LIBRO TERCERO
LOS LUJURIOSOS

I. En el pabellón del servicio

La casa de Fiódor Pávlovich Karamázov se encontraba lejos del centro de la ciudad, aunque tampoco en las afueras. Era bastante vetusta, pero tenía una fachada agradable: de una sola planta, con entrepiso, pintada de un color tirando a gris y con tejado de hierro rojo. Por lo demás, aún podía tenerse en pie mucho tiempo, era espaciosa y acogedora. Albergaba muchos trasteros, escondites y escalerillas insospechadas. Las ratas pululaban en su interior, pero a Fiódor Pávlovich no le irritaban: «Al menos, con ellas, no se hacen tan aburridas las noches, cuando se queda uno solo». Pues, en efecto, tenía la costumbre de despachar a los criados por la noche a su pabellón y se encerraba a solas con llave. Ese pabellón, situado en el patio, era amplio y sólido. Fiódor Pávlovich había hecho instalar en él una cocina, pese a que ya había una en la casa principal; no le gustaba el olor a condumio, así que hacía que le llevaran la comida a través del patio tanto en invierno como en verano. La casa había sido construida para una familia numerosa y habría podido alojar al quíntuple de señores y criados. Pero en el momento de nuestro relato en la casa solo vivían Fiódor Pávlovich e Iván Fiódorovich, y el pabellón del servicio lo ocupaban en total tres criados: el viejo Grigori, su mujer, la vieja Marfa, y el joven Smerdiakov. Hay que hablar algo más en detalle de estos tres miembros del servicio. Del viejo Grigori Vasílievich Kutúzov, por otra parte, ya hemos dicho bastante. Hombre firme y severo, se encaminaba hacia lo que se proponía con una rectitud obstinada, siempre y cuando ese objetivo, por un motivo u otro (a menudo asombrosamente ilógico), se alzara ante él como una verdad absoluta. En pocas palabras, era honrado e incorruptible. Su mujer, Marfa Ignátievna, aun habiéndose sometido toda la vida sin rechistar a la voluntad de su marido, le había insistido de un modo espantoso, inmediatamente después de la liberación de los campesinos, por ejemplo, para que dejasen a Fiódor Pávlovich y se embarcaran en un pequeño negocio en Moscú (disponían de algunos ahorros), pero Grigori decidió entonces, y de una vez por todas, que su mujer mentía, «porque ninguna mujer es sincera», y que no debía abandonar a su antiguo amo, fuera éste como fuera, «porque ahora era ése su deber».

—¿Tú entiendes lo que es el deber? —le preguntó a Marfa Ignátievna.

—Sí, Grigori Vasílievich. Lo que no entiendo es que nuestro deber sea quedarnos aquí —le respondió con firmeza Marfa Ignátievna.

—Bah, lo comprendas o no, así será. De ahora en adelante, silencio.

Y así fue: no se marcharon, y Fiódor Pávlovich les asignó un salario, pequeño, pero que les pagaba con regularidad. Grigori sabía, además, que tenía sobre su amo una influencia indiscutible. Lo sentía y era verdad. Bufón astuto y terco, Fiódor Pávlovich, de carácter muy firme «para ciertas cosas de la vida», como él mismo decía, tenía, para gran asombro suyo, un carácter más bien debilucho para tantas otras «cosas de la vida». Sabía muy bien cuáles eran y le daban mucho miedo. Para ciertas cosas de la vida hay que tener los oídos bien abiertos y eso resultaba muy duro sin un hombre de confianza al lado, y Grigori era un hombre fidelísimo. En muchas ocasiones a lo largo de su carrera, Fiódor Pávlovich había podido recibir algún que otro golpe, y además doloroso, y siempre había acudido en su ayuda Grigori, aunque luego, cada vez, recibía un sermón de su amo. Pero no eran solo los golpes lo que asustaba a Fiódor Pávlovich: había casos más graves, incluso muy delicados y complicados, en los que ni siquiera él, quizá, habría sido capaz de definir esa extraordinaria necesidad que sentía de una persona fiel y cercana, la cual experimentaba a veces, de repente, en un instante y de manera incomprensible, dentro de sí. Eran casos casi enfermizos: depravadísimo y a menudo cruel en su lujuria, como un insecto maligno, Fiódor Pávlovich sentía repentinamente, en alguna ocasión, en esos minutos de embriaguez, un miedo espiritual y una sacudida moral que repercutían casi físicamente, por así decirlo, en su alma. «Es como si en esos momentos el alma me palpitase en la garganta», decía a veces. Era justo en esos instantes cuando le gustaba tener a su lado, próximo a él, quizá no en la misma habitación, pero sí en el pabellón, a un hombre leal, firme, completamente distinto a él, no corrompido, y que, aun siendo testigo de su vida en continuo libertinaje y estando al corriente de todos sus secretos, por su fidelidad, le permitiera cualquier cosa, no se opusiera y, lo más importante, no le reprochara nada ni lo amenazara con nada, ya fuera en este mundo o en el futuro, y que, en caso de necesidad, también lo defendiera… ¿de quién? De alguien desconocido, pero terrible y peligroso. Lo esencial era precisamente que debía tener sin falta a otro hombre, un viejo amigo a quien poder llamar en un mal momento, solo para mirarlo a la cara, quizá para intercambiar alguna palabrita, aunque fuera de escasa importancia, y si Grigori se quedaba igual, si no se enfadaba, sentía al instante un alivio en el corazón, pero, si se enojaba, en cambio, se ponía aún más triste. Algunas veces (aunque, por lo demás, muy pocas) Fiódor Pávlovich se presentaba, incluso en plena noche, en el pabellón y despertaba a Grigori, para que éste fuera un rato a hacerle compañía. Grigori iba, y Fiódor Pávlovich empezaba a hablarle de las tonterías más banales y enseguida le dejaba irse, a veces incluso con una pequeña burla o bromita; y luego, tras mandar todo a paseo, se acostaba y entonces dormía el sueño de los justos. Algo parecido le había pasado a Fiódor Pávlovich cuando llegó Aliosha. Aliosha le «atravesó el corazón» porque «vivía allí, lo veía todo y no reprobaba nada». Más aún, había traído consigo algo insólito: una falta total de desprecio por él, viejo como era; le mostraba, al contrario, una ternura constante y un cariño completamente sincero y natural, así como poco merecido. Todo eso había sido para el viejo depravado y célibe una grandísima sorpresa, totalmente inesperada para él, que hasta ese momento solo había amado «la inmundicia». Cuando se marchó Aliosha, se confesó a sí mismo que había entendido ciertas cosas que hasta entonces no había querido entender.

Ya he mencionado al principio de mi relato cómo detestaba Grigori a Adelaída Ivánovna, la primera esposa de Fiódor Pávlovich y madre de su primer hijo, Dmitri Fiódorovich, y cómo, por el contrario, defendía a su segunda mujer, la histérica Sofia Ivánovna, contra su propio señor y contra todo aquel a quien se le ocurriera decir una palabra mala o frívola sobre ella. La simpatía por esta desgraciada se había convertido para él en algo tan sagrado que ni siquiera veinte años más tarde hubiese soportado de nadie la más mínima alusión acerca de ella y el ofensor se habría encontrado en el acto con su réplica. Por su aspecto, Grigori era un hombre frío y serio, poco hablador, que pronunciaba palabras solemnes, mesuradas. A primera vista también era imposible dilucidar si quería o no a su dócil y obediente mujer; pero sí, en realidad la amaba, y ella, desde luego, lo comprendía. Esta Marfa Ignátievna era una mujer que no solo no era estúpida sino que quizá incluso fuese más inteligente que su marido, por lo menos más sensata en las cuestiones de la vida, y, sin embargo, se había subordinado con resignación y en silencio desde el principio mismo de su unión conyugal y sin duda lo respetaba por su superioridad espiritual. Es digno de señalar que, entre los dos, a lo largo de su vida en común, habían hablado poquísimo y solo de las cosas más corrientes e imprescindibles. El circunspecto y majestuoso Grigori reflexionaba sobre sus asuntos y preocupaciones siempre a solas, así que Marfa Ignátievna había entendido hacía mucho tiempo, y de una vez para siempre, que él no necesitaba en absoluto sus consejos. Sentía que su marido valoraba su silencio y que lo consideraba una prueba de inteligencia. Golpearla no la había golpeado nunca, a excepción de una sola vez, aunque muy levemente. En cierta ocasión, en el pueblo, durante el primer año de matrimonio de Adelaída Ivánovna y Fiódor Pávlovich, las jóvenes y mujeres del pueblo, entonces aún siervas, se reunieron en el patio de la casa señorial para cantar y bailar. Empezaron a entonar En los prados cuando, de pronto, Marfa Ignátievna, a la sazón una mujer aún joven, saltó delante del coro y bailó la «danza rusa» de una manera especial, no a la manera del campo, como las otras mujeres, sino como la bailaba cuando servía en casa de los ricos Miúsov, en su teatrito privado, donde un maestro de baile, venido expresamente de Moscú, enseñaba danza a los actores. Grigori estuvo viendo a su mujer bailar y, ya en su isba, una hora después, le dio una lección, tirándole un poco del pelo. Pero los golpes se terminaron ahí para siempre, y no volvieron a repetirse en toda su vida; además, Marfa Ignátievna, desde ese día, hizo el voto de no bailar.

Dios no les había dado hijos; tuvieron una criatura, sí, pero murió. Era obvio que a Grigori le gustaban los niños, ni siquiera lo ocultaba, es decir, no se avergonzaba de manifestarlo. A Dmitri Fiódorovich lo tomó a su cargo al huir Adelaída Ivánovna, cuando era un niño de tres años, y lo cuidó casi un año; él mismo lo peinaba y lo lavaba en la tina. Luego se ocupó también de Iván Fiódorovich y de Aliosha, lo que le valió una bofetada, pero todo esto ya lo he contado. Su propio hijo solo le dio la alegría de la esperanza, cuando Marfa Ignátievna aún estaba encinta. Cuando nació, sin embargo, le atravesó el corazón de pena y horror. El hecho es que el niño había venido al mundo con seis dedos. Al verlo, Grigori se quedó tan abatido que no solo estuvo callado hasta el día del bautizo sino que se iba a propósito al huerto para no hablar. Era primavera y, durante tres días seguidos, no hizo sino cavar bancales en el huerto. Al tercer día había que bautizar al niño; para entonces, Grigori ya había tenido tiempo de pensar algo. Al entrar en la isba donde se había reunido el clero con los invitados y, finalmente, con el propio Fiódor Pávlovich, que se había presentado en calidad de padrino, declaró de repente que al niño «no había que bautizarlo bajo ningún concepto»; lo dijo en voz baja, sin excederse en palabras, articulándolas con desgana, limitándose a posar su mirada fija e inexpresiva sobre el sacerdote.

—¿Por qué? —le preguntó el sacerdote con un asombro jovial.

—Porque… es un dragón… —musitó Grigori.

—¿Cómo que un dragón? ¿Qué dragón?

Grigori guardó silencio unos momentos.

—Se ha producido una confusión de la naturaleza… —farfulló y, si bien habló de manera muy poco clara, lo hizo con firmeza, sin ganas, a todas luces, de dar más explicaciones.

Se echaron a reír y, como es natural, bautizaron al pobre niño. Grigori rezó con fervor junto a la pila bautismal, pero no cambió de opinión sobre el recién nacido. Por lo demás, no se opuso a nada, pero en las dos semanas que vivió la enfermiza criatura apenas lo miró, incluso hacía como si no estuviera y pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la isba. Pero, cuando al cabo de dos semanas el niño murió de difteria, el propio Grigori lo depositó en el ataúd, lo miró con una profunda tristeza y, en el momento en que cubrían de tierra su pequeña y poco honda tumba, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo. Desde entonces, durante muchos años no mencionó a su hijo ni una vez, y tampoco Marfa Ignátievna, en su presencia, se acordaba de él y cuando alguna vez hablaba con alguien de su «hijito» lo hacía en un susurro, aun si no estaba presente Grigori Vasílievich. Marfa Ignátievna notó que, desde aquella pequeña tumba, su marido había empezado a ocuparse esencialmente de «cosas divinas», leía las Cheti-Minéi, a menudo en silencio y a solas, calándose cada vez sus grandes gafas redondas de montura plateada. Leía pocas veces en voz alta, si acaso en Cuaresma. Le gustaba el Libro de Job, había sacado de no se sabe dónde una colección de discursos y de sermones de «nuestro santo padre Isaac de Siria»[1], y lo leyó obstinadamente muchos años, casi sin entender nada, pero quizá fuera por ese motivo por lo que quería y apreciaba ese libro más que ningún otro. En los últimos tiempos había empezado a escuchar y a estudiar a los flagelantes, tras haber conocido a algunos en la vecindad, y se quedó visiblemente impresionado, si bien no le pareció justo abandonar su fe por otra. Sus lecturas de «cosas divinas» habían conferido a su fisonomía, como es natural, un aspecto aún más solemne.

Quizá tuviera propensión al misticismo. Pero, como hecho a propósito, la llegada al mundo y la muerte de su hijo de seis dedos coincidieron con otro incidente muy extraño, inesperado y singular, que dejó en su alma, según la expresión que utilizaría más adelante, una «huella». Sucedió que el mismo día en que enterraron a la criatura de seis dedos, Marfa Ignátievna, tras despertarse en plena noche, oyó como los llantos de un recién nacido. Se asustó y despertó a su marido. Éste aguzó el oído y se dio cuenta de que más bien era alguien que gemía, «parecía una mujer». Se levantó y se vistió; era una noche de mayo, bastante cálida. Al salir a la entrada, oyó con claridad que los gemidos provenían del huerto. Pero el huerto, por la noche, estaba cerrado con llave desde el patio y no había modo alguno de entrar por otro lugar, pues estaba cercado por una valla alta y recia. De vuelta a casa, Grigori encendió un farol, tomó la llave del huerto y, sin prestar atención al miedo histérico de su mujer, quien continuaba asegurando que oía el llanto de un niño y que seguramente era su hijo, que lloraba y la llamaba, se fue en silencio al huerto. Allí comprendió claramente que los gemidos provenían de la pequeña bania[2] que tenían en el huerto, no lejos de la cancela, y que quien gemía era en realidad una mujer. Al abrir la bania, descubrió un espectáculo ante el cual se quedó estupefacto: una pobre inocente de la ciudad, una yuródivaia, que vagabundeaba por las calles y que todo el mundo conocía con el sobrenombre de Lizaveta la Maloliente[3], se había refugiado en la bania y acababa de alumbrar a un niño. La criatura yacía a su lado, y ella agonizaba. La mujer no decía una palabra, por la sencilla razón de que no sabía hablar. Pero todo esto habría que explicarlo aparte…

II. Lizaveta la maloliente

Había en esto una circunstancia especial que impresionó profundamente a Grigori y que vino a confirmar definitivamente una sospecha desagradable y repugnante que había tenido. Esta Lizaveta la Maloliente era una muchacha de muy baja estatura, que medía «dos arshiny[4] y pico», como decían enternecidas muchas viejecitas devotas de nuestra ciudad al recordarla después de muerta. Su rostro de veinte años, sano, ancho y sonrosado, era totalmente el de una idiota; sus ojos al mirar se quedaban clavados de una manera desagradable, aunque tranquila. Siempre, tanto en invierno como en verano, iba con los pies desnudos, vestida únicamente con una camisa de cáñamo. Sus cabellos casi negros, muy tupidos, rizados igual que la lana de una oveja, cubrían su cabeza como un enorme gorro de piel. Además, siempre estaban manchados de tierra, de barro, cubiertos de hojitas, briznas y virutas, porque siempre dormía en el suelo y entre suciedad. Su padre, Iliá, era un menestral enfermizo y arruinado que bebía mucho; no tenía hogar y desde hacía muchos años se ganaba la vida trabajando en casa de unos amos acomodados, menestrales también de nuestra ciudad. La madre de Lizaveta había muerto hacía mucho tiempo. Siempre enfermo y rabioso, Iliá golpeaba a Lizaveta de una manera inhumana, cuando ésta iba a casa. Pero aparecía por allí en muy contadas ocasiones, porque se ganaba el pan en todas partes como una yuródivaia, una santa criatura de Dios. Los amos de Iliá, el propio Iliá e incluso muchos ciudadanos compasivos, sobre todo comerciantes y sus mujeres, habían intentado más de una vez vestir a Lizaveta de una manera más decente que con la sola camisa y, para el invierno, siempre le ponían una larga zamarra de piel de oveja y la calzaban con un par de botas altas; ella solía dejar que la vistieran, sin poner objeciones, pero luego se iba y, en cualquier sitio, en especial en el atrio de la catedral, se despojaba de todo lo que le habían ofrecido —un pañuelo, una falda, la zamarra, las botas—, lo dejaba todo allí y se iba descalza, sin más ropa que la camisa, como antes. Una vez el nuevo gobernador de nuestra provincia, en una visita de inspección a nuestra pequeña ciudad, se sintió muy agraviado en sus mejores sentimientos al ver a Lizaveta y, aun entendiendo que se trataba de una yuródivaia, tal y como le habían informado, señaló que una joven que vagaba por las calles sin más ropa que una camisa era un atentado contra la decencia y ordenó que en lo sucesivo no se volviera a repetir. Pero el gobernador se fue y a Lizaveta la dejaron tal como estaba. Su padre acabó muriendo y ella, como huérfana, fue aún más querida por todas las almas piadosas de la ciudad. En efecto, parecía incluso que todos la querían; los niños no se burlaban de ella ni la ofendían, y eso a pesar de que nuestros niños, sobre todo en la escuela, son unos gamberros. Entraba en casas de desconocidos y nadie la echaba; al contrario, todos le daban muestras de cariño y una monedita de medio kopek. Le daban la monedita, ella la tomaba y enseguida iba a echarla en un vaso de limosna, bien para la iglesia, bien para la cárcel. Si en el mercado le daban una rosca de pan o un bollo, se lo regalaba siempre al primer niño con el que se encontraba, o bien paraba a una de las señoras más ricas de nuestra ciudad, también para dárselo, y las señoras lo aceptaban incluso con alegría. En cuanto a ella, no se alimentaba más que con pan negro y agua. A veces entraba en una tienda opulenta, se sentaba; allí había mercancías de valor, también dinero, pero los dueños de la tienda nunca la vigilaban, sabían que, aunque se olvidaran miles de rublos delante de ella, no cogería ni un kopek. En la iglesia entraba en muy contadas ocasiones, dormía sobre todo en los atrios de los templos o bien, tras saltar una valla de zarzo (seguimos teniendo en la ciudad muchas vallas de zarzo en lugar de madera), en el huerto de alguien. Por su casa, es decir, por la casa de aquellos amos donde había vivido su difunto padre, aparecía aproximadamente una vez por semana y, en invierno, iba también todos los días, pero solo para pasar la noche, y pernoctaba bien en el zaguán, bien en el establo. Se sorprendían de que pudiera soportar semejante vida, pero ella ya estaba acostumbrada; aunque era de pequeña estatura, tenía una complexión extraordinariamente robusta. Algunos de nuestros señores afirmaban que, todo eso, lo hacía solo por orgullo, pero de alguna manera esa opinión no se sustentaba: no sabía pronunciar ni una sola palabra, solo de vez en cuando conseguía mover la lengua y proferir un mugido. ¡Cómo se podía hablar de orgullo! Una vez (hace ya bastante tiempo), en una clara y templada noche septembrina de plenilunio, a una hora muy tardía para nuestras costumbres locales, una embriagada cuadrilla de señores de nuestra ciudad, unos cinco o seis hombres gallardos que habían estado de juerga, volvían del club a sus casas, atajando por patios traseros. Los dos lados del callejón estaban bordeados de vallas de zarzo tras las cuales se extendían los huertos de las casas adyacentes; el callejón daba a una pasarela que atravesaba ese largo y maloliente charco que entre nosotros se califica a veces de riachuelo. Junto a la valla, entre ortigas y bardanas, nuestra pandilla descubrió a la durmiente Lizaveta. Los señores, que estaban de lo más alegres, se detuvieron delante de ella riendo a carcajadas y se pusieron a bromear diciendo todas las obscenidades posibles. A un joven petimetre se le ocurrió hacer una pregunta completamente excéntrica sobre un tema imposible: «¿Podría alguien, quienquiera que fuese, tomar a semejante bestia por una mujer, en este mismo momento, etcétera?». Todos, con orgullosa repugnancia, determinaron que era imposible. Pero en ese grupo se encontraba Fiódor Pávlovich, quien de pronto dio un brinco y declaró que sí, que se la podía considerar una mujer, y hasta sobradamente, y que eso incluso le añadía una especie de picante particular, etcétera, etcétera. Cierto, en esa época, entre nosotros, Fiódor Pávlovich trataba de representar de un modo demasiado ostentoso el papel de bufón, le gustaba exhibirse y hacer reír a los señores, en un aparente plano de igualdad, por supuesto, pero, en realidad, se portaba ante ellos como un patán. Eso ocurrió en el momento preciso en que acababa de llegarle de San Petersburgo la noticia de la muerte de su primera esposa, Adelaída Ivánovna, y, cuando, con un crespón en el sombrero, bebía y se comportaba de una manera tan indecorosa, las otras personas de la ciudad, incluso las más depravadas, se incomodaban al verlo. La pandilla, por supuesto, estalló en carcajadas ante aquella opinión inesperada; uno de ellos incluso empezó a provocar a Fiódor Pávlovich, pero los demás mostraron mayor repugnancia que antes, si bien todo ello todavía con una jovialidad desmedida, y, finalmente, cada uno retomó su camino. Más tarde, Fiódor Pávlovich juró y perjuró que aquella noche se había ido con los demás; quizá fuera así realmente, nadie lo puede saber a ciencia cierta ni lo sabrá nunca, pero cinco o seis meses después todos en la ciudad empezaron a hablar con sincera y extraordinaria indignación de que Lizaveta estaba encinta, preguntaban, hacían indagaciones: ¿de quién era el pecado? ¿Quién era el ofensor? Y fue entonces cuando repentinamente se extendió por toda la ciudad el estrambótico rumor de que el ofensor había sido el propio Fiódor Pávlovich. ¿De dónde había salido ese rumor? De aquella pandilla de señores juerguistas para entonces ya solo quedaba en la ciudad uno de sus miembros, un hombre que, además de tener cierta edad, era un respetable consejero de Estado, con familia e hijas adultas, que de ningún modo habría difundido la noticia, ni aun cuando hubiese sucedido algo; en cuanto a los otros participantes, unos cinco hombres, ya se habían ido de la ciudad. Pero el rumor había apuntado directamente a Fiódor Pávlovich y seguía señalándolo. Desde luego, él nunca lo admitió: ni siquiera se dignó replicar a esos insignificantes mercaderes o menestrales. Entonces era un hombre orgulloso y se negaba a hablar si no era en compañía de funcionarios y nobles, a quienes tanto divertía. Fue en ese momento cuando Grigori, enérgicamente, con todas sus fuerzas, se alzó a favor de su señor y no solo lo defendía contra todas esas calumnias sino que discutía y reñía por él, haciendo cambiar a muchos de opinión. «Es ella, esa criatura ruin, la culpable», afirmaba con rotundidad; el ofensor no era otro que «Karp, el del tornillo» (así llamaban a un temible convicto, muy famoso en aquella época, que se acababa de escapar de la cárcel provincial y vivía oculto en nuestra ciudad). Esta conjetura parecía verosímil, pues se acordaban de Karp, recordaban precisamente que aquellas mismas noches, próximo el otoño, Karp había callejeado por la ciudad y desvalijado a tres personas. Pero todo este incidente y todas estas habladurías no solo no disiparon en absoluto la simpatía general por la pobre yuródivaia, sino que todos se pusieron a protegerla y a ampararla aún más. La señora Kondrátieva, viuda acomodada de un comerciante, incluso lo dispuso todo para llevar a Lizaveta a su casa ya a finales de abril y no dejarla salir hasta que diera a luz. La vigilaban sin descanso, pero al final, a pesar de toda la vigilancia, Lizaveta, ya por la noche, salió de pronto a escondidas de la casa de Kondrátieva y fue a parar al huerto de Fiódor Pávlovich. Cómo logró, en su estado, pasar por encima de la elevada y sólida valla del huerto sigue siendo una especie de enigma. Unos afirmaban que «alguien la había transportado» y otros que «algo la había transportado». Lo más probable es que todo ocurriera de una manera natural, si bien bastante complicada, y que Lizaveta, que sabía pasar por encima de las vallas de zarzo para entrar en los huertos ajenos a pasar la noche, se hubiese, de algún modo, encaramado también a la valla de madera de Fiódor Pávlovich y, desde lo alto, aun haciéndose daño, hubiese saltado al huerto, a pesar de su embarazo. Grigori se abalanzó sobre Marfa Ignátievna y la envió a que ayudara a Lizaveta, mientras él se iba corriendo en busca de una vieja partera, la mujer de un menestral que, por cierto, no vivía lejos. Salvaron al niño, pero Lizaveta murió al amanecer. Grigori tomó al recién nacido, lo llevó a su casa, hizo sentar a su mujer y se lo puso en el regazo, junto a su pecho: «Esta criatura de Dios, este huérfano, es pariente de todos, y aún más de nosotros. Nos lo envía nuestro pequeño difunto, ha nacido de un hijo del demonio y de una santa. Aliméntalo y no llores más». Así Marfa Ignátievna se hizo cargo del niño. Lo bautizaron y le pusieron de nombre Pável; en cuanto al patronímico, todos, incluidos ellos dos, sin que nadie así se lo indicara, empezaron a llamarlo Fiódorovich. Fiódor Pávlovich no puso objeción alguna y hasta encontró todo eso divertido, aunque siguió negando su implicación con todas sus fuerzas. En la ciudad gustó que acogiera al huérfano. Más adelante incluso pensó para él un apellido: lo llamó Smerdiakov por el apodo de su madre. Smerdiakov se convirtió en el segundo criado de Fiódor Pávlovich y vivía, al principio de nuestra historia, en el pabellón, con el viejo Grigori y la vieja Marfa. Hacía de cocinero. Haría mucha falta también que añadiera algo de él en particular, pero me da ya vergüenza distraer durante tanto tiempo la atención de mi lector hacia unos criados tan corrientes: por eso, retomo mi relato, con la esperanza de que se presente por sí sola la ocasión de hablar de Smerdiakov a lo largo de la novela.

III. La confesión de un corazón ardiente. En verso

Aliosha, tras haber oído la orden que su padre le había gritado desde el coche mientras se iba del monasterio, permaneció un rato inmóvil, en medio de una gran perplejidad. No es que estuviera allí clavado como un poste, esas cosas no le pasaban. Al contrario, pese a toda su turbación, se las arregló para dirigirse enseguida a la cocina del padre higúmeno y averiguar qué había hecho su progenitor arriba. Luego se encaminó a la ciudad, con la esperanza de que durante el recorrido lograría resolver de algún modo el problema que lo atormentaba. Me apresuraré a decir que los gritos de su padre y la orden de que se trasladara a casa «con las almohadas y el jergón» no le asustaban lo más mínimo. Entendía demasiado bien que esa orden, pronunciada en voz alta y con un grito tan ostentoso, había sido dada «en un arrebato», incluso en aras de la belleza, por así decir, de modo parecido a lo de aquel menestral de nuestra pequeña ciudad, que había bebido más de la cuenta en su fiesta de cumpleaños, en presencia de los invitados, se había enojado porque no le servían más vodka y de buenas a primeras se había puesto a romper su propia vajilla, a desgarrar su ropa y la de su mujer, a destrozar los muebles y, por último, los cristales de la casa, y todo eso, asimismo, en aras de la belleza. Una cosa de este género, desde luego, le acababa de ocurrir a su padre. Ni que decir tiene que al día siguiente aquel menestral, después de la juerga y tras pasársele la borrachera, había lamentado las tazas y los platos rotos. Aliosha sabía que también el viejo, sin duda, le dejaría volver al monasterio al día siguiente, o quizá incluso esa misma tarde. Estaba totalmente convencido, además, de que él era la última persona a la que su padre querría ofender. Aliosha estaba seguro de que nadie en el mundo quería ofenderlo nunca, y no solo es que no quisieran ofenderlo, sino que tampoco podían. Eso, para él, era un axioma, definitivamente aceptado, sin discusiones, y con éstas siguió adelante, sin la menor vacilación.

Pero en ese momento se agitaba en él otro miedo, de un género completamente distinto, y mucho más doloroso, porque ni el propio Aliosha podía definirlo; era precisamente el miedo a la mujer y, en concreto, a Katerina Ivánovna, que tan insistentemente le había suplicado, en la nota que le había entregado la señora Jojlakova, que fuera a verla sin especificar el motivo. Esta petición y la apremiante necesidad de cumplirla despertaron al instante cierta sensación de tormento en su corazón y, durante toda la mañana, a medida que pasaba el tiempo, esa sensación había ido creciendo y haciéndose más dolorosa, a pesar de todas las escenas e incidentes que habían ocurrido después en el monasterio, así como hacía un momento junto al padre higúmeno, etcétera, etcétera. Lo que temía no era ignorar de qué quería hablarle ella y qué le respondería él. Y no era a la mujer, en general, lo que temía en ella: tenía escasos conocimientos de las mujeres, desde luego, pero, aun así, llevaba toda la vida, desde su más tierna infancia hasta su ingreso en el monasterio, viviendo únicamente con ellas. Temía en concreto a esa mujer, precisamente a Katerina Ivánovna. La había temido desde la primera vez que la vio. Y solo la había visto una o dos veces, puede que tres, y hasta había intercambiado algunas palabras con ella en una ocasión. Recordaba su imagen como la de una joven bella, arrogante e imperiosa. Pero no era su belleza lo que le atormentaba sino algo diferente. Era justamente esa inexplicable naturaleza de su miedo lo que acrecentaba su temor. Los fines de la joven eran nobilísimos, él lo sabía; se afanaba en salvar a su hermano Dmitri, que ya era culpable ante ella, y si se afanaba era solo por generosidad. Pero, a pesar de la conciencia y justicia que él no podía dejar de atribuir a todos esos sentimientos magníficos y generosos, un frío le recorría la espalda a medida que se acercaba a su casa.

Se dio cuenta de que no hallaría a su hermano Iván Fiódorovich, tan cercano a ella, en casa de Katerina Ivánovna: su hermano debía de estar ahora con su padre. Estaba aún más seguro de que no encontraría a Dmitri allí, e intuía el porqué. Así que tendrían una charla en privado. Le habría gustado mucho ver, antes de esa conversación fatídica, a su hermano Dmitri, pasar un rato a su lado. Habría intercambiado algunas palabras con él, sin enseñarle la carta. Pero su hermano Dmitri vivía lejos y lo más probable es que tampoco estuviera en casa. Tras detenerse un instante, tomó una decisión definitiva. Se santiguó con gesto habitual y apresurado, acto seguido sonrió por algo y se dirigió con firmeza a ver a su terrible dama.

Conocía la casa. Pero si hubiera tenido que ir hasta la calle Mayor, luego atravesar la plaza, etcétera, habría tenido que ir bastante lejos. Nuestra pequeña ciudad es muy dispersa y las distancias suelen ser más bien grandes. Además, su padre lo estaba esperando, quizá aún no hubiese tenido tiempo de olvidar su orden, podía enfadarse, y por eso debía darse prisa para llegar a un sitio y a otro. Como resultado de todas estas consideraciones, decidió acortar el camino pasando por los patios traseros, pues se conocía todos los atajos de la ciudad como la palma de su mano. Eso equivalía a prescindir casi totalmente de los caminos, avanzar a lo largo de cercados desiertos, saltar incluso a veces vallas ajenas y atravesar patios ajenos, donde, por lo demás, todos lo conocían y saludaban. De esta manera podía alcanzar la calle Mayor en la mitad de tiempo. En cierto momento tuvo incluso que pasar muy cerca de la casa paterna, justo por delante del huerto colindante con el de su padre, que pertenecía a una casita decrépita y ruinosa de cuatro ventanas. La propietaria de esta casita era, como sabía Aliosha, una menestrala de la ciudad, una vieja a la que le faltaba una pierna y que vivía con su hija, una antigua camarera que se había habituado a la vida civilizada de la capital, donde había residido siempre en casas de generales, que desde hacía un año había vuelto a su casa, a causa de la enfermedad de la anciana, y a la que le gustaba lucir sus vestidos elegantes. La vieja y su hija habían caído, sin embargo, en una miseria terrible, tanto que cada día iban a la cocina de Fiódor Pávlovich, como vecinas suyas, para obtener un poco de sopa y pan. Marfa Ignátievna les servía de buen grado. Pero la hija, aunque iba a buscar sopa, no había vendido ni uno solo de sus vestidos y hasta tenía uno con una cola larguísima. De esta circunstancia se había enterado Aliosha de una forma del todo casual, desde luego, por su amigo Rakitin, que decididamente estaba al corriente de todo lo que ocurría en nuestra pequeña ciudad, y, nada más enterarse, se había olvidado de ella por completo. Pero, al llegar a la altura del huerto de la vecina, de repente se acordó de esa cola, alzó rápidamente la cabeza gacha y pensativa y… tuvo un encuentro totalmente inesperado.

En el huerto de las vecinas, encaramado a algo al otro lado de la valla, asomaba, visible hasta el pecho, su hermano Dmitri Fiódorovich; estaba gesticulando con todas sus fuerzas, llamándolo para que se acercara; por lo visto, no solo le daba miedo gritar, sino hasta decir una palabra en voz alta, no fuera a oírlo alguien. Aliosha corrió al instante hacia la valla.

—Menos mal que se te ha ocurrido levantar la vista, estaba a punto de gritarte —le susurró apresuradamente Dmitri Fiódorovich, todo contento—. ¡Súbete aquí! ¡Rápido! Ah, qué bien que hayas venido. Estaba pensando en ti…

También Aliosha estaba contento y solo se preguntaba cómo iba a escalar y pasar por encima de la valla. Pero Mitia, con su brazo hercúleo, lo agarró del codo y lo ayudó a saltar. Recogiéndose la sotana, saltó con la ligereza de un pilluelo descalzo.

—¡Muévete, vamos! —le soltó Mitia en un susurro arrebatado.

—¿Adónde? —preguntó Aliosha, también en un susurro, mirando a todos los lados y descubriendo que se encontraba en un huerto completamente vacío donde, aparte de ellos dos, no había nadie. El huerto era pequeño, pero la casita de los propietarios se alzaba a no menos de unos cincuenta pasos de distancia—. Pero si aquí no hay nadie, ¿por qué hablas en voz baja?

—¿Por qué? ¡Ah, que el diablo me lleve! —gritó de repente Dmitri Fiódorovich a voz en cuello—. Sí, ¿por qué hablo en voz baja? ¿Ves qué confusión de la naturaleza puede obrarse de repente? Estoy aquí escondido, guardando un secreto. La explicación, más adelante; pero, sabiendo que es un secreto, me he puesto a hablar también secretamente, susurrando como un tonto cuando no hay necesidad alguna. ¡Vamos, por allí! Por ahora, silencio. ¡Quiero darte un beso!

¡Gloria al Altísimo en el mundo,

gloria al Altísimo en mí…!

»Antes de que llegaras, estaba aquí, recitándome eso…

En el huerto, que mediría una desiatina[5] o poco más, solo había árboles plantados en el perímetro, a lo largo de las cuatro vallas: manzanos, arces, tilos y abedules. El centro del huerto estaba vacío y formaba una especie de prado en el que se segaban varios pudy[6] de heno en verano. La propietaria daba en arriendo este huerto al llegar la primavera por algunos rublos. Había bancales de frambuesa, uva espina y grosella, igualmente a lo largo del cercado; también bancales de verduras muy cerca de la casa, cultivados desde hacía poco tiempo. Dmitri Fiódorovich condujo a su invitado hacia el rincón más apartado del huerto. Allí, entre los tilos frondosos y los viejos arbustos de grosellero y saúco, entre mundillos y lilas, aparecieron de pronto las ruinas de un antiquísimo cenador verde, ennegrecido y ladeado, con las paredes de rejilla, pero con un techo bajo el cual aún era posible guarecerse de la lluvia. Ese cenador había sido construido Dios sabe cuándo, por lo menos hacía unos cincuenta años, según la leyenda, por orden de quien era a la sazón propietario de la casa, un tal Aleksandr Kárlovich von Schmidt, teniente coronel retirado. Pero todo estaba ya deslucido, el suelo podrido, todas las tarimas se tambaleaban, la madera olía a humedad. En el cenador había una mesa verde de madera sujeta al suelo y rodeada de bancos, también verdes, donde todavía era posible sentarse. Aliosha enseguida se había dado cuenta del estado de exaltación de su hermano, pero, al entrar en el cenador, vio sobre la mesa media botella de coñac y una copita.

—¡Es coñac! —dijo Mitia soltando una carcajada—. Ya veo lo que estás pensando: «¡Ya se ha dado otra vez a la bebida!». No creas en fantasmas.

No creas a la vana y embustera muchedumbre.

Olvida tus dudas…![7]

»No me emborracho, solo “paladeo”, como dice ese cerdo de Rakitin, amigo tuyo, que cuando llegue a ser consejero de Estado seguirá diciéndolo. Siéntate. Te cogería y te estrecharía entre mis brazos hasta aplastarte, Aliosha, porque en todo el mundo, créeme, de verdad, de-ver-dad (¿lo entiendes?), ¡solo te quiero a ti! —Pronunció estas últimas palabras casi en un estado de frenesí—. Solo a ti y a una “infame” de la que me he enamorado. Sí, estoy perdido. Pero enamorarse no significa amar. Uno puede enamorarse incluso odiando. ¡Recuérdalo! Te lo digo ahora, mientras aún hay placer en ello. Siéntate aquí, a la mesa, y yo me sentaré muy cerca, a tu lado, y te miraré mientras no dejo de hablar. Tú callarás, y yo te lo diré todo, porque ha llegado el momento de hablar. Pero ¿sabes?, he pensado que hay que hablar en voz baja, sí, porque aquí… aquí… quizá puedan oírnos los oídos más inesperados. Te lo explicaré todo, ya te lo he dicho: la continuación vendrá más tarde. ¿Por qué crees que rabiaba por saber de ti, por qué tenía tantas ganas de verte todos estos días y también ahora? (Ya hace cinco días que eché anclas aquí.) ¿Por qué todos estos días? Porque solo a ti voy a decírtelo todo, porque es necesario, porque tú eres necesario, porque mañana caeré de las nubes, porque mañana la vida terminará y comenzará. ¿Has sentido, has soñado alguna vez que caes de una montaña a un hoyo? Bien, así estoy yo cayendo ahora, y no es un sueño. Y no tengo miedo, tú tampoco lo tengas. Es decir, sí que tengo miedo, pero es un miedo dulce. Como una exaltación… Bueno, al diablo, lo que sea, qué más da. Espíritu fuerte, espíritu débil, espíritu de mujer, ¿qué más da? Alabemos la naturaleza: ¡mira cuánto sol, el cielo tan limpio, las hojas todas verdes, todavía es pleno verano, las cuatro de la tarde, el silencio! ¿Adónde ibas?

—A casa de nuestro padre, pero primero quería pasar a ver a Katerina Ivánovna.

—¡A casa de ella y a casa de nuestro padre! ¡Oh, qué coincidencia! Pero ¿por qué te llamaba yo, por qué quería verte, por qué lo ansiaba y deseaba con todos los meandros de mi alma e incluso con mis costillas? Para enviarte precisamente con padre, de mi parte, y luego con ella, Katerina Ivánovna, y así acabar con ella y con padre. Para enviar a un ángel. Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba mandar a un ángel. Y resulta que tú mismo vas a verlos, a ella y a padre.

—¿De verdad querías mandarme a mí? —le soltó Aliosha con una expresión de dolor en el rostro.

—Espera, tú lo sabías. Y veo que lo has comprendido todo al instante. Pero calla, por ahora calla. ¡No me compadezcas y no llores!

Dmitri Fiódorovich se levantó, se quedó pensativo y se puso un dedo en la frente:

—Te ha llamado ella misma, te ha escrito una carta o algo así, por eso ibas a verla; de lo contrario, ¿acaso irías?

—Aquí está la nota —Aliosha la sacó del bolsillo. Mitia la leyó rápidamente.

—¡Y tú has venido por patios traseros! ¡Oh, dioses! Os agradezco que lo enviaseis por atajos y que fuera a parar hasta mí, como el pez de oro que pesca el viejo y estúpido pescador en el cuento.[8] Escucha, Aliosha, escucha, hermano. Ahora voy a contártelo todo. Porque a alguien tengo que decírselo. Al ángel del cielo ya se lo he dicho, pero debo decírselo también a un ángel en la tierra. Tú eres un ángel en la tierra. Tú escucharás, juzgarás y perdonarás… Y eso es lo que yo necesito, que alguien superior me perdone. Escucha: si dos seres de repente rompen con todo lo terrenal y vuelan hacia lo extraordinario, o al menos alguno de ellos lo hace, y antes de eso, mientras emprende el vuelo o perece, se acerca a otro ser y le dice: hazme esto o aquello, algo que uno nunca pediría a nadie, salvo en el lecho de muerte… ¿Puede uno negarse a hacerlo… si es un amigo, un hermano?

—Yo lo haré, pero dime qué es y dímelo cuanto antes —dijo Aliosha.

—Cuanto antes… Hum… No tengas prisa, Aliosha: tienes prisa y te preocupas. No hay por qué apresurarse ahora. Ahora el mundo ha salido a una nueva calle. ¡Ay, Aliosha, es una pena que nunca hayas alcanzado el éxtasis! Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Como si no lo hubieras alcanzado! ¡Qué charlatán soy!

¡Que el hombre sea noble!

»¿De quién es ese verso?[9]

Aliosha decidió esperar. Comprendió que, posiblemente, todo lo que tenía que hacer en ese momento estaba allí. Mitia se quedó pensativo un instante, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada en la palma de una mano. Los dos estuvieron un rato callados.

—Liosha —dijo Mitia—, ¡tú eres el único que no se va a reír! Quisiera empezar… mi confesión… con el himno a la alegría de Schiller. An die Freude![10] Pero no sé alemán, solo sé que se llama An die Freude. No creas que hablo así porque estoy borracho. No lo estoy en absoluto. El coñac es coñac, pero yo necesito dos botellas para embriagarme.

Así, Sileno carirrojo,

sobre su asno tropezón,[11]

»pero yo no he bebido ni un cuarto de botella y tampoco soy Sileno. No soy Sileno, pero sí silente, porque como te he dicho he tomado una decisión para siempre. Perdóname el juego de palabras, tendrás que perdonarme muchas cosas hoy, no solo el juego de palabras. No te inquietes, no me extenderé mucho, te cuento una cosa y enseguida llegaré al meollo. No te haré perder el tiempo como un miserable judío. Espera, cómo es eso… —Alzó la cabeza, se quedó pensativo y de repente se lanzó a recitar con voz exaltada—:

Tímido, desnudo y salvaje

se ocultaba el troglodita

en la hendidura de la montaña,

vagaba el nómada por campos

y a su paso los asolaba.

El cazador, con lanzas y flechas,

batía amenazante los bosques…

¡Ay, del náufrago llevado por las olas

hasta aquellas playas inhóspitas!

Desde las alturas del Olimpo,

desciende la madre Ceres

en busca de Proserpina, raptada:

la tierra que pisa es salvaje.

Nada de cobijo, nada de ofrendas

que saluden a la divinidad,

y el culto ignora a los dioses,

ningún templo los adora.

Los frutos del campo, los dulces racimos,

no adornan ningún banquete,

solo humean los restos de las víctimas

sobre los altares ensangrentados.

Y dondequiera que abarque

Ceres con su triste mirada

encuentra a los hombres

en dolorosa humillación.[12]

De repente unos sollozos brotaron del pecho de Mitia. Cogió a Aliosha de la mano.

—Amigo, amigo, sí, en la humillación, en la profunda humillación todavía. ¡Es terrible lo mucho que ha de soportar el hombre en la tierra, es terrible la cantidad de sus desdichas! No creas que soy solo un fanfarrón, disfrazado de oficial, que se emborracha con coñac y se entrega al libertinaje. Yo, hermano, casi solo pienso en eso, en ese hombre humillado, si es que no miento. Dios me salve de mentir o de jactarme. Porque pienso en ese hombre, yo mismo soy ese hombre:

Para que el hombre salga de la abyección

por la fuerza de su alma

es preciso que forje un pacto eterno

con la antigua madre Tierra…[13]

»Solo que ahí está el problema: ¿cómo pactar esta alianza eterna con la tierra? Yo no beso la tierra, no le abro el seno; ¿tendría que hacerme campesino o pastor? Camino y no sé nada, no sé si he caído en el hedor y en la vergüenza o en la luz y en la alegría. Ésa es la desgracia. Y cuando me encontraba sumido en la más profunda, en la más honda vergüenza (y eso era lo único que me sucedía), siempre leía este poema sobre Ceres y el hombre. ¿Me servía para corregirme? ¡Nunca! Porque soy un Karamázov. Y cuando me precipito al abismo, me precipito derecho, con la cabeza abajo y los talones arriba, incluso me siento satisfecho de caer en una posición tan humillante y considero que para mí eso es la belleza. Y desde el fondo de esta vergüenza de pronto empiezo un himno. Sí, soy un maldito, soy miserable y vil, pero también puedo besar el borde de esa túnica con la que se envuelve mi Dios y, aunque al mismo tiempo siga al diablo, continúo siendo tu hijo, Señor, y te amo, y siento una felicidad sin la cual el mundo no puede mantenerse ni ser.

El alma de la creación divina

apaga su sed con eterna alegría,

la llama de la vida prende

con la secreta fuerza de la fermentación;

es ella la que hace crecer la hierba,

en soles torna el caos

y, libres de los astrónomos,

por los espacios los astros dispersa.

Del seno de la naturaleza

todo lo nacido alegría bebe.

Arrastra tras de sí seres y pueblos,

amigos nos brindó en el infortunio,

zumo de uvas, coronas de flores,

y la lujuria de los insectos…

Y el ángel ante Dios comparecerá.[14]

»Pero ¡basta de poesía! He vertido lágrimas, déjame llorar un poco más. Que sea una estupidez de la que todos se rían, pero tú no. A ti también te brillan los ojos. Basta de poesía. Quiero hablarte ahora de los “insectos”, de esos a los que Dios ha dotado de lujuria.

¡A los insectos, la lujuria!

»Yo, hermano, soy ese insecto, y esas palabras fueron pronunciadas especialmente para mí. Y todos nosotros, los Karamázov, somos así; ese insecto también vive dentro de ti, Aliosha, que eres un ángel, y engendra tormentas en tu sangre. ¡Tormentas, porque la lujuria es una tormenta, más que una tormenta! ¡La belleza es una cosa terrible y pavorosa! Terrible porque es indefinible, nadie la puede definir, porque Dios solo nos ha dado enigmas. Aquí las orillas convergen, aquí todas las contradicciones conviven. Soy muy poco instruido, hermano, pero he pensado mucho en estas cosas. ¡Son muchos los misterios aterradores! ¡Demasiados los enigmas que abruman al hombre en la tierra! Desentráñalos como puedas y sal intacto. ¡La belleza! No puedo soportar que un hombre de gran corazón y elevada inteligencia empiece con el ideal de la Madona y termine con el de Sodoma. Pero aún más espantoso es que, llevando en el alma el ideal de Sodoma, no reniegue del de la Madona, que siga ardiendo por él su corazón, y de verdad, como en los años inmaculados de su juventud. No, el ser humano es vasto, demasiado vasto, me gustaría reducirlo. ¡El diablo sabrá lo que significa! Lo que a la razón se le presenta como una vergüenza, para el corazón no es sino belleza. ¿En Sodoma hay belleza? Créeme, para la mayoría de la gente es precisamente en Sodoma donde reside la belleza: ¿no conocías ese secreto? Lo terrible es que la belleza no solo es espantosa, sino también un enigma. Es la lucha entre el diablo y Dios, con el corazón del hombre como campo de batalla. De todos modos, cada uno habla de lo que le duele. Escucha, ahora vamos al grano.

IV. La confesión de un corazón ardiente. En anécdotas

—Yo allí llevaba una vida disoluta. Nuestro padre decía hace poco que he gastado miles de rublos en seducir doncellas. Es una sucia invención, nunca ha sido así y, en cuanto a lo que en realidad hubo, para «eso», de hecho, no fue necesario dinero. Para mí, el dinero es el accesorio, la fiebre del alma, el decorado. Hoy soy el amante de una señora, mañana lo seré de una chica de la calle. Y a una y a otra las divierto, tiro el dinero a manos llenas: música, jolgorio, cíngaros. Si hace falta, se lo doy a ellas también, porque lo cogen, lo cogen con frenesí, hay que reconocerlo, y se quedan contentas y agradecidas. Las señoritas me amaban, no todas, pero pasaba, sí, pasaba; con todo, siempre me han gustado los callejones, los rincones perdidos y oscuros, más allá de la plaza: allí se encuentran aventuras, sorpresas inesperadas, pepitas de oro en el barro. Me expreso alegóricamente, hermano. En nuestra pequeña ciudad no existían estos callejones en el plano material, pero sí desde el punto de vista moral. Si tú fueras como yo, entenderías lo que eso significa. Me gustaba la depravación, me gustaba también por su misma abyección. Me gustaba la crueldad: ¿acaso no soy una chinche, un insecto maligno? En una palabra, ¡soy un Karamázov! Una vez se organizó en toda la ciudad una salida al campo, partieron siete troikas; en la oscuridad, en pleno invierno, en el trineo, me puse a estrechar la mano de una vecinita y la obligué a que me besara; era la hija de un funcionario, una chica pobre, gentil, tímida, sumisa. Me dejó hacer, me permitió muchas cosas en la oscuridad. Imaginaba, pobrecita, que al día siguiente me presentaría en su casa para pedir su mano (me apreciaban, sobre todo, como un buen partido); pero después de aquello no le dije una palabra en cinco meses, ni siquiera media palabra. Cuando había baile (y no se hacía más que bailar) veía sus ojos acechándome desde un rincón de la sala, veía cómo ardían con una llamita, con una llamita de mansa indignación. Este juego no hacía sino divertir la lujuria de insecto que alimentaba en mí. Al cabo de cinco meses, se casó con un funcionario y se fue… enfadada y quizá queriéndome aún. Ahora viven felices. Fíjate que a nadie le he dicho nada, no la he mancillado; a pesar de mis bajos deseos y de que amo la bajeza, no carezco de honor. Te ruborizas, tus ojos brillan. Basta de suciedad para ti. Y todo esto no es nada todavía, solo florecillas a lo Paul de Kock[15], aunque el cruel insecto ya había crecido, ya se había hecho grande en mi alma. Hermano, tengo un álbum entero de recuerdos. Que Dios las ampare, a mis queriditas. Al romper me gustaba que fuera sin riñas. Nunca he traicionado ni difamado a ninguna. Pero basta. ¿Creías que te había hecho venir aquí solo para estas porquerías? No, te contaré algo más curioso; pero no te sorprendas de que no me avergüence delante de ti y que incluso parezca que me siento feliz.

—Dices esto porque me he sonrojado —observó repentinamente Aliosha—. No me he ruborizado por tus palabras, ni siquiera por tus actos, sino porque soy como tú.

—¿Tú? Bueno, eso es ir demasiado lejos.

—No, demasiado lejos no —replicó Aliosha con ardor. (Por lo visto, esa idea habitaba en él hacía mucho tiempo)—. Los peldaños son los mismos. Yo estoy en el más bajo, y tú, más arriba, pongamos en el decimotercero. Así es como lo veo, pero de todos modos es lo mismo, es exactamente igual. Quien ha puesto el pie en el peldaño más bajo seguramente acabe subiendo sin falta hasta arriba.

—Lo mejor, entonces, ¿sería no ponerlo?

—Desde luego, si es posible.

—Y tú, ¿puedes?

—Me parece que no.

—Calla, Aliosha, calla, querido, quisiera besarte la mano, así, de la emoción. Esa granuja de Grúshenka, que tiene ojo para los hombres, una vez me dijo que se te comería. ¡Me callo, me callo! Pasemos de las abominaciones, de los márgenes ensuciados por las moscas, a mi tragedia, también otro margen ensuciado por las moscas, es decir, lleno de vilezas. Si bien el viejo mintió en cuanto a lo de seducir inocentes, en esencia, en mi tragedia, así es como fue, aunque solo una vez y ni siquiera llegó a ocurrir. El viejo me reprochaba esas fábulas, pero no conoce este caso: nunca se lo he contado a nadie, tú serás el primero al que se lo cuente, aparte de Iván, por supuesto; él lo sabe todo, lo ha sabido mucho antes que tú. Pero Iván es una tumba.

—Iván, ¿una tumba?

—Sí. —Aliosha le escuchaba con una atención extrema—. Verás, aunque yo era teniente en un batallón de línea, aun así era objeto de vigilancia, como si fuera una especie de deportado. Pero en la pequeña ciudad me recibían magníficamente. Yo derrochaba mucho dinero, creían que era rico y yo mismo creía serlo. Por lo demás, algo de mí debía de gustarles también. Negaban con la cabeza, pero me querían de verdad. Mi teniente coronel, un viejo ya, me cogió ojeriza de buenas a primeras. Me buscaba las cosquillas, pero yo tenía mis contactos y, además, toda la ciudad me defendía, así que no me podía sacar muchas faltas. La culpa era mía, pues no le rendía los honores a los que tenía derecho, y lo hacía adrede. Yo era muy orgulloso. Ese viejo testarudo, que no era en absoluto mal hombre, de trato afable y hospitalario, había tenido dos esposas y las dos habían muerto. Una de ellas, la primera, provenía de una familia sencilla y le había dejado una hija, también sencilla. En mis tiempos era ya una soltera de veinticuatro años y vivía con su padre y su tía, la hermana de su difunta madre. La tía era la sencillez muda, y la sobrina, la hija mayor del teniente coronel, la sencillez avispada. Al recordarla, me gusta decir buenas palabras de ella: nunca, querido mío, he encontrado un carácter de mujer tan encantador como el de esa chica. Se llamaba Agafia, figúratelo, Agafia Ivánovna. Era bastante guapa para el gusto ruso: alta, fuerte, corpulenta, con unos ojos espléndidos y un rostro, digamos, algo tosco. No se casaba, aunque habían pedido dos veces su mano, decía que no y no perdía su alegría. Entablé una buena relación con ella, no de esa forma, no, todo era puro, se trataba de amistad. A menudo me avenía con mujeres sin el menor pecado, como amigos. Hablaba con ella de tantas cosas y de una manera tan abierta que, ¡ay!, no hacía sino echarse a reír. A muchas mujeres les gusta la franqueza, toma nota de ello, pero además era virgen, lo que me divertía mucho. Y otra cosa: no se la podía calificar en absoluto de señorita. Ella y la tía vivían en casa de su padre en una especie de humillación voluntaria, sin tratar de igualarse al resto de la sociedad. Todos la querían y la necesitaban porque, como costurera, era admirable: tenía talento, no pedía dinero por sus servicios, lo hacía por amabilidad, pero no rechazaba los regalos si se los ofrecían. En cuanto al teniente coronel, ¡no tenía nada que ver! Era una de las más grandes personalidades de nuestro lugar. Vivía en la opulencia, recibía en su casa a toda la ciudad, daba cenas y bailes. Cuando llegué y me incorporé al batallón, solo se hablaba, en la ciudad, de que pronto tendríamos una visita de la capital, la segunda hija del teniente coronel, sumamente bella entre las bellas, que acababa de salir de un instituto aristocrático de la capital. Esa segunda hija no era otra que Katerina Ivánovna, nacida de la segunda esposa del teniente coronel. Y esta segunda esposa, ya difunta, procedía de no sé qué familia noble de un gran general, aunque no aportó nada de dote a su marido, lo sé de buena fuente. Así que, aparte de ser de buena familia, no tenía más que algunas esperanzas, quizá, pero nada de dinero contante y sonante. Y, sin embargo, cuando llegó la joven recién salida del instituto (de visita, no para quedarse), nuestra pequeña ciudad fue como si se renovara, nuestras damas más ilustres, dos generalas, la coronela y, detrás de ellas, todas las demás, se la disputaban, la invitaban a todas partes, empezaron a distraerla, era la reina de los bailes, de las salidas al campo, se organizaban tableaux vivants en beneficio de no sé qué institutrices. En cuanto a mí, yo callaba, me dedicaba a parrandear, y fue entonces cuando hice una trastada tan sonada que toda la ciudad puso el grito en el cielo. Un día vi que ella me medía con la mirada; fue en casa del comandante de la batería, y yo no me acerqué, desdeñando, por así decirlo, conocerla. No fue hasta algunos días más tarde, también durante una velada, cuando me aproximé a ella, le dirigí la palabra; ella a duras penas me miró, frunció los labios con desdén, y yo pensé: ¡espera un poco, me vengaré! Entonces yo era un soldado zafio de los más temibles en la mayoría de los casos, y yo mismo lo sentía. Principalmente, lo que sentía era que Kátenka no era una ingenua colegiala sino una persona con carácter, orgullo y auténtica virtud y, sobre todo, inteligente e instruida, mientras que a mí me faltaba lo uno y lo otro. ¿Crees que quería pedir su mano? En absoluto, simplemente quería vengarme de que, siendo yo tan buen mozo, ella no lo advirtiera. Entretanto, juerga y desolación. Al final, el teniente coronel me puso bajo arresto tres días. Justo en ese momento padre me envió seis mil rublos, después de que le hubiera mandado una renuncia formal a todos mis derechos y pretensiones, esto es, diciendo que «las cuentas quedaban saldadas» y que no habría más reclamaciones. Entonces yo no entendía nada: hasta mi llegada aquí, hermano, hasta estos últimos días, y quizá hasta ahora mismo, no he entendido ni una pizca de todos estos altercados financieros con padre. Pero, al diablo con esto, lo dejaré para luego. Ya en posesión de estos seis mil rublos, de pronto me enteré por una carta de un amigo de algo que me interesaba muchísimo: que había cierto descontento con nuestro teniente coronel, que se le consideraba sospechoso de malversación, en pocas palabras, que sus enemigos le estaban preparando una pequeña sorpresa. Y, en efecto, recibió la visita del jefe de la división y le echó una reprimenda de tomo y lomo. Luego, un poco más tarde, le ordenaron que presentara la dimisión. No te contaré en detalle todo lo que pasó; tenía, en efecto, enemigos; de pronto, en la ciudad, la relación con él y con su familia se enfrió sobremanera, todo el mundo los evitaba. Entonces le jugué la primera mala pasada: me encontré con Agafia Ivánovna, cuya amistad siempre había conservado, y le dije: «Faltan cuatro mil quinientos rublos del Estado en la caja de su padre…». «¿A qué se refiere? ¿Por qué dice eso? Hace poco vino el general y estaba todo el dinero…» «Entonces estaba, pero ahora no.» Se espantó muchísimo: «No me asuste, por favor, ¿a quién se lo ha oído decir?». «No se inquiete —le dije—, no se lo diré a nadie, ya sabe que en este aspecto soy una tumba. Pero quería añadir algo al respecto, “por si acaso”: cuando le reclamen a su papá los cuatro mil quinientos rublos y no los tenga, antes de que le hagan un consejo de guerra y acabe como soldado raso en su vejez, envíeme enseguida a su hermana en secreto; acaban de mandarme dinero, creo que podré dejarle cuatro mil rublos, y guardaré el secreto como un santo.» «Oh, qué canalla es usted —así lo dijo—, qué mezquino canalla. Pero ¿cómo se atreve?» Se fue con una indignación terrible, y yo, a la espalda, le grité una vez más que guardaría el secreto de un modo inquebrantable, como un santo. Esas dos mujeres, me refiero a Agafia y a su tía, te lo diré de antemano, se revelaron como puros ángeles en toda esta historia: de hecho, idolatraban a la altanera de Katia, se rebajaban ante ella, eran como sus criadas… Pero Agafia fue y le contó mi bribonada, es decir, nuestra conversación. De esto me enteré más tarde con todo detalle. No le ocultó nada, y eso era, naturalmente, lo que yo necesitaba.

»De pronto, llegó un nuevo mayor para tomar el mando del batallón. Y lo hizo. Repentinamente el viejo teniente coronel cayó enfermo, no podía moverse, no salió de casa en dos días y no entregó el dinero del Estado. Nuestro doctor Krávchenko aseguraba que estaba realmente enfermo. Pero he aquí lo que yo sabía a ciencia cierta y en secreto desde hacía tiempo: la suma de dinero, después de cada inspección de las autoridades, y desde hacía ya cuatro años consecutivos, desaparecía durante un tiempo. El teniente coronel se la prestaba a un hombre de total confianza, un comerciante local, el viejo viudo Trífonov, un hombre barbudo con gafas doradas. El otro se iba a la feria, hacía los negocios que tenía que hacer y enseguida devolvía el dinero al teniente coronel, la suma íntegra, junto con algún que otro regalo de la feria y una comisión por los intereses. Pero esta vez (lo supe por casualidad, por un adolescente, el hijito baboso de Trífonov, su vástago y heredero, el chico más depravado que el mundo haya jamás dado), esta vez, como decía, Trífonov, al regresar de la feria, no le devolvió nada. El teniente coronel corrió a verlo. “Nunca recibí nada de usted ni pude haberlo recibido”, fue la respuesta. Así que nuestro teniente coronel estaba en casa, con la cabeza envuelta en una toalla, mientras las tres mujeres le aplicaban hielo en las sienes; de pronto, un ordenanza, con un libro y una orden: “Entregue los fondos del Estado, de inmediato, en un plazo de dos horas”. Él firmó, después yo vi esta firma en el libro; se levantó, dijo que iba a ponerse el uniforme, corrió a su dormitorio, cogió su escopeta de caza, de dos cañones, la cargó, puso dentro una bala de soldado, se quitó la bota del pie derecho, apoyó la escopeta contra su pecho, y, con el pie, se puso a buscar el gatillo. Y Agafia, que sospechaba algo, se acordó de lo que yo le había dicho: se acercó cautelosamente y, justo a tiempo, lo vio todo: irrumpió en la habitación, se lanzó sobre él por la espalda, lo abrazó y la escopeta se disparó contra el techo; nadie resultó herido; las demás entraron corriendo, lo sujetaron, le quitaron la escopeta, lo sostuvieron por los brazos… Todo esto lo supe más tarde hasta el último detalle. Yo estaba en mi casa en ese momento; oscurecía y estaba a punto de salir, después de haberme vestido, peinado, de haber perfumado mi pañuelo y cogido mi gorro, cuando de pronto se abrió la puerta y allí, en mi apartamento, vi ante mí a Katerina Ivánovna.

»A veces pasan cosas extrañas: nadie en la calle se dio cuenta en ese momento de que ella había venido a verme, así que para la ciudad simplemente desapareció. Yo alquilaba mis aposentos a las mujeres de dos funcionarios, muy viejas las dos, que también me servían, mujeres respetables, me obedecían en todo, y esa vez, por orden mía, luego se quedaron calladas como dos postes de hierro. Por supuesto, lo comprendí todo de golpe. Entró y me miró directamente, sus ojos oscuros miraban decididos, desafiantes incluso, pero en sus labios y en torno a su boca distinguí cierta indecisión.

»“Mi hermana me dijo que me daría usted cuatro mil quinientos rublos si venía a buscarlos… yo misma. He venido… ¡Deme el dinero!” No podía resistir, se ahogaba, tenía miedo, se le cortaba la voz, y las comisuras de los labios, las líneas cercanas, le empezaron a temblar. Aliosha, ¿me escuchas o duermes?

—Mitia, sé que dirás toda la verdad —dijo Aliosha con emoción.

—Puedes estar seguro. Si quieres toda la verdad, así es como pasó todo, no me apiadaré de mí. Mi primer pensamiento fue el de un Karamázov. Una vez, hermano, me picó una araña y tuve que estar dos semanas en la cama con fiebre; pues bien, en ese momento fue igual, de golpe sentí en el corazón la mordedura de una araña, un insecto maligno, ¿entiendes? La miré de pies a cabeza. ¿La has visto? ¡Una belleza! En ese momento también era bella, pero por otra razón. Lo era por su nobleza, mientras que yo era un canalla, ella era hermosa por la grandeza de su generosidad y por el sacrificio que hacía por su padre, mientras que yo era una chinche. Y de mí, una chinche y un canalla, ella dependía por completo, toda entera, en cuerpo y alma. Sin salida. Te lo diré sin rodeos: esa idea, la idea de la araña, se apoderó de mi corazón hasta tal punto que faltó poco para que me ahogara del tormento. Parecía que no podía haber lucha siquiera: tenía que actuar precisamente como una chinche, como una tarántula maligna, sin la menor compasión… Me quedé sin aliento. Escucha: al día siguiente, por supuesto, habría ido a pedir su mano, para que todo acabara, por así decirlo, de la manera más noble, y nadie, por tanto, habría sabido ni habría podido saber nada. Porque, aunque soy hombre de bajos deseos, soy honrado. Y de repente, en ese mismo segundo, alguien me susurró al oído: «Mañana, cuando vayas a pedirla en matrimonio, ella no saldrá a verte y hará que te expulse el cochero: “¡Deshónrame por toda la ciudad, no me das miedo!”». Miré a la joven, la voz no me había mentido: eso era lo que realmente pasaría. Me agarrarían por el pescuezo y me echarían, su semblante no dejaba lugar a dudas. La cólera empezó a hervir dentro de mí; deseaba hacerle la bribonada más infame, más sucia, digna de un comerciante de poca monta: mirarla burlonamente y, teniéndola delante, desconcertarla con ese tono de voz que solo sabe emplear un mercachifle:

»—¡Cuatro mil rublos! ¡Pero si era una broma! ¡Ha hecho sus cálculos demasiado a la ligera, señorita! Doscientos quizá, incluso con sumo gusto y placer, pero cuatro mil, señorita, es demasiado dinero para tirarlo por la ventana. Se ha molestado usted en vano.

»Ya ves, yo lo habría perdido todo, porque ella habría echado a correr, pero esa venganza infernal me hubiese compensado por todo lo demás. Luego me habría pasado toda la vida arrepintiéndome, pero hubiese dado lo que fuera por complacerme en ese momento con esa trastada. ¿Lo creerás? En un momento así, nunca he mirado cara a cara a una mujer, fuera quien fuese, con odio; pues bien, te lo juro por la cruz, durante unos segundos, tres o cinco, la contemplé con un odio terrible, con esa especie de odio que solo por un pelo está separado del amor, del amor más insensato. Me acerqué a la ventana, apoyé la frente en el cristal helado y recuerdo que el hielo me quemó la frente como fuego. No la retuve mucho tiempo, estate tranquilo; me volví, fui hacia la mesa, abrí el cajón y saqué un título al portador de cinco mil rublos al cinco por ciento (lo había guardado en mi diccionario de francés). Se lo mostré en silencio, lo doblé, se lo entregué y yo mismo le abrí la puerta del vestíbulo y, dando un paso atrás, la saludé con una reverencia correctísima y muy sentida, ¡créeme! Toda ella se estremeció, me miró de hito en hito un segundo, palideció terriblemente, como un mantel, y, de pronto, sin decir una palabra, no de una manera impulsiva sino con suavidad, en silencio, profundamente, se inclinó entera, se postró a mis pies, hasta tocar el suelo con la frente, ¡no como una colegiala sino a la manera rusa! Se levantó de un salto y echó a correr. Cuando desapareció, desenvainé mi espada y a punto estuve de clavármela; ¿por qué? No lo sé, habría sido una terrible estupidez, desde luego, pero debía de ser por una especie de éxtasis. ¿Entiendes que alguien se pueda matar en una especie de éxtasis? Pero no me clavé la espada, me limité a besarla y la enfundé de nuevo, un detalle que habría podido callarme. Incluso me parece ahora que, al hablarte de todas estas luchas, lo he bordado todo un poco para darme importancia. Pero que así sea, qué más da, ¡al diablo con todos los espías del corazón humano! Éste es todo mi pasado “incidente” con Katerina Ivánovna. Así que ahora tú eres el único, con nuestro hermano Iván, que está al corriente de esta historia.

Dmitri Fiódorovich se puso de pie y, emocionado, dio un paso, luego otro, sacó el pañuelo, se secó el sudor de la frente, después se sentó de nuevo, pero no en el mismo sitio que antes, sino en otro, en el banco de enfrente, junto a la otra pared, de modo que Aliosha tuvo que volverse por completo para verle la cara.

V. La confesión de un corazón ardiente. «Cabeza abajo»

—Ahora —dijo Aliosha— conozco la primera mitad de este asunto.

—La primera mitad la entiendes: es un drama y pasó allí. La segunda parte, en cambio, es una tragedia, y pasará aquí.

—De la segunda mitad, sin embargo, aún no entiendo nada —dijo Aliosha.

—¿Y yo? ¿Acaso lo entiendo yo?

—Espera, Dmitri, hay una palabra decisiva. Dime: tú eres su prometido, ¿no? ¿Lo sigues siendo?

—Nos prometimos, pero no enseguida, sino tres meses después de lo que te acabo de contar. Al día siguiente de lo sucedido, me dije que aquello estaba liquidado, zanjado, que no tendría continuación. Ir a pedir su mano me parecía una bajeza. Por su parte, en las seis semanas que pasó luego en nuestra ciudad, no me dejó oír ni una palabra suya. Con una excepción: al día siguiente de su visita se coló en mi habitación su doncella y, sin mediar palabra, me entregó un sobre. Iba dirigido a mí. Lo abrí: estaba el cambio de los cinco mil rublos. Necesitaban cuatro mil quinientos y, en la venta del título, debían de haber perdido un poco más de doscientos rublos. En total me mandó, me parece, doscientos sesenta, no lo recuerdo muy bien, y nada más que el dinero: ni una carta, ni una nota, ni una explicación. Busqué en el sobre alguna marca de lápiz: ¡nada! Así que me fui de parranda con los rublos que me quedaban, hasta que el nuevo mayor se vio forzado finalmente a llamarme al orden. El teniente coronel devolvió los fondos del Estado, felizmente y para sorpresa de todos, porque nadie creía ya que dispusiera de la suma íntegra. Entregó el dinero y se puso enfermo, tuvo que guardar cama tres semanas; luego repentinamente sufrió un reblandecimiento cerebral y al cabo de cinco días murió. Fue enterrado con honores militares, pues aún no había tenido tiempo de presentar su dimisión. Katerina Ivánovna, la hermana de ésta y la tía, unos diez días después de haber dado sepultura al padre, se trasladaron a Moscú. Y fue justo antes de su partida, el mismo día en que se iban (no las había visto ni les había dicho adiós), cuando recibí un sobrecito diminuto, de color azul, con papel de encaje en el que estaba escrita a lápiz una sola línea: «Le escribiré, espere». Nada más.

»Te explicaré el resto en dos palabras. En Moscú, su situación cambió a la velocidad del rayo y dio un vuelco inesperado digno de un cuento árabe. Su principal parienta, la viuda de un general, perdió de repente a sus dos sobrinas, que eran sus dos herederas más inmediatas: ambas murieron de viruela en el espacio de una semana. Trastornada, la vieja acogió a Katia como a su propia hija, como la estrella de la salvación, se volcó en ella, rehízo inmediatamente su testamento a su favor, pero eso era para el futuro, y, entretanto, le dio a tocateja ochenta mil rublos, como si le dijera: ésta es tu dote, haz con ella lo que quieras. Una mujer histérica, he tenido oportunidad de observarla más tarde, en Moscú. Así que de repente recibí cuatro mil quinientos rublos por correo; me quedé perplejo, desde luego; de la sorpresa enmudecí. Tres días después, llegó también la carta prometida. Aquí la tengo, siempre la llevo conmigo y la conservaré hasta que me muera. ¿Quieres que te la enseñe? Tienes que leerla: se ofrece a ser mi prometida, ella misma se ofrece. “Le amo con locura —dice—, me da igual que usted no me ame, sea solo mi marido. No tema, no le molestaré en absoluto, seré su mueble, la alfombra que pise… Quiero amarle eternamente, quiero salvarle de sí mismo…” ¡Aliosha, no soy digno siquiera de repetir esas líneas con mis palabras de canalla, con mi sempiterno tono de canalla, que nunca he sido capaz de corregir! Esta carta me ha atravesado hasta hoy y, ¿acaso me siento aliviado ahora, acaso me siento bien ahora? Enseguida le escribí una respuesta (no podía de ningún modo ir a Moscú). Le escribí con lágrimas; de una cosa me avergonzaré eternamente; le mencioné que ella ahora era rica y tenía dote, mientras que yo solo era un pobre soldado: ¡le hablé de dinero! Tendría que haberme contenido, pero la pluma me traicionó. En el mismo momento, enseguida, escribí a Iván en Moscú y se lo expliqué todo por carta en la medida de lo posible: era una carta de seis hojas, y le mandé que fuera a verla. ¿Por qué me miras, por qué me observas así? Sí, Iván se enamoró de ella y sigue enamorado, lo sé, cometí una estupidez, según vosotros, según el mundo, pero quizá esa estupidez sea la que nos salve ahora a todos. Ah, ¿no ves cómo lo respeta, en qué gran estima lo tiene? ¿Acaso puede compararnos a los dos y aún amar a un hombre como yo, sobre todo después de lo que ha pasado aquí?

—Estoy convencido de que ella ama a un hombre como tú y no a un hombre como él.

—Es su propia virtud lo que ella ama, no a mí —se le escapó de repente a Dmitri Fiódorovich, sin querer, aunque casi con rabia. Se echó a reír, pero un momento después sus ojos refulgieron, se ruborizó por completo y pegó un puñetazo con fuerza en la mesa—. Te lo juro, Aliosha —exclamó con una ira terrible y sincera contra sí mismo—, puedes creerme o no, pero, como que Cristo es Dios, te juro, aunque acabo de burlarme de sus sentimientos elevados, que sé que mi alma es un millón de veces más insignificante que la suya y que los excelsos sentimientos que la mueven son sinceros, ¡como los de un ángel celestial! Ésa es la tragedia, que lo sé con certeza. ¿Qué daño hace declamar un poco? ¿Acaso no lo hago yo? Y soy sincero, ¿lo entiendes?, sincero. En cuanto a Iván, entiendo muy bien con qué aire de maldición debe mirar ahora la naturaleza, y ¡con esa inteligencia suya! ¿A quién, a qué se ha dado preferencia? Le ha sido dada al monstruo que, incluso aquí, estando ya prometido y con todos los ojos puestos en él, no ha podido poner freno a sus escándalos: ¡y eso delante de su prometida, sí, delante de ella! Aun así, un hombre como yo es el preferido y a él se le rechaza. Pero ¿por qué? Pues ¡porque esta joven, por agradecimiento, quiere violar su vida y su destino! ¡Qué absurdo! Nunca le he dicho nada de esto a Iván; Iván, desde luego, tampoco me ha dicho ni media palabra, no ha hecho la menor alusión; pero el destino se cumplirá, el digno permanecerá en su sitio, mientras que el indigno se esconderá en su callejón para siempre, en su sucio callejón, en aquel callejón que le gusta y es tan propio de él, y allí, en el fango y el hedor, perecerá de buen grado y con placer. Estoy delirando, todas mis palabras están gastadas, como si las soltara al azar, pero tal como acabo de definirlo ocurrirá. Yo me hundiré en el callejón y ella se casará con Iván.

—Espera, hermano —volvió a interrumpirlo Aliosha, preso de una inquietud extrema—, hay algo que todavía no me has explicado: tú eres su prometido, ¿no? ¿Sigues estando prometido? ¿Cómo quieres romper si ella, la prometida, no quiere?

—Soy su prometido, formalmente y con bendiciones, ocurrió todo en Moscú, a mi llegada, con ceremonia, con iconos, de la mejor manera. La viuda del general me dio su bendición y, ¿lo creerás?, felicitó incluso a Katia: has elegido bien, le dijo, leo en su corazón. ¿Y te puedes creer que Iván no le gustó y que a él no lo felicitó? En Moscú hablé mucho con Katia, me pinté a mí mismo con nobles colores, en detalle y con sinceridad. Ella lo escuchó todo:

Era un aturdimiento encantador,

eran palabras tiernas…[16]

»Bueno, también hubo palabras orgullosas. Me arrancó entonces la gran promesa de corregirme. Se lo prometí. Y ahora…

—¿Y ahora?

—Bueno, te he llamado, te he hecho venir hasta aquí hoy, ¡acuérdate!, para mandarte, hoy mismo también, a ver a Katerina Ivánovna y decirle…

—¿Qué?

—Que no volveré nunca más a su lado y que la saludo con una reverencia.

—Pero ¿es eso posible?

—Por eso te mando a ti, en lugar de ir yo personalmente, porque es imposible. ¿Cómo iba a poder decírselo yo mismo?

—Pero ¿adónde irás?

—Al callejón.

—O sea, ¡con Grúshenka! —exclamó Aliosha con tristeza, juntando las manos—. ¿Será posible que Rakitin haya dicho realmente la verdad? Pensaba que habías ido a verla alguna vez y nada más.

—¿Cómo iba a ir yo, estando prometido? ¿Con una novia como ella, y a la vista de todo el mundo? Aún me queda sentido del honor, después de todo. Desde que empecé a verme con Grúshenka, dejé de estar comprometido y de ser hombre de bien, lo entiendo perfectamente. ¿Qué miras? La primera vez fui a verla solo con ánimo de golpearla. Me había enterado, y ahora lo sé de buena tinta, de que Grúshenka había recibido de ese capitán, apoderado de nuestro padre, un pagaré a mi nombre para que actuase contra mí, con la esperanza de que me calmara y diera el asunto por zanjado. Querían asustarme. Yo iba, pues, a darle una paliza a Grúshenka. Ya la había visto antes de pasada. Nada impresionante. Sabía del viejo comerciante que, ahora, además, está enfermo, postrado en la cama, pero aun así le dejará una buena suma de dinero. Sabía también que le gustaba hacer dinero, que se lo procuraba a base de bien, prestándolo a usura, la muy pícara, la granuja, sin piedad alguna. Iba decidido a zurrarla y allí me quedé. Se desencadenó una tormenta, se declaró la peste, me contagié y sigo contagiado, sé que todo ha terminado y que nunca habrá nada más. El ciclo del tiempo se ha consumado. Ésta es mi situación. Y de repente, como hecho a propósito, en mi bolsillo de mendigo aparecieron tres mil rublos. Nos fuimos los dos hasta Mókroie, a veinticinco verstas de aquí. Conseguí cíngaras, champán, emborraché a todos los campesinos con champán, a todas las mujeres del pueblo y a las muchachas; dilapidé los tres mil rublos. Al cabo de tres días estaba pelado, pero como un halcón. ¿Crees que consiguió algo este halcón? Ella no me enseñó nada, ni siquiera de lejos. Te lo digo: es sinuosa. Esa granuja de Grúshenka tiene una sinuosidad en el cuerpo, incluso se le refleja en el pie, hasta en el dedo meñique de su pie izquierdo. Se lo vi y lo besé, pero eso es todo, ¡lo juro! Me dijo: «Si quieres, me casaré contigo, aunque seas pobre. Dime que no me pegarás y que me dejarás hacer lo que quiera y entonces, quizá, me case contigo», se echó a reír. Y todavía se está riendo.

Dmitri Fiódorovich se alzó, presa de una especie de furor. De repente parecía que estuviera borracho. Los ojos, al instante, se le inyectaron en sangre.

—¿Realmente quieres casarte con ella?

—Si ella consiente, de inmediato; si se niega, me quedaré de todos modos. Seré barrendero en el patio de su casa. Tú… tú… Aliosha… —Se detuvo delante de él y, agarrándolo por los hombros, se puso a zarandearlo con fuerza—. Sabes, criatura inocente, que todo esto es un delirio, un delirio inconcebible, ¡porque hay una tragedia! Debes saber, Aliosha, que puedo ser un calavera, un hombre de bajas pasiones, sin salvación, pero Dmitri Karamázov nunca será un ladrón, un ratero, un ladronzuelo. Pues bien, ahora has de saber que soy un ladrón, un ratero y un ladronzuelo. Cuando me dirigía a zurrar a Grúshenka, esa misma mañana, Katerina Ivánovna me mandó llamar y, en el más terrible secreto, para que por el momento nadie lo supiera (no sé por qué, pero así, por lo visto, era como ella lo quería), me pidió que fuera a la capital de la provincia y que desde allí enviara tres mil rublos a Agafia Ivánovna en Moscú, para que nadie se enterara en la ciudad. Y esos tres mil rublos eran los que tenía en el bolsillo cuando fui a ver a Grúshenka y con ellos fuimos a Mókroie. Luego fingí que había ido corriendo a la capital, pero no le presenté el resguardo de correos; dije que había enviado el dinero y que le llevaría el recibo, pero aún no se lo he llevado, como por olvido. Bueno, ¿qué te parece si hoy vas a verla y le dices: «La saluda con una reverencia»? Ella te dirá: «¿Y el dinero?». Y tú podrás decirle: «Es un lujurioso infame, una criatura vil con pasiones irrefrenables. No envió su dinero aquella vez, se lo gastó porque no pudo dominarse, como un animal»; y, acto seguido, podrás añadir: «Pero no es ningún ladrón, aquí tiene sus tres mil rublos, se los devuelve, envíeselos usted misma a Agafia Ivánovna; y me ha encargado que la salude con una reverencia». Aunque, claro, si de repente te pregunta: «Pero ¿dónde está el dinero?».

—¡Mitia, eres un desgraciado, sí! Pero no tanto como te piensas. No te mates de desesperación, ¡no lo hagas!

—¿Qué crees? ¿Que me pegaré un tiro si no consigo devolver los tres mil rublos? Ésa es la cuestión: no me lo pegaré. No soy capaz de hacerlo ahora; más tarde, quizá, pero ahora iré a ver a Grúshenka… Total, ya estoy perdido.

—¿Y luego qué?

—Seré su marido, tendré el honor de ser su marido y, cuando un amante vaya a verla, yo me iré a otra habitación. Limpiaré los chanclos sucios de sus amigos, les calentaré el samovar, les haré los recados…

—Katerina Ivánovna lo entenderá todo —dijo de repente con solemnidad Aliosha—. Comprenderá toda la profundidad que hay en esta infelicidad y la aceptará. Tiene un espíritu elevado y no se puede ser más desgraciado que tú, ella lo verá por sí misma.

—No lo aceptará todo —sonrió burlonamente Mitia—. Hay algo en esto, hermano, que ninguna mujer puede aceptar. ¿Sabes qué sería lo mejor?

—¿Qué?

—Devolverle los tres mil rublos.

—Pero ¿de dónde podemos sacarlos? Escucha, yo tengo dos mil, Iván también aportará mil, eso ya son tres, tómalos y devuélveselos.

—Pero ¿cuándo llegarán esos tres mil rublos tuyos, Aliosha? Además, tú todavía eres menor de edad, y es necesario, totalmente necesario, que vayas a verla hoy y me despidas de ella, con dinero o sin dinero, porque no puedo esperar más, tal y como están las cosas. Mañana ya sería tarde, demasiado tarde. Ve a ver a nuestro padre.

—¿A nuestro padre?

—Sí, ve a verlo antes que a ella. Pídele a él los tres mil.

—Pero, Mitia, si él no los dará…

—Claro que no los dará, lo sé muy bien. Alekséi, ¿sabes lo que es la desesperación?

—Sí.

—Escucha, jurídicamente nuestro padre no me debe nada. Se lo he sacado todo ya, todo, lo sé. Pero moralmente está en deuda conmigo, ¿no? Con los veintiocho mil rublos de mi madre ganó cien mil. Que me dé solo tres mil de esos veintiocho mil, solo tres, y salvará mi alma del infierno y muchos pecados le serán perdonados. Con estos tres mil, te doy mi palabra sagrada, lo daré todo por zanjado, y no volverá a oír hablar de mí. Por última vez le doy la oportunidad de ser mi padre. Dile que es Dios mismo quien le manda esta oportunidad.

—Mitia, no los dará por nada del mundo.

—Sé que no los dará, ¡estoy seguro! Y sobre todo ahora. Porque hay más: ahora, en estos últimos días, quizá solo desde ayer, supo por primera vez en serio (subraya esto: en serio) que Grúshenka realmente no bromeaba y que quiere casarse conmigo. Él conoce bien su carácter, conoce a esa gata. ¿Cómo va a darme dinero, para favorecer la boda, cuando él mismo está loco por ella? Pero eso no es todo, puedo decirte todavía más: sé que hace unos cinco días ha apartado tres mil rublos en billetes de cien y los ha metido en un gran sobre, cerrado con cinco sellos de lacre, atado en cruz con una cinta roja. ¡Ya ves qué detalles conozco! Y escrito en el sobre está: «A mi ángel Grúshenka, por si tiene a bien venir». Él mismo lo garabateó en silencio y en secreto y nadie sabe que tiene este dinero, excepto su criado Smerdiakov, en cuya honradez cree como en sí mismo. Desde hace tres o cuatro días espera a Grúshenka, con la esperanza de que vaya a recoger el sobre; él se lo hizo saber y ella le respondió: «Quizá vaya». Pero, si va a casa del viejo, ¿cómo podría casarme yo con ella? ¿Comprendes ahora por qué estoy aquí escondido y al acecho de quién?

—¿De ella?

—Sí. Las mujerzuelas que son dueñas de esta casa le alquilan un cuchitril a Fomá. Fomá es un hombre de por aquí, un antiguo soldado de nuestra guarnición. Está al servicio de ellas, por la noche vigila la casa y de día caza urogallos, de eso vive. Me he instalado en su habitación; tanto él como las propietarias ignoran mi secreto, es decir, no saben que estoy aquí vigilando.

—¿Solo lo sabe Smerdiakov?

—Solo él. Y él me advertirá si ella se presenta a ver al viejo.

—¿Es él quien te ha explicado lo del sobre?

—Sí. Es un gran secreto. Ni siquiera Iván está al corriente del dinero ni de lo otro. El viejo quiere mandar a Iván de paseo a Chermashniá por dos o tres días; ha aparecido un posible comprador para el bosque, le dará ocho mil rublos por talarlo, y el viejo no deja de pedirle a Iván: «Ayúdame, ve tú en mi lugar»; serán dos o tres días. Quiere que Grúshenka vaya cuando él no esté.

—¿Es que la espera ya hoy?

—No, hoy no vendrá, a juzgar por ciertos indicios. ¡Seguro que no! —gritó de pronto Mitia—. Y Smerdiakov piensa lo mismo. Nuestro padre se está emborrachando, sentado a la mesa con Iván. Ve, Alekséi, pídele estos tres mil…

—Mitia, querido, ¿qué te pasa? —exclamó Aliosha, levantándose de un salto y mirando fijamente al exaltado Dmitri Fiódorovich. Por un momento pensó que se había vuelto loco.

—¿Qué te pasa a ti? No he perdido el juicio —dijo con la mirada fija y casi solemne—. No, cuando te digo que vayas a ver a padre, sé lo que me digo: creo en un milagro.

—¿En un milagro?

—En un milagro de la divina Providencia. Dios conoce mi corazón, ve toda mi desesperación. Ve todo el cuadro. ¿Es que dejará que suceda este horror? Aliosha, creo en un milagro. ¡Ve!

—Iré. Dime, ¿esperarás aquí?

—Sí. Entiendo que llevará su tiempo, que no puedes ir así, y de repente… ¡zas! Ahora está borracho. Esperaré tres horas, cuatro, cinco, seis, siete, pero has de saber que hoy, aunque sea a medianoche, tienes que ir a casa de Katerina Ivánovna, con dinero o sin dinero, y decirle: «Me ha pedido que la salude con una reverencia». Quiero que le digas precisamente ese verso: «Me ha pedido que la salude con una reverencia».

—¡Mitia! ¿Y si Grúshenka viene hoy…? ¿Y si no hoy, mañana o pasado mañana?

—¿Grúshenka? Estaré atento, irrumpiré en la casa, lo impediré…

—¿Y si…?

—Si hay un si, mataré. No lo soportaría.

—¿A quién matarás?

—Al viejo. A ella, no.

—¡Hermano, qué dices!

—No lo sé, no lo sé… Quizá no lo mate o quizá sí. Tengo miedo de que en ese momento su cara se vuelva odiosa para mí. Odio la nuez de su garganta, su nariz, sus ojos, su sonrisa obscena. Siento repugnancia física. Eso es lo que me da miedo. No podré contenerme…

—Allá voy, Mitia. Creo que Dios lo arreglará como mejor sepa, así que no habrá ningún horror.

—Me quedaré aquí y esperaré un milagro. Pero, si no se cumple, entonces…

Aliosha, pensativo, se encaminó a casa de su padre.

VI. Smerdiakov

De hecho, encontró a su padre todavía a la mesa. Y la mesa, como de costumbre, estaba puesta en la sala, aunque en la casa también había un auténtico comedor. Esta sala era la estancia más grande de la casa, amueblada con cierta pretensión pasada de moda. Los muebles, muy antiguos, eran blancos y estaban tapizados con una tela roja raída, mitad seda, mitad algodón. Espejos con marcos rebuscados de talla antigua, también blancos y dorados, colgaban en los espacios entre las ventanas. En las paredes, donde el empapelado blanco estaba roto en muchos lugares, resaltaban dos grandes retratos: uno de cierto príncipe, que treinta años antes había sido gobernador general de la provincia, y otro de un obispo, también fallecido hacía tiempo. En el rincón de cara a la puerta de entrada había varios iconos ante los cuales se encendía una lamparilla por la noche… menos por devoción que por dejar iluminada la estancia. Fiódor Pávlovich se acostaba muy tarde, sobre las tres o cuatro de la madrugada, y hasta entonces se paseaba por la sala o se sentaba en una butaca y meditaba. Se había convertido en su costumbre. A menudo pasaba la noche completamente solo en casa, después de despachar a los criados a su pabellón, pero la mayoría de las veces se quedaba con él el criado Smerdiakov, que dormía en la antesala sobre un gran baúl. La comida ya había acabado cuando entró Aliosha, pero aún tomaban el café y la confitura. A Fiódor Pávlovich le gustaban los dulces y el coñac después de la comida. Iván Fiódorovich estaba a la mesa y también tomaba café. Los criados Grigori y Smerdiakov estaban de pie junto a la mesa. Tanto amos como criados se sentían visiblemente animados y llenos de una felicidad extraordinaria. Fiódor Pávlovich reía con sonoras carcajadas. Aliosha, ya desde el vestíbulo, oyó su risa estridente que conocía tan bien y enseguida concluyó, por el tono de sus risotadas, que su padre, todavía lejos de estar borracho, solo daba rienda suelta a su buen humor.

—¡Aquí está, aquí lo tenemos! —gritó Fiódor Pávlovich, terriblemente contento de pronto de ver a Aliosha—. Ven a sentarte con nosotros, toma un café. Es sin azúcar, sin azúcar, pero está caliente y es muy bueno. No te ofrezco coñac porque haces ayuno, pero si quieres un poco… ¿Quieres? No, mejor será que te dé un licor, ¡es de excelente calidad! Smerdiakov, ve al armario, el segundo estante a la derecha, toma la llave, ¡rápido!

Aliosha se negó enseguida a aceptar el licor.

—Lo serviremos de todos modos, si no para ti, para nosotros —dijo Fiódor Pávlovich, radiante—. Pero espera, ¿has comido?

—Sí —respondió Aliosha que, a decir verdad, solo había tomado un trozo de pan y un vaso de kvas en la cocina del padre higúmeno—. Pero tomaré de buena gana un café caliente.

—¡Bravo, querido! Tomará un poco de café. ¿Habrá que calentarlo? ¡Ah, no, si está hirviendo! Es un café de primera, preparado por Smerdiakov. Con el café y las empanadas mi Smerdiakov es un artista, sí, y con la sopa de pescado, tres cuartos de lo mismo. Ven a probarla alguna vez, avisa con tiempo… Pero espera, espera, ¿no te dije esta mañana que te trasladaras aquí con el jergón y la almohada? ¿Has traído el jergón? ¡Je, je, je!

—No, no lo he traído —contestó Aliosha con una sonrisa.

—Ah, te has asustado antes, ¿verdad? Te has asustado. Oh, querido mío, ¿acaso podría yo ofenderte? Escucha, Iván, no puedo resistirme cuando me mira así a los ojos y se ríe. Hasta mis entrañas empiezan a reírse con él, ¡lo quiero! Aliosha, acércate, deja que te dé mi bendición paterna. —Aliosha se levantó, pero Fiódor Pávlovich ya había cambiado de idea—. No, no, por ahora solo te haré la señal de la cruz, así que siéntate. Bueno, ahora te vas a divertir, y precisamente con tu tema. Te vas a reír a base de bien. Nuestra burra de Balaam[17] se ha puesto a hablar, ¡y cómo habla, cómo!

La burra de Balaam resultó ser el lacayo Smerdiakov. Todavía joven, de unos veinticuatro años, era terriblemente insociable y taciturno. No es que fuera un salvaje o que se avergonzara de algo: no, al contrario, era de natural arrogante y parecía despreciar a todos. Pero precisamente en este punto no es posible seguir adelante sin decir de él aunque sean dos palabras. Le criaron Marfa Ignátievna y Grigori Vasílievich, pero el niño creció «sin ninguna gratitud» o, según la expresión de Grigori, como un niño salvaje que miraba el mundo desde un rincón. De niño le encantaba ahorcar gatos y luego los enterraba con gran ceremonia. Para esto, se cubría con una sábana, a guisa de sotana, y cantaba y agitaba algo sobre el gato muerto, como un incensario. Todo esto lo hacía a escondidas, con el mayor misterio. Grigori le sorprendió un día en este ejercicio y le propinó una buena ración de azotes. El niño se fue a un rincón y allí se pasó una semana, mirando de reojo. «No nos quiere este monstruo —decía Grigori a Marfa Ignátievna—. Por lo demás, no quiere a nadie.» «¿De veras eres un ser humano? —le preguntó una vez directamente a Smerdiakov—. No, tú no eres un ser humano, naciste de la humedad de una bania, eso eres tú…» Smerdiakov, como se vio más tarde, nunca pudo perdonarle estas palabras. Grigori le enseñó a leer y escribir y, cuando cumplió doce años, empezó a enseñarle las Escrituras. Pero resultó un fracaso. Un día, en la segunda o tercera lección, el niño de pronto sonrió sardónicamente.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Grigori, mirándolo amenazante por encima de sus gafas.

—Nada, señor. En el primer día creó Dios la luz, y el sol, la luna y las estrellas, en el cuarto. ¿De dónde salía la luz el primer día?

Grigori se quedó estupefacto. El chico miraba con aire burlón al maestro. Incluso había en su mirada algo de arrogancia. Grigori no pudo contenerse. «¡Ya te diré a ti de dónde!», gritó y abofeteó con rabia a su pupilo. El niño aguantó el golpe sin decir una palabra, pero volvió a refugiarse en un rincón varios días. Una semana después, se le declaró por primera vez el mal caduco[18], enfermedad que ya no lo abandonaría el resto de su vida. Al saberlo, Fiódor Pávlovich pareció cambiar repentinamente de opinión sobre el muchacho. Antes, lo miraba con una especie de indiferencia, si bien nunca lo reñía, y cuando se lo encontraba siempre le daba un kopek. Cuando estaba de buen humor, le mandaba algunos dulces de sobremesa. Pero entonces, después de enterarse de la enfermedad, empezó a preocuparse decididamente por él, mandó llamar a un doctor, probaron un tratamiento, pero resultó que la cura no era posible. Tenía, como promedio, un ataque cada mes, a intervalos irregulares. Los ataques también variaban de intensidad, tan pronto eran suaves como virulentos. Fiódor Pávlovich prohibió estrictamente a Grigori cualquier castigo corporal contra el muchacho y empezó a dejarlo subir a sus aposentos. Prohibió también que, por el momento, le hicieran estudiar cualquier cosa. Un día, cuando el chico tenía ya quince años, Fiódor Pávlovich lo descubrió rondando cerca de la biblioteca y leyendo los títulos a través del cristal. En la casa había bastantes libros, como un centenar de tomos, pero nadie había visto nunca a Fiódor Pávlovich con uno entre las manos. Enseguida le dio la llave de la librería a Smerdiakov: «Bueno, lee, serás mi bibliotecario; en lugar de estar ganduleando por el patio, siéntate y lee. Toma, lee esto», y Fiódor Pávlovich le dio Las veladas de Dikanka.[19]

El muchacho lo leyó pero se quedó insatisfecho, no rio ni una vez, al contrario, acabó la lectura con el ceño fruncido.

—¿Qué? ¿No es divertido? —preguntó Fiódor Pávlovich.

Smerdiakov callaba.

—Responde, imbécil.

—Todo lo que está escrito aquí son mentiras —masculló Smerdiakov con una sonrisa irónica.

—Vete al diablo, alma de lacayo. Espera, toma la Historia universal de Smarágdov.[20] Aquí todo es verdad, lee.

Pero Smerdiakov no leyó más de diez páginas de Smarágdov; le pareció aburrido. Así que la biblioteca volvió a cerrarse con llave. Muy pronto, Marfa y Grigori informaron a Fiódor Pávlovich de que Smerdiakov de pronto estaba empezando a dar muestras de una terrible aprensión: ante la sopa, tomaba la cuchara y exploraba en el caldo, inclinado sobre ella, la examinaba, sacaba la cuchara y la inspeccionaba a la luz.

—¿Qué es, una cucaracha? —le preguntaba Grigori.

—Quizá una mosca —observaba Marfa.

El impecable joven nunca respondía, pero procedía de la misma manera con el pan, la carne y toda la comida: levantaba un trozo con el tenedor y lo estudiaba a la luz como con un microscopio y, después de tomarse mucho rato para decidir, se decidía a llevárselo a la boca. «Vaya un señorito nos ha salido», murmuraba Grigori, mirándolo. Fiódor Pávlovich, puesto al corriente de esta nueva cualidad de Smerdiakov, determinó al instante que sería cocinero y lo envió a Moscú a aprender el oficio. Allí pasó varios años y volvió muy cambiado de aspecto. De pronto envejeció de una manera insólita, estaba arrugado de un modo totalmente desproporcionado para su edad, se puso todo amarillo y empezó a parecer un skópets[21]. Moralmente, era casi el mismo que antes de irse; seguía siendo huraño y rehuía el trato, no sentía la menor necesidad de compañía. En Moscú también, como después supieron, siempre estaba callado; la ciudad en sí misma le interesó muy poco, aprendió alguna que otra cosa y a lo demás no le prestó la menor atención. Una vez incluso fue al teatro, pero volvió silencioso y descontento a casa. En cambio, regresó de Moscú muy bien vestido, con una levita limpia y ropa blanca, cepillaba su vestimenta escrupulosamente dos veces al día sin falta y le encantaba lustrar sus botas elegantes, de piel de becerro, con un betún inglés especial, para que relucieran como un espejo. Como cocinero resultó excelente. Fiódor Pávlovich le asignó un salario, y Smerdiakov lo empleaba casi íntegramente en comprar ropa, pomadas, perfumes, etcétera. Parecía desdeñar al sexo femenino tanto como al masculino y se comportaba solemnemente, casi de modo inaccesible, con él. Fiódor Pávlovich empezó a mirarlo desde otro punto de vista. El caso es que sus ataques de mal caduco iban a más, y en esos días quien preparaba la comida era Marfa Ignátievna, lo que no le convenía de ningún modo.

—¿Cómo es que ahora tienes ataques más a menudo? —preguntaba a veces, mirando de soslayo al nuevo cocinero y estudiando su rostro—. Ojalá te casaras con alguien, ¿quieres que te busque mujer?

Pero Smerdiakov, ante esos discursos, solo palidecía del enfado y no respondía nada. Fiódor Pávlovich se iba, dejándolo por imposible. Lo esencial es que estaba convencido de su honradez; de una vez por todas se había convencido de que nunca le cogería ni le robaría nada. Una vez Fiódor Pávlovich, ligeramente borracho, perdió en el patio de su casa, en el barro, tres billetes de cien rublos que acababa de recibir y no se dio cuenta hasta el día siguiente: justo cuando se puso a rebuscar en los bolsillos de pronto vio los tres billetes encima de la mesa. ¿De dónde habían salido? Smerdiakov los había recogido y llevado allí la víspera. «Tipos como tú, hermano, no había visto nunca», dijo bruscamente Fiódor Pávlovich y le regaló diez rublos. Cabe añadir que no solo estaba convencido de la honradez de Smerdiakov, sino que por alguna razón incluso le profesaba amor, aunque el chico también a él lo miraba de reojo, como a los demás, y siempre guardaba silencio. Eran contadas las ocasiones en las que decía algo. Si entonces a alguien se le hubiera ocurrido preguntar, mirándolo, qué interesaba a ese joven y qué tenía en la cabeza, por su cara no se habría podido intuir de ninguna de las maneras. Sin embargo, a veces, en la casa, o bien en el patio o en la calle, se detenía meditabundo y se quedaba así unos buenos diez minutos. Un fisionomista, tras estudiarlo, habría dicho que su cara no expresaba ni pensamiento ni reflexión, sino solo cierta contemplación. El pintor Kramskói[22] tiene un cuadro notable titulado El contemplador que representa un bosque en invierno y, en el bosque, vestido con un pequeño caftán y calzado con zuecos de corteza de tilo, completamente solo en el mundo, en la soledad más profunda, hay un pequeño campesino extraviado; está allí parado como si estuviera reflexionando, pero no reflexiona, sino que «contempla» algo. Si le dieras un empujón, se estremecería y se quedaría mirándote como si acabara de despertarse, pero sin entender nada. Es verdad que volvería en sí al instante pero, si se le preguntase en qué había estado pensando todo ese rato allí parado, lo más probable es que no recordara nada, aunque de seguro guardaría para sí la impresión en la que estaba sumido en su contemplación. Estas impresiones, queridas para él, a buen seguro, las acumula de modo imperceptible e incluso sin darse cuenta, sin saber tampoco con qué finalidad y por qué. Un día, quizá, después de haber acumulado estas impresiones a lo largo de muchos años, lo deje todo y parta a Jerusalén a peregrinar y buscar su salvación, o quizá prenda fuego de repente a su aldea natal, o tal vez suceda lo uno y lo otro. Hay muchos contempladores entre el pueblo. Smerdiakov era sin duda uno de esos contempladores y él también iba acumulando impresiones con avidez, casi sin saber por qué.

VII. Una controversia

Pero la burra de Balaam de pronto se puso a hablar. Y el tema resultó extraño: Grigori, por la mañana, al recoger unas mercancías en la tienda del comerciante Lukiánov, había oído la historia de un soldado ruso que, prisionero de los asiáticos en una lejana región fronteriza, fue constreñido, bajo amenaza de una muerte inmediata y terrible, a abjurar del cristianismo y convertirse al islam, pero se negó a traicionar su fe y aceptó el suplicio, se dejó desollar vivo y murió alabando y glorificando a Cristo, hazaña que se relataba justamente en el periódico recibido ese día. De esto habló Grigori en la mesa. A Fiódor Pávlovich siempre le había gustado, al término de cada comida, a la hora de los postres, reír y charlar, aunque fuera con Grigori. Aquel día se encontraba en un estado de ánimo agradable, se sentía ligero y especialmente expansivo. Sorbiendo coñac y después de haber escuchado hasta el final la noticia, observó que ese soldado merecía ser hecho enseguida santo y que esa piel arrancada había que donarla a algún monasterio: «La de gente y dinero que atraería». Grigori frunció el entrecejo al ver que Fiódor Pávlovich no se había conmovido lo más mínimo y que, según su costumbre habitual, empezaba a blasfemar. En ese momento, Smerdiakov, que estaba en la puerta, sonrió con ironía. Ya hacía tiempo que se le permitía estar a menudo de pie junto a la mesa, es decir, después de la comida. Y, desde que llegó Iván Fiódorovich a nuestra ciudad, se presentaba a la hora de la comida casi todos los días.

—¿Qué te pasa? —preguntó Fiódor Pávlovich, reparando enseguida en su sonrisa y comprendiendo que iba dirigida a Grigori.

—En el caso del que se está hablando —dijo de repente Smerdiakov, de manera sorprendente y con voz estentórea—, y aunque la hazaña de este encomiable soldado ha sido muy grande, señor, tampoco habría sido pecado, en mi opinión, si en una ocasión semejante hubiese repudiado el nombre de Cristo y su propio bautismo para salvar la vida y luego la hubiese dedicado a hacer buenas acciones con las que expiar, a lo largo de los años, esa cobardía.

—¿Cómo que no habría sido pecado? Mientes y por esto irás de cabeza al infierno, donde te asarán como un cordero —replicó Fiódor Pávlovich.

Fue entonces cuando entró Aliosha. Fiódor Pávlovich, como hemos visto, se alegró enormemente al verlo.

—¡Un tema tuyo, un tema tuyo! —exclamaba soltando risillas socarronas, invitando a Aliosha a que se sentara a escuchar.

—Eso que dice del cordero no es así, señor, no habrá nada semejante allí, señor, ni debe haberlo, si hay plena justicia —observó, solemne, Smerdiakov.

—¿Qué quieres decir con eso de que «si hay plena justicia»? —gritó Fiódor Pávlovich aún más alegre, dando un golpe con la rodilla a Aliosha.

—¡Es un canalla, eso es lo que es! —soltó Grigori. Iracundo, lo miró fijamente a los ojos.

—En cuanto a lo de canalla, tómeselo con un poco de calma, Grigori Vasílievich —replicó Smerdiakov, demostrando temple y contención—. Piense más bien que, si yo cayera en manos de esos que torturan a los cristianos y me viera impelido por ellos a maldecir el nombre de Dios y renegar de mi santo bautismo, mi propia razón me autorizaría plenamente a hacerlo, pues no habría pecado alguno en ello.

—¡Esto ya lo has dicho, no seas tan prolijo y demuéstralo! —gritó Fiódor Pávlovich.

—¡Marmitón! —susurró Grigori con desdén.

—Respecto a eso de marmitón, espere también un poco y, antes de insultar, juzgue usted mismo, Grigori Vasílievich. Porque, en cuanto les dijera a mis verdugos: «No, no soy cristiano, ¡maldigo al verdadero Dios!», en ese mismo momento, por el tribunal supremo de Dios, inmediata y específicamente, sería anatema a los ojos de la justicia divina, quedaría maldito y excluido de la Santa Iglesia, como un pagano, de modo que en el instante de proferir estas palabras, qué digo, solo ya con pensar en pronunciarlas, resulto excomulgado, ¿es cierto o no, Grigori Vasílievich? —se dirigía con evidente satisfacción a Grigori, contestando en esencia solo a las preguntas de Fiódor Pávlovich, y se daba perfecta cuenta de ello, pero fingía creer que era Grigori quien se las había formulado.

—¡Iván! —gritó de repente Fiódor Pávlovich—. Inclínate, arrima el oído. Ha arreglado todo esto para ti, quiere ganarse tus elogios. Adelante, dale esa alegría.

Iván Fiódorovich escuchó con total seriedad el anuncio exaltado de su padre.

—Espera, Smerdiakov, cállate un rato —gritó de nuevo Fiódor Pávlovich—. Iván, arrima otra vez el oído.

Iván Fiódorovich volvió a inclinarse, con el aspecto más serio del mundo.

—Te quiero tanto como a Aliosha. No creas que no te quiero. ¿Un poco de coñac?

—Sí —Iván Fiódorovich miró a su padre mientras pensaba: «Has empinado el codo a base de bien». A Smerdiakov lo observaba con mucha curiosidad.

—Tú ya estás maldito y anatematizado —estalló Grigori—, ¿cómo te atreves a hablar después de eso, canalla, si…?

—¡No insultes, Grigori, no insultes! —le interrumpió Fiódor Pávlovich.

—Paciencia, Grigori Vasílievich, un poco más de paciencia y siga escuchando, que todavía no he acabado. Porque en el mismo momento en que sea maldito por Dios, inmediatamente, en ese momento, es decir, en el momento supremo, me convierto en pagano, se me borra el bautismo y no se me imputa nada, ¿no es así?

—Ve acabando, hermano, date prisa y concluye —lo apremió Fiódor Pávlovich, sorbiendo con placer de su copita.

—Pues bien, si no soy ya cristiano, no miento a los verdugos cuando me preguntan: «¿Eres cristiano o no?», pues yo ya había sido privado de mi cristiandad por el propio Dios, sin otra causa que mi intención y antes incluso de que pudiese decir una palabra a mis verdugos. Bien, si he perdido mi condición de cristiano, ¿cómo y con qué derecho podrán pedirme cuentas en el otro mundo, en tanto que cristiano, por haber abjurado de Cristo, cuando por mi mera premeditación yo ya había sido desposeído del bautismo? Si no soy ya cristiano, no puedo abjurar de Cristo, porque eso ya sería cosa hecha. ¿Quién, entonces, allí en el cielo, pediría cuentas a un vil tártaro por no haber nacido cristiano, quién lo castigaría por ello, teniendo en cuenta que no se puede desollar a un buey dos veces? Si Dios omnipotente pide cuentas a un tártaro cuando éste muere, he de creer que lo hará para castigarlo levemente (visto que no es posible que no lo castigue en absoluto), considerando que al fin y al cabo no era culpa suya si nació sucio, de padre y madre sucios. El Señor Dios no puede tomar a un tártaro por la fuerza y afirmar que también él era cristiano, ¿no? Eso significaría que el Omnipotente está diciendo una gran mentira. ¿Y acaso puede el todopoderoso Señor del cielo y la tierra decir una mentira, aunque sea con una sola palabra, señor?

Grigori estaba atónito y miraba al orador con los ojos desorbitados. Aunque no comprendía muy bien lo que se estaba diciendo, de pronto asimiló algo de todo aquel galimatías y se quedó parado con el aspecto de un hombre que acaba de golpearse la frente contra una pared. Fiódor Pávlovich apuró la copita y soltó una ruidosa carcajada.

—¡Alioshka, Alioshka! ¿Has oído eso? ¡Ay, eres un casuista! Eso es que ha estado con los jesuitas en alguna parte, Iván. Ah, jesuita maloliente, ¿quién te ha enseñado eso? Pero mientes, casuista, mientes, mientes y mientes. No llores, Grigori, ahora mismo lo reduciremos a polvo y humo. Contesta a esto, burra: ante tus torturadores puedes tener razón, pero tú mismo has renegado de tu fe y dices que en ese justo momento estás anatematizado y eres maldito y, si estás anatematizado, no te van a obsequiar con caricias en el infierno. ¿Qué dices a esto, mi bello jesuita?

—No cabe duda, señor, que dentro de mí he abjurado, pero aun así no hay en esto un pecado especial y, si hubo un pequeño pecado, fue de lo más corriente, señor.

—¿Cómo, de lo más corriente?

—¡Mientes, maldiiito! —silbó Grigori.

—Juzgue por sí mismo, Grigori Vasílievich —siguió diciendo Smerdiakov con voz grave y sosegada, consciente de su victoria, pero dando como muestras de magnanimidad con el adversario derrotado—, juzgue por sí mismo: está dicho en las Escrituras que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a esta montaña: «Vete de aquí y arrójate al mar», y será hecho enseguida, a la primera orden. Pues bien, Grigori Vasílievich, si yo no soy creyente y usted lo es tanto que me injuria sin cesar, intente decir, señor, a esa montaña no que se arroje al mar (porque el mar queda lejos de aquí) sino que se desplace hasta nuestro riachuelo hediondo, el que discurre detrás de nuestro huerto, y en ese instante verá que nada se mueve, señor, que todo sigue en el mismo orden de antes, intacto, por mucho que usted grite, señor. Y esto significa que usted, Grigori Vasílievich, tampoco cree del modo conveniente, y que no hace sino insultar a los demás de todas las maneras posibles. Y, teniendo en cuenta, además, que nadie en nuestro tiempo, no solo usted, señor, sino decididamente nadie, empezando por las personalidades más elevadas y acabando por el último de los campesinos, puede hacer que se arroje una montaña al mar, salvo quizá una persona en toda la tierra, dos a lo sumo, y que tal vez se encuentren salvando su alma en secreto en algún desierto egipcio, de manera que nadie pueda encontrarlos, y, si eso es así, señor, si todos los demás se revelan como incrédulos, ¿es posible que el resto, es decir, la población de toda la tierra, excepto ese par de ermitaños del desierto, sean malditos por el Señor y, en su misericordia, tan conocida, no perdone a nadie? Por eso, también, tengo la esperanza de que, aun habiendo dudado una vez, seré perdonado cuando derrame lágrimas de arrepentimiento.

—¡Espera! —gritó Fiódor Pávlovich en una apoteosis de exaltación—. ¿Así que aún supones que existen dos hombres capaces de mover montañas? Iván, toma nota, escríbelo: ¡en estas palabras se manifiesta todo el hombre ruso!

—Su observación es del todo justa, éste es un rasgo de la fe popular —asintió Iván Fiódorovich con una sonrisa de aprobación.

—¡Así que estás de acuerdo! ¡Bueno, pues debe de ser así, si hasta tú estás de acuerdo! Alioshka, es verdad, ¿no? Así es la fe rusa, ¿no crees?

—No, la fe de Smerdiakov no es rusa en absoluto —dijo Aliosha con seriedad y firmeza.

—No me refiero a su fe sino a ese rasgo, a esos dos ermitaños del desierto, solo a ese detalle: ¿no es eso ruso, muy ruso?

—Sí, ese detalle es completamente ruso —sonrió Aliosha.

—Tu palabra, burra, vale una moneda de oro y te la mandaré hoy mismo, pero, aun así, en cuanto a todo lo demás, mientes, mientes y mientes; debes saber, tonto, que si aquí no creemos es únicamente por frivolidad, porque no tenemos tiempo: primero, nos abruman las ocupaciones y, segundo, Dios nos ha dado poco tiempo, solo veinticuatro horas al día, así que ni siquiera nos alcanza para dormir lo suficiente, no digo ya para arrepentirnos. ¡Mientras que tú abjuras ante tus torturadores cuando no puedes pensar en otra cosa más que en la fe y precisamente cuando hay que manifestarla! ¿No es eso un pecado, hermano?

—Serlo lo es, pero juzgue por sí mismo, Grigori Vasílievich, eso no hace sino volverlo más leve. Porque, si entonces yo hubiera creído en la verdad absoluta como es debido, habría pecado realmente al no aceptar el martirio por mi fe y al convertirme a la sucia fe de Mahoma. Pero no habría llegado al martirio en ese momento, señor, porque me habría bastado con decir en ese mismo instante a la montaña: «Muévete y aplasta a mi torturador», para que se moviera y lo aplastase como una cucaracha, y yo me habría marchado como si nada, cantando y glorificando a Dios. Pero, si justo en ese momento yo intentara todo eso y deliberadamente gritase a la montaña: «Aplasta a estos torturadores», y ésta no los aplastara, díganme, ¿cómo no habría de dudar entonces, en esa terrible hora de gran miedo mortal? De todos modos, yo ya sabría que no iba a alcanzar plenamente el reino de los cielos (pues, si la montaña no se ha movido ante mis palabras, eso es que no deben de dar mucho crédito a mi palabra allí y que no me aguarda una gran recompensa en el otro mundo). ¿Para qué, entonces, he de dejar, por encima de todo y sin provecho alguno, que me desuellen vivo? Pues, aunque me hubiesen despellejado ya la mitad de la espalda, esa montaña seguiría sin moverse ante mis palabras y mis gritos. En un momento así, no solo pueden asaltarlo a uno las dudas sino que incluso puede perder la cabeza del miedo. Por tanto, ¿de qué sería especialmente culpable si, al no ver provecho ni recompensa aquí ni allí, al menos pusiera a salvo mi piel? Y por eso, confiando mucho en la misericordia de Dios, alimento la esperanza de ser completamente perdonado, señor…

VIII. Ante una copita de coñac

La discusión terminó pero, extrañamente, Fiódor Pávlovich, que antes se había divertido tanto, acabó de pronto con el ceño fruncido. Y con el ceño fruncido se atizó otra copita de coñac, que estaba ya totalmente de más.

—¡Largo de aquí, jesuitas, fuera! —gritó a los criados—. Vete, Smerdiakov. Hoy te mandaré la moneda de oro prometida. No llores, Grigori, vete con Marfa, ella te consolará y te acostará. Esos canallas no le dejan a uno un minuto de tranquilidad después de la comida —dijo bruscamente y con despecho una vez que los criados se hubieron retirado, acatando su orden al instante—. Smerdiakov ahora siempre se planta aquí después de la comida, ¿es en ti en quien tiene tanto interés? ¿Con qué lo habrás engatusado? —añadió dirigiéndose a Iván Fiódorovich.

—Con nada en absoluto —contestó éste—. Se le ha ocurrido respetarme; es un lacayo y un patán. Por lo demás, será carne de cañón de vanguardia cuando llegue el momento.

—¿De vanguardia?

—Habrá otros y mejores, pero también de este tipo. Primero irán éstos y luego los mejores.

—Y ¿cuándo llegará el momento?

—El cohete arderá, pero quizá no hasta el final. Al pueblo, por ahora, no le gusta demasiado escuchar a estos pinches de cocina.

—Así es, hermano, una burra de Balaam como él piensa y piensa, y el diablo sabe hasta dónde pueden llevarlo sus pensamientos.

—Acumula ideas —dijo Iván con una sonrisa burlona.

—Verás, sé muy bien que a mí no me soporta, como tampoco soporta a todos los demás, a ti incluido, aunque creas que «se le ha ocurrido respetarte». Y todavía menos a Aliosha, a quien desprecia. Aunque no roba, ésa es la cuestión, ni es chismoso; calla, no airea los trapos sucios, prepara unas empanadas magníficas; por lo demás, que se vaya al diablo, a decir verdad, ¿de qué sirve hablar de él?

—De nada, desde luego.

—Y, en cuanto a lo que puede llegar a imaginar, al campesino ruso, hablando en general, hay que azotarlo. Siempre lo he afirmado. Nuestro campesino es un estafador, no hay que compadecerlo, y está muy bien que, incluso ahora, de vez en cuando se lleve una zurra. La tierra rusa es fuerte por sus abedules. Si se destruyen los bosques, será el fin para la tierra rusa. Yo estoy a favor de la gente inteligente. Nosotros, con gran inteligencia, hemos dejado de golpear a los campesinos, y ellos mismos siguen azotándose entre sí. Y hacen bien. Con la misma medida con que medís, os medirán a vosotros, ¿se dice así? En una palabra, os medirán. Y Rusia es una porquería. Amigo mío, si supieras cómo odio Rusia… Es decir, no Rusia, sino todos estos vicios… y quizá Rusia, también. Tout cela c’est de la cochonnerie.[23] ¿Sabes lo que me gusta? Me gusta el ingenio.

—Se ha bebido otra copita. Debería parar.

—Espera, me beberé una más y luego otra, entonces pararé. No, espera, me has interrumpido. Al pasar por Mókroie pregunté a un viejo, y me dijo: «Lo que más nos gusta es sentenciar a las muchachas al castigo de azotes, y dejamos a todos los mozos que den los latigazos. Y después, a la que ha recibido el castigo el mozo la toma por esposa, así que ahora, para las propias chicas, se ha convertido en una costumbre». Una especie de marqueses de Sade, ¿no? Di lo que quieras, pero es ingenioso. ¿Por qué no nos acercamos y echamos un vistazo, eh? Alioshka, ¿te has puesto rojo? No te avergüences, hijo. Es una pena que, hace un rato, cuando estaba con el padre higúmeno, no esperase a estar en la mesa para hablarles a los monjes de las chicas de Mókroie. Aliosha, no te enfades por que haya ofendido a tu higúmeno hace un rato. La rabia se apodera de mí, hermano. Porque, si hay Dios, si existe, bueno, entonces, por supuesto, soy culpable y responderé por ello, pero, si no existe en absoluto, ¿qué se merecen entonces esos padres tuyos? No basta con cortarles la cabeza, porque frenan el progreso. ¿Me crees, Iván, que esto desgarra mis sentimientos? No, no me crees, lo veo en tus ojos. Crees lo que dice la gente, que soy solo un bufón. Aliosha, ¿crees que no soy solo un bufón?

—Creo que no es solo un bufón.

—Creo que lo crees y que hablas con sinceridad. Miras con sinceridad y hablas con sinceridad. No como Iván. Iván es altivo… Pero, con todo, yo acabaría con ese pequeño monasterio tuyo. Tomaría todo ese misticismo de una tacada de toda la tierra rusa y lo eliminaría, para hacer entrar en razón de una vez por todas a todos esos imbéciles. ¡Y cuánta plata y cuánto oro entrarían en la casa de la moneda!

—¿Y para qué eliminarlo? —preguntó Iván.

—Para que resplandezca más pronto la verdad, para eso.

—Pero, si esta verdad resplandece, usted sería el primero en ser saqueado y luego… eliminado.

—¡Bah! Quizá tengas razón tú. ¡Ah, qué burro soy! —gritó de repente Fiódor Pávlovich, dándose una leve palmada en la frente—. Bueno, pues en ese caso, que siga en pie tu pequeño monasterio, Alioshka. Y nosotros, gente inteligente, estaremos a resguardo, bien calientes, tomando coñac. ¿Sabes, Iván, que debió de ser Dios quien estableció las cosas de este modo a propósito? Dime, Iván: ¿existe Dios o no? Espera: ¡di la verdad, habla en serio! ¿Por qué te ríes otra vez?

—Me río porque usted mismo, hace un momento, ha hecho una ingeniosa observación sobre la fe de Smerdiakov en la existencia de esos dos eremitas que pueden hacer que se muevan las montañas.

—¿Acaso hay semejanza con lo de ahora?

—Mucha.

—Bueno, eso es que yo también soy un hombre ruso y tengo un rasgo ruso, y a ti, filósofo, puedo encontrarte también un rasgo del mismo género. ¿Quieres que lo haga? Apuesto a que mañana mismo lo encuentro. Pero dime: ¿existe Dios, sí o no? ¡En serio! En este momento necesito que lo digas en serio.

—No, Dios no existe.

—Alioshka, ¿existe Dios?

—Sí.

—Iván, y ¿existe la inmortalidad, sea la que sea, incluso la más pequeña, la más diminuta?

—No, la inmortalidad tampoco existe.

—¿Ninguna?

—Ninguna.

—¿Cero absoluto? ¿O hay algo? ¿Es posible que al menos exista algo? ¡No dirás que no hay nada!

—Cero absoluto.

—Aliosha, ¿existe la inmortalidad?

—Sí.

—¿Y Dios y la inmortalidad?

—Tanto Dios como la inmortalidad. La inmortalidad está en Dios.

—Hum. Probablemente Iván tenga razón. Señor, y ¡pensar todo lo que el hombre ha entregado a la fe, todas las fuerzas que ha gastado en balde en nombre de este sueño y desde hace tantos miles de años! Pero ¿quién se ríe del hombre de ese modo? ¿Iván? Por última vez, definitivamente: ¿existe Dios o no? ¡Te lo pregunto por última vez!

—Y por última vez digo que no.

—Pero, entonces, ¿quién se ríe de la gente, Iván?

—Debe de ser el demonio. —Iván Fiódorovich se sonrió burlonamente.

—¿Y el demonio existe?

—No, el demonio tampoco existe.

—Lástima. Que el diablo me lleve, ¡lo que le haría, después de esto, al primero que inventó a Dios! ¡Sería poco colgarlo de un triste álamo!

—No existiría civilización alguna de no haberse inventado Dios.

—¿No existiría? ¿Sin Dios?

—Así es. Y el coñac tampoco. Con todo, ya va siendo hora de retirárselo a usted.

—Espera, espera, espera, querido mío, una copita más. He ofendido a Aliosha. ¿No estás enfadado conmigo, Alekséi? ¡Mi querido Alekséichik, mi Alekséichik!

—No, no estoy enfadado. Sé cuáles son sus pensamientos. Tiene mejor corazón que cabeza.

—¿Que tengo mejor corazón que cabeza? Señor, ¿y eres tú quien dice eso? Iván, ¿quieres a Aliosha?

—Lo quiero.

—Quiérelo. —Fiódor Pávlovich estaba ya borracho como una cuba—. Escucha, Aliosha, hace un rato cometí una grosería con tu stárets. Pero estaba excitado. Dime, ese stárets tiene ingenio, ¿no te parece, Iván?

—Quizá sí.

—Lo tiene, lo tiene, il y a du Piron là-dedans.[24] Es un jesuita, ruso, quiero decir. Como en toda criatura honrada, bulle una indignación oculta en él, porque debe representar un papel… por el aire de santidad que tiene que darse.

—Pero él cree en Dios.

—Ni por asomo. ¿No lo sabías? Pero si él mismo se lo dice a todos; bueno, no a todos, sino a todas las personas inteligentes que van a visitarlo. Al gobernador Schultz le soltó directamente: credo, pero no sé en qué.

—¿De verdad?

—Así es. Pero lo respeto. Hay algo mefistofélico en él o, mejor, de Un héroe de nuestro tiempo ¿Cómo se llama? ¿Arbenin?[25] En definitiva, es un lujurioso; lo es hasta tal punto que incluso ahora me daría miedo que mi hija o mi mujer fueran a confesarse con él. ¿Sabes? Cuando se pone a contar historias… Hace tres años nos invitó a tomar el té, con un licorcito también (las señoras le mandan licores), y cuando se puso a pintar su pasado nos partíamos de risa… Sobre todo cómo había curado a una paralítica. «Si no me dolieran las piernas, os enseñaría un bailecito.» Qué tipo, ¿eh? «En mis días hice bastantes santas locuras», dijo. Una vez le birló sesenta mil rublos al comerciante Demídov.

—¿Cómo? ¿Se los robó?

—Demídov se los llevó creyendo que era un hombre decente: «Guárdamelos, hermano, mañana vendrán a hacerme un registro». Y él se los guardó. «Los has donado a la Iglesia, ¿no?», le dijo. Y yo le digo: «Eres un canalla». «No —me responde—, no soy un canalla, sino un hombre desprendido…» Aunque no se trataba de él… Se trataba de otro. Lo he confundido con otro… y no me había dado cuenta. Bueno, una copita más y basta; llévate la botella, Iván. Estaba mintiendo, ¿por qué no me has frenado, Iván…? ¿Por qué no me has dicho que estaba mintiendo?

—Sabía que se frenaría usted mismo.

—Mientes, lo has hecho por maldad, solo por maldad. Me desprecias. Has venido a mí y en mi propia casa me desprecias.

—Me voy: el coñac se le sube a la cabeza.

—Te he suplicado en nombre de Cristo que fueras a Chermashniá… un día o dos, y tú no vas.

—Iré mañana, si insiste tanto.

—No irás. Quieres quedarte aquí para espiarme, eso es lo que quieres, alma pérfida; por eso no te vas, ¿eh?

El viejo no se calmaba. Había llegado a ese punto de embriaguez en que ciertos borrachos, hasta entonces tranquilos, de repente quieren enfurecerse y alardear.

—¿Qué haces mirándome así? ¿Qué ojos son ésos? Tus ojos me miran y me dicen: «Cerdo borracho». Ojos suspicaces, ojos desdeñosos… Has venido aquí con algo en la cabeza. Aliosha me mira y sus ojos brillan. Aliosha no me desprecia. Alekséi, no quieras a Iván…

—¡No la tome con mi hermano! Deje de ofenderlo —dijo de repente Aliosha con firmeza.

—Está bien, como quieras. Huy, me duele la cabeza. Llévate el coñac, Iván, es la tercera vez que te lo digo. —Se quedó pensativo y bruscamente asomó a sus labios una sonrisa larga y astuta—. No te enfades, Iván, con este viejo enclenque. Sé que no me quieres, pero no te enfades. No hay motivos para quererme. Irás a Chermashniá, luego yo iré a buscarte y te llevaré un regalo. Te enseñaré allí a una chica a la que le tengo echado el ojo hace tiempo. Ahora va descalza. No tengas miedo de las chicas descalzas, no las desprecies: ¡son perlas! —Y se dio un sonoro beso en la punta de los dedos—. Para mí —se reanimó de pronto todo él, como si por un momento, al tocar su tema preferido, se le hubiera pasado la borrachera—, para mí… ¡Ay, muchachos! Hijos míos, cerditos míos, para mí… ¡En toda mi vida no ha habido una mujer fea, ésa es mi norma! ¿Podéis entenderlo? ¿Cómo vais a entenderlo, vosotros? Todavía tenéis leche en las venas en lugar de sangre, ¡no habéis salido del cascarón! Conforme a mi norma, en cada mujer se puede encontrar, maldita sea, algo de extraordinario interés, algo que no encontrarás en ninguna otra: solo hay que saber encontrarlo, ¡ése es el truco! ¡Es un talento! Para mí, no hay mujeres feas: el mero hecho de que una mujer sea mujer ya es la mitad de todo… Pero ¡cómo vais a entenderlo vosotros! Incluso en las solteronas a veces se encuentra algo que te hace maravillarte de todos los imbéciles que las han dejado envejecer sin haberse percatado hasta entonces. Con una descalza y una fea lo primero que hay que hacer es sorprenderla, así es como hay que abordarla. ¿No lo sabías? Hay que asombrarla hasta que esté eufórica, impresionada, avergonzada de que semejante señor se haya enamorado de una criatura mugrienta como ella. Es verdaderamente magnífico que siempre haya habido y siempre vaya a haber granujas y señores en el mundo, y que siempre haya habido, por tanto, una fregona, y siempre con su señor, y ¡esto es lo único que uno necesita en la vida para ser feliz! Espera… Escucha, Alioshka, a tu difunta madre yo siempre la sorprendía, aunque el resultado era distinto. No solía acariciarla, pero de repente, cuando llegaba el momento, todo yo me desmoronaba ante ella, me arrastraba de rodillas, le besaba los pies, y cada vez, cada vez (me acuerdo aún como si fuera hoy) le causaba una risita convulsa, timbrada, no fuerte, nerviosa, especial. La única manera de reír que ella tenía. Sabía que así era como solía manifestarse su enfermedad, que al día siguiente se pondría a gritar como una histérica y que la risita de aquel momento no era ningún signo de entusiasmo, sino solo una apariencia de entusiasmo. ¡Eso es lo que significa saber encontrar en cada cosa el punto bueno! Un día, Beliavski (un hombre apuesto y adinerado que le hacía la corte y había empezado a hacerme visitas) de pronto vino y me dio un bofetón en la cara, delante de ella. Y pensé que ella, aunque era como una ovejita, me zurraría por ese bofetón, por cómo la emprendió conmigo: «Te ha pegado, te ha pegado —decía—. ¡Te ha dado un bofetón! Querías venderme a él… —decía—. ¿Cómo se ha atrevido a pegarte en mi presencia? ¡Y tú no te atrevas a acercarte a mí nunca más, nunca! ¡Ahora, corre y rétalo a duelo…!». La llevé entonces al monasterio, para calmarla, los santos padres la reprendieron. Pero lo juro ante Dios, Aliosha, ¡nunca maltraté a mi pequeña histérica! Excepto una vez, todavía era el primer año: ella rezaba mucho entonces, observaba especialmente las fiestas de la Madre de Dios, y entonces me echaba de la habitación y me mandaba al despacho. «¡Ya verás cómo te curo de este misticismo!» pensé. «Mira —le dije—, aquí tienes tu icono, aquí está, y ahora lo descuelgo. Ahora mira. ¡Tú crees que es milagroso, pero ahora le escupiré delante de ti y no me pasará nada…!» Cuando lo vio, Señor, pensé que iba a matarme; pero solo se puso de pie de un salto, juntó las manos, luego se cubrió repentinamente el rostro, comenzó a temblar y cayó al suelo… Se desplomó… ¡Aliosha, Aliosha! ¿Qué tienes, qué te pasa?

El viejo saltó de su asiento, presa del pánico. Desde el momento en que había empezado a hablar de su madre, la expresión de Aliosha había ido mudando poco a poco. Se ruborizó, empezaron a arderle los ojos, se le estremecieron los labios… El viejo borracho siguió farfullando y no se dio cuenta de nada hasta el momento en que algo muy extraño le ocurrió a su hijo, lo mismo que acababa de contar sobre la «histérica» se repitió en él punto por punto. Aliosha saltó de repente de detrás de la mesa, exactamente igual que había hecho su madre según el relato de Fiódor Pávlovich, juntó las manos, luego se cubrió con ellas el rostro, se desmoronó en la silla mientras todo él se ponía a temblar, sacudido por un ataque histérico de lágrimas repentinas, convulsas y silenciosas. Fue el extraordinario parecido con la madre lo que impresionó sobre todo al viejo.

—¡Iván, Iván! ¡Rápido, traedle agua! ¡Es como ella, exactamente igual que ella, su madre hizo lo mismo aquella vez! Rocíalo con agua de tu boca, así hacía yo con ella. Es por su madre, es por su madre… —le murmuraba a Iván.

—Pero su madre, creo, también era la mía, ¿no le parece? —estalló Iván con un irrefrenable y colérico desprecio. El destello de sus ojos sobresaltó al viejo. Pero entonces sucedió algo muy extraño, aunque solo por un segundo: pareció que el viejo hubiera olvidado de verdad que la madre de Aliosha también era la madre de Iván…

—¿Qué quieres decir con eso de tu madre? —balbuceó sin entender—. ¿De qué hablas…? ¿La madre de quién…? ¿Es que ella…? ¡Ah, diablo! ¡Claro que también es la tuya! ¡Ah, diablo! ¿Sabes, amigo? La cabeza nunca se me había ofuscado tanto. Perdona, Iván, pensaba… ¡Je, je, je!

Se detuvo. Una larga sonrisa de borracho, casi estúpida, le deformaba el rostro. Y de pronto, en ese mismo instante, resonó en la entrada una algarabía y un estruendo tremendo, se oyeron gritos furiosos, la puerta se abrió de par en par y en la sala irrumpió Dmitri Fiódorovich. El viejo, aterrorizado, se precipitó sobre Iván.

—¡Me matará! ¡Me matará! ¡No me dejes, no me dejes! —gritaba aferrado al faldón del abrigo de Iván Fiódorovich.

IX. Los lujuriosos

Justo detrás de Dmitri Fiódorovich irrumpieron también en la sala Grigori y Smerdiakov. Ya en la entrada habían forcejeado con él para no dejarlo pasar (siguiendo instrucciones dadas por el propio Fiódor Pávlovich algunos días antes). Aprovechando que Dmitri Fiódorovich, después de entrar impetuosamente en la sala, se había detenido un minuto buscando algo con la mirada, Grigori corrió al otro lado de la mesa, cerró los dos batientes de la puerta de enfrente, la que conducía a las habitaciones interiores, y se apostó delante de la puerta cerrada con los brazos cruzados sobre el pecho, dispuesto a defender la entrada, por decirlo así, hasta su última gota de sangre. Al verlo, Dmitri lanzó no ya un grito sino un aullido y se abalanzó sobre Grigori.

—¡Así que está ahí! ¡La han escondido ahí! ¡Fuera, canalla!

Quiso apartar a Grigori, pero éste lo empujó hacia atrás. Fuera de sí de rabia, Dmitri hizo un movimiento amplio con el brazo y lo golpeó con todas sus fuerzas. El viejo cayó de bruces contra el suelo, y Dmitri, saltando por encima de él, forzó la puerta. Smerdiakov no se había movido del otro extremo de la sala, pálido y trémulo, apretándose contra Fiódor Pávlovich.

—Ella está aquí —gritaba Dmitri Fiódorovich—, la acabo de ver doblando la esquina, pero no he podido alcanzarla. ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Ese grito, el de: «¡Ella está aquí!», causó un efecto increíble en Fiódor Pávlovich. Toda su sensación de miedo se evaporó.

—¡Detenedlo, detenedlo! —vociferó y se lanzó corriendo detrás de Dmitri Fiódorovich.

Grigori, entretanto, se había levantado del suelo, pero todavía estaba aturdido. Iván Fiódorovich y Aliosha corrieron detrás de su padre. En la tercera habitación se oyó de pronto que algo caía al suelo y se hacía añicos: era un gran jarrón de cristal (de escaso valor) sobre un pedestal de mármol que Dmitri Fiódorovich había volcado al pasar corriendo.

—¡Cogedlo! —se desgañitaba el viejo—. ¡Ayuda!

Iván Fiódorovich y Aliosha alcanzaron finalmente al viejo y a la fuerza lo hicieron volver al salón.

—¿Por qué lo persigue? ¡Si cae usted en sus manos lo matará! —gritó, enfurecido, Iván Fiódorovich a su padre.

—Vánechka, Lióshechka, ella debe de estar aquí, Grúshenka está aquí. Él mismo ha dicho que la ha visto pasar…

Balbuceaba. No esperaba a Grúshenka esta vez y, de pronto, la noticia de que estaba allí le hizo perder por completo la cabeza. Temblaba todo él, como si hubiese enloquecido.

—Pero ¡si usted mismo ha visto que no ha venido! —gritaba Iván.

—¿Quizá por esa entrada?

—Pero si está cerrada y usted tiene la llave…

Dmitri de pronto apareció otra vez en el salón. Por supuesto, había encontrado esa puerta cerrada, y la llave, en efecto, estaba guardada en el bolsillo de Fiódor Pávlovich. Todas las ventanas de todas las habitaciones estaban también cerradas; no había modo, por tanto, de que Grúshenka hubiese podido entrar ni tampoco salir de allí.

—¡Cogedlo! —gritó Fiódor Pávlovich en cuanto divisó de nuevo a Dmitri—. ¡Me está robando el dinero que tenía en el dormitorio!

Y, zafándose de Iván, volvió a abalanzarse sobre Dmitri. Pero éste alzó las manos, agarró al viejo por los dos últimos mechones de pelo que le quedaban en las sienes, le dio un tirón y lo lanzó con estruendo contra el suelo. Todavía tuvo tiempo de golpear dos o tres veces al caído en la cara con el tacón. El viejo empezó a gemir ruidosamente. Iván Fiódorovich, aun no siendo tan fuerte como su hermano Dmitri, lo agarró con los dos brazos y, con todas sus fuerzas, logró separarlo del viejo. Aliosha también ayudó con sus exiguas fuerzas, sujetando a su hermano por delante.

—¡Loco, lo has matado! —gritó Iván.

—¡Es lo que se merece! —exclamó, jadeante, Dmitri—. Y si no lo he matado esta vez, volveré para matarlo. ¡No podréis salvarlo!

—¡Dmitri! ¡Sal de aquí ahora mismo, fuera! —gritó Aliosha con tono autoritario.

—¡Alekséi! Dímelo tú, solo a ti te creeré: ¿ha estado ella aquí sí o no? La he visto con mis ojos hace un momento, venía del callejón hacia aquí, pegada a la valla. La he llamado, y se ha ido corriendo…

—Te juro que no ha estado y que nadie la esperaba aquí.

—Pero si la he visto… Así que ella… Ahora mismo descubriré dónde está… ¡Adiós, Alekséi! A Esopo, ahora, ni una palabra sobre el dinero, ve enseguida a ver a Katerina Ivánovna, sin falta: «Me manda que la salude con una reverencia, me manda que la salude con una reverencia, ¡con una reverencia! ¡Precisamente con una reverencia, y se despide de usted!». Descríbele la escena.

Entretanto, Iván y Grigori habían levantado al viejo para sentarlo en una butaca. Tenía el rostro ensangrentado, pero estaba consciente y escuchaba con avidez los gritos de Dmitri. Seguía imaginando que Grúshenka estaba de veras en algún lugar de la casa. Dmitri Fiódorovich le lanzó una mirada de odio al marcharse.

—¡No tengo remordimientos por tu sangre! —exclamó—. Vete con cuidado, viejo, ¡acaricia tu sueño porque yo también tengo el mío! Soy yo quien te maldice y reniega de ti para siempre…

Y salió corriendo.

—¡Está aquí, seguro que está aquí! Smerdiakov, Smerdiakov —ronqueó con una voz apenas audible el viejo, mientras llamaba a Smerdiakov con un dedo.

—No está aquí, no, viejo loco —le gritó Iván con rabia—. ¡Y ahora le da un desmayo! ¡Agua, una toalla! ¡Muévete, Smerdiakov!

Smerdiakov se fue corriendo en busca de agua. Acabaron por desvestir al viejo, lo llevaron al dormitorio y lo metieron en la cama. Le envolvieron la cabeza con una toalla húmeda. Debilitado por el coñac, por las fuertes impresiones y por los golpes, en cuanto rozó la almohada cerró los ojos y se durmió en un instante. Iván Fiódorovich y Aliosha volvieron al salón. Smerdiakov recogía los fragmentos del jarrón roto, y Grigori estaba junto a la mesa, con la cabeza gacha y un aire sombrío.

—¿No sería mejor que te refrescaras la cabeza y también te acostaras? —le dijo Aliosha a Grigori—. Lo cuidaremos nosotros; mi hermano te ha pegado de un modo horrible y doloroso… en la cabeza.

—¡Ha osado conmigo! —pronunció de un modo lúgubre y con énfasis.

—¡También «ha osado» con padre, no solo contigo! —observó, torciendo la boca, Iván Fiódorovich.

—Y yo, que lo lavaba en la tina… ¡Ha osado conmigo! —repetía Grigori.

—Diablo, si no lo aparto quizá lo hubiese matado. ¿Es que se necesita mucho para acabar con ese Esopo? —musitó Iván Fiódorovich a Aliosha.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Aliosha.

—¿Por qué no va a quererlo? —siguió diciendo en un susurro Iván, con el rostro contraído por la rabia—. Un reptil devorará a otro reptil, ¡ni más ni menos lo que se merecen!

Aliosha se estremeció.

—No permitiré que se cometa un asesinato, desde luego, como no lo he permitido hace un momento. Quédate aquí, Aliosha, mientras salgo a pasear por el patio. Empieza a dolerme la cabeza.

Aliosha fue al dormitorio de su padre y pasó cerca de una hora sentado a la cabecera de la cama, detrás de un biombo. El viejo de pronto abrió los ojos y estuvo un buen rato mirando a Aliosha en silencio, tratando visiblemente de hacer memoria y reordenar las ideas. De repente se reflejó una insólita agitación en su rostro.

—Aliosha —susurró, temeroso—, ¿dónde está Iván?

—En el patio, le duele la cabeza. Vela por nosotros.

—¡Dame el espejito, está ahí, dámelo!

Aliosha le alcanzó un espejito redondo y plegable que estaba en la cómoda. El viejo se miró: se le había hinchado bastante la nariz y tenía en la frente, sobre la ceja izquierda, un gran moratón.

—¿Qué dice Iván? Aliosha, querido mío, mi único hijo, tengo miedo de Iván. Tengo más miedo de él que del otro. Al único que no tengo miedo es a ti…

—No tenga miedo de Iván tampoco. Iván se enfada, pero le protegerá.

—¿Y qué pasa con el otro, Aliosha? ¡Se ha ido corriendo con Grúshenka! Querido ángel, dime la verdad: ¿ha estado aquí antes Grúshenka, o no?

—Nadie la ha visto. Es un engaño, ¡no ha estado aquí!

—Pero ¡es que Mitka quiere casarse con ella, casarse!

—Ella no consentirá.

—¡No consentirá, no lo hará, no lo hará, por nada del mundo…! —El viejo se estremeció de alegría con todo su ser, como si en ese instante no pudieran decirle nada más agradable. Eufórico, cogió la mano de Aliosha y la estrechó con fuerza contra su corazón. Incluso las lágrimas brillaron en sus ojos.

—Ese pequeño icono, el de la Madre de Dios, ése del que te hablaba antes, tómalo y llévatelo. Y te permito que vuelvas al monasterio… Antes bromeaba, no te enfades. Me duele la cabeza, Aliosha… Liosha, calma mi corazón, sé un ángel, ¡dime la verdad!

—¿Se refiere a si ella ha estado o no aquí? —preguntó Aliosha con tristeza.

—No, no, no, te creo, pero escucha: pasa a ver a Grúshenka o arréglatelas para verla; pregúntaselo cuanto antes y trata de adivinarlo con tus propios ojos: ¿a quién prefiere, a mí o a él? ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Puedes hacerlo o no?

—Si la veo, se lo preguntaré —murmuró Aliosha, turbado.

—No, ella no te lo dirá —lo interrumpió el viejo—. Es muy lista. Empezará a besarte y te dirá que quiere casarse contigo. Es una embustera, una desvergonzada. No, no debes ir a verla, no debes.

—Y no estaría nada bien, padre, nada bien.

—¿Adónde te mandaba él hace un rato, cuando te gritaba: «Ve», mientras se iba corriendo?

—A casa de Katerina Ivánovna.

—¿Por dinero? ¿Quiere dinero?

—No, no por dinero.

—Él no tiene dinero, ni una moneda. Escucha, Aliosha, me pasaré la noche acostado dándole vueltas a la cabeza. Puedes irte. Quizá te la encuentres… Pero ven a verme mañana por la mañana sin falta; sin falta. Mañana te diré una cosita, ¿te pasarás?

—Sí.

—Si vienes, haz como si hubiera sido idea tuya venir a visitarme. No le digas a nadie que te he llamado yo. No le digas ni una palabra a Iván.

—Está bien.

—Adiós, ángel mío, hace un momento has intercedido por mí, nunca lo olvidaré. Te diré una cosita mañana… Solo tengo que reflexionar un poco más…

—Pero, ahora, ¿cómo se siente?

—Mañana, mañana mismo me levantaré en perfecto estado. ¡Muy bien, muy bien, muy bien!

Al pasar por el patio, Aliosha se encontró con su hermano Iván en un banco junto a la puerta. Escribía algo en su cuaderno con un lápiz. Aliosha le dijo a Iván que el viejo se había despertado, que estaba consciente y que le dejaba pasar la noche en el monasterio.

—Aliosha, sería un placer verte mañana por la mañana —dijo con amabilidad Iván mientras se levantaba. Esa amabilidad pilló totalmente desprevenido a su hermano.

—Mañana iré a casa de las Jojlakova —respondió Aliosha—. Quizá también vaya a casa de Katerina Ivánovna, si no la encuentro ahora…

—¿Así que ahora vas a casa de Katerina Ivánovna? A «saludarla con una reverencia», ¿no es así? —Iván sonrió de repente.

Aliosha se turbó.

—Creo haberlo entendido todo por esas exclamaciones de hace un rato y por ciertas cosas que pasaron antes. Dmitri seguramente te haya pedido que vayas a verla y le digas que… Bueno… Bueno, en pocas palabras, ¡que le dice adiós con una reverencia!

—¡Hermano! ¿Cómo terminará todo este horror entre padre y Dmitri? —exclamó Aliosha.

—Es imposible hacer pronósticos certeros. Quizá todo quede en nada: la historia se irá esfumando. Esa mujer es una fiera. En cualquier caso, hay que impedir que el viejo salga de casa, y a Dmitri no hay que dejarlo entrar.

—Hermano, deja que te pregunte algo más: ¿es posible que un hombre tenga derecho a decidir, mirando al resto de la humanidad, quién es digno de vivir y quién no?

—¿Por qué mezclar en esto el criterio de si se es digno o no? Esta cuestión se suele decidir en el corazón de los hombres no en virtud de los méritos sino de otras razones mucho más naturales. En cuanto al derecho, dime, ¿quién no tiene derecho a desear?

—Pero ¡no la muerte de otro!

—¿Y si fuese incluso la muerte? ¿Para qué mentirnos a nosotros mismos cuando todo el mundo vive así y quizá ni siquiera se puede vivir de otro modo? ¿Me lo preguntas por lo que he dicho antes, lo de que «un reptil devorará a otro reptil»? En ese caso, déjame que te pregunte: ¿me consideras capaz, como Dmitri, de verter la sangre de Esopo, bueno, de matarlo? ¿Eh?

—¡Qué dices, Iván! ¡Nunca he pensado nada semejante! Y a Dmitri tampoco lo considero…

—Gracias, aunque solo sea por esto —Iván le sonrió—. Que sepas que yo siempre lo defenderé. En cuanto a mis deseos, sin embargo, me reservo en este caso plena libertad. Nos vemos mañana. No me condenes ni me mires como si fuera un villano —añadió con una sonrisa.

Se estrecharon la mano con fuerza, como nunca. Aliosha tuvo la sensación de que su hermano había dado un primer paso hacia él y de que lo había hecho por alguna razón, sin duda con algún propósito.

X. Las dos juntas

Pero Aliosha salió de la casa de su padre más abatido y decaído que cuando había entrado. Tenía la cabeza, también, como fragmentada y dispersa y, al mismo tiempo, sentía miedo de unir lo disperso y sacar una conclusión general de todas las dolorosas contradicciones experimentadas aquel día. Había algo que casi rayaba en la desesperación y que nunca había sentido el corazón de Aliosha. Y por encima de todo se alzaba, como una montaña, esa cuestión importante, fatídica e irresoluble: ¿cómo acabaría todo entre su padre y su hermano Dmitri con esa terrible mujer? Ahora él mismo había sido testigo. Había estado presente y los había visto al uno frente al otro. Por lo demás, solo su hermano Dmitri podía resultar desdichado, completa y terriblemente desdichado: le acechaba una desgracia innegable. Además, había otras personas involucradas en todo ese asunto y quizá mucho más de lo que le había parecido antes. Incluso resultaba algo enigmático. Su hermano Iván había dado un paso hacia él, algo que Aliosha llevaba mucho tiempo deseando, pero ahora, por algún motivo, sentía miedo de ese acercamiento. ¿Y aquellas mujeres? Era extraño: poco antes se encaminaba a casa de Katerina Ivánovna con gran turbación, pero ahora ya no sentía ninguna; al contrario, había apretado el paso, como si esperase recibir alguna indicación de ella. Pero transmitirle el mensaje era ahora, a todas luces, más difícil que antes: el problema de los tres mil rublos se había zanjado de manera definitiva, y su hermano Dmitri, sintiéndose ahora vil y desesperanzado, sin duda ya no se detendría ante ninguna caída. Además, le había ordenado que informara a Katerina Ivánovna de la escena que acababa de producirse en casa del padre.

Eran ya las siete de la tarde y oscurecía cuando Aliosha entró en casa de Katerina Ivánovna, una casa muy confortable y espaciosa en la calle Mayor. Aliosha sabía que vivía con dos tías. Una de ellas, en realidad, solo era tía de su hermana Agafia Ivánovna; era aquella persona silenciosa que, junto a su hermana, la había cuidado en casa de su padre a su regreso del instituto. La otra tía, en cambio, era una elegante y majestuosa señora de Moscú, aunque pobre. Corría la voz de que ambas se subordinaban en todo a Katerina Ivánovna y vivían con ella solo por guardar las apariencias. Katerina Ivánovna, por su parte, se sometía únicamente a su bienhechora, la viuda del general, que seguía viviendo en Moscú a causa de su enfermedad y a la que estaba obligada a enviarle dos cartas por semana con noticias detalladas.

Cuando Aliosha entró en el vestíbulo y pidió a la doncella que le acababa de abrir que anunciara su presencia, en el salón, por lo visto, ya estaban al corriente de su llegada (quizá lo hubiesen visto por la ventana), pues Aliosha enseguida oyó un ruido, algunos pasos de mujer apresurados, el frufrú de vestidos, como si dos o tres mujeres se alejaran a toda prisa. A Aliosha le pareció extraño que su llegada pudiera causar tanto revuelo. Sin embargo, enseguida lo hicieron pasar al salón. Era una pieza amplia, adornada con muebles elegantes y copiosos, para nada a la moda provinciana. Había muchos sofás, divanes, sillones, mesas pequeñas y grandes; había cuadros en las paredes, jarrones y lámparas en las mesas y muchas flores, incluso un acuario junto a una ventana. Debido al crepúsculo el salón estaba un poco oscuro. En un sofá donde evidentemente alguien había estado sentado Aliosha vio abandonada una mantilla de seda y en la mesa situada enfrente del sofá dos tazas de chocolate a medio tomar, bizcochos, un plato de cristal con pasas negras y otro con bombones. Habían recibido a un invitado. Aliosha intuyó que había llegado cuando tenían visita y frunció el ceño. Pero en ese instante se levantó un cortinón y, con pasos rápidos, apresurados, entró Katerina Ivánovna, con una sonrisa radiante y extasiada, alargando las dos manos a Aliosha. En el mismo instante entró una criada y puso sobre la mesa dos velas encendidas.

—¡Gracias a Dios que por fin ha venido! ¡He rezado todo el día a Dios para que viniese! Siéntese.

La belleza de Katerina Ivánovna ya había impresionado a Aliosha anteriormente, cuando su hermano Dmitri, tres semanas antes, lo había llevado a la casa de la joven por primera vez para hacer las presentaciones y que se conocieran, por expreso e insistente deseo de ella. En aquel encuentro, no obstante, no habían conversado. Suponiendo que Aliosha se sentiría muy confundido, Katerina Ivánovna, en cierto modo, se había apiadado de él y se había pasado todo el rato hablando con Dmitri Fiódorovich. Aliosha había guardado silencio, pero se había percatado de muchas cosas. Le sorprendió el carácter imperioso, la orgullosa desenvoltura y el aplomo de la arrogante muchacha. Y todo eso era incuestionable. Aliosha sintió que no estaba exagerando. Le pareció que sus grandes y ardientes ojos negros eran magníficos y que armonizaban especialmente con su cara alargada y pálida, incluso de una lividez un poco amarillenta. Pero en esos ojos, lo mismo que en el contorno de sus encantadores labios, había algo de lo que su hermano, por supuesto, podía enamorarse locamente, aunque quizá no amar por mucho tiempo. Casi le había expuesto directamente lo que pensaba a Dmitri, cuando éste, después de la visita, lo apremió para que no le escondiera cuáles eran sus impresiones después de ver a su novia.

—Serás feliz con ella, pero quizá… no con una felicidad serena.

—Así es, hermano, las mujeres como ella no cambian, no se resignan al destino. ¿Así que crees que no la amaré eternamente?

—No, es posible que la ames eternamente, pero quizá no seas siempre feliz con ella.

Aliosha dio entonces su opinión, ruborizándose y sintiéndose molesto consigo mismo por haberse rendido ante los ruegos de su hermano y haber expresado aquellos «estúpidos» pensamientos. Porque su opinión a él mismo se le antojó terriblemente estúpida en cuanto la hubo expresado. Y se avergonzó de haber manifestado un juicio tan categórico sobre una mujer. Tanto mayor fue su estupor cuando se dio cuenta, apenas posó la mirada sobre Katerina Ivánovna, que acudía solícita a su encuentro, de que quizá aquel día hubiese cometido un error garrafal. Esta vez su rostro resplandecía con una amabilidad genuina y sencilla, con sinceridad efusiva y directa. De todo el «orgullo y arrogancia» que tanto le habían impresionado entonces ¡ahora solo quedaba una energía audaz y noble y una fe clara y poderosa en sí misma! Aliosha comprendió, desde la primera mirada, desde las primeras palabras, que toda la tragedia de su situación respecto al hombre que tanto amaba ya no era en absoluto un misterio para ella y que quizá lo supiera ya todo, decididamente todo. Sin embargo, a pesar de eso, había tanta luz en su rostro, tanta fe en el futuro, que Aliosha de repente se sintió grave y conscientemente culpable delante de ella. Fue vencido y cautivado al mismo tiempo. Notó, en cambio, desde sus primeras palabras, que Katerina Ivánovna era presa de una fuerte excitación, quizá muy poco común en ella: una excitación que incluso casi parecía una especie de éxtasis.

—¡Le he esperado tanto, porque solo por usted puedo saber ahora toda la verdad, por usted y por nadie más!

—He venido… —musitó Aliosha, confundiéndose—, yo… Él me ha mandado…

—¡Ah, él le ha mandado! Bueno, tenía el presentimiento. ¡Ahora lo sé todo, todo! —exclamó Katerina Ivánovna y de pronto le brillaron los ojos—. Espere, Alekséi Fiódorovich, antes que nada le explicaré por qué le esperaba con tanta impaciencia. Verá, quizá yo sepa incluso muchas más cosas que usted; lo que necesito de usted no son noticias. Esto es lo que necesito: tengo que conocer su impresión personal, su última impresión de él, necesito que me diga sin el menor disimulo y con total claridad, incluso con crudeza (¡oh, con toda la crudeza que quiera!), cómo lo ve usted ahora y cómo ve su situación después de haberse encontrado hoy con él. Quizá sería mejor si yo misma, a quien él ya no desea volver a ver, pudiera hablar con él personalmente. ¿Entiende lo que quiero de usted? Ahora dígame con qué mensaje le envió a mí (¡sabía que le mandaría a usted!): dígamelo sin más, hasta la última palabra…

—Dice que… la saluda con una reverencia y que nunca volverá… y que la salude con una reverencia.

—¿Que me saluda con una reverencia? ¿Lo ha dicho así, lo ha expresado de esa manera?

—Sí.

—¿No lo habrá dicho como de pasada, por casualidad, no habrá utilizado una palabra equivocada en lugar de la que correspondía?

—No, me ha ordenado precisamente que le transmitiera esas palabras: «la saluda con una reverencia». Me lo ha pedido como tres veces, para que no se me olvidara.

Katerina Ivánovna se ruborizó.

—Ayúdeme ahora, Alekséi Fiódorovich, ahora necesito también su ayuda. Le diré lo que pienso y usted simplemente dígame si es cierto o no. Escuche, si él le hubiese pedido que me saludara con una reverencia, como de pasada, sin insistir en esas palabras, sin subrayarlas, sería que todo… ¡Que todo ha terminado! Pero, si ha insistido de un modo especial, si le ha encargado de un modo especial que no se olvidara de transmitirme esa reverencia, ¿no estaría él, quizá, muy excitado y fuera de sí? ¡Ha tomado una decisión y se ha asustado de ella! No se ha apartado de mí con paso firme, sino que se ha despeñado por una montaña. La insistencia en esa palabra quizá solo indique una fanfarronada…

—¡Así es, así es! —confirmó Aliosha con ímpetu—. También yo tengo ahora esta impresión.

—¡Si es así, aún no está perdido! Solo está desesperado, pero todavía puedo salvarlo. Espere: ¿le ha dicho algo de dinero, de tres mil rublos?

—No solo es que me lo dijera, sino que quizá eso es lo que más le torturaba. Decía que ahora carecía de honor y que todo le era indiferente —respondió Aliosha, acalorado, sintiendo con toda el alma que la esperanza afluía a su corazón y que, en realidad, había salida y salvación para su hermano—. Pero es que… ¿usted sabe lo del dinero? —añadió y de pronto se detuvo en seco.

—Hace tiempo que lo sé, y con certeza. Mandé un telegrama a Moscú para preguntarlo y hace tiempo que sé que no recibieron el dinero. Él no lo mandó, pero yo no dije nada. La semana pasada me enteré de cuánto necesitaba el dinero y de que aún necesita más… Me he puesto un solo objetivo en todo esto: que sepa a quién dirigirse, quién es su amigo más fiel. No, no quiere creer que yo soy su amigo más fiel; nunca ha querido conocerme, me mira solo como mujer. Durante toda la semana me ha atormentado una terrible preocupación: ¿qué hacer para que no se avergüence de mí por haber gastado esos tres mil rublos? Que se avergüence ante todos, y también ante sí mismo, pero no ante mí. A Dios se lo dice todo sin avergonzarse. ¿Por qué, entonces, no sabe aún cuánto puedo sufrir por él? ¿Por qué, por qué no me conoce? ¿Cómo se atreve a no conocerme después de todo lo que hubo? Quiero salvarlo para siempre. ¡Que olvide que soy su prometida! ¡Y ahora tiene miedo ante mí por su honor! No tuvo miedo de abrirse ante usted, ¿verdad, Alekséi Fiódorovich? ¿Por qué no he merecido yo todavía lo mismo?

Las últimas palabras las pronunció con lágrimas; acababan de anegarse en lágrimas sus ojos.

—Debo informarla —dijo Aliosha, con la voz también trémula— de lo que acaba de pasar con mi padre. —Y le contó toda la escena, le contó que lo habían mandado a pedir dinero, que su hermano había irrumpido en el salón y que había golpeado a su padre, para luego pedirle a él, una vez más y con particular y apremiante insistencia, que fuera a «saludarla con una reverencia»—. Se fue a ver a esa mujer… —añadió en voz baja Aliosha.

—¿Y usted cree que no soportaré a esa mujer? ¿Cree él que no la soportaré? Pero no se casará con ella. —Y rompió a reír con nerviosismo—. ¿Puede un Karamázov arder con semejante pasión eternamente? Es pasión, no amor. No se casará, porque ella no consentirá… —Katerina Ivánovna de pronto volvió a sonreír de una manera extraña.

—Quizá se case con ella —dijo Aliosha con tristeza, bajando la mirada.

—¡No se casará con ella, se lo digo! Esa chica es un ángel, ¿lo sabía? Pues ¡sépalo! —exclamó con repentino e insólito ardor Katerina Ivánovna—. ¡La más fantástica de todas las criaturas fantásticas! Sé lo seductora que es, pero también que es buena, firme y noble. ¿Por qué me mira de esa manera, Alekséi Fiódorovich? ¿Se sorprende de mis palabras? ¿No me cree, tal vez? ¡Agrafiona Aleksándrovna, ángel mío! —gritó de repente mirando a la otra habitación—. Venga con nosotros. Hay una persona muy gentil, Aliosha, que está al corriente de todos nuestros asuntos. ¡Déjese ver!

—Estaba aquí detrás de la cortina, solo esperaba a que me llamase —pronunció una voz tierna, un poco melosa incluso, de mujer.

El cortinón se levantó y… Grúshenka en persona, risueña y jovial, se acercó a la mesa. Aliosha pareció estremecerse. Clavó los ojos en ella, no podía apartar la mirada. Ahí estaba ella, esa terrible mujer, esa «fiera», como había dicho arrebatadamente su hermano Iván media hora antes. Y, no obstante, tenía delante lo que, a primera vista, parecía ser la criatura más sencilla y corriente: una mujer buena, agradable, digamos que bella, aunque muy parecida a todas las otras mujeres bellas, pero «corrientes». Lo cierto es que era bella, muy bella incluso, con esa belleza rusa que muchos hombres aman hasta el frenesí. Era una mujer bastante alta, aunque un poco menos que Katerina Ivánovna (que era excepcionalmente alta), de formas generosas y movimientos suaves, incluso silenciosos, y también como lánguidos, por una especie de refinamiento particularmente dulzón, y así era también su voz. No se acercó como Katerina Ivánovna, con andares enérgicos y resueltos, sino de modo inaudible. Sus pasos eran completamente silenciosos. Se dejó caer suavemente en la butaca, con un crujido de su fastuoso vestido de seda negra, envolviendo con delicadeza su cuello, blanco como la espuma, y sus hombros anchos con un costoso chal negro de lana. Tenía veintidós años y su cara representaba exactamente esa edad. Tenía la tez muy blanca, con un delicado matiz sonrosado en las mejillas. La forma del rostro era demasiado ancha y la mandíbula inferior incluso un poco protuberante. El labio superior era sutil, si bien el inferior, un poco más abombado, era el doble de carnoso y estaba como hinchado. Pero su prodigiosa y exuberante cabellera de color castaño oscuro, sus oscuras cejas cebellinas y sus admirables ojos de un azul tirando a gris, con largas pestañas, habrían obligado a detenerse ante esa cara y recordarla por mucho tiempo hasta al hombre más indiferente y distraído, aunque estuviera apretujado en medio de la muchedumbre, un día de mercado. Lo que más impresionó a Aliosha de ese rostro fue su expresión infantil, ingenua. Su mirada era como la de una niña, parecía alegrarse como una niña, y así se acercó precisamente a la mesa, «alegrándose», como si estuviera aguardando algo con la curiosidad infantil más confiada e impaciente. Su mirada alegraba el alma, y Aliosha lo percibió. Sin embargo, había en ella algo más que no habría podido o sabido definir, pero que quizá también advertía de manera inconsciente, y era precisamente esa suavidad, esa dulzura de los movimientos del cuerpo, el silencio felino con el que se movía. Y, sin embargo, su cuerpo era poderoso y exuberante. Debajo del chal se intuían sus hombros anchos, llenos, y el busto alto, del todo juvenil. Ese cuerpo prometía quizá las formas de una Venus de Milo, aunque se presentía que las proporciones, sin duda, eran un poco exageradas. Los conocedores de la belleza femenina rusa habrían podido predecir con certeza, al ver a Grúshenka, que esa belleza fresca y aún juvenil, al aproximarse a la treintena, perdería su armonía y se deformaría; que el rostro se le abotargaría, que le aparecerían arruguitas en el contorno de los ojos y en la frente con extraordinaria rapidez, que se le marchitaría la tez y quizá adquiriría una tonalidad purpúrea; en pocas palabras, era una belleza efímera, una belleza fugaz que a menudo se encuentra precisamente en la mujer rusa. Aliosha, por supuesto, no estaba pensando en eso, pero, aunque fascinado, se preguntaba, con cierta sensación de desagrado y como con pesar, por qué esa mujer arrastraba tanto las palabras en lugar de hablar con naturalidad. Era evidente que Grúshenka encontraba en esa cadencia alargada y en esas sílabas y sonidos exageradamente almibarados algo bello. Era, por supuesto, una mala costumbre, de pésimo gusto, que testimoniaba poca educación y un concepto vulgar de las buenas maneras adquirido en la infancia. Y, sin embargo, esa manera de pronunciar y de entonar las palabras a Aliosha le parecía una contradicción casi imposible con la expresión ingenuamente infantil y jubilosa del rostro, con el resplandor de los ojos, dulce y feliz, como los de un recién nacido. Al instante, Katerina Ivánovna la hizo sentarse en una butaca frente a Aliosha y, entusiasmada, la besó varias veces en sus sonrientes labios. Parecía que estuviese enamorada de ella.

—Es la primera vez que nos vemos, Alekséi Fiódorovich —dijo extasiada—. Quería conocerla hace tiempo, verla, ir a su casa, pero en cuanto ha sabido que éste era mi deseo ha venido ella por sí misma. Sabía que juntas lo resolveríamos todo, ¡todo! Así lo presentía mi corazón… Trataron de convencerme de que no diera este paso, pero yo presentía el resultado y no me equivocaba. Grúshenka me lo ha explicado todo, todas sus intenciones; como un ángel bueno, ha bajado volando hasta aquí y me ha traído paz y alegría…

—Usted no me ha despreciado, mi querida y digna señorita —dijo Grúshenka arrastrando las palabras con voz cantarina y la misma sonrisa agradable y encantadora.

—¡No se atreva a decirme semejantes palabras, cautivadora, hechicera! ¿Despreciarla a usted? Le besaré el labio inferior una vez más. Parece un poco hinchado, así se le hinchará más, y más, y más… Mire cómo se ríe, Alekséi Fiódorovich. El corazón se alegra al ver a este ángel…

Aliosha se ruborizó y fue presa de un temblor ligero, imperceptible.

—Me mima, querida señorita, y quizá no sea digna de sus caricias.

—¡No es digna! ¡Que no es digna de esto! —volvió a exclamar con idéntico fervor Katerina Ivánovna—. Debe saber, Alekséi Fiódorovich, que tenemos una cabecita fantástica, que tenemos un corazoncito caprichoso pero lleno de orgullo. Somos nobles, Alekséi Fiódorovich, somos generosas, ¿lo sabía? ¡Solo hemos sido desdichadas! Estábamos demasiado dispuestas a hacer todo tipo de sacrificios por un hombre indigno, quizá, o frívolo. Había uno, que también era oficial, de quien nos enamoramos, se lo ofrecimos todo, de esto hace mucho tiempo, unos cinco años, pero él se olvidó de nosotras, se casó. Ahora ha enviudado, ha escrito que viene hacia aquí… ¡Y sepa que lo amamos solo a él, a él y a nadie más, y que lo amaremos toda la vida! Él vendrá, y Grúshenka volverá a ser feliz, pues en todos estos cinco años ha sido desdichada. Pero ¿quién podrá hacerle algún reproche, quién podrá jactarse de haber obtenido su benevolencia? Solo ese viejo comerciante postrado en la cama, pero él ha sido más bien un padre, un amigo y un protector para nosotras. Él nos encontró presas de la desesperación, de tormentos, abandonadas por aquel a quien amábamos tanto… ¡Sí, entonces ella quería ahogarse, y fue ese viejo quien la salvó, la salvó!

—Me defiende usted demasiado, querida señorita; se da mucha prisa en todo —alargó de nuevo las palabras Grúshenka.

—¿Que la defiendo? ¿Quiénes somos para defenderla y cómo nos íbamos a atrever a defenderla? Grúshenka, ángel, deme su manita. Mire esta mano pequeña, regordeta y encantadora, Alekséi Fiódorovich. ¿La ve? Me ha traído la felicidad y me ha resucitado, y ahora voy a besarla, por delante y por detrás, ¡así, así y así!

Y, presa de una especie de éxtasis, besó tres veces la manita realmente encantadora, quizá demasiado regordeta, de Grúshenka. Ésta, en cambio, después de haberle tendido su mano con una risita nerviosa, vibrante y cautivadora, se puso a observar a la «querida señorita», visiblemente complacida de que le besaran la mano de ese modo. «Quizá sea excesivo ese entusiasmo», se le pasó por la mente a Aliosha. Se ruborizó. Todo ese rato había sentido como un desasosiego especial en el corazón.

—No me avergüence, querida señorita, besándome así la mano delante de Alekséi Fiódorovich.

—Pero ¿acaso he querido avergonzarla? —dijo un poco sorprendida Katerina Ivánovna—. ¡Ah, querida mía, qué mal me comprende!

—Quizá usted tampoco me comprenda del todo, querida señorita. Quizá yo sea mucho peor de lo que usted piensa. Tengo mal corazón, soy caprichosa. Si seduje entonces al pobre Dmitri Fiódorovich fue solo para burlarme de él.

—Pero ahora será usted quien lo salve. Me ha dado su palabra. Usted lo hará entrar en razón, le confesará que hace tiempo que ama a otro, que ahora pide su mano…

—¡Oh, no! No le he prometido nada semejante. Ha sido usted la que me ha dicho a mí todo eso, pero yo no le he dado mi palabra.

—Quizá entonces no la haya entendido —dijo en voz baja Katerina Ivánovna palideciendo un poco—. Usted prometió…

—Oh, no, señorita, ángel mío, no he prometido nada —la interrumpió Grúshenka con suavidad y calma, con la misma expresión de alegría e inocencia—. Ahora ve, digna señorita, qué mala y autoritaria soy con usted. Haré lo que me apetezca. Quizá hace un momento le haya prometido algo, pero ahora me lo estoy volviendo a pensar: ¿y si de repente me vuelve a gustar? Me refiero a Mitia. Me gustó mucho ya una vez, durante casi una hora entera. Así que quizá vaya ahora y le diga que se quede conmigo a partir de hoy… Ya ve si soy inconstante.

—Hace un momento decía… algo completamente diferente —susurró a duras penas Katerina Ivánovna.

—¡Oh, hace un momento! Pero tengo un corazón tierno, soy una tonta. ¡Cuando pienso lo que ha sufrido por mí! Si llego a casa y de pronto me compadezco de él, ¿qué va a pasar?

—No esperaba…

—¡Ay, señorita, qué buena y noble es usted conmigo! Quizá ahora deje de quererme, tonta de mí, al ver mi carácter. Deme su adorada manita, señorita, ángel mío —suplicó con ternura y, con una especie de veneración, tomó la mano de Katerina Ivánovna—. Ahora, querida señorita, tomo su mano y se la beso, como ha hecho usted conmigo. Usted me la ha besado tres veces, pero yo debería besar la suya por lo menos trescientas para saldar mi deuda con usted. Por ahora que así sea y luego Dios dirá: quizá sea su completa esclava y quiera complacerla en todo como tal. Que ocurra lo que Dios quiera, sin pactos ni promesas entre nosotras. Qué manita, qué adorable manita tiene, ¡qué manita! ¡Mi querida señorita, mi belleza imposible!

Se llevó en silencio esa manita a los labios, aunque con un extraño propósito: el de «saldar su deuda» con sus besos. Katerina Ivánovna no retiró la mano: con una tímida esperanza, escuchó la última promesa de Grúshenka, aunque expresada también de una manera muy extraña, la de complacerla como una «esclava»; la miraba intensamente a los ojos: veía en esos ojos la misma expresión sencilla y confiada, la misma serena alegría… «¡Quizá sea demasiado ingenua!», y un soplo de esperanza atravesó el corazón de Katerina Ivánovna. Entretanto, Grúshenka, como admirando esa «querida manita», se la llevó despacio a los labios. Pero, con ella ya en sus labios, de pronto vaciló dos o tres segundos, como si estuviera meditando.

—¿Sabe, ángel mío? —dijo de pronto, arrastrando las palabras con la más tierna y acaramelada de las voces—, ¿sabe? No voy a besar su manita. —Y estalló en una risita menuda y jubilosa.

—Como quiera… ¿Qué le pasa? —se sobresaltó Katerina Ivánovna.

—Y no se olvide de que usted besó mi mano, pero yo no la suya. —Algo refulgió de pronto en sus ojos. Miraba a Katerina Ivánovna con una persistencia terrible.

—¡Descarada! —dijo de pronto Katerina Ivánovna, como si de golpe hubiese entendido algo. Toda ella se encendió, saltó de su sitio. Grúshenka también se levantó, sin prisa.

—Ahora mismo le contaré a Mitia que usted me besó la mano pero yo a usted no la suya. ¡Cómo se va a reír!

—¡Mujerzuela, fuera de aquí!

—¡Oh, qué vergüenza, señorita, qué vergüenza! Incluso dichas por usted semejantes palabras resultan indecentes, querida señorita.

—¡Largo de aquí, vendida! —gritó Katerina Ivánovna. Todos los músculos temblaban en su cara, completamente desfigurada.

—¿Vendida yo? Usted misma, de jovencita, visitaba caballeros al anochecer, ofrecía su belleza a cambio de dinero, lo sé.

Katerina Ivánovna lanzó un grito y a punto estaba ya de abalanzarse sobre ella, pero Aliosha la retuvo con todas sus fuerzas:

—¡Ni un paso, ni una palabra! No hable, no diga nada, se irá, ¡se irá ahora mismo!

En ese instante las dos tías de Katerina Ivánovna, al oír su grito, también irrumpieron en la sala. Fueron corriendo hacia ella.

—Me voy —dijo Grúshenka, cogiendo la mantilla del diván—. ¡Aliosha, querido, acompáñame!

—¡Váyase, váyase cuanto antes! —le suplicó Aliosha, con las manos juntas.

—Alióshenka, querido, ¡acompáñame! Y te diré algo muy, pero que muy agradable por el camino. Ha sido por ti, Alióshenka, por quien he montado esta escena. Acompáñame, tesoro, no te arrepentirás.

Aliosha le dio la espalda, retorciéndose las manos. Grúshenka, riendo sonoramente, salió de la casa.

Katerina Ivánovna fue presa de una crisis de nervios. Sollozaba, los espasmos la ahogaban. Todos se afanaban a su alrededor.

—Ya la advertí —le decía la tía mayor—, ya la advertí de que no diera este paso… Es usted demasiado impetuosa… ¡Cómo pudo dar semejante paso! Usted no conoce a esas criaturas, y ésta, según dicen, es la peor de todas… ¡No, es usted demasiado caprichosa!

—¡Es un tigre! —gritó Katerina Ivánovna—. ¿Por qué me retuvo, Alekséi Fiódorovich? ¡Le habría pegado, sí, pegado!

No podía contenerse delante de Aliosha y quizá ni siquiera lo deseara.

—¡Debería ser azotada en un patíbulo, por un verdugo, en público!

Aliosha retrocedió hacia la puerta.

—Pero ¡Dios mío! —exclamó de repente Katerina Ivánovna, levantando las manos—. ¡Y él! ¡Cómo ha podido ser tan vil, tan inhumano! ¡Le ha contado a esa criatura lo que pasó ese día fatídico, maldito, eternamente maldito! «Iba a vender su belleza, querida señorita.» ¡Ella lo sabe! ¡Su hermano es un canalla, Alekséi Fiódorovich!

Aliosha quería decir algo, pero no encontraba ni una sola palabra. El dolor le oprimía el corazón.

—¡Váyase, Alekséi Fiódorovich! ¡Qué vergüenza, qué espanto! Mañana… Se lo suplico de rodillas, venga mañana. No me juzgue, perdone, ¡no sé qué será de mí!

Aliosha salió a la calle como tambaleándose. Como ella, él también tenía ganas de llorar. De pronto, lo alcanzó la criada.

—La señorita se ha olvidado de entregarle esta carta de parte de la señora Jojlakova. Está aquí desde la hora de comer.

Aliosha cogió maquinalmente el sobrecito rosa y, casi sin darse cuenta, se lo metió en el bolsillo.

XI. Otra reputación arruinada

Desde la ciudad hasta el monasterio había una versta, o poco más. Aliosha apresuró el paso por el camino, desierto a esa hora. Ya casi era de noche, resultaba difícil distinguir los objetos a treinta pasos. A mitad del camino había una encrucijada. En aquel punto, bajo un sauce solitario, se vislumbraba una silueta. Apenas llegó allí Aliosha, la silueta saltó sobre él y, con una voz histérica, gritó:

—¡La bolsa o la vida!

—¡Ah, eres tú, Mitia! —exclamó Aliosha que, después de haberse llevado un gran susto, se quedó sorprendido.

—¡Ja, ja, ja! No me esperabas, ¿eh? Me preguntaba dónde podía esperarte. ¿Cerca de la casa de ella? Desde allí salen tres caminos y podía perderte. Al final decidí esperarte aquí porque tenías que pasar por fuerza, es el único camino que lleva al monasterio. Bueno, dime la verdad, aplástame como a una cucaracha… Pero ¿qué tienes?

—Nada, hermano… Es que me has asustado. ¡Ah, Dmitri! La sangre de nuestro padre, hace poco… —Aliosha se deshizo en lágrimas, hacía tiempo que tenía ganas de llorar y ahora era como si de repente algo se le desgarrara en el alma—. Por poco no lo matas… Lo has maldecido… Y ahora… Aquí… Te da por hacer bromas… ¡La bolsa o la vida!

—Bueno, ¿y qué? ¿Es indecoroso? ¿No es adecuado a la situación?

—No… Solo que…

—Espera. Mira la noche, mira qué noche tan lúgubre, ¡qué nubes y qué viento se ha levantado! Me he escondido aquí, bajo el sauce, te esperaba, y de pronto he pensado (¡Dios es testigo!): ¿para qué atormentarse, para qué esperar? Aquí hay un sauce, tengo un pañuelo, una camisa, ahora mismo puedo hacer una cuerda, además también tengo unos tirantes y… dejar de fatigar a la tierra, de deshonrarla con mi innoble presencia. Y de pronto te oigo venir. Señor, como si bajase algo del cielo sobre mí: existe, después de todo, una persona a la que quiero, ahí está, ese hombrecito, mi hermanito querido, a quien quiero más que a nadie en el mundo, ¡la única persona a la que quiero! Y he sentido tanto amor por ti, en este minuto te he querido tanto que he pensado: «¡Ahora me arrojaré a su cuello!». Pero luego se me ocurrió una idea estúpida: «Voy a divertirlo un poco, le daré un susto». Y me he puesto a gritar como un cretino: «¡La bolsa!». Perdona por mi tontería: es solo una estupidez, pero lo que llevo en mi alma… también es decente… Bueno, al diablo, dime, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha dicho ella? ¡Aplástame, derríbame, no te apiades de mí! ¿Se ha puesto fuera de sí?

—No, no es eso… No ha pasado nada de eso, Mitia. Allí… Me encontré a las dos juntas.

—¿A qué dos?

—A Grúshenka y a Katerina Ivánovna.

Dmitri Fiódorovich se quedó de una pieza.

—¡Imposible! —exclamó—. ¡Estás delirando! ¿Grúshenka en su casa?

Aliosha le contó todo lo que le había ocurrido desde el momento en que llegó a casa de Katerina Ivánovna. Estuvo hablando unos diez minutos, no se puede decir que su relato resultara muy fluido y ordenado, pero al parecer habló con claridad, captando las palabras principales, los gestos más importantes, y expresó con nitidez, a menudo con un solo trazo, sus propios sentimientos. Su hermano Dmitri lo escuchaba en silencio, lo miraba fijamente con una quietud espantosa, pero para Aliosha estaba claro que lo había entendido todo y captado el sentido de todo el episodio. Pero su rostro, a medida que avanzaba el relato, se volvía no ya sombrío sino más bien amenazante. Dmitri frunció las cejas, apretó los dientes, su mirada fija se hizo aún más fija, más terca, más horrible… Tanto más sorprendente fue cuando, con una rapidez inimaginable, toda su cara, hasta entonces enojada y feroz, cambió por completo de expresión, sus labios fruncidos se abrieron, y soltó una incontenible y auténtica carcajada. Se desternillaba de risa, literalmente, y durante mucho rato ni siquiera pudo hablar.

—¡Así que no le besó la mano! ¡No se la besó y se fue! —gritaba con una especie de morboso entusiasmo que hasta podría parecer insolente de no ser tan natural—. ¡Y la otra le gritaba que es un tigre! ¡Y lo es, de verdad! ¿Que habría que llevarla al patíbulo? Sí, sí, se lo merecería, se lo merece, yo también lo creo, se lo merece, hace tiempo que se lo merece. Verás, hermano, que vaya al patíbulo, pero primero es necesario que yo me cure. Entiendo a esa reina de la insolencia, todo lo que ella es está expresado en lo de la mano. ¡Una mujer infernal! ¡Es la reina de todas las criaturas infernales, de todas las que se pueden imaginar en el mundo! ¡En su género, es inigualable! ¿Así que se fue corriendo a casa? Entonces yo… Ah… ¡Corro a verla! Aliosha, no me culpes, es verdad, estoy de acuerdo, estrangularla sería poco…

—¡Y Katerina Ivánovna! —exclamó con tristeza Aliosha.

—¡A ella también la veo, veo a través de ella, la veo mejor que nunca! Es el descubrimiento de los cuatro continentes del mundo, de los cinco, quiero decir. ¡Un acto así! Es la misma Kátenka, la misma colegiala que, en el generoso intento de salvar a su padre, no tuvo miedo de correr a casa de un oficial grosero y estúpido, a riesgo de sufrir un terrible ultraje. Pero ¡qué orgullo, qué imprudencia, qué desafío al destino, llevado hasta el infinito! ¿Dices que la tía trataba de disuadirla? ¿Sabes? Esa tía es también una mujer despótica: es la hermana de la generala de Moscú y era incluso más arrogante que ella, pero su marido fue condenado por desfalco y lo perdió todo, la finca y todo lo demás; la orgullosa esposa de pronto bajó el tono y desde entonces no lo ha levantado. Así que trató de disuadir a Katia, pero ésta no la escuchó. «Puedo conquistarlo todo, todo está en mi poder; puedo cautivar a Grúshenka, también, si quiero», y estaba segura de sí misma, se ha pavoneado ante sí misma, de modo que ¿quién tiene la culpa? ¿Crees que ha besado primero la mano de Grúshenka con algún propósito, por un cálculo astuto? No, lo hizo sinceramente, enamorada de verdad de Grúshenka o, mejor dicho, no de Grúshenka, sino de su propio sueño, de su delirio, porque ése era mi sueño, mi delirio. Mi querido Aliosha, ¿cómo has podido escaparte, con dos mujeres como ellas? ¿Echaste a correr con la sotana recogida? ¡Ja, ja, ja!

—Hermano, pareces no darte cuenta de hasta qué punto has ofendido a Katerina Ivánovna al contarle a Grúshenka lo de aquel día. Ella inmediatamente le echó en cara que «visitaba en secreto a caballeros para vender su belleza». Hermano, ¿existe mayor ofensa que ésa? —A Aliosha lo que más le atormentaba era la idea de que su hermano parecía complacido ante la humillación de Katerina Ivánovna, aunque, por supuesto, no podía ser así.

—¡Bah! —dijo Dmitri Fiódorovich, frunciendo de repente el ceño de una manera espantosa y dándose una palmada en la frente. Solo entonces comprendió, aunque Aliosha se lo acababa de contar todo en orden, la ofensa y el grito de Katerina Ivánovna: «¡Su hermano es un canalla!»—. Sí, es verdad, es posible que le contara a Katerina Ivánovna lo de aquel «día fatídico», como dice Katia. ¡Sí, se lo conté, ahora me acuerdo! Fue ese día, en Mókroie, yo estaba borracho, las cíngaras cantaban… Pero yo sollozaba, yo mismo sollozaba ese día, estaba de rodillas y rezaba ante la imagen de Katia, y Grúshenka lo entendía. Entonces ella lo entendió todo, me acuerdo, también ella lloraba… ¡Ah, demonios! Pero ¡no podía ser de otro modo! Entonces lloraba, pero ahora… ¡Ahora «una puñalada en el corazón»! Así son las mujeres. —Agachó la cabeza y se quedó pensativo—. ¡Sí, soy un canalla! ¡Sin duda, un canalla! —exclamó de pronto con voz lúgubre—. ¡Da igual si lloraba o no, sigo siendo un canalla! Dile que acepto el título si eso sirve de consuelo. Bueno, ya basta, adiós, ¡es inútil seguir hablando de eso! No es divertido. Sigue tu camino, yo seguiré el mío. No quiero que nos volvamos a ver, al menos no hasta que llegue el ultimísimo minuto. ¡Adiós, Alekséi!

Estrechó con fuerza la mano de Aliosha y, con la cabeza todavía gacha, sin levantar la mirada, como si se arrancara a sí mismo de allí, se encaminó rápidamente hacia la ciudad. Aliosha lo seguía con la mirada, sin creer que se fuera así, de repente, del todo.

—Espera, Alekséi, una confesión más, ¡a ti solo! —Dmitri Fiódorovich retrocedió de repente—. Mírame, mírame bien: aquí mismo, ¿lo ves?, aquí mismo se prepara una infamia espantosa. —Al decir «aquí mismo», Dmitri Fiódorovich se golpeaba el pecho con el puño y con un aire muy extraño, como si la infamia se encontrara y la guardara justamente ahí, en su pecho, en algún lugar, quizá en un bolsillo o cosida y colgada de su cuello—. Ya me conoces: soy un canalla, ¡un reconocido canalla! Pero debes saber que, de cuanto haya hecho antes o pueda hacer de ahora en adelante, nada, nada puede compararse en bajeza con la infamia que justamente ahora, justamente en este minuto, llevo aquí, en mi pecho, aquí, mira, aquí, una infamia que actúa y que se cumple, y que yo soy totalmente libre de detener: puedo detenerla o cometerla, ¡toma nota! Pues bien, debes saber que la cometeré, que no le pondré freno. Hace poco te lo he contado todo, excepto esto, porque ¡incluso a mí me falta desfachatez! Todavía puedo detenerme; si me detengo, mañana podría recuperar una mitad entera del honor perdido, pero no me detendré, cometeré mi vil proyecto y ¡tú serás testigo de que te hablé de él anticipadamente y con plena conciencia! ¡Oscuridad y perdición! No tengo nada que explicar, te enterarás a su debido tiempo. ¡Callejón inmundo y mujer infernal! Adiós. No reces por mí, no me lo merezco y no es necesario, no es en absoluto necesario… ¡No lo necesito para nada! ¡Fuera…!

Y de pronto se alejó, esta vez definitivamente. Aliosha se dirigió al monasterio. «¿Qué querría decir? ¿Qué significa que no lo volveré a ver? ¿De qué estaría hablando? —se preguntaba con frenesí—. No, mañana sin falta lo veré y lo encontraré, lo buscaré expresamente. ¡Qué cosas dice!»

Bordeó el monasterio y, a través del pinar, se dirigió directamente al asceterio. Le abrieron la puerta, aunque a esa hora ya no dejaban pasar a nadie. Se le estremecía el corazón mientras entraba en la celda del stárets. «¿Por qué, por qué había salido? ¿Por qué lo había mandado “al mundo”? Aquí, paz. Aquí, santidad. Y allí, confusión, oscuridad en la que enseguida uno se pierde y se extravía…»

En la celda se encontraban el novicio Porfiri y el hieromonje Paísi, que se había presentado a cada hora del día para preguntar por la salud del padre Zosima, cuyo estado, según supo Aliosha con espanto, iba empeorando más y más. Esta vez ni siquiera pudo celebrarse el habitual coloquio vespertino con la comunidad. Por lo general, cada día después del oficio vespertino, antes de retirarse a dormir, los monjes del monasterio solían reunirse en la celda del stárets y cada uno le confesaba en voz alta los pecados de la jornada, sus sueños pecaminosos, sus pensamientos, sus tentaciones, incluso las disputas con otros monjes, si es que se habían producido. Algunos se confesaban de rodillas. El stárets absolvía, reconciliaba, exhortaba, imponía penitencias, bendecía y despedía. Contra estas «confesiones» fraternales se sublevaban los adversarios del stárchestvo, alegando que esta práctica profanaba la confesión como sacramento, que era casi una blasfemia, aunque se trataba de algo totalmente diferente. Incluso habían expuesto a las autoridades diocesanas que tales confesiones no solo no daban buenos frutos sino que, en realidad, inducían intencionadamente al pecado y a la tentación. A muchos monjes, por ejemplo, les pesaba acudir a confesarse a la celda del stárets e iban allí a la fuerza, porque todos lo hacían, para que no los consideraran orgullosos y rebeldes. Contaban que algunos de los hermanos, al dirigirse a la confesión vespertina, se ponían de acuerdo entre sí de antemano: «Yo diré que esta mañana me he enfadado contigo y tú confírmalo»; de ese modo tenían algo que decir, solo para acabar más rápido. Aliosha sabía que, de hecho, así sucedía algunas veces. Sabía también que había hermanos de lo más enfadados por la costumbre de que incluso las cartas de familiares, que recibían los ermitaños, primero eran llevadas al stárets para que las abriera y las leyese antes que sus destinatarios. Se suponía, por descontado, que todo eso debía efectuarse en libertad y con franqueza, sin reservas, en nombre de una humildad libre y de una edificación salvadora, pero, en realidad, resultaba que a veces se hacía de una manera muy poco sincera y, por el contrario, artificiosa y falsa. Pero los hermanos mayores, los que atesoraban más experiencia, decían que «para quien hubiese entrado entre aquellas paredes con el afán de salvarse, todas esas obediencias y hazañas resultaban sin duda salvadoras y de gran utilidad; aquellos que, por el contrario, encontraran penosas tales pruebas y murmurasen contra ellas, no eran verdaderos monjes y se habían equivocado al entrar en el monasterio, su lugar estaba en el mundo. Del pecado y del demonio, además, uno nunca está a salvo, ni en el mundo ni en el templo; por tanto, no había que ser demasiado indulgente con los pecados».

—Está débil, lo vence la somnolencia —comunicó en un susurro el padre Paísi a Aliosha, después de darle su bendición—. Incluso resulta difícil despertarlo. Pero no hay por qué hacerlo. Ha estado despierto unos cinco minutos, pidió que se mandara a los hermanos su bendición y les rogó que lo tuvieran presente en sus plegarias nocturnas. Por la mañana a primera hora tiene intención de comulgar otra vez. Te ha mencionado, Alekséi, ha preguntado si habías salido y le hemos dicho que estabas en la ciudad. «Le he dado mi bendición para que se fuera; su lugar está allí y no aquí todavía», eso es lo que dijo de ti. Te ha recordado con afecto, con preocupación; ¿te das cuenta del honor que supone para ti? Pero ¿por qué te ha ordenado vivir durante un tiempo en el mundo? ¡Debe de haber previsto algo en tu destino! Entiende, Alekséi, que si vuelves al mundo será para llevar a cabo la tarea que te ha asignado tu stárets y no para abandonarte a la frívola vanidad ni a los placeres mundanos…

El padre Paísi salió. De que el stárets estaba agonizando Aliosha ya no tenía duda, aunque aún podía vivir uno o dos días más. Aliosha decidió con ardor y firmeza que, a pesar de la promesa que había hecho de ir a ver a su padre, a las Jojlakova, a su hermano y a Katerina Ivánovna, no dejaría el monasterio en todo el día siguiente, sino que permanecería al lado de su stárets hasta su deceso. Su corazón se inflamó de amor y se reprochó amargamente haber sido capaz, por un momento, en la ciudad, de olvidar a aquel que había dejado en el monasterio en su lecho de muerte, a aquel a quien veneraba más que a nadie en el mundo. Entró en el dormitorio del stárets, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo delante de su maestro dormido. Éste estaba sumido en un sueño apacible, inmóvil, con una respiración regular y casi imperceptible. Su rostro estaba sereno.

De vuelta en la otra habitación, la misma en la que el stárets había recibido a sus visitas por la mañana, Aliosha, casi sin desvestirse y quitándose únicamente las botas, se tendió en el pequeño diván de cuero, estrecho y duro, en el que siempre había dormido, desde hacía mucho tiempo, todas las noches, llevando consigo solo una almohada. El jergón al que había aludido su padre a gritos hacía mucho tiempo que se olvidaba de extenderlo. Solo se quitaba la sotana y se cubría con ella en lugar de con una manta. Pero, antes de dormir, se puso de rodillas y rezó un buen rato. En su ardiente plegaria no pedía a Dios que resolviera su confusión, solo tenía sed de una humildad gozosa, de esa humildad que antes siempre visitaba su alma después de haber alabado y glorificado a Dios, y en eso consistía por lo general su plegaria nocturna. Esa alegría que lo visitaba le procuraba un sueño ligero y tranquilo. Ahora, mientras estaba rezando, de pronto notó por casualidad en su bolsillo el sobrecito rosa que le había entregado la criada de Katerina Ivánovna tras darle alcance en la calle. Se quedó turbado, pero acabó la plegaria. Luego, después de cierta vacilación, abrió el sobre. Dentro había una cartita dirigida a él, firmada por Lise, esa jovencita, hija de la señora Jojlakova, que por la mañana se había reído tanto de él en presencia del stárets.

Alekséi Fiódorovich —decía—, le escribo en secreto de todo el mundo, e incluso de mamá, y sé que está mal. Pero no puedo seguir viviendo sin decirle lo que ha nacido en mi corazón y que nadie, salvo nosotros dos, debe saber por el momento. Pero ¿cómo le diré lo que tanto deseo decirle? El papel, dicen, no se ruboriza: le aseguro que no es verdad y que se ruboriza exactamente como yo en este momento, toda entera. Querido Aliosha, le amo, le amo desde niña, desde Moscú, cuando usted era tan diferente de ahora y le amo para toda la vida. Le he escogido en mi corazón para unirme a usted y en la vejez acabar juntos nuestra vida. A condición, por supuesto, de que deje el monasterio. Por lo que respecta a nuestra edad, esperaremos a lo estipulado por la ley. Para entonces, estaré restablecida del todo, caminaré y bailaré. Eso está fuera de toda duda.

Como ve, he pensado en todo. Hay una sola cosa que no puedo imaginar: ¿qué pensará de mí cuando lea esto? Río y bromeo siempre, como hoy cuando le hice enfadarse, pero le aseguro que ahora, antes de tomar la pluma, he rezado ante el icono de la Madre de Dios, y también ahora estoy rezando y al borde de las lágrimas.

Mi secreto está en sus manos; mañana, cuando venga, no sé cómo le miraré. Ah, Alekséi Fiódorovich, ¿qué pasará si de nuevo, como una estúpida, no puedo contenerme y, cuando le mire, me pongo a reír como he hecho esta mañana? Me tomará por una perversa burlona y no creerá mi carta. Por eso le suplico, querido mío, si se compadece un poco de mí, que no me mire demasiado a los ojos mañana, cuando venga por aquí, porque, cuando se crucen con los suyos, quizá no pueda evitar echarme a reír, y usted, además, llevará esa vestidura larga… Incluso ahora siento frío en todo mi ser cuando lo pienso; por eso, cuando entre, durante unos instantes, no me mire en absoluto, mire a mamá o mire por la ventana…

Así que le he escrito una carta de amor, ¡oh, Dios mío, qué he hecho! Aliosha, no me desprecie, si he obrado mal y le he ofendido, perdóneme. Ahora el secreto de mi reputación, quizá arruinada para siempre, está en sus manos.

Hoy no dejaré de llorar en todo el día. Hasta mañana, hasta ese terrible mañana.

LISE

P. S. ¡Aliosha, venga usted sin falta, sin falta, sin falta! Lise.

Aliosha leyó la carta con estupor, la leyó dos veces, se detuvo a pensar, luego se echó a reír en voz baja, dulcemente. Tuvo un sobresalto: esa risa le pareció pecaminosa. Pero un instante después volvió a reírse del mismo modo, en voz baja y feliz. Metió lentamente la carta en el sobrecito, hizo la señal de la cruz y se acostó. La agitación que sentía en el alma de repente se disipó. «Señor, ten piedad de todos ellos, protege a estas almas infelices y tempestuosas, guíalas. Tuyos son los caminos: llévalos por esos caminos y sálvalos. Tú eres amor. ¡Tú les mandarás alegría a todos!», murmuró Aliosha, persignándose y cayendo en un sueño plácido.