobre sociedad, asustados por su cinismo y su depravación y atribuyendo erróneamente todo el mal a la ilustración europea, se arrojan al «terruño», como dicen ellos, en un abrazo maternal, llamémoslo así, con la tierra natal, como niños asustados por fantasmas que ansían quedarse tranquilamente dormidos al pecho seco de su debilitada madre e, incluso, dormir toda su vida con tal de no ver los horrores que les asustan. Por mi parte, yo le deseo todo lo mejor a este joven bueno y talentoso, deseo que su joven benignidad y su aspiración a los principios del pueblo no se conviertan más tarde, como sucede con tanta frecuencia, en sombrío misticismo, en cuanto a moral se refiere, y en torpe chovinismo por el lado cívico, dos cualidades que quizá sean una amenaza mayor para la nación incluso que la temprana corrupción por culpa de lo erróneamente comprendido y de lo adquirido en vano de la ilustración europea, que es de lo que adolece su hermano mayor.
El misticismo y el chovinismo volvieron a arrancar aplausos. Y, claro está, Ippolit Kiríllovich estaba entusiasmado, aunque todo esto no tuviera mucho que ver con el caso, por no hablar de que resultaba bastante confuso, pero este hombre tísico y enrabiado tenía demasiadas ganas de expresarse al menos una vez en su vida. Después se diría en la ciudad que en la descripción de Iván Fiódorovich se había guiado por un sentimiento poco delicado, porque este último le había hecho morder el polvo públicamente en una o dos discusiones e Ippolit Kiríllovich, que no lo había olvidado, buscaba vengarse. Pero no sé si es posible sacar esta conclusión. En cualquier caso, todo esto había sido el preámbulo: a continuación el alegato fue más directo y pegado al tema.
—Y aquí tenemos al tercer hijo de un padre de una familia actual —continuó Ippolit Kiríllovich—, en el banquillo de los acusados, frente a nosotros. También están frente a nosotros sus proezas, su vida y sus obras: el momento ha llegado, todo se ha desplegado, todo se ha descubierto. En contraposición al «europeísmo» y a los «principios nacionales» de sus hermanos, él parece representar Rusia tal cual es, no todo, no toda, ¡Dios nos ampare si fuera toda! Y, sin embargo, aquí está ella, nuestra Rusita, puede olerse, sentirse, ¡madre! Ay, nosotros somos espontáneos, tenemos el bien y el mal sorprendentemente mezclados, somos unos apasionados de la Ilustración y de Schiller[20] y, al mismo tiempo, alborotamos por las tabernas y arrancamos la barba a los borrachines, a nuestros compañeros de botella. Sí, solemos ser buenos y maravillosos, pero solo cuando nos va bien a nosotros mismos. Por el contrario, estamos casi poseídos —en efecto poseídos— por los más nobles ideales, pero solo con la condición de que se realicen solos, de que aparezcan sobre la mesa como caídos del cielo y, lo más importante, que sean gratis, gratis, que no haya que pagar nada por ellos. No nos gusta nada pagar, pero sí nos gusta mucho cobrar, y así con todo. Ah, dadnos todos los bienes posibles de la vida (exactamente todos los posibles, no nos resignamos a menos) y, sobre todo, no os opongáis lo más mínimo a mis costumbres y, entonces, os demostraremos que podemos ser buenos y maravillosos. No somos codiciosos, no: sin embargo, dadnos dinero, más, mucho más, todo cuanto sea posible, y veréis con qué generosidad, con qué desprecio del vil metal lo despilfarramos en una sola noche de juerga vertiginosa. Y, si no nos dan el dinero, os mostraremos cómo sabemos conseguirlo cuando lo deseamos mucho. Pero ya hablaremos de eso, vayamos por orden. Primero, tenemos delante a un pobre niño abandonado, ay, «sin botas en el patio de atrás», como ha dicho hace poco nuestro honorable y estimado conciudadano de procedencia extranjera. Vuelvo a repetirlo: ¡no voy a cederle a nadie la defensa del acusado! Seré fiscal y abogado. Sí, señor, nosotros también somos personas, somos humanos, y sabemos sopesar cuánto pueden influir en el carácter las primeras impresiones de la niñez y del hogar familiar. Y entonces el niño ya ha crecido, es un joven, un oficial al que destierran a una remota ciudad fronteriza de nuestra bendita Rusia por su conducta violenta y por batirse en duelo. Allí sirve, se va de juerga y, ya se sabe, a gran río, gran puente. Necesitamos recursos, ante todo recursos, y entonces, después de largos litigios, su padre y él pactan los últimos seis mil rublos que le son enviados. Fíjense en que él extiende un documento y en que existe una carta suya en la que prácticamente renuncia al resto y con esos seis mil se termina la disputa con su padre por la herencia. Entonces conoce a una joven de gran carácter y educación. Huy, no me atrevo a repetir los pormenores, acaban de oírlos ustedes, hay honor, hay espíritu de sacrificio, así que yo guardaré silencio. La imagen del joven frívolo y libertino pero que se inclina ante la auténtica nobleza, ante una idea suprema, se nos ha aparecido despertando gran simpatía. Pero justo después, en esta misma sala del juzgado, inesperadamente se nos mostró el reverso de la medalla. De nuevo no me atrevo a hacer suposiciones y me abstendré de analizar por qué ha sucedido. Aunque hubo razones para que sucediera. La misma persona, llorando por una indignación largamente oculta, nos informa de que el mismo de antes la ha despreciado por su proceder imprudente, irresistible, pero aun así sublime, generoso. En el novio de la muchacha se deslizó esa sonrisa burlesca, lo único que ella no podía soportar de él. Sabiendo que él ya la había traicionado (la había traicionado convencido de que en adelante ella debía soportar cualquier cosa de él, incluso la traición), sabiendo esto, ella le ofrece a propósito tres mil rublos y claramente, demasiado claramente le da a entender que le está ofreciendo dinero para que la traicione: «¿Qué harás, lo aceptarás? ¿Vas a ser tan cínico?», le dice ella en silencio con mirada juzgadora y penetrante. Él la mira, comprende perfectamente su idea (él mismo ha reconocido aquí que lo había comprendido) y se apropia sin reservas de los tres mil y ¡los derrocha en dos días con su nueva amante! ¿Qué debemos creer? ¿La primera leyenda, el arranque de sublime nobleza que entrega sus últimos medios de vida y se inclina ante la virtud, o el reverso de la medalla, tan detestable? Normalmente en la vida, ante los dos extremos de la verdad, hay que buscar el centro; en el presente caso no es así. Lo más probable es que en el primer caso él fuera sinceramente noble, y en el segundo mezquino, también sinceramente. ¿Por qué? Porque somos de naturaleza amplia, somos Karamázov, aquí es donde quiero llegar, capaces de tener todos los extremos posibles y de contemplar al mismo tiempo dos abismos, uno encima de nosotros, el abismo de los grandes ideales, y otro debajo, el abismo de la decadencia más ruin y nauseabunda. Recuerden la brillante idea expresada recientemente por un observador joven que ha examinado de cerca y en profundidad a toda la familia Karamávoz, el señor Rakitin: «La sensación de decadencia ruin es igual de imprescindible para esas naturalezas desenfrenadas, impetuosas, como la sensación de gran nobleza», y es verdad: ellos necesitan continua e incesantemente esa mezcla poco natural. Dos abismos, señores, dos abismos y en el mismo momento, sin ellos somos desgraciados y nos sentimos insatisfechos, nuestra existencia está incompleta. Somos extensos, extensos igual que nuestra madre Rusia, lo abarcamos todo y vivimos en armonía con todo. Por cierto, señores del jurado, nos hemos referido a los tres mil rublos y voy a permitirme anticiparme un poco. Imaginen por un momento que esta persona que ya ha conseguido el dinero, además de qué forma, con qué vergüenza, mediante la mayor humillación, bueno, pues imagínense que ese mismo día estuvo en condiciones de apartar la mitad, coserla a un escapulario y después durante un mes tener la fuerza de llevarla al cuello, ¡a pesar de todas sus tentaciones y excesivas necesidades! Ni en sus borracheras por las tabernas, ni cuando tuvo que irse de la ciudad para conseguir a saber de quién el dinero que tanto necesitaba para arrancar a su amada de las tentaciones de su rival, su propio padre, él no se decide a tocar ese escapulario. Aunque, precisamente para no dejar que su amada fuera tentada por el viejo, de quien tantos celos tenía, debería haber descosido el escapulario y haberse quedado en casa vigilando constantemente a su amada, esperando el momento en que al fin le dijera: «Soy tuya», para irse con ella lo más lejos posible de este ambiente fatídico. Pero no, él no toca ese talismán, ¿con qué pretexto? El primer pretexto, ya lo hemos dicho, era tener con qué marcharse cuando le dijeran: «Soy tuya, llévame donde quieras». Pero este primer pretexto, según las propias palabras del acusado, palideció ante el segundo. Mientras llevara encima el dinero «soy un canalla, no un ladrón», dice, pues siempre puedo ir a ver a mi novia, a la que he agraviado, mostrarle la mitad de la suma de la que me he apropiado de mala fe y decirle: «¿Lo ves? He estado de juerga con la mitad de tu dinero y así te he demostrado que soy un hombre débil e inmoral y, si quieres, un canalla (por decirlo con las palabras del acusado), pero aunque soy un canalla, no soy un ladrón, pues, si fuera un ladrón, no te traería el dinero que me queda, sino que me lo habría quedado, como la otra mitad». ¡Una explicación sorprendente! Ese mismo hombre enfurecido, pero débil, que no pudo evitar la tentación de aceptar tres mil rublos con tanta vergüenza, ese mismo hombre siente de pronto tal firmeza estoica y lleva al cuello miles de rublos ¡sin atreverse a tocarlos! ¿Coincide esto de alguna manera con el carácter que hemos examinado! No, y voy a permitirme contarles cómo habría actuado en esa situación el auténtico Dmitri Karamázov, si de verdad se hubiera decidido a coser el dinero al escapulario. Ante la primera tentación, para agasajar de nuevo a su nueva amada, con la que despilfarró la primera mitad del dinero, habría descosido el escapulario y separado, no sé, pongamos que primero solo cien rublos, pues tampoco es indispensable devolver la mitad, esto es, mil quinientos, es suficiente con mil cuatrocientos; aún podía decir: «Soy un canalla, pero no un ladrón, porque te he traído mil cuatrocientos rublos, y un ladrón se habría quedado con todo y no te habría traído nada». Después, pasado un tiempo, volvería a descoser el escapulario y a sacar unos segundos cien, después unos terceros, unos cuartos y para fin de mes ya estaría sacando los penúltimos cien; llevaría al menos cien, y aun así podría decir: «Soy un canalla, no un ladrón. He gastado veintinueve billetes de cien, pero he devuelto uno, un ladrón no lo habría devuelto». Finalmente, tras gastarse esos penúltimos cien, miraría los últimos y se diría: «En realidad, no merece la pena devolver solo cien, ¡vamos a gastarlos!». Así habría actuado el auténtico Dmitri Karamázov, el que conocemos. Es imposible imaginarse algo más contradictorio con la realidad que la historia del escapulario. Es posible presuponer cualquier cosa, excepto eso. Pero ya volveremos sobre esta cuestión.
Tras recalcar por orden todo lo que se había conocido en el curso del juicio sobre las disputas patrimoniales y las relaciones familiares entre padre e hijo e infiriendo una vez más que, según los datos conocidos, no había la más mínima posibilidad de determinar la repartición de la herencia, quién había contado de más y quién de menos, Ippolit Kiríllovich mencionó a los expertos médicos a propósito de los tres mil rublos metidos en la cabeza de Mitia como una idea fija.
—Los expertos médicos se han esforzado en demostrarnos que el acusado no está en su sano juicio y que es un maniaco. Yo afirmo que sí está en su juicio, y lo que es peor: si no lo hubiera estado, habría sido bastante más inteligente. En cuanto a lo de que sea un maniaco, estaría de acuerdo pero solo en un punto, aquel en el que los expertos han señalado la visión del acusado respecto a los tres mil rublos que supuestamente su padre no le pagó. No obstante quizá se pueda encontrar un punto de vista mucho más inmediato para explicar la exaltación constante del acusado a cuenta de ese dinero que su disposición a la locura. Por mi parte, coincido plenamente con la opinión del joven médico, quien considera que el acusado goza y ha gozado de plenas y normales facultades mentales, y que solo estaba irritado y rabioso. Ése es el caso: no son los tres mil rublos, no era la cantidad en sí el objeto de su rabia continua y frenética, sino que existía una causa especial que despertó su ira: ¡los celos!
Aquí Ippolit Kiríllovich desarrolló ampliamente el cuadro de la fatídica pasión del acusado por Grúshenka. Empezó desde el mismo momento en que el acusado se dirigió a ver a una «persona joven» para «zurrarla», explicó Ippolit Kiríllovich utilizando las palabras de él, «pero en lugar de zurrarla se quedó a sus pies, y así empezó su amor. Al mismo tiempo el viejo, el padre del acusado, pone los ojos en esa misma persona, una coincidencia sorprendente y funesta, pues ambos corazones se inflamaron a la vez, aunque tanto el uno como el otro ya conocían y habían visto a esa persona, pero ambos corazones se encendieron con una pasión irrefrenable, con la pasión propia de los Karamázov. Tenemos la confesión de ella: “Yo me burlaba de ambos”. Sí, de pronto ella quiso burlarse de los dos, antes no, pero de repente se le metió en la cabeza ese propósito, y todo acabó con que ambos cayeron rendidos ante ella. El viejo, que adoraba al dinero como a un dios, enseguida dispone tres mil rublos solo para que ella visite su morada, pero poco después llega a un punto en que podría encontrar la felicidad en el hecho de poner a los pies de ella su nombre y toda su fortuna con tal de que acceda a convertirse en su legítima esposa. Tenemos testimonios sólidos de esto. En cuanto al acusado, su tragedia es patente, está delante de nosotros. Pero ése era el “juego” de la joven. Al infeliz joven la hechicera no le da ni esperanzas, pues solo le dio esperanzas, esperanzas auténticas en el último momento, cuando él, de rodillas ante su torturadora, le tendió unas manos que ya estaban manchadas con la sangre de su padre y rival: justo en esta posición fue detenido. “¡Enviadme con él a prisión! ¡Yo le he llevado a esto! ¡Yo soy la mayor culpable”, exclamaba la mujer sinceramente arrepentida en el momento de la detención. Un joven de talento que ha tomado a su cargo la tarea de describir el presente caso —el señor Rakitin, al que ya he citado—, en unas pocas frases cortas y características, define el carácter de esta heroína: “Una prematura desilusión, un prematuro engaño y caída, la traición del novio o seductor que la abandonó, después la pobreza, la maldición de su respetable familia y, finalmente, la protección de un viejo rico, al que, por lo demás, ella todavía considera su benefactor. En un corazón joven, que puede que encierre muchas cosas buenas, se refugió la ira demasiado pronto. Se formó una persona cautelosa, que acumulaba capital. Se formó la burla malvada y las ganas de vengarse de la sociedad”. Después de esta descripción, está claro que ella fue capaz de burlarse de ambos solo como un juego, como un juego rabioso. Y en ese mes de amor desesperado, de decadencias morales, de traicionar a su novia y apropiarse de un dinero ajeno confiado a su honor, el acusado llega casi a la histeria, a la locura, por culpa de sus incesantes celos ¿de quién? ¡De su propio padre! Además, el viejo insensato tienta y seduce al objeto de su pasión con los tres mil rublos que el hijo considera su patrimonio, la herencia de su madre, por lo que censura a su padre. Estoy de acuerdo, ¡fue muy duro suportarlo! Es posible que apareciera la manía. Pero no se trataba del dinero, sino de que por ese dinero y por un cinismo tan repugnante ¡se desmoronaba su felicidad!».
A continuación Ippolit Kiríllovich pasó a cómo había nacido paulatinamente en el acusado la idea del parricidio, y la examinó paso a paso.
—Al principio solo gritamos por las tabernas, todo un mes estuvimos gritando. Ay, nos gusta estar con gente e informarla de todo, incluso de nuestras ideas más infernales y peligrosas, nos gusta departir con la gente y, no se sabe por qué, enseguida reclamamos que la gente nos responda con plena simpatía, que se identifique con nuestras preocupaciones e inquietudes, que nos haga coro y no se oponga a nuestras costumbres. O nos enfadaremos y destruiremos la taberna. —Y siguió el relato sobre el capitán asistente Sneguiriov—. Quienes vieron y oyeron al acusado ese mes acabaron teniendo la sensación de que quizá ya no se tratara solo de gritar y amenazar al padre, sino de que ante tal frenesí era posible que de las amenazas pasara a los hechos. —Y el fiscal describió el encuentro familiar en el monasterio, las conversaciones con Aliosha y la escena escandalosa y violenta en la que el acusado irrumpió en casa de su padre después de comer—. No pretendo asegurar —continuó Ippolit Kiríllovich— que antes de esta escena el acusado ya hubiera decidido deliberada e intencionadamente terminar con su padre. No obstante, la idea se le había ocurrido varias veces y él le había dado varias vueltas, y tenemos datos al respecto, testigos y su confesión. Señores del jurado, he de confesar —agregó Ippolit Kiríllovich— que hasta hoy había vacilado en presuponerle al acusado premeditación plena y consciente de su crimen. Estaba firmemente convencido de que su alma había considerado repetidas veces el momento fatídico, pero que solo lo había considerado, lo había imaginado como una posibilidad, pero aún no había calculado ni el momento de su realización ni las circunstancias. Pero he vacilado hasta hoy, hasta que he visto el fatal documento presentado al tribunal por la señorita Verjóvtseva. Ustedes mismos han podido oír su expresión: «¡Es un plan, es el programa del asesinato!», así ha definido ella la infeliz carta «ebria» del infeliz acusado. Y, en efecto, esa carta supone un plan, supone premeditación. Está escrita dos días antes del crimen, así que ahora sabemos con seguridad que dos días antes de ejecutar su terrible plan, el acusado juró que, si al día siguiente no conseguía dinero, mataría a su padre para quitarle de debajo de la almohada «el sobre con la cintita roja, en cuanto Iván se vaya». Escuchen: «en cuanto Iván se vaya», así que ya estaba todo bien pensado, las circunstancias sopesadas y, bueno, ¡después todo sucedió como en el escrito! La premeditación y la deliberación son indudables, el crimen debía cometerse para hacerse con el dinero, está anunciado, está escrito y firmado. El acusado ha reconocido su firma. Ustedes dirán: lo escribió borracho. Pero eso no le quita importancia, es más, escribió en estado de embriaguez lo que había tramado sobrio. De no haberlo tramado sobrio, no lo habría escrito borracho. Puede que digan: ¿para qué iba a proclamar sus intenciones por las tabernas? Quien ha decidido un asunto así premeditadamente, guarda silencio y disimula. Es cierto, pero lo proclamaba cuando aún no era un plan ni algo premeditado, sino solo un deseo, un propósito madurando. Después ya gritaba menos. La tarde que escribió la carta en la taberna Ciudad Capital, en contra de su costumbre, estuvo callado, no jugó al billar, se sentó aparte, no habló con nadie y solo echó del local a un tendero, pero fue casi inconscientemente, por esa afición suya a pelearse sin la que no podía pasarse cuando iba a la taberna. Cierto que, junto con la decisión definitiva, al acusado también debió de pasársele por la cabeza el temor de haberlo proclamado en exceso por la ciudad y que esto podría servir como prueba para acusarle cuando cumpliera lo que había tramado. Pero qué se le iba a hacer, ya lo había divulgado, no se podía deshacer y, si hasta entonces lo había dejado todo al azar, ahora también. ¡Confiábamos en nuestra estrella, señores! Debo además reconocer que hizo muchas cosas para evitar el momento fatídico, que dedicó muchos esfuerzos para no llegar a una solución sangrienta. «Mañana voy a pedir tres mil rublos a todo el mundo —escribe él con su original lenguaje—, si no me los dan, se derramará la sangre.» ¡De nuevo escrito en estado de embriaguez y de nuevo ejecutado ya sobrio, siguiendo lo que ha escrito!
Empezó así Ippolit Kiríllovich una descripción detallada de todos los esfuerzos de Mitia por procurarse dinero y evitar así el crimen. Describió sus aventuras con Samsónov, su viaje a ver a Liagavy, todo según la documentación.
—Extenuado, ridiculizado, hambriento, habiendo vendido un reloj para el viaje (aunque al parecer llevaba encima mil quinientos rublos, ¡al parecer!), torturado por los celos ya que había dejado al objeto de su amor en la ciudad, sospechando que, al no estar él, ella iría a ver a Fiódor Pávlovich, por fin regresa a la ciudad. ¡Gracias a Dios! Ella no había estado con Fiódor Pávlovich. La acompaña a casa de su protector, de Samsónov. (Cosa extraña, de Samsónov no tenemos celos, lo que es una particularidad psicológica muy característica de este caso.) A continuación corre a su puesto de vigilancia en el «patio trasero» y aquí se entera de que a Smerdiakov le ha dado un ataque, de que el otro criado está enfermo: el camino está libre y conoce las «señales», ¡qué tentación! No obstante, se resiste; va a ver a una residente temporal de la ciudad muy respetada por todos, a la señora Jojlakova. Esta dama, que se ha compadecido de su destino, le ofrece un consejo muy juicioso: dejar todas esas juergas, ese amor indecente, los correteos por las tabernas, la inútil pérdida de su vigor juvenil, y partir a las minas de oro de Siberia: «Allí hay una salida para su impetuosidad, para su carácter novelesco y sediento de aventuras».
Tras describir el desenlace de esta conversación y el momento en que el acusado recibió la noticia de que Grúshenka no estaba en casa de Samsónov, tras describir el frenesí instantáneo de una persona desgraciada, celosa y con los nervios destrozados ante la idea de que ella le había engañado y que justo en ese momento estaba en casa de Fiódor Pávlovich, Ippolit Kiríllovich terminó llamando la atención sobre el fatal significado de un hecho:
—De haberle dicho la criada que su amada estaba en Mókroie con el «anterior» e «indiscutible», nada habría sucedido. Pero a ella le confundió el miedo, solo juraba e imploraba, y si el acusado no la mató allí mismo fue porque salió a todo correr en busca de la traidora. Pero fíjense en que, a pesar de estar fuera de sí, se llevó consigo la mano de cobre. ¿Por qué esa mano, por qué no otra arma? Si hemos estado un mes entero contemplando la escena y preparándonos para ella, en cuanto vislumbramos algo parecido a un arma, nos lo llevamos. Todo un mes hemos estado imaginando que cualquier objeto puede servir de arma. Por eso inmediatamente, sin dudar, lo hemos reconocido como arma. Por eso no fue de forma inconsciente, no fue sin querer el que se llevara esa mano fatídica. Ya lo tenemos en el jardín de su padre, el camino está libre, no hay testigos, es tarde, oscuridad y celos. La sospecha de que ella está ahí, de que se está burlando de él, se ha apoderado de su alma. Y no es una simple sospecha: ya no hay sospecha que valga, el engaño es claro, evidente, ella está ahí, en esa habitación iluminada, ella está ahí con él, detrás de los biombos… Entonces el infeliz se aproxima furtivamente a la ventana, mira por ella con respeto, se resigna mesurado y se marcha prudentemente, se aleja cuanto antes de la desgracia, para que no pase nada peligroso ni inmoral. Y quieren convencernos de esto a nosotros, a nosotros, que conocemos la naturaleza del acusado, que comprendemos en qué estado se encontraba, en un estado que conocemos por los hechos y, lo más importante, ¡cuando él conocía las señales que podían hacerle entrar en la casa!
Aquí, con motivo de las «señales», Ippolit Kiríllovich se olvidó por un momento de la acusación y encontró indispensable extenderse sobre Smerdiakov para cerrar definitivamente el paréntesis sobre la hipótesis de que Smerdiakov fuera el culpable del asesinato y acabar con semejante idea de una vez y para siempre. Lo hizo a fondo y todos comprendimos que, a pesar de que había expresado su desprecio por esa suposición, la consideraba muy importante.
—En primer lugar, ¿de dónde ha salido esa suposición? —empezó preguntando Ippolit Kiríllovich—. El primero en proclamar que Smerdiakov era el asesino fue el propio acusado en el momento de su detención y, sin embargo, desde ese primer grito hasta este momento, en el juicio, no ha presentado ni una sola prueba que corrobore tal acusación. Ni hay pruebas ni indicios de pruebas con sentido. Después han corroborado esa acusación tres personas: los dos hermanos del acusado y la señorita Svetlova. El hermano mayor del acusado nos ha informado de sus sospechas hoy, enfermo, con un acceso de delirio indiscutible y fiebre, pero en los dos meses anteriores, como bien sabemos, compartía la opinión de que su hermano era culpable, ni siquiera intentó oponerse a la idea. Pero ya nos ocuparemos de esto más adelante. Además, el hermano menor del acusado acaba de exponer que no tiene ninguna prueba, ni la más mínima, que corrobore su idea sobre la culpabilidad de Smerdiakov, y que lo deduce de las palabras del propio acusado y de «la expresión de su cara», sí, esta colosal prueba ha sido dos veces pronunciada por el hermano. La expresión utilizada por la señorita Svetlova ha sido aún más colosal: «Creed lo que diga el acusado, no es un hombre de los que mienten». Y éstas son todas las pruebas fácticas que tienen contra Smerdiakov estas tres personas, demasiado interesadas en el destino del acusado. Mientras, la acusación se propagaba y se mantenía, y aún se mantiene, pero ¿es creíble? ¿Es concebible?
Ippolit Kiríllovich encontró necesario esbozar ligeramente el carácter del difunto Smerdiakov, «quien había puesto fin a su vida en un ataque de delirio enfermizo y de locura». Le presentó como un hombre de poca inteligencia, con rudimentos de cierta educación confusa, aturullado por ideas filosóficas que no estaban al alcance de su inteligencia y asustado por algunas teorías contemporáneas sobre el deber y la obligación que le habían explicado de forma práctica —con la vida desordenada de su difunto señor y, quizá, su padre, Fiódor Pávlovich— y teórica —en diferentes y extrañas conversaciones filosóficas con el hijo mayor del señor, con Iván Fiódorovich, quien de buena gana se permitía estas distracciones, probablemente por aburrimiento o por necesidad de burlarse, y no encontró otro mejor de quien reírse.
—Él personalmente me habló de su estado espiritual en los últimos días de estancia en casa de su señor —explicó Ippolit Kiríllovich—, y que otros también certifican: el acusado, el hermano de éste e incluso el criado Grigori, es decir, todos los que debían conocerle bastante bien. Además, abrumado por el mal caduco, Smerdiakov era «cobarde como una gallina». «Cayó a mis pies y me los besó —nos contó el acusado cuando aún no se daba cuenta del perjuicio que suponía esa información—, era una gallina con mal caduco», así se expresó él con su peculiar lenguaje. Y es a éste a quien el acusado (tal como él ha confirmado) elige para hombre de confianza, y le asusta tanto que accede a hacer de espía y de transmisor para él. En calidad de echadizo de la casa traiciona a su señor, informa al acusado de la existencia del sobre con dinero y de las señales con las que se puede llegar hasta el señor, y ¡cómo no contárselo! «¡Me matarán, sé que me matarán!», decía durante la instrucción, tiritando y temblando incluso ante nosotros a pesar de que el torturador que le tenía atemorizado ya había sido detenido y no podía castigarle. «Desconfiaba de mí a cada minuto y yo, por miedo, solo para calmar su furia, corría a contarle cualquier secreto, para que el señor pudiera ver mi inocencia y me dejara ir vivo.» Estas fueron sus palabras, yo tomaba notas y se me quedaron grabadas. «En cuanto me grita, caigo de rodillas ante él.» Al ser un joven de naturaleza honesta y habiéndose ganado por ello la confianza de su señor, que había distinguido su honradez cuando le devolvió un dinero que había perdido, es muy posible que el infeliz Smerdiakov sufriera terriblemente, arrepentido por la traición a su señor, al que tanto quería por ser su benefactor. Los que sufren del mal caduco, según atestiguan los principales psiquiatras, son propensos a inculparse incesante y enfermizamente. Sufren por toda clase de «culpabilidad», se atormentan por los remordimientos a menudo sin fundamento alguno, exageran e incluso se inventan diferentes faltas y crímenes. Y una persona así se convirtió realmente en culpable y criminal por culpa del miedo y la intimidación. Además, tenía el fuerte presentimiento de que nada bueno podía ocurrir, dado el cariz que estaban tomando las circunstancias. Cuando el hijo mayor de Fiódor Pávlovich, Iván Fiódorovich, partía hacia Moscú justo antes de la catástrofe, Smerdiakov le rogó que se quedara, sin atreverse a contarle clara y categóricamente, por su habitual cobardía, sus recelos. Se limitó a hacer alusiones, pero nadie las comprendió. Hay que señalar que él veía a Iván Fiódorovich como una defensa, una garantía de que, mientras éste estuviera en casa, no sucedería ninguna desgracia. Recuerden la expresión en la carta «ebria» de Dmitri Karamázov: «Mataré al viejo en cuanto se vaya Iván»; es decir, que la presencia de Iván Fiódorovich les parecía a todos garantía de tranquilidad y orden en la casa. Y entonces Iván Fiódorovich se marcha y casi al mismo tiempo, una hora después de la marcha del joven señor, Smerdiakov sufre un ataque. Es completamente comprensible. Hay que recordar que en los últimos días, abrumado por el miedo y desesperado, había sentido especialmente la posibilidad de que se aproximara un ataque, como ya le había pasado antes en momentos de tensión moral y de conmoción. Por supuesto no se puede adivinar el día y la hora de esos ataques, pero la disposición a ellos sí que puede percibirla de antemano un epiléptico. Eso dice la medicina. Así que nada más partir Iván Fiódorovich, Smerdiakov, bajo la impresión de su orfandad, llamémoslo así, y de su desamparo, va al sótano a hacer sus quehaceres, baja por las escaleras y piensa: «¿Me dará o no me dará un ataque? ¿Y si me da ahora?». Y precisamente por esa disposición, por esa aprensión, por esas preguntas, le ataca un espasmo en la garganta, que precede siempre a la epilepsia, y sale disparado sin conocimiento hasta el fondo del sótano. Y en esta casualidad natural se están ingeniando para ver algo sospechoso, algún testimonio, algún indicio de que se había fingido enfermo ¡a propósito! Pero, si fue a propósito, entonces surge la pregunta: ¿para qué? ¿Contando con qué? ¿A qué fin? No diré nada de la medicina; dicen que la ciencia miente, que la ciencia se equivoca, que los médicos no han sabido distinguir entre lo real y lo simulado, es posible, sí. Pero respóndame a esta pregunta: ¿para qué iba a querer fingir? ¿Para, habiendo tramado un asesinato, atraer con el ataque antes y más rápido la atención sobre la casa? Vean, señores del jurado, en casa de Fiódor Pávlovich la noche del crimen hubo cinco personas: en primer lugar, el propio Fiódor Pávlovich, pero él no se mató a sí mismo, esto está claro; en segundo lugar, su criado Grigori, al que casi matan; en tercero, la mujer de Grigori, la criada Marfa Ignátievna, pero imaginársela matando a su señor es simplemente vergonzoso. Quedan, por consiguiente, dos: el acusado y Smerdiakov. Pero, puesto que el acusado asegura que él no le mató, entonces tuvo que ser Smerdiakov, no hay otra opción, pues no se ha encontrado a nadie más, ya no vamos a elegir otro asesino. Probablemente de aquí viene esa acusación «taimada» y colosal contra el desgraciado idiota que ayer se suicidó. Porque ya no había nadie más. Si hubiera habido aunque fuera una sombra, una sospecha de otro, de una sexta persona, estoy convencido de que hasta el acusado sentiría vergüenza de haber señalado a Smerdiakov y señalaría a esa sexta persona, pues acusar a Smerdiakov de este asesinato es completamente absurdo.
»Señores, dejemos la psicología, dejemos la medicina, dejemos incluso la lógica, centrémonos en los hechos, única y exclusivamente en los hechos, y veamos qué nos dicen. Fue Smerdiakov, pero ¿cómo? ¿Solo o con ayuda del acusado? Empecemos examinando el primer supuesto, es decir, que lo hizo Smerdiakov solo. Por supuesto, si lo mató, sería por alguna razón, por algún beneficio. Pero, sin tener ni sombra de motivos para el asesinato como los tiene el acusado, esto es, odio, celos, etcétera, etcétera, Smerdiakov solo podría haber matado por dinero, para apropiarse de esos tres mil rublos, los que había visto guardar en un sobre. Tras urdir el asesinato, le cuenta a otra persona (al mayor interesado además, al acusado) todas las circunstancias del dinero y las señales: dónde está el sobre, qué tiene escrito, con qué está envuelto el dinero y, lo más importante, le cuenta las “señales” con las que se puede entrar a la casa. ¿Por qué lo hace? ¿Para delatarse? ¿O para buscarse un rival que también quiera entrar y hacerse con el sobre? Ahora me dirán que se lo contó por miedo. Pero ¿cómo es eso? ¿Una persona que no ha pestañeado en tramar algo tan audaz y atroz y en llevarlo a cabo después va y cuenta una información que solo él conoce y que nadie en el mundo habría adivinado nunca si él hubiera callado? No, por muy cobarde que sea, si hubiera tramado algo así, no le habría contado a nadie lo del sobre y las señales, pues eso habría sido delatarse. Se habría inventado otra cosa, habría contado alguna mentira en caso de que le hubieran exigido información, pero ¡eso se lo habría callado! Por el contrario, repito, si hubiera callado al menos lo del dinero, y después de matar se hubiera apoderado de él, nadie le habría podido acusar nunca de haber asesinado para robar, pues nadie excepto él había visto ese dinero, nadie sabía que estaba en la casa. E incluso si le acusaban, habría que considerar algún otro motivo para el asesinato. Pero, puesto que previamente nadie ha reparado en otros motivos, al contrario, todos hemos visto que era el preferido de su señor, que gozaba de su confianza, sería el último de quien se sospechara, se sospecharía primero de aquel que tuviera motivos, de quien ha ido proclamando que los tenía, de quien no los ha ocultado, sino que los ha manifestado delante de todo el mundo, en una palabra, se sospecharía del hijo del muerto, de Dmitri Fiódorovich. Smerdiakov habría matado y robado, pero se culparía a su hijo. ¿No sería esto beneficioso para el Smerdiakov asesino? Pues aun así, Smerdiakov, habiendo tramado el asesinato, le habla al hijo, a Dmitri, del dinero, del sobre y de las señales, ¡qué lógico, qué evidente!
»Llega el día señalado para el asesinato y Smerdiakov se cae, fingiendo, en un ataque del mal caduco, ¿para qué? Ah, claro, primero para que el criado Grigori, que tenía preparada su cura, al ver que no había nadie para cuidar la casa, quizá aplace la cura y se ponga a vigilar. Segundo, para que el señor, al ver que nadie va a vigilar, y temiendo muchísimo que venga su hijo (algo que no ha ocultado) redoble su desconfianza y su precaución. Y por fin lo más importante: para que a él, a Smerdiakov, herido por el ataque, lo trasladen de la cocina, donde dormía siempre separado de los demás y donde tenía su entrada y salida propia, al otro extremo del pabellón, a los aposentos de Grigori, con ellos dos al otro lado del tabique, a tres pasos de su cama, como se había hecho desde siempre en cuanto sufría un ataque, siguiendo las disposiciones del señor y de la compasiva Marfa Ignátievna. Aquí, para fingirse aun más enfermo, probablemente empezaría a gemir tras el tabique, esto es, les tendría despiertos toda la noche (y así fue según el testimonio de Grigori y de su mujer), y todo ¡para levantarse más cómodamente y matar a su señor!
»Quizá ahora me digan que precisamente fingió para que no pensaran en él, pues estaba enfermo, y que le habló al acusado del dinero y de las señales precisamente para que éste se sintiera tentado y le matara él mismo y, una vez que lo ha hecho, se marcha y se lleva el dinero y, quizá así monte ruido, escándalo, despierte a los testigos, y entonces es cuando Smerdiakov se levanta y va a… ¿a hacer qué? Claro, a matar otra vez al señor y a llevarse otra vez el dinero que ya se han llevado. Señores, ¿se están riendo? Vergüenza me da hacer estas suposiciones, pero imagínense, esto precisamente es lo que afirma el acusado: después de que yo saliera de la casa —dice—, tras derribar a Grigori y causar alarma, Smerdiakov se levantó, mató y robó. Y ya no voy a hablar de cómo pudo Smerdiakov calcular todo eso con antelación, prever con exactitud que el hijo enojado y rabioso iría únicamente a mirar por la ventana con respeto y que, aun conociendo las señales, se retiraría para dejarle a él, a Smerdiakov, todo el botín. Señores, se lo pregunto en serio: ¿en qué momento Smerdiakov pudo haber cometido el crimen? Señálenme ese momento, pues sin él es imposible acusarle.
»“Quizá el ataque fue auténtico. El enfermo vuelve en sí de repente, oye gritos, sale”, bien, así que echa un vistazo y se dice: ¿y si voy a matar al señor? Y ¿cómo sabía lo que había sucedido, si hasta ese momento había estado sin conocimiento? Por lo demás, señores, hasta la fantasía tiene un límite.
»“¿Y si —dirán los perspicaces—, y si los dos estaban de acuerdo? ¿Y si lo mataron los dos juntos y se repartieron el dinero?”
»Sí, en efecto, es una sospecha seria y, en primer lugar, corroborada por importantes pruebas: uno le mata y hace todo el trabajo mientras el otro cómplice está sin hacer nada, tras haber fingido un ataque del mal caduco precisamente para despertar sospechas en todos, para alarmar al señor y a Grigori. Sería interesante conocer los motivos por los que ambos cómplices llegaron a inventar un plan tan disparatado. Pero quizá no hubiera una colaboración activa por parte de Smerdiakov, sino pasiva y dolorosa, por así decirlo: quizá el atemorizado Smerdiakov solo accediera a no oponerse al asesinato y, presintiendo que podían acusarle de haber permitido la muerte de su señor por no gritar, por no oponer resistencia, se aseguró el permiso de Dmitri Karamázov para guardar cama por un supuesto ataque “y tú mátalo como te venga bien, eso ya no es cosa mía”. Pero, de ser así, el ataque causaría sobresalto en la casa y, previéndolo, Dmitri Karamázov nunca habría estado de acuerdo con esa condición. Pero voy a conceder que estuvo de acuerdo: de todas formas, resulta que Dmitri Karamázov es el asesino, el asesino e instigador, mientras que Smerdiakov es solo un participante pasivo, puede que ni siquiera participante, sino solo consentidor por miedo y en contra de su voluntad, lo que un tribunal podría distinguir perfectamente. Así que ¿qué es lo que tenemos? Nada más ser detenido, el acusado se lo carga todo a Smerdiakov y le culpa solo a él: lo ha hecho él, dice, él ha asesinado y robado, ¡es cosa suya! Pero ¿qué clase de cómplices son esos que enseguida empiezan a hablar el uno del otro? Esto no sucede nunca. Y fíjense en el riesgo para Karamázov: él es el principal asesino, el otro no, el otro solo es un consentidor que duerme tras un tabique, y él va y se lo carga todo al enfermo. Porque el enfermo puede enfadarse y, por instinto de supervivencia, reconocer la pura verdad: ambos participamos, pero yo no le maté, yo solo lo permití, lo consentí, por miedo. Porque Smerdiakov podía comprender que un tribunal distinguiría enseguida su grado de culpabilidad y, por consiguiente, podía contar con que, si le castigaban, serían muchísimo menos duros que con el principal asesino que pretende culparle de todo. Y entonces seguro que habría confesado. Sin embargo, esto no ha sucedido. Smerdiakov no ha dicho ni palabra de una colaboración, a pesar de que el asesino ha insistido en acusarle y continuamente le señalaba como único asesino. Es más, en el curso del sumario fue Smerdiakov quien reveló que él había hablado con al acusado del sobre con el dinero y de las señales y que sin él nunca lo habría averiguado. Si de verdad fuera cómplice y culpable, ¿habría contado con tanta facilidad en el sumario que fue él quien informó al acusado? Al contrario, habría empezado a negarlo, a tergiversar los hechos y a atenuarlos. Pero ni tergiversó ni atenuó. Y eso solo puede hacerlo un inocente que no teme que le acusen de complicidad. He aquí que ayer él, en un ataque de melancolía enfermiza por culpa de su mal caduco y de toda la catástrofe desencadenada, se ahorcó. Y dejó una nota escrita con un estilo peculiar: “Me destruyo por voluntad y deseo propio, que no se acuse a nadie”. ¿Qué le hubiera costado añadir a la nota: yo soy el asesino y no Karamázov? Pero no lo hizo, ¿tenía conciencia para una cosa y no para la otra?
»¿Qué más? Hace poco le han traído dinero al tribunal, tres mil rublos, “los mismos que estaban en el sobre de la mesa con las pruebas materiales; lo recibí ayer de Smerdiakov”, han dicho. Pero ustedes, señores del jurado, seguro que recuerdan la triste escena. No voy a reproducir los detalles, pero sí voy a permitirme un par de consideraciones elegidas entre lo más insignificante, precisamente porque al ser insignificantes no todos las tenemos en cuenta y podemos olvidarlas. En primer lugar, y una vez más, Smerdiakov devolvió el dinero ayer y se ahorcó por remordimiento de conciencia. (Pues no habría devuelto el dinero sin tener remordimientos.) Y, claro, solo ayer por la tarde le confesó su crimen a Iván Karamázov, como ha declarado el propio Iván Karamázov; de lo contrario ¿por qué éste habría guardado silencio hasta ahora? Bien, ha confesado, y yo vuelvo a repetir: ¿por qué no nos cuenta toda la verdad en su última nota sabiendo que al día siguiente va a ser juzgado un acusado inocente? Porque el dinero solo no es una prueba. Por ejemplo, hace una semana dos personas más de esta sala y yo supimos de forma totalmente casual un hecho, y es precisamente que Iván Fiódorovich Karamázov envió a canjear a la capital de la provincia dos títulos de cinco mil rublos al cinco por ciento, en total diez mil. Solo quiero decir que todos podemos tener dinero en un momento dado y que, si alguien tiene tres mil rublos, eso no demuestra que sea el mismo dinero de un determinado cajón o sobre. Finalmente, Iván Karamázov, tras recibir ayer una información tan importante sobre el auténtico asesino, se queda tan tranquilo. ¿Por qué no declararlo inmediatamente? ¿Por qué lo retrasa hasta la mañana? Voy a suponer que tengo derecho a adivinar por qué: ya lleva una semana con la salud quebrantada, él mismo ha reconocido al médico y a sus allegados que tiene visiones, que ve a gente ya muerta; la víspera del delírium trémens que hoy le ha atacado, tras enterarse de la muerte de Smerdiakov, construye el siguiente razonamiento: “El hombre está muerto, puedo acusarle a él y salvar a mi hermano. Tengo dinero, cogeré un fajo y diré que Smerdiakov me lo entregó antes de morir”. Ustedes dirán que es desleal; que aunque sea sobre un muerto, es desleal mentir incluso para salvar a un hermano. Pero ¿y si él ha mentido inconscientemente? ¿Y si él imagina que de verdad fue así, con el juicio definitivamente afectado por la noticia de la repentina muerte del criado? Ustedes han visto la reciente escena, han visto en qué estado se encontraba. Se tenía de pie y hablaba, pero ¿dónde estaba su cabeza? A este testimonio de un febril le ha seguido un documento, una carta del acusado a la señorita Verjóvtseva, escrita dos días antes del crimen y con un detallado plan de ejecución. Entonces, ¿qué hacemos buscando otro plan y a sus autores? El crimen fue cometido siguiendo palabra por palabra este plan y no fue cometido por ningún otro que por su autor. Sí, señores del jurado, “¡se cometió según el escrito!”. Y no, no nos alejamos corriendo con respeto y temor de la ventana del padre, sobre todo si estábamos firmemente seguros de que nuestra amada estaba con él. No, es absurdo e inverosímil. Él entró y… puso fin al asunto. Probablemente le mató en un momento de irritación, enardecido de ira, en cuanto vio a su enemigo y rival, pero cuando le hubo matado —algo que hizo quizá de un solo golpe, de un único movimiento, armado con la mano de cobre— y se hubo convencido, tras un minucioso registro, de que ella no estaba, no se olvidó de meter la mano debajo de la almohada y sacar el sobre con dinero, cuyo envoltorio hecho trizas está ahí, en la mesa de las pruebas materiales. Les pediré además que se fijen en una circunstancia para mí muy significativa. De haber sido un asesino experimentado o un asesino que solo quisiera robar, ¿habría dejado el sobre en el suelo, donde se encontró junto al cadáver? Por ejemplo, si hubiera sido Smerdiakov, que ha cometido el asesinato para robar, simplemente se habría llevado el sobre entero, sin molestarse en abrirlo justo encima del cadáver de su víctima. Él sabía con seguridad que en ese sobre había dinero —lo habían guardado y sellado en su presencia—, y si se lo llevaba nadie sabría que se había cometido un robo. Y yo les pregunto, señores del jurado, ¿habría actuado así Smerdiakov, se habría dejado el sobre en el suelo? No, así actúa precisamente un asesino exaltado que no razona bien, un asesino que no es un ladrón y que hasta entonces nunca había robado, que incluso en ese momento que saca el dinero de debajo de la cama no es un ladrón robando, sino alguien que le quita una cosa propia al ladrón que se lo robó, pues esto era lo que pensaba Dmitri Fiódorovich de los tres mil rublos, convertidos en una manía para él. Así que, tras hacerse con un sobre que no ha visto antes, lo rompe para asegurarse de que es el dinero, después corre con el dinero en el bolsillo, incluso se olvida de que ha dejado en el suelo una enorme acusación contra él en forma de sobre roto. Todo porque es Karamázov y no Smerdiakov, él no piensa, no entiende, ¿cómo podría? Sale huyendo, oye el lamento del criado que le ha sorprendido, el criado le alcanza, se detiene y cae derribado por la mano de cobre. El acusado baja de un salto para verle, por pena. Imagínense, de repente asegura que bajó por pena, por compasión, para ver si podía ayudarle. ¡Vaya un momento para expresar tal compasión! No, saltó para asegurarse de si estaba vivo el único testigo de su fechoría. ¡Cualquier otro sentimiento, cualquier otro motivo no sería natural! Fíjense en que le dedica tiempo a Grigori, le limpia la cabeza con un pañuelo y, una vez convencido de que no está muerto, todo lleno de sangre y como aturdido llega otra vez a casa de su amada, ¿cómo no pensó en que estaba cubierto de sangre y que enseguida le denunciarían? El acusado nos asegura que ni siquiera prestó atención a la sangre. Podemos admitirlo, es muy posible, les suele pasar a los criminales. Un cálculo infernal para unas cosas, y otras no llegan a entenderlas. Y él, en ese momento, solo pensaba en dónde estaría ella. Necesitaba averiguar cuanto antes dónde estaba, así que llega corriendo a su casa y averigua una noticia inesperada y colosal: ¡ella se ha ido a Mókroie con su «anterior», con el «indiscutible»!
Al llegar a este momento de su alegato, Ippolit Kiríllovich, que claramente había elegido el método histórico de exposición, al que tanto les gusta recurrir a los oradores nerviosos en busca de unos límites rigurosamente establecidos para reprimir su propio entusiasmo impaciente, se extendió especialmente en el «anterior» e «indiscutible» y expresó sobre este tema varias ideas entretenidas a su manera.
—Karamázov, que se volvía loco de celos por todos, de repente parece caer y desaparecer ante el «anterior» e «indiscutible». Y, cuando menos, es extraño que casi no hubiera prestado atención a este nuevo peligro que le acechaba en forma de rival inesperado. Pero siempre se había imaginado que aún estaba lejos y Karamázov siempre vive en el presente. Es probable que hasta lo considerara ficción. Su corazón lastimero comprendió enseguida que quizá por eso la mujer le había ocultado al nuevo rival, que por eso le había mentido poco antes, que el rival recién llegado no era para ella ni fantasía ni ficción, sino todo, todas sus expectativas en la vida; habiendo comprendido esto, él se resignó. Bien, señores del jurado, no puedo silenciar este repentino rasgo en el alma del acusado, quien parecía no ser capaz de manifestar algo así y que, de repente, hace gala de una implacable necesidad de verdad, de respeto a la mujer, de aceptar los dictados de su corazón, ¡en qué momento! ¡En el momento en que se ha manchado las manos con la sangre de su propio padre! Cierto que la sangre derramada ya clamaba venganza, pues él, que había destruido su alma y todo su destino en la tierra, involuntariamente debía sentir y preguntarse en ese momento qué significaba él y qué podía significar él ya para ella, la criatura a la que quería más que a su propia alma, en comparación con el «anterior» e «indiscutible», que se había arrepentido y había regresado junto a la mujer a la que una vez destruyó con un amor nuevo, con proposiciones honradas, con la promesa de una vida nueva y feliz. Mientras que él, infeliz, ¿qué podría darle él ahora? ¿Qué podía ofrecerle? Karamázov lo comprendió, comprendió que su crimen le había cerrado todos los caminos y que solo era un criminal condenado a muerte y no un hombre que fuera a vivir. Esta idea lo aplastó y lo destruyó. Y al momento se concentra en un plan frenético que, dado el carácter de Karamázov, se le planteó como la única y fatal salida de su terrible situación. Esa salida era el suicidio. Corre a por las pistolas que ha empeñado al funcionario Perjotin y por el camino, a la carrera, saca del bolsillo todo el dinero por el que se ha salpicado las manos con la sangre paterna. Oh, el dinero es lo que más necesita ahora: Karamázov va a morir, Karamázov va a pegarse un tiro, y ¡todos deben recordarlo! Por algo somos poetas, por algo hemos consumido nuestra vida como una vela, por los dos extremos. «Iré con ella, con ella, y allí daré un gran festín, uno como nunca hayan visto para que me recuerden y hablen durante mucho tiempo. Entre gritos salvajes, locas canciones y bailes cíngaros brindaremos y felicitaremos a la mujer adorada por su nueva dicha y, después, allí mismo, a sus pies ¡nos volaremos el cráneo y nos castigaremos! ¡Algún día se acordará de Mitia Karamázov! ¡Verá cómo la quería Mitia, sentirá pena por Mitia!» Muchas escenas pintorescas, mucho frenesí novelesco, salvaje ímpetu karamazoviano y sentimentalismo, pero también algo más, señores del jurado, algo más que grita en su alma, que golpea en su cabeza incansablemente y envenena su corazón dirigiéndolo hacia la muerte. Ese algo es la conciencia, señores del jurado, es su juicio, ¡son los terribles remordimientos! Pero la pistola lo arreglará todo, la pistola es la única salida, no hay ninguna otra, y allí… No sé si Karamázov pensaba en qué habrá más allá ni si Karamázov puede pensar, como Hamlet, en qué habrá más allá. No, señores del jurado, unos tienen a Hamlets, pero nosotros, por el momento, ¡solo tenemos a Karamázovs!
Ippolit Kiríllovich desplegó un cuadro detalladísimo de los preparativos de Mitia, la escena en casa de Perjotin, en la tienda, con las cajas. Reprodujo un montón de palabras, sentencias y gestos confirmados por los testigos, y este cuadro influyó terriblemente en la opinión de los oyentes. Lo importante es que influyó en el conjunto de hechos. La culpabilidad de este tempestuoso exaltado que ya no cuidaba de sí era irrebatible.
—Ya no tenía nada por lo que cuidarse —decía Ippolit Kiríllovich—, dos o tres veces estuvo a punto de confesarlo todo, lo daba a entender aunque no llegó a decirlo —citó entonces los testimonios de los testigos—. Incluso en el camino le gritó al cochero: «¿Sabes? ¡Estás llevando a un asesino!». Pero no podía contarlo, primero tenía que llegar a Mókroie y ya allí terminaría el poema. Sin embargo, ¿qué es lo que aguardaba al acusado? El caso es que casi desde el primer momento, al llegar a Mókroie, siente, para después comprenderlo del todo, que el rival «indiscutible» puede que no sea tan indiscutible y que no desean ni aceptan de él ni felicitaciones por la nueva dicha ni brindis. Pero ya conocen los hechos, señores del jurado, por el sumario. El triunfo de Karamázov sobre su adversario resultó incontestable y entonces, pues entonces se inició en su alma una nueva fase, ¡puede que la fase más terrible de todas las que ha sufrido y sigue sufriendo esta alma! Señores del jurado, se puede reconocer positivamente —exclamó Ippolit Kiríllovich— que su naturaleza ultrajada y su corazón criminal ya eran de por sí vengadores de cualquier justicia terrenal. Es más: la justicia y el castigo terrenal puede que hasta alivien el castigo de la naturaleza, en estos momentos son imprescindibles para el alma del criminal, para salvarla de la desesperación, pues no puedo ni imaginar el horror y los sufrimientos morales de Karamázov cuando se enteró de que ella le quería, de que por él renunciaba al «anterior» e «indiscutible», de que era a él, a Mitia, a quien invitaba a su vida renovada, de que le prometía la felicidad. Pero ¿en qué momento? ¡Cuando ya todo había terminado para él y ya nada era posible! Por cierto, haré un breve comentario muy importante para nosotros para esclarecer la auténtica esencia de la situación del acusado en ese momento: esa mujer, ese amor suyo, siguió siendo para él hasta el último minuto, hasta el mismo instante de la detención, una criatura inalcanzable a la que deseaba con pasión, pero inaccesible. Y ¿por qué no se pegó un tiro entonces, por qué abandonó su buena intención e incluso olvidó dónde estaba su pistola? Precisamente esa sed apasionada de amor y la esperanza de saciarla en ese momento se lo impidieron. Embriagado por el banquete, se prendió a su amada, que festejaba junto a él más encantadora y seductora que nunca; él no se aparta de ella, la admira, desaparece en presencia de ella. Esa sed apasionada pudo reprimir por un instante no solo el miedo a ser detenido, sino ¡hasta los remordimientos de conciencia! ¡Por un instante, ay, solo por un instante! Imagino el estado en ese momento del alma del criminal sometida indiscutible y servilmente por tres elementos que la aplastaban por completo: en primer lugar, la borrachera, la embriaguez y el jolgorio, el pataleo de los bailes, los chillidos de las canciones y ella, ella, colorada por el vino, cantando y bailando, borracha y riéndose para él. En segundo lugar, el sueño lejano y alentador de que su fatídico final aún estaba lejos, al menos no estaba cerca, si acaso al día siguiente, como mucho vendrían a buscarlo por la mañana. Por lo tanto aún tenía varias horas, y esto es mucho, ¡muchísimo! En varias horas se pueden idear muchas cosas. Imagino que sucede algo parecido cuando un criminal es conducido al cadalso: todavía hay que recorrer una calle larga, muy larga, y además despacio, flanqueado por miles de personas, después torcer por otra calle y solo al final de esa calle está la terrible plaza. Me parece que al principio del camino el condenado, subido en el oprobioso carro, debe tener precisamente la sensación de que tiene por delante una vida infinita. Pero he aquí que las casas van pasando, el carro sigue avanzando, bueno, no pasa nada, todavía está lejos la vuelta de la esquina, él sigue mirando animoso a derecha e izquierda y a esas miles de personas curiosas pero indiferentes que clavan la mirada en él, y todavía cree que es igual que ellos, que es una persona. Pero aquí está ya la vuelta de la esquina, oh, no pasa nada, es una calle entera. Y lo mismo da cuántas casas pasen, él piensa: «Todavía quedan muchas casas». Y así hasta el final, hasta la plaza. E imagino que esto es lo que le pasó a Karamázov. «No han tenido tiempo —pensaba—, todavía se puede buscar algo, ya habrá tiempo de componer un plan de defensa, de pensar una respuesta, pero ahora… ¡está tan encantadora!» Hay angustia y miedo en su alma, pero consigue separar la mitad del dinero y esconderlo en algún lugar; de lo contrario, no me explico cómo pudo desaparecer la mitad de los tres mil que acababa de quitarle a su padre de debajo de la almohada. No era la primera vez que estaba en Mókroie, había estado de juerga dos días. Conocía esa casa de madera vieja y grande, sus cobertizos y galerías. Supongo que ocultó parte del dinero entonces, en esa casa, poco antes de ser detenido, en alguna rendija, en una grieta, debajo de alguna tabla, en un rincón, debajo de la cubierta, ¿para qué? ¿Cómo que para qué? La catástrofe podía suceder enseguida, y todavía no hemos pensado cómo recibirla, no tenemos tiempo para eso, pues nos golpea en la cabeza y además ella nos llama, pero ¿y el dinero? ¡El dinero es imprescindible en cualquier situación! Un hombre con dinero es un hombre en todas partes. ¿Quizá no les parece natural esa prudencia en un momento así? Pues es que él mismo asegura que un mes antes, en un momento igual de alarmante y fatídico para él, apartó la mitad de los tres mil y los cosió a un escapulario y, claro, esto no es verdad, algo que ahora demostraremos, pero aun así era una idea familiar para Karamázov, la había contemplado. Es más, cuando más tarde aseguró al juez instructor que había apartado mil quinientos rublos en el escapulario (lo que nunca sucedió), es posible que se inventara lo del escapulario en ese instante precisamente porque dos horas antes había apartado la mitad del dinero y la había escondido en Mókroie, por si acaso, hasta la mañana, para no llevarlo encima, por una inspiración que le vino de repente. Dos abismos, señores del jurado, recuerden que Karamázov puede contemplar dos abismos ¡y los dos a la vez! Hemos buscado en la casa, pero no lo hemos encontrado. Es posible que el dinero siga allí, pero es posible que al día siguiente desapareciera y ahora lo tenga el acusado. En cualquier caso, le detuvieron al lado de ella, arrodillado ante ella. Ella estaba echada en la cama y él le tendía las manos, y hasta tal punto se había olvidado de todo que no oyó cómo se acercaban los que iban a detenerle. Aún no le había dado tiempo a prepararse mentalmente para las respuestas. Tanto él como su cabeza fueron pillados de improviso.
»Y ahora está ante sus jueces, ante quienes van a decidir su destino. Señores del jurado, hay momentos en que, debido a nuestras obligaciones, sentimos miedo ante una persona, y ¡miedo por esa persona! Es el momento de contemplar el miedo animal, cuando el criminal siente que todo está perdido, pero aun así lucha, aun así tiene intención de luchar contra ustedes. Es el momento en que todos los instintos de supervivencia se alzan a la vez y, para salvarse, les dirige una mirada penetrante, interrogante y sufriente, les atrapa y les estudia, a ustedes, a sus caras, sus ideas, espera a ver por qué lado van a golpear, y en su cabeza temblorosa al instante se forjan inmediatamente miles de planes, aunque teme hablar, ¡teme irse de la lengua! Estos momentos humillantes del alma humana, este calvario, esta sed animal por la propia salvación, son terribles y a veces producen temblores y compasión por el criminal incluso en el juez instructor. Bueno, nosotros hemos sido testigos de todo eso. Al principio estaba aturdido, empujado por el horror se le escaparon varias palabras que le comprometían gravemente: “¡Sangre! ¡Me lo merezco!”. Pero se dominó rápidamente. Qué decir, cómo responder, todavía no lo tenía preparado, solo tenía preparada una negación sin fundamento: “¡No soy culpable de la muerte de mi padre!”. De momento ésta es nuestra barrera y quizá podamos levantar algo más detrás de la barrera, una barricada. Anticipándose a nuestras preguntas, se apresura a explicar esas primeras exclamaciones comprometidas con que se considera culpable de la muerte del criado Grigori. “Soy culpable de esa sangre, pero ¿quién mató a mi padre, señores, quién? ¿Quién más pudo matarle si no he sido yo?”. ¿Lo han oído? Nos lo pregunta a nosotros, ¡a nosotros, que hemos ido a hacerle esa misma pregunta! Y ¿han oído esa palabrita que se ha adelantado? “Si no he sido yo.” Ay, ese ardid, esa inocencia y esa impaciencia karamazoviana. Yo no lo he matado, ni se les ocurra pensar que he sido yo: “Quería matarle, señores, quería —admite rápidamente (¡se apresura, se apresura muchísimo!)—, pero soy inocente, ¡yo no le he matado!”. Nos concede que quería matarle, ¿ven qué sincero que soy? —parece decir—, así que tienen que creer que no le he matado. Ay, en estos casos el criminal a veces se vuelve increíblemente irreflexivo y crédulo. Y he aquí que como por casualidad en la instrucción se le plantea una pregunta de lo más ingenua: “¿No lo habrá matado Smerdiakov?”. Y sucedió lo que esperábamos: se enfadó terriblemente porque nos habíamos adelantado y le habíamos pillado por sorpresa cuando aún no le había dado tiempo de prepararse, de elegir y atrapar el momento más verosímil para sacar a Smerdiakov. Por su naturaleza, enseguida se lanzó a un extremo y empezó a asegurarnos con todas sus fuerzas que Smerdiakov no podía matar, que no era capaz de matar. Pero no le crean, es puro ardid: no ha renunciado por completo a Smerdiakov, al contrario, volverá a sacarlo porque a quién más va a sacar si no es a él, pero lo hará en otra ocasión porque de momento ese plan se ha echado a perder. Lo sacará quizá al día siguiente o puede que cuando hayan pasado varios días, una vez encontrado el momento en que gritarnos: “Ya ven, yo negué que fuera Smerdiakov más que ustedes, ¿se acuerdan?, pero ahora estoy convencido, él fue quien le mató, ¿quién si no?”. Aunque, de momento, nos contradice sombrío e irritado; la impaciencia y la ira le sugieren, sin embargo, una explicación de lo más inepta e inverosímil sobre cómo había visto a su padre por la ventana y se había alejado de allí respetuosamente. Lo principal es que todavía no conoce las circunstancias, el valor de las declaraciones de Grigori, quien ha vuelto en sí. Comenzamos a examinarlo y a registrarlo. El registro lo enfurece pero también lo anima: no encontramos los tres mil rublos, solo se encuentran mil quinientos. Y, claro, en ese momento de silencio colérico y negación por primera vez le viene a la cabeza la idea del escapulario. Sin duda, es consciente de la poca credibilidad de su invención y se tortura, se tortura terriblemente, por hacerla más creíble, por componerla de forma que resulte una novela verdadera y verosímil. En estos casos, lo primero, la principal tarea de la instrucción es no permitir los preparativos, pillar desprevenido al criminal para que exprese sus ideas ocultas con toda sencillez, inverosimilitud y contradicciones. Solo se puede hacer hablar a un criminal comunicándole repentinamente y como por casualidad algún hecho nuevo, alguna circunstancia del caso colosal por su significado, pero que hasta entonces él no había supuesto ni había podido prever. Nosotros teníamos preparada esa circunstancia, sí, llevaba preparada mucho tiempo: era el testimonio del criado Grigori, que había vuelto en sí, sobre la puerta abierta por la que salió corriendo el acusado. Él se había olvidado por completo de la puerta y había supuesto que Grigori no la había visto. El efecto fue colosal. Se puso en pie de un salto y empezó a gritar: “¡Fue Smerdiakov, Smerdiakov!”, y así reveló su idea oculta, su idea fundamental, de la forma más inverosímil, pues Smerdiakov solo pudo haber matado después de que él derribara a Grigori y saliera huyendo. Cuando le informamos de que Grigori había visto la puerta abierta antes de la agresión y que, mientras salía de su dormitorio, había oído gemir a Smerdiakov tras el tabique, Karamázov estaba ciertamente abrumado. Mi colaborador, nuestro honorable y agudo Nikolái Parfiónovich, me contó después que en ese instante sintió tanta pena por él que casi se echa a llorar. Y es en ese instante, para arreglar el asunto, cuando él empieza rápidamente a hablarnos del famoso escapulario: muy bien, parece decir, pues ¡ahora oíd esta historia! Señores del jurado, ya les he explicado por qué considero toda esa ocurrencia sobre el dinero guardado un mes antes en el escapulario no solo algo absurdo, sino también una invención tan inverosímil que solo podemos esperar en un caso como el que nos ocupa. Incluso si para una apuesta quisiéramos decir o imaginar algo más inverosímil, no podríamos encontrar nada peor. Aquí lo principal es que se puede frenar y reducir a la nada al novelista con los detalles, con esos detalles en los que es tan rica la realidad y que siempre, como si fueran una nadería insignificante e innecesaria, son menospreciados por estos desgraciados cuentistas involuntarios que nunca piensan en ellos. Oh, en esos momentos no están para esas cosas, su cabeza solo crea un todo grandioso y entonces ¡va alguien y se atreve a preguntarle por esas naderías! Y ¡es aquí cuando se les atrapa! Le preguntan al acusado: “Bien, y ¿dónde se sirvió coger el material para su escapulario, quién se lo cosió?”. “¡Lo hice yo solo!” “Y ¿dónde se sirvió coger la tela?” El acusado se ofende, lo considera una nadería ofensiva y, créanme, ¡es sincero, sincero! Son todos así. “La arranqué de una camisa.” “Perfecto, señor, pues mañana buscaremos entre su ropa blanca una camisa con un trozo arrancado.” Y comprendan, señores del jurado, que si al menos hubiéramos encontrado la camisa (y cómo no íbamos a encontrarla en su maleta o en la cómoda si la camisa hubiera existido de verdad), habríamos tenido una prueba, una prueba palpable a favor de la legitimidad de su testimonio. Pero esto él no lo entiende: “No me acuerdo, quizá no fuera de una camisa, lo cosí de una cofia de la patrona”. “¿Cómo era la cofia?” “Pues la cogí, no sé, estaba por ahí tirada, una vieja y gastada de percal.” “¿Lo recuerda bien?” “No, bien no…” Y se enfada, se enfada, pero imagínense: ¿cómo puede no acordarse? En los momentos más terribles de un hombre, como cuando es conducido al cadalso, son estas naderías las que se quedan grabadas. Y él se ha olvidado de todo, excepto cierto tejado verde que vio por el camino o una chova en una cruz, eso sí lo recuerda. Porque, si al coser el escapulario se ocultó de los suyos, tendría que acordarse de cómo sufrió humillado por el miedo a que alguien entrara y le pillara con una aguja en las manos, de cómo al primer ruido dio un salto y corrió tras el tabique (en su piso hay un tabique)… Pero, señores del jurado, ¿por qué les cuento todo esto, todos estos detalles, naderías? —exclamó de pronto Ippolit Kiríllovich—. Pues precisamente porque ¡el acusado sigue obstinándose en ese disparate! En estos dos meses, desde la mismísima fatídica noche, no ha aclarado nada, no ha añadido ni una sola circunstancia explicativa y real a su fantasioso testimonio previo; todo eso son tonterías, dice, ¡crean en mi honor! Oh, nos alegramos de creer, ansiamos creer, ¡incluso por su honor! ¿O es que somos chacales sedientos de sangre humana? Dadnos, enseñadnos al menos un hecho a favor del acusado y nos alegraremos, pero un hecho palpable, real, y no la deducción por la expresión de la cara del acusado que ha hecho su hermano o la indicación de que, golpeándose el pecho, sin duda estaba señalando el escapulario… de noche, encima. Nos alegraremos si hay un hecho nuevo, seremos los primeros en renunciar a las acusaciones, nos apresuraremos a renunciar. Ahora es la justicia quien clama y nosotros insistimos, no podemos renunciar a nada.
Ippolit Kiríllovich pasó al desenlace. Parecía tener fiebre, clamaba por la sangre derramada, por la sangre de un padre asesinado por su hijo «con el ruin objetivo de robar». Señalaba con firmeza el trágico e indignante conjunto de hechos.
—Oigan lo que oigan al abogado del acusado, famoso por su talento —Ippolit Kiríllovich no pudo evitarlo—, por elocuentes y conmovedoras que resuenen unas palabras que apelarán a su sensibilidad, recuerden que en este momento ustedes son el santuario de nuestra justicia. Recuerden que son los defensores de la verdad, ¡los defensores de nuestra sagrada Rusia, de sus cimientos, de su familia, de todo lo santo que hay en ella! Sí, en este momento ustedes representan a Rusia, y su sentencia no se oirá solo en esta sala, sino en toda Rusia, y toda Rusia les escuchará como sus defensores y jueces y se sentirá animada o abatida con la sentencia. No torturen a Rusia y a sus esperanzas, nuestra troika galopa a toda velocidad puede que hacia la ruina. Y hace ya mucho que en toda Rusia las manos se alzan e imploran que se detenga esa carrera frenética y desvergonzada. Y, si otros pueblos todavía se apartan de la troika que salta como loca quizá no sea por respeto, como deseaba el poeta, sino solo por miedo, tengan eso en cuenta. Por miedo y quizá también por aversión, así que bien está que se aparten, porque puede que cojan y dejen de apartarse y se conviertan en un sólido muro ante semejante precipitación y sean ellos quienes detengan la carrera demente y desenfrenada ¡para salvarse, instruirse e ilustrarse! Ya hemos oído voces alarmadas en Europa. Ya han empezado a elevarse. No las tienten, ¡no hagan que acumulen su odio en aumento con una sentencia que absuelva el asesinato de un padre a manos de su propio hijo!…
En una palabra, Ippolit Kiríllovich se había apasionado mucho y, aunque terminó con este patetismo, la impresión que causó fue extraordinaria. Al terminar su discurso, salió a toda prisa y, lo repito, casi se desmaya en otro cuarto. La sala no aplaudió pero las personas formales estaban contentas. No estaban tan contentas las damas, pero aun así les gustó mucho la elocuencia, sobre todo porque no temían las consecuencias y seguían teniendo puestas todas sus esperanzas en Fetiukóvich: «Por fin va a hablar, ganará, ¡por supuesto!». Todos miraban a Mitia; durante el discurso del fiscal estuvo sentado en silencio con las manos crispadas, los dientes apretados, la mirada baja. Solo en algunos momentos levantó la cabeza y prestó más atención. Sobre todo cuando empezaron a hablar de Grúshenka. Cuando el fiscal reprodujo la opinión de Rakitin sobre ella, en su rostro apareció una sonrisa de desprecio y cólera y dijo de forma bastante audible: «¡Bernard!». Pero cuando Ippolit Kiríllovich habló de cómo le había interrogado y hecho sufrir en Mókroie, levantó la cabeza y aguzó el oído con terrible curiosidad. En un punto del discurso pareció incluso que quería levantarse y gritar algo; sin embargo, se dominó y solo se encogió de hombros con desdén. Del final del alegato, justamente de las hazañas del fiscal en Mókroie durante el interrogatorio del criminal, se hablaría después en la ciudad haciendo burla de Ippolit Kiríllovich: «El hombre no pudo contenerse y se jactó de sus aptitudes». La sesión se interrumpió pero por poco tiempo, un cuarto de hora, veinte minutos como mucho. Entre el público se escucharon conversaciones y exclamaciones. Recuerdo algunas:
—¡Un discurso serio! —señaló con el ceño fruncido un señor en un corrillo.
—Se ha liado mucho con la psicología —se oyó otra voz.
—Pero ¡es que todo es verdad, es una verdad irrebatible!
—Sí, es un maestro.
—Ha hecho un resumen generalizando.
—Sobre nosotros, también ha generalizado sobre nosotros —se unió una tercera voz—, al principio del discurso, recuerden eso de que todos somos como Fiódor Pávlovich.
—Y al final también. Solo que ahí ha mentido.
—Y además no ha sido claro.
—Se ha entusiasmado un poco.
—Eso es injusto, injusto.
—Pues no, aun así ha sido hábil. El hombre ha esperado mucho, y ¡al fin ha hablado, je, je!
—Y ¿qué dirá el abogado?
En otro corrillo:
—Pues ha molestado al petersburgués para nada: ¿recuerdan lo de «que apelarán a su sensibilidad»?
—Sí, ha sido inoportuno.
—Se ha precipitado.
—Es un hombre nervioso.
—Aquí estamos nosotros riéndonos, pero ¿cómo estará el acusado?
—Sí, ¿cómo estará Mitenka?
—¿Dirá algo el abogado?
En un tercer corrillo:
—¿Quién es esa señora? La gruesa con impertinentes que está sentada en un lateral.
—Una generala, divorciada, la conozco.
—Por eso los impertinentes.
—No es gran cosa.
—Huy, no, es tentadora.
—Dos puestos más allá hay una rubia, es mejor.
—Le pillaron con destreza en Mókroie, ¿verdad?
—Con mucha. Lo ha vuelto a contar. En cuantas casas lo habrá contado ya.
—Y ahora no ha podido contenerse, el amor propio.
—Es un hombre ofendido, je, je.
—Y susceptible. Con mucha retórica, sus frases son largas.
—E intenta asustarnos, fíjense, asustarnos. ¿Recuerdan la troika? «Unos tienen Hamlets, pero nosotros, por el momento, ¡solo tenemos Karamázovs!» Ahí ha sido hábil.
—Era para adular al liberalismo. ¡Les tiene miedo!
—Y también al abogado.
—Sí, y ¿qué dirá el señor Fetiukóvich?
—Bueno, diga lo que diga, no va a calar en nuestros aldeanos.
—¿Usted cree?
En un cuarto corrillo:
—Lo de la troika le ha quedado bien, cuando hablaba de los pueblos.
—Pues es verdad lo que dice de que los pueblos no van a esperar, ¿lo recuerdas?
—¿Y?
—Un miembro del Parlamento inglés se puso en pie la semana pasada a propósito de los nihilistas y preguntó al Ministerio si no era hora de intervenir en la nación bárbara para educarnos. Ippolit se refería a eso, lo sé, era eso. Ya lo contó la semana pasada.
—Anda que no les queda.
—¿A quién? ¿Por qué?
—Cerraremos Kronstadt y no les daremos pan. ¿De dónde van a sacarlo?
—¿De América? Ahora lo sacan de ahí.
—Mentira.
Pero sonó la campanita y todos corrieron a su sitio. Fetiukóvich salió al estrado.
Todo cesó en cuanto se oyeron las primeras palabras del famoso orador. La sala entera clavó la mirada en él. Empezó muy directo, con sencillez y convicción, pero sin la más mínima arrogancia. Ni la más mínima tentativa de elocuencia, de notas patéticas, de palabras que removieran sentimientos. Era un hombre hablando para un círculo íntimo de simpatizantes. Su voz era bonita, fuerte y encantadora, incluso en la misma voz podía detectarse algo sincero y sencillo. Pero enseguida a todos nos quedó claro que podía elevarse de repente hasta lo realmente patético y «golpear los corazones con fuerza desconocida»[21]. Quizá hablaba peor que Ippolit Kiríllovich, pero sin frases largas y con mayor precisión. Solo una cosa no les gustó a las damas: estaba como un poco encogido de espaldas, sobre todo al principio del discurso, no como si estuviera haciendo una reverencia, sino que parecía lanzarse y volar hacia sus oyentes; además, parecía inclinarse justo por la mitad de su larga espalda, como si en el centro de esa espalda larga y fina tuviera instalada una bisagra y ésta pudiera doblarse casi en ángulo recto. Al principio del discurso habló como disperso, como si no tuviera un sistema, asiendo los hechos en fragmentos, pero al final compuso un conjunto. Su discurso podría dividirse en dos mitades: la primera mitad era la crítica, la refutación de la acusación, a veces perversa y satírica. Pero en la segunda mitad de repente cambió el tono e incluso el método y ascendió de golpe al patetismo. La sala parecía haber estado esperándolo y se puso a temblar entusiasmada. Se acercó directo al tema y empezó con que, aunque su campo de acción era San Petersburgo, no era la primera vez que acudía a ciudades de Rusia a defender acusados, pero a aquellos de los que estaba convencido de su inocencia o que podía presentirla de antemano.
—Lo mismo me ha pasado en el caso actual —explicó—. Solo con las misivas iniciales de los periódicos ya hubo algo que me afectó muchísimo y me puso a favor del acusado. En una palabra, ante todo me llamó la atención cierta situación jurídica que se repite a menudo en la práctica judicial, pero nunca, creo yo, con tal plenitud y con tantas particularidades características como en el presente caso. Este hecho no necesitaré formularlo sino al final de mi alegato, cuando termine mi discurso; sin embargo, daré constancia de mi opinión ya al empezar, pues tengo la debilidad de ir directo al grano sin esconder efectos ni economizar impresiones. Puede que sea poco práctico por mi parte, pero es sincero. Mi idea, mi fórmula, es la siguiente: existe un aplastante conjunto de hechos en contra del acusado y, al mismo tiempo, ni uno solo de esos hechos resiste el menor análisis examinado de forma individual, uno por uno. Siguiendo después los rumores y los periódicos fui confirmando cada vez más mi idea y, de repente, recibí de los familiares del acusado una petición para defenderle. En ese momento me apresuré a venir aquí, donde me convencí definitivamente. Así que para rebatir ese terrible conjunto de hechos y exponer la inconsistencia y la irrealidad de cada hecho acusatorio me encargué de defender este caso.
Así empezó el abogado y de repente proclamó:
—Señores del jurado, soy nuevo aquí. Recibí todas las impresiones sin ideas preconcebidas. El acusado, de carácter impetuoso y desenfrenado, no me ofendió de buenas a primeras, como quizá a un centenar de personas en esta ciudad, por lo que muchos me habían prevenido contra él. Por supuesto, reconozco que la moral de la sociedad local está soliviantada justamente en su contra: el acusado es impetuoso y desenfrenado. Sin embargo, era recibido por la sociedad local, incluso la familia del muy talentoso fiscal le colmó de atenciones. —Nota bene: Ante estas palabras se oyeron dos o tres risas entre el público, rápidamente reprimidas aunque notadas por todos. Sabido era que el fiscal había admitido en su casa a Mitia en contra de su voluntad, únicamente porque su mujer lo había encontrado curioso: era una dama virtuosa y respetable en grado sumo, pero fantasiosa, caprichosa y a la que en algunos casos, principalmente en los más nimios, le gustaba llevar la contraria a su marido. Por lo demás, Mitia había estado en su casa escasísimas veces—. Con todo, voy a atreverme a admitir —continuó el abogado— que incluso en una cabeza independiente y en un carácter justo como el de mi oponente haya anidado cierto prejuicio erróneo. Oh, es algo natural: el infeliz se ha merecido demasiado que le traten con prejuicios. El sentimiento moral agraviado y, sobre todo, el estético a veces son implacables. Por supuesto, en el alegato de la acusación, hecho con gran talento, todos hemos oído un severo análisis del carácter y de los actos del acusado, una actitud severa y crítica ante el caso y, lo principal, se han presentado tales profundidades psicológicas para explicarnos la esencia del asunto que internarse en esas profundidades no podría haberse hecho de ninguna manera con una actitud premeditada y malévolamente tendenciosa contra la personalidad del acusado. Pero es que hay cosas que son incluso peores, incluso más dañinas en estos casos que la actitud más malévola e intencionada ante un caso. Y es que de nosotros, por ejemplo, se apodere cierto brillo artístico, llamémoslo así, una necesidad de creación artística, de crear una novela, sobre todo teniendo esta riqueza de ingenio psicológico con el que Dios ha adornado nuestras capacidades. Ya en San Petersburgo, en cuanto me dispuse a venir aquí, fui prevenido, aunque yo ya lo sabía sin que me previnieran, de que aquí iba a encontrar en mi oponente a un psicólogo profundo y muy perspicaz que hace mucho que, por esa cualidad, ha merecido singular fama en nuestro aún joven mundo judicial. Pero es que la psicología, señores, aunque sea algo profundo, se parece a un arma de dos filos. —Risas entre el público—. Oh, claro, perdonen esta comparación trivial, no soy un maestro en hablar con demasiada elocuencia. Sin embargo, aquí tenemos un ejemplo: cogeré lo primero que se me ocurra del discurso del fiscal. El acusado, de noche en el jardín, mientras salta corriendo la valla, abate con la mano de cobre al criado que se ha agarrado a su pierna. Poco después, salta de regreso al jardín y está cinco minutos cuidando del caído, intentado adivinar si le ha matado o no. Y resulta que el fiscal no quiere creer de ninguna manera en la legitimidad del testimonio del acusado, que bajó a ver a Grigori por pena: «No puede darse tal sentimiento en ese momento —dice—, no es natural; saltó para asegurarse de si estaba vivo o muerto el único testigo de su fechoría, y así certifica que él cometió esa fechoría, puesto que no pudo saltar al jardín por ningún otro motivo, propensión o sentimiento». Eso es psicología. Pero tomemos esta misma psicología y apliquémosla al caso, aunque esta vez usaremos el otro filo, y resultará algo no menos verosímil. El asesino baja de un salto por precaución, para asegurarse de si está vivo o no el testigo; a todo esto acaba de dejar en el despacho de su padre, al que ha asesinado, una prueba colosal, según el testimonio del propio fiscal, en forma de un sobre roto, en el que estaba escrito que había tres mil rublos. «Si se llevaba el sobre, nadie en el mundo sabría que había existido un sobre y que en él había dinero y, por consiguiente, que el dinero había sido robado por el acusado.» Ésta es la máxima de la acusación. Así que ya ven, para una cosa al hombre le faltó precaución, se aturdió, se asustó y huyó dejando en el suelo una prueba, y solo dos minutos después golpea y mata a otra persona, pero ahora ya demuestra un gran sentimiento desalmado y calculador de precaución ante nuestro criado. Bueno, bien, fue así: ahí reside la sutileza de la psicología, en que ante tales circunstancias soy sanguinario y vigilante como un águila del Cáucaso y, al minuto siguiente, ciego y vacilante como un insignificante topo. Pero, si soy tan sanguinario y cruelmente calculador que, después de matar bajo de nuevo para ver si está vivo un testigo, ¿para qué atender a mi nueva víctima durante cinco minutos y crearme así, quizá, nuevos testigos? ¿Para qué empapar mi pañuelo limpiando la sangre de la cabeza del abatido y que ese pañuelo después sirva de prueba en mi contra? No, si somos tan calculadores y duros de corazón, ¿no habría sido mejor saltar y simplemente abatir con la mano de cobre al criado caído con más y más golpes en la cabeza para matarle definitivamente y, habiendo acabado con el testigo, eliminar toda inquietud de nuestro corazón? Y, para terminar, salto para comprobar si está vivo o no mi testigo, pero al mismo tiempo dejo en el camino otro testigo, la mano de cobre que me llevé de casa de las dos mujeres: las dos siempre pueden reconocer ese objeto como suyo y testificar que yo me lo llevé de su casa. Y no es que lo olvidáramos en el camino, se nos cayera por distracción o aturdimiento, no, nos hemos deshecho del arma a propósito, puesto que la encontraron a unos quince pasos del lugar donde fue abatido Grigori. Así que hay que preguntarse: ¿para qué lo hicimos? Pues precisamente lo hicimos porque nos dolía haber matado a un hombre, al viejo criado, y por eso enfadados, maldiciendo, nos deshacemos de la mano, del arma del crimen, no podía ser de otra forma; si no, ¿por qué lanzarla con tanta fuerza? Si podíamos sentir dolor y pena por haber matado a un hombre es, por supuesto, porque no habíamos matado a nuestro padre: de haberlo hecho, no habríamos saltado por pena a ver a este otro caído, se habría dado otro sentimiento, no habríamos estado para penas, sino para salvarnos a nosotros, esto está claro. Muy al contrario, repito, le habríamos aplastado el cráneo decididamente en lugar de ocuparnos de él cinco minutos. Si hubo lugar para la pena y los buenos sentimientos es precisamente porque teníamos la conciencia limpia. Por lo tanto, tenemos otra psicología. Señores del jurado, he recurrido a propósito a la psicología para demostrar de forma palpable que de ella se puede deducir lo que se quiera. Todo dependerá de en qué manos esté. La psicología llama a la novela incluso a las personas más formales y de forma completamente involuntaria. Hablo de la psicología superflua, señores del jurado, del mal uso que se hace de ella.
De nuevo pudieron oírse risas de aprobación entre el público, siempre dirigidas al fiscal. No voy a reproducir al detalle todo el alegato del abogado defensor, escogeré solo algunos fragmentos, algunos puntos muy importantes.
Hubo un punto en el alegato del abogado que nos dejó a todos estupefactos, y fue precisamente la negación total de la existencia de los fatídicos tres mil rublos y, por consiguiente, la posibilidad de que fueran robados.
—Señores del jurado —comenzó—, en el presente caso a todo hombre nuevo e imparcial le sorprende una particularidad muy característica: la acusación de robo y, al mismo tiempo, la completa imposibilidad de señalar qué fue robado exactamente. Dicen que se ha robado dinero, tres mil rublos para ser exactos, pero nadie sabe si en realidad existieron. Piénsenlo bien: en primer lugar, ¿cómo hemos sabido que existían y quién los vio? Solo una persona los ha visto y nos ha indicado que se habían metido en un sobre con una instrucción: el criado Smerdiakov. Ya antes de la catástrofe informó de su existencia al acusado y a su hermano Iván Fiódorovich. También fue informada la señorita Svetlova. Sin embargo, ninguno de los tres los ha visto personalmente, solo los ha visto Smerdiakov, y entonces la pregunta surge por sí sola: si es verdad que existieron y que Smerdiakov los vio, ¿cuándo los vio por última vez? ¿Y si el señor sacó el dinero de debajo de la cama y volvió a ponerlo en el cofre sin decírselo? Fíjense en que, según las palabras de Smerdiakov, el dinero estaba debajo de la cama, debajo del colchón, el acusado debía de sacarlos de debajo del colchón; sin embargo, la cama no estaba arrugada, lo que está cuidadosamente registrado en el acta. ¿Cómo pudo el acusado no arrugar nada de nada la cama y, además, no ensuciar con las manos todavía ensangrentadas la fina ropa de cama, puesta expresamente para esa ocasión? Y ustedes me preguntarán: entonces, ¿el sobre en el suelo? Bueno, merece la pena que hablemos de ese sobre. Hace nada hasta me he sorprendido un poco: nuestro fiscal de gran talento, al empezar a hablar de ese sobre, de pronto él (presten atención, él mismo) ha dicho precisamente al señalar lo absurda que es la suposición de que Smerdiakov es el asesino: «De no haber sido por el sobre, si no hubiera quedado en el suelo como prueba, si se lo hubiera llevado el ladrón, nadie en el mundo habría sabido que existía tal sobre y que en él había dinero y, por consiguiente, que el dinero había sido robado por el acusado». Así que únicamente este trozo roto de papel con una inscripción, según ha reconocido el propio fiscal, es la prueba que ha servido para inculpar al acusado de robo: «De lo contrario nadie habría sabido que se ha cometido un robo y, quizá, que había habido dinero». Pero ¿es posible que solo un trozo de papel tirado en el suelo pruebe que en su interior había dinero y que ese dinero fue robado? «Pero —me responderán ustedes— es que Smerdiakov lo había visto en el sobre», pero ¿cuándo, cuándo vio los rublos por última vez? Eso es lo que les pregunto. Yo he hablado con Smerdiakov y él me dijo que los vio dos días antes de la catástrofe. Entonces, ¿por qué no puedo yo proponer, por ejemplo, una situación en la que al viejo Fiódor Pávlovich, encerrado en casa, esperando impaciente e histérico a su enamorada, se le ocurra, para matar el tiempo, sacar el sobre y abrirlo? «A lo mejor Grúshenka no se cree que estén en el sobre —se dice—, mejor le enseño el fajo con los treinta de cien, seguro que causan más impresión, le harán salivar.» Y rompe el sobre, saca el dinero y tira el sobre al suelo con mano imperiosa propia de un señor y sin temer, claro está, dejar pruebas. Oigan, señores del jurado, ¿no son más posibles esta proposición y este hecho? ¿Por qué no son posibles? Y es que, si pudo haber sucedido algo así, la acusación de robo desaparece por sí sola: no había dinero, por consiguiente, no hubo robo. Si el sobre en el suelo es una prueba de que había dinero, ¿por qué no puedo yo afirmar lo contrario, es decir, que el sobre estaba tirado en el suelo precisamente porque ya no había dinero en él, porque su dueño lo había cogido previamente? «Sí, pero, en ese caso, ¿dónde ha ido a parar el dinero, si lo sacó Fiódor Pávlovich del sobre? Al registrar su casa no se encontró.» En primer lugar, en el cofre se ha encontrado parte del dinero, y, en segundo, pudo haberlo sacado por la mañana, incluso la víspera, y emplearlo de otra forma, darlo, enviarlo, en definitiva, cambiar de idea, cambiar su plan de acción desde la misma base sin parecerle necesario informar previamente a Smerdiakov. Y, si esta proposición existe aunque solo sea como posibilidad, entonces ¿cómo se puede culpar con tanta insistencia y seguridad al acusado de haber cometido un asesinato a fin de robar y de que efectivamente existió el robo? Porque de esta forma nos metemos en el terreno de las novelas. Porque, si afirmamos que una cosa ha sido robada, es indispensable mostrar esa cosa o, al menos, demostrar indiscutiblemente que existió. Pero resulta que nadie la ha visto. Recientemente, en San Petersburgo un joven, casi un niño, de dieciocho años, un vendedor ambulante de los de bandejita entró a plena luz del día con un hacha en una casa de cambio y con temeridad excepcional, característica, mató al dueño del local y se llevó mil quinientos rublos en efectivo. Fue detenido cinco horas después. Menos quince rublos que ya se había gastado, le encontraron encima los mil quinientos. Además, cuando volvió a la tienda después del asesinato, el vendedor informó a la policía no solo de la cantidad robada, sino del tipo de dinero que era exactamente, es decir, cuántos billetes de cien, cuántos azules y cuántos rojos, cuántas monedas de oro y de qué valor, y al asesino detenido le fueron encontrados esos billetes y esas monedas. Aparte, todo esto vino seguido de una confesión completa y sincera del asesino de que había matado y se había llevado el dinero. ¡Esto, señores del jurado, es lo que yo llamo prueba! Conozco, veo, palpo el dinero y no puedo decir que no existe o que no haya existido. ¿Es así en el caso que nos ocupa? Porque estamos en un caso de vida o muerte, del destino de un hombre. «Pero es que —dirán—, esa noche estuvo de juerga, derrochó el dinero, le encontraron encima mil quinientos, ¿de dónde los sacó?» Pues precisamente porque solo se le encontraron mil quinientos, y la otra mitad de la cantidad no ha habido forma de encontrarla ni de descubrirla, se demuestra que ese dinero puede no ser el mismo, que nunca estuvo en ningún sobre. Según el cálculo (de lo más estricto) de tiempo averiguado y demostrado por la instrucción, después de hablar con la criada y salir corriendo a casa de Perjotin, no pasó ni por su casa ni por ningún otro lugar, y después estuvo en público en todo momento, por consiguiente, no pudo separar la mitad de los tres mil y esconderlos en algún punto de la ciudad. Precisamente esta situación ha dado pie a la propuesta del fiscal de que el dinero está escondido en alguna grieta en la aldea de Mókroie. Y ¿no estará en los sótanos del castillo de Udolfo[22], señores? ¿No es una suposición fantástica, de novela? Y fíjense que basta con que desaparezca esta suposición, es decir, que está escondido en Mókroie, para que toda la acusación de robo se deshaga en pedazos, porque ¿dónde están, dónde se han metido los mil quinientos rublos? ¿Por qué milagro han podido desaparecer si se ha demostrado que el acusado no entró en ningún sitio? Y ¡por estas historias novelescas estamos dispuestos a destruir la vida de un hombre! Y dirán: «De todas formas, no ha sido capaz de explicar de dónde ha sacado los mil quinientos rublos que se le encontraron encima, y de todos era sabido que hasta esa noche no tenía dinero». Díganme, ¿quién lo sabía? Pues el acusado ha ofrecido un testimonio claro y firme sobre de dónde había sacado el dinero y, si así lo quieren, señores del jurado, si así lo quieren, nunca ha podido ni podrá darse nada más verosímil que este testimonio, ni más unido al carácter y al alma del acusado. Pero a la acusación le gusta su novela: un hombre de voluntad débil que ha decidido aceptar los tres mil rublos que le ofrece su novia, además de forma tan vergonzosa para él, no puede apartar la mitad y coserlos en un escapulario, es más, si los hubiera cosido, los habría descosido cada dos días y habría hurgado en ellos para ir sacándolos de cien en cien y, de esa forma, los habría consumido en un mes. Recuerden que todo esto fue planteado en un tono que no admitía ninguna réplica. Bueno, pero… ¿y si no fue así? ¿Y si han creado una novela y en ella hay otra persona? Porque ahí está el quid, ¡en que ustedes han creado a otra persona! Quizá alguien replique: «Hay testigos de que, un mes antes de la catástrofe, se gastó en Mókroie los tres mil de la señorita Verjóvtseva de golpe, hasta el último kopek, por consiguiente no pudo apartar la mitad». Pero ¿quiénes son esos testigos? El grado de credibilidad de esos testigos ya se ha puesto de manifiesto en el juicio. Y, ya se sabe, la gallina de mi vecina más huevos pone que la mía. Para terminar, ningún testigo contó personalmente el dinero, simplemente lo valoraron a ojo. Al testigo Maksímov le pareció que el acusado tenía veinte mil rublos. Ya ven, señores del jurado, puesto que ya les hablé de los dos filos de la psicología, permítanme que añada ahora el segundo, a ver qué sale.
»Un mes antes de la catástrofe la señorita Verjóvtseva le confía al acusado tres mil rublos para que los envíe por correo, y la cuestión es: ¿es cierto que fueron confiados con tanta vergüenza y tanta humillación como se ha proclamado hace nada? En el primer testimonio de la señorita Verjóvtseva no era así, para nada; y en el segundo testimonio solo hemos oído gritos de furia, de venganza, gritos de un odio largamente contenido. Pero el hecho de que la testigo declarara en falso en su primer testimonio nos da derecho a concluir que su segundo testimonio también pudo ser falso. El fiscal “no quiere, no se atreve” (palabras suyas) a referirse a esta novela. Bien, que así sea, yo tampoco lo haré; sin embargo, sí voy a permitirme señalar que si una persona pura y de gran moral como es sin lugar a dudas la muy respetada señorita Verjóvtseva, si una persona así, digo, se permite de repente, súbitamente, modificar su primer testimonio en un juicio con el objetivo claro de destruir al acusado, entonces está claro que ese testimonio no fue prestado de forma imparcial, con serenidad. ¿Es posible que se nos prive del derecho a concluir que una mujer que busca venganza puede haber exagerado muchas cosas? Sí, exagerar precisamente esa vergüenza y humillación con la que se ofreció el dinero. Al contrario, fue ofrecido precisamente porque todavía era posible aceptarlo, sobre todo para una persona tan irreflexiva como nuestro acusado. Lo principal es que, en ese momento, él tenía en mente la pronta obtención de los tres mil rublos que, según las cuentas, su padre le debía. Es irreflexivo, pero precisamente por su irreflexión estaba tan firmemente seguro de que aquél se los iba a entregar y, por consiguiente, siempre podría enviar por correo el dinero que le había confiado la señorita Verjóvtseva y desquitarse de su deuda. Pero el fiscal se niega a admitir que ese día, el día de los hechos, el acusado pudo haber separado la mitad del dinero recibido y coserlo al escapulario: “Él no es así —dice—, no pudo tener esos sentimientos”. Pero es la acusación la que ha afirmado a voz en grito que Karamázov es extenso, es la acusación la que ha vociferado sobre los dos abismos extremos que Karamázov puede contemplar. Karamázov es justamente esa naturaleza con dos lados, con dos abismos, que en la necesidad más imperiosa de juerga puede detenerse si algo le sorprende desde el otro lado. Y ese otro lado es el amor, ese amor nuevo que empezaba entonces a inflamarse como la pólvora, y para ese amor era necesario el dinero, mucho más necesario, ay, bastante más que para las juergas con la amada. Ella le diría: “Soy tuya, no quiero a Fiódor Pávlovich”, y él se la llevaría, así que tenía que tener con qué llevársela. Esto es más importante que la juerga. ¿Cómo no iba a entender esto Karamázov? Si precisamente enfermó por eso, por esa preocupación, ¿cómo puede ser inverosímil que separara ese dinero y lo escondiera por si acaso? Sin embargo, el tiempo pasa y Fiódor Pávlovich no le entrega al acusado los tres mil, al contrario, se dice que los ha destinado a tentar con ellos a su enamorada. “Si Fiódor Pávlovich no me los da —piensa el acusado—, seré un ladrón ante Katerina Ivánovna.” Y entonces nace la idea de que irá y esos mil quinientos que continúa llevando en el escapulario los pondrá ante la señorita Verjóvtseva y le dirá: “Soy un canalla, pero no un ladrón”. Así que tiene doble razón para guardar los mil quinientos como a la niña de sus ojos y ninguna para descoser e ir sacándolos de cien en cien. ¿Por qué le niegan al acusado el sentido del honor? Tiene sentido del honor, pongamos que incorrecto, pongamos que muy equivocado, pero lo tiene, lo tiene hasta rabiar, y lo ha demostrado. Pero he aquí que el asunto se complica, el suplicio de los celos alcanza su máximo grado, pero aun así las dos cuestiones anteriores siguen manifestándose cada vez con mayor dolor en el cerebro inflamado del acusado: “Si se lo devuelvo a Katerina Ivánovna, ¿con qué medios me llevaré a Grúshenka?”. Si cometió locuras, si bebió y rabió por las tabernas todo un mes, puede que fuera precisamente por pesar, por no poder soportarlo. Estas dos cuestiones terminaron por agudizarse tanto que lo condujeron a la desesperación. Iba a enviar a su hermano pequeño a que le pidiera al padre por última vez los tres mil rublos, pero, sin esperar la respuesta, irrumpió violentamente y todo acabó en que golpeó al viejo delante de testigos. Después de esto ya no iba a recibir dinero de nadie, el padre golpeado no se lo iba a dar. Ese mismo día por la tarde se golpea el pecho, la parte superior del pecho, donde está el escapulario, y le jura a su hermano que tiene un medio para no ser un canalla, pero que aun así lo seguirá siendo, pues prevé que no va a utilizar ese medio, que le falta fuerza moral, que le falta carácter. ¿Por qué, por qué la acusación no cree el testimonio de Alekséi Karamázov hecho con tanta pureza, sinceridad, sin preparar y tan verosímil? ¿Por qué, por el contrario, me obliga a creer en un dinero en no sé qué grieta de los sótanos del castillo de Udolfo? Esa misma tarde, después de hablar con su hermano, el acusado escribe esa funesta carta y es esta carta la principal prueba, la más colosal de que el acusado robó: “Voy a pedir a todo el mundo, si no me lo dan, mataré a mi padre y se lo quitaré de debajo del colchón, del sobre con la cintita roja, cuando se vaya Iván”; es el plan completo del asesinato, ¿cómo no va a ser él? “¡Se cometió según el escrito!”, exclama la acusación. Pero, primero, es la carta de un borracho y fue escrita en un momento de terrible irritación; segundo, vuelve a hablar del sobre con las palabras de Smerdiakov porque él no ha visto personalmente ese sobre y, tercero, lo que está escrito, escrito está, pero ¿qué prueba hay de que se cometiera según lo escrito? ¿Sacó el acusado el sobre de debajo de la almohada? ¿Encontró el dinero? ¿Existió de verdad? ¿Es que el acusado echó a correr en busca de dinero? ¡Acuérdense, acuérdense! Corría desesperado no para robar, sino para averiguar dónde estaba ella, la mujer que lo había destruido, y no siguiendo un plan, por consiguiente, no echó a correr según el escrito, no para un robo bien pensado, sino que echó a correr repentinamente, sin intención, ¡por furia celosa! “Sí —dirán—, pero aun así llegó, mató y cogió el dinero.” Bien, pero ¿le mató él o no, en realidad? La acusación del robo la rechazo con indignación: no se puede acusar de un robo si no se puede indicar con exactitud lo que se ha robado, ¡es un axioma! Pero ¿le mató él? Aun sin robo, ¿es él el asesino? ¿Se ha demostrado? ¿No será también una novela?
—Con su permiso, señores del jurado, estamos hablando de la vida de un hombre y hay que ser más prudentes. Hemos oído al mismísimo fiscal declarar que hasta el último día, hasta hoy, hasta el día del juicio, ha vacilado en imputar al acusado un asesinato con total y completa premeditación; ha vacilado hasta esa fatídica carta «ebria» presentada hoy al tribunal. «¡Se cometió según el escrito!» Pero vuelvo a repetirlo: él echó a correr en pos de Grúshenka, buscándola, solo quería averiguar dónde estaba. Este hecho es indiscutible. De haber estado ella en casa, él no habría corrido a ningún sitio, se habría quedado a su lado y no habría cumplido lo que escribió en la carta. Echó a correr sin intención, repentinamente, y puede que entonces no se acordara para nada de su carta «ebria». «Se llevó la mano de mortero cobre», dicen. Recuerden que se nos ha ofrecido toda una teoría psicológica basada en esa mano de mortero: por qué debía reconocerla como arma, llevársela como arma, etcétera etcétera. Ahora me viene a la cabeza una idea de lo más común: ¿y si esa mano de mortero no hubiera estado a la vista, en el estante del que se la llevó el acusado, sino guardada en un armario? Porque entonces al acusado no le habría saltado a los ojos y habría salido corriendo sin arma, con las manos vacías y, quizá, no habría matado. ¿Cómo puedo concluir que la mano de mortero es una prueba de premeditación y de deseo de hacerse con un arma? Sí, fue gritando por las tabernas que mataría a su padre y dos días antes, la tarde en que escribió la carta ebria, estuvo tranquilo y discutió solo con un tendero «porque Karamázov no puede estar sin discutir». Pues a esto respondo que, de haber tramado el asesinato, encima con un plan escrito, seguramente ni habría discutido con el tendero ni, quizá, habría pasado por la taberna, porque su alma, habiendo tramado un asunto semejante, buscaría la calma y el retiro, buscaría desaparecer para que no le vieran, no le oyeran. «Olvidaos de mí si podéis», y no por interés, sino por instinto. Señores del jurado, la psicología tiene dos filos y nosotros también sabemos entender la psicología. En cuanto a los gritos de las tabernas de ese mes, anda que no se gritan y riñen los niños y los juerguistas borrachos al salir de las cantinas: «¡Te mataré!», pero no se matan, no. Y la carta fatídica no deja de ser un enfado de borracho, un grito al salir de la taberna: «¡Os mataré —dice—, os mataré a todos!» ¿Por qué no, por qué no pudo ser así? ¿Por qué esa carta fatídica no puede ser graciosa? Pues porque se encontró el cadáver de su padre muerto, porque un testigo vio al acusado en el jardín armado y huyendo, y el mismo testigo fue abatido por el acusado, así que todo se cometió según fue escrito y por eso la carta no es graciosa, sino fatídica. Gracias a Dios, hemos llegado al punto de «si estaba en el jardín, significa que ha matado». En estas dos palabras, si estaba entonces con toda seguridad significa, se sostiene toda la acusación: «Estaba, así que significa». ¿Y si no significa, aunque sí estuviera? Oh, estoy de acuerdo en que el conjunto de los hechos, la coincidencia de los hechos es, en efecto, bastante significativa. Pero examinen todos esos hechos por separado sin incluirlos en un conjunto: ¿por qué, por ejemplo, la acusación no quiere admitir la veracidad del testimonio del acusado de que se alejó de la ventana? Recuerden también el sarcasmo al que ha recurrido aquí la acusación al hablar del respeto y de los sentimientos «piadosos» que de repente se apoderaron del asesino. ¿Y si de verdad hubo algo parecido? Es decir, puede que no un sentimiento de respeto pero sí de piedad. «Probablemente fue mi madre que rezaba por mí en ese momento», señala el acusado en el sumario, y que salió corriendo en cuanto se aseguró de que Svetlova no estaba en casa de su padre. «Pero no podía asegurarse desde la ventana», replica la acusación. Pero ¿por qué no? La ventana se abrió ante las señales hechas por el acusado. Fiódor Pávlovich pudo haber pronunciado alguna palabra, se le pudo haber escapado algún grito, y el acusado tuvo la certeza de que Svetlova no estaba allí. ¿Por qué debemos admitir las cosas tal como nosotros nos las imaginamos, como hemos decidido imaginárnoslas? En la realidad pueden pasar miles de cosas que escapan a la vigilancia del novelista más sutil. «Bien, pero Grigori vio la puerta abierta, por consiguiente, el acusado seguramente estaba en la casa y, por consiguiente, él le mató.» Sobre esa puerta abierta, señores del jurado… Miren, solo una persona ha atestiguado que la puerta estaba abierta y, bueno, esa persona estaba en un estado que… Pero vale, pongamos que la puerta estaba abierta: el acusado la abrió, mintió por un sentimiento de defensa propia tan comprensible en su situación, se coló en la casa, estuvo dentro, ¿y qué? ¿Por qué estar significar matar? Pudo irrumpir, recorrer las habitaciones, apartar violentamente a su padre, incluso golpearle, pero, tras cerciorarse de que Svetlova no estaba allí, salir corriendo feliz por que no estuviera y por haberse ido sin matar a su padre. Precisamente quizá por eso al minuto saltara desde la valla para examinar a Grigori, al que había derribado en un momento de acaloramiento: estaba en condiciones de experimentar un sentimiento puro, un sentimiento de compasión y piedad, había huido de la tentación de matar a su padre, había percibido en su interior un corazón puro y alegría por no haber matado a su padre. La acusación nos ha descrito con pronunciada elocuencia el terrible estado del acusado en la aldea de Mókroie, cuando el amor volvió a revelársele invitándolo a una vida nueva, cuando para él ya era imposible amar porque había dejado tras de sí el cuerpo ensangrentado de su padre y el castigo por ese cuerpo. Sin embargo, la acusación ha admitido el amor, que también ha explicado con ayuda de su psicología: «Estado de embriaguez, conducen a un criminal al cadalso, todavía se puede esperar, etcétera etcétera». Pero, señor fiscal, vuelvo a preguntarle: ¿no se ha inventado usted a otra persona? ¿Tan bruto e insensible sería el acusado para pensar en ese momento en el amor y en subterfugios con vistas a un juicio si de verdad estuviera cubierto con la sangre de su padre? ¡No, no y no! Acaba de descubrir que ella le ama, que le llama a su lado, le aguarda una dicha nueva, oh, les juro que entonces sentiría doble, ¡triple!, necesidad de matarse y ¡se habría matado sin dudarlo de haber dejado atrás el cuerpo de su padre! ¡No habría olvidado dónde estaban las pistolas! Conozco al acusado: la crueldad salvaje y tosca que le atribuye la acusación es incompatible con su carácter. Se habría matado, eso es seguro; no se mató precisamente porque «su madre rezó por él» y su corazón era inocente de la sangre de su padre. Esa noche en Mókroie sufría, penaba por haber abatido al viejo Grigori y rogaba a Dios para que el viejo se levantara y se recuperara, para que el golpe no hubiera sido mortal y evitar así el castigo. ¿Por qué no aceptar esta interpretación de los hechos? ¿Qué prueba sólida tenemos de que el acusado nos ha mentido? Y ahora volverán a señalarnos el cuerpo de su padre: él salió huyendo, él no lo mató, entonces ¿quién mató al viejo?
»Repito que ésta es la lógica de la acusación: si no fue él, entonces ¿quién? No hay nadie a quien poner en su lugar, dice. Señores del jurado, ¿es así? ¿De verdad no hay nadie más a quien poner? Hemos oído a la acusación contar con los dedos a todos los que esa noche estuvieron y visitaron la casa. Eran cinco. Tres de ellos, en eso estoy de acuerdo, no son responsables: el propio muerto, el viejo Grigori y su mujer. Quedan, por consiguiente, el acusado y Smerdiakov. Y he aquí que la acusación exclama con énfasis que el acusado señala a Smerdiakov porque no hay nadie más a quien señalar, que de haber una sexta persona, incluso la sombra de un sexto, el acusado enseguida dejaría de acusar a Smerdiakov, avergonzado, y señalaría a ese sexto. Pero, señores del jurado, ¿por qué no se puede concluir de forma completamente opuesta? Quedan dos: el acusado y Smerdiakov, ¿por qué no puedo yo decir que ustedes acusan a mi cliente solo porque no tienen a nadie más a quien acusar? Y no tienen a nadie más porque han excluido a Smerdiakov de cualquier sospecha de forma totalmente preconcebida y antes de tiempo. Sí, es cierto, solo señalan a Smerdiakov el acusado, sus dos hermanos y Svetlova, nadie más. Pero es que hay alguien más entre los que han declarado: cierta agitación, aunque poco clara, en la sociedad sobre esta cuestión, una sospecha, rumores poco claros, puede notarse la expectación. Finalmente, también se ha manifestado cierta confrontación en los hechos muy característica, aunque reconozco que confusa: en primer lugar, ese ataque del mal caduco precisamente el día de la catástrofe, el ataque que, no sé por qué, con tanto afán el fiscal se ha visto obligado a defender y a sostener. Después el inesperado suicidio de Smerdiakov la víspera del juicio. Después el no menos inesperado testimonio del hermano mayor del acusado, hoy en el juicio, quien hasta ahora había creído en la culpabilidad de su hermano y que de pronto aparece con dinero y también proclama a Smerdiakov como asesino. Oh, al igual que el tribunal y la fiscalía, estoy plenamente convencido de que Iván Karamázov está enfermo y sufre de fiebres, de que su testimonio, en efecto, podría ser un intento desesperado, tramado además desde el delirio, por salvar a su hermano cargándole la culpa a un muerto. Sin embargo, de nuevo se ha pronunciado el nombre de Smerdiakov, de nuevo parece oírse algo misterioso. Es como si algo no se hubiera dicho, señores del jurado, no se hubiera terminado. Y quizá se termine de decir. Pero de momento vamos a dejar esto, ya lo veremos después. Hace poco el tribunal ha decidido continuar con la sesión y, mientras esperaba, he podido darme cuenta de ciertas cosas a propósito, por ejemplo, de la caracterización del difunto Smerdiakov esbozada por la acusación con tanto detalle y talento. Pero, aun sorprendido por el talento, no puedo estar completamente de acuerdo con la esencia de esta caracterización. Yo estuve con Smerdiakov, le vi y hablé con él, y me causó una impresión completamente distinta. Su salud era débil, es cierto, pero su carácter, su corazón, ah, no, no era para nada ese hombre débil que dice la acusación. Sobre todo no encontré en él timidez, esa timidez tan característica que nos ha descrito el fiscal. No tenía nada de simple, al contrario, yo me encontré con una desconfianza terrible disimulada de inocencia, y una inteligencia capaz de observar muchas cosas. ¡Ay! La acusación fue demasiado simple al considerarlo falto de juicio. Me causó una impresión bien definida: salí de allí convencido de que esa persona era decididamente malvada, demasiado ambiciosa, vengativa e intensamente envidiosa. He reunido algunos datos: odiaba sus orígenes, se avergonzaba de ellos y recordaba apretando los dientes que “provenía de la Maloliente”. Era irrespetuoso con el criado Grigori y su mujer, sus benefactores en su infancia. Maldecía Rusia y se burlaba de ella. Soñaba con marcharse a Francia, con convertirse en francés. Con frecuencia había explicado que le faltaban los medios para ello. Me parece que no quería a nadie, excepto a sí mismo, que se tenía en muy alta estima. Para él, ser educado era tener ropa buena, camisolines limpios y botas lustrosas. Como se creía (y hay pruebas de esto) el hijo ilegítimo de Fiódor Pávlovich, tal vez odiara su situación en comparación con la de los hijos legítimos de su señor: ellos lo tienen todo, decía, y yo nada, para ellos son los derechos, la herencia, y yo solo soy el cocinero. Me contó que Fiódor Pávlovich y él habían puesto juntos el dinero en el sobre. El destino de esa cantidad, una cantidad con la que él podría hacer carrera, le resultaba odioso. Además, vio tres mil rublos en billetes de cien nuevecitos (le pregunte a propósito sobre esto). Oh, nunca le enseñen gran cantidad de dinero de una sola vez a un hombre envidioso y orgulloso. Era la primera vez que veía tanto dinero en manos de una sola persona. La impresión del fajo de billetes pudo influir lastimosamente en su imaginación, al principio sin consecuencias. El fiscal, con su gran talento, nos ha esbozado con excepcional sutileza todos los pro y contra de la hipótesis de culpar a Smerdiakov del asesinato y se preguntaba especialmente: ¿para qué iba éste a fingir el ataque? Bien, es que pudo no fingir en absoluto, el ataque pudo sobrevenirle de forma natural, pero también se le pudo pasar de forma natural y el enfermo pudo haberse recuperado. Pongamos que no se cura pero, aun así, en algún momento vuelve en sí y se recupera, como sucede en el mal caduco. La acusación pregunta: ¿en qué momento cometió Smerdiakov el asesinato? Señalar ese momento es muy fácil. Pudo recobrarse y levantarse de su profundo sueño (pues simplemente estaba durmiendo: después de los ataques del mal caduco siempre cae en un sueño profundo) precisamente en el instante en que el viejo Grigori, sujetando por la pierna al acusado que huía saltando la valla, aulló para que le oyeran en todos los alrededores: “¡Parricida!”. Fue un grito excepcional en mitad de la calma de la noche, y pudo despertar a Smerdiakov, cuyo sueño podía ser ya entonces no muy profundo (naturalmente también podía haber empezado a despertarse una hora antes). Se levanta de la cama, se dirige casi sin conocimiento y sin ninguna intención hacia el grito, a ver qué está pasando. En su cabeza hay embriaguez enfermiza, su entendimiento aún duerme, pero él está en el huerto, se acerca a las ventanas iluminadas y oye la terrible novedad en boca del señor, quien, naturalmente, se alegra de verle. El entendimiento se enciende de golpe en su cabeza. Por su asustado señor se entera de todos los detalles. Y he aquí que poco a poco en su cerebro desordenado y enfermo se va formando una idea, terrible, pero seductora y muy lógica: matarlo, llevarse los tres mil rublos y cargárselo todo al señorito, ¿a quién podían acusar si no era al señorito? Las pruebas decían que había estado allí. La terrible ansia de dinero, de hacerse con el botín, pudo apoderarse de él junto con un sentimiento de impunidad. Ay, estos arrebatos repentinos e irresistibles se dan tan a menudo en caso necesario y, lo principal, ¡se dan repentinamente en asesinos que un minuto antes no sabían que querían asesinar! Así que Smerdiakov pudo entrar a ver a su señor y ejecutar su plan. ¿Cómo? ¿Con qué arma? Pues con la primera piedra que cogiera del jardín. Pero ¿para qué? ¿Con qué fin? Los tres mil rublos, toda una carrera. Ah, no, no me estoy contradiciendo: el dinero pudo haber existido. Y hasta puede que Smerdiakov fuera el único que supiera dónde encontrarlo, en qué lugar de la habitación del señor estaba. “Bien, ¿y allí donde se guardaba el dinero, el sobre roto en el suelo?” Hace poco, al hablar de este sobre, la acusación ha expuesto esa consideración tan sutil acerca de que solo un ladrón no acostumbrado podía haberlo dejado en el suelo, precisamente uno como Karamázov y no como Smerdiakov, que nunca habría dejado tal prueba en su contra. Hace poco, señores del jurado, mientras escuchaba me ha parecido oír algo que me resultaba muy conocido. Imagínense, esa misma consideración, esa suposición sobre cómo debería haber actuado Karamázov con el sobre se la había oído exactamente dos días antes al propio Smerdiakov, es más, me dejó sorprendido con ella: me parecía que se estaba haciendo el ingenuo, que se adelantaba, que me imponía esa idea para que yo sacara esa misma conclusión, parecía estar sugiriéndomela. ¿No la habrá sugerido también durante la instrucción? ¿No se la habrá impuesto también al brillante fiscal? Ahora dirán: ¿y la vieja, la mujer de Grigori? Porque oyó al enfermo gemir toda la noche. Sí, le oyó, pero esta opinión es bastante inconsistente. Conocí a una dama que se quejaba amargamente de que un perrillo de la calle la había despertado y no le dejó dormir en toda la noche. Sin embargo, luego se supo que el pobre perrillo solo había ladrado dos o tres veces en toda la noche. Es natural, una persona está durmiendo, oye un gemido, se despierta enojada porque la han despertado, pero enseguida vuelve a quedarse dormida. Dos horas después un nuevo gemido, vuelve a despertarse y a dormirse, finalmente otro gemido de nuevo a las dos horas, en total tres veces en toda la noche. Por la mañana el durmiente se levanta y se queja de que alguien ha estado gimiendo toda la noche y de que lo despertaba sin cesar. Y seguramente eso es lo que le pareció: ha dormido a intervalos de sueño de dos horas pero no lo recuerda, solo recuerda los momentos en los que se despertaba, por eso le parece que ha estado toda la noche en vela. Pero “¿por qué, por qué —exclama la acusación— no ha confesado en su nota póstuma? Para una cosa tuvo conciencia y para otra no”, dice. Pero permítanme: la conciencia es arrepentimiento, y puede que no hubiera arrepentimiento en el suicida, sino solo desesperación. Desesperación y arrepentimiento son dos cosas completamente diferentes. La desesperación puede ser malvada y despiadada, y el suicida, mientras se quita la vida, puede odiar doblemente a aquellos a los que siempre ha envidiado. Señores del jurado, ¡guárdense de un error judicial! ¿Qué tiene de inverosímil todo lo que les he presentado y descrito? Encuentren un error en mi exposición, encuentren algo imposible o absurdo. Pero, si hay aunque solo sea una sombra de posibilidad, aunque solo sea una sombra de verosimilitud, absténganse de condenarle. Sin embargo, ¿acaso es solo una sombra? Se lo juro por todos los santos, creo completamente en la interpretación del asesinato que les acabo de presentar. Y lo principal, lo principal es que siempre me desconcierta y me molesta la misma idea, que de toda la masa de hechos apilados por el fiscal sobre el acusado no haya ni uno que sea mínimamente preciso o irrebatible, y que se va a destruir a un infeliz únicamente por un conjunto de hechos. Sí, el conjunto es terrible: la sangre, la sangre corriendo por los dedos, la ropa blanca ensangrentada, la noche oscura inundada por un clamor: “¡Parricida!”, el que grita cayendo con la cabeza abierta, a continuación el cúmulo de sentencias, de testimonios, gestos, gritos… Oh, eso influye tanto, puede persuadir tanto el convencimiento, pero el suyo, señores del jurado, ¿su convencimiento se puede persuadir? Recuerden: les ha sido entregado un poder inabarcable, el poder de atar y decidir[23]. Pero ¡cuanto más fuerte es el poder, más terrible es su aplicación! No retiraré ni una coma de lo que he dicho ahora, pero digamos que es así, digamos que por un minuto estoy de acuerdo con la acusación en que mi infeliz cliente se ha manchado las manos con la sangre de su padre. Es solo una suposición, les repito que no he dudado ni por un instante de su inocencia, pero que sea así: voy a suponer que mi acusado es culpable de parricidio, pero atentos a mis palabras incluso cuando me permito esta suposición. Mi conciencia me lleva a decirles algo más, pues presiento una gran lucha en su corazón y cabeza… Perdónenme estas palabras, señores miembros del jurado, sobre su corazón y su cabeza. Pero quiero ser franco y sincero hasta el final. ¡Seamos todos sinceros!…
En este punto el abogado fue interrumpido por aplausos bastante fuertes. Las últimas palabras las había pronunciado en un tono que había sonado tan sincero que todos pensaron que, quizá, en efecto tenía algo que decir y que ese algo que iba a decir ahora era lo más importante. Pero el presidente, al oír los aplausos, amenazó en voz alta con «desalojar» la sala del tribunal si volvía a repetirse «un incidente similar». Todos se calmaron y Fetiukóvich empezó a hablar con voz nueva, penetrante: no era en absoluto la voz con la que había hablado hasta entonces.
—No es solo un conjunto de hechos lo que destruye a mi cliente, señores del jurado —proclamó—, no, a mi cliente lo destruye en realidad un único hecho: ¡el cuerpo de su viejo padre! De haber sido un simple asesinato, ustedes habrían rechazado la acusación ante la nimiedad, ante la falta de pruebas, ante lo fantasioso de los hechos, si los examinamos por separado y no como un conjunto, al menos dudarían en destruir el destino de un hombre solo por los prejuicios en su contra, bien merecidos, ¡ay! Pero no es un simple asesinato, ¡sino un parricidio! Y esto impone hasta el punto de que, hasta en la cabeza más imparcial, la nimiedad y la falta de pruebas de los hechos inculpatorios ya no es tan nimia y ya no faltan pruebas. Porque ¿cómo absolver a un acusado así? ¿Y si es el asesino y queda impune? Esto es lo que todos sienten en su corazón casi involuntariamente, por instinto. Sí, es horrible derramar la sangre paterna, la sangre del que me engendró, la sangre de quien me amó, la sangre de quien en su vida no escatimó por mí, de quien se preocupó desde mis primeros años por mis enfermedades, de quien sufrió toda su vida por mi felicidad y que solo vivió por mis alegrías y mis éxitos. Ah, matar a un padre así ¡es algo que no puede ni pensarse! Señores del jurado, ¿qué es un padre, un padre de verdad? ¿Qué significa esa gran palabra? ¿Qué idea terriblemente grande denominamos así? Ahora solo hemos señalado en parte qué es y qué debe ser un auténtico padre. En el caso que nos ocupa, el que hace sufrir a nuestras almas, en el presente caso, el difunto Fiódor Pávlovich Karamázov no se acercaba lo más mínimo a esa idea de padre que acaba de reflejarse en nuestro corazón. Es una desgracia. Sí, en efecto, algunos padres son como una desgracia. Examinemos esa desgracia más de cerca, no hay nada que temer, señores del jurado, en vista de la importancia de la inminente decisión. Sobre todo no debemos temer ahora y, por así decirlo, eludir determinada idea, como niños o mujeres miedosas, según la afortunada expresión del brillante fiscal. Pero en su apasionado discurso mi adversario (adversario ya antes de que yo dijera mi primera palabra) ha exclamado varias veces: «No, no voy a dejar que nadie defienda al acusado, no voy a ceder su defensa al abogado venido desde San Petersburgo. ¡Yo soy acusador y también defensor!». Lo ha exclamado varias veces y, sin embargo, se ha olvidado de mencionar que, si durante veintitrés años el horrible acusado estuvo tan agradecido por una simple libra de nueces que recibió de la única persona que le mostró cariño en la casa paterna, entonces también ese hombre estaba obligado a recordar durante veintitrés años cómo corrió descalzo «en el patio de atrás, sin botas y vestido con unos pantaloncitos sujetos por un único botón», según la expresión del humanitario doctor Herzenstube. Ay, señores del jurado, ¿para qué queremos examinar más de cerca esta «tragedia» y repetir lo que todos ya saben? ¿Qué encontró mi cliente cuando llegó a casa de su padre? Y ¿para qué, para qué representar a mi cliente como un insensible, un egoísta, un monstruo? Es impetuoso, es salvaje y furioso, y por eso ahora le estamos juzgando, pero ¿quién es el culpable de su destino? ¿Quién es el culpable de que su buena disposición, su corazón sensible y agradecido recibieran una educación tan disparatada? ¿Alguien le enseñó buen juicio, le ilustró en las ciencias? ¿Quién le quiso siquiera un poco en su infancia? Mi cliente creció al amparo de Dios, esto es, como una fiera salvaje. Puede que ansiara ver a su padre después de muchos años de separación; puede que miles de veces, al recordar entre sueños su infancia, hubiera ahuyentado las visiones repulsivas con las que soñaba de pequeño y que ansiara de todo corazón absolver y abrazar a su padre. Y ¿qué ocurrió? Lo reciben con burlas cínicas, con desconfianza y tejemanejes a cuenta del dinero en litigio; solo oye palabrería y ve un comportamiento que le revuelve las entrañas, todos los días «con un coñac» y, finalmente, ve a un padre que le arrebata la amante a él, al hijo, y con el dinero del hijo. Ay, señores del jurado, ¡es detestable y cruel! Y ese viejo se va quejando a todos de la falta de respeto y de la crueldad de su hijo, lo denigra en sociedad, lo perjudica, lo calumnia, ¡acapara los recibos de sus deudas para enviarlo a la cárcel! Señores del jurado, las almas, las personas aparentemente inhumanas, furiosas e impetuosas como mi cliente suelen ser la mayoría de las veces increíblemente blandas de corazón, solo que no lo expresan. No se rían, ¡no se rían de mi idea! Hace poco, el brillante fiscal se ha reído cruelmente de mi cliente aduciendo que le gusta Schiller, que le gusta «lo bello y elevado». Yo no me habría reído si hubiera estado en su lugar, ¡en el lugar del fiscal! Sí, esos corazones (oh, déjenme que defienda esos corazones muy pocas veces comprendidos y siempre injustamente), esos corazones suelen ansiar lo tierno, lo bello y justo, precisamente por ser un contraste consigo mismos, con su furia, con su crueldad, lo ansían inconscientemente, pero lo ansían. Apasionados y crueles por fuera, son capaces de amar dolorosamente a una mujer, por ejemplo, y siempre con amor espiritual y supremo. No se rían de mí otra vez: ¡eso es lo que la mayoría de las veces les ocurre a ellos! No pueden ocultar sus pasiones, en ocasiones ordinarias, y esto es lo que sorprende, esto es lo que vemos, pero no vemos el interior de la persona. Por el contrario, todas sus pasiones se calman rápidamente, pero cerca de una criatura bella, agradecida, ese hombre al parecer ordinario y cruel busca la renovación, busca la posibilidad de enmendarse, de ser mejor, de volverse elevado y honrado, «elevado y bello», por muy ridícula que sea la palabra. Hace poco he dicho que no iba a permitirme tocar los amoríos de mi cliente con la señorita Verjóvtseva. Sin embargo, puedo decir media palabra: hemos oído no una declaración, sino los gritos de una mujer exaltada en busca de venganza, y no es ella, oh, no es ella quién para reprochar traiciones, puesto que ¡ella misma ha traicionado! Si hubiera tenido algo de tiempo para reflexionar, no se habría permitido ese testimonio. No la crean, no, el «monstruo» no es mi cliente, como ella le ha llamado. Un filántropo crucificado dijo camino de la cruz: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas, y ni una se perderá…»[24]. ¡No destruyamos nosotros un alma humana! Les he preguntado qué era un padre y pronuncié esa gran palabra, esa valiosa denominación. Pero, señores del jurado, hay que ser sincero con la palabra, y voy a permitirme llamar el objeto por su propio nombre, por su propia denominación: un padre como el viejo asesinado Karamázov no puede y no es digno de llamarse padre. Amar a un padre que no se ha mostrado digno de ser padre es absurdo, es imposible. No se puede engendrar amor desde la nada, solo Dios puede crear desde la nada. «Padres, no aflijáis a vuestros hijos»[25], escribe el apóstol con el corazón ardiendo de amor. No cito estas palabras santas para mi cliente, sino que se las recuerdo a todos los padres. ¿Quién me ha dado el poder de enseñar a los padres? Nadie. Pero como persona y ciudadano os invoco: vivos voco![26] Estamos poco tiempo en la tierra, hacemos muchas cosas malas y decimos palabras malas. Y por eso vamos todos a buscar un momento propicio para comunicarnos, para decirnos palabras buenas unos a otros. Como yo: mientras estoy aquí, estoy aprovechando mi momento. No en vano una voluntad suprema nos ha otorgado esta tribuna: desde ella nos oye toda Rusia. No hablo solo para los padres de aquí, sino que a todos los padres les digo: «Padres, ¡no aflijáis a vuestros hijos!». Cumplamos primero el mandato de Jesucristo y solo entonces nos permitiremos exigírselo a nuestros hijos. De lo contrario, no somos padres, sino enemigos de nuestros hijos, y ellos no son nuestros hijos, sino nuestros enemigos, y ¡somos nosotros quienes los hemos convertido en enemigos! «Con la medida con que midáis se os medirá»[27], no soy yo quien lo dice, lo ordena el Evangelio: medir con la misma medida con la que os miden a vosotros. ¿Cómo culpar a los hijos si ellos nos miden con nuestra medida? Hace poco en Finlandia, una joven, una criada, fue sospechosa de haber dado a luz en secreto. Empezaron a seguirla y en la buhardilla de la casa, en un rincón detrás de unos ladrillos, encontraron un baúl del que nadie sabía nada, lo abrieron y de allí sacaron el cuerpecito del recién nacido al que ella había dado muerte. En el mismo baúl hallaron dos esqueletos de otros dos bebés a los que había parido y dado muerte al nacer, como ella confesó. Señores del jurado, ¿es esto una madre? Sí, ella los parió, pero ¿fue una madre para ellos? ¿Se atreverá alguno de ustedes a darle el sagrado nombre de madre? Seamos valientes, señores del jurado, seamos audaces incluso, estamos hasta obligados a serlo en el momento presente y a no tener miedo de otras palabras e ideas, como las mercaderes moscovitas que tienen miedo del «metal» y del «azufre»[28]. No, demostraremos por el contrario que el progreso de los últimos años también ha alcanzado a nuestro desarrollo y diremos: el que ha engendrado no es todavía padre, padre es quien ha engendrado y se lo ha merecido. Oh, claro, hay otro significado, otra interpretación de la palabra «padre» que reivindica que mi padre, aunque sea un monstruo, aunque sea malo con sus hijos, siga siendo mi padre solo porque me ha engendrado. Pero éste es ya un significado místico, por así decirlo, y ya no lo entiendo con la mente, solo puedo aceptarlo con la fe o, mejor dicho, por la fe, igual que otras muchas cosas que no entiendo pero que la religión me lleva a creer. Pero, en tal caso, que se quede fuera de la esfera de la vida real. En la esfera de la vida real, que tiene no solo sus propios derechos, sino que carga con grandes responsabilidades, en esta esfera, si queremos ser humanos, cristianos, debemos y estamos obligados a actuar por convicciones justificadas por la razón y la experiencia, que hayan pasado por el crisol del análisis, en una palabra, estamos obligados a obrar juiciosamente y no a lo loco, como en sueños o delirando, para no causar daño a un hombre, para no atormentar ni destruir a un hombre. Ésta será entonces la auténtica labor cristiana, no solo mística, sino también una labor juiciosa y ya verdaderamente filantrópica…
En este punto se desataron fuertes aplausos en muchos puntos de la sala, pero Fetiukóvich alzó los brazos como rogando que no le interrumpieran y le dejaran hablar. Automáticamente la sala se calmó. El orador continuó:
—Señores del jurado, ¿piensan que estas cuestiones pueden escapar a los ojos de nuestros hijos, digamos que ya jóvenes, que ya, por así decir, están empezando a razonar? No, no pueden, y ¡no vamos a exigirles una moderación imposible! La visión de un padre indigno, sobre todo en comparación con otros padres, dignos, de otros niños, de sus coetáneos, involuntariamente dicta a un joven preguntas dolorosas. Le responden con banalidad a estas preguntas: «Te ha engendrado, eres su sangre y por eso debes quererlo». El joven reflexiona involuntariamente: «¿Acaso él me quería cuando me engendró? —se pregunta cada vez más sorprendido—. ¿Acaso él me engendró para mí? No me conocía, no sabía ni mi sexo en ese momento, en ese momento de pasión quizá enardecida por el vino, y puede que solo me haya transmitido la tendencia a la bebida, ésta es toda su buena obra… ¿Por qué tengo que quererle? ¿Solo porque me haya engendrado para después no quererme en toda su vida?». Oh, puede que a ustedes estas preguntas les parezcan groseras, crueles, pero no exijan moderación imposible a una cabeza joven: «Si echas a tu naturaleza por la puerta, entrará volando por la ventana…»[29], pero lo principal, lo principal es que no vamos a tener miedo al «metal» y al «azufre» y decidiremos la cuestión tal como prescriben la razón y la filantropía, y no como prescriben las ideas místicas. ¿Cómo decidirla, entonces? Pues así: que el hijo se presente ante su padre y le pregunte conscientemente: «Padre, dime: ¿por qué debo quererte? Padre, demuéstrame que debo quererte», y si ese padre es capaz y está en condiciones de responderle y de demostrárselo, tendremos una familia auténtica y normal, que no se sostiene sobre prejuicios místicos, sino sobre fundamentos juiciosos, que puedan revisarse y estrictamente humanitarios. En el caso contrario, si el padre no lo demostrara, sería el fin de la familia: no es un padre para él, el hijo consigue la libertad y el derecho de considerar, en lo sucesivo, a su padre un extraño y hasta un enemigo. ¡Nuestra tribuna, señores del jurado, debe ser escuela de la verdad y de las ideas juiciosas!
El orador fue interrumpido por aplausos impetuosos, casi exaltados. Por supuesto que no toda la sala aplaudía, pero la mitad sí. Aplaudían padres y madres. Arriba, donde estaban las damas, se oían sollozos y gritos. Agitaban los pañuelos. El presidente empezó a tocar la campanilla con todas sus fuerzas. Estaba visiblemente irritado por el comportamiento de la sala, pero no se atrevía a «desalojarla», como había amenazado poco antes: aplaudían al orador y agitaban pañuelos hasta las venerables personas sentadas detrás de él en sillas aparte, viejecitos con estrellas en el frac, así que, cuando el ruido cesó, el presidente se contentó solo con la promesa severa de antes de «desalojar» la sala, y Fetiukóvich, triunfante y emocionado, se dispuso a continuar con su discurso:
—Señores del jurado, ¿recuerdan esa noche de la que tanto se ha hablado hoy aquí, cuando el hijo, saltando la valla, penetró en la casa de su padre y al fin estaba cara a cara con su enemigo y ofensor, que le había engendrado? Insisto con todas mis fuerzas: no llegó corriendo en busca de dinero, la acusación de robo es absurda, como ya he expuesto antes. Y tampoco irrumpió allí para matar, claro que no. Si hubiera tenido esa intención premeditada, se habría procurado al menos un arma, mientras que la mano de cobre la cogió por instinto, sin saber por qué. Admitamos que engañó a su padre con las señales, admitamos que penetró en la casa… ya he dicho que ni por un momento me he creído esa historia, pero, muy bien, que así sea, ¡supongámoslo por un momento! Señores del jurado, les juro por todo lo sagrado que, de no haber sido ése su padre, sino un ofensor extraño, tras recorrer todas las habitaciones y cerciorarse de que la mujer no estaba en la casa, se habría marchado a todo correr sin hacer ningún daño a su rival, quizá le habría dado un golpe, lo habría empujado, pero solo eso, pues no estaba para esas cosas, no tenía tiempo, necesitaba saber dónde estaba ella. Pero su padre, ¡su padre!, ay, todo lo que hacía la simple visión de su padre, aborrecido desde la infancia, su enemigo, su ofensor y ahora… ¡un rival monstruoso! Un sentimiento de odio se apoderó involuntariamente de él, era un sentimiento incontenible, se hacía imposible razonar: ¡todo se removió al instante! Era un arrebato de sinrazón y de locura, pero también un arrebato de la naturaleza vengándose impetuosa e inconscientemente (como todo en la naturaleza) por sus leyes eternas. Pero el asesino tampoco asesinó entonces, lo afirmo, lo grito, no, solo agitó la mano de mortero con repugnante indignación, sin desear matar, sin saber que mataría. De no haber tenido esa fatídica mano de mortero, quizá solo habría golpeado a su padre, pero no lo habría matado. Cuando salió corriendo, no sabía si el viejo derribado estaba muerto. Un asesinato así no es un asesinato. Un asesinato así no es un parricidio. No, asesinar a un padre así no puede calificarse de parricidio. ¿Un asesinato así puede ser clasificado de parricidio solo por prejuicio? Pero ¿hubo asesinato, lo hubo en realidad?, les pregunto de nuevo, y de nuevo desde lo más profundo de mi alma. Señores del jurado, lo condenaremos y él se dirá a sí mismo: «Esa gente no ha hecho nada por mi destino, por mi educación, por mi instrucción, por hacerme mejor, por hacer de mí una persona. Esa gente no me dio de comer ni de beber, y cuando estuve en el calabozo, desnudo, no me visitaron, pero me han enviado a trabajos forzados. Estamos en paz, ahora no les debo nada y no le debo nada a nadie por los siglos de los siglos. Son malvados, yo también voy a serlo. Son crueles, yo también voy a serlo». ¡Eso es lo que él dirá, señores del jurado! Se lo juro: culpándole solo le aliviarán, aliviarán su conciencia, maldecirá la sangre que ha derramado en lugar de lamentarla. Al mismo tiempo destruirán el posible hombre que todavía hay en él, pues seguirá siendo ruin y ciego ya toda su vida. Pero ¿quieren castigarlo horrible, severamente, con el mayor de los castigos imaginables y, así, salvar y resucitar su alma para siempre? Si es así, ¡abrúmenlo con su misericordia! Verán, oirán cómo su alma tiembla y se espanta: «Tengo que soportar su clemencia, tanto amor, y no soy digno», ¡eso es lo que dirá! Oh, lo conozco, conozco ese corazón, señores del jurado, ese corazón salvaje pero generoso que se inclinará ante su hazaña, ansiará un gran acto de amor, arderá y resucitará para siempre. Hay almas que, en su limitación, acusan a todo el mundo. Pero abrumen a esa alma con misericordia, denle amor, y ella maldecirá sus obras, pues tiene muchos posos de bondad. El alma se amplía y descubre que Dios es misericordioso y que la gente es bella y justa. Le espantarán, le abrumarán el arrepentimiento y la deuda infinita que desde ahora le aguardan. Ya no dirá: «Estamos en paz», sino que dirá: «Soy culpable ante todos y soy el más indigno de todos». Entre lágrimas de arrepentimiento y emociones agudas y dolorosas, proclamará: «La gente es mejor que yo, pues no querían destruirme, sino salvarme». Oh, es muy fácil hacerlo, es un acto de misericordia, pues ante la ausencia de alguna prueba que se parezca mínimamente a la verdad, les va a costar mucho pronunciar: «Sí, es culpable». Es mejor liberar a diez culpables que castigar a un inocente, ¿pueden verlo? ¿Oyen la voz majestuosa del siglo pasado de nuestra gloriosa historia?[30 ]¿Debo yo, un don nadie, recordarles que la justicia rusa no es solo castigo, sino también salvación para un hombre destruido? Dejemos para otros pueblos que sea literalmente castigo, para nosotros es espíritu y razón, salvación y renacimiento de los destruidos. Y, si es así, si en efecto Rusia y su justicia son así, entonces… adelante, Rusia, y no nos asusten, oh, ¡no nos asusten con sus troikas desbocadas ante las que todos los pueblos se apartan con repugnancia! Y no una troika desbocada, sino una majestuosa carroza rusa llegará a su objetivo solemne y tranquilamente. En sus manos está el destino de mi cliente, en sus manos también el destino de la verdad rusa. ¡Ustedes la salvarán, ustedes la defenderán, ustedes demostrarán que tiene quien la respete, que está en buenas manos!
Así concluyó Fetiukóvich, y el entusiasmo que se desató entonces entre los oyentes fue imparable como una tempestad. Era impensable contenerla: las mujeres lloraban y también lloraban muchos hombres, hasta dos altos dignatarios derramaron lágrimas. El presidente se resignó y no se apresuró a tocar la campana. «Atentar contra semejante entusiasmo habría significado atentar contra algo sagrado», gritarían después nuestras damas. El propio orador estaba sinceramente conmovido. Y he aquí que en ese momento nuestro Ippolit Kiríllovich se puso en pie otra vez para «intercambiar algunas objeciones». Lo miraron con odio: «¿Cómo? ¿Qué es esto? ¿Todavía se atreve a replicar?», balbuceaban las damas. Pero aunque hubieran balbuceado las damas de todo el mundo, con la mismísima fiscala, la mujer de Ippolit Kiríllovich, a la cabeza, no habrían podido detenerlo en ese momento. Estaba pálido, temblaba de emoción; las primeras palabras, las primeras frases que pronunció fueron incluso incomprensibles; se ahogaba, pronunciaba mal, se embarullaba. Pero se repuso enseguida. De este segundo discurso solo citaré unas pocas frases.
—… Nos reprochan que nos hemos dedicado a inventar novelas. Y ¿qué ha hecho el abogado defensor, sino una novela tras otra? Lo único que ha faltado es algún verso. Mientras espera a su amante, Fiódor Pávlovich rompe el sobre y lo tira al suelo. Se ha citado hasta lo que dijo en esa situación sorprendente. ¿Acaso no es eso un poema? Y ¿dónde está la prueba de que sacó el dinero? ¿Quién oyó lo que dijo? Smerdiakov, un idiota de escaso juicio, convertido en una especie de héroe byroniano vengándose de la sociedad por su nacimiento ilegítimo, ¿acaso no es un poema al estilo de Byron? Y el hijo que irrumpe en casa del padre, que lo mata pero a la vez no lo mata, esto ya no es una novela ni un poema, es la esfinge proponiendo acertijos que ni ella misma, claro está, puede resolver. Si lo mató, lo mató, ¿qué es eso de que lo mató pero no lo mató? ¿Quién puede entenderlo? Y luego se nos hace saber que nuestra tribuna es la tribuna de la verdad y de las ideas juiciosas, pero he aquí que desde esta tribuna de «ideas juiciosas» se proclama con un juramento el axioma de que llamar parricidio al asesinato de un padre no es más que un prejuicio. Pero, si el parricidio es un prejuicio y si todos los niños van a tener que preguntar a su padre: «Padre, ¿por qué debo quererte?», ¿qué será de nosotros? ¿Qué será de los fundamentos de la sociedad? ¿Dónde terminará la familia? El parricidio, ya ven, es solo el «azufre» de las mercaderes moscovitas. Los preceptos más valiosos, más sagrados para el destino y el futuro de los tribunales rusos se presentan tergiversados y de forma frívola, únicamente para conseguir un fin, para lograr la absolución de algo que no puede ser absuelto. «Oh, abrúmenlo con misericordia», ha dicho el defensor, eso es justo lo que necesita un criminal, y ¡ya verán mañana lo abrumado que está! ¿No habrá sido demasiado modesto el defensor reclamando solo la absolución del acusado? ¿Por qué no reclamar la institución de una beca con el nombre del parricida para perpetuar su hazaña entre nuestros descendientes y en la generación más joven? Se corrige el Evangelio y la religión: todo eso es mística, se dice, el nuestro es el único cristianismo verdadero, verificado mediante el análisis de la razón y de las ideas sensatas. Y ¡he aquí que levantan ante nosotros una imagen falsa de Cristo! Con la medida con que midáis se os medirá, dice el defensor y en ese mismo instante concluye que Cristo nos enseña a medir con la medida con la que nos van a medir a nosotros, y ¡esto lo dice desde la tribuna de la verdad y de las ideas sensatas! Hemos echado un vistazo al Evangelio la víspera de nuestros discursos únicamente para poder brillar con nuestro conocimiento de una obra, bastante original en todo caso, que puede sernos útil y servirnos para crear cierto efecto en la medida de lo necesario, ¡todo en la medida de lo necesario! Pero lo que Cristo nos manda, precisamente, es no obrar así, guardarnos de obrar así, porque así es como obra el mundo inicuo, mientras que nosotros debemos perdonar y poner la mejilla y no medir con la misma medida con la que nos han medido nuestros ofensores. Esto es lo que nos ha enseñado nuestro Dios y no que es un prejuicio prohibir a los hijos matar a sus padres. Y no vamos nosotros a ponernos a corregir desde la cátedra de la verdad y las ideas sensatas el Evangelio de nuestro Señor, a quien el defensor ha tenido a bien llamar simplemente «el filántropo crucificado», en contraste con toda la Rusia ortodoxa que lo invoca diciendo: «Pues Tú eres nuestro Dios»…
Aquí el presidente intervino y paró al exaltado orador, pidiéndole que no exagerara, que no se saliera de los límites debidos, etcétera, etcétera, lo que suelen decir los presidentes en tales casos. La sala también estaba inquieta. El público se agitaba, hasta lanzaba exclamaciones de indignación. Fetiukóvich ni siquiera replicó, se levantó solo para, con la mano en el corazón, decir con voz ofendida algunas palabras repletas de dignidad. Volvió a referirse, a la ligera y en tono burlón, a las «novelas» y a la «psicología» y en un determinado momento acertó a añadir oportunamente: «Te enfadas, Júpiter; así pues, no tienes razón», lo que arrancó numerosas risas de aprobación entre el público, ya que Ippolit Kiríllovich no se parecía en nada a Júpiter. Después Fetiukóvich indicó con profunda dignidad que no iba a replicar a la acusación de que supuestamente daba permiso a la joven generación para matar a los padres. En cuanto a «la falsa imagen de Cristo» y a lo de que no había tenido a bien llamar Dios a Cristo, sino tan solo «filántropo crucificado», lo que «es contrario a la ortodoxia y no puede ser formulado desde la tribuna de la verdad y las ideas sensatas», Fetiukóvich aludió a una «insinuación» y dijo que, cuando se disponía a venir a nuestra ciudad, había contado al menos con que en esta tribuna estaría a salvo de acusaciones «peligrosas para mí como ciudadano y como súbdito leal»… Pero, al oír estas palabras, el presidente también le interrumpió y Fetiukóvich, con una reverencia, concluyó su réplica, acompañado de un murmullo general de aprobación de la sala. Ippolit Kiríllovich, en opinión de nuestras damas, estaba «aplastado para siempre».
Después se le concedió la palabra al acusado. Mitia se levantó, pero apenas habló. Estaba terriblemente fatigado, de cuerpo y alma. El aire de independencia y fuerza con el que se había presentado en la sala por la mañana casi había desaparecido. Era como si ese día hubiera experimentado algo para toda su vida, algo que le había enseñado y le había hecho comprender una cosa muy importante que antes no había comprendido. Su voz se había debilitado, ya no gritaba. En sus palabras se percibía algo nuevo, resignado, vencido y sometido.
—¿Qué puedo decir, señores del jurado? Ha llegado mi juicio, oigo la diestra de Dios sobre mí. ¡El fin de un libertino! Pero, como si me confesara ante Dios, les diré: «¡Soy inocente de la sangre de mi padre!». Y repito por última vez: «Yo no lo maté». He sido un libertino, pero amaba el bien. A cada instante ansiaba enmendarme, pero vivía igual que una bestia salvaje. Le doy las gracias al fiscal, me ha dicho muchas cosas de mí que yo no conocía, pero no es verdad que haya matado a mi padre, ¡el fiscal se equivoca! Y gracias también al abogado defensor, he llorado al oírle, pero no es verdad que haya matado a mi padre, no había por qué suponerlo. Y no crean a los médicos, estoy en mi sano juicio, solo mi alma está apesadumbrada. Si se apiadan, si me dejan libre, rezaré por ustedes. Seré mejor, les doy mi palabra, ante Dios se la doy. Y, si me condenan, ¡yo mismo partiré mi espada sobre mi cabeza y besaré luego los fragmentos! Pero apiádense, no me priven de mi Dios, me conozco, me sublevaré. Mi alma está apesadumbrada, señores… ¡apiádense!
Casi se derrumbó sobre la silla, la voz se le cortó, la última frase apenas si pudo pronunciarla. Después el tribunal procedió a plantear cuestiones y a pedir sus conclusiones a las partes. Pero no voy a describir los detalles. Finalmente el jurado se levantó para retirarse a deliberar. El presidente estaba agotado y por eso su alocución final fue tan débil: «Sean ecuánimes, no se dejen influir por las elocuentes palabras de la defensa, pero considérenlas, recuerden que recae en ustedes una gran responsabilidad», etcétera, etcétera. El jurado se retiró y hubo un alto en la sesión. Uno podía levantarse, caminar, intercambiar las impresiones acumuladas, tomar algo en el bufé. Era muy tarde, casi la una de la madrugada, pero nadie se marchó. Todos estaban muy tensos y sin ánimo para descansar. Esperaban con el corazón helado, aunque quizá el corazón no se les había helado a todos. Las mujeres solo estaban impacientes e histéricas, pero su corazón estaba tranquilo: «La absolución es inevitable». Todas ellas se preparaban para el momento dramático de entusiasmo general. Reconozco que en la mitad masculina de la sala también había muchos que estaban convencidos de la inevitable absolución. Unos se alegraban, otros fruncían el ceño y otros simplemente estaban descorazonados: ¡no deseaban que lo absolvieran! El propio Fetiukóvich estaba firmemente confiado de su éxito. Había mucha gente a su alrededor, lo felicitaban, se dejaba adular.
—Hay —dijo en un corrillo, según se contó después—, hay unos lazos invisibles que unen al defensor con el jurado. Empiezan a formarse y se pueden presentir ya durante el alegato. Yo los he percibido, existen. La causa está ganada, estén tranquilos.
—Y ¿qué dirán ahora los campesinos? —dijo un señor gordo, con la cara picada y el ceño fruncido, un terrateniente de las afueras, acercándose a un grupo de caballeros que estaban charlando.
—No todos son campesinos. También hay cuatro funcionarios.
—Sí, también funcionarios —dijo aproximándose un miembro del consejo del zemstvo.
—Prójor Ivánovich, ¿conoce a Nazáriev, el mercader de la medalla, ese que es miembro del jurado?
—¿Por qué?
—Es un pozo de sabiduría.
—Pero siempre está callado.
—Es muy callado, sí, pero es mejor así. Uno de San Petersburgo no tiene que enseñarle, él solo puede enseñar a todo San Petersburgo. ¡Tiene doce hijos, dense cuenta!
—Pero, por Dios, ¿será posible que no lo absuelvan? —gritaba en otro corrillo uno de nuestros jóvenes funcionarios.
—Seguro que lo absuelven —se oyó una voz decidida.
—¡Sería una vergüenza, una ignominia, que no lo absolvieran! —exclamó el funcionario—. Pongamos que lo mató, pero ¡hay padres y padres! Y, además, estaba tan exaltado… Pudo haber sacudido la mano de mortero, es cierto, y que el otro se derrumbara. Aunque está mal que hayan metido al criado en esto. Es un episodio ridículo. De haber estado en el lugar del abogado, yo habría dicho directamente: lo mató pero no es culpable, y ¡al diablo con todo!
—Eso es lo que ha hecho, solo que no ha dicho: «¡Al diablo con todo!».
—No, Mijaíl Semiónych, prácticamente lo ha dicho —se sumó una tercera voz.
—Pero, señores, si durante la Cuaresma absolvieron a una actriz que le había cortado el cuello a la legítima esposa de su amante.
—Pero es que no se lo cortó del todo.
—¡Da igual, da igual! ¡Había empezado a cortar!
—Y ¿eso que ha dicho de los hijos? ¡Ha sido magnífico!
—¡Magnífico!
—Bueno, y ¿qué me dicen de lo de la mística, eh? ¿Qué me dicen de lo de la mística?
—Vale ya con tanta mística —gritó algún otro—, fíjense en Ippolit, en el destino que le espera a partir de ahora. Porque mañana mismo la fiscala le va a sacar los ojos por culpa de Mitia.
—¿Está ella aquí?
—¡Qué va a estar aquí! De haber estado, aquí mismo se los habría sacado. Se ha quedado en casa, le duelen las muelas. ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja!
En un tercer corrillo:
—Pues es posible que absuelvan a Mitia.
—Igual mañana pone Ciudad Capital patas arriba, va a estar bebiendo diez días.
—¡Qué demonios!
—Pues sí, el demonio ha tenido que andar por aquí, ¿dónde iba a estar mejor que aquí?
—Señores, pongamos que ha sido elocuente. Pero, aun así, no se puede ir rompiéndole la cabeza a un padre con una romana. Si no, ¿adónde iremos a parar?
—¿Recuerdan lo de la carroza? ¿Lo recuerdan?
—Sí, de una telega ha hecho una carroza.
—Y mañana de una carroza una telega, «en la medida de lo necesario, todo en la medida de lo necesario».
—La gente se ha vuelto muy lista. ¿Existe la verdad en la Rus, señores, o no existe en absoluto?
Pero empezó a sonar la campana. El jurado había deliberado justo una hora, ni más, ni menos. Se hizo un profundo silencio en cuanto el público tomó asiento. Recuerdo al jurado entrando en la sala. ¡Por fin! No voy a reproducir punto por punto las preguntas, aparte de que las he olvidado. Solo recuerdo la respuesta a la primera, y fundamental, pregunta del presidente, esto es, «si mató premeditadamente con el fin de robar» (no recuerdo el texto). Todo quedó en suspenso. El portavoz del jurado, concretamente, uno de los funcionarios, el más joven de todos ellos, pronunció alto y claro en medio del silencio sepulcral de la sala:
—Sí, ¡culpable!
Y después sucedió lo mismo en todos los puntos: culpable, sí, culpable, ¡sin la menor indulgencia! Nadie se lo había esperado, casi todos estaban convencidos de que habría, cuando menos, cierta indulgencia. El silencio sepulcral de la sala no se rompió, era como si todos estuvieran literalmente petrificados. Pero solo los primeros minutos. Después reinó un terrible caos. Entre el público masculino muchos estaban realmente contentos. Algunos hasta se frotaban las manos sin disimular su alegría. Los descontentos estaban como aplastados, se encogían de hombros, susurraban, como si no acabaran de creérselo. Pero, Dios mío, ¡lo que ocurrió con nuestras damas! Creí que iban a organizar un motín. Al principio parecía que no dieran crédito a sus oídos. Y, de pronto, empezaron a oírse exclamaciones en toda la sala: «Pero, ¿qué es esto? ¿Qué es todo esto?». Se pusieron de pie. Seguramente pensaban que todo aquello se podía volver a cambiar y rehacer de inmediato. Y en ese momento Mitia se levantó y lanzó un lamento desgarrador, extendiendo los brazos:
—¡Juro por Dios y por su Juicio Final que no soy culpable de la sangre de mi padre! ¡Katia, te perdono! ¡Hermanos, amigos, apiadaos de la otra!
No terminó de hablar, se echó a llorar y sus sollozos se oían por toda la sala, de forma extraña, con una voz que no parecía la suya, sino una voz distinta, inesperada, Dios sabrá de dónde le había venido en ese momento. Arriba, en el rincón más apartado de la galería, resonó un lamento penetrante de mujer: era Grúshenka. Poco antes le había suplicado a alguien y le habían permitido regresar a la sala justo antes de los alegatos. Se llevaron a Mitia. La lectura de la sentencia se aplazó hasta el día siguiente. Toda la sala se levantó alborotada, pero yo ya no me quedé a escuchar. Solo recuerdo algunas exclamaciones ya en el porche, a la salida.
—Le van a caer veinte años en las minas.
—Menos no.
—Sí, nuestros campesinos no se han doblegado.
—Y ¡han acabado con nuestro Mítenka!
FIN DE LA CUARTA Y ÚLTIMA PARTE