LIBRO NOVENO
DILIGENCIAS PREVIAS

I. Comienza la carrera del funcionario Perjotin

Piotr Ilich Perjotin, a quien habíamos dejado golpeando con todas sus fuerzas el sólido portalón de la casa de la comerciante Morózova, al final consiguió, como es natural, que le abrieran. Al oír aquellos golpes furibundos, Fenia, que tanto se había asustado dos horas antes y que, debido a su inquietud y a sus «cavilaciones», aún no se había acostado, volvió a sentirse aterrorizada y a punto estuvo de sufrir un ataque de histeria: se imaginó que quien llamaba era otra vez Dmitri Fiódorovich (a pesar de que ella misma lo había visto partir), pues nadie más que él podía llamar con tanta «insolencia». Corrió hacia el portero, que se había despertado y ya se dirigía al portalón para ver quién estaba dando aquellos golpes, y empezó a suplicarle que no dejara pasar a nadie. Pero el portero interrogó a la persona que estaba llamando y, al averiguar de quién se trataba y que quería ver a Fedosia Márkovna por un asunto de enorme trascendencia, se decidió finalmente a abrirle. Habiendo entrado hasta la misma cocina de Fedosia Márkovna, y tras acceder al ruego de que también el portero estuviera presente, «por si las dudas», Piotr Ilich empezó a interrogarla y en un momento había dado con lo más importante: o sea, que Dmitri Fiódorovich, al salir corriendo en busca de Grúshenka, se había llevado la mano de mortero, y había vuelto sin ella, y con las manos manchadas de sangre. «Y aún le goteaba la sangre de las manos, ¡no hacía más que gotearle!», exclamó Fenia, que al parecer había recreado en su alterada imaginación aquel detalle atroz. No obstante, el propio Piotr Ilich había visto aquellas manos ensangrentadas, aunque de ellas no goteara la sangre, y había ayudado a lavarlas, si bien la cuestión no era si se habían secado pronto o no, sino adónde había ido corriendo Dmitri Fiódorovich con la mano de mortero, es decir, si realmente se había dirigido a casa de Fiódor Pávlovich y sobre qué base podía llegarse a semejante conclusión. Piotr Ilich hizo especial hincapié en este punto y, a pesar de que al final no pudo averiguar nada en firme, quedó casi totalmente convencido de que Dmitri Fiódorovich no había podido ir a otro sitio que a casa de su padre y de que allí, por tanto, tenía que haber ocurrido algo necesariamente. «Y cuando regresó —añadió Fenia, muy nerviosa— y le confesé todo, empecé a preguntarle: “¿Cómo es que tiene usted las manos manchadas de sangre, mi buen Dmitri Fiódorovich?”», y al parecer él le había respondido que aquella sangre era humana y que acababa de matar a una persona. «Así lo admitió, así me lo confesó aquí mismo, y de repente salió corriendo como un loco. Yo me senté y me puse a pensar: “¿Adónde habrá ido corriendo ahora este loco? Seguro que va a Mókroie —me dije—, a matar a la señora”. Salí a toda prisa a suplicarle que no matara a la señora; me dirigí a su casa, pero delante de la tienda de los Plótnikov vi que estaba a punto de partir y que ya no tenía sangre en las manos.» (Fenia se había fijado en ese detalle y lo recordaba.) La vieja, la abuela de Fenia, confirmó la declaración de su nieta hasta donde le fue posible. Después de haber preguntado alguna cosa más, Piotr Ilich dejó la casa más preocupado e inquieto que al llegar.

Se diría que, para él, lo más directo e inmediato habría sido encaminarse en ese momento a casa de Fiódor Pávlovich con la intención de averiguar si había ocurrido algo allí y, de ser así, exactamente qué, para acudir entonces, y solo entonces, cuando ya no hubiera lugar a dudas, al isprávnik, cosa ya firmemente decidida por Piotr Ilich. Pero la noche era oscura y el portalón de la casa de Fiódor Pávlovich era sólido; una vez más se vería obligado a llamar, pues apenas conocía a Fiódor Pávlovich; si al final le abrían, después de mucho llamar, y resultaba que allí no había ocurrido nada, el guasón de Fiódor Pávlovich iría al día siguiente con el cuento por toda la ciudad, explicando cómo a medianoche un desconocido, el funcionario Perjotin, había irrumpido en su casa para averiguar si alguien lo había matado. ¡Menudo escándalo! Y no había nada en el mundo que Piotr Ilich temiera más que el escándalo. No obstante, el sentimiento que lo animaba era tan fuerte que, dando una patada de rabia en el suelo y volviendo a maldecirse a sí mismo, de inmediato se puso nuevamente en marcha, pero ya no hacia la casa de Fiódor Pávlovich, sino hacia la de la señora Jojlakova. Si ésta respondía negativamente a la pregunta de si le había dado tres mil rublos a Dmitri Fiódorovich un rato antes, a una hora determinada, Piotr Pávlovich pensaba acudir de inmediato al isprávnik, sin pasar antes por casa de Fiódor Pávlovich; en caso contrario, lo dejaría todo para el día siguiente y se iría a casa. Evidentemente, la decisión del joven de presentarse de noche, casi a las once, en casa de una señora de posición, a la que no conocía de nada, levantándola tal vez de la cama, para hacerle una pregunta asombrosa, dadas las circunstancias, entrañaba mucho más riesgo de suscitar un escándalo que la opción de ir a casa de Fiódor Pávlovich. Pero así ocurre a veces, sobre todo en casos así, con las decisiones de las personas más metódicas y flemáticas. ¡Y en ese momento Piotr Ilich era cualquier cosa menos un hombre flemático! Toda su vida recordaría después cómo había ido apoderándose de él, gradualmente, un desasosiego invencible que había acabado por torturarlo, arrastrándolo contra su propia voluntad. Como es natural, en todo el camino no dejó de reprenderse por ir a casa de aquella dama, aunque se repitió por décima vez, haciendo rechinar los dientes: «¡Llegaré hasta el final! ¡Hasta el final!». Y logró su propósito: llegó hasta el final.

Eran las once en punto cuando llegó a casa de la señora Jojlakova. Enseguida le dejaron entrar al patio, pero a su pregunta de si la señora dormía ya o estaba todavía levantada el portero no supo responder con precisión, y solo fue capaz de decirle que a esa hora por lo general estaba ya en la cama. «Hágase anunciar ahí arriba; si quiere recibirle, le recibirá; si no quiere, no le recibirá.» Piotr Ilich subió al piso principal, pero una vez allí la situación se complicó. El lacayo no quería anunciarlo; finalmente, llamó a una doncella. Piotr Ilich, en tono cortés pero insistente, le pidió que informara a su señora de que un funcionario local, Perjotin, se había presentado por un asunto especial, y añadió que de no haberse tratado de un asunto tan importante no habría osado venir. «Comuníqueselo exactamente así, con estas mismas palabras», le pidió a la doncella. La muchacha salió. Él se quedó esperando en el recibidor. La señora Jojlakova no se había acostado aún, pero ya se había retirado a su dormitorio. Estaba muy disgustada desde la reciente visita de Mitia y presentía que aquella noche no iba a poder evitar la migraña que solía sufrir en tales casos. Tras escuchar las explicaciones de la doncella, con la consiguiente sorpresa, mandó con irritación despedir a la visita, a pesar del extraordinario interés que había despertado en su curiosidad femenina la inesperada presencia, a esas horas, de un «funcionario local» desconocido. Pero Piotr Ilich, en esta ocasión, se mostró testarudo como una mula: al oír la negativa, rogó nuevamente, con una insistencia extraordinaria, que anunciaran su presencia y que le dijeran a la señora, «con estas mismas palabras», que estaba allí «por un asunto de una importancia excepcional», y que quizá la señora podría arrepentirse más tarde de no haberlo recibido en ese momento. «Fue como si me arrojara desde lo alto de una montaña», contaría más tarde. Tras mirarlo con asombro, la doncella fue a informar por segunda vez. La señora Jojlakova se quedó desconcertada; reflexionó, preguntó qué aspecto tenía el visitante y se enteró de que iba «muy bien vestido», y era «joven y muy cortés». Señalemos, entre paréntesis y como de paso, que Piotr Ilich era un joven bastante bien parecido, y él mismo lo sabía. La señora Jojlakova se decidió a salir a recibirlo. Llevaba puesta una bata de andar por casa y unas chinelas, pero se echó un chal negro por encima de los hombros. Rogaron al «funcionario» que pasara al salón, el mismo en el que hacía unas horas habían recibido a Mitia. La señora de la casa se presentó ante el visitante con un aire severo e inquisitivo y, sin invitarlo a sentarse, le preguntó abiertamente:

—¿Qué se le ofrece?

—Me he decidido a importunarla, señora, a propósito de nuestro común conocido Dmitri Fiódorovich Karamázov —empezó diciendo Perjotin, pero, nada más pronunciar este nombre, en el rostro de la señora se dibujó una vivísima irritación. Ésta reprimió un chillido e interrumpió, encolerizada, a su interlocutor.

—¿Hasta cuándo van a seguir atormentándome con ese hombre espantoso? ¿Hasta cuándo? —empezó a gritar, fuera de sí—. ¿Cómo ha osado usted, señor mío, cómo ha tenido el atrevimiento de venir a molestar a una dama a la que no conoce, en su casa y a estas horas… y para hablar de un hombre que aquí mismo, en este mismo salón, hace apenas tres horas, vino dispuesto a matarme, me pateó y salió como no sale nadie de una casa decente? Sepa, señor mío, que pienso presentar una queja contra usted, que no se lo voy a perdonar; así que haga el favor de dejarme tranquila en este mismo instante… Soy una madre, y ahora mismo… yo… yo…

—¡Matarla! ¿Conque también a usted quería matarla?

—¿Es que ya había matado a alguien más? —preguntó impetuosamente la señora Jojlakova.

—Tenga la bondad de escucharme, señora, tan solo medio minuto, y yo en dos palabras se lo explicaré todo —contestó rotundamente Perjotin—. Hoy mismo, a las cinco de la tarde, el señor Karamázov me pidió prestados diez rublos en calidad de amigo, y sé positivamente que carecía de dinero; resulta que a las nueve de la noche ha venido a verme llevando en las manos, a la vista de todo el mundo, un fajo de billetes de cien rublos; serían aproximadamente dos mil o puede que incluso tres mil rublos. Tenía la cara y las manos todas llenas de sangre, y parecía como si se hubiera vuelto loco. Al preguntarle de dónde había sacado tanto dinero, me respondió con precisión que se lo acababa de dar usted y que usted le había prestado un total de tres mil rublos para ir, según me dijo, a las minas de oro…

En la cara de la señora Jojlakova se reflejó de pronto una inusitada y dolorosa emoción.

—¡Dios mío! ¡Ha matado a su anciano padre! —exclamó, juntando las manos—. ¡Yo no le he dado nada de dinero, nada! ¡Oh, corra, corra!… ¡No diga ni una palabra más! Salve al viejo, vaya corriendo a casa de su padre, ¡corra!

—Permítame, señora, ¿de modo que no le ha dado usted dinero? ¿Recuerda claramente que no le ha dado ninguna cantidad?

—¡No le he dado nada, nada! Se lo he negado, porque no es capaz de apreciar su valor. Ha salido hecho una furia y dando patadas. Se ha abalanzado sobre mí, pero yo me he apartado de un salto… Y le diré además a usted, a quien ya no tengo intención de ocultar nada, que ese hombre incluso me ha escupido, ¿se lo imagina? Pero ¿qué hacemos de pie? Ah, siéntese… Disculpe, yo… O mejor corra, corra, ¡tiene usted que correr a salvar a ese pobre viejo de una muerte espantosa!

—Pero ¿y si ya lo ha matado?

—¡Ay, Dios mío, es verdad! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué cree usted que debemos hacer ahora?

Entretanto había invitado a sentarse a Piotr Ilich y ella misma se había sentado enfrente de él. Piotr Ilich le expuso, brevemente pero con bastante claridad, la historia del caso, al menos aquella parte de la historia de la que ese mismo día había sido testigo; le contó su reciente visita a Fenia y la informó de lo ocurrido con la mano de mortero. Todos estos detalles impresionaron a más no poder a la excitada dama, que se puso a chillar y se cubrió el rostro con las manos…

—Figúrese, ¡todo esto yo ya lo veía venir! Tengo este don: todo lo que me imagino, sea lo que sea, luego se cumple. Cuántas veces, cuántas, al mirar a ese hombre horrible, habré pensado: al final este hombre acabará matándome. Y así ha sido… Quiero decir, si no me ha matado a mí, sino a su padre, eso se debe, muy probablemente, a que la mano de Dios tiene que haber velado por mí, y también a que a ese hombre le ha dado vergüenza matarme, porque aquí mismo, en este lugar, le colgué del cuello una estampa con una reliquia de santa Bárbara, esa gran mártir… ¡Qué cerca he estado en ese momento de la muerte! ¡Me he acercado tanto a él, y él ha alargado todo el cuello hacia mí! ¿Sabe, Piotr Ilich? (Disculpe, ha dicho que se llamaba Piotr Ilich, ¿verdad?)… ¿Sabe?, yo no creo en los milagros, pero esa estampa y el evidente milagro que ha obrado conmigo hace un rato… eso es algo que me conmueve, y estoy empezando a creer otra vez en lo que haga falta. ¿Ha oído usted hablar del stárets Zosima?… Es igual, ya no sé ni lo que me digo… Imagínese, ese hombre, aun llevando la imagen al cuello, me ha escupido… Sí, claro, solo me ha escupido, no me ha matado, y… y ¡hay que ver adónde ha ido a parar! Y ¿qué hacemos ahora nosotros? ¿Adónde deberíamos ir? ¿Qué piensa usted?

Piotr Ilich se levantó y anunció que pensaba ir directamente a ver al isprávnik a contárselo todo, y que éste ya sabría lo que había que hacer.

—Ah, es un hombre estupendo, estupendo; conozco a Mijaíl Makárovich. Vaya a verlo sin falta. Qué resolutivo es usted, Piotr Ilich, y qué bien lo ha pensado todo; ¿sabe?, ¡a mí nunca se me habría ocurrido!

—Además, yo también soy un buen amigo del isprávnik —señaló Piotr Ilich, que seguía ahí parado y que, evidentemente, tenía muchas ganas de librarse como fuera de aquella impulsiva dama, que no le daba ocasión de despedirse y marcharse.

—Y ¿sabe, sabe? —farfullaba ella—. Venga a contarme todo lo que vea y oiga allí… y lo que se descubra… y lo que decidan hacer con él y adónde lo van a mandar cuando lo condenen. Dígame, aquí no hay pena de muerte, ¿verdad? Pero venga sin falta, aunque sean las tres de la madrugada, aunque sean las cuatro, las cuatro y media incluso… Mande que me despierten, que me zarandeen si no me levanto… ¡Oh, Dios!, si no voy a poder ni dormirme… Escuche, ¿y si fuera con usted?…

—No, no; ahora bien, si quisiera escribir ahora mismo de su puño y letra tres líneas, por si acaso, diciendo que no le ha dado usted ningún dinero a Dmitri Fiódorovich, quizá no estaría de más… por si acaso…

—¡Cómo no! —La señora Jojlakova, entusiasmada, se acercó de un salto a su escritorio—. ¿Sabe? Me deja usted anonadada, sencillamente me admiran su diligencia y su habilidad en estas cuestiones… ¿Presta usted aquí sus servicios? Qué gusto da saber que presta aquí sus servicios…

Sin dejar de hablar, trazó rápidamente en medio folio de papel de carta, en grandes caracteres, las siguientes líneas:

Nunca en la vida he prestado al desdichado Dmitri Fiódorovich Karamázov (pues, a pesar de todo, ahora es un desdichado) tres mil rublos en el día de hoy, ni ninguna otra cantidad de dinero, ¡nunca, nunca! Lo juro por todo lo que hay de sagrado en este mundo.

JOJLAKOVA

—¡Aquí tiene la nota! —Rápidamente, se volvió hacia Piotr Ilich—. Vaya ahora y sálvelo. Será una gran acción de su parte.

Y lo persignó tres veces. Incluso lo acompañó hasta el vestíbulo para despedirlo.

—¡Qué agradecida le estoy! No puede usted creerse cómo le agradezco que haya venido a verme a mí antes que a nadie. ¿Cómo es que no nos habíamos visto antes? Me sentiría muy halagada si, en lo sucesivo, pudiera recibirle a usted en mi casa. Me ha encantado saber que usted presta aquí sus servivios… y con semejante precisión, con semejante eficacia… A usted tendrán que apreciarle en lo que vale, acabarán por comprenderle, y todo lo que yo pudiera hacer por usted, créame que… ¡Oh, adoro a la gente joven! Estoy enamorada de la gente joven. Los jóvenes son el fundamento de nuestra Rusia sufriente de hoy, son toda su esperanza… ¡Oh, vaya usted, vaya usted!

Pero Piotr Ilich ya había salido corriendo; si no, ella no le habría dejado marcharse tan pronto. De todos modos, la señora Jojlakova le había producido una impresión bastante agradable, que hasta atenuaba en alguna medida su inquietud por verse implicado en un asunto tan desagradable. Cada uno tiene sus gustos, eso ya se sabe. «Tampoco es tan mayor —pensaba él con satisfacción—; al contrario, la habría tomado por su hija.»

Por su parte, la señora Jojlkova estaba sencillamente fascinada con aquel joven. «Cuánto talento, cuánta precisión en una persona tan joven en los tiempos que corren, y todo ello con esos modales y esa presencia. Tanto que dicen que si los jóvenes actuales no valen para nada; pues aquí tenemos un ejemplo.» Y etcétera, etcétera. De ese modo, sencillamente se olvidó del «terrible incidente», y solo en el momento de acostarse, al acordarse de pronto una vez más de «lo cerca que había estado de la muerte», exclamó: «¡Ah, es algo terrible, terrible!». Pero enseguida se quedó dormida, sumiéndose en el más profundo y dulce de los sueños. De todos modos, no me habría extendido tanto en detalles nimios y episódicos si la excéntrica entrevista, que acabo de describir, entre el joven funcionario y la viuda en absoluto vieja no hubiera servido después de base para la carrera de toda una vida de aquel preciso y meticuloso joven, algo que todavía se recuerda con asombro en nuestra pequeña ciudad y de lo que posiblemente digamos alguna palabrilla especial una vez que hayamos concluido nuestro largo relato sobre los hermanos Karamázov.

II. La alarma

Nuestro isprávnik, Mijaíl Makárovich Makárov, teniente coronel retirado con el grado de consejero de corte[1], era un hombre viudo y una buena persona. Había llegado a nuestra ciudad hacía solo tres años, pero ya se había ganado la simpatía general, gracias, sobre todo, a que «sabía unir a la sociedad». Nunca faltaban invitados en su casa, y se diría que sin ellos no habría podido vivir. Todos los días, sin falta, alguien comía con él, aunque solo fueran un par de invitados, o uno solo, pero sin invitados no se sentaba a la mesa. Tampoco eran raros los banquetes formales, que organizaba con toda clase de pretextos, hasta los más imprevistos. La comida que servía no es que fuera exquisita, pero sí era abundante; se preparaban unas kulebiaki[2] excelentes y los vinos, sin brillar por su calidad, destacaban por su cantidad. La primera pieza de la casa, donde había instalado un billar, presentaba un mobiliario muy distinguido: es decir, colgaban incluso de las paredes unos grabados, con sus marcos negros, de caballos de carreras ingleses, adorno imprescindible, como es sabido, en toda sala de billar de un hombre soltero. Todas las noches se jugaba a las cartas, aunque no fuera más que en una sola mesa. Pero muy a menudo también se reunía allí lo mejor de la sociedad de nuestra ciudad, con las mamás y las jovencitas, para bailar. Mijaíl Makárovich, aunque era viudo, era un hombre familiar y vivía en compañía de una hija suya, viuda también desde hacía mucho y madre a su vez de dos muchachas, nietas de Mijaíl Makárovich. Éstas ya eran mayores y habían concluido su formación; no eran nada feas y tenían un carácter alegre y, aunque todo el mundo sabía que carecían de dote, atraían a casa de su abuelo a nuestra juventud mundana. En el trabajo Mijaíl Makárovich no era precisamente brillante, pero tampoco desempeñaba sus funciones peor que otros muchos. A decir verdad, era un hombre poco instruido e incluso despreocupado en lo referente a la clara comprensión de los límites de su poder administrativo. No es que no alcanzara a comprender en su integridad determinadas reformas del actual reinado,[3] pero sí es verdad que las entendía con ciertos errores, en ocasiones muy notorios, y no porque fuera particularmente incapaz, sino sencillamente por la indolencia de su carácter, porque nunca tenía tiempo para estudiarlas a fondo. «Tengo alma de militar, caballeros, más que de civil», solía decir de sí mismo. Ni siquiera parecía haber llegado a hacerse una idea firme y definitiva de los fundamentos precisos de la reforma campesina, y los iba descubriendo, por así decir, de año en año, aumentando sus conocimientos de forma práctica y a su pesar, aun siendo también él, por cierto, un propietario. Piotr Ilich sabía a ciencia cierta que aquella noche en casa de Mijaíl Makárovich encontraría sin falta invitados, pero ignoraba exactamente cuáles. El caso es que en aquellos precisos momentos estaban jugando a las cartas en su casa el fiscal y el médico del zemstvo[4], Varvinski, un joven recién llegado de San Petersburgo, después de haber completado brillantemente sus estudios en la Academia de Medicina de la capital. En cuanto al fiscal —es decir, el ayudante del fiscal, aunque en nuestra ciudad siempre lo llamaban «el fiscal»—, Ippolit Kiríllovich, era un sujeto singular, joven aún, de unos treinta y cinco años, pero con una fuerte propensión a la tisis; además, estaba casado con una dama excesivamente gruesa, y sin hijos; era un hombre orgulloso e irritable, aunque de notable inteligencia e incluso de buen corazón. Por lo visto, todo el problema de su carácter consitía en que tenía una idea de sí mismo que estaba por encima de lo que autorizaban sus verdaderas cualidades. Ésa era la razón de que pareciera estar continuamente nervioso. Aparte de eso, se manifestaban en él ciertas aspiraciones elevadas, incluso de tipo artístico, como, por ejemplo, su psicologismo, su particular conocimiento del alma humana, su especial talento para comprender al criminal y para comprender su crimen. En ese sentido, se consideraba un tanto maltratado y relegado en su carrera, y nunca dejó de estar convencido de que en las altas esferas no sabían valorarlo adecuadamente y tenía enemigos en esos círculos. En los momentos más lúgubres amenazaba incluso con conventirse en abogado defensor en materia criminal. El inesperado caso del parricidio de los Karamázov pareció causarle una gran conmoción: «Un caso como éste podría conocerse en toda Rusia». Pero me estoy adelantando al decir esto.

En la estancia contigua, en compañía de unas señoritas, se encontraba nuestro joven juez de instrucción Nikolái Parfiónovich Neliúdov, llegado hacía solo dos meses de San Petersburgo. Más tarde, todo el mundo comentó, con cierto asombro, que todas aquellas personas se hallaban reunidas la noche del «crimen» en casa del poder ejecutivo, y que parecía hecho a propósito. En realidad, era algo mucho más sencillo y había ocurrido con toda naturalidad: a la mujer de Ippolit Kiríllovich le dolían las muelas desde el día anterior, y el hombre no había tenido más remedio que salir por ahí, huyendo de sus gemidos; el médico, por su condición misma, no podía pasar la velada de otro modo que jugando a las cartas. En cuanto a Nikolái Parfiónovich Neliúdov, hacía ya tres días que tenía planeado presentarse aquella noche en casa de Mijaíl Makárovich como por casualidad, por así decir, con ánimo de sorprender repentina y maliciosamente a la mayor de las dos jóvenes, Olga Mijáilovna, revelándole que estaba al corriente de su secreto, que sabía que aquél era el día de su cumpleaños y que ella había decidido ocultárselo a la gente para no tener que dar un baile. Se esperaba que hubiera muchas risas y alusiones a la edad de la joven, a su supuesto miedo a declararla, y al hecho de que él, estando en posesión del secreto, pensaba divulgarlo al día siguiente por toda la ciudad, y etcétera, etcétera. El simpático jovencito era en ese sentido de lo más travieso; de hecho, así lo llamaban las damas, «el travieso», y eso, por lo visto, a él le encantaba. Por lo demás, pertenecía a lo mejor de la sociedad, era de buena familia, tenía una buena educación y buenos sentimientos, y, aunque era un vividor, resultaba inofensivo y siempre se mostraba correcto. Físicamente, era de baja estatura, débil y de complexión delicada. En sus dedos finos y pálidos siempre brillaban algunos anillos de un tamaño excepcional. En el ejercicio de su cargo exhibía una extraordinaria gravedad, como si considerara sagradas su significación y sus obligaciones. Tenía una especial habilidad para desconcertar en los interrogatorios a los asesinos y demás malhechores del populacho y, efectivamente, despertaba en ellos, si no respeto por su persona, sí al menos cierto asombro.

Al entrar en casa del isprávnik, Piotr Ilich se quedó sencillamente estupefacto: de repente se dio cuenta de que allí ya se sabía todo. De hecho, habían dejado las cartas y todos estaban de pie haciendo comentarios, e incluso Nikolái Parfiónovich había acudido a toda prisa desde la sala donde estaba con las señoritas y tenía una expresión de lo más decidida e impetuosa. Recibieron a Piotr Ilich con la pasmosa noticia de que, efectivamente, el viejo Fiódor Pávlovich había sido asesinado aquella misma noche en su propia casa, asesinado y robado. Era algo que acababa de saberse, del siguiente modo.

Marfa Ignátievna, la mujer de Grigori, que había sido derribado junto a la valla, a pesar de que estaba durmiendo como un tronco en su cama y de que habría podido seguir durmiendo hasta la mañana siguiente, se despertó súbitamente. A ello contribuyó el espantoso grito epiléptico de Smerdiakov, que yacía inconsciente en la habitación vecina: era el grito con el que empezaban invariablemente sus ataques de mal caduco, ataques que siempre, durante toda su vida, habían causado pánico a Marfa Ignátievna, afectándola de un modo pernicioso. Nunca había podido acostumbrarse. Adormilada, saltó de la cama y casi fuera de sí corrió al cuartucho de Smerdiakov. Pero estaba a oscuras, y solo pudo oír que el enfermo había empezado a roncar y a removerse de un modo espantoso. Entonces Marfa Ignátievna se puso a gritar y a llamar a su marido, pero de pronto cayó en la cuenta de que al parecer Grigori no estaba en la cama en el momento en que ella se había levantado. Corrió de vuelta a su cama y empezó a palparla, pero efectivamente estaba vacía. Así pues, Grigori se había marchado, pero ¿adónde? Marfa Ignátievna salió corriendo al porche y desde allí llamó tímidamente a su marido. Naturalmente, no obtuvo respuesta, aunque sí oyó, en medio del silencio de la noche, unos gemidos que parecían venir de algún lugar retirado en el huerto. Aguzó el oído; los gemidos se repitieron y quedó claro que, efectivamente, provenían del huerto. «¡Señor, igual que aquella vez con Lizaveta la Maloliente!», se le pasó por la cabeza, trastornada. Bajó con aprensión los peldaños y distinguió la cancela del huerto, que estaba abierta. «Tiene que estar ahí, pobrecillo», pensó; se acercó a la cancela y, de pronto, oyó con toda claridad que Grigori la estaba llamando a gritos, con una voz débil, agónica, terrible: «¡Marfa, Marfa!». «Señor, presérvanos de todo mal», susurró Marfa Ignátievna y acudió corriendo a la llamada, y de ese modo encontró a Grigori. Pero no lo encontró junto a la valla, en el mismo lugar donde había sido derribado, sino a unos veinte pasos de allí. Más tarde se supo que Grigori, al volver en sí, había empezado a arrastrarse, y seguramente habría avanzado así un buen rato, perdiendo el sentido y cayendo inconsciente en varias ocasiones. Su mujer se dio cuenta enseguida de que estaba cubierto de sangre y se puso a chillar como una condenada. Grigori farfullaba en voz baja y de forma inconexa: «Lo ha matado… ha matado al padre… para qué gritas, boba… corre, llama»… Pero Marfa Ignátievna no se calmaba y no paraba de gritar, hasta que de pronto, viendo que la ventana del señor estaba abierta y había luz en ella, echó a correr en esa dirección y empezó a llamar a Fiódor Pávlovich. Sin embargo, al mirar por la ventana vio un espectáculo aterrador: el señor estaba tendido boca arriba en el suelo y no se movía. Su bata clara y la pechera de su camisa blanca estaban empapadas de sangre. Una vela sobre la mesa iluminaba nítidamente la sangre y el rostro inerte, sin vida, de Fiódor Pávlovich. En ese momento, presa del pánico más espantoso, Marfa Ignátievna se apartó rápidamente de la ventana, atravesó a toda prisa el huerto, abrió el cerrojo del portalón y corrió como una loca, cruzando por detrás de la casa, a avisar a su vecina Maria Kondrátievna. Las dos vecinas, madre e hija, ya dormían, pero los furibundos y apremiantes golpes en los postigos y los gritos de Marfa Ignátievna las despertaron, y ambas mujeres se precipitaron a la ventana. Marfa Ignátievna, de manera confusa, entre chillidos y gritos, acertó a contarles lo fundamental y les pidió ayuda. Precisamente, estaba pasando la noche en su casa el errabundo Fomá. Lo despertaron al instante, y los tres corrieron al lugar del crimen. Por el camino, Maria Kondrátievna acertó a recordar que algo más temprano, antes de las nueve de la noche, había sentido un grito penetrante y aterrador, que había podido oírse por todo el vecindario, procedente del huerto de Fiódor Pávlovich: sin duda, se había tratado del grito de Grigori cuando éste, agarrado a la pierna de Dmitri Fiódorovich, que ya se había sentado a horcajadas sobre la valla, exclamó: «¡Parricida!». «Alguien soltó un grito y luego se calló», declaró a la carrera Maria Kondrátievna. Al llegar al sitio donde yacía Grigori, las dos mujeres, con ayuda de Fomá, lo trasladaron al pabellón. Encendieron una luz y vieron que Smerdiakov no se había calmado todavía y seguía removiéndose en su cuchitril, con los ojos en blanco y echando espuma por la boca. A Grigori le lavaron la cabeza con agua y vinagre, y gracias al agua volvió en sí y preguntó de inmediato: «¿Han matado al señor?». Entonces las dos mujeres fueron con Fomá a ver al señor y al entrar en el huerto vieron en esta ocasión que no solo la ventana sino también la puerta de la casa que daba al huerto estaba abierta de par en par, y ello a pesar de que el señor se encargaba personalmente de cerrarla a cal y canto todas las noches desde hacía una semana y no le permitía ni al mismo Grigori que fuera a llamar a su cuarto por nada del mundo. Viendo abierta esa puerta, ninguno de los tres, lo mismo las dos mujeres que Fomá, se atrevía a entrar en la casa, «por lo que pudiera pasar después». Pero Grigori, cuando volvieron a su lado, les mandó que fueran enseguida a avisar al isprávnik. Fue entonces cuando Maria Kondrátievna se acercó corriendo a casa de Mijaíl Makárovich y alertó a todos los que estaban allí. Apenas se adelantó en cinco minutos a la llegada de Piotr Ilich, de modo que éste ya no se presentó únicamente con sus propias conjeturas y conclusiones, sino como un testigo ocular cuyo relato vino a confirmar la sospecha general en lo tocante a la identidad del criminal (sospecha que, por cierto, él mismo, en el fondo de su alma, se negó a aceptar hasta el último momento).

Decidieron actuar con energía. Inmediatamente encomendaron al ayudante del comisario de policía que reuniera a un total de cuatro testigos y que, observando todas las reglas, que no voy a describir aquí, se introdujeran en casa de Fiódor Pávlovich y procedieran a la investigación sobre el terreno. El médico del zemstvo, persona impulsiva y hombre de nuestro tiempo, poco menos que insistió en acompañar al isprávnik, al fiscal y al juez de instrucción. Me limitaré a reseñar brevemente: Fiódor Pávlovich, definitivamente, había sido asesinado; lo hallaron con el cráneo hundido, pero ¿con qué? Lo más probable es que fuera con la misma arma con la que después habían abatido a Grigori. Precisamente dieron con el arma después de escuchar de Grigori, a quien se prestó toda la ayuda médica posible, un relato bastante coherente, a pesar de su voz débil y entrecortada, acerca de cómo había sido atacado. Con la ayuda de un farol, empezaron a buscar al lado de la valla y encontraron la mano de cobre arrojada junto al sendero del huerto, perfectamente visible. En la habitación donde yacía Fiódor Pávlovich no detectaron un desorden inusual, pero por detrás del biombo, al pie de la cama, recogieron del suelo un sobre grande, de papel grueso, de dimensiones oficiales, con una inscripción: «Un regalito de tres mil rublos a mi ángel Grúshenka, por si tiene a bien venir»; en la parte inferior el mismo Fiódor Pávlovich había añadido, probablemente con posterioridad: «Y a mi pichoncito». Había tres grandes sellos de lacre rojo en el sobre, pero ya lo habían abierto y vaciado: se habían llevado el dinero. También encontraron en el suelo una fina cintita rosa, que había servido para atar el sobre. En las declaraciones de Piotr Ilich había, entre otras, una circunstancia que impresionó enormemente al fiscal y al juez de instrucción: concretamente, su firme sospecha de que Dmitri Fiódorovich se iba a pegar un tiro al amanecer, de que estaba decidido a dar ese paso; él mismo le había hablado de esa cuestión a Piotr Ilich, había cargado la pistola en su presencia, había escrito una breve nota, se la había guardado en el bolsillo, y todo eso. Y, cuando el propio Piotr Ilich, que aún se resistía a creerle, lo amenazó con ir a contárselo a alguien para evitar el suicidio, el mismo Mitia le había replicado, forzando una sonrisa: «No te va a dar tiempo». Así pues, tenían que llegar cuanto antes a ese sitio, a Mókroie, para atrapar al criminal antes de que le diera tiempo a pegarse un tiro, si es que realmente tomaba esa decisión. «¡Está claro, está claro! —repetía el fiscal, extraordinariamente agitado—. Es justo lo que suelen hacer los alborotadores como él: mañana me mato, pero, antes de morir, juerga y más juerga.» La historia de cómo se había llevado de la tienda los vinos y los demás productos no hizo sino excitar aún más al fiscal. «Acuérdense, señores, de aquel mozo que mató al mercader Olsufiev, le robó mil quinientos rublos y acto seguido fue a rizarse el pelo, y después, sin preocuparse siquiera de esconder bien el dinero, poco menos que con él en la mano, se fue de picos pardos.» A todos, sin embargo, los retuvo la investigación, el registro en casa de Fiódor Pávlovich, las formalidades y demás. Todo eso requirió su tiempo, por lo cual mandaron por delante a Mókroie, un par de horas antes de partir ellos mismos, al stanovói Mavriki Mavríkievich Shmertsov, llegado a la ciudad la misma víspera por la mañana para cobrar la paga. Le dieron instrucciones de ir a Mókroie y, sin despertar ninguna alarma, vigilar incansablemente al «criminal» hasta la llegada de las autoridades competentes, al tiempo que se ocupaba de los testigos, los sotskie[5] y esa clase de cosas. Así hizo Mavriki Mavríkievich, que guardó el incógnito y solo a Trifon Borísovich, viejo amigo suyo, le desveló en parte el secreto del caso. Todo lo cual vino a coincidir, precisamente, con el momento en que Mitia encontró en la oscuridad de la galería al posadero que andaba buscándolo, y enseguida advirtió la repentina mudanza que se había producido en su rostro y en sus palabras. De ese modo, ni Mitia ni nadie se dio cuenta de que los estaban vigilando; en cuanto al estuche con las pistolas, hacía ya un buen rato que Trifon Borísovich se lo había birlado y lo había puesto a buen recaudo. Y solo pasadas las cuatro de la madrugada, poco antes del amanecer, llegaron las autoridades, el isprávnik, el fiscal y el juez de instrucción, en dos coches tirados por sendas troikas. El doctor, en cambio, se había quedado en casa de Fiódor Pávlovich, con el propósito de practicar por la mañana la autopsia al cadáver del asesinado, aunque lo que más le interesaba era el estado del criado enfermo, Smerdiakov. «Ataques tan violentos y prolongados de mal caduco, que se repiten incesantemente durante dos días seguidos, no se encuentran a menudo; es un caso que compete a la ciencia», declaró con entusiasmo a sus compañeros cuando ya se iban, y éstos lo felicitaban, entre risas, por su hallazgo. Además, el fiscal y el juez de instrucción recordarían después claramente que el doctor había añadido, en un tono muy decidido, que Smerdiakov no llegaría vivo a la mañana siguiente.

Ahora, tras esta larga, pero aparentemente necesaria aclaración, hemos regresado al mismo punto en el que dejé mi relato en el libro anterior.

III. Viaje del alma a través de los tormentos. Primer tormento

Así pues, Mitia estaba sentado y contemplaba a los allí presentes con una mirada salvaje, sin entender lo que le decían. De repente se puso de pie, levantó los brazos y gritó con fuerza:

—¡No soy culpable! ¡No soy culpable de esa sangre! No soy culpable de la sangre de mi padre… ¡Quería matarlo, pero no soy culpable! ¡No he sido yo!

Apenas había acabado de decir estas palabras cuando Grúshenka, saliendo de detrás de las cortinas, se desplomó a los pies del isprávnik.

—¡He sido yo, maldita! ¡Yo soy la culpable! —gritó, entre unos lamentos que desgarraban el alma, hecha un mar de lágrimas, extendiendo los brazos hacia todos los presentes—. ¡Lo ha matado por mí!… ¡Yo lo he atormentado y lo he empujado a hacerlo! ¡También al pobre viejo, al difunto, lo hice sufrir, por pura maldad, y he conseguido que las cosas llegaran a este extremo! ¡Yo soy la culpable, la primera y la más importante! ¡Yo soy la culpable!

—¡Sí, tú eres la culpable! ¡Tú eres la principal responsable! ¡Eres arrebatada, disoluta, eres la principal culpable! —empezó a vociferar, amenazándola con la mano, el isprávnik, pero enseguida lo aplacaron con determinación. El fiscal tuvo incluso que sujetarlo.

—Esto es un verdadero desbarajuste, Mijaíl Makárovich —le gritó—. Decididamente, está usted entorpeciendo la investigación… Va a echarlo todo a perder… —dijo, casi sofocándose.

—¡Medidas, medidas, hay que tomar medidas! —Nikolái Parfiónovich estaba también que echaba humo—. ¡Si no, es totalmente imposible!

—¡Júzguennos a los dos juntos! —seguía clamando Grúshenka con frenesí, aún de rodillas—. Castíguennos juntos, ¡ahora estoy dispuesta a ir con él al cadalso!

—¡Grusha, mi vida, mi sangre, mi santuario! —También Mitia cayó de rodillas a su lado y la estrechó con fuerza entre sus brazos—. No la crean —gritó—, no tiene culpa de nada, ¡ni de la sangre ni de nada!

Más tarde recordaría que varios hombres lo habían separado de Grúshenka a la fuerza, que a ella se la llevaron repentinamente y que, cuando volvió en sí, ya estaba sentado a la mesa. A sus costados y a su espalda había unos hombres con distintivos de metal. Enfrente, al otro lado de la mesa, sentado en un sofá, se encontraba Nikolái Parfiónovich, el juez de instrucción, que estaba tratando de convencerlo de que bebiera un poco de agua del vaso que había sobre la mesa: «Le refrescará, verá cómo le calma, no tenga miedo, no se preocupe usted», añadió con extrema cortesía. De pronto a Mitia —así lo recordó él— le llamaron mucho la atención sus grandes anillos, uno de ellos con una amatista y otro con una piedra transparente de color amarillo vivo, con unos reflejos preciosos. Más tarde, durante mucho tiempo, recordaría admirado que los anillos habían atraído su mirada de una manera irresistible, incluso en aquellas horas terribles de interrogatorios, hasta el punto de que era incapaz de apartar los ojos y olvidarse de ellos, siendo como eran unos objetos completamente inapropiados en aquella situación. A la izquierda de Mitia, en el asiento que había ocupado Maksímov al comienzo de la velada, estaba sentado el fiscal, y a la derecha, en el sitio donde entonces había estado Grúshenka, se acomodó un joven de tez sonrosada con una especie de cazadora muy gastada; enfrente de él había un tintero y unos folios. Por lo visto, se trataba del escribiente del juez de instrucción, que lo había traído consigo. El isprávnik estaba de pie, al lado de una ventana, en el otro extremo de la habitación, junto a Kalgánov, que se había sentado en una silla cerca de la misma ventana.

—¡Beba un poco de agua! —repitió amablemente, por décima vez, el juez de instrucción.

—Ya he bebido, señores, ya he bebido… pero… muy bien, señores, aplástenme, castíguenme, ¡decidan mi destino! —exclamó Mitia, mirando al juez con unos ojos terriblemente fijos y desorbitados.

—Así pues ¿afirma usted taxativamente que no es el culpable de la muerte de su padre, Fiódor Pávlovich? —preguntó el juez de instrucción, suavemente pero con firmeza.

—¡No soy el culpable! Soy el culpable de otra sangre, de la sangre de otro anciano, pero no de la de mi padre. ¡Y lo lamento! He matado, he matado a un anciano, lo he matado y lo he dejado tirado… Pero es duro tener que responder de esta sangre con otra sangre, una sangre terrible de la que no soy culpable… Terrible acusación, señores, ¡un mazazo en la frente! Pero ¿quién ha matado a mi padre? ¿Quién lo ha matado? ¿Quién ha podido matarlo, si no he sido yo? ¡Es algo descabellado, absurdo, imposible!…

—Sí, yo le diré quién ha podido matarlo… —empezó a decir el juez de instrucción, pero el fiscal Ippolit Kiríllovich (ayudante del fiscal, pero también nosotros vamos a llamarlo fiscal, para abreviar), intercambió una mirada con el juez y dijo, dirigiéndose a Mitia:

—No tiene por qué inquietarse usted por el viejo criado, Grigori Vasíliev. Sepa que está vivo, ha recobrado el conocimiento y, a pesar del tremendo golpe que usted le propinó, según se desprende de su propia declaración y ahora también de la de usted, parece que su vida no corre peligro, al menos en opinión del doctor.

—¿Vivo? ¡Así que está vivo! —gritó de pronto Mitia, juntando las manos. La cara se le iluminó—. ¡Señor, te doy las gracias por este grandioso milagro que has hecho por mí, pecador y malvado, atendiendo mis plegarias!… Sí, sí, ha sido gracias a mis plegarias, ¡he estado rezando toda la noche! —Y se santiguó tres veces. Casi no podía respirar.

—Y ha sido precisamente de Grigori de quien hemos obtenido una declaración tan relevante en lo que a usted concierne que… —siguió diciendo el fiscal, pero Mitia, de pronto, se levantó de un salto de la silla.

—Un momento, caballeros; por el amor de Dios, solo un momento; iré corriendo a decirle a ella…

—¡Disculpe! ¡Ahora mismo es imposible! —Nikolái Parfiónovich estuvo a punto de chillar, y también él se puso en pie de un salto. Los hombres con distintivos en el pecho agarraron a Mitia, el cual, de todos modos, se sentó en la silla…

—¡Lo lamento, señores! Quería ir a verla solo un momento… Quería comunicarle que ya está lavada, que ha desaparecido esa sangre que me ha lacerado el corazón toda la noche, ¡que ya no soy un asesino! ¡Sepan que es mi novia, señores! —dijo de pronto, con entusiasmo y veneración, mirando a todos los presentes—. ¡Oh, gracias, señores! ¡Oh, cómo me han hecho renacer, cómo me han resucitado en un instante! Ese anciano, señores, me llevaba en sus brazos, me lavaba en un dornajo; cuando, siendo yo una criatura de tres años, todos me abandonaron, ¡él fue mi padre!

—Así pues, usted… —empezó el juez de instrucción.

—Permítanme, señores, permítanme un minuto más —le interrumpió Mitia, poniendo los codos sobre la mesa y cubriéndose el rostro con las manos—; déjenme meditar una pizca, déjenme respirar, señores. ¡Todo esto me conmueve de una manera terrible, terrible! ¡Un hombre no es una piel de tambor, caballeros!

—Tome otro poquito de agua… —musitó Nikolái Parfiónovich.

Mitia retiró las manos de la cara y se echó a reír. Tenía una mirada resuelta, parecía haberse transformado en un momento. También había cambiado su tono por completo: allí estaba, de nuevo, un hombre igual a todos aquellos hombres, a todos aquellos antiguos conocidos suyos; era lo mismo que si hubieran coincidido la víspera, antes de que pasara nada, en alguna reunión social. No obstante, conviene señalar, de paso, que Mitia, al principio de su estancia en nuestra ciudad, era recibido cordialmente en casa del isprávnik, pero más tarde, sobre todo en el último mes, casi había dejado de visitarlo, y el isprávnik, cada vez que se lo encontraba por la calle, por ejemplo, torcía el gesto y solo por urbanidad le devolvía el saludo, algo de lo que Mitia se había dado muy buena cuenta. Su relación con el fiscal era aún más distante, pero a su mujer, dama nerviosa y fantasiosa, la había ido a ver en varias ocasiones, siempre en visitas estrictamente protocolarias, sin que Mitia acabara de entender muy bien por qué la visitaba, y ella siempre lo había recibido afablemente, mostrando interés por él, a saber por qué, hasta fechas muy recientes. En cuanto al juez de instrucción, aún no había tenido ocasión de intimar con él, si bien lo había visto un par de veces e incluso habían intercambiado unas palabras, ambas veces sobre el sexo femenino.

—Usted, Nikolái Parfiónych, por lo que veo, es un juez de instrucción de lo más habilidoso —Mitia, de pronto, se echó a reír alegremente—, pero ahora yo le voy a ayudar. Oh, señores, he resucitado… y no se tomen a mal que me dirija a ustedes con tanta naturalidad y tanta franqueza. Además, estoy un poco achispado, se lo digo con toda sinceridad. Al parecer, he tenido el honor… el honor y el placer de encontrarle, Nikolái Parfiónych, en casa de mi pariente Miúsov… Caballeros, caballeros, no pretendo que seamos iguales, soy muy consciente de la situación en que me encuentro ahora ante ustedes. Pesa sobre mí… si es que Grigori ha declarado contra mí… pesa sobre mí… sí, claro que pesa sobre mí… ¡una terrible sospecha! ¡Es terrible, terrible, lo comprendo muy bien! Pero vamos al grano, señores, estoy preparado, y ahora podemos acabar con todo esto en un momento, porque escuchen, señores, escuchen. Si yo ya sé que no soy culpable, entonces, sin duda, acabaremos en un instante. ¿No es así? ¿No es así?

Mitia hablaba mucho y deprisa, de una forma nerviosa y expansiva, como si decididamente tuviera a sus oyentes por sus mejores amigos.

—Entonces, por el momento vamos a anotar que usted rechaza radicalmente la acusación que se le ha hecho —declaró Nikolái Parfiónovich en un tono que imponía y, volviéndose hacia el escribiente, le dictó a media voz lo que tenía que escribir.

—¿Anotar? ¿Quieren anotar eso? Muy bien, anótenlo, estoy conforme, tienen mi plena conformidad, señores… Pero verán… Espere, espere, escriba esto: «De emplear la violencia, culpable; de la grave agresión sufrida por el pobre anciano, culpable». Y además, en su fuero interno, en lo más hondo de su corazón, también es culpable, pero esto no hace falta escribirlo —de pronto se dirigió al escribiente—, esto ya es cosa de mi vida privada, señores, eso a ustedes ya no les concierne, las profundidades de mi corazón, me refiero… Pero, del asesinato de su anciano padre, ¡no es culpable! ¡Es una idea descabellada! ¡Una idea completamente descabellada!… Se lo voy a demostrar, y ustedes se van a convencer al instante. Se van a reír, señores, ¡se van a reír a carcajadas de sus propias sospechas!…

—Cálmese, Dmitri Fiódorovich —recordó el juez de instrucción, como si, por lo visto, deseara aplacar a aquel hombre exaltado con su propia serenidad—. Antes de proseguir con el interrogatorio, desearía oír de usted, si es que no tiene inconveniente en responder, la confirmación del hecho de que, al parecer, usted no apreciaba al difunto Fiódor Pávlovich y estaba con él en una disputa permanente… Aquí, al menos, hace un cuarto de hora, usted se ha permitido decir que incluso quería matarlo: «Yo no lo he matado —ha proclamado usted—, pero ¡quería matarlo!».

—¿Yo he proclamado eso? ¡Oh, es posible, señores! Sí, por desgracia, yo quería matarlo, lo he querido muchas veces… ¡por desgracia, por desgracia!

—Quería. ¿Estaría de acuerdo en explicarnos qué principios, realmente, le llevaron a sentir semejante odio a la persona de su padre?

—¡Qué voy a explicarles, señores! —Mitia, con aire sombrío, se encogió de hombros y bajó la vista—. Yo nunca he ocultado mis sentimientos, toda la ciudad está enterada, en la taberna todos los conocen. Recientemente, en el monasterio, en la celda del stárets Zosima lo declaré… Aquel mismo día, por la tarde, pegué a mi padre y a punto estuve de matarlo, y juré, en presencia de testigos, que volvería a matarlo… ¡Oh, hay mil testigos! ¡Me he pasado un mes entero gritándolo, todo el mundo ha sido testigo!… El hecho está a la vista, el hecho habla, grita, pero los sentimientos, señores, los sentimientos ya son otra cosa. Vean, señores —Mitia frunció el ceño—, a mí me parece que no tienen ustedes derecho a preguntarme por mis sentimientos. Se les ha conferido una autoridad, lo entiendo, pero eso es asunto mío, es algo muy privado, íntimo, aunque… dado que en otras ocasiones no he ocultado mis sentimientos… en la taberna, por ejemplo, y he hablado de esas cosas con todo hijo de vecino, ahora… ahora no voy a hacer un secreto de esto. Verán, señores, soy consciente de que en este caso hay indicios terribles contra mí: le he dicho a todo el mundo que pensaba matarlo, y de pronto lo matan: ¿quién mejor que yo, en este caso? ¡Ja, ja! Les disculpo, señores, les disculpo por completo. Si yo mismo estoy desconcertado hasta la epidermis[6], porque, a fin de cuentas, ¿quién puede haberlo matado, en tal caso, si no he sido yo? ¿No es verdad? Si no he sido yo, ¿quién puede haber sido, quién? Señores —exclamó de pronto—, quiero saber una cosa e incluso exijo que me digan: ¿dónde lo han matado? ¿Cómo lo han matado, cómo y con qué? Díganmelo —preguntó a toda prisa, mirando detenidamente al fiscal y al juez de instrucción.

—Lo hemos encontrado tendido en el suelo, boca arriba, en su despacho, con la cabeza partida —contestó el fiscal.

—¡Es algo espantoso, señores! —Mitia se estremeció de pronto y, apoyando los codos en la mesa, se cubrió el rostro con la mano derecha.

—Vamos a continuar —lo interrumpió Nikolái Parfiónovich—. Así pues, ¿qué fue lo que le movió entonces en sus sentimientos de odio? Al parecer, usted ha declarado públicamente que se trataba de un sentimiento de celos, ¿no es así?

—Bueno, sí, los celos, y no solo los celos.

—¿Discusiones por culpa del dinero?

—Pues sí, también por el dinero.

—Por lo visto, la discusión era por tres mil rublos que a usted, supuestamente, se le debían de la herencia.

—¡Qué tres mil! Más, más —se animó Mitia—, más de seis mil, puede que más de diez mil. ¡Se lo he dicho a todo el mundo, se lo he gritado! Pero decidí dejarlo estar y conformarme con tres mil. Necesitaba a toda costa esos tres mil… de modo que el sobre con los tres mil rublos, que, como yo ya sabía, tenía guardado debajo de la almohada, preparado para Grúshenka, lo consideraba definitivamente mío, como si me lo hubieran robado, ni más ni menos, señores, exactamente igual que si fuera de mi propiedad…

El fiscal intercambió con el juez de instrucción una mirada de inteligencia, al tiempo que le hacía un guiño imperceptible.

—Ya volveremos más tarde a este asunto —dijo inmediatamente el juez de instrucción—; permítanos ahora registrar y anotar precisamente este pequeño punto: que usted consideraba ese dinero, el que había en aquel sobre, de su propiedad.

—Escriban, señores; ya me doy cuenta de que éste es otro indicio en mi contra, pero no les tengo miedo a los indicios y yo mismo digo cosas que me perjudican. ¿Me han oído? ¡Yo mismo! Verán, señores, al parecer me han tomado por un hombre totalmente distinto del que soy —añadió de repente, en tono desconsolado y sombrío—. Está hablando con ustedes un hombre noble, una persona nobilísima que, sobre todo (no lo pierdan ustedes de vista), ha cometido infinitas bajezas, pero siempre ha sido y sigue siendo un ser nobilísimo, como tal ser, en su interior, en sus profundidades; en fin, en una palabra, no sé explicarme… Precisamente lo que me ha atormentado toda mi vida ha sido mi ansia de nobleza, he sido, por así decir, un mártir de la nobleza y la he buscado con un farol, con el farol de Diógenes, y, mientras tanto, en toda mi vida no he cometido más que bajezas, como hacemos todos, señores… quiero decir, como yo solo, señores, no todos, me he confundido, ¡yo solo, yo solo!… Señores, me duele la cabeza —contrajo dolorosamente la cara—; verán, señores, no me gustaba su aspecto, había en él algo innoble, era mera jactancia y desprecio por todo lo sagrado, burla e incredulidad, ¡era repugnante, repugnante! Pero ahora que está muerto lo veo de otro modo.

—¿Cómo que de otro modo?

—No es que lo vea de otro modo, pero siento haberlo odiado tanto.

—¿Se siente arrepentido?

—No es que me sienta arrepentido; esto no lo escriban. Yo tampoco soy bueno, señores, eso es lo que pasa; tampoco soy tan guapo, y por eso mismo no tenía ningún derecho a considerarlo repulsivo, ¡eso es! Eso sí pueden escribirlo.

Dicho esto, Mitia se puso de pronto extremadamente triste. Desde hacía ya un rato, a medida que iba respondiendo a las preguntas del juez de instrucción, se iba apagando cada vez más y más. Y, de buenas a primeras, justo en ese momento, se produjo otra escena inesperada. El caso es que a Grúshenka, aunque la habían sacado antes de allí, no la habían llevado demasiado lejos: la habían dejado solo dos cuartos más allá de la habitación azul donde tenía lugar el interrogatorio. Era una pieza pequeña con una sola ventana, que estaba situada justo detrás de la gran sala donde habían bailado por la noche y se había celebrado el festín. Allí se encontraba Grúshenka, sin otra compañía, de momento, que la de Maksímov, que estaba tremendamente afectado, tremendamente asustado y pegado a ella como si buscara a su lado la salvación. Un aldeano con un distintivo en el pecho montaba guardia junto a la puerta. Grúshenka estaba llorando y, de pronto, cuando la pena ya no le cabía en el alma, se levantó de un salto, juntó las manos y, exclamando a voz en grito: «¡Ay de mí! ¡Ay de mí!», se precipitó fuera de la habitación en busca de él, de su Mitia, de un modo tan imprevisto que nadie acertó a detenerla. Mitia, por su parte, al oír aquel grito, se estremeció, se puso en pie de un salto y se lanzó a su encuentro como un rayo, sin darse ni cuenta de lo que hacía. Pero tampoco esta vez lograron reunirse, aunque sí llegaron a verse. A Mitia lo sujetaron firmemente de los brazos: se debatió, forcejeó, fueron precisos tres o cuatro hombres para someterlo. También a ella la agarraron, y Mitia vio cómo tendía hacia él los brazos, con un grito, mientras se la llevaban. Al acabar la escena, Mitia se vio en el sitio de antes, sentado a la mesa, enfrente del juez de instrucción, y se puso a gritar a los allí presentes:

—¿Qué quieren de ella? ¿Por qué la hacen sufrir? ¡Es inocente, inocente!…

Entre el fiscal y el juez de instrucción procuraron calmarlo. Eso llevó un tiempo, como unos diez minutos; finalmente irrumpió en la habitación Mijaíl Makárovich, que se había ausentado, y en voz alta, muy excitado, le dijo al fiscal:

—Ya nos la hemos llevado, está abajo; pero ¿me permiten ustedes, caballeros, decirle una sola palabra a este infeliz? ¡En su presencia, caballeros, en su presencia!

—Como usted guste, Mijaíl Makárovich —respondió el juez de instrucción—, en este caso no tenemos nada que objetar.

—Escucha, Dmitri Fiódorovich, bátiushka —empezó diciendo Mijaíl Makárovich, y en su compungido rostro se reflejó una cálida compasión, casi paternal, por el pobre desdichado—; yo mismo he bajado a tu Agrafiona Aleksándrovna, se la he confiado a las hijas del posadero, y ahora está con ella y no se aparta de su lado ese vejete, Maksímov; yo he hablado con ella, ¿me oyes?, he hablado con ella y la he tranquilizado, la he convencido de que lo que tú necesitas ahora es explicarte, así que no debe entrometerse, debe procurar que no te desesperes, porque, si no, podrías embarullarte y hacer declaraciones que vayan contra tus intereses, ¿comprendes? Bueno, en resumidas cuentas, he hablado con ella y lo ha comprendido. Es una joven muy lista, hermano, y es buena, quería besar las manos de este viejo; suplicaba por ti. Es ella la que me ha mandado aquí para que te diga que no te preocupes por ella, y ahora convendría, amigo mío, convendría que yo fuera a decirle que tú estás tranquilo y no estás peocupado por ella. Así pues, ya lo ves, tienes que calmarte. Me siento culpable ante ella, es un alma cristiana, sí, caballeros, es un alma dócil y no tiene la culpa de nada. Así pues, ¿puedo o no puedo decirle, Dmitri Fiódorovich, que vas a estar tranquilo?

Aquel buenazo dijo muchas cosas de más, pero la pena de Grúshenka, una pena tan humana, le había llegado al alma, y poco faltó para que se le saltaran las lágrimas. Mitia se levantó de un salto y corrió hacia él.

—Disculpen, señores, ¡con su permiso, oh, con su permiso! —gritó—. ¡Es usted un ángel, Mijaíl Makárovich, un ángel! ¡Le doy las gracias por ella! Sí, sí, voy a estar tranquilo, voy a estar alegre; dígale, por la infinita bondad de su alma, que estoy alegre, alegre, que hasta me entran ganas de reír ahora mismo, sabiendo que tiene a su lado a un ángel de la guarda como usted. Enseguida acabaré con todo esto y, en cuanto quede libre, iré de inmediato a buscarla, ya lo verá, ¡que me espere! Señores —se dirigió de pronto al fiscal y al juez de instrucción—, ahora voy a abrirles toda mi alma, voy a desahogarme, acabaremos con esto en un instante, y acabaremos alegremente: al final todos reiremos, ¿verdad que sí? Pero, señores, ¡esa mujer es la reina de mi alma! Oh, permítanme que se lo diga, tengo que confesárselo… Ya veo que estoy en compañía de personas nobilísimas: ella es mi luz, es mi santuario, ¡si ustedes supieran! Ya la han oído gritar: «¡Contigo al cadalso!». Y ¿qué le he dado yo, un miserable, un andrajoso, para que me ame de ese modo? ¿Acaso soy yo, una criatura torpe y ridícula con esta cara ridícula, digno de tanto amor como para que me acompañe al presidio? Por mí, ella acaba de arrojarse a sus pies, ¡una mujer tan orgullosa y del todo inocente! ¿Cómo no iba a adorarla, a implorar, a desearla como hago ahora? ¡Oh, señores, disculpen! Pero ¡ahora, ahora ya me siento consolado!

Se desplomó en la silla y, cubriéndose la cara con las dos manos, rompió a llorar. Pero eran ya las suyas lágrimas de alegría. No tardó en dominarse. El viejo isprávnik estaba muy satisfecho y, al parecer, también los juristas: veían que el interrogatorio estaba entrando en una nueva fase. Una vez que hubo salido el isprávnik, Mitia recobró el buen humor.

—Muy bien, señores, ahora estoy a su disposición, a su entera disposición. Y… de no ser por todos esos pequeños detalles, nos pondríamos de acuerdo enseguida. Otra vez me ha dado por los pequeños detalles. Soy todo suyo, señores, pero les juro que es preciso que haya confianza mutua, la de ustedes en mí y la mía en ustedes: si no, no acabaremos nunca. Lo digo pensando en ustedes. Al grano, señores, al grano, y, sobre todo, no escarben de ese modo en mi alma, no la torturen con pequeñeces, y limítense a preguntar por lo ocurrido, por los hechos; en ese caso, enseguida quedarán satisfechos. ¡Al diablo los pequeños detalles!

Eso fue lo que proclamó Mitia. El interrogatorio volvía a empezar.

IV. Segundo tormento

—No se imagina usted, Dmitri Fiódorovich, cuántas esperanzas nos inspira su buena disposición… —empezó a decir Nikolái Parfiónovich con aire animado y una evidente satisfacción que se reflejaba en sus grandes ojos saltones, de color gris claro y extremadamente miopes, de los que se había quitado las gafas hacía un momento—. Y es muy justa la observación que acaba de hacer sobre nuestra mutua confianza, sin la cual a veces resulta imposible proceder en casos de semejante importancia, en el supuesto y sentido de que el sospechoso realmente desee, espere y pueda justificarse. Por nuestra parte, haremos todo lo que esté en nuestra mano, y usted ha podido ver ahora mismo de qué modo llevamos este asunto… ¿Lo aprueba usted, Ippolit Kiríllovich? —Súbitamente, se dirigió al fiscal.

—Oh, sin duda —asintió el fiscal, aunque con cierta sequedad en comparación con el impulso de Nikolái Parfiónovich.

Mencionaré, de una vez por todas, que Nikolái Parfiónovich, recién llegado a nuestra ciudad, en el comienzo mismo de su carrera entre nosotros, sintió por nuestro Ippolit Kiríllovich, el fiscal, un respeto extraordinario y se hizo amigo suyo de todo corazón, o poco menos. Era prácticamente la única persona que creía sin reservas en el insólito talento psicológico y oratorio de nuestro Ippolit Kiríllovich, «postergado en su carrera», y estaba plenamente convencido de que, en efecto, había sido postergado. Estando aún en San Petersburgo, ya había oído hablar de él. Por su parte, el joven Nikolái Parfiónovich resultó ser el único hombre en el mundo a quien apreciaba sinceramente nuestro «postergado» fiscal. De camino a Mókroie habían tenido tiempo de ponerse de acuerdo en algunos aspectos y convenir ciertas cosas en relación con el caso al que se enfrentaban, y ahora, en torno a la mesa, la aguda inteligencia de Nikolái Parfiónovich cazaba al vuelo y captaba cualquier indicación, cualquier movimiento en el rostro de su colega más veterano, ya fuera media palabra, una mirada o un guiño.

—Señores, permitan que cuente yo mismo mi historia sin interrumpirme con banalidades, y en un momento se lo explicaré todo. —Mitia se iba acalorando.

—Magnífico. Se lo agradezco. Pero, antes de que pasemos a escuchar su declaración, desearía que me permitiera únicamente constatar otro pequeño hecho, muy interesante para nosotros; me refiero, concretamente, a los diez rublos que ayer, en torno a las cinco, le pidió prestados a su amigo Piotr Ilich Perjotin, dejándole en prenda sus pistolas.

—Las empeñé, señores, las empeñé por diez rublos, ¿y qué? Eso es todo; nada más volver a la ciudad de mi viaje, las empeñé.

—Pero ¿volvía usted de viaje? ¿Había salido usted de la ciudad?

—Sí, señores, había viajado a cuarenta verstas, ¿es que no lo sabían?

El fiscal y Nikolái Parfiónovich intercambiaron una mirada.

—En todo caso, ¿qué tal si comenzase usted su relato con una descripción sistemática de todo el día de ayer, desde primera hora de la mañana? Permítanos saber, por ejemplo, por qué dejó la ciudad y exactamente cuándo se fue y cuándo regresó… y todos esos hechos…

—Deberían habérmelo preguntado desde el principio —Mitia se echó a reír ruidosamente—, y, si quieren, habría que empezar no desde ayer, sino desde anteayer por la mañana, así comprenderán adónde, cómo y por qué emprendí viaje. Anteayer por la mañana, señores, fui a ver a un comerciante local, Samsónov, a pedirle prestados tres mil rublos, ofreciéndole las más sólidas garantías; una necesidad repentina, señores, una necesidad repentina…

—Permítame que le interrumpa —le cortó amablemente el fiscal—; ¿por qué necesitó repentinamente el dinero, y concretamente esa suma, es decir, tres mil rublos?

—Eh, señores, nada de minucias: cómo, cuándo y por qué, y por qué precisamente esa cantidad y no esa otra, y todo ese lío… Si seguimos así, vamos a llenar más de tres tomos, ¡y aún faltaría el epílogo! —Todo esto lo dijo Mitia con la familiaridad bondadosa, aunque impaciente, del hombre que está deseando contar toda la verdad, lleno de las mejores intenciones—. Señores —de pronto, pareció refrenarse—, no murmuren contra mí por culpa de mi brusquedad, se lo ruego otra vez: créanme, nuevamente, que siento el mayor de los respetos y soy consciente de la verdadera situación. No vayan a pensar que estoy ebrio. Ya se me ha pasado la borrachera. Aunque tampoco tendría mayor importancia que estuviera borracho. Conmigo rige aquello de:

Sobrio y sereno, se volvió estúpido;

bebido y atontado, se volvió sabio.

»¡Ja, ja! De todos modos, ya me doy cuenta, señores, de que por ahora no está bien visto que me haga el listo con ustedes, es decir, hasta que no nos hayamos explicado. Permítanme conservar mi dignidad. Comprendo dónde está ahora la diferencia: al fin y al cabo, estoy aquí, delante de ustedes, como un delincuente y soy, en consecuencia, inferior a ustedes en grado sumo, y ustedes tienen la obligación de observarme: no van a darme una palmadita en el hombro por lo de Grigori; lo cierto es que uno no puede romperle la cabeza a un viejo y quedar impune, probablemente me van a juzgar por ese motivo y a encerrarme, qué sé yo, medio año o un año en prisión, a saber cuánto me cae, aunque no acarreará ninguna pérdida de derechos; porque será sin pérdida de derechos, ¿verdad, fiscal? Ya lo ven, señores, soy consciente de la diferencia… Pero estarán de acuerdo en que son ustedes capaces de volver loco al mismísimo Dios con esa clase de preguntas: ¿dónde ha puesto el pie? ¿Cómo lo ha puesto? ¿Cuándo lo ha puesto? ¿En qué lo ha puesto? En ese caso, voy a hacerme un lío, y ustedes anotarán una sarta de bobadas en sus escritos, y ¿con qué resultado? ¡Con ningún resultado! En fin, ya que he empezado a hablar sin ton ni son, voy a acabar mi historia, y ustedes, señores, como personas con una formación exquisita y gente nobilísima, sabrán perdonarme. Voy a concluir, precisamente, con una petición: olvídense, señores, de toda esa rutina oficial de los interrogatorios, es decir, eso de empezar, no sé, con cosas ridículas e insignificantes: ¿cómo te has levantado?, ¿qué has comido?, ¿cómo has escupido?, para, “una vez adormecida la atención del criminal”, largarle de repente una pregunta desconcertante: “¿A quién has matado? ¿A quién has robado?”. ¡Ja, ja! ¡Ésa es su rutina, ésas son sus reglas, en eso se basa toda su astucia! Con semejantes tretas podrán ustedes atontar a los campesinos, pero no a mí. Yo me las sé todas, he servido en el ejército, ¡ja, ja, ja! No se enfaden, señores, ¿me perdonan la insolencia? —gritó, mirándolos con un aire de bondad poco menos que asombroso—. Lo ha dicho Mitia Karamázov, así que se le puede perdonar: sería imperdonable si se tratase de una persona inteligente, pero no tratándose de Mitka. ¡Ja, ja!

Nikolái Parfiónovich escuchaba y también se reía. El fiscal, aunque no se reía, miraba atentamente a Mitia, sin apartar los ojos de él, como si no quisiese perderse ni la menor palabra, ni el más ligero movimiento, ni la más leve contracción del más imperceptible de los rasgos de su rostro.

—Así es como nosotros, por cierto, hemos empezado con usted —replicó, sin dejar de reírse, Nikolái Parfiónovich—. No nos hemos dedicado a volverle loco preguntándole cómo se había levantado esa mañana o qué había comido, sino que hemos ido, demasiado pronto incluso, a lo esencial.

—Lo entiendo; así lo he entendido y lo aprecio, y aprecio aún más la bondad que ahora me muestran, una bondad sin precedentes, digna de las almas más nobles. Hemos coincidido aquí tres personas nobles, y ojalá que todo lo que haya entre nosotros se base en la confianza mutua entre personas cultas y educadas, unidas en su nobleza y honor. En todo caso, permítanme considerarlos mis mejores amigos en este momento de mi vida, ¡en este momento de humillación para mi honor! No se lo tomarán como una ofensa, señores, ¿verdad que no?

—Al contrario, se ha expresado usted divinamente, Dmitri Fiódorovich —asintió Nikolái Parfiónovich, en tono grave y aprobatorio.

—Y nada de detalles, señores, todos esos detalles de leguleyos —exclamó Mitia con entusiasmo—; si no, el diablo sabe cómo puede acabar todo esto, ¿no es cierto?

—Pienso seguir sus razonables consejos al pie de la letra —terció de pronto el fiscal, dirigiéndose a Mitia—, pero mi pregunta, no obstante, no la retiro. Para nosotros es esencialmente imprescindible saber para qué necesitaba usted esa cantidad en concreto, o sea, exactamente tres mil rublos.

—¿Para qué la necesitaba? Bueno, pues para esto, para lo otro… bueno, para pagar una deuda.

—Concretamente, ¿a quién?

—¡Me niego terminantemente a decirles eso, señores! Verán, no es porque no pueda decírselo, o porque no me atreva o tenga miedo, pues todo eso es despreciable y no son más que bobadas, sino por una cuestión de principios: se trata de mi vida privada y no permito que nadie se entrometa en mi vida privada. Ése es uno de mis principios. Su pregunta no guarda relación con el caso, y todo lo que no guarda relación con el caso, ¡pertenece a mi vida privada! Quería pagar una deuda, una deuda de honor, pero no voy a decir a quién.

—Permita que anotemos eso —dijo el fiscal.

—Como quiera. Puede anotarlo así: que no lo voy a decir, que no. Escriban, señores, que hasta considero deshonroso decirlo. ¡Se ve que tienen mucho tiempo para escribir!

—Permítame advertirle, señor mío, y volver a recordarle, en el supuesto de que no lo supiera —dijo el fiscal en un tono muy severo y particularmente convincente—, que tiene usted perfecto derecho a no responder a las preguntas que ahora le hagamos, mientras que nosotros, por el contrario, no tenemos ningún derecho a apremiarle para que nos conteste en el caso de que usted decida no responder por la razón que sea. Eso depende de lo que usted considere oportuno. Pero, en cualquier caso, en un asunto como el que nos ocupa, nuestro cometido consiste en hacerle ver y en explicarle hasta qué punto se causa a sí mismo un perjuicio al negarse a prestar tal o cual declaración. Dicho lo cual, le ruego que continuemos.

—Señores, pero si yo no me enfado… yo… —balbuceó Mitia, un tanto turbado por aquella advertencia—. Verán, señores, ese Samsónov, al que entonces fui a ver…

Naturalmente, no vamos a reproducir con detalle el relato de unos hechos que ya conoce el lector. El narrador, impaciente, quería contarlo todo pormenorizadamente, y al mismo tiempo acabar cuanto antes. Pero, en la medida en que estaban poniendo por escrito su declaración, era inevitable que lo interrumpieran en ocasiones. Dmitri Fiódorovich ponía reparos, pero no tenía más remedio que someterse; se enfadaba, aunque sin perder de momento el buen ánimo. Es verdad que, de vez en cuando, gritaba: «Señores, esto sacaría de sus casillas al mismo Dios», o bien: «Señores, ¿no ven que me están irritando en vano?», pero, a pesar de estas manifestaciones, por el momento no se alteraba su estado de ánimo, amigable y expansivo. De ese modo contó cómo Samsónov le había «tomado el pelo» hacía dos días. (Ya era plenamente consciente de que se habían burlado de él.) La venta del reloj por seis rublos, para reunir el dinero del viaje, hecho que hasta entonces desconocían tanto el juez de instrucción como el fiscal, despertó al punto en ellos un extraordinario interés; es más, estimaron necesario, con gran indignación de Mitia, anotar este hecho con todo lujo de detalles, en vista de que así se confirmaba por segunda vez la circunstancia de que, desde la misma víspera, estaba prácticamente sin blanca. Poco a poco, Mitia empezó a ponerse serio. Más tarde, después de describir su viaje en busca de Liagavy y la noche que había pasado en la isba llena de tufo y demás, continuó con su relato hasta el regreso a la ciudad, y ahí empezó por sí mismo, sin ser expresamente interrogado al respecto, a describir pormenorizadamente el tormento de sus celos por Grúshenka. Le escuchaban en silencio y con atención; se fijaron sobre todo en la circunstancia de que hubiera establecido, hacía ya tiempo, un punto de observación junto a la casa de Fiódor Pávlovich, en el huerto trasero de Maria Kondrátievna, para vigilar a Grúshenka, así como en el hecho de que Smerdiakov le suministrara información: eso les llamó la atención y no dejaron de anotarlo. De sus celos habló apasionada y extensamente y, aunque en su fuero interno se avergonzaba de exponer sus sentimientos más íntimos, por así decir, «a la pública infamia», hizo un evidente esfuerzo para vencer su vergüenza con tal de ser veraz. No obstante, la impasible severidad de las miradas del juez de instrucción y, sobre todo, del fiscal, fijas en él a lo largo de todo el relato, acabaron por turbarlo seriamente. «Este mozalbete, Nikolái Parfiónovich, con quien hace apenas unos días aún estuve diciendo tonterías sobre las mujeres, y este fiscal enfermizo no son dignos de que les cuente estas cosas —pensó fugazmente, con tristeza—; ¡qué vergüenza!… Aguanta, resígnate y calla», concluyó su reflexión con un verso[7], pero aún consiguió reunir fuerzas para seguir adelante. Cuando pasó a hablar de la Jojlakova, volvió a animarse un poco e incluso quiso contar cierta anécdota reciente sobre esta dama, que no venía al caso, pero el juez de instrucción le interrumpió y le sugirió amablemente que pasara «a algo más sustancial». Por fin, después de describir su desesperación y de referirse al momento en que, saliendo de casa de la señora Jojlakova, llegó a pensar en «acuchillar enseguida a alguien para conseguir los tres mil rublos», volvieron a interrumpirle para dejar constancia de que «quería acuchillar» a alguien. Mitia les dejaba escribir sin decir nada. Por fin llegaron al punto del relato en que se había enterado de repente de que Grúshenka lo había engañado y había dejado la casa de Samsónov muy poco después de que el propio Mitia la hubiera acompañado hasta allí, a pesar de que ella le había dicho que se quedaría con el viejo hasta la medianoche: «Si no maté entonces a esa Fenia, señores, fue solo porque no tenía tiempo», se le escapó de repente en un momento del relato. Y eso también lo anotaron cuidadosamente. Mitia, con aire sombrío, esperó a que acabaran y empezó a contar cómo había ido corriendo a casa de su padre, al huerto, pero de pronto el juez de instrucción le cortó y, abriendo la gran cartera que tenía a su lado, sobre el diván, sacó de él la mano de mortero de cobre.

—¿Conoce usted este objeto? —Se lo mostró a Mitia.

—¡Ah, sí! —Mitia sonrió lúgubremente—. ¡Cómo no iba a conocerlo! Déjeme verlo… ¡Al diablo, no hace falta!

—Se le ha olvidado a usted mencionarlo —observó el juez de instrucción.

—¡Ah, diablos! Nunca se lo habría ocultado, seguramente no habríamos podido pasarlo por alto, ¿no le parece? Sencillamente, se me había ido de la cabeza.

—Tenga la bondad de contar detenidamente cómo se armó usted con este objeto.

—Permítanme, señores, con mucho gusto.

Y Mitia contó cómo había cogido la mano de mortero y había echado a correr.

—Pero ¿qué pretendía usted al armarse con semejante instrumento?

—¿Qué pretendía? ¡No pretendía nada! Me lo llevé y salí corriendo.

—Pero ¿por qué? Si dice usted que no pretendía nada…

En Mitia crecía la indignación. Miró de hito en hito al «mozalbete» y se sonrió sombría y maliciosamente. El caso es que cada vez se sentía más y más avergonzado por haber sido tan sincero en esos momentos y haber contado tan efusivamente a «semejantes personas» la historia de sus celos.

—¡Me trae sin cuidado la mano de mortero! —soltó de pronto.

—Lo mismo da, señor.

—Bueno, la cogí para defenderme de los perros. O por la oscuridad… No sé, por si acaso.

—Y antes, cuando salía a la calle de noche, ¿también cogía usted alguna clase de arma, si es que le daba miedo la oscuridad?

—¡Ah, diablo, fu! ¡Señores, es literalmente imposible hablar con ustedes! —gritó Mitia, fuera de sí; entonces, volviéndose hacia el escribiente, rojo de ira, con una nota de frenesí en la voz, le dijo a toda prisa—: Escribe ahora mismo… ahora mismo… «Que cogí la mano de mortero con la intención de ir corriendo a matar a mi padre… a Fiódor Pávlovich… ¡de un golpe en la cabeza!» ¿Qué, están ahora satisfechos, señores? ¿Les he quitado un peso de encima? —dijo, dirigiendo una mirada retadora al juez de instrucción y al fiscal.

—Comprendemos de sobra que acaba de hacer semejante declaración como consecuencia de su irritación con nosotros y porque está indignado con las preguntas que le venimos haciendo y que usted considera irrelevantes, aunque, en esencia, son realmente esenciales —le dijo secamente el fiscal, a modo de respuesta.

—¡Por el amor de Dios, señores! Bueno, me llevé la mano… ¿Para qué coge uno algo en estos casos? No lo sé. La cogí y salí corriendo. Es una vergüenza, señores, passons, ¡o juro que no cuento nada más! —Puso los codos sobre la mesa y apoyó la cabeza en una mano. Estaba sentado de flanco con respecto a sus interrogadores, mirando a la pared, intentando aplacar un mal sentimiento en su interior. Lo cierto es que tenía unas ganas tremendas de levantarse y declarar que no pensaba decir ni una palabra más: «Ni aunque me lleven al patíbulo»—. Verán, señores —dijo de pronto, haciendo un esfuerzo por dominarse—, verán. Les escucho y estoy imaginándome… Verán, a veces tengo un sueño… Un sueño frecuente, que se repite; sueño que alguien me persigue, alguien a quien tengo un miedo terrible, me persigue en la oscuridad, de noche, me busca, y yo me escondo de él detrás de la puerta o del armario, me escondo de una forma humillante; lo más importante es que él sabe muy bien dónde me escondo, pero hace aposta como si no lo supiera para prolongar mi sufrimiento, para recrearse en mi terror… ¡Eso es lo que están haciendo ustedes ahora! ¡Algo muy parecido!

—¿Sueña con esas cosas? —preguntó el fiscal.

—Sí, sueño con esas cosas… ¿No quieren tomar nota? —Mitia forzó una sonrisa.

—No, señor, no lo vamos a anotar, pero, de todos modos, tiene usted unos sueños muy curiosos.

—¡Ahora ya no se trata de un sueño! ¡Es realismo, señores, el realismo de la auténtica vida! Yo soy el lobo, y ustedes los cazadores, y están acosando al lobo.

—Esa comparación no tiene ningún sentido… —empezó a decir Nikolái Parfiónovich con extraordinaria dulzura.

—¡Cómo que no, señores, cómo que no! —Mitia volvió a saltar, aunque, después de haber aliviado visiblemente su alma con aquella explosión de cólera repentina, empezó otra vez a ablandarse con cada palabra que pronunciaba—. Pueden ustedes no creer a un criminal o a un acusado al que están torturando con sus preguntas, pero al más noble de los hombres, señores, a los más nobles impulsos del alma (¡lo gritaré con osadía!), ¡no! A ese hombre no pueden dejar de creerlo… no tienen siquiera derecho a hacerlo… pero

Calla, corazón.

¡Aguanta, resígnate y calla!

»Bueno, ¿qué? ¿Sigo? —se interrumpió, taciturno.

—Naturalmente, tenga la bondad —contestó Nikolái Parfiónovich.

V. Tercer momento

Mitia empezó a hablar con rudeza, pero era evidente que aún se esforzaba más por no olvidar ni pasar por alto ningún detalle de su relato. Contó cómo había saltado la valla del huerto de su padre y cómo se había acercado a la ventana, antes de referirse, en fin, a todo lo que allí había ocurrido, al pie de la ventana. Habló con claridad y precisión, como subrayando las palabras, de los sentimientos que tanto le habían inquietado en esos momentos en el huerto, con aquellas ansias horrorosas de saber si Grúshenka estaba o no en casa de su padre. Pero, por raro que parezca, tanto el fiscal como el juez de instrucción le escuchaban esta vez con una reserva extrema, lo miraban secamente, hacían bastantes menos preguntas. Mitia no pudo llegar a ninguna conclusión por lo que veía en sus caras. «Se habrán enfadado y se sentirán ofendidos —pensó—; bueno, ¡qué diablos!» En cambio, cuando contó cómo había decidido hacerle a su padre la señal de que había llegado Grúshenka para que abriese la ventana, ni el fiscal ni el juez de instrucción repararon en la palabra «señal», como si no hubieran entendido en absoluto cuál era su significado preciso en aquel contexto, algo que a Mitia le llamó la atención. Al llegar por fin al instante en que, viendo a su padre asomado a la ventana, y sintiendo que el odio lo abrasaba por dentro, había sacado del bolsillo la mano de mortero, se detuvo repentinamente, como si lo hiciera aposta. Estaba mirando a la pared, y sabía que aquellos hombres tenían la mirada clavada en él.

—Muy bien —dijo el juez de instrucción—; usted agarró el arma y… y ¿qué pasó después?

—¿Después? Después lo maté… Le di un golpe en la coronilla y le abrí el cráneo… Para ustedes, ¡así ocurrió! —De pronto, los ojos le centellearon. Toda su cólera, apagada hasta entonces, estalló de repente en su alma con una fuerza insólita.

—Para nosotros —repitió Nikolái Parfiónovich—; muy bien, y ¿para usted?

Mitia bajó los ojos y estuvo un buen rato en silencio.

—Para mí, señores, para mí, lo que pasó fue esto —empezó a decir en voz baja—. No sé si fueron las lágrimas de alguien, no sé si Dios escuchó los ruegos de mi madre, si un espíritu luminoso me besó en aquel momento, no lo sé; pero el diablo fue vencido. Me alejé rápidamente de la ventana y eché a correr hacia la valla… Mi padre se asustó y fue entonces cuando me vio por primera vez, dio un grito y se retiró de un salto de la ventana: me acuerdo muy bien de eso. Yo estaba cruzando el huerto, en dirección a la valla… y Grigori me dio alcance justo cuando yo ya me había encaramado a lo alto de la valla… —En ese momento Mitia levantó finalmente los ojos hacia sus interlocutores. Éstos, al parecer, lo estaban mirando con una atención impasible. Una especie de espasmo de indignación le recorrió el alma a Mitia—. Ahora mismo, señores, están ustedes riéndose de mí —zanjó súbitamente.

—¿Por qué saca usted esa conclusión? —preguntó Nikolái Parfiónovich.

—¡Porque no se creen ustedes ni una sola palabra, por eso mismo! Comprendo muy bien que hemos llegado al punto principal: el viejo yace ahí con la cabeza rota, y yo, después de haber descrito trágicamente cómo quería matarlo y cómo había agarrado una mano de mortero, huyo de pronto de la ventana… ¡Un poema! ¡En verso! ¡Cualquiera se cree lo que dice este valiente! ¡Ja, ja! ¡Qué guasones son ustedes, señores!

Se revolvió con todo su peso en la silla, haciéndola crujir.

—Y ¿no se fijó usted —empezó a preguntar el fiscal, que parecía no haber reparado en la agitación de Mitia—, no se fijó usted, cuando se alejó corriendo de la ventana, en si la puerta que da al huerto, una que está situada en el otro extremo del pabellón, estaba abierta?

—No, no estaba abierta.

—¿No lo estaba?

—Al contrario, estaba cerrada; además, ¿quién habría podido abrirla? Bah, la puerta… ¡un momento! —De pronto, parecía haber caído en la cuenta de algo y a punto estuvo de estremecerse—. No me diga que se han encontrado ustedes la puerta abierta.

—Sí, estaba abierta.

—Y ¿quién ha podido abrirla, si no han sido ustedes? —Mitia, de pronto, estaba terriblemente sorprendido.

—La puerta estaba abierta, y el asesino de su padre entró indudablemente por esa puerta y, una vez cometido el asesinato, salió por esa misma puerta —dijo el fiscal despacio, claramente, como subrayando las palabras—. Eso está totalmente claro para nosotros. El asesinato, evidentemente, se cometió dentro del cuarto, y no a través de la ventana, algo que resulta positivamente manifiesto a partir de la investigación llevada a cabo, de la posición del cuerpo y de todo lo demás. En relación con esta circunstancia no puede caber la menor duda.

Mitia estaba terriblemente sorprendido.

—Pero ¡si eso es imposible, señores! —gritó, totalmente desconcertado—. Yo… yo no entré… Les aseguro rotundamente, con toda certeza, que la puerta estuvo siempre cerrada mientras yo estuve en el huerto y cuando salí corriendo de allí. Yo me quedé al pie de la ventana, y a él lo vi a través de la ventana, y solo, solo… Recuerdo todo aquello hasta el último minuto. Y, aunque no lo recordara, daría lo mismo, porque las señales solo las conocíamos Smerdiakov y yo, aparte del propio difunto, y él, sin las señales, ¡jamás habría abierto a nadie!

—¿Señales? ¿De qué señales habla? —preguntó el fiscal con una curiosidad ansiosa, casi histérica, y se olvidó al instante de todas sus reservas. Lo preguntó como si se arrastrara con cautela. Había olfateado un hecho relevante, que no conocía todavía, y enseguida sintió un miedo atroz a que Mitia no quisiera acabar de desvelárselo.

—¡Así que no lo sabía! —Mitia le hizo un guiño, sonriendo burlona y maliciosamente—. ¿Y si yo no se lo digo? ¿Cómo se habría enterado? Conocíamos esas señales el difunto, Smerdiakov y yo, nadie más; también el cielo, pero el cielo no se lo iba a decir. Pero es un hecho interesante, el diablo sabrá el partido que se le puede sacar, ¡ja, ja! Tranquilos, señores, les pondré al corriente, solo están pensando en tonterías. ¡No saben ustedes con quién están tratando! Están tratando con un sospechoso que declara contra sí mismo, que declara en su propio perjuicio. Sí, ¡porque yo soy un caballero de honor, cosa que no son ustedes!

El fiscal no tuvo más remedio que tragarse el sapo, estaba temblando de impaciencia por conocer aquel nuevo hecho. Mitia les dio una explicación precisa y extensa de todo lo relativo a las señales que Fiódor Pávlovich había ideado para Smerdiakov, les contó lo que significaba cada golpe en la ventana y hasta reprodujo esas señales dando golpes en la mesa; a la pregunta que le hizo Nikolái Parfiónovich de si él, al llamar a la ventana del viejo, había hecho precisamente la señal que significaba: «Ha venido Grúshenka», respondió con precisión que sí, que había hecho, efectivamente, aquella señal.

—Ahí tienen, ¡ahora construyan su torre! —concluyó Mitia, y volvió a darles la espalda con desprecio.

—¿Y de esas señales solo tenían noticia su difunto padre, usted y el criado Smerdiakov? ¿Y nadie más? —volvió a preguntar Nikolái Parfiónovich.

—Sí, el criado Smerdiakov, y también el cielo. Anoten lo del cielo; no está de más escribirlo. Ustedes mismos van a necesitar de Dios.

Empezaron a escribirlo, como es natural, pero ya estaban haciéndolo cuando el fiscal, de pronto, como si se le hubiera ocurrido inesperadamente una nueva idea, dijo:

—Pero, en vista de que Smerdiakov también conocía estas señales, y ya que usted rechaza tajantemente la acusación de haber matado a su padre, ¿no sería él quien, haciendo la señal convenida, consiguió que su padre le abriera la puerta y luego… cometió el crimen?

Mitia le dirigió una mirada profundamente irónica, aunque cargada, al mismo tiempo, de un odio terrible. Lo miró mucho tiempo, en silencio, hasta que el fiscal empezó a parpadear.

—¡Ya ha vuelto a cazar otra zorra! —dijo Mitia finalmente—. ¡Ha pillado por la cola a esa desvergonzada! ¡Je, je! ¡Le tengo muy calado, fiscal! Usted se pensaba que yo iba a saltar de inmediato, que me iba a aferrar a eso que acaba de insinuar y me iba a poner a gritar como un descosido: «¡Ah, ha sido Smerdiakov! ¡Él es el asesino!». Reconozca que es eso lo que ha pensado, reconózcalo, y entonces seguiré adelante.

Pero el fiscal no reconoció nada. Se quedó callado, esperando.

—Se ha equivocado, ¡no voy a gritar contra Smerdiakov! —dijo Mitia.

—¿Ni siquiera sospecha de él?

—¿Y ustedes sí sospechan?

—También de él hemos tenido sospechas.

Mitia clavó los ojos en el suelo.

—Bromas aparte —dijo en tono sombrío—, escuchen: desde el primer momento, casi desde que salí corriendo hacia ustedes desde detrás de la cortina, me asaltó una idea: «¡Smerdiakov!». Aquí, sentado a esta mesa, mientras gritaba que era inocente de aquella sangre, no he dejado de pensar: «¡Smerdiakov!». No me quitaba de encima a Smerdiakov. Por fin, justo hace un momento he tenido la misma idea: «¡Smerdiakov!»; pero solo ha sido un segundo, al instante siguiente he pensado: «¡No, no ha sido Smerdiakov!». ¡Esto no es obra suya, señores!

—En tal caso, ¿no sospecha usted de alguna otra persona? —preguntó con cautela Nikolái Parfiónovich.

—No sé yo quién, o qué persona, si ha sido la mano del cielo o de Satanás, pero… ¡no ha sido Smerdiakov! —concluyó Mitia con decisión.

—Pero ¿cómo afirma usted con tanta rotundidad, con tanta insistencia, que él no ha sido?

—Por convicción. Basándome en mis impresiones. Porque Smerdiakov es un hombre de lo más abyecto y cobarde que pueda haber. No solo un cobarde, sino la conjunción de todas las cobardías del mundo, todas en una, caminando sobre dos piernas. Nació de una gallina. Cada vez que hablaba conmigo, temblaba de miedo, pensando que lo iba a matar, aunque no le levantase la mano. Caía a mis pies y lloraba, me besaba estas mismas botas, literalmente, suplicándome que «no lo asustara». ¿Lo han oído? Que «no lo asustara», ¿qué palabras son ésas? Si yo hasta le hacía regalos. Es una gallina enfermiza, que padece del mal caduco, con una mente debilitada; un crío de ocho años podría darle una paliza. ¿Qué clase de persona es ésa? No ha sido Smerdiakov, señores; si ni siquiera le importa el dinero, no aceptaba ni lo que yo le daba… Además, ¿por qué iba a matar al viejo? Si es posible que sea hijo suyo, un hijo natural, ¿no lo sabían?

—Habíamos oído esa leyenda. Pero también usted es hijo de su padre, y ha ido por ahí diciendo a todo el mundo que quería matarlo.

—¡Otra pedrada! ¡Y con muy mala intención! ¡No me da miedo! ¡Oh, señores, me parece excesiva vileza que me digan esas cosas a la cara! Una vileza, porque he sido yo quien se lo ha dicho. No solo quería, sino que podía haberlo matado, y he cargado voluntariamente con la culpa de haber estado a punto de hacerlo. Pero el caso es que no lo he matado, que me ha salvado el ángel de la guarda: eso es algo que a ustedes no les entra en la cabeza… Por eso es una vileza de su parte, ¡una auténtica vileza! Porque ¡yo no lo he matado, no lo he matado, no lo he matado! Escúcheme bien, fiscal: ¡no lo he matado! —Por poco no se ahoga. En todo el interrogatorio no se había alterado tanto—. Y ¿qué les ha dicho a ustedes?… Smerdiakov, digo —añadió de pronto, después de una pausa—. ¿Puedo preguntárselo?

—Usted puede preguntarnos cualquier cosa —respondió el fiscal con aire frío y severo—; cualquier cosa que tenga ver con la parte material del caso, y nosotros, se lo repito, estamos incluso obligados a dar cumplida respuesta a sus preguntas. Encontramos al criado Smerdiakov, por el que usted pregunta, yaciendo inconsciente en su cama, aquejado de un ataque extraordinariamente agudo de mal caduco, que podía estársele repitiendo por décima vez consecutiva. El médico que estaba con nosotros, tras examinar al paciente, nos ha comunicado que incluso es posible que no llegue vivo a mañana.

—Bueno, en tal caso, ¡ha sido el demonio quien ha matado a mi padre! —se le escapó de pronto a Mitia, como si hasta ese preciso instante se hubiera estado preguntando incesantemente: «¿Habrá sido Smerdiakov o no habrá sido Smerdiakov?».

—Volveremos a este hecho —resolvió Nikolái Parfiónovich—; pero ahora ¿no desearía usted seguir con su declaración?

Mitia solicitó un descanso. Se lo concedieron amablemente. Después de descansar, reanudó el relato. Pero era evidente que se le hacía muy cuesta arriba. Estaba extenuado, se sentía ofendido y moralmente derrotado. Además, el fiscal, ahora con toda intención, se dedicó a exasperarlo reiteradamente, aferrándose a los «pequeños detalles». Acababa de describir Mitia cómo, sentado en lo alto de la valla, había golpeado en la cabeza con la mano de mortero a Grigori, quien lo tenía agarrado por la pierna izquierda, cuando el fiscal le interrumpió y le pidió que describiera más pormenorizadamente cómo estaba sentado en la valla. Mitia se quedó sorprendido.

—Bueno, pues estaba así sentado, en todo lo alto, con una pierna por este lado, la otra por aquel lado…

—¿Y la mano de mortero?

—Cogida en la mano.

—¿No la llevaba en el bolsillo? ¿Lo recuerda con tanta precisión? Habría cogido un buen impulso…

—Supongo que sí, ¿y a usted qué más le da?

—¿Qué tal si se sentara en la silla exactamente como entonces en la valla, y nos mostrara gráficamente, para que podamos verlo con claridad, hasta dónde alzó el brazo en el momento de coger impulso, y en qué dirección?

—¿No estará burlándose de mí? —preguntó Mitia, mirando altivamente al interrogador, pero éste ni siquiera parpadeó. Mitia se volvió convulsivamente, se sentó a horcajadas sobre la silla y echó el brazo hacia atrás, como cogiendo impulso—. ¡Así lo golpeé! ¡Así lo maté! ¿Qué más quiere?

—Se lo agradezco. ¿Le importaría ahora explicarnos por qué, en definitiva, saltó al huerto, con qué fin lo hizo y qué pretendía realmente?

—Caramba, qué demonios… salté detrás del caído… ¡No sé con qué fin!

—¿En aquel estado de nervios? ¿Y huyendo?

—Sí, nervioso y huyendo.

—¿Quería prestarle auxilio?

—Qué auxilio… Puede que sí, que también quisiera prestarle auxilio, no me acuerdo.

—¿No se acuerda? Quiero decir, ¿llegó usted a estar inconsciente, de algún modo?

—No, no, nada de eso, me acuerdo de todo. Hasta de las cosas más nimias. Salté a ver qué le había pasado y le limpié la sangre con un pañuelo.

—Hemos visto su pañuelo. ¿Tenía esperanzas de devolver la vida a la persona a la que había agredido?

—No sé si tenía esas esperanzas. Sencillamente quería cerciorarme de si estaba vivo o no.

—Ah, ¿de modo que quería cerciorarse? Bueno, ¿y qué?

—No soy médico, no estaba seguro. Hui pensando que lo había matado, pero resulta que ha vuelto en sí.

—Estupendo —concluyó el fiscal—. Se lo agradezco. Es justo lo que necesitaba. Intente continuar.

Por desgracia, a Mitia no se le había pasado por la cabeza contar, a pesar de que lo había recordado, que había saltado por lástima y que, de pie junto a la víctima, había pronunciado incluso unas palabras de conmiseración: «Has caído, viejo, qué se le va a hacer; así que descansa». Pero el fiscal sacó una sola conclusión: que el hombre había saltado «en aquel momento, y en aquel estado de agitación», sin otro objetivo que el de asegurarse, más allá de toda duda, de si vivía o no el único testigo de su crimen. En vista de lo cual, qué fuerza, qué audacia, qué sangre fría, qué precaución tendría un hombre que incluso en un momento semejante… y etcétera, etcétera. El fiscal estaba satisfecho: «A base de “pequeños detalles” he sacado de sus casillas a este hombre enfermizo, hasta que se ha ido de la lengua».

Penosamente, Mitia siguió con su relato. Pero enseguida volvieron a interrumpirle; en esta ocasión fue Nikolái Parfiónovich:

—¿Cómo pudo usted presentarse ante la sirvienta Fedosia Márkova, teniendo las manos y, como luego se vio, también la cara cubiertas de sangre?

—¡Yo entonces no me di ni cuenta de que tenía sangre! —replicó Mitia.

—Eso que dice es verosímil, esas cosas pasan. —El fiscal intercambió una mirada con Nikolái Parfiónovich.

—De verdad que no me di cuenta; muy bien dicho, fiscal —asintió también Mitia. Pero siguió después la historia de cómo había decidido, repentinamente, «hacerse a un lado» y «dejar libre el camino a los dichosos». Y esta vez ya no le fue posible desnudar su corazón, como había hecho antes, hablando de la «reina de su alma». Le repugnaba hacerlo delante de aquellas personas frías, «que le chupaban la sangre como chinches». Por eso, ante sus reiteradas preguntas, declaró concisa y tajantemente—: Total, que decidí matarme. Para qué iba a seguir viviendo: la solución saltaba a la vista. Había aparecido su ofensor, aquel primer, indiscutible amor; pasados cinco años, volvía enamorado, dispuesto a reparar su ofensa por medio del matrimonio legítimo. Así que comprendí que para mí todo había terminado… Detrás de mí dejaba el deshonor, y encima aquella sangre, la sangre de Grigori… ¿Para qué vivir? Así pues, fui a desempeñar mis pistolas, para cargarlas y meterme una bala en la sesera al amanecer…

—Y por la noche, ¿la gran juerga?

—Por la noche, la gran juerga. Ah, qué diablos, vayan terminando, señores. Estaba decidido a pegarme un tiro, por aquí cerca, en las afueras de este pueblo, y pensaba acabar con mi vida hacia las cinco de la mañana; llevaba una notita preparada en el bolsillo, la había escrito en casa de Perjotin, cuando cargué la pistola. Aquí tienen la nota, lean. ¡No cuento todo esto por ustedes! —añadió en un tono repentinamente despectivo. Se sacó un papel del bolsillo del chaleco y lo arrojó sobre la mesa; los investigadores leyeron la nota con curiosidad y, como corresponde, la incorporaron al sumario.

—Y, a todo esto, ¿no había pensado aún en lavarse las manos, ni siquiera cuando fue a ver al señor Perjotin? ¿No tenía miedo, en definitiva, de despertar sospechas?

—¿Qué clase de sospechas? Sospecharan o no, qué más me daba; de todos modos, tenía pensado venir aquí a las cinco a pegarme un tiro y nadie habría tenido tiempo de hacer nada. De no haber sido por lo que le ha pasado a mi padre, ustedes no habrían sabido nada y no estarían aquí. ¡Oh, esto ha sido obra del diablo! ¡El diablo ha matado a mi padre y a través del diablo lo han sabido ustedes enseguida! ¿Cómo han podido llegar aquí tan pronto? ¡Es un prodigio, es algo fantástico!

—El señor Perjotin nos informó de que usted, cuando se presentó en su casa, llevaba en las manos… en las manos cubiertas de sangre… el dinero… un montón de dinero… un fajo de billetes de cien rublos, y que también lo vio un mozo que tiene a su servicio.

—Sí, señores, así fue, lo recuerdo.

—Ahora nos enfrentamos a una cuestión. ¿Le importaría explicarnos —empezó Nikolái Parfiónovich, en un tono excepcionalmente suave— de dónde sacó de pronto tanto dinero, dado que todo apunta, empezando por el mero cálculo temporal, a que usted no había pasado por casa?

El fiscal frunció ligeramente el ceño al oír esta pregunta, formulada de manera tan categórica, pero no interrumpió a Nikolái Parfiónovich.

—No, no pasé por casa —respondió Mitia, aparentemente con mucha calma, aunque mirando al suelo.

—Permita, en ese caso, que le repita la pregunta —siguió diciendo Nikolái Parfiónovich, que parecía ir con pies de plomo—. ¿Dónde pudo usted obtener de repente esa suma cuando, según su propia confesión, a las cinco de aquella misma tarde…?

—Necesitaba diez rublos y le empeñé mis pistolas a Perjotin, después fui a casa de la señora Jojlakova a pedirle tres mil, pero no me los prestó, y luego vino todo ese lío —le cortó Mitia con brusquedad—; pues sí, señores, me hacía falta el dinero, y de pronto me encontré con unos miles, ¿eh? ¿Saben una cosa, señores? Están ahora los dos aterrados: ¿y si éste no nos cuenta de dónde lo ha sacado? Pues eso es lo que va a pasar: no pienso decírselo, señores, lo han adivinado, se van a quedar sin saberlo —recalcó de pronto Mitia con gran determinación. Por unos instantes, los investigadores se quedaron callados.

—Comprenda, señor Karamázov, que para nosotros es totalmente imprescindible conocer eso —dijo Nikolái Parfiónovich, en tono suave y humilde.

—Lo entiendo, pero de todos modos no voy a decírselo.

Intervino también el fiscal y volvió a recordar que el interrogado, naturalmente, podía no responder a las preguntas si entendía que eso era lo más beneficioso para él y todo eso; pero, en vista del perjuicio que el sospechoso podía ocasionarse a sí mismo con su silencio y, sobre todo, en vista de la importancia de ciertas preguntas que…

—¡Y etcétera, etcétera, señores, etcétera, etcétera! ¡Basta, ya he escuchado antes este sermón! —volvió a cortarle Mitia—. Comprendo la importancia de esta cuestión y sé que es el punto capital, pero de todos modos no se lo voy a decir.

—Pues a nosotros nos da igual, no es asunto nuestro, sino suyo; se está perjudicando a sí mismo —señaló nervioso Nikolái Parfiónovich.

—Verán, señores, bromas aparte. —Mitia levantó los ojos y miró con dureza a sus dos interlocutores—. Yo ya presentía, desde el primer momento, que al llegar a este punto íbamos a chocar de frente. Pero al principio, cuando he empezado mi declaración, todo eso estaba envuelto en una neblina lejana, flotando, y yo he sido tan ingenuo que hasta he empezado proponiendo que hubiera «confianza mutua entre nosotros». ¡Ahora ya veo que no podía haber tal confianza, porque de todos modos teníamos que llegar a ese maldito límite! Bueno, pues ¡ya hemos llegado! ¡No puede ser, y punto! Por cierto, yo no les culpo a ustedes, tampoco ustedes pueden fiarse de mi palabra, ¡lo comprendo!

Se quedó callado, con aire sombrío.

—Y ¿no podría usted, sin romper en absoluto su determinación de guardar silencio sobre lo esencial, no podría usted, al mismo tiempo, darnos al menos alguna pequeña indicación acerca de cuáles son, precisamente, los poderosos motivos que le han llevado a guardar silencio en un momento tan peligroso para usted de la presente declaración?

Mitia sonrió con tristeza y como pensativo.

—Soy bastante mejor de lo que ustedes creen, señores; les voy a explicar cuáles son mis razones, y les voy a dar esa información a pesar de que no se la merecen. Si callo, señores, es porque ese asunto encierra una deshonra para mí. Responder a su pregunta relativa al origen del dinero supondría tal afrenta que no hay comparación con el asesinato y el robo de mi padre, suponiendo que yo hubiera sido el autor de esos crímenes. Ésa es la razón de que no pueda hablar. La vergüenza me lo impide. ¿Qué, señores, no quieren escribir eso?

—Sí, ya lo anotamos —musitó Nikolái Parfiónovich.

—No deberían anotar ustedes lo relativo a la «afrenta». Si se lo he confesado ha sido únicamente por bondad, podría no haberles dicho nada; ha sido un regalo, por así decir, pero ustedes no perdonan una. Venga, escriban, escriban lo que quieran —concluyó desdeñoso y con cierta repugnancia—, no me dan miedo y… me siento orgulloso ante ustedes.

—Y ¿no podría decirnos de qué clase de afrenta se trataba? —musitó apenas Nikolái Parfiónovich.

El fiscal frunció terriblemente el ceño.

—Ni por asomo, c’est fini, no se molesten. Además, no vale la pena mancharse las manos. Bastante me las he manchado yo con ustedes. No son ustedes dignos, ni ustedes ni nadie… Ya es suficiente, señores, aquí lo dejo.

Lo había dicho muy categóricamente. Nikolái Parfiónovich dejó de insistir, pero enseguida, por las miradas de Ippolit Kiríllovich, se dio cuenta de que éste aún no había perdido la esperanza.

—¿No podría, tan siquiera, declarar cuál era la suma que había en sus manos cuando se presentó en casa del señor Perjotin, esto es, cuántos rublos tenía usted?

—Eso tampoco puedo declararlo.

—Al parecer, le habló al señor Perjotin de tres mil rublos que habría recibido usted de la señora Jojlakova, ¿es eso así?

—Es posible que le hablara de eso. Basta, señores, no voy a decir cuánto era.

—En tal caso, ¿le importaría explicar cómo vino hasta aquí y todo lo que hizo una vez que llegó?

—Oh, acerca de eso pregunte a toda la gente de aquí. Aunque, por otra parte, creo que puedo contárselo yo.

Lo contó, aunque no vamos a reproducir aquí su historia. Fue un relato seco, por encima. No dijo una palabra de sus éxtasis amorosos. Contó, no obstante, cómo se le pasó la determinación de pegarse un tiro, «a la vista de nuevos hechos». Lo contaba todo sin ofrecer motivos, sin entrar en detalles. Y esta vez los investigadores apenas lo molestaron: estaba claro que para ellos tampoco estaba allí lo fundamental.

—Ya comprobaremos todo esto, habrá que volver a referirse a estas cuestiones durante el interrogatorio a los testigos, el cual tendrá lugar, desde luego, en presencia de usted. —Nikolái Parfiónovich dio por concluido el interrogatorio—. Ahora, permítame que le ruegue que ponga ahí, sobre la mesa, todos los objetos que lleve encima y, especialmente, todo el dinero que tenga usted en estos momentos.

—¿El dinero, señores? Como quieran, me hago cargo de que es necesario. Incluso me sorprende que no hayan sentido curiosidad hasta ahora. La verdad es que no podría haber ido a ninguna parte, me tienen ustedes bien a la vista. Bueno, aquí está mi dinero, cuéntenlo, tengan, creo que es todo.

Se vació los bolsillos, sacó hasta la calderilla: de un bolsillo lateral del chaleco salieron dos monedas de veinte kopeks. Contaron el dinero; sumaba ochocientos treinta y seis rublos con cuarenta kopeks.

—¿Eso es todo? —preguntó el juez de instrucción.

—Todo.

—Usted ha dicho, hace un momento, al hacer su declaración, que en la tienda de los Plótnikov se había gastado trescientos rublos, que a Perjotin le había dado diez, veinte al cochero, que aquí, jugando, había perdido doscientos, luego…

Nikolái Parfiónovich echó la cuenta. Mitia lo ayudó de buena gana. Hicieron memoria de todo, hasta el último kopek, y lo incluyeron en la cuenta. Nikolái Parfiónovich calculó rápidamente el total.

—Por tanto, incluyendo estos ochocientos, al principio tendría usted unos mil quinientos rublos, ¿no es así?

—Eso parece —respondió Mitia secamente.

—¿Cómo es que todo el mundo afirma que había bastante más?

—Que lo afirmen.

—Usted mismo lo ha afirmado.

—Yo mismo lo he afirmado.

—Tendremos que corroborar todo eso con los testimonios de otras personas a las que aún no hemos interrogado; no se preocupe por su dinero, se guardará como es debido y estará a su disposición cuando termine todo… lo que ha comenzado… si resulta o, por así decir, si se demuestra que tiene usted un derecho incuestionable sobre él. Bien, y ahora…

Nikolái Parfiónovich se levantó de pronto y le comunicó a Mitia, en tono firme, que «se veía en la necesidad y en la obligación» de llevar a cabo un registro extremadamente preciso y minucioso, «lo mismo de su ropa que del resto»…

—Como gusten, señores; voy a darles la vuelta a mis bolsillos, si así lo desean.

Y, efectivamente, se puso a darles la vuelta a sus bolsillos.

—Va a ser necesario incluso quitarse la ropa.

—¿Cómo? ¿Desvestirme? ¡Uf, demonio! Puede registrarme así. ¿No es posible?

—De ninguna manera, Dmitri Fiódorovich. Tiene que quitarse la ropa.

—Como quiera —Mitia se sometió, pesaroso—; pero no aquí, por favor, sino detrás de las cortinas. ¿Quién va a hacer el registro?

—Naturalmente, detrás de las cortinas. —Nikolái Parfiónovich inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Su pequeño rostro adoptó incluso una expresión de especial gravedad.

VI. El fiscal da caza a Mitia

Empezó algo totalmente inesperado y sorprendente para Mitia. Un minuto antes, por nada del mundo habría podido pensar que alguien pudiera tratarlo a él, a Mitia Karamázov, de ese modo. Fue, por encima de todo, algo humillante; se produjo, por parte de ellos, una exhibición «de altivez y de desprecio». No le importó quitarse la levita, pero le pidieron que siguiera desvistiéndose. Y ni siquiera se lo pidieron, sino que, en el fondo, se lo ordenaron; se dio perfecta cuenta de ello. Por orgullo y desdén, se sometió por completo, sin decir una palabra. Detrás de las cortinas, además de Nikolái Parfiónovich, también estuvo presente el fiscal, así como varios campesinos, «debido a su fuerza, como es natural —pensó Mitia—, y quizá por alguna otra razón».

—¿Cómo? ¿Que tengo que quitarme también la camisa? —preguntó con brusquedad, pero Nikolái Parfiónovich no le contestó: estaba concentrado, junto con el fiscal, en el examen de la levita, los pantalones, el chaleco y la gorra, y se notaba que ambos estaban muy interesados en el registro: «No se andan con cumplidos —pensó Mitia—, no observan unas mínimas reglas de cortesía»—. Se lo vuelvo a preguntar: ¿tengo o no tengo que quitarme la camisa? —dijo, cada vez más seco e irritado.

—No se preocupe, ya le avisaremos —respondió Nikolái Parfiónovich en un tono un tanto autoritario. Al menos, esa impresión le dio a Mitia.

Entretanto, el juez de instrucción y el fiscal estaban cambiando impresiones en voz baja, concienzudamente. En la levita, sobre todo en el faldón izquierdo, por detrás, se veían unas enormes manchas de sangre, resecas, apelmazadas, que apenas habían tenido tiempo de ablandarse. Lo mismo en los pantalones. Aparte de eso, Nikolái Parfiónovich, con sus propias manos, en presencia de testigos, había palpado el cuello, los puños y todas las costuras de la levita y los pantalones, evidentemente en busca de algo: sin duda, de dinero. Sobre todo, no le ocultaban a Mitia sus sospechas de que había podido —y de que era capaz de hacerlo— coserse el dinero a la ropa. «Ya me están tratando como a un ladrón, no como a un oficial», se quejó para sus adentros. En su presencia, intercambiaban pareceres con una franqueza pasmosa. Por ejemplo, el escribiente, muy diligente y solícito, que también se encontraba detrás de la cortina, llamó la atención de Nikolái Parfiónovich sobre la gorra, que también procedieron a examinar: «Acuérdese de Gridenko, el auxiliar —señaló el escribiente—; en verano lo mandaron a recoger la paga de toda la oficina, y al volver declaró que se había emborrachado y había perdido el dinero. Y ¿dónde se lo encontraron? Pues justo en el ribete de la gorra, uno como éste: había enrollado los billetes de cien rublos y los había cosido en el ribete». Tanto el juez de instrucción como el fiscal se acordaban muy bien del caso de Gridenko, así que apartaron la gorra de Mitia y decidieron que más tarde habría que volver a revisarla seriamente, al igual que toda la ropa.

—Permítame —gritó de pronto Nikolái Parfiónovich al advertir que el puño derecho de la camisa de Mitia, todo manchado de sangre, estaba doblado para dentro—; permítame, ¿esto es sangre?

—Sí, sangre —respondió secamente Mitia.

—Ya, pero ¿sangre de quién?… Y ¿por qué está doblado el puño hacia dentro?

Mitia le contó cómo se había manchado el puño de la camisa al ocuparse de Grigori y cómo lo había doblado hacia dentro estando en casa de Perjotin, cuando se lavó las manos.

—Su camisa también nos la tenemos que quedar, es muy importante… para las pruebas materiales.

Mitia se puso colorado y se enfureció.

—¿Cómo es esto? ¿Tengo que quedarme desnudo? —gritó.

—No se preocupe… Ya lo arreglaremos de algún modo; de momento haga el favor de quitarse también los calcetines.

—¿Está de broma? ¿De verdad es imprescindible? —A Mitia le centellearon los ojos.

—No estamos para bromas —replicó con severidad Nikolái Parfiónovich.

—Bueno, si no hay más remedio… yo… —balbuceó Mitia y, sentado en la cama, empezó a quitarse los calcetines. Estaba turbado de un modo insufrible: todos estaban vestidos, y él desnudo; y, por raro que parezca, así desnudo se sentía como culpable ante todos ellos y, sobre todo, casi estaba de acuerdo en que, de repente, se había vuelto de hecho inferior a los demás, que tenían perfecto derecho a mirarlo con desprecio. «Si todos estuvieran desnudos, no me daría vergüenza, pero, cuando es uno solo y los demás están mirando, ¡qué bochorno! —No se quitaba la idea de la cabeza—. Es como una pesadilla; a veces, en sueños, he vivido situaciones igual de vergonzosas.» Hasta quitarse los calcetines supuso un martirio para él: no los llevaba muy limpios, lo mismo que la ropa interior, y ahora todo el mundo se podía dar cuenta. Y, sobre todo, no le gustaban sus propios pies; toda la vida le había parecido que los dedos gordos los tenía mal hechos, en particular el del pie derecho, con aquella uña basta, plana, algo doblada hacia abajo, y ahora todo el mundo lo iba a ver. Era tan insufrible su vergüenza que, de buenas a primeras, ahora ya de forma deliberada, se volvió aún más grosero. De un tirón, se quitó la camisa—. ¿No quieren buscar en algún otro sitio, si es que no les da vergüenza?

—No, señor; por ahora no es necesario.

—Bueno, ¿qué? ¿Tengo que quedarme aquí desnudo? —añadió en muy mal tono.

—Sí, de momento no hay más remedio… Mientras tanto, tenga la bondad de sentarse aquí; puede coger una manta de la cama y arroparse con ella, y yo… yo ya me ocupo de todo.

Mostraron todos los objetos a los testigos y levantaron acta del registro; finalmente salió Nikolái Parfiónovich y tras él sacaron la ropa. También salió Ippolit Kiríllovich. Quedó allí solo Mitia con unos campesinos, que guardaban silencio y no le quitaban la vista de encima. Mitia se arropó con la manta, empezaba a tener frío. Los pies desnudos se le quedaban destapados, y era incapaz de cubrirlos con la manta. Nikolái Parfiónovich tardaba mucho en volver; «esta espera tan larga es una tortura». «Me trata como a un cachorrillo», a Mitia le rechinaban los dientes. «Ese odioso fiscal también ha salido; por desprecio, sin duda: le ha dado asco mirar a un hombre desnudo.» Mitia suponía, de todos modos, que estarían examinando su ropa en algún sitio y que luego se la devolverían. Cuál no sería su indignación cuando, de pronto, Nikolái Parfiónovich regresó seguido por un mozo que le traía un traje completamente distinto al suyo.

—Bueno, aquí tiene un traje —le dijo con toda naturalidad, muy satisfecho, al parecer, con el éxito de sus gestiones—. Se lo ofrece el señor Kalgánov, en esta curiosa situación; también le manda una camisa limpia. Por suerte, llevaba todo esto en la maleta. Puede usted conservar su ropa interior y sus calcetines.

Mitia se puso hecho una furia.

—¡No quiero el traje de otra persona! —gritó en tono amenazante—. ¡Deme el mío!

—No puede ser.

—Deme el mío, ¡al diablo Kalgánov, su traje y su persona!

Les llevó mucho tiempo convencerlo. No obstante, hasta cierto punto, consiguieron calmarlo. Le hicieron ver que su traje, manchado de sangre, había que «incorporarlo al inventario de pruebas materiales», que no podían permitir que se lo quedara puesto, que no tenían «ningún derecho a hacerlo… en vista del posible desenlace del caso». Al final, mal que bien, Mitia se hizo cargo. Se quedó callado, con aire sombrío, y empezó a vestirse apresuradamente. Comentó únicamente, mientras se ponía el traje, que aquel traje era mucho mejor que el suyo, que ya estaba viejo, y que no pretendía «salir ganando». Aparte de eso, le quedaba «humillantemente estrecho». «Seguro que parezco un bufón con cascabeles… ¡para diversión suya!»

Volvieron a insistirle en que también en eso exageraba, que el señor Kalgánov era más alto que él, pero solo un poco, y si acaso los pantalones le estarían algo largos. Pero la levita le quedaba realmente estrecha de hombros.

—Maldita sea, no hay quien se abroche —rezongó Mitia una vez más—; háganme el favor de decirle ahora mismo de mi parte al señor Kalgánov que yo no le he pedido su traje y que a mí me han hecho disfrazarme de bufón.

—El señor Kalgánov lo entiende muy bien y lo lamenta… es decir, no es que lamente lo del traje, sino que, en realidad, lamenta todo lo ocurrido… —dijo entre dientes Nikolái Parfiónovich.

—¡Me importa un rábano lo que él lamente! Bueno, ¿y ahora para dónde? ¿O tengo que seguir aquí?

Le pidieron que pasara otra vez a «esa habitación». Mitia salió con gesto hosco de rabia y procurando no mirar a nadie. Vestido con el traje de otro se sentía abochornado, incluso ante aquellos campesinos y ante Trifon Borísovich, cuyo rostro apareció fugazmente en la puerta, por alguna razón, y desapareció. «Ha venido a echar un vistazo al disfrazado», pensó Mitia. Se sentó en la misma silla de antes. Le parecía vivir una pesadilla, algo sin pies ni cabeza; tenía la sensación de haber perdido el juicio.

—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Va a empezar a azotarme? Porque ya no le queda mucho más —se dirigió al fiscal; le rechinaban los dientes. A Nikolái Parfiónovich ya no quería ni mirarlo, como si le pareciese indigno dirigirle la palabra. «Se ha entretenido demasiado contemplando mis calcetines, y encima me ha mandado, el muy canalla, que les diera la vuelta; ¡lo ha hecho aposta para que todos pudieran ver lo sucia que llevo la ropa interior!»

—Ahora hay que proceder al interrogatorio de los testigos —anunció Nikolái Parfiónovich, a modo de respuesta a la pregunta de Dmitri Fiódorovich.

—Sí, señor —dijo pensativo el fiscal, como si también él estuviera dándole vueltas a algo.

—Nosotros, Dmitri Fiódorovich, hemos hecho lo que hemos podido en su interés —prosiguió Nikolái Parfiónovich—, pero, habiendo recibido una negativa tan radical de su parte a aclararnos la procedencia del dinero hallado en su poder, en este momento…

—¿De qué es la sortija esa que lleva? —le interrumpió de pronto Mitia, como saliendo de su ensimismamiento y señalando con el dedo una de las tres grandes sortijas que adornaban la mano derecha de Nikolái Parfiónovich.

—¿La sortija? —repitió la pregunta Nikolái Parfiónovich, sorprendido.

—Sí, ésa… la del dedo corazón, veteada, ¿qué piedra es? —insistió Mitia, un tanto irritado, como un crío terco.

—Es un topacio ahumado —Nikolái Parfiónovich sonrió—; si quiere verlo, me lo quito…

—¡No, no, no se lo quite! —gritó como un loco Mitia, volviendo en sí de pronto, furioso consigo mismo—. No se lo quite, no hace falta… Qué diablos… Señores, ¡me han ensuciado el alma! ¿De verdad creen ustedes que, si hubiera matado a mi padre, iba a intentar ocultárselo? ¿Que iba a andarme con triquiñuelas, mintiendo y escondiéndome? No, Dmitri Karamázov no es de ésos, no sería capaz, y, ¡si yo fuera el culpable, les juro que no me habría hecho falta esperar a que ustedes llegaran o a que el sol saliese, como tenía decidido al principio, sino que antes me habría quitado la vida, sin esperar hasta el amanecer! Lo siento ahora mismo en mi interior. ¡En veinte años de vida no habría aprendido tanto como he aprendido en esta maldita noche!… Y ¿creen ustedes que habría actuado a lo largo de toda esta noche, que estaría actuando en este mismo instante como estoy actuando aquí con ustedes, que hablaría como estoy hablando, que me movería así, que les miraría de este mismo modo a ustedes y al resto del mundo, si de verdad fuera un parricida, cuando hasta el asesinato accidental de Grigori no me ha dejado tranquilo en toda la noche? Y ¡no ha sido por temor, oh no! ¡No ha sido solo por temor a su castigo! ¡Qué oprobio! Y ¿quieren que yo, a unos desvergonzados como ustedes, que no ven nada ni creen en nada, a unos topos ciegos que no se toman nada en serio, les revele y me ponga a contarles una nueva infamia mía, una vergüenza más, con tal de librarme de su acusación? ¡Prefiero el presidio! Quienquiera que abriera la puerta del cuarto de mi padre y entrara por esa puerta, ése es el asesino, ése es el ladrón. ¿Quién ha podido ser? Estoy confuso y atormentado, pero no ha sido Dmitri Karamázov, sépanlo. Eso es lo único que puedo decirles, y ya es suficiente, no insistan… Mándenme al destierro, al patíbulo, pero dejen de intentar ponerme nervioso… ¡Llamen a sus testigos!

Mitia pronunció su inesperado monólogo como si estuviera ya del todo decidido a callar definitivamente en lo sucesivo. El fiscal lo estuvo observando todo el tiempo y, en cuanto Mitia se calló, anunció con toda calma y frialdad, como si fuese algo de lo más normal:

—Precisamente, a propósito de esa puerta abierta que acaba usted de mencionar, podemos informarle, y viene muy a cuento en estos momentos, de una declaración extremadamente interesante e importante en grado sumo, tanto para usted como para nosotros, de Grigori Vasíliev, el anciano al que usted hirió. Al volver en sí, con toda claridad y certeza, en respuesta a nuestras preguntas, nos ha contado cómo, cuando salió al porche, oyó un ruido procedente del huerto, por lo que decidió acercarse a él a través de la cancela abierta; una vez allí, antes incluso de distinguirle a usted en la oscuridad, alejándose a todo correr, según ha declarado usted mismo, de la ventana abierta donde había visto a su padre, Grigori nos ha contado que echó un vistazo a la izquierda y se fijó, efectivamente, en que dicha ventana estaba abierta, pero que al mismo tiempo, mucho más cerca de él, vio también abierta, de par en par, la puerta que, según usted, habría estado cerrada mientras usted permaneció en el huerto. No le ocultaré que el propio Vasíliev ha llegado a la firme conclusión, y así lo declara, de que usted tuvo que haber salido corriendo por esa misma puerta, aunque, desde luego, no le vio huir con sus propios ojos, pues cuando le distinguió a usted por primera vez, a cierta distancia de él, corría ya por medio del huerto en dirección a la valla…

A mitad del discurso, Mitia se levantó de un salto de la silla.

—¡Qué absurdo! —exclamó—. ¡Es un embuste descarado! No pudo ver la puerta abierta, porque entonces estaba cerrada… ¡Miente!…

—Considero mi deber insistir en que la declaración de ese hombre es firme. No ha vacilado. Se atiene a ella. Le hemos repetido las preguntas varias veces.

—Así es, ¡le he repetido varias veces las preguntas! —confirmó con entusiasmo Nikolái Parfiónovich.

—¡No es verdad, no es verdad! O es una calumnia o la alucinación de un loco —siguió gritando Mitia—; así le habrá parecido, sencillamente, en su delirio, entre la sangre y las heridas, al recobrar el conocimiento… Y sigue delirando.

—Sí, pero no se dio cuenta de que la puerta estaba abierta cuando volvió en sí, al recuperarse de sus heridas, sino antes de todo eso, cuando entró en el huerto al salir del pabellón.

—¡No es verdad, no es verdad, no puede ser! Seguro que me calumnia por rencor… No pudo haberlo visto… Yo no salí corriendo por esa puerta. —Mitia se sofocaba.

El fiscal se volvió hacia Nikolái Parfiónovich y le dijo con gravedad:

—Muéstreselo.

—¿Conoce usted este objeto? —De pronto, Nikolái Parfiónovich depositó sobre la mesa un sobre grande, de papel grueso, de dimensiones oficiales, en el que se veían aún los tres sellos, intactos. No obstante, el sobre estaba vacío, roto por uno de los lados. Mitia lo miró con los ojos desorbitados.

—Éste… éste tiene que ser el sobre de mi padre —balbuceó—, el que contenía los tres mil rublos… Tendría que haber una inscripción, permítanme: «A mi pichoncito»… Aquí está: tres mil rublos —gritó—, tres mil, ¿lo ven?

—Sí, claro que lo vemos, pero no hemos encontrado ningún dinero dentro, estaba vacío y tirado en el suelo, al pie de la cama, detrás del biombo.

Mitia se quedó algunos segundos desconcertado.

—¡Señores, ha sido Smerdiakov! —gritó de repente, con todas sus fuerzas—. ¡Él lo ha matado, le ha robado! Él era el único que sabía dónde estaba escondido el sobre en el cuarto del viejo… Ha sido él, ¡ahora está claro!

—Pero usted también sabía lo del sobre, y que estaba debajo de la almohada.

—Nunca lo he sabido: yo nunca lo había visto, ahora lo veo por primera vez, antes solo le había oído hablar de él a Smerdiakov… Él era el único que sabía dónde lo escondía el viejo, yo no lo sabía… —A Mitia ya no le llegaba el aire.

—Y, sin embargo, usted mismo declaró antes que el sobre estaba en el dormitorio de su difunto padre, debajo de la almohada. Así lo dijo, precisamente, que estaba debajo de la almohada, de modo que usted tenía que saber dónde estaba.

—¡Así está escrito! —confirmó Nikolái Parfiónovich.

—¡Es algo absurdo, descabellado! Yo no tenía ni idea de que estaba debajo de la almohada. Igual podía no estar debajo de la almohada… Lo he dicho por decir… ¿Qué dice Smerdiakov? ¿Le han preguntado dónde estaba el sobre? ¿Qué dice Smerdiakov? Eso es lo principal… Yo he mentido a propósito, contra mí… Les he mentido, sin pensar, diciendo que estaba debajo de la almohada, y ahora ustedes… Bueno, ya saben, dices lo primero que se te pasa por la cabeza y sueltas una mentira. Pero el único que lo sabía era Smerdiakov, solo Smerdiakov, y nadie más… ¡Ni siquiera a mí me dijo dónde estaba el sobre! Pero ha sido él, ha sido él; no cabe duda de que ha sido él quien lo ha matado, ahora lo veo tan claro como el día —exclamaba Mitia, cada vez más fuera de sí, repitiendo las cosas de manera inconexa, enardecido y amargado—. Entiéndanlo y vayan a detenerlo cuanto antes, cuanto antes… Justamente lo ha matado mientras yo huía y Grigori estaba tendido sin conocimiento, ahora está claro… Él hizo la señal, y mi padre le abrió… Porque nadie salvo él conocía las señales, y sin una señal mi padre no le habría abierto a nadie…

—Pero otra vez se olvida usted de una circunstancia —señaló el fiscal, con la misma contención de antes, pero como sabiéndose ya vencedor—; no habrían sido necesarias las señales si la puerta ya estaba abierta cuando usted se encontraba allí, en el huerto…

—La puerta, la puerta —balbuceó Mitia, y miró fijamente al fiscal, en silencio; después volvió a desplomarse en la silla, impotente. Todos se quedaron callados—. ¡Sí, la puerta!… ¡Es un fantasma! ¡Dios está contra mí! —exclamó, mirando al frente, con la mente en blanco.

—Ya lo ve —dijo el fiscal, con gravedad—; juzgue ahora usted mismo, Dmitri Fiódorovich: por una parte, esta declaración sobre la puerta abierta, por la que usted salió corriendo, demoledora para todos, para usted y para nosotros. Por otra parte, su silencio, incomprensible, tenaz y casi desesperado, respecto a la procedencia del dinero que apareció de pronto en sus manos, cuando tres horas antes usted, según su propia declaración, había empeñado sus pistolas para obtener ¡apenas diez rublos! En vista de todo lo cual, decida usted: ¿qué creemos y con qué nos quedamos? Y no nos eche en cara que somos unos «cínicos fríos y unos bromistas», incapaces de dar crédito a los nobles impulsos de su alma… Al contrario, póngase usted en nuestro lugar…

Mitia, presa de una agitación inimaginable, palideció.

—¡Está bien! —exclamó de pronto—. Voy a revelarles mi secreto, ¡voy a revelarles de dónde he sacado el dinero!… Les revelaré mi vergüenza, para no tener después que culparles ni a ustedes ni a mí…

—Y créame, Dmitri Fiódorovich —Nikolái Parfiónovich le respondió con una vocecilla enternecedoramente alegre—, que toda confesión sincera y completa, hecha por usted en este momento, puede favorecer más adelante considerablemente su suerte, sin contar con que…

Pero el fiscal le dio un ligero golpe por debajo de la mesa, consiguiendo que se callara a tiempo. Lo cierto es que Mitia ni siquiera le estaba escuchando.

VII. El gran secreto de Mitia. Lo abuchean

—Señores —empezó a decir, con la misma agitación—, ese dinero… quiero confesárselo todo… ese dinero era mío.

Al fiscal y al juez de instrucción hasta se les alargó la cara; aquello era lo último que se habrían esperado.

—¿Qué es eso de que era suyo —musitó Nikolái Parfiónovich—, si a las cinco de la tarde, según ha confesado usted mismo…?

—¡Al diablo las cinco de la tarde y mi propia confesión! ¡No se trata de eso ahora! Ese dinero era mío, mío; quiero decir, robado, pero mío… o sea, no mío, sino robado, robado por mí, y había mil quinientos rublos, y yo los llevaba encima, siempre los llevaba encima…

—Y ¿de dónde los había sacado?

—Del cuello, señores, me los había sacado del cuello; miren, de aquí, de mi cuello… Aquí los llevaba, en el cuello, cosidos a un trapo y colgados al cuello, hace ya tiempo; ¡un mes hacía ya que los llevaba colgados al cuello, con vergüenza y deshonor!

—Pero ¿cómo… se apoderó de ese dinero?

—¿Quiere decir que cómo lo «robé»? Puede hablar ahora sin rodeos. Sí, yo considero que es igual que si lo hubiera robado, aunque, si ustedes quieren, efectivamente «me apoderé» del dinero. Pero, en mi opinión, lo robé. Y ayer por la tarde acabé de robarlo del todo.

—¿Ayer por la tarde? Pero ¡si acaba de decir que hace ya un mes que lo… consiguió!

—Sí, pero no de mi padre, no de mi padre, no se inquieten, no se lo robé a mi padre, sino a ella. Dejen que se lo cuente y no me interrumpan. Ya es bastante penoso. Verán, hace un mes me llamó Katerina Ivánovna Verjóvtseva, mi antigua prometida… ¿La conocen?

—Claro, ¿cómo no?

—Ya sé que la conocen. Es un alma nobilísima, noble entre las nobles, aunque a mí hace ya tiempo que me odia. Oh, hace tiempo, hace tiempo… ¡Y bien me lo merezco, bien me merezco que me odie!

—¿Katerina Ivánovna? —preguntó, sorprendido, el juez de instrucción. El fiscal también lo miró con cara de espanto.

—¡Oh, no pronuncien su nombre en vano! Soy un canalla, por haberla mencionado aquí. Sí, yo veía que me odiaba… hace tiempo… desde la primera vez que estuvo en mi casa, allí… Pero basta, basta, ustedes ni siquiera son dignos de saber estas cosas, no hace ninguna falta… Lo único que necesitan saber es que ella me llamó hace un mes y me entregó tres mil rublos para mandárselos a su hermana y a otra pariente suya, a Moscú (¡como si no pudiera mandárselos ella misma!), y yo… Eso ocurrió justamente en aquella hora fatídica de mi vida, cuando yo… bueno, en una palabra, cuando acababa de enamorarme de otra, de ella, de la de ahora, esa misma que tienen ustedes abajo, Grúshenka… Entonces me la traje aquí, a Mókroie, y en dos días dilapidé la mitad de esos malditos tres mil rublos, o sea, mil quinientos, y la otra mitad me la guardé. Total, que eran esos mil quinientos rublos con los que me había quedado los que llevaba colgados del cuello, como si fuera un escapulario, hasta que ayer los descosí y me los gasté en otra juerga. Los ochocientos rublos que me sobraron son los que obran ahora en su poder, Nikolái Parfiónovich; es lo que me queda de los mil quinientos que tenía ayer.

—Permítame, ¿cómo es posible? Pero si todo el mundo sabe que hace un mes usted se gastó aquí tres mil rublos, no mil quinientos…

—Y eso ¿quién lo sabe? ¿Quién contó el dinero? ¿A quién se lo dejé para que lo contara?

—Por favor, si usted mismo le ha dicho a todo el mundo que en aquella ocasión se gastó tres mil rublos justos.

—Es verdad que lo he dicho, lo he ido diciendo por toda la ciudad y toda la ciudad lo ha repetido, y todo el mundo lo ha dado por hecho, y también aquí, en Mókroie, todos estaban convencidos de que habían sido tres mil. Pero, de todos modos, no me gasté tres mil, sino mil quinientos, y los otros mil quinientos los llevaba cosidos como un escapulario; eso es lo que ha pasado, señores, ya saben de dónde ha salido el dinero de ayer…

—Es casi milagroso… —balbuceó Nikolái Parfiónovich.

—Permítame que le pregunte —dijo por último el fiscal— si no ha informado usted a nadie anteriormente de esta circunstancia… es decir, de que entonces, hace un mes, se quedó con los mil quinientos rublos…

—No se lo he dicho a nadie.

—Qué raro. ¿Es posible que no se lo haya dicho a nadie en absoluto?

—A nadie en absoluto. Lo que es a nadie.

—Y ¿a qué obedece ese silencio? ¿Qué le ha llevado a guardar semejante secreto? Me explicaré mejor: usted, finalmente, nos ha revelado su secreto, un secreto «vergonzoso», según sus propias palabras, aunque en el fondo (hablando, desde luego, en términos relativos) ese comportamiento, es decir, la apropiación de tres mil rublos ajenos, y, sin duda alguna, solo temporalmente… ese comportamiento, a mi modo de ver, al menos, no pasa de ser un comportamiento extremadamente frívolo, pero ni mucho menos tan deshonroso, habida cuenta, además, del carácter de usted… En fin, admitamos incluso que se tratara de una conducta que le desacredita en grado sumo, yo puedo estar de acuerdo; pero el descrédito, en todo caso, no equivale a la deshonra… A donde yo quiero ir a parar, en el fondo, es a que muchas personas, en este último mes, ya se habían hecho a la idea de que usted había malgastado esos tres mil rublos de la señora Verjóvtseva, sin necesidad de su confesión, yo mismo había oído esa leyenda… Mijaíl Makárovich, por ejemplo, también la había oído. Así que, en definitiva, ya casi no es una leyenda, sino un chismorreo de toda la ciudad. Además, hay indicios de que también usted, si no me equivoco, ya le había confesado a alguien, precisamente, que ese dinero lo había recibido de la señora Verjóvtseva… Por eso, me sorprende a mí tanto que hasta ahora, es decir, hasta este preciso momento, haya rodeado de un misterio tan inaudito esos mil quinientos rublos que usted había apartado, según sus propias palabras, presentando ese secreto suyo como algo espantoso… Es increíble que confesar ese secreto haya podido acarrearle tanto sufrimiento… porque usted mismo ha asegurado entre gritos hace un momento que prefería el presidio a confesar nada…

El fiscal se calló. Se había acalorado. No disimulaba su disgusto, casi su ira, y había dado rienda suelta a todo lo que había ido acumulando en su interior, sin preocuparse siquiera por la belleza de su estilo, esto es, hablando de manera inconexa y un tanto confusa.

—El deshonor no estaba en los mil quinientos rublos, sino en haber apartado esos mil quinientos de los tres mil —dijo Mitia con firmeza.

—Pero ¿qué más da? —El fiscal sonrió de un modo irritante—. ¿Qué tiene especialmente de vergonzoso, a su modo de ver, el hecho de que, de los tres mil rublos con los que usted se había quedado, en una acción que le desacredita o, si así lo prefiere, incluso le deshonra, haya apartado la mitad? Lo realmente importante es que usted se apropió de esos tres mil rublos, y no el uso que haya hecho de ellos. Por cierto, ¿por qué tomó usted esa medida, quiero decir, por qué apartó la mitad del dinero? ¿Para qué, con qué fin lo hizo? ¿Podría explicárnoslo?

—¡Oh, señores, pero si en ese fin está la clave de todo! —exclamó Mitia—. Lo aparté por vileza, o sea, por cálculo, pues el cálculo, en este caso, es una vileza… ¡Y esa vileza se ha prolongado un mes entero!

—No hay quien lo entienda.

—Me sorprenden ustedes. En todo caso, me explicaré mejor, es posible que, efectivamente, no se entienda. A ver si me siguen: yo me apropio de tres mil rublos, confiados a mi honor, me voy de juerga y los dilapido; a la mañana siguiente me presento en su casa y le digo: «Katia, lo siento, he dilapidado tus tres mil rublos». ¿Qué? ¿Estaría bien? No, no estaría bien: es algo deshonroso y cobarde, propio de una bestia, de un hombre incapaz de dominarse, igual que una bestia, ¿a que sí?, ¿a que sí? Pero ¿sería por eso un ladrón? No, todavía no sería un ladrón, todavía no, ¡admítanlo! ¡He malgastado el dinero, pero no lo he robado! Ahora un segundo caso, más favorable aún, procuren seguirme, no vaya a liarme otra vez, la cabeza parece que me da vueltas… bueno, el segundo caso: ahora me gasto solamente mil quinientos rublos de los tres mil, o sea, la mitad. Al día siguiente me presento y le llevo esa mitad: «Katia, soy un miserable y un canalla, un inconsciente; toma esta mitad, porque la otra mitad la he derrochado, y seguro que con ésta haría lo mismo, ¡de modo que más vale poner este dinero fuera de peligro!». ¿Qué pasaría en ese caso? Sería una bestia, un miserable, lo que ustedes quieran, pero no un ladrón, definitivamente no un ladrón, porque, de ser yo un ladrón, no se me ocurriría devolverle la mitad que me había sobrado, sino que me la habría apropiado igualmente. Enseguida se daría cuenta de que, igual que le he llevado esa mitad, también le llevaré el resto, o sea, la parte que ya he malgastado, aunque me pase toda la vida buscándola; tendré que trabajar, pero me haré con ese dinero y se lo devolveré. De ese modo, seré un canalla, pero no un ladrón, no un ladrón, ¡todo lo que ustedes quieran, menos un ladrón!

—Admitamos que hay cierta diferencia. —El fiscal sonrió con frialdad—. Pero sigue resultando extraño que vea usted ahí una diferencia tan fatal.

—Pues ¡sí, veo ahí una diferencia fatal! Cualquiera puede ser un canalla, y lo es, probablemente, pero no todo el mundo puede ser un ladrón, solo un archicanalla puede serlo. Bueno, estas sutilezas yo no las domino… Pero, de todos modos, un ladrón es más canalla que un canalla, tengo esa convicción. Escuchen: yo llevo el dinero encima un mes entero, y el día menos pensado puedo decidirme a devolverlo, y así dejo de ser un canalla; pero el caso es que no acabo de decidirme, eso es lo que pasa, aunque lo intento todos los días, aunque todos los días me digo a mí mismo: «¡Decídete, decídete, canalla!», y así todo el mes, sin poder decidirme, ¡eso es lo que pasa! ¿Qué, está bien? ¿A usted le parece que está bien?

—Admitamos que no está del todo bien, eso lo puedo entender yo perfectamente y no se lo voy a discutir —contestó el fiscal, en tono reservado—. Y, en general, dejemos de lado toda polémica sobre estas sutilezas y distinciones, y vamos a volver, si no tiene inconveniente, al fondo de la cuestión. Y la cuestión estriba, precisamente, en que usted todavía no se ha dignado explicarnos, aunque se lo hemos preguntado, por qué hizo, desde el primer momento, esa separación en los tres mil rublos, o sea, por qué se gastó una mitad y se guardó la otra mitad. En definitiva, ¿para qué se guardó esos mil quinientos rublos que había apartado? ¿En qué pensaba emplearlos realmente? Insisto en esta cuestión, Dmitri Fiódorovich.

—¡Ah, sí, ciertamente! —gritó Mitia, dándose una palmada en la frente—. Disculpe, les estoy martirizando, y sigo sin explicarles lo esencial; de otro modo, lo entenderían enseguida, porque es justamente en el propósito de esto, en el propósito, donde radica el deshonor. Verán, se trata del difunto anciano, que no dejaba en paz a Agrafiona Aleksándrovna, y yo estaba celoso, creía que ella vacilaba entre él y yo; todos los días pensaba: «¿Y si de pronto hay una decisión por su parte? ¿Y si se cansa de torturarme y me dice de pronto: “Te quiero a ti, no a él; llévame contigo al fin del mundo”. Lo único que tengo es un par de grívenniki; ¿cómo voy a llevármela? ¿Qué hago en ese caso?». Así me perdí. Y es que yo entonces no la conocía ni la comprendía, pensaba que necesitaría dinero y que no iba a perdonarme mi pobreza. Así que, maliciosamente, aparté la mitad de los tres mil rublos y los cosí con una aguja, a sangre fría, los cosí calculando muy bien, antes de emborracharme; después, una vez cosido ese dinero, con la otra mitad me corrí una gran juerga. ¡Sí, señor, toda una canallada! ¿Lo entienden ahora?

El fiscal se echó a reír ruidosamente, lo mismo que el juez de instrucción.

—En mi opinión, es incluso razonable y moral que usted se refrenara y no dilapidara todo —Nikolái Parfiónovich se reía maliciosamente—, ¿qué tiene eso de malo?

—¡Pues que lo había robado, eso es lo malo! ¡Oh, Dios, me horrorizan ustedes con su incomprensión! En todo el tiempo que he llevado conmigo esos mil quinientos rublos, cosidos sobre el pecho, no ha habido día ni hora que no me haya dicho: «¡Eres un ladrón, eres un ladrón!». Por eso llevo furioso todo el mes, por eso me he peleado en la taberna, por eso he pegado a mi padre: ¡porque me sentía un ladrón! Ni siquiera a Aliosha, mi hermano, me he decidido a confesarle lo de los mil quinientos rublos, no he tenido el valor: ¡hasta tal punto me sentía un canalla y un ratero! Pero sepan que, mientras llevaba ese dinero encima, no dejaba de decirme a todas horas: «No, Dmitri Fiódorovich, es posible que todavía no seas un ladrón». ¿Por qué? Pues precisamente porque al día siguiente podía ir a devolverle esos mil quinientos a Katia. Y solo ayer me decidí a arrancarme el escapulario del cuello, yendo a casa de Perjotin después de hablar con Fenia; hasta ese momento no me había decidido y, en cuanto lo hice, en ese mismo instante, me convertí definitivamente en un ladrón indiscutible, un ladrón y un hombre sin honor para toda la vida. ¿Por qué? ¡Porque, al romper el escapulario, rompí también mi sueño de ir a ver a Katia y decirle: «Soy un canalla, pero no un ladrón»! ¿Lo entienden ahora, lo entienden?

—¿Por qué se decidió a dar ese paso precisamente ayer por la tarde? —intervino Nikolái Parfiónovich.

—¿Por qué? Tiene gracia que me lo pregunte: porque me había condenado a muerte, a las cinco de la mañana, aquí, al amanecer. «¡Qué más dará morir —pensé— como un canalla o como un hombre honrado!» Pues no, resulta que no, ¡que no da lo mismo! Puede que no me crean, señores, pero lo que más me ha atormentado toda esta noche no ha sido la idea de que había matado al viejo criado y me amenazaba Siberia, y ¡en qué momento, para colmo! ¡En el momento en que veía coronado mi amor y el cielo de nuevo se abría ante mí! Oh, todo eso me atormentaba, pero no hasta tal punto: no tanto, a pesar de todo, como la maldita conciencia de que, al final, me había arrancado del pecho ese maldito dinero y me lo había gastado, y de que, por tanto, ya era, definitivamente, un ladrón. Oh, señores, se lo repito con la sangre de mi corazón: ¡he aprendido muchas cosas esta noche! He aprendido que no solo es imposible vivir como un canalla, sino que morir como un canalla también es imposible… ¡No, señores, hay que morir siendo honrado!…

Mitia estaba pálido. Su rostro tenía un aspecto demacrado y exhausto, a pesar de su extrema excitación.

—Empiezo a comprenderle, Dmitri Fiódorovich —dijo el fiscal con suavidad, en un tono casi compasivo—; pero todo esto, si usted me lo permite, es cosa de los nervios, en mi opinión… de sus nervios enfermizos, solo eso. ¿Por qué, por ejemplo, para librarse de tantos tormentos como ha sufrido durante casi un mes, no ha ido a devolverle esos mil quinientos rublos a la persona que se los confió y, tras tener una explicación con ella, en vista de su situación, tan espantosa, según usted la pinta, no intentó la solución que parecería más natural? Es decir, después de reconocer noblemente sus errores, ¿por qué no le pidió a esa misma persona la suma necesaria para sus gastos, suma que dicha persona, dado lo magnánimo de su corazón y viendo lo desesperado que estaba usted, no le habría negado en ningún caso, sobre todo con algún documento de por medio o, en último término, con la misma clase de garantía que ofreció usted al mercader Samsónov o a la señora Jojlakova? Porque supongo que usted, a estas alturas, seguirá considerando valiosa esa garantía, ¿no es así?

Mitia, de pronto, se ruborizó:

—¿De verdad me considera usted canalla hasta tal punto? ¡No es posible que esté hablando en serio!… —dijo con indignación, mirando a los ojos al fiscal, como si no pudiera creerse lo que acababa de oír.

—Estoy hablando en serio, se lo aseguro… ¿Por qué piensa usted que no? —dijo el fiscal, a su vez sorprendido.

—¡Oh, qué infame habría sido! Señores, ¡deben saber que me están martirizando! Como quieran, voy a decírselo todo, de acuerdo; voy a confesarles ahora todo cuanto hay de infernal en mí, aunque solo sea para que se avergüencen y se asombren viendo a qué grado de bajeza puede llegar una combinación de sentimientos humanos. ¡Sepan que yo ya había pensado en ese arreglo, el mismo del que acaba usted de hablar, fiscal! Sí, señores, yo también he tenido esa idea en este maldito mes, de modo que ya casi estaba decidido a ir a ver a Katia, ¡hasta tal punto de vileza he llegado! Pero ir a verla, comunicarle mi traición y pedirle dinero (pedírselo, ¿me están oyendo?, ¡pedírselo!), a ella misma, a la propia Katia, para esa traición, para consumar esa traición, para afrontar los gastos venideros de esa traición, y acto seguido huir con la otra, con su rival, con alguien que la odia y que la ha ofendido… ¡por el amor de Dios! ¡Se ha vuelto usted loco, fiscal!

—Loco no diría yo, pero lo cierto es que así, de improviso, no se me ha ocurrido pensar… en eso de los celos femeninos… si es que, efectivamente, pudiera tratarse de una cuestión de celos, como afirma usted… sí, es posible que haya algo de ese género. —El fiscal se sonrió.

—Pero habría sido una abominación —Mitia, furioso, dio un puñetazo en la mesa—, algo tan hediondo que no sé ni qué decir. Y sepan que ella podría haberme dado ese dinero, y me lo habría dado, seguro que me lo habría dado, me lo habría dado por venganza, para disfrutar de su venganza, por desprecio me lo habría dado, porque ella también es un alma infernal y una mujer inmensamente colérica. Y yo habría aceptado ese dinero, oh, sí, lo habría aceptado, y entonces toda la vida… ¡oh, Dios! Perdonen, señores, si grito de este modo es porque yo tuve esa misma idea hace bien poco, hace solo un par de días, precisamente la noche en que andaba tan preocupado con Liagavy, y después volví a tenerla ayer, sí, ayer, durante todo el día, lo recuerdo, hasta que pasó aquello…

—Hasta que pasó ¿qué? —intervino Nikolái Parfiónovich con curiosidad, pero Mitia no llegó a escucharle.

—Les he hecho a ustedes una confesión terrible —concluyó en tono sombrío—. Aprécienla, señores. Y eso no es suficiente, apreciarla es poco, no la aprecien, valórenla como se merece; y si no, si no les deja una huella en el alma, eso quiere decir sencillamente que no me respetan, señores, ya ven lo que les digo, y me moriré de vergüenza por haber confesado ante gente como ustedes. ¡Oh, me pegaré un tiro! ¡Sí, ya veo que no me creen! Cómo, ¿también quieren anotar esto? —gritó asustado.

—Solo lo que acaba usted de decir —Nikolái Parfiónovich lo miró con asombro—, o sea, que hasta el último momento pensó usted en acudir a la señora Verjóvtseva para pedirle esa suma… Le aseguro que para nosotros es una declaración de gran importancia, Dmitri Fiódorovich, toda esta historia, quiero decir… y sobre todo para usted, sobre todo es importante para usted.

—Tengan compasión, señores —Mitia juntó las manos—, dejen esto por lo menos sin escribir, ¡por pudor! Yo he desgarrado, por así decir, mi alma en dos mitades delante de ustedes, y ustedes se aprovechan para hundir los dedos en ambas mitades, en la parte desgarrada… ¡Oh, Dios!

Desesperado, se cubrió con las manos.

—No se preocupe de ese modo, Dmitri Fiódorovich —concluyó el fiscal—, todo lo que hemos anotado se le leerá más tarde y, si no está conforme con algo, lo modificaremos como usted nos indique; y ahora le repito por tercera vez una simple pregunta: ¿de verdad que no hay nadie, absolutamente nadie, que le haya oído a usted hablar del dinero que llevaba cosido a modo de escapulario? Debo decirle que es casi inconcebible.

—Nadie, nadie, ya se lo he dicho; ¿o es que no han entendido nada? Déjenme en paz.

—Como desee, señor, este asunto tiene que aclararse y aún tenemos mucho tiempo por delante; pero, entretanto, reflexione: tenemos tal vez decenas de testimonios de cómo precisamente usted ha difundido la noticia, e incluso la ha gritado en todas partes, de que se había gastado tres mil rublos, tres mil, no mil quinientos, e incluso esta vez, cuando apareció el dinero de ayer, dio a entender a mucha gente que nuevamente había traído tres mil rublos…

—No ya decenas, sino centenares de testimonios obran en su poder, dos centenares de testimonios, dos centenares de personas lo oyeron, ¡un millar de personas lo oyó! —exclamó Mitia.

—Ya lo ve usted, todos, todos lo atestiguan. ¿No significa nada la palabra todos?

—No significa nada: yo mentí, y todos repiten mi mentira.

—Pero ¿para qué necesitaba «mentir», como usted dice?

—El diablo sabrá. Para presumir, a lo mejor… no sé… de todo ese dinero derrochado… O quizá para olvidarme del dinero que llevaba cosido… sí, justamente por eso… demonios… ¿Cuántas veces va a hacerme esa pregunta? Bueno, mentí y, naturalmente, una vez que había mentido ya no quería desdecirme. ¿Sabe por qué mentimos a veces?

—Es muy difícil decir, Dmitri Fiódorovich, por qué mentimos los hombres —dijo el fiscal con gravedad—. Pero dígame una cosa: ¿era muy grande ese escapulario, como lo llama usted, que llevaba al cuello?

—No, no era grande.

—¿De qué tamaño, más o menos?

—Un billete de cien rublos doblado por la mitad: ése era el tamaño.

—¿No sería mejor que nos mostrara los pedazos? Debe de tenerlos en algún sitio.

—Eh, diablos… qué estupidez… no sé dónde están.

—Pero permítame: ¿dónde y cuándo se lo quitó del cuello? Ha declarado usted que no pasó por casa, ¿cierto?

—Fue cuando dejé a Fenia y me dirigí a casa de Perjotin: por el camino me lo arranqué del cuello y saqué el dinero.

—¿A oscuras?

—¿Para qué quería una vela? Lo hice en un segundo, con los dedos.

—¿Sin unas tijeras, en la calle?

—En la plaza, creo recordar; tijeras ¿para qué? Era un trapo viejo, se desgarró enseguida.

—¿Qué hizo con él después?

—Lo tiré allí mismo.

—Concretamente, ¿dónde?

—Pues en la plaza, ¡en la plaza, en cualquier sitio! El diablo sabrá en qué parte de la plaza. ¿Para qué necesita saberlo?

—Es extraordinariamente importante, Dmitri Fiódorovich: pruebas materiales en su favor, ¿cómo es que se niega a entenderlo? ¿Quién le ayudó a coserlo, hace un mes?

—No me ayudó nadie, lo cosí yo solo.

—¿Sabe usted coser?

—Un soldado tiene que saber coser, pero en este caso no se requería ninguna destreza.

—¿De dónde sacó la tela, o sea, el trapo al que cosió el dinero?

—¿No estará usted riéndose de mí?

—De ningún modo; y no estamos para risas, Dmitri Fiódorovich.

—No recuerdo dónde cogí el trapo; en algún sitio lo tuve que coger.

—¿Cómo es que no lo recuerda?

—Le juro que no lo recuerdo; puede que arrancara algún trozo de ropa blanca.

—Es muy interesante: mañana podría aparecer en su casa la prenda, quizá una camisa, de la que arrancó usted ese trozo. ¿De qué era ese trozo? ¿De lienzo, de tela?

—El diablo sabrá. Espere… me parece que no lo arranqué de ninguna parte. Era de percal… Me parece que cosí el dinero en la cofia de mi patrona.

—¿En la cofia de su patrona?

—Sí, se la había birlado.

—¿Cómo que se la había birlado?

—Verá, recuerdo que en cierta ocasión, efectivamente, le birlé una cofia para hacer trapos con ella, o quizá para secar la pluma. La cogí sin decir nada, porque era un trapo inservible, en mi cuarto había trozos por todas partes, y de pronto me vi con esos mil quinientos rublos, así que cogí y cosí el dinero… Creo que fue precisamente en un trapo de ésos. Era un viejo pedazo de percal, lavado mil veces.

—¿Y ahora lo recuerda con claridad?

—No sé con cuánta claridad. Me parece que fue en una cofia. Total, ¡qué más dará!

—En ese caso, ¿su patrona podría recordar al menos que le había desaparecido esa prenda?

—De ninguna manera, no la ha echado de menos. Se trataba de un trapo viejo, ya se lo he dicho, un trapo viejo que no valía nada.

—La aguja ¿de dónde la sacó? ¿Y los hilos?

—Lo dejo, no quiero hablar más. ¡Ya basta! —Mitia acabó enfadándose.

—De todos modos, no deja de ser extraño que se haya olvidado por completo de en qué lugar exacto de la plaza tiró ese… escapulario.

—Manden barrer mañana la plaza y a lo mejor lo encuentran. —Mitia sonrió—. Basta, señores, basta —concluyó con un hilo de voz—. Lo veo claro: ¡no me han creído! ¡Ni una palabra, nada! La culpa es mía, no de ustedes, ¡quién me mandará meterme en esto! ¡Por qué, por qué me habré rebajado a confesarles mi secreto! Y a ustedes les parece divertido, lo veo en sus ojos. ¡Ha sido usted, fiscal, quien me ha empujado! Puede entonar un himno, si sabe… ¡Malditos sean, verdugos!

Agachó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. El fiscal y el juez de instrucción guardaban silencio. Después de un momento, Mitia levantó la cabeza y los miró como con la mente en blanco. Su cara reflejaba una desesperación que ya era completa, irreversible, y se quedó tranquilamente en su asiento, callado, como ausente. A todo esto, había que acabar la tarea: tenían que proceder, urgentemente, a interrogar a los testigos. Ya eran las ocho de la mañana. Las velas llevaban mucho rato apagadas. Mijaíl Makárovich y Kalgánov, que habían estado entrando y saliendo del cuarto durante todo el interrogatorio, en ese momento estaban fuera. El fiscal y el juez de instrucción también tenían cara de agotamiento. La mañana se presentaba desapacible, el cielo estaba encapotado y llovía a cántaros. Mitia miraba a las ventanas sin pensar en nada.

—¿Puedo asomarme a la ventana? —preguntó de pronto a Nikolái Parfiónovich.

—Oh, todo lo que quiera —le contestó.

Mitia se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia azotaba los pequeños cristales verdosos. Justo al pie de la ventana se veía un camino embarrado, y a lo lejos, entre la bruma lluviosa, las hileras negras, pobres, deprimentes, de las isbas, que parecían aún más negras y pobres entre la lluvia. Mitia se acordó del «rubicundo Febo» y de cómo había querido pegarse un tiro con su primer rayo. «Seguramente en una mañana como ésta habría sido aún mejor», se sonrió y, de pronto, agitando su mano de arriba abajo, en un gesto de resignación, se volvió hacia sus «verdugos».

—¡Señores! —exclamó—. Yo estoy perdido, ya lo veo. Pero ¿ella? Díganme, se lo suplico: ¿es posible que ella también tenga que perderse conmigo? Si es inocente, si ayer, cuando gritaba que tenía «la culpa de todo», no sabía lo que decía. ¡Ella no tiene ninguna culpa, ninguna! Toda esta noche, aquí con ustedes, lo he pasado fatal… ¿No pueden decirme qué van a hacer con ella ahora?

—Decididamente, puede estar tranquilo, Dmitri Fiódorovich —le respondió de inmediato el fiscal, con evidente precipitación—; por el momento no tenemos motivos de peso para molestar por ningún concepto a esa persona por la que tanto se interesa usted. A medida que la instrucción avance, confío en que ocurra lo mismo… Antes al contrario, haremos en ese sentido todo cuanto esté en nuestra mano… Puede estar completamente tranquilo.

—Señores, se lo agradezco, ya sabía yo que ustedes son, a pesar de todo, personas honradas y justas. Me han quitado un peso de encima… Bueno, ¿qué hay que hacer ahora? Yo estoy listo.

—Pues sí, convendría darse prisa. Hay que proceder sin demora al interrogatorio de los testigos. Eso es algo que tiene que hacerse en su presencia, obligatoriamente, de modo que…

—¿Qué tal si tomamos primero una taza de té? —intervino Nikolái Parfiónovich—. ¡Creo que nos la hemos ganado!

Decidieron beberse un vasito de té, si es que abajo lo tenían preparado (en vista de que Mijaíl Makárovich seguramente habría salido a «tomar una taza»), para después «seguir ya sin parar». Y dejarían para más adelante, cuando estuvieran menos ocupados, el verdadero «refrigerio». Efectivamente, había té abajo, y no tardaron en subírselo. Al principio Mitia rechazó el vaso que le ofrecía amablemente Nikolái Parfiónovich, pero después él mismo lo pidió y se lo tomó con avidez. En términos generales, tenía tal aspecto de agotamiento que llamaba la atención. En vista de sus fuerzas de coloso, cualquiera habría dicho que una noche de parranda, aun seguida de las más fuertes impresiones, no podría tener graves consecuencias para él. Pero él mismo se daba cuenta de que apenas podía mantenerse erguido en la silla, y que de vez en cuando todo parecía moverse y girar delante de sus ojos. «Un poco más y es posible que empiece a delirar», pensó para sus adentros.

VIII. La declaración de los testigos. El chiquillo

Comenzó el interrogatorio de los testigos. Pero no vamos a proseguir nuestro relato con tanto detalle como hasta ahora. Por eso, pasaremos por alto cómo recordaba Nikolái Parfiónovich a cada testigo que iba llamando que estaba obligado a prestar declaración conforme a la verdad y según su conciencia, y que más tarde debería repetir su declaración bajo juramento. O cómo, finalmente, se exigió a cada testigo que firmase el acta de sus declaraciones, y etcétera, etcétera. Nos limitaremos a señalar que el punto más importante, en el que concentraron su atención todos los interrogados, fue preferentemente la cuestión de los tres mil rublos, es decir, si habían sido tres mil o mil quinientos la primera vez, o sea, cuando Dmitri Fiódorovich se corrió su primera juerga allí en Mókroie, un mes antes, y si llevaba tres mil o mil quinientos la víspera, cuando su segunda juerga. Lamentablemente, todos los testigos, del primero al último, declararon en contra de Mitia, y ni uno solo a su favor, y algunos de los testigos aportaron incluso nuevos datos, casi apabullantes, que refutaban su testimonio. El primer interrogado fue Trifon Borísych. Se presentó ante los interrogadores sin ningún temor, al contrario, con una actitud de estricta y severa indignación con el acusado, adoptando así, indudablemente, un aire de extraordinaria veracidad y dignidad personal. Hablaba poco y con discreción, esperando a que le hicieran las preguntas, y respondía con precisión, de forma meditada. Declaró firmemente y sin vacilación que hacía un mes la cantidad gastada no pudo haber bajado de los tres mil rublos, que todos los lugareños testificarían que le habían oído hablar de tres mil rublos al propio «Mitri Fiódorych»: «Basta con ver la de dinero que se gastó con las cíngaras. Ya solo con ellas debió de pasar de los mil rublos».

—Puede que no llegara ni a quinientos —comentó Mitia, al oírlo, en tono sombrío—; lo que pasa es que entonces no los conté; estaba borracho, y es una pena.

Mitia, sentado de lado esta vez, de espaldas a las cortinas, escuchaba con aire abatido; tenía un aspecto triste y cansado, como si dijese: «¡Bah, que declaren lo que quieran, ahora todo da lo mismo!».

—Se gastó con ellas más de mil rublos, Mitri Fiódorovich —replicó con firmeza Trifon Borísovich—, tiraba los billetes como si nada, y ellas los recogían. Esa gente, ya se sabe, son unos ladrones y unos truhanes, se dedican a robar caballos; ya no andan por aquí, los han echado; si no, quizá ellas mismas podrían declarar cuánto le sacaron a usted. Yo mismo vi entonces en sus manos una buena suma; contar no la conté, ésa es la verdad, tampoco me dejó usted, pero, así a ojo, recuerdo que había mucho más de mil quinientos rublos… ¡Dónde va a parar! No es la primera vez que veo dinero, sé lo que me digo…

A propósito de la suma del día anterior, Trifon Borísovich declaró que Dmitri Fiódorovich, personalmente, le había dicho nada más bajarse del coche que traía tres mil rublos.

—¿Cómo es eso, Trifon Borísych? —protestó Mitia—. ¿De verdad dije con tanta claridad que había traído tres mil?

—Sí que lo dijo, Mitri Fiódorovich. Lo dijo delante de Andréi. Andréi todavía está aquí, aún no se ha marchado, llámenlo. Y en la sala, cuando estaba atendiendo al coro, gritó muy clarito que se iba dejar aquí su sexto millar… incluidos los de la otra vez, así lo entiendo yo. Stepán y Semión se lo oyeron decir, y puede que también se acuerde Piotr Fomich Kalgánov, que estaba a su lado.

La declaración sobre los seis mil rublos fue acogida por los interrogadores con un interés extraordinario. Les gustó la nueva versión: tres y tres son seis; por tanto, tres mil de entonces y tres mil de ahora hacían seis mil en total; el resultado estaba claro.

Interrogaron a todos los lugareños que había mencionado Trifon Borísovich: a Stepán y a Semión, al cochero Andréi y a Piotr Fomich Kalgánov. Los lugareños y el cochero confirmaron sin vacilar la declaración de Trifon Borísych. Aparte de eso, tomaron buena nota de las palabras de Andréi sobre su conversación con Mitia durante el viaje; al parecer, éste había dicho: «Y yo, Dmitri Fiódorovich, ¿adónde crees que iré a parar: al cielo o al infierno? Y ¿me perdonarán en la otra vida?». El «psicólogo» Ippolit Kiríllovich escuchó todo eso con una sonrisa sutil y acabó recomendando que también se «incorporara al sumario» esa declaración relativa al lugar al que iría a parar Dmitri Fiódorovich.

Kalgánov acudió al llamamiento de mala gana, taciturno, irritado, y habló con el fiscal y con Nikolái Parfiónovich como si fuera la primera vez en su vida que los veía, a pesar de que se conocían desde hacía mucho y se trataban a diario. Empezó diciendo que «ni sabía nada del asunto ni quería saberlo». Pero resultó que había oído lo del sexto millar, y admitió que en ese momento él estaba muy cerca. En su opinión, Mitia tenía dinero en la mano, «no sé cuánto». En cuanto a si los polacos habían hecho trampas con las cartas, declaró afirmativamente. También explicó, en respuesta a las reiteradas preguntas, que, a raíz de la expulsión de los polacos, a Mitia le había ido mucho mejor, realmente, con Agrafiona Aleksándrovna, y que ella misma había dicho que lo quería. Se refería a Agrafiona Aleksándrovna con reserva y respeto, como si se tratase de una señora de la alta sociedad, y ni una sola vez se permitió llamarla «Grúshenka». A pesar de la evidente repugnancia del joven a prestar declaración, Ippolit Kiríllovich estuvo interrogándolo largo rato, y solo gracias a él llegó a conocer todos los detalles que componían, por así decir, la «novela» de Mitia de aquella noche. Mitia no interrumpió a Kalgánov ni una sola vez. Finalmente, permitieron retirarse al joven, y éste se alejó con una indignación palmaria.

También interrogaron a los polacos. Aunque se habían acostado en su cuartito, no habían pegado ojo en toda la noche y, al llegar las autoridades, se vistieron y prepararon a toda prisa, conscientes de que iban a llamarlos sin falta. Hicieron su aparición con dignidad, aunque no sin cierto temor. El más importante entre ellos, o sea, aquel pequeño pan, resultó ser un funcionario de la duodécima clase,[8] ya retirado; había servido en Siberia como veterinario y su apellido era el de pan Musiałowicz. En cuanto a pan Wróblewski, resultó ser un dentista que ejercía su profesión por su cuenta, dicho de otro modo, un sacamuelas. Desde el momento mismo en que entraron en la habitación, los dos polacos, a pesar de que las preguntas las hacía Nikolái Parfiónovich, empezaron a dirigir sus respuestas a Mijaíl Makárovich, que estaba algo apartado; lo habían tomado, en su ignorancia, por la persona de mayor rango y mayor autoridad de los allí presentes y lo llamaban a cada paso panie pułkowniku[9]. Y solo después de varios intentos, y merced a las advertencias del propio Mijaíl Makárovich, comprendieron que debían dirigirse en sus respuestas únicamente a Nikolái Parfiónovich. Resultó que eran capaces de hablar en ruso más que correctamente, dejando aparte la pronunciación de determinadas palabras. De sus relaciones con Grúshenka, pasadas y presentes, pan Musiałowicz empezó a manifestarse con entusiasmo y orgullo, tanto que Mitia no tardó en perder la compostura y se puso a gritar que no permitía a un «canalla» hablar de esa manera en su presencia. Pan Musiałowicz reparó de inmediato en la palabra «canalla» y pidió que constara en el atestado. Mitia no pudo contener su ira.

—¡Sí, canalla, canalla! ¡Anótenlo y anoten también que, a pesar del atestado, yo sigo gritando que es un canalla!

Nikolái Parfiónovich, sin dejar de apuntar aquello en el atestado, puso de manifiesto en este desagradable incidente una eficacia y una capacidad organizativa encomiables: después de una severa reprimenda a Mitia, él mismo puso fin a las preguntas relativas al aspecto novelesco del caso y se centró rápidamente en lo esencial. Y de lo esencial formaba parte una de las declaraciones de los panowie que había despertado un interés insólito en los investigadores: concretamente, la cuestión de cómo Mitia, en el cuartito aquel, había querido sobornar al pan Musiałowicz y le había ofrecido tres mil rublos, setecientos en mano y los dos mil trescientos restantes «mañana por la mañana, en la ciudad», jurándole por su honor que allí, en Mókroie, no disponía de tanto dinero, pero sí en la ciudad. Mitia, dejándose llevar por sus impulsos, replicó que él no había dicho nada de darle el resto al día siguiente, en la ciudad, pero pan Wróblewski confirmó la declaración, y el propio Mitia, después de reflexionar unos momentos, convino de mal humor que probablemente las cosas habían ocurrido como decían los panowie, que él se encontraba entonces muy alterado y que, efectivamente, bien pudo haber dicho eso. El fiscal prestó mucha atención a esta declaración: la investigación empezaba a dejar claro (y así se hizo constar más tarde) que la mitad o una parte de los tres mil rublos que estaban en manos de Mitia podía realmente estar oculta en algún lugar de la ciudad, o puede que incluso allí en Mókroie; de ese modo se explicaba de paso la circunstancia, tan embarazosa para la investigación, de que apenas se hubieran encontrado ochocientos rublos en poder de Mitia, circunstancia que, aunque bastante irrelevante, había constituido hasta entonces la única prueba favorable a Mitia. Pero ahora esa única prueba en su favor se desmoronaba. A la pregunta del fiscal de dónde pensaba obtener los dos mil trescientos rublos restantes para dárselos al pan al día siguiente, en vista de que él mismo aseguraba que no tenía más de mil quinientos, si bien había empeñado su palabra con el pan, Mitia respondió sin vacilar que tenía intención de ofrecerle al día siguiente al «polacucho», en lugar de dinero, la cesión formal de sus derechos sobre la finca de Chermashniá, los mismos derechos que ya había ofrecido a Samsónov y a la Jojlakova. El fiscal se sonrió ante la «ingenuidad de la treta».

—Y ¿cree usted que él habría aceptado adquirir esos «derechos» en lugar de los dos mil trescientos rublos en efectivo?

—Claro que habría aceptado —replicó Mitia con ardor—. ¡Por el amor de Dios, de ese modo podía embolsarse no ya dos, sino cuatro y hasta seis mil rublos! Enseguida habría reunido a sus abogaduchos, a sus polacuchos y a sus judiuchos, y le habrían sacado al viejo no solo tres mil rublos, sino Chermashniá entera.

Naturalmente, la declaración del pan Musiałowicz fue recogida en el atestado con todo detalle. Con eso, dejaron marchar a los panowie. En cambio, apenas se hizo mención a sus trampas en las cartas; Nikolái Parfiónovich ya les estaba bastante agradecido y no quería molestarlos con pequeñeces; además, todo se reducía a una riña de juego entre borrachos, nada más. No habían faltado escándalos ni excesos aquella noche… Total, que aquel dinero, doscientos rublos, se quedó en el bolsillo de los polacos.

A continuación llamaron al viejo Maksímov. Se presentó intimidado, dando pasitos cortos; tenía un aspecto desaliñado y muy triste. Había estado abajo todo el tiempo, sin apartarse de Grúshenka, en silencio, «poniéndose a lloriquear cada dos por tres y secándose los ojos con un pañuelo azul a cuadros», según contó luego Mijaíl Makárovich. Así que ella misma tuvo que ocuparse de calmarlo y consolarlo. El viejecillo, entre lágrimas, confesó de inmediato que lo sentía mucho, pero que había tomado prestados de Dmitri Fiódorovich «diez rublos, señor, por culpa de mi pobreza», y que estaba dispuesto a devolverlos… Cuando Nikolái Parfiónovich le preguntó abiertamente si había observado cuánto dinero llevaba Dmitri Fiódorovich en la mano, dado que él había podido verlo desde más cerca que nadie en el momento en que le dejó los diez rublos, Maksímov respondió con toda rotundidad que allí había «veinte mil».

—¿Había visto usted antes veinte mil rublos en alguna parte? —preguntó Nikolái Parfiónovich con una sonrisa.

—Sí, señor, claro que los había visto, solo que no fueron veinte, sino siete mil; fue cuando mi mujer hipotecó mi pequeña aldea. Solo me dejó mirar de lejos, estaba presumiendo delante de mí. Era un buen fajo de billetes, señor, todos irisados, de cien…

Pronto lo dejaron en paz. Por fin le llegó el turno a Grúshenka. Los investigadores, por lo visto, temían la impresión que su aparición pudiera producir en Dmitri Fiódorovich, y Nikolái Parfiónovich farfulló incluso unas palabras admonitorias, pero Mitia, por toda respuesta, agachó la cabeza en silencio, dándole a entender así que «no iba a producirse ningún desorden». Fue el propio Mijaíl Makárovich quien acompañó a Grúshenka. Venía la joven con expresión severa y sombría, con un aspecto casi sereno, y se sentó en silencio en la silla que le señalaron, enfrente de Nikolái Parfiónovich. Estaba muy pálida; parecía como si tuviera frío, y no hacía más que arroparse con su precioso chal negro. De hecho, estaba empezando a experimentar unos ligeros escalofríos febriles, preludio de una larga enfermedad que sufriría a partir de aquella noche. Su severo aspecto, su mirada franca y seria y sus serenos ademanes causaron en todos los presentes una impresión muy favorable. Enseguida, Nikolái Parfiónovich se quedó incluso un tanto «prendado». Más tarde, contando por ahí la escena, él mismo reconocería que solo en aquel momento había llegado a apreciar lo «guapa» que era aquella mujer, porque, aunque antes ya la había visto en más de una ocasión, siempre la había considerado una especie de «hetaira de provincias». «Tiene unos modales dignos de la más alta sociedad», soltó una vez, entusiasmado, en medio de un círculo de damas. Pero sus palabras fueron recibidas con gran indignación, y enseguida sus oyentes empezaron a llamarlo «travieso», cosa que le encantó. Al entrar en el cuarto, Grúshenka se limitó a mirar furtivamente a Mitia, el cual, a su vez, la observó con inquietud, pero el aspecto de la joven lo tranquilizó de inmediato. Después de las primeras preguntas y advertencias de rigor, Nikolái Parfiónovich, trabándose un poco, pero, pese a todo, con el aire más cortés, le preguntó:

—¿Qué clase de relaciones mantenía con el teniente retirado Dmitri Fiódorovich Karamázov?

A lo cual Grúshenka respondió con suavidad y firmeza:

—Era un conocido mío, y como conocido lo he recibido este último mes.

En respuesta a las preguntas que siguieron, fruto de la curiosidad, declaró sin vacilar y con toda sinceridad que, aunque él le gustaba «a ratos», ella no lo quería, pero lo había seducido por su «abominable maldad», lo mismo que al «viejo»; sabía que Mitia, por su culpa, estaba muy celoso de Fiódor Pávlovich y de todo el mundo, pero para ella aquello no pasaba de ser una simple diversión. Nunca había tenido intención de ir a casa de Fiódor Pávlovich, lo único que hacía era reírse de él. «En todo este mes no he tenido tiempo para pensar en ninguno de los dos; esperaba a otro hombre, uno que era culpable ante mí… Pero no creo —concluyó— que esa cuestión deba interesarles, y yo no tengo por qué responderles, porque se trata de un asunto particular mío.»

De inmediato, Nikolái Parfiónovich procedió en consecuencia: una vez más, dejó de insistir en los puntos «novelescos», y pasó sin más a las cuestiones serias, es decir, nuevamente a la pregunta capital de los tres mil rublos. Grúshenka confirmó que un mes antes, en Mókroie, se habían gastado efectivamente tres mil rublos y, aunque no había contado personalmente el dinero, sí le había oído decir al propio Dmitri Fiódorovich que habían sido tres mil rublos.

—¿Se lo dijo a usted a solas o en presencia de alguien más? ¿O tal vez usted se limitó a oír cómo se lo decía a otras personas estando usted delante? —se apresuró a preguntar el fiscal.

En respuesta, Grúshenka declaró que lo había oído decir en presencia de otras personas, que lo había oído cuando Mitia estaba hablando con otros y que también se lo había dicho a ella a solas.

—¿Se lo ha oído decir a solas en una sola ocasión o en más de una? —insistió el fiscal, y averiguó que Grúshenka se lo había oído decir más de una vez.

Ippolit Kiríllych se quedó muy satisfecho con esta declaración. Las preguntas ulteriores permitieron aclarar asimismo que Grúshenka estaba al corriente de la procedencia de aquel dinero y que Dmitri Fiódorovich lo había tomado de Katerina Ivánovna.

—¿Y no había oído decir usted, aunque fuera una sola vez, que la cantidad de dinero dilapidado hacía un mes no ascendía a tres mil rublos, sino que era menos, y que Dmitri Fiódorovich se había guardado la mitad de esa suma?

—No, nunca lo había oído —declaró Grúshenka.

A continuación, se puso incluso de manifiesto que, por el contrario, Mitia le había comentado a menudo en todo ese mes que no tenía ni un kopek. «Aún esperaba recibirlo de su padre», concluyó Grúshenka.

—Pero ¿no habrá dicho alguna vez en su presencia… aunque no fuera más que de pasada, o en un arrebato de cólera —irrumpió Nikolái Parfiónovich—, que tenía intención de atentar contra la vida de su padre?

—¡Ay, sí, lo ha dicho! —Grúshenka suspiró.

—¿Una vez o varias veces?

—Lo ha mencionado varias veces, siempre en momentos de cólera.

—¿Y usted creía que lo fuera a hacer?

—¡No, nunca lo he creído! —respondió con aplomo—. Yo confiaba en su nobleza.

—Permítanme, señores —gritó de pronto Mitia—, permítanme decirle en su presencia una sola cosa a Agrafiona Aleksándrovna.

—Dígala —consintió Nikolái Parfiónovich.

—Agrafiona Aleksándrovna —Mitia se levantó de la silla—, cree en Dios, y créeme a mí: ¡de la sangre de mi padre, asesinado ayer, yo no soy el culpable!

Dicho lo cual, Mitia volvió a sentarse. Grúshenka se incorporó ligeramente y, vuelta hacia el icono, se persignó con devoción.

—¡Alabado sea Dios! —proclamó con voz cálida, conmovedora y, sin acabar de sentarse, dirigiéndose a Nikolái Parfiónovich, añadió—: ¡Tienen que creer lo que acaba de decir! Lo conozco: es capaz de decir cualquier barbaridad, ya sea para burlarse, o por tozudez; pero, si va en contra de su conciencia, jamás mentirá. Les dirá la verdad a la cara, ¡pueden creerle!

—Gracias, Agrafiona Aleksándrovna, ¡has hecho revivir a mi alma! —respondió Mitia con voz temblorosa.

A las preguntas relativas al dinero de la víspera, Grúshenka declaró que ignoraba cuánto había, pero le había oído a Mitia decir muchas veces a distintas personas que había traído tres mil rublos. Y, en lo tocante a la procedencia del dinero, le había dicho solo a ella que se lo había «robado» a Katerina Ivánovna, a lo cual ella le había respondido que no lo había robado y que tenía que devolver ese dinero, sin falta, al día siguiente. A la insistente pregunta del fiscal acerca de qué dinero era ese que Mitia decía haberle robado a Katerina Ivánovna, si era el de la víspera o eran los tres mil rublos gastados allí el mes pasado, declaró que Mitia se había referido a los del mes pasado y que así lo había entendido ella.

Por fin dejaron marchar a Grúshenka, y Nikolái Parfiónovich se apresuró a comunicarle que era libre de regresar a la ciudad cuando quisiera, y que si él, por su parte, podía prestarle alguna ayuda, por ejemplo, en caso de que necesitase caballos, o si, por ejemplo, prefería que alguien la acompañase, entonces él… por su parte…

—Se lo agradezco humildemente —Grúshenka se inclinó ante él—; puedo regresar con ese anciano, el terrateniente, viajaré con él; pero de momento voy a esperar abajo, si me lo permiten, hasta que decidan qué va a pasar con Dmitri Fiódorovich.

Salió. Mitia estaba tranquilo e incluso se le veía muy animado, pero solo por unos momentos. Una extraña debilidad física se fue apoderando de él paulatinamente. Los ojos se le cerraban de cansancio. El interrogatorio a los testigos terminó finalmente. Procedieron a la redacción definitiva del atestado. Mitia se levantó de la silla y se dirigió a un rincón, cerca de las cortinas, y se tumbó sobre un gran arcón cubierto por una alfombra, y al instante se quedó dormido. Tuvo un sueño muy extraño, que no parecía apropiado ni al momento ni al lugar. El caso es que se vio viajando por la estepa, por unos parajes donde había servido hacía tiempo, mucho tiempo, y un campesino lo transportaba en su telega de dos caballos a través de la llanura embarrada. Mitia tenía algo de frío, estaban a comienzos de noviembre y la nieve caía en grandes copos húmedos que se fundían en cuanto tocaban el suelo. El campesino llevaba los caballos a buen paso, manejando el látigo con destreza; tenía una larga barba rubia y, aun sin ser propiamente un anciano, sí rondaría los cincuenta años; vestía un modesto caftán gris de campesino. Se acercaban a un poblado, podían distinguir las isbas negras, más que negras, la mitad de las isbas había ardido, tan solo los pilares calcinados seguían en pie. Y a la salida del poblado, formando una larga hilera al borde del camino, había muchas mujeres, todas flacas, consumidas, con las caras parduzcas. Sobre todo aquella del extremo, alta, en los huesos, que aparentaba cuarenta años pero a lo mejor no pasaba de veinte, de cara alargada y fina, con un niño en brazos, llorando; seguro que tenía los pechos resecos, sin una sola gota de leche. Y la criatura lloraba y lloraba, extendiendo los bracitos desnudos, con los puños amoratados por el frío.

—¿Por qué lloran? ¿Por qué lloran? —pregunta Mitia, al pasar por delante de ellos, como una exhalación.

—Es el chiquillo —le contesta el cochero—, está llorando ese chiquillo. —Y a Mitia le sorprende que haya dicho, al modo popular, «chiquillo», en vez de «niño». Y le gusta que el campesino haya dicho «chiquillo»: es como si hubiera más compasión.

—Pero ¿por qué llora? —porfía, como un idiota, Mitia—. ¿Por qué tiene los bracitos desnudos? ¿Por qué no lo abrigan?

—El chiquillo está muerto de frío, tiene la ropita helada y ya no le calienta.

—Pero ¿por qué es así? ¿Por qué? —El simple de Mitia no da su brazo a torcer.

—Son pobres, sus isbas han ardido, no tienen un mendrugo de pan, están pidiendo por su aldea incendiada.

—No, no —parece que Mitia sigue sin enterarse de nada—, dime: ¿qué hacen ahí esas madres, víctimas de un incendio? ¿Por qué es pobre esa gente? ¿Por qué es pobre el chiquillo? ¿Por qué está desnuda la estepa? ¿Por qué no se abrazan ni se besan? ¿Por qué no cantan canciones alegres? ¿Por qué se han vuelto tan negros con su negra miseria? ¿Por qué no dan de comer al chiquillo?

Y siente en su interior que está haciendo preguntas absurdas, sin el menor sentido, pero experimenta un deseo irrefrenable de hacer esa clase de preguntas, y sabe que es eso, precisamente, lo que hay que preguntar. Y siente, además, que en su corazón crece una ternura como nunca la había conocido, tanto que arde en deseos de llorar, de hacer algo por todos ellos, para que el chiquillo no llore más, para que no llore la madre del chiquillo, negra y reseca, para que desde este momento ya nadie vuelva a derramar lágrimas, y desea hacerlo enseguida, sin perder un instante, sin pararse en barras, con todo el ímpetu karamazoviano.

—Y yo también estoy contigo, ahora no pienso dejarte, iré toda la vida a tu lado —suenan muy cerca de él las palabras de Grúshenka, tiernas, llenas de sentimiento. Y he aquí que todo su corazón se inflama y se dirige hacia una luz, y ya solo desea vivir y vivir, seguir y seguir por el camino, hacia esa nueva luz que lo está llamando, pero ¡que sea cuanto antes, lo más pronto posible, ahora mismo, ya!

—¿Cómo? ¿Adónde? —exclamó, abriendo los ojos e incorporándose en el arcón, como si hubiera vuelto en sí después de un desmayo, con una sonrisa radiante. A su lado estaba Nikolái Parfiónovich, invitándolo a escuchar y firmar el atestado. Mitia supuso que habría dormido al menos una hora, pero no prestó atención a Nikolái Parfiónovich. De pronto se quedó sorprendido al ver una almohada debajo de su cabeza, a pesar de que no estaba allí cuando se tendió, agotado, encima del arcón—. ¿Quién me ha puesto esta almohada debajo de la cabeza? ¿Quién ha sido tan buena persona? —exclamó con una especie de entusiasta gratitud y con la voz algo llorosa, como si se hubiera visto favorecido por solo Dios sabe qué clase de gesto magnánimo. Nunca llegó a saberse quién había sido aquella buena persona: algún subordinado o, tal vez, el escribiente de Nikolái Parfiónovich habría dispuesto, por compasión, que le pusieran una almohada, pero el alma de Misha se estremeció hasta las lágrimas. Se acercó a la mesa y anunció que firmaría lo que fuese—. He tenido un buen sueño, señores —dijo de un modo extraño, con una nueva expresión en el rostro, como radiante de alegría.

IX. Se llevan a Mitia

Una vez firmado el atestado, Nikolái Parfiónovich se dirigió solemnemente al acusado y le leyó un «auto», en el que se establecía que el día tal del año cual, en la localidad de tal, el juez de instrucción del distrito judicial de tal, habiendo interrogado a fulano (o sea, a Mitia) en calidad de acusado de esto y de aquello (todas las acusaciones habían sido minuciosamente consignadas), y tomando en consideración que el acusado, sin admitir su culpabilidad en los delitos que se le imputaban, no había presentado ninguna prueba en su descargo, mientras que los testigos (tales) y las circunstancias (tales) determinaban plenamente su culpabilidad, de conformidad con los artículos tales y cuales del Código Penal, etcétera, disponía: con el fin de privar a fulano (a Mitia) de la posibilidad de sustraerse a la instrucción y al juicio, se le recluirá en la prisión de tal, dándose noticia de ello al acusado, y entregándose una copia del presente auto al ayudante del fiscal, y etcétera, etcétera. En una palabra, le comunicaron a Mitia que desde ese mismo instante quedaba detenido y que sería conducido de inmediato a la ciudad, donde lo encerrarían en un lugar sumamente desagradable. Mitia, tras escuchar atentamente, se limitó a encogerse de hombros.

—Qué se le va a hacer, señores, no les culpo a ustedes, estoy preparado… Entiendo que no les queda otra opción.

Nikolái Parfiónovich le explicó suavemente que sería conducido de inmediato por el stanovói Mavriki Mavríkievich, que precisamente se encontraba allí en esos momentos…

—Un segundo —le interrumpió de pronto Mitia y, con una especie de sentimiento irreprimible, dirigiéndose a todos los presentes en la estancia, dijo—: Señores, todos somos crueles, todos somos unos monstruos, todos hacemos llorar a la gente, a las madres y a los niños de pecho, pero de todos, que quede establecido para siempre, ¡de todos yo soy el reptil más abominable! ¡Así sea! Todos los días de mi vida, dándome golpes de pecho, he prometido corregirme y todos los días he cometido las mismas vilezas. Ahora comprendo que quienes son como yo necesitan un golpe, un golpe del destino, que los atrape como un lazo y los retuerza con su fuerza externa. ¡Yo solo jamás me habría levantado, jamás! Pero ha retumbado el trueno. Acepto el tormento de la acusación y de mi pública afrenta, ¡quiero sufrir y purificarme con el sufrimiento! Porque es posible que me purifique, ¿verdad, señores? Pero escuchen, no obstante, por última vez: ¡soy inocente de la sangre de mi padre! Acepto el castigo no por haberlo matado, sino por haberlo querido matar y porque, tal vez, realmente lo habría matado… Pero, de todos modos, tengo intención de pelear con ustedes, ya se lo advierto. Pelearé hasta final, y entonces ¡que Dios decida! Adiós, señores, no me guarden rencor por haberles gritado durante el interrogatorio, oh, era yo entonces tan estúpido aún… Dentro de un momento seré un detenido, pero ahora, por última vez, Dmitri Karamázov, como un hombre todavía libre, les ofrece su mano. ¡Al despedirme de ustedes, me despido de la gente!…

La voz le temblaba, y realmente se disponía a ofrecerles la mano, pero Nikolái Parfiónovich, que era el que estaba más próximo a él, con un gesto casi convulsivo, retiró de repente la suya. Mitia se dio cuenta inmediatamente y se estremeció. Enseguida dejó caer la mano que había empezado a tender.

—La instrucción aún no está cerrada —farfulló Nikolái Parfiónovich, un tanto desconcertado—; habrá que proseguir en la ciudad, y yo, naturalmente, estoy dispuesto por mi parte a desearle el mayor de los éxitos… en la defensa de su inocencia… A decir verdad, Dmitri Fiódorovich, siempre me he sentido inclinado a considerarle, por así decir, más un hombre desgraciado que culpable… Todos los aquí presentes, si se me permite el atrevimiento de hablar en nombre de todos, estamos dispuestos a reconocerle como un joven de nobles fundamentos, aunque, ¡ay!, se haya dejado arrastrar por ciertas pasiones hasta unos niveles un tanto excesivos…

La pequeña figura de Nikolái Parfiónovich era expresión, hacia el final de su discurso, de la más acabada majestuosidad. A Mitia se le ocurrió de pronto que en cualquier momento ese «muchacho» iba a tomarlo del brazo, llevárselo al rincón más alejado y reanudar allí su conversación, aún reciente, sobre «chicas». Pero cuántas veces habrá sucedido que toda suerte de ideas extrañas, ajenas a las circunstancias, se le pasen por la cabeza incluso al criminal al que conducen al patíbulo.

—Señores, son ustedes buenos, son humanos… ¿Podría verla, despedirme de ella por última vez? —preguntó Mitia.

—Sin duda, pero a la vista… en una palabra, ahora ya no es posible si no es en presencia de…

—¡Por favor, puede estar usted presente!

Trajeron a Grúshenka, pero la despedida fue breve, lacónica, y no dejó satisfecho a Nikolái Parfiónovich. Grúshenka hizo una profunda inclinación ante Mitia.

—Te he dicho que soy tuya, y seré tuya, iré siempre a tu lado, da igual adónde te manden. ¡Adiós, hombre inocente que se ha buscado su propia ruina!

Los labios le temblaban, brotaron lágrimas de sus ojos.

—¡Perdóname, Grusha, por mi amor, por haberte arruinado la vida a ti también con mi amor!

Mitia quiso decir algo más, pero de pronto se quedó callado y salió. Al instante lo rodearon unos hombres que no le quitaban la vista de encima. Abajo, junto al porche al que con tanto estrépito había llegado corriendo la víspera en la troika de Andréi, aguardaban ya dos telegas. Mavriki Mavríkievich, hombre recio y achaparrado, de cara flácida, estaba irritado por algún contratiempo surgido inopinadamente y gritaba con enojo. En un tono demasiado severo invitó a Mitia a subir al carro. «Antes, cuando le di de beber en la taberna, este hombre tenía una cara muy distinta», pensó Mitia al subir. También Trifon Borísovich bajó del porche. La gente se agolpaba junto al portal: campesinos, aldeanas, cocheros, todos se fijaban en Mitia.

—¡Adiós, gente de Dios! —les gritó de pronto Mitia desde la telega.

—Y tú perdónanos —se oyeron dos o tres voces.

—¡Adiós a ti también, Trifon Borísych!

Pero Trifon Borísych ni se volvió, puede que estuviera muy ocupado. También él daba gritos y no paraba de moverse. Resulta que en la segunda telega, en la que dos sotskie iban a acompañar a Mavriki Mavríkievich, aún no estaba todo listo. El mozo al que habían asignado esa segunda troika se estaba poniendo el caftán y discutía acaloradamente, diciendo que no le tocaba conducir a él, sino a Akim. Pero Akim no estaba, habían ido en su busca; el mozo no daba su brazo a torcer e insistía en que esperaran.

—Hay que ver qué gente, Mavriki Mavríkievich, ¡no tienen vergüenza! —exclamó Trifon Borísych—. Hace un par de días Akim te dio un chetvertak[10], tú te lo has bebido, y ahora gritas. Lo que me maravilla es su bondad con esta gente tan rastrera, Mavriki Mavríkievich, ¡no le digo más!

—Y ¿para qué necesitamos otra troika? —terció Mitia—. Podemos ir en una, Mavriki Mavríkievich; no voy a darte problemas ni pienso fugarme, ¿qué falta hace la escolta?

—Tenga la bondad, caballero, de aprender a dirigirse a mí, si es que no se lo han enseñado: no nos une nada, así que déjese de tutearme, y la próxima vez ahórrese los consejos… —le cortó de pronto, sin contemplaciones, Mavriki Mavríkievich, encantado de poder depacharse a gusto.

Mitia se calló. Se puso todo colorado. Un momento después, empezó a tener mucho frío. Había dejado de llover, pero el cielo turbio estaba cubierto de nubes, un viento penetrante le azotaba la cara. «¿Me habré resfriado?», pensó Mitia, con un escalofrío en la espalda. Por fin se subió a la telega Mavriki Mavríkievich, se dejó caer de golpe en el asiento, se arrellanó y, haciendo como si no se diera cuenta, obligó a encogerse a Mitia. La verdad es que estaba de muy mal humor, y no le gustaba nada la misión que le habían encomendado.

—¡Adiós, Trifon Borísych! —volvió a gritar Mitia, y se dio cuenta de que en esta ocasión no había gritado por bondad, sino con rencor, de mala gana. Pero Trifon Borísych, orgulloso, con las manos a la espalda, sin apartar la vista de Mitia, lo miró con severidad y enojo, y no le contestó.

—¡Adiós, Dmitri Fiódorovich, adiós! —resonó la voz de Kalgánov, surgido inesperadamente de no se sabe dónde. Se acercó corriendo a la telega y le tendió la mano. No llevaba gorra. Mitia aún tuvo tiempo de cogerle y estrecharle la mano.

—¡Adiós, buen hombre, no olvidaré tu generosidad! —exclamó con ardor. Pero la telega echó a andar, y las manos se separaron. Tintinearon las campanillas: se llevaban a Mitia.

Kalgánov entró corriendo en el zaguán, se sentó en un rincón, inclinó la cabeza, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar; estuvo así mucho tiempo, sentado y llorando; lloraba como si fuera todavía un niño pequeño, no un joven de veinte años. ¡Oh, creía en la inocencia de Mitia casi sin vacilar! «¡Qué gente ésta! ¡Qué clase de gente puede ser, después de ver esto!», exclamaba atropelladamente, en su amargo abatimiento, casi desesperado. En esos momentos, ni siquiera quería vivir en este mundo. «¡No vale la pena, no vale la pena!», exclamaba el joven apesadumbrado.