LIBRO SEGUNDO
UNA REUNIÓN INOPORTUNA

I. Llegan al monasterio

Hacía un día estupendo, cálido y soleado. Estaban a finales de agosto. La entrevista con el stárets se había fijado para justo después de la última misa, a eso de las once y media. Sin embargo, nuestros visitantes no asistieron a la misa, sino que llegaron al final. Se presentaron en dos carruajes; en el primero, una elegante calesa tirada por una pareja de costosos caballos, venía Piotr Aleksándrovich Miúsov en compañía de un pariente lejano, Piotr Fomich Kalgánov, un hombre muy joven, de unos veinte años. Este joven se estaba preparando para ingresar en la universidad, pero Miúsov, en cuya casa vivía entonces por alguna razón, lo tentaba ofreciéndole que lo acompañara al extranjero, a Zúrich o a Jena, para ingresar en la universidad de allí y concluir sus estudios. El joven no acababa de decidirse. Era una persona pensativa y parecía distraído. Tenía una cara agradable, era de complexión fuerte y bastante alto. En su mirada se advertía a veces una extraña inmovilidad: como les pasa a todas las personas muy distraídas, de vez en cuando te miraba fija y largamente, sin verte en absoluto. Era callado y un tanto desmañado, pero a veces —eso sí, únicamente cuando estaba a solas con otra persona— se volvía de pronto extraordinariamente locuaz, impulsivo, risueño, y se reía, a saber de qué. Pero aquella repentina animación se le pasaba con la misma rapidez con que le venía. Iba siempre bien vestido, hasta con alguna distinción: disfrutaba ya de cierta independencia económica, y esperaba mejorar aún más su posición. Era amigo de Aliosha.

En un coche de punto destartalado y traqueteante, pero muy espacioso, llevado por dos viejos caballos rosillos, aparecieron igualmente, muy por detrás de la calesa de Miúsov, Fiódor Pávlovich y su hijo Iván Fiódorovich. Dmitri Fiódorovich había sido informado la misma víspera de la hora fijada, pero llegaba con retraso. Los visitantes dejaron los coches junto al muro exterior, en la hospedería, y franquearon a pie el portón del monasterio. Aparte de Fiódor Pávlovich, los otros tres, por lo visto, jamás habían estado en un convento, y Miúsov llevaba igual treinta años sin pisar una iglesia. Lo miraba todo con cierta curiosidad, no exenta de desenvoltura algo afectada. Pero, para su espíritu observador, el interior del monasterio no tenía nada que ofrecer, salvo los edificios religiosos y las dependencias administrativas, bastante vulgares, por lo demás. Se cruzaron con las últimas personas que salían de la iglesia quitándose el sombrero y persignándose. Entre la gente sencilla se encontraban también peregrinos de clase alta, dos o tres damas, un general muy anciano: todos ellos se alojaban en la hospedería. Los mendigos rodearon de inmediato a nuestros visitantes, pero nadie les dio nada. Solo Petrusha Kalgánov sacó un grívennik del monedero y, atolondrado y confuso, Dios sabrá por qué, se lo entregó a una mujer, diciendo precipitadamente: «Repartidlo en partes iguales». Ninguno de sus acompañantes le hizo el menor comentario, así que no tenía ningún motivo para turbarse, pero, al caer en la cuenta, se turbó más aún.

Con todo, allí pasaba algo raro; lo cierto es que alguien tendría que haber ido a esperarlos, y hasta con cierta ceremonia, posiblemente: uno de ellos había donado recientemente mil rublos, y otro era un riquísimo propietario y, digámoslo así, un hombre muy culto, del que todos en el monasterio podrían llegar a depender en lo referente a la pesca en el río, en función del curso que siguiera el proceso. Pero resulta que, a pesar de todo eso, ningún responsable había salido a recibirlos. Miúsov mirada distraído las losas sepulcrales cercanas a la iglesia y estuvo a punto de comentar que aquellas tumbas, seguramente, les habrían costado lo suyo a quienes habían adquirido el derecho a recibir sepultura en un lugar «sagrado» como aquél, pero prefirió callarse: la mera ironía liberal iba degenerando en él, hasta convertirse casi en irritación.

—¡Demonios! Y ¿a quién se podría preguntar aquí, entre tanto barullo? Habría que tomar una decisión, porque se nos está echando el tiempo encima —soltó de pronto, como si hablara solo.

Súbitamente, se les acercó un señor mayor, calvo, con un holgado abrigo de verano y una mirada dulce. Tras saludar levantándose el sombrero, se presentó ante el grupo, seseando melosamente, como el terrateniente Maksímov, de Tula. En un instante, se hizo cargo de la inquietud de nuestros visitantes.

—El stárets Zosima vive en el asceterio, vive retirado, a unos cuatrocientos pasos del monasterio; hay que atravesar el bosquecillo, el bosquecillo…

—Sí, sí, ya sé que hay que atravesar el bosquecillo —le respondió Fiódor Pávlovich—, pero no recordamos muy bien el camino, llevamos tiempo sin venir.

—Es por ahí, saliendo por ese portón, y luego todo derecho por el bosque… por el bosque. Vengan conmigo. Si les parece bien… yo mismo… yo puedo… Por aquí, por aquí…

Salieron por el portón y siguieron por el bosque. El terrateniente Maksímov, hombre de unos sesenta años, más que caminar iba casi corriendo a su lado, mirándolos a todos con una curiosidad frenética, prácticamente insoportable. Tenía los ojos un tanto saltones.

—Verá usted, hemos venido a ver al stárets por un asunto particular —aclaró Miúsov en tono severo—; se nos ha concedido, por así decir, una audiencia con «esta personalidad», y por eso mismo, aunque le estamos muy agradecidos por habernos indicado el camino, no vamos a invitarle a que entre con nosotros.

—Yo ya he estado, ya he estado; yo ya he estado… Un chevalier parfait! —Y el terrateniente chasqueó los dedos.

—¿Qué chevalier es ése? —preguntó Miúsov.

—El stárets, el sublime stárets, el stárets… Gloria y honor del monasterio. Zosima. Es un stárets como…

Pero su confusa cháchara se vio interrumpida por un pequeño monje con capucha, bajo, muy pálido y demacrado, que había dado alcance a los visitantes. Fiódor Pávlovich y Miúsov se detuvieron. El monje, con una profunda reverencia, muy ceremoniosa, anunció:

—El padre higúmeno invita humildemente a los señores, cuando concluyan su visita al asceterio, a comer con él. A la una, no más tarde… También a usted —añadió, dirigiéndose a Maksímov.

—¡Iré sin falta! —gritó Fiódor Pávlovich, encantado con la invitación—. ¡Sin falta! ¿Sabe? Todos hemos dado nuestra palabra de portarnos aquí decorosamente… ¿Y usted, Piotr Aleksándrovich, piensa ir?

—¿Cómo no? He venido aquí expresamente para eso, ¿cómo no iba a conocer todas las costumbres del lugar? El único problema, Fiódor Pávlovich, es que ahora usted y yo…

—Sí, Dmitri Fiódorovich aún no se ha presentado.

—Y sería estupendo que no apareciera. ¿Cree usted que me agrada todo este trajín que se traen entre manos, y estando usted por añadidura?… Muy bien, iremos a la hora de la comida, dele las gracias al padre higúmeno —añadió, dirigiéndose al monjecillo.

—Sí, pero ahora mi deber es conducirles hasta el stárets —respondió el monje.

—En ese caso, yo me voy a ver al padre higúmeno; sí, entretanto iré a ver al padre higúmeno —gorjeó el terrateniente Maksímov.

—El padre higúmeno en estos momentos está muy atareado, pero si a usted le viene bien… —dijo indeciso el monje.

—Qué viejo más pesado —comentó en voz alta Miúsov, una vez que el terrateniente Maksímov se hubo encaminado, a toda prisa, hacia el monasterio.

—Se parece a Von Sohn[1] —soltó de pronto Fiódor Pávlovich.

—Usted siempre está con lo mismo… ¿En qué se parece a Von Sohn? ¿Acaso ha visto usted a Von Sohn?

—He visto su retrato. Aunque no en los rasgos, sí se parecen en algo difícil de explicar. Es un segundo ejemplar de Von Sohn, tal cual. Me basta fijarme en la fisonomía para darme cuenta de esas cosas.

—Puede ser; usted entiende de eso. Aunque, mire, Fiódor Pávlovich, usted mismo ha recordado hace un momento que hemos dado nuestra palabra de que nos portaríamos decorosamente, no lo olvide. Contrólese, le digo. Si empieza usted a hacer payasadas, yo no estoy dispuesto a que nos midan a los dos con el mismo rasero… Ya ve cómo es este hombre —dijo, dirigiéndose al monje—, da miedo ir con él a visitar a la gente decente.

En los labios pálidos, exangües, del monjecillo, se dibujó una sonrisita sutil y callada, no carente, a su modo, de astucia, pero no replicó, y quedó muy claro que guardaba silencio por su sentido de la propia dignidad. Miúsov frunció aún más el ceño.

«¡Oh, que el diablo se los lleve a todos; todo es pura apariencia, elaborada a través de los siglos, pero, en el fondo, no es más que charlatanería y estupidez!», le vino a la cabeza.

—Aquí está el asceterio, ¡ya hemos llegado! —exclamó Fiódor Pávlovich—. La valla y el portal están cerrados. —Y empezó a persignarse, con amplios gestos, ante los santos pintados encima y a los lados del portal—. Cada monasterio se rige según su propia regla —observó—. En este asceterio hay veinticinco santos que buscan todos la salvación, se observan los unos a los otros y comen coles. Y ni una sola mujer cruza este portal, eso es lo más asombroso. Y realmente eso es así… Aunque, claro, ¿no he oído yo decir que el stárets recibe a señoras? —le preguntó de sopetón al monjecillo.

—Mujeres del pueblo llano las hay ahora mismo; ahí las tienen, esperando junto a la galería, echadas en el suelo. Y para las damas más distinguidas se han construido dos habitaciones pequeñas en la misma galería, pero fuera del recinto; mire, son esas ventanas; el stárets se acerca a verlas, cuando su salud se lo permite, por un pasaje interior, pero ellas nunca pasan al interior del recinto. Ahora está esperando la señora Jojlakova, una propietaria de Járkov, en compañía de su hija, que está muy débil. Seguramente el stárets ha prometido salir a verlas, aunque últimamente tiene tan pocas fuerzas que apenas se muestra a la gente.

—O sea, que hay una pequeña salida del asceterio para ir a ver a las señoras. No vaya a pensar, santo padre, que estoy insinuando nada, lo digo por decir. Ya sabrá que en el monte Athos, esto lo habrá oído contar, no solo no se permiten las visitas femeninas, sino que está prohibida la presencia de mujeres en general, y hasta de toda clase de hembras, como gallinas, pavas, terneras…

—Fiódor Pávlovich, yo me doy media vuelta y le dejo aquí solo, y a usted sin mí le sacan de este sitio a empellones, se lo advierto.

—Pero ¿en qué le estoy molestando yo, Piotr Aleksándrovich? Fíjese —gritó de repente, tras dejar atrás la valla del asceterio—. ¡Mire cómo viven en un valle de rosas!

En efecto, aunque entonces no había rosas, se veía gran cantidad de raras y hermosas flores otoñales en todos los lugares donde era posible plantarlas. Era evidente que se ocupaba de ellas una mano experta. Los parterres estaban situados junto a las vallas de las capillas y entre las tumbas. La casita donde se encontraba la celda del stárets, una construcción de madera, de una sola planta, con una galería delante de la entrada, también estaba rodeada de flores.

—¿Estaba esto igual en tiempos del anterior stárets, de Varsonofi? Dicen que no era amigo de la elegancia, que se alteraba y molía a palos incluso a las damas —observó Fiódor Pávlovich, mientras subía al soportal.

—El stárets Varsonofi parecía a veces, en verdad, un yuródivy, pero se cuentan muchas tonterías de él. Nunca dio de palos a nadie —respondió el monje—. Ahora, señores, esperen un momento, voy a informar de su presencia.

—Fiódor Pávlovich, por última vez: aténgase a lo acordado, hágame caso. Compórtese; si no, me las pagará —aún tuvo tiempo de farfullar una vez más Miúsov.

—No acierto a comprender por qué está usted tan nervioso —dijo Fiódor Pávlovich en tono burlón—; ¿no estará asustado por sus pecados? Porque, según dicen, este hombre adivina, mirando a los ojos, las razones de cada visitante. Mucho valora un hombre tan avanzado como usted, todo un parisino, las opiniones del stárets. ¡Me deja usted anonadado, ya ve!

Pero Miúsov no tuvo tiempo de responder a este sarcasmo: les rogaron que pasaran. Entró un tanto irritado…

«Bueno, yo ya me conozco: estoy irritado, me pondré a discutir… empezaré a acalorarme… me rebajaré y rebajaré mis ideas», pensó por un momento.

II. El viejo bufón

Entraron en la estancia casi a la vez que el stárets, que abandonó su modesto dormitorio en cuanto aparecieron ellos. Ya estaban en la celda, aguardando la salida del stárets, dos hieromonjes[2] del eremitorio: uno de ellos era el padre bibliotecario; el otro, el padre Paísi, un hombre enfermo, aunque no viejo, pero muy sabio, según se decía. Además, estaba esperando de pie en un rincón —y luego no se sentó en ningún momento— un mozalbete que aparentaba unos veintidós años, vestido con levita, seminarista y futuro teólogo, protegido, por alguna razón, del monasterio y de la comunidad. Era bastante alto, de rostro lozano, con anchos pómulos y unos estrechos ojos castaños, inteligentes y despiertos. Se apreciaba en su rostro una deferencia extrema, aunque digna, sin muestras visibles de adulación. No saludó a los recién llegados con una inclinación de cabeza, de igual a igual; lo hizo, por el contrario, como persona dependiente y subalterna.

El stárets Zosima apareció en compañía de Aliosha y de otro novicio. Los hieromonjes se levantaron y lo saludaron con una profundísima reverencia, rozando el suelo con los dedos; acto seguido, tras ser bendecidos, le besaron la mano. Después de impartir su bendición, el stárets respondió a cada uno de ellos con idéntica reverencia, rozando el suelo con los dedos, y a cada uno de ellos les pidió a su vez la bendición. Toda la ceremonia se desarrolló con suma seriedad; no daba la sensación, de ningún modo, de ser un mero rito cotidiano, sino algo casi emotivo. A Miúsov, sin embargo, le pareció que todo aquello se hacía con ánimo de sugestionar. Miúsov se había quedado parado, por delante de todos los que habían entrado con él. Lo correcto habría sido —y así lo había pensado él mismo la tarde anterior—, al margen de cualquier idea, por simple cortesía, dado que allí era la costumbre, acercarse al stárets a recibir su bendición; eso como mínimo: recibir su bendición, si es que uno no quería besarle la mano. Pero, al ver todas esas reverencias y todos esos ósculos de los hieromonjes, cambió de parecer en un instante: con aire serio y grave, hizo una reverencia bastante profunda, al modo profano, y se acercó a una silla. Exactamente igual actuó Fiódor Pávlovich, que en esta ocasión imitó cabalmente a Miúsov, como un mono. Iván Fiódorovich se inclinó con mucha pompa y cortesía, pero también con los brazos pegados al cuerpo; en cuanto a Kalgánov, estaba tan desconcertado que no saludó de ningún modo. El stárets bajó la mano que había empezado a levantar para impartir su bendición y, tras inclinarse por segunda vez ante los visitantes, les rogó a todos que se sentaran. A Aliosha le salieron los colores: estaba abochornado. Se confirmaban sus peores presentimientos.

El stárets se sentó en un pequeño diván de caoba, tapizado en cuero, muy antiguo, y a los huéspedes, a excepción de los dos hieromonjes, los invitó a sentarse junto a la pared de enfrente, el uno al lado del otro, en cuatro butacas de caoba tapizadas en cuero negro, enormemente gastado ya. Los hieromonjes se sentaron a los lados, uno junto a la puerta y otro junto a la ventana. El seminarista, Aliosha y el novicio se quedaron de pie. La celda no era nada grande y tenía un aspecto desolador. Los objetos y el mobiliario eran toscos, pobres y se limitaban a lo más indispensable. Había dos macetas con flores en la ventana y numerosos iconos en un rincón; uno de ellos representaba a la Virgen, era de grandes dimensiones y, probablemente, lo habían pintado mucho antes del cisma[3]. Delante de este icono ardía débilmente una lamparilla. A su lado había otros dos iconos con deslumbrantes vestiduras en metal; había también unos querubines poco naturales, huevos de porcelana, una cruz católica de marfil con una Mater dolorosa abrazada a ella y algunos grabados extranjeros con obras de los grandes pintores italianos de los siglos pasados. Al lado de esos caros y elegantes grabados, llamaban la atención algunas hojas con litografías rusas típicamente populares, con imágenes de santos, mártires, venerables prelados y demás, de esas que se venden por unos kopeks en cualquier feria. Había, ya en las otras paredes, varios retratos litografiados de obispos rusos, contemporáneos y de otros tiempos. Miúsov recorrió con la vista, en un momento, todos esos «objetos rutinarios» y clavó la mirada en el stárets. Tenía en mucha estima su propia perspicacia, era ésa una de sus debilidades, una debilidad perdonable en su caso, si pensamos que había cumplido ya los cincuenta años, una edad a la que un hombre inteligente, mundano y con una posición holgada se vuelve siempre, aunque no lo quiera a veces, demasiado considerado consigo mismo.

Desde el primer momento el stárets le desagradó. De hecho, había algo en su rostro que podía disgustar a mucha gente, no solo a Miúsov. Era un hombrecillo bajo, encorvado, con las piernas muy débiles, que no pasaba de los sesenta y cinco años, pero que, a raíz de la enfermedad, parecía bastante más viejo: aparentaba, por lo menos, diez años más. Toda la cara, muy enjuta, por cierto, estaba recorrida por diminutas arrugas, especialmente abundantes en torno a los ojos. Éstos eran más bien pequeños, claros, vivos y brillantes, como dos puntos luminosos. Apenas conservaba unos cabellos grises en las sienes; tenía la barba muy pequeña y rala, en cuña, y los labios, a menudo sonrientes, eran finos como dos hilos. La nariz no era larga, precisamente, sino afilada, igual que el pico de un pájaro.

«Todo indica que se trata de un alma malvada, de una arrogancia mezquina», pensó fugazmente Miúsov. En general, se sentía a disgusto.

Un reloj dio la hora, y eso los animó a iniciar la conversación. Era un reloj de pesas, pequeño y barato, y dio las doce en punto, con un toque vivo.

—Es exactamente la hora en punto —exclamó Fiódor Pávlovich—, y mi hijo Dmitri Fiódorovich sin venir. ¡Pido disculpas en su nombre, sagrado stárets! —Aliosha se estremeció al oír ese «sagrado stárets»—. Yo, en cambio, siempre soy puntual, como un clavo, tengo muy presente que la puntualidad es la cortesía de los reyes[4]

—Pero es que usted no es rey, precisamente —murmuró de inmediato Miúsov, sin poder contenerse.

—Pues sí, es verdad, no soy rey. Y figúrese, Piotr Aleksándrovich, eso lo sabía hasta yo, ¡le doy mi palabra! ¡Si es que nunca atino! ¡Reverendo padre! —exclamó con énfasis repentino—. Está usted delante de un bufón, ¡un auténtico bufón! Así me presento. ¡Ay, es una vieja costumbre! Pero, aunque mienta a veces sin venir a cuento, lo hago con la intención de divertir y de ser agradable. Conviene ser agradable, ¿a que sí? Hará unos siete años, llegué a una población donde tenía unos asuntillos y había montado una pequeña compañía con unos mercachifles. Vamos a ver al isprávnik[5], porque había que pedirle alguna cosa y tocaba invitarlo a comer. Total, que sale el isprávnik, un hombre alto, gordo, rubio y mal encarado; en esas situaciones, esos tipos son los más peligrosos: el hígado, es cosa del hígado. Me dirijo a él, ya sabe, con mi desenvoltura de hombre de mundo: «Señor isprávnik, sea usted nuestro Nápravník[6], por así decir». «¿De qué Nápravník me habla?», pregunta. Me di cuenta, en medio segundo, de que la cosa no pintaba bien; aquel tipo estaba muy serio, pero yo seguía en mis trece: «Solo era una broma, quería alegrar a todo el mundo; es que el señor Nápravník es un famoso director de orquesta ruso, y justamente lo que necesitamos, para la armonía de nuestra empresa, es una especie de director de orquesta»… Vamos, que creo que me expliqué bien e hice una comparación adecuada, ¿verdad? Pues va el otro y me dice: «Perdone, pero yo aquí soy el isprávnik y no voy a consentir que nadie haga chistecitos con mi cargo». Dio media vuelta y se marchó. Y yo seguí gritando: «Sí, sí, es usted el isprávnik, ¡nada que ver con ese Nápravník!». «No —me contesta—. Si lo dice usted, seré Nápravník.» Figúrese, ¡todo el negocio se fue al garete! Y siempre estoy igual, siempre. ¡No hago más que perjudicarme a mí mismo con mi amabilidad! ¡No falla! Una vez, hace ya muchos años, le decía yo a un individuo que tenía cierta influencia: «Hay que tener mucho tacto con su mujer»; en el mejor sentido, claro está, en referencia a sus cualidades morales. Pues él va y me suelta: «¿No la habrá tocado usted?». No me pude contener; de repente, pensé: «Venga, vamos a ser amables», y le dije: «Sí, señor, la he tocado». Él a mí sí que me tocó… El caso es que hace ya mucho de eso, así que no me da vergüenza contarlo; pero ¡siempre me estoy perjudicando!

—Justo lo que está haciendo en este instante —murmuró Miúsov con repugnancia.

El stárets los estaba observando en silencio, al uno y al otro.

—¡Por lo visto! Figúrese que eso también lo sabía, Piotr Aleksándrovich, y he tenido incluso el presentimiento de que iba a hacerlo en cuanto me he puesto a hablar, y hasta, ¿sabe una cosa?, he presentido que sería usted el primero en advertírmelo. En estos momentos, cuando estoy viendo que la broma no me sale bien, reverendo padre, los dos carrillos empiezan a secárseme por la parte de las encías inferiores, casi como si tuviera un espasmo; ya me pasaba de joven, cuando vivía de gorra en las casas de los nobles y me ganaba el pan a su costa. Yo soy un bufón de pura cepa, de nacimiento, me pasa como a esos yuródivye, reverendo padre; no niego que pueda haber en mí un espíritu impuro, si bien, en todo caso, de poco calibre: uno más importante habría escogido otra morada, aunque nunca la suya, Piotr Aleksándrovich, pues tampoco es usted una morada importante. Yo, pese a todo, creo en Dios. Solo en los últimos tiempos me han venido las dudas, pero ahora estoy esperando palabras magnificentes. Yo, reverendo padre, soy como el filósofo Diderot. Acaso sepa, reverendo padre, cómo se presentó Diderot el filósofo ante el metropolitano Platón[7], en tiempos de la emperatriz Catalina. Entra y le suelta sin más: «Dios no existe». Al oírlo, el gran prelado levanta el dedo y le responde: «¡Afirma el insensato que no hay Dios en su corazón!». Y aquél, de pronto, se arroja a sus pies, gritando: «Creo, y acepto el bautismo». Y lo bautizaron allí mismo. La princesa Dáshkova[8] fue la madrina, y Potiomkin[9] el padrino…

—¡Fiódor Pávlovich, esto es intolerable! Usted sabe muy bien que está mintiendo y que esa estúpida anécdota es falsa. ¿Por qué se pone tan pesado? —protestó Miúsov con voz temblorosa, fuera ya de sí.

—¡Toda la vida he presentido que era falsa! —exclamó con emoción Fiódor Pávlovich—. Pero yo, señores, voy a contarles toda la verdad; ¡perdóneme, gran stárets! Lo último, lo del bautismo de Diderot, me lo acabo de inventar, en este mismo instante, según lo iba contando; es la primera vez que se me ocurre. Lo he añadido para darle más color. Precisamente por eso me hago el interesante, Piotr Aleksándrovich, para resultar más simpático. Aunque la verdad es que a veces ni yo mismo sé por qué. En cuanto a Diderot, eso de «afirma el insensato» se lo habré oído contar veinte veces a los terratenientes de por aquí, viviendo con ellos cuando era joven; también a su tía, Piotr Aleksándrovich, a Mavra Fomínishna, se lo oí contar, por cierto. Toda esa gente sigue convencida, hoy, de que el impío Diderot vino a ver al metropolitano Platón para discutir acerca de Dios…

Miúsov se levantó: no solo había perdido la paciencia, sino que parecía fuera de sí. Estaba furioso, y era consciente de que así se ponía en evidencia. Realmente, en la celda estaba sucediendo algo inconcebible. En esa misma celda, desde hacía cuarenta o cincuenta años, ya en los tiempos de los anteriores startsy, se solía recibir a los visitantes, pero éstos acudían siempre con profundísima veneración, no de otro modo. Casi todos los admitidos, al entrar en la celda, comprendían que se les estaba haciendo un enorme favor. Muchos se postraban de rodillas y no se levantaban en toda la visita. Muchos de los más «altos» personajes, muchos también de los más sabios, y hasta algunos librepensadores, que llegaban movidos por la curiosidad o por cualquier otra razón, al entrar en la celda en compañía de otra gente o al recibir una audiencia a solas, se imponían como primera obligación, todos sin excepción, la de mostrar un profundísimo respeto y consideración a lo largo de toda la entrevista, tanto más cuanto que allí no se exigía ningún dinero, sino que todo era cuestión de amor y de bondad, por una parte, y, por otra, de arrepentimiento y de deseo de resolver algún complicado dilema del alma o algún trance difícil en la vida del propio corazón. De manera que las bufonadas de Fiódor Pávlovich, que no mostraba ninguna consideración al lugar en el que se encontraba, suscitaron en los presentes, al menos en algunos de ellos, perplejidad y estupor. Los hieromonjes, sin alterar su semblante lo más mínimo, estaban muy pendientes de lo que pudiera decir el stárets, pero parecían dispuestos a levantarse en cualquier momento, como Miúsov. Aliosha estaba de pie, con la cabeza gacha, a punto de echarse a llorar. Le parecía muy raro que su hermano Iván Fiódorovich, el único en quien confiaba, el único que ejercía suficiente influencia sobre su padre para poder hacerle callar, siguiera sentado en su silla, inmóvil, con los ojos bajos, esperando, al parecer, con cierta curiosidad el desenlace de todo aquello, como si fuera alguien perfectamente ajeno a lo que allí ocurría. A Rakitin, el seminarista, a quien conocía muy bien y a quien tenía casi por un amigo, Aliosha no se atrevía ni a mirarlo: sabía lo que pensaba (de hecho, Aliosha era la única persona en todo el monasterio que lo sabía).

—Perdóneme… —empezó a decir Miúsov, dirigiéndose al stárets—. Tal vez crea que yo también tomo parte en esta indigna bufonada. Mi error ha consistido en creer que incluso alguien como Fiódor Pávlovich, al visitar a una persona tan honorable, estaría dispuesto a cumplir con sus obligaciones… No podía imaginarme que habría que pedir disculpas por haber entrado aquí en su compañía…

Piotr Aleksándrovich no concluyó y, presa de una gran turbación, se disponía ya a salir de la habitación.

—No se preocupe, se lo ruego. —El stárets se levantó de pronto y, sosteniéndose sobre sus débiles piernas, cogió a Piotr Aleksándrovich de ambas manos y lo hizo sentarse de nuevo en su butaca—. Tranquilo, se lo ruego. Le suplico muy especialmente que sea mi huésped.

Y, con una reverencia, se dio la vuelta y se sentó nuevamente en su pequeño diván.

—Gran stárets, pronúnciese: ¿le ofendo o no con mi vivacidad? —gritó de pronto Fiódor Pávlovich, agarrando con ambas manos los brazos de la butaca, como si se preparara para saltar en función de la respuesta.

—También a usted le ruego encarecidamente que no se inquiete y que no se sienta cohibido —le dijo el stárets en tono solemne—. No se sienta cohibido, compórtese como si estuviera en su casa; no debe avergonzarse de ese modo, porque ése es el origen de todo lo que le pasa.

—¿Como si estuviera en mi casa? O sea, ¿que me muestre tal como soy? Oh, eso es mucho, es demasiado, pero… ¡me siento conmovido al oírlo! ¿Sabe una cosa, venerado padre? No me invite a mostrarme tal como soy, no se arriesgue… Yo mismo soy incapaz de llegar a mostrarme tal como soy. Se lo advierto para protegerle. Sí, y el resto yace aún en las tinieblas de lo desconocido, aunque algunos hayan deseado retratarme. Eso lo digo por usted, Piotr Aleksándrovich; y a usted, criatura santísima, a usted le digo lo siguiente: ¡la emoción me embarga! —Se levantó y, alzando los brazos, proclamó—: ¡Bienaventurado el vientre que te trajo y los senos que mamaste!;[10] ¡sobre todo los senos! Hace un momento, con su comentario: «No debe avergonzarse de ese modo, porque ése es el origen de todo lo que le pasa», con ese comentario me ha atravesado de parte a parte y ha leído en mi interior. Precisamente, siempre que me acerco a la gente, me da la sensación de que yo soy más canalla que nadie y de que todo el mundo me toma por un bufón, de modo que me digo: «Venga, vamos a hacer el bufón; no tengo miedo de vuestra opinión, porque todos, todos sin excepción, ¡sois más canallas que yo!». Por eso hago el bufón, lo hago por vergüenza, gran stárets, por vergüenza. Si armo tanto alboroto es por timidez. Si estuviera convencido de que, al entrar en un sitio, iba a acogerme todo el mundo como si fuera un hombre encantador e inteligente, ¡Señor, qué buena persona sería yo! ¡Maestro! —de repente cayó de rodillas—, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?[11]

Hasta en aquel momento era difícil decidir si bromeaba o si en verdad estaba conmovido.

El stárets lo miró y dijo con una sonrisa:

—De sobra sabe usted lo que tiene que hacer, inteligencia no le falta: no se entregue a la bebida ni a la incontinencia verbal, no se entregue a la lujuria ni, especialmente, a la adoración al dinero; cierre sus tabernas, si no pueden ser todas, que sean al menos dos o tres. Pero sobre todo, y eso es lo más importante, no mienta.

—¿Se refiere a lo de Diderot, tal vez?

—No, no se trata de Diderot. Lo más importante es que no se engañe a sí mismo. Quien se engaña a sí mismo y escucha sus propios embustes acaba por no discernir la verdad, ni en su fuero interno ni a su alrededor, y deja en consecuencia de respetarse a sí mismo y de respetar a los demás. Y, al no respetar a nadie, ya no puede amar, y al carecer de amor, con tal de estar ocupado y entretenido, se entrega a las pasiones y a los burdos placeres y llega a la bestialidad en sus vicios, y todo ello por culpa de la mentira incesante, a los demás y a sí mismo. Quien se engaña a sí mismo puede también sentirse ofendido antes que nadie. Porque sentirse ofendido, en ocasiones, resulta muy agradable, ¿no es así? Y uno puede saber que nadie lo ha ofendido, sino que él mismo ha urdido la ofensa y ha dicho falsedades por mero afán de presunción, que ha exagerado para completar el cuadro, que se ha atado a una palabra, que ha hecho una montaña de un grano de arena… Uno puede saber todo eso y, sin embargo, es el primero en sentirse ofendido, hasta un extremo que le resulta placentero y le proporciona una profunda satisfacción, y, por esta vía, llega a experimentar auténtico rencor… Pero levántese, siéntese, se lo suplico, todo esto no dejan de ser gestos falsos…

—¡Hombre bienaventurado! Deje que le bese la mano. —Fiódor Pávlovich se levantó de un salto y rápidamente le estampó un beso al stárets en la mano descarnada—. Eso es, eso es: resulta muy agradable sentirse ofendido. Lo ha dicho usted muy bien, nunca había oído nada semejante. Eso es, eso es: toda mi vida me he sentido ofendido, y eso me ha resultado grato, me he sentido ofendido por estética, pues no solo es agradable, sino que a veces es hasta hermoso sentirse ofendido; se le ha olvidado añadir eso, gran stárets: ¡es hasta hermoso! ¡Esto lo voy a anotar en mi cuaderno! He mentido, claro que he mentido toda mi vida, todos los días y a todas horas. ¡En verdad, yo soy la mentira y el padre de la mentira![12] Mejor dicho, no creo que sea el padre de la mentira, si es que me lío siempre con los textos, pero sí, por lo menos, el hijo de la mentira, con eso es suficiente. Solo que… ángel mío… ¡de Diderot se puede hablar a veces! Diderot no hace daño, pero alguna que otra palabreja sí puede hacer daño. Gran stárets, por cierto, casi se me olvidaba, pero hace ya tres años que me había propuesto venir a informarme aquí, presentarme en este sitio y averiguar urgentemente la verdad; eso sí, no permita que Piotr Aleksándrovich me interrumpa. Esto es lo que quería preguntar: ¿es cierto, gran padre, eso que se cuenta en las Cheti-Minéi[13] de cierto santo taumaturgo, al cual martirizaron por la fe y que al final, una vez decapitado, se levantó, recogió su cabeza y, «besándola amorosamente», caminó largo tiempo, cargando con ella, «besándola amorosamente». ¿Es esto verdad, nobles padres?

—No, no es verdad —dijo el stárets.

—En ninguna de las Cheti-Minéi aparece nada semejante. ¿De qué santo dice usted que se cuenta? —preguntó uno de los hieromonjes, el padre bibliotecario.

—No sé de cuál. No lo sé y lo desconozco. Me indujeron a engaño, era algo que se decía. Y ¿saben a quién se lo oí contar? Pues nada menos que a Piotr Aleksándrovich Miúsov, el mismo que se ha enfadado tanto hace un momento por lo de Diderot: él fue quien lo contó.

—Nunca le he contado esa historia; pero si yo con usted no hablo en la vida…

—Es cierto, usted a mí no me lo contó, pero lo contó en una reunión en la que yo también estaba presente, hará de eso cerca de cuatro años. Lo he recordado, precisamente, porque con aquel relato satírico sacudió usted mi fe, Piotr Aleksándrovich. Usted no lo sabía, no tenía ni idea, pero yo regresé a mi casa con la fe tambaleante, y desde entonces cada vez son mayores mis dudas. ¡Sí, Piotr Aleksándrovich, usted fue el causante de una terrible caída! ¡Y ya no estamos hablando de Diderot!

Fiódor Pávlovich se acaloraba de un modo patético, si bien para todos era evidente que otra vez estaba fingiendo. Pero Miúsov, en todo caso, se sentía profundamente herido.

—Qué disparate, todo esto es un disparate —balbuceó—. Yo, en efecto, es posible que alguna vez dijese… pero no a usted. A mí también me lo han contado. Lo oí en París, de boca de un francés; decía que por lo visto figura en las Cheti-Minéi, y que aquí en nuestro país se suele leer en misa… Era un hombre muy sabio, dedicado a los estudios estadísticos sobre Rusia… Había vivido mucho tiempo en Rusia… Yo, personalmente, no he leído las Cheti-Minéi… y no tengo intención de hacerlo… ¿Quién no se va de la lengua durante una comida?… Estábamos comiendo en aquella ocasión…

—Sí, ustedes estaban comiendo, pero ¡yo perdí la fe! —intentó provocarlo Fiódor Pávlovich.

«¡A mí qué me importa su fe!», quiso gritarle Miúsov, pero se contuvo en el último momento y pronunció en tono despectivo:

—Todo lo que toca, literalmente, lo ensucia.

El stárets, de pronto, se levantó:

—Disculpen, señores, si les dejo por unos minutos —dijo, dirigiéndose a todos los presentes—, pero hay gente que me está esperando ya desde antes de su llegada. Y usted, en cualquier caso, no mienta —añadió, dirigiéndose a Fiódor Pávlovich con el semblante alegre.

Salió de la celda, Aliosha y el novicio fueron corriendo tras él para ayudarlo a bajar la escalera. Aliosha se sofocaba, estaba contento de salir, pero también estaba contento de que el stárets no se sintiera ofendido y se mostrara alegre. Éste se dirigió hacia la galería para dar su bendición a quienes lo estaban esperando. Pero Fiódor Pávlovich lo detuvo junto a la puerta de la celda.

—¡Hombre bienaventurado! —exclamó con emoción—. ¡Permítame que vuelva a besarle la mano! ¡Sí, con usted aún se puede hablar, se puede vivir! ¿Cree usted que siempre miento de esa manera, que siempre hago el bufón? Sepa que he estado fingiendo todo el tiempo, que lo he hecho adrede para ponerle a prueba. Que he estado tanteándole continuamente para averiguar si es posible vivir con usted. Para ver si tiene cabida mi humildad al lado de su orgullo. Le concedo un diploma: ¡es posible vivir a su lado! Y ahora me callo, me callo de una vez por todas. Me siento y me callo. Ahora le toca a usted hablar, Piotr Aleksándrovich, ahora queda usted como el hombre más importante… durante diez minutos.

III. Mujeres de fe

Abajo, junto a la galería de madera adosada a la pared exterior del recinto, se habían congregado en esta ocasión únicamente mujeres del pueblo; serían unas veinte. Les habían anunciado que el stárets iba a salir finalmente, y se habían reunido para esperarlo. También se instalaron en la galería la terrateniente Jojlakova y su hija, que estaban igualmente esperando al stárets, aunque ellas lo hacían en el aposento reservado a las visitantes nobles. La Jojlakova madre, dama acaudalada que vestía siempre con gusto, era una mujer bastante joven aún y muy atractiva, algo pálida, de ojos muy vivos y casi totalmente negros. No pasaría de los treinta y tres años, y hacía ya cinco que había enviudado. Su hija, de catorce años, tenía parálisis en las piernas. La pobre chiquilla no podía caminar desde hacía ya medio año, y la transportaban en un alargado y confortable sillón de ruedas. Tenía una carita adorable, algo consumida por la enfermedad, pero alegre. Una expresión revoltosa brillaba en sus grandes ojos oscuros, de largas pestañas. Ya desde la primavera la madre había decidido llevarla al extranjero, pero se les pasó el verano por culpa de unos trabajos en sus propiedades. Llevaban cosa de una semana instaladas en nuestra ciudad, más por asuntos de negocios que en calidad de peregrinas, pero ya habían visitado en otra ocasión, tres días antes, al stárets. Habían vuelto a presentarse así, de buenas a primeras, aun sabiendo que ya casi no podía recibir a nadie, y habían rogado insistentemente que se les concediera, una vez más, «la dicha de contemplar al gran sanador».

La madre aguardaba la salida del stárets sentada en una silla, al lado del sillón de su hija, y un par de pasos más allá había un monje anciano, venido de un ignoto monasterio del lejano norte. También él deseaba recibir la bendición del stárets. Pero éste, al hacer su aparición, se dirigió de entrada a las mujeres del pueblo llano. El grupo se apretujó junto al pequeño porche, de tres peldaños, que unía la baja galería con el suelo. El stárets se quedó en el peldaño superior, se puso el epitrachelion[14] y empezó a impartir su bendición a las mujeres que se apiñaban delante de él. Le acercaron a una enajenada, tirando de ella con ambas manos. En cuanto vio al stárets, a la mujer le dio por hipar, soltando una especie de chillidos sin sentido, y se puso a temblar de pies a cabeza, como si sufriera los calambres de las parturientas. Colocándole el epitrachelion sobre la cabeza, el stárets recitó una breve plegaria, y ella se calló y se serenó de inmediato. No sé cómo será ahora, pero en mi infancia tuve a menudo la ocasión de ver y oír en aldeas y monasterios a esa clase de enajenadas. Las llevaban a misa, ellas chillaban y ladraban como perros y se las oía por toda la iglesia, pero, en cuanto mostraban el pan y el vino consagrados y acercaban a las posesas hasta el sagrario, la «posesión» cesaba en ese mismo instante, y las enfermas siempre se calmaban por un tiempo. A mí, de pequeño, aquello me impresionaba mucho y me dejaba perplejo. Pero también oí decir a algunos terratenientes, y sobre todo a mis maestros, gente de ciudad, en respuesta a mis preguntas, que todo aquello era una pura comedia para no tener que trabajar, y que siempre podía extirparse con la debida severidad, y para confirmarlo aducían toda clase de anécdotas. Más tarde, sin embargo, descubrí con asombro, gracias a ciertos especialistas médicos, que no se trataba de ninguna comedia, sino de una terrible enfermedad femenina, especialmente común aquí en Rusia, lo cual da testimonio del cruel destino de nuestras campesinas: se trata de una enfermedad originada por los trabajos extenuantes a los que se dedican recién salidas de partos duros, complicados, en los que no cuentan con ayuda médica de ninguna clase, y exacerbada por la amargura inconsolable, por los golpes y demás calamidades, que no todas las naturalezas femeninas son capaces de soportar en la misma medida. Aquellas extrañas y repentinas curaciones de mujeres posesas, aquejadas de convulsiones, que solían producirse en cuanto las acercaban al pan y al vino, y que, según me habían explicado, no eran más que una comedia, o peor aún, un truco ideado por la misma «clerigalla» o poco menos, se producían, muy probablemente, de un modo perfectamente natural: tanto las buenas mujeres que acompañaban a la enajenada como, sobre todo, la propia afectada creían a pie juntillas, como verdad irrevocable, que el espíritu maligno que se había apoderado de la enferma jamás podría soportar que la llevasen y obligasen a inclinarse ante el pan y el vino consagrados. Por ese motivo, siempre se manifestaba (pues no tenía más remedio que manifestarse) en la mujer desequilibrada y, desde luego, psíquicamente enferma, la inevitable convulsión en todo su organismo en el momento de la reverencia, convulsión causada por la espera del obligado milagro de la curación y por la fe ciega en que el milagro iba a ocurrir. Y éste ocurría, aunque solo fuese temporalmente. Exactamente eso fue lo que sucedió cuando el stárets cubrió a la enferma con el epitrachelion.

Muchas de las mujeres que se arremolinaban alrededor del stárets se deshacían en lágrimas de ternura y emoción, causadas por el efecto del momento; otras se esforzaban por besarle, al menos, el extremo de sus vestiduras; había algunas que se lamentaban. Él las bendijo a todas, y conversó con varias de ellas. Ya conocía a la enajenada, la habían traído de una aldea cercana, que distaba apenas unas seis verstas del monasterio; además, ya la habían conducido a su presencia en alguna ocasión anterior.

—¡Ésta seguro que viene de lejos! —Señaló a una mujer aún joven, pero muy flaca y demacrada, con el rostro, más que tostado, renegrido. La mujer estaba de rodillas, mirando fijamente al stárets. Había algo delirante en su mirada.

—De lejos, bátiushka[15], de lejos, de trescientas verstas de aquí. De lejos, padre, de lejos —dijo la mujer canturreando, mientras balanceaba rítmicamente la cabeza de lado a lado, con la mejilla apoyada en la palma de la mano.

Hablaba en tono quejumbroso. Hay en el pueblo una amargura silenciosa, infinitamente paciente; esta amargura se encierra en sí misma y calla. Pero hay también una amargura lacerante: de pronto rompe en llanto y desde ese instante se deshace en lamentos. La padecen sobre todo las mujeres. Sin embargo, esa amargura no es más llevadera que la amargura silenciosa. El único consuelo que dispensan los lamentos es el de enconar y desgarrar aún más el corazón. Esta clase de amargura no busca siquiera consuelo, se nutre del sentimiento de insaciabilidad. Los lamentos responden tan solo a la necesidad de hurgar sin descanso en la herida.

—Eres de familia de menestrales, ¿verdad? —prosiguió el stárets, mirando a la mujer con curiosidad.

—Vivimos en la ciudad, padre, en la ciudad; somos campesinos, pero vivimos en la ciudad. He venido aquí para verte, padre. Hemos oído hablar de ti, bátiushka, hemos oído hablar de ti. Enterré a mi pequeño, y me fui por ahí a rezar a Dios. Estuve en tres monasterios, y me dijeron: «No dejes de visitar también ese sitio, Nastásiushka». O sea, que viniera a verle[16] a usted, padre, que viniera a verle a usted. Y aquí he venido, ayer tarde estuve en el oficio, y aquí estoy hoy.

—¿Por qué lloras?

—Estoy triste por mi hijo, bátiushka, tres meses le faltaban para cumplir los tres añitos. Sufro por ese hijito, padre, por ese hijito. Era el último que nos quedaba; cuatro hemos tenido, Nikítushka y yo, pero perdemos siempre a los pequeños, los perdemos, amado padre, los perdemos. Ya había enterrado a los tres primeros, y no sufrí tanto por ellos, pero a este último lo he enterrado y no hay manera de olvidarlo. Es como si lo tuviera aquí delante, no se quiere marchar. El alma me la ha dejado seca. Miro su ropita, su blusita, sus botitas, y me pongo a chillar. Le digo a Nikítushka, a mi marido: «Anda, déjame, marido, que vaya a peregrinar». Es cochero; nosotros no somos pobres, padre, no somos pobres; prestamos el servicio por cuenta propia, es todo nuestro: los caballos y el coche. Y todos estos bienes, ahora ¿para qué? Le habrá dado por beber en mi ausencia, a mi Nikítushka; es lo más seguro, ya antes de esto, en cuanto me daba la vuelta, él ya estaba cayendo en el vicio. Pero ahora mismo ni me acuerdo de él. Ya va para tres meses que falto de casa. Me he olvidado de todo, de todo, y no me apetece recordar; ¿qué voy a hacer ahora con él? He terminado con él, he terminado, con todo he terminado. Prefiero no tener que volver a poner los ojos en mi casa ni en mis bienes, ¡no quiero ver nada de nada!

—Escucha, madre —dijo el stárets—, en cierta ocasión, hace mucho tiempo, un gran santo vio en un templo a una madre que, como tú, lloraba igualmente por su pequeño, por su único hijo, al que también había llamado el Señor. Entonces el santo le dijo: «¿Acaso no sabes lo osados que son estos pequeños cuando están ante el trono de Dios? No hay nadie más osado en el reino de los cielos: Tú, Señor, nos has dado la vida, le dicen a Dios, y apenas empezábamos a entreverla cuando nos la volviste a arrebatar. Y piden y preguntan con tanto atrevimiento que el Señor les otorga de inmediato el rango de ángeles. Así pues, alégrate tú también, mujer, y no llores más, pues tu pequeño se encuentra ahora junto a Dios en compañía de sus ángeles». Eso es lo que le dijo el santo a aquella mujer que lloraba en los tiempos antiguos. Era un gran santo, y no iba a faltar a la verdad. Por eso, también tú, madre, debes saber que sin duda tu pequeño estará ahora igualmente ante el trono del Señor, donde se alegra y se regocija, y donde ruega por ti a Dios. Por eso, debes llorar, pero también alégrate.

La mujer le escuchaba, con la mejilla apoyada en una mano, mirando al suelo. Suspiró profundamente.

—De ese mismo modo me consolaba Nikítushka, con palabras parecidas a las tuyas, diciéndome: «No seas tonta, ¿por qué lloras? Seguro que nuestro hijito está ahora en presencia del Señor, cantando con los ángeles». Eso me dice, pero él también llora, y yo lo veo llorar, igual que lloro yo. «Ya lo sé, Nikítushka —le digo—. ¿Dónde iba a estar más que en presencia del Señor? Pero ¡aquí con nosotros, Nikítushka, aquí a nuestro lado, como solía estar antes, ya no está!» Si por lo menos pudiera verlo, aunque fuera una vez, solo una vez, si pudiera volver a mirarlo, sin acercarme a él, sin decir nada, aunque tuviera que quedarme escondida en un rincón, para verlo tan solo un minutito; si pudiera oírlo jugar en el patio, y llamarme con su vocecita, como solía llamarme cada vez que llegaba: «Mami, ¿dónde estás?». Me conformaría con oírlo pasar por el cuarto una vez, una sola vez, haciendo tuc-tuc con sus pasitos, seguidos, muy seguidos… Recuerdo cómo a veces venía corriendo hacia mí, gritando y riendo; si al menos pudiera oír sus pasos, si los pudiera oír, ¡le daría, padre, toda la razón! Pero no está, bátiushka, no está, ¡y no voy a oírlo nunca más! Aquí traigo su cinturoncito, pero él, en cambio, no está, ¡y ahora nunca voy a volver a verlo, no voy a oírlo nunca más!

Se sacó del enfaldo un pequeño cinturón de pasamanería, que había sido de su hijo, y fue mirarlo y deshacerse en sollozos, cubriéndose los ojos con los dedos, a través de los cuales, de pronto, empezaron a correr ríos de lágrimas.

—Esto —dijo el stárets— es como lo de la antigua «Raquel, que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen»[17]. Tales son los límites, madres, que se os han trazado en la tierra. No te consueles, no hace ninguna falta que te consueles; no te consueles y llora; pero, cada vez que llores, no dejes de recordar que tu hijo es uno de esos ángeles de Dios y que desde allá arriba te está mirando y te está viendo, y se regocija con tus lágrimas, y se las muestra al Señor, nuestro Dios. Aún llorarás mucho tiempo, con este inmenso llanto de madre, pero al final tu llanto se convertirá en serena alegría, y tus amargas lágrimas serán solo lágrimas de callada ternura y purificación sincera, que salva del pecado. Yo pediré por el descanso eterno de tu pequeñuelo, ¿cómo se llamaba?

—Alekséi, bátiushka.

—Es un nombre muy bonito. Entonces, ¿se lo encomendamos a san Alejo[18], hombre de Dios?

—Sí, sí, bátiushka, a ese mismo santo. ¡A san Alejo, hombre de Dios!

—¡Un gran santo! Rezaré por él, madre, rezaré por él, y también tendré presente tu pesar en mis plegarias y rezaré asimismo por la salud de tu marido. Pero es un pecado abandonarlo. Ve con tu marido y cuida de él. Allí donde se encuentra, tu pequeño verá que has abandonado a su padre y llorará por vosotros; ¿por qué habrías de turbar su dicha? Recuerda que él vive, él vive, puesto que el alma vive eternamente; y, aunque ya no esté en casa, se halla invisible a vuestro lado. ¿Cómo va a presentarse en tu casa, si dices que a ti se te ha hecho odiosa? ¿Hacia quién va a ir, si no os encuentra juntos al padre y a la madre? Ahora sueñas con él y te torturas, pero entonces te mandará dulces sueños. Vuelve con tu marido, madre, vuelve hoy mismo.

—Iré, querido padre, iré según me dices. Me has alumbrado el corazón. ¡Nikítushka, Nikítushka! ¡Tú me esperas, querido, tú me esperas! —empezó a lamentarse la mujer; pero el stárets se había vuelto ya hacia una señora muy mayor, una ancianita que no vestía como una peregrina, sino como las mujeres de ciudad.

Se le notaba en la mirada que se traía algo entre manos y que había venido para comunicar alguna cosa. Se presentó como la viuda de un suboficial; dijo que no venía de lejos, que era de nuestra misma ciudad. Su hijo, Vásenka, prestaba servicio en una compañía de intendencia, y estaba destinado en Siberia, en Irkutsk. Dos veces había escrito desde allí, pero hacía ya un año que había dejado de escribir. Ella había intentado averiguar qué había sido de él, pero lo cierto es que no sabía a quién acudir.

—Hace poco, Stepanida Ilínishna Bedriáguina, una comerciante, y bien rica, va y me dice: «Mira, Projórovna, ¿por qué no anotas el nombre de ese hijo tuyo en un recordatorio, lo llevas a la iglesia y encargas oraciones por su descanso eterno? Su alma empezará a echarte de menos, y tu hijo te escribirá una carta». Eso me dijo. Según Stepanida Ilínishna, es cosa segura, muchas veces probada. Pero yo tengo mis dudas… Tú, que eres nuestra luz, dime si es eso cierto o no es cierto. Y ¿crees que estaría bien si lo hiciera?

—Ni se te ocurra. Debería darte vergüenza preguntarlo. ¡Cómo va a ser posible rezar por el descanso eterno de un alma viva! ¡Y menos su propia madre! Es un pecado enorme, parece cosa de brujería, solo tu ignorancia te sirve de excusa. Lo que tienes que hacer es rezarle a la Reina de los Cielos, intercesora y auxiliadora nuestra, por la salud de tu hijo, y pedirle de paso que te perdone por esas ideas equivocadas. Y añadiré otra cosa más, Projórovna: ese hijo tuyo pronto estará de vuelta en casa o, si no, te mandará sin falta una carta. Así que ya lo sabes. Ve, y desde ahora puedes estar tranquila.Tu hijo está vivo, te lo digo yo.

—Amado padre nuestro, que Dios te lo pague; tú eres nuestro bienhechor, rezas por todos nosotros y por nuestros pecados…

Pero el stárets ya había advertido entre la muchedumbre los dos ojos ardientes, concentrados en él, de una joven campesina extenuada, con aspecto de tísica. La muchacha miraba en silencio, sus ojos imploraban algo, pero se diría que tenía miedo de acercarse.

—A ti ¿qué te pasa, hija mía?

—Dale alivio a mi alma, venerable padre —murmuró ella en voz baja, sin ninguna prisa; después se puso de rodillas y se inclinó a los pies del stárets—. He pecado, venerable padre, tengo miedo de mi pecado.

El stárets se sentó en el peldaño inferior; la mujer se le acercó, siempre de rodillas.

—Soy viuda, va ya para tres años —empezó con un susurro; mientras, todo su cuerpo parecía estremecerse—. Mi vida de casada fue muy dura, él era viejo, me sacudía a base de bien. Cayó enfermo; yo pensaba al mirarlo: y si se pone bien y vuelve a levantarse, ¿qué va a pasar entonces? Y en esos momentos me vino esta idea…

—Espera —dijo el stárets, y acercó el oído hasta los labios de ella.

La mujer siguió hablando muy bajo, en un susurro, de modo que era casi imposible captar nada. Terminó enseguida.

—¿Es ya el tercer año? —preguntó el stárets.

—Sí, el tercer año. Al principio no lo pensaba, pero ahora estoy enferma, me ha entrado la angustia.

—¿Vives muy lejos?

—A quinientas verstas de aquí.

—¿Lo has confesado?

—Sí, dos veces.

—¿Te han administrado la comunión?

—Sí, me la han administrado. Tengo miedo; tengo miedo de morir.

—No tengas miedo, no tengas miedo nunca, ni te angusties. Persevera en tu arrepentimiento, y Dios te lo perdonará todo. No hay ni puede haber en toda la tierra un pecado tal que Dios no se lo perdone a quien se arrepienta de verdad. Y el hombre no es capaz de cometer un pecado tan grande que agote el infinito amor de Dios. ¿Puede haber acaso un pecado que supere al amor divino? Tú preocúpate tan solo de arrepentirte sin descanso, y aleja el miedo de ti. Has de creer que Dios te ama de un modo que no puedes ni imaginarte; también con tu pecado y aunque estés en pecado, Él te ama. Más alegría habrá en el cielo por un solo arrepentido que por diez justos, se dijo hace ya mucho. Vete, pues, y no temas. No te aflijas por la gente, no te enojes por las ofensas. Al difunto perdónale sus agravios de todo corazón, reconcíliate con él de verdad. Si te arrepientes, amas. Y, si amas, ya eres de Dios… Con amor todo se compra, todo se salva. Si yo, un pecador como tú, me he conmovido y he sentido compasión por ti, ¿no hará mucho más Dios? El amor es un tesoro tan valioso que con él puedes comprar el mundo entero, puedes redimir no solo tus propios pecados, sino también los ajenos. Vete y no temas.

La persignó tres veces, se quitó del cuello una medalla y se la puso a la mujer. Ella, sin decir nada, hizo una reverencia hasta el suelo. El stárets se irguió y miró alegremente a una mujer robusta con una criaturita en brazos.

—Vengo de Vyshegorie, amado padre.

—Eso está a seis verstas de aquí, te habrás cansado con la criatura. ¿Qué quieres?

—He venido a verte. Ya he venido otras veces, ¿lo has olvidado? No debes de tener mucha memoria si te has olvidado de mí. Se decía en la aldea que estabas enfermo, y pensé: pues nada, habrá que ir a verlo. Muy bien, pues ya te estoy viendo: ¡tú qué vas a estar enfermo! Vas a vivir otros veinte años, eso seguro. ¡Que Dios te guarde! Con tanta gente rezando por ti, ¿cómo ibas a enfermar?

—Te doy las gracias por todo, hija mía.

—De paso, quería pedirte una cosita de nada: toma estos sesenta kopeks, y dáselos, amado padre, a alguna que sea más pobre que yo. De camino, me venía diciendo: mejor los doy a través de él, él sabrá a quién conviene dárselos.

—Gracias, hija mía; gracias, buena mujer. Tienes todo mi aprecio. Haré sin falta lo que me pides. Esa criatura que llevas en brazos… es una niña, ¿verdad?

—Sí, venerable padre. Lizaveta.

—Que el Señor os bendiga a las dos, a ti y a la pequeña Lizaveta. Me has alegrado el corazón, madre. Adiós, hijas mías, adiós, adiós, queridas mías.

Bendijo a todas las presentes y les hizo una profunda reverencia.

IV. Una dama escéptica

La terrateniente que había venido a ver al stárets, tras haber asistido a la escena completa de la conversación con aquellas mujeres sencillas y a la bendición final, derramaba calladas lágrimas que enjugaba con un pañuelo. Era una dama de mundo, sensible, con inclinaciones virtuosas, en buena medida sinceras. Cuando el stárets, por fin, se le acercó, ella lo acogió con entusiasmo:

—Me ha impresionado hasta tal punto ver esta escena tan conmovedora… —No pudo acabar, de la emoción—. Oh, entiendo que el pueblo le quiera, yo también siento amor por el pueblo, deseo sentir ese amor; ¡cómo no amar al pueblo, a nuestro hermoso pueblo ruso, tan sencillo en su grandeza!

—¿Cómo sigue su hija de salud? ¿Deseaba usted volver a hablar conmigo?

—Oh, lo he pedido con tanta insistencia, he suplicado, estaba dispuesta a postrarme de rodillas y a pasarme así tres días, o el tiempo que hiciera falta, delante de sus ventanas, hasta que usted me dejara entrar. Hemos venido a verle, gran sanador, a expresarle nuestro agradecimiento más entusiasta. Porque usted ha curado a mi Liza, la ha curado por completo. Y ¿cómo? Rogando el jueves pasado por ella e imponiéndole las manos. ¡Hemos venido en cuanto hemos podido a besar estas manos, y a manifestar nuestro sentimiento y nuestra veneración!

—¿Cómo que la he curado? ¿No sigue aún en su sillón?

—Pero las fiebres nocturnas han desaparecido por completo, llevamos así ya dos días, desde el mismo jueves —aclaró enseguida la señora, agitada—. No solo eso: las piernas se le han fortalecido. Esta mañana se ha levantado más sana, ha dormido toda la noche; mire qué buen color tiene, cómo le brillan los ojitos. Antes no hacía más que llorar, y ahora se ríe alegre, contenta. Hoy ha exigido que la pusiéramos de pie, y ha aguantado ella sola un minuto entero, sin ayuda de nadie. Se ha apostado conmigo a que en un par de semanas estará bailando una cuadrilla. He llamado a un médico local, el doctor Herzenstube; él se ha encogido de hombros y ha dicho: «Estoy asombrado, no lo entiendo». No querría usted que no viniésemos a importunarle; ¿cómo íbamos a dejar de venir volando a darle las gracias? ¡Vamos, Lise[19], dale las gracias, dale las gracias!

La carita de Lise, simpática y risueña, ya iba a ponerse seria; la niña se incorporó en el sillón lo más que pudo y, mirando al stárets, juntó las manitas delante de él, pero no pudo aguantarse y de repente se echó a reír…

—¡Es por él, es por él! —Y señalaba a Aliosha, con un enfado infantil por haber sido incapaz de dominarse y haberse echado a reír. Cualquiera que se hubiera fijado en Aliosha, que estaba de pie, un paso por detrás del stárets, habría advertido cómo, en un instante, se le habían subido los colores a la cara. Los ojos le centellearon y el joven bajó la mirada.

—Mi hija le trae un recado, Alekséi Fiódorovich… ¿Cómo está usted? —prosiguió la madre, dirigiéndose de pronto a Aliosha, al tiempo que le tendía la mano, enfundada en un delicioso guante.

El stárets se volvió y miró atentamente a Aliosha. Éste se acercó a Liza y, a su vez, sonriendo de forma un tanto extraña, como cohibido, le ofreció la mano. Lise puso cara de importancia.

—Katerina Ivánovna le manda esto. —Le entregó a Aliosha una nota—. Insiste sobre todo en que vaya usted a verla, que vaya lo más pronto posible, lo más pronto posible, y que se deje de engaños, que tiene que ir sin falta.

—¿Me pide que vaya a verla? Que vaya yo a su casa… ¿para qué? —balbuceó Aliosha, profundamente sorprendido. De pronto, en su cara se reflejaba una enorme preocupación.

—Oh, todo esto es por culpa de Dmitri Fiódorovich y… por los últimos acontecimientos —aclaró enseguida la madre—. Katerina Ivánovna se ha decidido por fin… pero para eso necesita verle a usted sin falta… ¿Para qué? Naturalmente, no lo sé, pero ha pedido que vaya cuanto antes. Y usted va a ir, seguro que va; en este caso, hasta sus sentimientos cristianos le obligan.

—Yo solo la he visto una vez —siguió diciendo Aliosha, sin reponerse de su sorpresa.

—¡Oh, es una criatura tan magnánima, tan fuera de lo común!… Ya solo por sus sufrimientos… Piense en todo lo que ha soportado, en todo lo que sigue soportando; piense en lo que la espera… ¡Es algo espantoso, espantoso!

—De acuerdo, iré —decidió Aliosha, después de leer por encima la breve y enigmática nota en la que, aparte del persuasivo ruego de que fuera a su casa, no había más explicaciones.

—¡Ay, eso sería algo precioso, algo maravilloso de su parte! —exclamó Lise, animándose de pronto—. Y yo que le decía a mamá: no irá por nada del mundo, él lo que intenta es salvarse. ¡Es usted admirable! Yo siempre había pensado que es usted admirable, ¡estoy encantada de poder decírselo ahora!

—¡Lise! —dijo la madre, muy seria; no obstante, no tardó en sonreír—. También se ha olvidado usted de nosotras, Alekséi Fiódorovich, no quiere usted venir a vernos nunca; y eso que Lise ya me ha dicho dos veces que solo está a gusto con usted.

Aliosha levantó los ojos, fijos en el suelo hasta ese instante, volvió a ruborizarse de repente y, también de repente, volvió a sonreír sin saber él mismo por qué. Lo cierto es que el stárets ya no estaba pendiente de él. Había entablado conversación con el monje que estaba allí de paso y que, como ya hemos dicho, había estado esperando su aparición junto al sillón de Lise. Al parecer, era un monje de lo más modesto, esto es, de muy humilde condición, de mentalidad estrecha e inmutable, pero creyente y, a su modo, porfiado. Aseguró que venía del lejano norte, de Obdorsk[20], y que era miembro de San Silvestre, un pobre monasterio que apenas contaba con nueve monjes. El stárets le dio su bendición y lo invitó a que fuera a su celda a visitarlo cuando quisiera.

—¿Cómo se atreve usted a hacer cosas así? —preguntó de pronto el monje, señalando a Lise con aire muy serio y solemne. Se refería a la «curación» de la chiquilla.

—Todavía es pronto, naturalmente, para hablar de eso. Una mejoría no supone aún una curación completa, y podría obedecer también a otras causas. Pero, si de verdad ha habido algo, no se debe a otra fuerza que a la voluntad divina. Todo depende de Dios. Venga a verme, padre —concluyó, dirigiéndose al monje—, aunque no siempre puedo recibir visitas: estoy enfermo y sé que mis días están contados.

—Oh, no, no; Dios no va a privarnos de usted; aún tiene que vivir mucho, pero que mucho tiempo —exclamó la madre—. A ver, ¿de qué está usted enfermo? Parece usted tan sano, tan alegre, tan feliz.

—Hoy me siento mucho mejor de lo habitual, aunque de sobra sé que es algo pasajero. Ahora conozco a ciencia cierta cuál es mi enfermedad. Pero, si usted dice que me ve muy alegre, entonces sepa que nada, en ningún caso, podía haberme dejado más satisfecho que una observación así. Pues los hombres han sido creados para la felicidad, y aquel que es plenamente feliz tiene todo el derecho de decirse a sí mismo: «He cumplido la voluntad de Dios en esta tierra». Todos los justos, todos los santos, todos los mártires, han sido felices.

—Oh, hay que ver cómo habla usted, qué palabras más valientes e inspiradas —exclamó la madre—. Todo aquello que usted dice es como si penetrara en el alma. Y, sin embargo, la felicidad, ¿dónde está, dónde? ¿Quién puede decir de sí mismo que es feliz? Oh, ya que ha sido usted tan bueno y nos ha permitido verle hoy de nuevo, escuche todo lo que no acabé de contarle la última vez, lo que no me atreví a decir, todo lo que me hace sufrir, ¡desde hace mucho, mucho tiempo! Yo sufro, perdóneme, yo sufro… —Y, con un sentimiento ardiente e impulsivo, juntó las manos ante él.

—Concretamente, ¿qué la hace sufrir?

—Sufro… por mi falta de fe…

—¿No cree en Dios?

—No, no, no es eso; en eso no me atrevo ni a pensar. Pero la otra vida… ¡es un enigma tan grande! ¡Y nadie, realmente nadie responde a ese enigma! Escúcheme, usted es un sanador, usted conoce bien el alma humana; yo, naturalmente, no puedo pretender que usted me crea sin más, pero le aseguro, con toda rotundidad, que no estoy hablando por hablar, que la idea de la otra vida, de la vida de ultratumba, me inquieta hasta tal punto que me hace sufrir, que me asusta y me aterra… Y no sé a quién dirigirme, no me he atrevido en toda mi vida… Y solo ahora me atrevo a dirigirme a usted… ¡Dios mío, qué va a pensar usted de mí! —La mujer levantó los brazos, disgustada.

—No se preocupe por mi opinión —respondió el stárets—. Admito plenamente que su angustia es sincera.

—¡Oh, cómo se lo agradezco! Fíjese, cierro los ojos y pienso: si todo el mundo cree, ¿eso a qué obedece? Algunos aseguran que surgió en un principio como consecuencia del miedo a los inquietantes fenómenos de la naturaleza, y que no hay nada de todo eso. Pero, claro, yo me digo: he creído toda mi vida, y ahora me muero y resulta que no hay nada, que solo «crecerá el lampazo en la tumba», como leí en un escritor.[21] ¡Eso es terrible! ¿Cómo, cómo puedo recobrar la fe? El caso es que yo solo tuve fe cuando era pequeña, mecánicamente, sin pensar en nada… ¿Cómo podría probarse todo eso, cómo? Eso es lo que quería pedirle, por eso he venido a inclinarme ante usted. Porque, si también dejo pasar esta ocasión, ya nadie va a responderme en toda mi vida. ¿Cómo probarlo, cómo podría una convencerse? ¡Ah, qué desgracia la mía! Miro a mi alrededor y veo que a todo el mundo, o a casi todo el mundo, le da todo igual, que nadie se preocupa ahora por estas cuestiones, pero yo, sola, soy incapaz de soportarlo. ¡Es algo horrible, horrible!

—Sin duda, es horrible. Pero es imposible probar nada en este terreno; no obstante, sí es posible convencerse.

—¿Cómo? ¿De qué manera?

—Mediante la experiencia del amor activo. Intente amar al prójimo activamente y sin descanso. A medida que progrese en el amor, se irá convenciendo de la existencia de Dios y de la inmortalidad de su alma. Y, si llega a la completa abnegación en el amor al prójimo, creerá usted sin reservas, y no habrá duda capaz de penetrar en su alma. Es cosa probada y segura.

—¿El amor activo? Ahí tenemos otro problema, y menudo problema, ¡menudo problema! Verá, yo amo a la humanidad hasta tal punto que, aunque no se lo crea, a veces sueño con dejarlo todo, todo lo que tengo, abandonar a Lise y hacerme hermana de la caridad. Cierro los ojos, pienso y sueño, y en esos momentos siento en mí una fuerza irresistible. Ninguna herida, ninguna llaga purulenta podría asustarme. Las vendaría y las lavaría con mis propias manos, sería la enfermera de esos seres afligidos, siempre dispuesta a besar sus llagas…

—Eso ya es mucho, y está muy bien que sueñe con eso, y no con otras cosas. Casi sin proponérselo, hará usted de verdad alguna buena acción.

—Sí, pero ¿podría soportar mucho tiempo una vida parecida? —prosiguió la dama con fervor, casi en tono exaltado—. ¡Ésa es la cuestión más importante! Ése es el problema que más me hace sufrir. Cierro los ojos y me pregunto: ¿aguantarías mucho tiempo por esa senda? Y, si el enfermo cuyas llagas estás lavando no solo no responde de inmediato con gratitud, sino que, por el contrario, empieza a importunarte con sus caprichos, sin valorar tu servicio altruista, sin reparar en él; si se pone a gritarte, a exigirte con malos modos, o incluso a quejarse de ti ante algún superior (como ocurre a menudo con la gente que sufre mucho), ¿qué va a pasar entonces? ¿Persistirá tu amor o no? Pues verá usted, resulta que, a costa de sufrir un estremecimiento, ya he encontrado la respuesta: si hay algo que podría enfriar en un abrir y cerrar de ojos mi amor «activo», es precisamente la ingratitud. En una palabra, yo trabajo a cambio de un salario, exijo sin demora mi salario, es decir, mis alabanzas, y quiero que el amor se me pague con amor. Si no es así, ¡soy incapaz de amar a nadie!

Le había dado, con toda sinceridad, por flagelarse, y, tras pronunciar esas palabras, se quedó mirando al stárets con desafiante firmeza.

—Es exactamente igual que lo que me contó un doctor, hace ya mucho tiempo, por cierto —dijo el stárets—. Era un hombre ya mayor y de una inteligencia incuestionable. Hablaba con tanta sinceridad como usted y, aunque bromeaba, había un fondo de amargura en sus palabras: «Yo —decía— amo a la humanidad, pero no dejo de sorprenderme a mí mismo: cuanto más amo al género humano en general, menos aprecio a los hombres en particular, o sea, tomados de uno en uno, como individuos. En mis sueños —decía—, he llegado con cierta frecuencia a formular apasionados proyectos relativos al servicio a la humanidad, y hasta podría haberme encaminado a la cruz por los demás en caso de haber sido, de un modo u otro, necesario. Y, sin embargo, soy incapaz de pasar con nadie dos días seguidos en la misma habitación: lo sé por experiencia. En cuanto tengo a alguien cerca, siento que su personalidad limita mi amor propio y coarta mi libertad. En veinticuatro horas puedo llegar a odiar al mejor hombre del mundo: que si éste pierde mucho tiempo comiendo, que si aquel otro está resfriado y no para de sonarse… En cuanto alguien —decía— empieza a tener trato conmigo, me convierto en su enemigo. En cambio, siempre me ha ocurrido que, cuanto más he odiado a las personas en particular, tanto mayor se ha vuelto mi amor a la humanidad en general».

—Pero ¿qué se puede hacer? ¿Qué hacer, pues, en este caso? ¿No hay más remedio que caer en la desesperación?

—No; ya tiene usted bastante con su pesar. Haga lo que pueda y se le pagará. ¡Y ya es mucho lo que ha hecho, habiendo sabido conocerse a sí misma de un modo tan profundo y sincero! Eso sí, si ahora, hablando aquí conmigo, solo es usted sincera para que yo la alabe por su franqueza, entonces, claro está, no llegará muy lejos en el camino del amor activo; de ese modo todo quedará en el terreno de sus sueños, y su vida pasará fugazmente, como una visión. En ese caso, naturalmente, también se olvidará de la otra vida y, cuando esté próximo el fin, ya encontrará usted la forma de tranquilizarse.

—¡Me deja usted desarmada! Solo ahora, en este preciso instante, mientras usted hablaba, he comprendido que, en efecto, lo único que esperaba yo eran sus elogios a mi sinceridad al contarle que no soporto la ingratitud. ¡Me ha dado a entender cómo soy, lo ha captado perfectamente y me lo ha explicado a mí!

—¿Habla usted en serio? Bueno, ahora, después de semejante confesión, creo que es usted sincera y que tiene buen corazón. Si no llega del todo hasta la felicidad, tenga siempre presente que está usted en el buen camino, y esfuércese por no abandonarlo. Evite, sobre todo, la mentira, cualquier mentira, y evite en especial mentirse a sí misma. Vigile su mentira y esté pendiente de ella sin descanso, hora a hora, minuto a minuto. Evite asimismo la sensación de repulsión, la repulsión de los demás y la repulsión de sí misma: aquello que descubra en su interior y le parezca malo, ya solo por haberlo descubierto se volverá más puro. También debe evitar el miedo, si bien el miedo no es más que una consecuencia de la mentira. No tema nunca su propia cobardía con vistas al logro del amor; ni siquiera debería temer en exceso los malos actos que, en ese sentido, pudiera cometer. Lamento no poder decirle nada más alentador, pues el amor activo, en comparación con el amor soñado, es algo cruel y aterrador. El amor soñado ansía la proeza inmediata, que se consuma rápidamente, a la vista de todos. Hay quien llega, de hecho, a dar su vida, a condición de que el sacrificio no se prolongue en exceso, sino que se consume a la mayor brevedad, como en un escenario, y de que todo el mundo pueda admirarlo y elogiarlo. En cambio, el amor activo es trabajo y firmeza; para algunas personas puede llegar a ser toda una ciencia. Pero ya le anuncio que, en el momento mismo en que vea usted con horror cómo, a pesar de todos sus esfuerzos, no solo no se ha acercado a la meta, sino que ésta parece estar aún más lejos, en ese preciso instante, se lo vaticino, de pronto la alcanzará y verá claramente, actuando en usted, la fuerza milagrosa del Señor, que siempre la ha amado y siempre la ha guiado de forma misteriosa. Disculpe que no pueda quedarme más tiempo con usted, me están esperando. Hasta la vista.

La dama lloraba.

—¡Lise, Lise, bendiga a Lise! ¡Bendígala! —estalló de pronto.

—Pero si a ella no vale la pena quererla. He visto cómo se ha pasado todo el tiempo jugueteando —dijo en tono de broma el stárets—. ¿Por qué ha estado burlándose de Alekséi?

Lise, en efecto, había estado todo el rato ocupada en esa travesura. Ya se había dado cuenta, en la visita anterior, de que Aliosha se turbaba en su presencia y procuraba no mirarla, y eso la divertía de lo lindo. Ella lo observaba fijamente, pendiente de captar su mirada. Incapaz de resistir aquellos ojos obstinadamente clavados en él, Aliosha, de tanto en tanto, sin querer, movido por una fuerza insuperable, la miraba de pronto, y la muchacha de inmediato le sonreía a la cara, con una sonrisa triunfal. Aliosha se sentía entonces aún más turbado y molesto. Finalmente, acabó por darle la espalda y se ocultó detrás del stárets. Pasados algunos minutos, arrastrado por la misma fuerza insuperable, se volvió de nuevo para comprobar si ella seguía pendiente de él, y vio que Lise, con más de medio cuerpo asomando por fuera del sillón, lo estaba mirando de reojo, esperando ansiosa que él la mirara a su vez: al sorprender su mirada, la muchacha se echó a reír con tantas ganas que ni el propio stárets fue ya capaz de contenerse:

—¿Por qué le hace avergonzarse de ese modo, descarada?

Inesperadamente, Lise se ruborizó, los ojillos le centellearon, puso una cara muy seria y, con calor e indignación, en tono quejumbroso, se lanzó a hablar deprisa, nerviosa:

—Y él ¿por qué lo ha olvidado todo? Cuando era pequeña, me cogía en brazos, jugábamos juntos. Venía a enseñarme a leer, ¿lo sabía usted? Hace dos años, al despedirse, me dijo que nunca me olvidaría, que éramos amigos para siempre, ¡para siempre, para siempre! Pero ahora resulta que me tiene miedo, ni que fuera a comérmelo. ¿Por qué no quiere acercarse, por qué no habla conmigo? ¿Por qué no quiere venir a vernos? No será porque usted se lo impida: sabemos que va a todas partes. No estaría bien que yo le avisara, tendría que habérsele ocurrido a él primero, si es que no se ha olvidado ya de mí. Pues no, ¡ahora intenta salvarse! Y ¿cómo es que le han vestido con un hábito tan largo? Como salga corriendo, se va a tropezar…

Y de pronto, sin poderse dominar, se cubrió la cara con una mano y se echó a reír de una forma terrible, incontenible, con aquella risa suya larga, nerviosa, convulsa y callada. El stárets, que la había estado escuchando con una sonrisa, la bendijo cariñosamente; ella, a su vez, empezó a besarle la mano; de pronto, se la acercó a los ojos y se puso a llorar:

—No se enfade conmigo, soy una boba, no valgo nada… Y puede que Aliosha tenga razón al no querer visitar a alguien tan ridículo.

—Le mandaré que vaya a verla sin falta —concluyó el stárets.

V. ¡Así sea! ¡Así sea!

La ausencia del stárets de la celda había durado unos veinticinco minutos. Pasaban ya de las doce y media, y Dmitri Fiódorovich, por cuya iniciativa se hallaban todos reunidos, seguía sin venir. Pero era casi como si se hubieran olvidado de él: cuando el stárets entró de nuevo en la celda, se encontró con una animadísima conversación entre sus huéspedes. En la conversación participaban sobre todo Iván Fiódorovich y los dos hieromonjes. También Miúsov intervenía en ella, y al parecer con gran entusiasmo, pero tampoco en esta ocasión le acompañaba el éxito; claramente, se había quedado en un segundo plano y los demás apenas le replicaban, así que esa nueva circunstancia solo contribuyó a agravar la irritación que iba creciendo en él. Lo cierto era que ya había tenido un roce previo con Iván Fiódorovich a propósito de sus respectivos conocimientos, y era incapaz de soportar con sangre fría el desdén de su interlocutor: «Al menos hasta ahora —se decía—, he estado a la altura de todo lo más avanzado en Europa, pero esta nueva generación nos ignora abiertamente». Fiódor Pávlovich, que había dado su palabra de quedarse callado, sin moverse de su asiento, aguantó un rato, de hecho, sin abrir la boca, mientras se dedicaba a observar con una sonrisa socarrona a su vecino Piotr Aleksándrovich y se alegraba sin disimulo viéndolo irritado. Hacía ya tiempo que tenía intención de desquitarse de algo y no quería dejar escapar aquella ocasión. Por fin, incapaz de seguir aguantando, se inclinó sobre el hombro de su vecino y volvió a provocarlo, diciendo a media voz:

—Entonces, ¿por qué no se fue usted hace un rato, después de que saliera a relucir aquello de «besándola amorosamente», y ha accedido a quedarse en compañía de gente tan poco recomendable? Pues porque se ha sentido humillado y ofendido, y se ha quedado para lucir su inteligencia, con ánimo de revancha. Y, lo que es ahora, ya no va a irse usted sin haberse lucido antes delante de esta gente.

—¿Ya empezamos otra vez? Al contrario, pienso irme enseguida.

—¡Más tarde que nadie se irá usted, más tarde que nadie! —le lanzó otra pulla Fiódor Pávlovich, coincidiendo casi con el regreso del stárets.

La discusión cesó por un momento, pero el stárets, después de sentarse en el mismo sitio de antes, miró a todos los presentes, como invitándolos amigablemente a continuar. Aliosha, que conocía casi todas las expresiones de aquel rostro, vio con claridad que estaba terriblemente fatigado y hacía un esfuerzo por sobreponerse. En la última etapa de su enfermedad, a veces se desvanecía, exánime. Casi la misma palidez que solía preceder a los desmayos era la que en ese momento se le estaba extendiendo por la cara; tenía los labios blancos. Pero, evidentemente, no quería dar por concluida la reunión; además, parecía tener alguna razón para actuar así; pero ¿cuál? Aliosha estaba muy pendiente de él.

—Estábamos comentando un artículo de lo más interesante de este señor —dijo el hieromonje Iósif, el bibliotecario, dirigiéndose al stárets y señalando a Iván Fiódorovich—. Presenta muchas novedades, la idea principal da la sensación de ser un arma de dos filos. Este artículo periodístico trata de la cuestión de los tribunales eclesiásticos y el alcance de sus competencias, y ha sido publicado en respuesta a un clérigo que ha escrito un libro entero sobre la materia…

—Por desgracia, no he leído su artículo, pero he oído hablar de él —respondió el stárets, mirando atenta y detenidamente a Iván Fiódorovich.

—Sostiene en él un punto de vista interesantísimo —prosiguió el padre bibliotecario—; por lo visto, en la cuestión de los tribunales eclesiásticos, rechaza rotundamente la separación entre la Iglesia y el Estado.

—Interesante, ¿en qué sentido? —preguntó el stárets a Iván Fiódorovich.

Éste le respondió finalmente, pero no en un tono entre ceremonioso y altivo, como se había temido Aliosha la misma víspera, sino modesta y discretamente, con evidente gentileza y, en apariencia, sin segundas intenciones.

—Yo parto de la idea de que esta confusión de elementos, es decir, de las esencias de la Iglesia y del Estado, será, sin duda, constante, a pesar de ser inviable y de que nunca será factible conducirla hasta un estado no ya normal, sino ni tan siquiera mínimamente aceptable, puesto que la mentira yace en la base misma de este conflicto. En mi opinión, el compromiso entre el Estado y la Iglesia en cuestiones tales como, por ejemplo, la de los tribunales, hablando en puridad, resulta imposible. El clérigo con el que he polemizado acerca de este asunto sostiene que la Iglesia ocupa un lugar preciso y definido en el Estado. Yo me he opuesto, diciendo que la Iglesia, por el contrario, debería incluir en su seno al Estado entero, en lugar de ocupar apenas un rincón en él, y que si esto no es posible actualmente, por la razón que sea, no cabe duda de que, en esencia, tendría que ser considerado el objetivo directo y principal de todo el futuro desarrollo de una sociedad cristiana.

—¡Muy justo! —aprobó, con rotundidad y emoción, el padre Paísi, hieromonje taciturno y erudito.

—¡Ultramontanismo puro! —chilló Miúsov, cruzando las piernas en un gesto de impaciencia.

—¡Eh, pero si aquí ni siquiera tenemos montañas! —exclamó el padre Iósif y, dirigiéndose al stárets, continuó—: Este señor responde, entre otras cosas, a los siguientes principios «básicos y esenciales» de su oponente, un clérigo, no lo olvide. Primero, que «ninguna asociación puede ni debe adueñarse del poder, disponer de los derechos civiles y políticos de sus miembros». Segundo: que «el poder en materia penal y civil no debe pertenecer a la Iglesia, por ser incompatible con su naturaleza, como institución divina y como asociación de personas con fines religiosos»; y, por último, en tercer lugar: que «el reino de la Iglesia no es de este mundo»…

—¡Un juego de palabras totalmente indigno de un eclesiástico! —volvió a interrumpir el padre Paísi, incapaz de contenerse—. Yo he leído el libro que usted refuta —se dirigió a Iván Fiódorovich—, y me han sorprendido esas palabras, dichas por un clérigo, de que «el reino de la Iglesia no es de este mundo». Si no es de este mundo, en buena lógica, no podría existir en la tierra. En el santo Evangelio, las palabras «no es de este mundo» no se emplean en ese sentido. No se puede jugar con estas cosas. Nuestro Señor Jesucristo vino precisamente a fundar la Iglesia en la tierra. El reino de los cielos, por supuesto, no es de este mundo, sino que está en el cielo, pero en él no se entra si no es por mediación de la Iglesia, fundada y establecida en la tierra. Por eso, los juegos de palabras mundanos a ese respecto son inaceptables e indignos. Pues la Iglesia es verdaderamente un reino, está destinada a reinar y a su término habrá de aparecer, indudablemente, como un reino en toda la tierra… Ésa es la promesa que se nos ha hecho…

De pronto se calló, como conteniéndose. Iván Fiódorovich, que le había escuchado con respeto y atención, se dirigió al stárets con muchísima calma, aunque con el mismo empeño e inocencia de antes:

—Mi artículo parte de la idea de que en la antigüedad, en los tres primeros siglos de la era cristiana, el cristianismo se presentaba únicamente como Iglesia y no era otra cosa que Iglesia. Pero, cuando el Estado pagano de Roma pretendió hacerse cristiano, ocurrió lo inevitable, y fue que, al hacerse cristiano, se limitó a incluir a la Iglesia en su seno, pero siguió siendo un Estado pagano, como lo era antes, en una extraordinaria cantidad de aspectos. En esencia, era lo que tenía que ocurrir, no cabe duda. Pero en Roma, entendida como Estado, quedaron demasiadas cosas de la civilización y la sabiduría paganas, como, por ejemplo, los propios fines y fundamentos del Estado. Por lo que respecta a la Iglesia de Cristo, al integrarse en el Estado, no podía renunciar, indudablemente, a ninguna de sus bases, no podía prescindir de la piedra en la que se sustentaba, y no podía perseguir más fines que los que le eran propios, pues habían sido firmemente establecidos y señalados por el Señor mismo; entre esos fines estaba el de transformar en Iglesia todo el mundo y, por lo tanto, todo el antiguo Estado pagano. De este modo (esto es, con vistas al futuro) no era la Iglesia la que tenía que encontrar su sitio en el Estado, como «cualquier asociación pública» o como una «asociación de personas con fines religiosos» (así se refiere a la Iglesia el autor al que pretendo refutar), sino que, por el contrario, todo Estado terrenal debería en lo sucesivo transformarse en Iglesia y no ser sino Iglesia, renunciando a cualquier fin incompatible con los fines de la Iglesia. Todo esto, no obstante, en nada lo rebaja, no menoscaba su honor ni su gloria como gran Estado, ni la gloria de sus gobernantes: se limita a apartarlo del camino falso, todavía pagano y erróneo, para llevarlo por el camino justo y verdadero, el único que conduce a los fines perdurables. Por eso, el autor del libro sobre los Fundamentos de los tribunales eclesiásticos habría acertado en sus juicios si, al investigar y plantear tales fundamentos, los hubiese considerado un compromiso temporal, ineludible aún en estos tiempos nuestros, pecaminosos e imperfectos, pero nada más que eso. Sin embargo, desde el momento en que el autor se atreve a proclamar que los fundamentos que ha propuesto, parte de los cuales acaba de enumerar el padre Iósif, son principios inmutables, naturales y eternos, se opone directamente a la Iglesia y a su misión sagrada, eterna e inmutable. He aquí todo mi artículo, o un compendio de él.

—En resumidas cuentas —intervino de nuevo el padre Paísi, subrayando cada una de sus palabras—, según ciertas teorías ampliamente dilucidadas en nuestro siglo XIX, la Iglesia, para regenerarse, debería transformarse en Estado, como pasando de una especie inferior a otra superior, para desaparecer más tarde en él, dejando paso a la ciencia, al espíritu de nuestro tiempo y a la civilización. Si no quiere eso y se resiste a aceptarlo, entonces se le asignará en el seno del Estado un pequeño rincón, donde será, además, sometida a vigilancia: eso es lo que ocurre hoy en todos los países europeos contemporáneos. En cambio, según la concepción y la expectativa rusa, no es la Iglesia la que ha de regenerarse transformándose en Estado, ascendiendo de un tipo inferior a otro superior, sino que, por el contrario, es el Estado el que debe alcanzar la dignidad de ser únicamente Iglesia, y solo Iglesia. ¡Y así ha de ser, así ha de ser!

—Bueno, reconozco que ahora me dejan más tranquilo —dijo Miúsov con una sonrisa, cruzando nuevamente las piernas—. Si lo he entendido, se trataría de la realización de un ideal infinitamente lejano, con ocasión de la segunda venida. Como ustedes quieran. Un precioso sueño utópico acerca de la desaparición de las guerras, de los diplomáticos, de los bancos y demás. Algo que se parece incluso al socialismo. Y yo que había pensado que hablaban en serio y que la Iglesia, ahora mismo, se ocuparía de juzgar a los criminales y los condenaría a azotes y trabajos forzados, e incluso, tal vez, a la pena de muerte.

—Aun en el supuesto de que ahora solo hubiera tribunales eclesiásticos, la Iglesia no condenaría a nadie a trabajos forzados o a la pena de muerte. En ese caso, el crimen y la forma de entenderlo tendrían que cambiar, sin duda alguna; naturalmente, poco a poco, no de repente, no de la noche a la mañana, pero, en cualquier caso, bastante pronto… —dijo tranquilamente, sin pestañear, Iván Fiódorovich.

—¿Lo dice en serio? —Miúsov lo miró fijamente.

—Si todo fuera Iglesia, ésta excomulgaría al criminal y al rebelde, pero no se cortarían cabezas —prosiguió Iván Fiódorovich—. Yo le pregunto: ¿adónde iría el excomulgado? Pues se vería obligado a apartarse no solo de los hombres, como ocurre ahora, sino también de Cristo. Porque con su crimen no solo se habría levantado contra la gente, sino igualmente contra la Iglesia de Cristo. En sentido estricto, eso ya ocurre ahora, desde luego, aunque no se proclama, y la conciencia del criminal de hoy con extraordinaria frecuencia llega a un trato consigo misma: «He robado —dice—, pero no voy contra la Iglesia, no soy enemigo de Cristo»; eso es lo que se dice a cada paso el criminal de nuestros días, mientras que en el futuro, cuando la Iglesia llegue a ocupar el lugar del Estado, le será difícil decirse las mismas cosas, a menos que niegue a la totalidad de la Iglesia en el mundo entero: «Todos —se diría— están equivocados, todos van por el mal camino, todos forman parte de una Iglesia falsa; tan solo yo, asesino y ladrón, encarno la justa Iglesia cristiana». Pero decirse eso es muy difícil, presupone condiciones excepcionales, circunstancias que no son habituales. Por otra parte, fíjese usted ahora en el punto de vista de la propia Iglesia acerca del crimen: ¿no debería acaso apartarse del punto de vista dominante en la actualidad, que es prácticamente pagano, y, abandonando la idea de la amputación mecánica del miembro contaminado, como se hace hoy en día para preservar la sociedad, transformarla, de un modo completo y veraz, en una idea centrada en el renacimiento del hombre, en su resurrección y salvación?

—A ver, ¿qué es todo esto? Otra vez me he perdido —le interrumpió Miúsov—; otra vez se trata de un sueño. Algo amorfo, que no hay quien entienda. Está hablando usted de excomunión. ¿A qué excomunión se refiere? Sospecho que usted, Iván Fiódorovich, sencillamente se está divirtiendo.

—Lo cierto es que, en el fondo, es lo mismo que ocurre ahora —intervino de pronto el stárets, y todos, simultáneamente, se volvieron hacia él—; pues, si no existiese la Iglesia de Cristo, no habría para el criminal ninguna clase de freno ante el delito ni de castigo una vez cometido; me refiero a un verdadero castigo, no a uno mecánico, como acaba de decir este señor, un castigo que solo sirve para exasperar el corazón en la mayoría de los casos, sino al verdadero castigo, el único efectivo, el único que aterroriza, el único que sosiega, y que consiste en el descubrimiento de la propia conciencia.

—Y ¿cómo es eso, si se puede saber? —preguntó Miúsov con acuciante curiosidad.

—Verá usted —empezó el stárets—. Todas esas condenas a trabajos forzados, precedidas de castigos corporales, no corrigen a nadie y, lo que es más importante, no asustan a ningún criminal, y el número de crímenes no solo no decrece, sino que, a medida que pasa el tiempo, va en aumento. Estará usted de acuerdo con eso. Y resulta que la sociedad, de este modo, se encuentra totalmente desprotegida, pues, aunque el miembro nocivo sea amputado mecánicamente, desterrado y apartado de nuestra vista, su puesto lo ocupará enseguida un nuevo criminal, si no son dos. Si hay algo que protege a la sociedad, incluso en nuestro tiempo, y que puede corregir al propio criminal, haciendo de él otro hombre, es únicamente la ley de Cristo, que se manifiesta en el conocimiento de la propia conciencia. Solo después de haber asumido su culpa como hijo de la sociedad de Cristo, es decir, de la Iglesia, el delincuente adquiere asimismo conciencia de su culpa ante la sociedad misma, es decir, ante la Iglesia. Así pues, solo ante la Iglesia es capaz el criminal contemporáneo de asumir su culpa, no así ante el Estado. Por eso, si los tribunales pertenecieran a la sociedad, entendida como Iglesia, ésta sabría entonces a quién levantar la excomunión y acoger de nuevo en su seno. En cambio, ahora, la Iglesia, como no dispone de ningún tribunal efectivo y no tiene otro recurso que la condena moral, renuncia al castigo positivo del delincuente. No lo excomulga, sino que se limita a insistir en sus exhortaciones paternales. Es más, se esfuerza incluso por mantener con el delincuente la plena comunión eclesiástica: lo admite a los oficios divinos y a los santos sacramentos, le da limosna y lo trata como a un cautivo, más que como a un delincuente. Y ¿qué sería del criminal, ¡oh, Señor!, si la sociedad cristiana, esto es, la Iglesia, lo rechazara del mismo modo que lo rechaza y lo segrega la ley civil? ¿Qué sucedería si la Iglesia lo castigara con la excomunión de forma inmediata, cada vez que la ley estatal le impusiera un castigo? No podría haber desesperación mayor, al menos para el criminal ruso, pues los criminales rusos aún conservan la fe. En tal caso, quién sabe, podría suceder algo terrible, tal vez se perdería la fe en el desesperado corazón del criminal, y entonces ¿qué? Pero la Iglesia, como madre dulce y amorosa, renuncia al castigo efectivo, puesto que incluso sin su pena tiene ya bastante castigo el condenado por la justicia estatal, y es necesario que alguien se apiade de él. Pero la razón principal de su renuncia estriba en que la justicia eclesiástica es la única que lleva en sí la verdad y, en consecuencia, no puede llegar a compromisos temporales, que afecten a su esencia y a su moral, con ninguna otra clase de justicia. En este terreno es imposible entrar en transacciones. El criminal extranjero, según dicen, rara vez se arrepiente, pues incluso las más modernas teorías avalan la idea de que su crimen no es tal crimen, sino únicamente un acto de rebeldía contra una fuerza que lo oprime injustamente. La sociedad lo amputa de sí valiéndose de una violencia que triunfa sobre él de un modo enteramente mecánico, y esta expulsión va acompañada de odio (así al menos lo cuentan en Europa, refiriéndose a ellos mismos), de odio y de una indiferencia y un olvido totales con respecto al destino ulterior de ese hermano suyo. De ese modo, todo sucede sin la menor compasión de la Iglesia, pues en muchos casos allí ya ni siquiera existe la Iglesia, y solo quedan eclesiásticos y templos suntuosos, pero las iglesias, como tales, hace ya tiempo que se esfuerzan por ascender desde la especie inferior, como Iglesia, a la especie superior, como Estado, para desaparecer completamente en éste. Así parece ocurrir, al menos, en tierras luteranas. En cuanto a Roma, hace ya mil años que se proclamó el Estado en lugar de la Iglesia.[22] Por eso, el propio criminal ya no se reconoce como miembro de la Iglesia y, al ser excomulgado, cae en la desesperación. Y, si regresa a la sociedad, lo hace a menudo con tal odio que la propia sociedad parece apartarlo por sí misma de su seno. Juzguen ustedes cómo puede terminar eso. En muchos casos, se diría que ocurre lo mismo entre nosotros; pero resulta que, además de los tribunales competentes, en nuestro país está también la Iglesia, la cual nunca rompe la comunicación con el criminal, en quien sigue viendo a un hijo querido y, pese a todo, amado; pero, sobre todo, existe asimismo y pervive, aunque solo sea idealmente, el tribunal de la Iglesia, que, si bien está inactivo en la actualidad, vive para el futuro, al menos como un sueño, y es reconocido sin duda por el propio criminal, gracias al instinto de su alma. También es correcto lo que se acaba de decir aquí, en el sentido de que, si actuara efectivamente el tribunal de la Iglesia, y lo hiciera con toda su fuerza, es decir, si toda la sociedad se convirtiera en Iglesia y solo en Iglesia, entonces no solo el tribunal eclesiástico influiría en la corrección del criminal como nunca lo hace en la actualidad, sino que, muy probablemente, los propios crímenes disminuirían en una proporción asombrosa. Además, sin duda alguna, en muchos casos la Iglesia sería capaz de comprender al futuro criminal y de comprender el crimen futuro de un modo completamente distinto al actual, y sabría recuperar al excomulgado, advertir al malintencionado y regenerar al caído. Es verdad —el stárets sonrió— que en la actualidad la sociedad cristiana no está aún preparada y se sostiene exclusivamente sobre siete hombres justos; pero, dado que el número de éstos no mengua, se mantiene inquebrantable, en espera de su plena conversión de sociedad, entendida como asociación aún casi pagana, en Iglesia única, universal y soberana. ¡Que así sea, que así sea, al menos al final de los siglos, pues está destinado a cumplirse! Y no hay por qué afligirse pensando en tiempos y plazos, pues el secreto de los tiempos y los plazos se encuentra en la sabiduría de Dios, en su previsión y en su amor. Y aquello que según el cálculo del hombre puede hallarse todavía muy alejado, según la predestinación divina puede estar en vísperas de su aparición, en puertas. Así sea, así sea.

—¡Así sea, así sea! —asintió el padre Paísi, en tono reverente y severo.

—¡Es extraño, extraño en grado sumo! —comentó Miúsov, no tanto con calor como con cierta indignación disimulada.

—¿Qué es lo que le parece a usted tan extraño? —inquirió con tacto el padre Iósif.

—Y todo esto ¿a qué viene, realmente? —exclamó Miúsov, estallando de pronto—. ¡Se elimina el Estado en la tierra y la Iglesia se eleva al rango de Estado! ¡Eso ya no es que sea ultramontanismo, es archiultramontanismo! ¡Ni al papa Gregorio VII[23] se le habría pasado por la cabeza una cosa semejante!

—¡Lo interpreta usted justo al revés! —dijo severamente el padre Paísi—. No se trata de que la Iglesia se convierta en Estado, entiéndalo bien. Eso es Roma y su sueño. ¡Es la tercera tentación del diablo! Al contrario, es el Estado el que se transforma en Iglesia, el que se eleva hasta ser Iglesia y se convierte en Iglesia en toda la tierra, algo que se opone por completo al ultramontanismo, a Roma y a la interpretación que usted ha hecho; es nada menos que la gran misión a la que está destinada la ortodoxia en la tierra. En Oriente empezará a brillar esa estrella.

Miúsov guardaba un silencio solemne. Toda su figura reflejaba un sentimiento de dignidad desacostumbrada. Una sonrisa de altiva condescendencia se dibujó en sus labios. Aliosha observaba cuanto ocurría con el corazón desbocado. Toda aquella conversación lo había conmovido profundamente. Miró por casualidad a Rakitin: seguía inmóvil al lado de la puerta, escuchando y mirando atentamente, si bien había bajado los ojos. Pero, por el vivo rubor de sus mejillas, Aliosha adivinó que Rakitin estaba, aparentemente, no menos emocionado que él; sabía por qué estaba emocionado.

—Permítanme que les cuente una pequeña anécdota, señores —dijo de pronto Miúsov, imponente, con evidente prestancia—. En París, hace ya algunos años, poco después del golpe de Estado de diciembre,[24] durante una visita a un conocido, sujeto de gran importancia y miembro entonces del gobierno, tuve ocasión de encontrar en su casa a un personaje de lo más curioso. Aquel individuo era una especie de detective o, más bien, algo así como el jefe de todo un equipo de investigadores políticos; en su género, tenía un cargo bastante influyente. Aprovechando la ocasión y movido por una extraordinaria curiosidad, entablé conversación con él; como quiera que no había acudido allí en calidad de amigo, sino como funcionario subalterno encargado de presentar cierto informe, al ver, por su parte, el trato que me deparaba su superior, me honró con una relativa franqueza; como es natural, solo hasta cierto punto: esto es, más que franco se mostró cortés, como saben mostrarse corteses los franceses, tanto más viendo en mí a un extranjero. Pero yo le entendí perfectamente. Se habló de los socialistas revolucionarios, a quienes entonces, dicho sea de paso, se perseguía. Dejando a un lado la esencia de la conversación, recordaré únicamente una curiosísima observación que se le escapó de repente a aquel señor: «En realidad, nosotros —dijo— a todos estos socialistas, anarquistas, ateos y revolucionarios no les tenemos mucho miedo; los vigilamos y estamos al corriente de sus pasos. Pero hay entre ellos, aunque son pocos, algunos individuos peculiares: se trata de aquellos que creen en Dios, que son cristianos y, al mismo tiempo, son socialistas. A éstos los tememos más que al resto, ¡es una gente temible! Los socialistas cristianos son más temibles que los socialistas ateos». Aquellas palabras ya entonces me sorprendieron, pero ahora, aquí entre ustedes, señores, me han venido de pronto a la memoria…

—Entonces, ¿nos las aplica a nosotros y ve en nosotros a unos socialistas? —preguntó directamente, sin más preámbulos, el padre Paísi. Pero, antes de que Piotr Aleksándrovich hubiera tenido ocasión de responder, se abrió la puerta y entró Dmitri Fiódorovich, que llegaba con mucho retraso. Lo cierto es que ya ni lo esperaban, y su repentina aparición produjo, en un primer momento, hasta cierta sorpresa.

VI. ¿Para qué vivirá un hombre como éste?

Dmitri Fiódorovich era un joven de veintiocho años, de estatura mediana y rostro agradable, aunque aparentaba bastantes más años de los que tenía. Era musculoso, se adivinaba en él una notable fuerza física; no obstante, su expresión era un tanto enfermiza. Tenía el rostro demacrado, con las mejillas hundidas, de un tono amarillento tornasolado que le daba un aspecto malsano. Sus ojos oscuros, bastante grandes, miraban de una forma desorbitada, aunque aparentemente con firme obstinación, pero también con cierta vaguedad. Incluso cuando se ponía nervioso y hablaba con irritación, su mirada no acababa de someterse a su estado de ánimo y expresaba una cosa distinta, que a veces no se correspondía en absoluto con la situación real. «Es difícil saber en qué estará pensando», comentaban a veces quienes hablaban con él. Otros, viendo en sus ojos una expresión pensativa y sombría, en ocasiones se quedaban sorprendidos con su risa repentina, testimonio de los pensamientos alegres y joviales que le venían a la cabeza en el mismo momento en que miraba de manera tan lúgubre. En todo caso, se entendía que en aquellos momentos su rostro presentase aquel aire enfermizo: todos conocían de primera mano o habían tenido noticia de la vida desordenada y «jaranera» a la que se había dado en los últimos tiempos, del mismo modo que todos estaban al corriente de la extraordinaria exasperación a la que había llegado en sus disputas con su padre por cuestiones de dinero. Por la ciudad corrían ya algunas anécdotas al respecto. Ciertamente, era de naturaleza irascible, «de genio abrupto y desigual», como había dicho de él, con mucho tino, nuestro juez de paz, Semión Ivánovich Kachálnikov, en una reunión.

Dmitri Fiódorovich se presentó impecablemente vestido, como un dandi, con la levita abotonada, guantes negros y el sombrero de copa en la mano. Como oficial recientemente pasado a la reserva, lucía bigote y aún se afeitaba la barba. Los cabellos, de color castaño oscuro, los llevaba cortos y peinados hacia delante en las sienes. Caminaba con paso decidido, a grandes zancadas, al modo militar. Se detuvo un momento en el umbral y, tras recorrer con la mirada a todos los presentes, se dirigió al stárets, deduciendo que era él el anfitrión. Se inclinó profundamente ante él y le pidió su bendición. El stárets, incorporándose ligeramente, lo bendijo; Dmitri Fiódorovich le besó respetuosamente la mano y, con una agitación insólita, casi irritado, dijo:

—Tenga la generosidad de perdonarme por haberle hecho esperar tanto. Pero el criado Smerdiakov, que me ha mandado mi padre, a mis reiteradas preguntas acerca de la hora, me ha respondido en dos ocasiones, en un tono inequívoco, que se había fijado para la una. Y justo ahora me entero, de pronto…

—No se preocupe —le interrumpió el stárets—, no tiene importancia, no es nada grave…

—Le quedo enormemente agradecido, no podía esperar menos de su bondad. —Después de dar esta concisa respuesta, Dmitri Fiódorovich se inclinó de nuevo, se volvió a continuación hacia su bátiushka e hizo ante él otra reverencia igualmente respetuosa y profunda. Era evidente que se trataba de una reverencia premeditada, y premeditada con sinceridad, considerando que era su obligación manifestar de ese modo su respeto y sus buenas intenciones. Aunque lo había cogido de improviso, Fiódor Pávlovich no tardó en responder a su manera: para dar réplica a la reverencia de Dmitri Fiódorovich, se levantó impetuosamente de su butaca y le contestó con otra inclinación no menos profunda. Su rostro adoptó de pronto una expresión grave e imponente, la cual le daba, a pesar de todo, un aspecto decididamente perverso. Acto seguido, sin decir palabra, tras saludar con una inclinación general al resto de la concurrencia, Dmitri Fiódorovich se acercó a la ventana con sus enérgicas zancadas, se sentó en el único asiento que quedaba libre, junto al padre Paísi, y, echando el cuerpo hacia delante, se dispuso a escuchar la continuación de la conversación que había interrumpido con su aparición.

La entrada de Dmitri Fiódorovich no había ocupado más de un par de minutos, y la conversación tenía que reanudarse. Pero, en este caso, Piotr Aleksándrovich no consideró necesario dar respuesta a la apremiante y casi airada pregunta del padre Paísi.

—Permítame que me reserve mi opinión sobre este tema —dijo con cierta negligencia mundana—. Se trata, por lo demás, de un asunto complejo. Fíjese en cómo se ríe de nosotros Iván Fiódorovich: probablemente él también tenga algo interesante que contar al respecto. Pregúntele a él.

—No es nada de particular, salvo una pequeña observación —replicó de inmediato Iván Fiódorovich—. Se trata de que el liberalismo europeo, en general, y hasta nuestro diletantismo liberal ruso, desde hace tiempo confunden a menudo los objetivos finales del socialismo con los del cristianismo. Esa disparatada conclusión es, desde luego, un rasgo muy característico. Por lo demás, ocurre que no son únicamente los liberales y los diletantes quienes confunden el socialismo y el cristianismo, sino también, en muchos casos, los gendarmes; los gendarmes extranjeros, se entiende. Su anécdota parisina es bien significativa, Piotr Aleksándrovich.

—Insisto en que se me permita, en general, obviar ese tema —reiteró su ruego Piotr Aleksándrovich—; a cambio les contaré, señores, otra anécdota sobre el propio Iván Fiódorovich, tan interesante como significativa. Hace apenas cinco días, en una tertulia local frecuentada principalmente por señoras, declaró solemnemente, durante una discusión, que no existe en toda la tierra, en modo alguno, nada que obligue a la gente a amar a sus semejantes; que no hay ley natural que lleve al hombre a amar al género humano; y que, si hay amor en la tierra y lo ha habido en el pasado, eso no obedece a ninguna ley natural, sino únicamente a que la gente creía en la inmortalidad. Iván Fiódorovich añadió, entre paréntesis, que a eso se reduce toda la ley natural, de modo que, si privamos a la humanidad de la fe en su propia inmortalidad, no solo se secará en ella el amor de forma inmediata, sino también, de paso, toda fuerza viva capaz de prolongar la vida en la tierra. Es más, en tal caso ya nada sería inmoral, todo estaría permitido, hasta la antropofagia. Pero eso no es todo: acabó afirmando que, para cada individuo, como, por ejemplo, para cualquiera de nosotros ahora, que no creyese en Dios ni en su propia inmortalidad, la ley moral de la naturaleza habría de cambiarse de inmediato en un sentido diametralmente opuesto al de la ley anterior, al de la ley religiosa, y que el egoísmo, llegando incluso al crimen, no solo debería ser permitido, sino que habría que aceptarlo como la salida inevitable, la más razonable y poco menos que la más noble para cualquiera que estuviera en esa situación. A partir de esta paradoja pueden juzgar, señores, todo aquello que nuestro querido Iván Fiódorovich, individuo excéntrico y amante de las paradojas, ha tenido a bien proclamar y acaso se proponga seguir proclamando.

—Permítame —exclamó de pronto, inesperadamente, Dmitri Fiódorovich—, no sé si lo he entendido bien: «El crimen no solo debería ser permitido, sino que habría que aceptarlo como la salida inevitable y la más razonable para la situación de cualquier ateo». ¿No es así?

—Exactamente —dijo el padre Paísi.

—Lo tendré presente.

Dicho lo cual, Dmitri Fiódorovich se calló tan repentinamente como había terciado en la conversación. Todos lo miraron con curiosidad.

—¿De verdad está usted tan seguro de las consecuencias de que la gente pierda la fe en la inmortalidad del alma? —preguntó el stárets a Iván Fiódorovich.

—Sí, es lo que he afirmado. No hay virtud si no hay inmortalidad.

—Dichoso usted si así lo cree, ¡si no es muy desdichado ya!

—¿Por qué desdichado? —Iván Fiódorovich sonrió.

—Porque, con toda probabilidad, no cree usted ni en la inmortalidad de su alma ni, tampoco, en lo que ha escrito acerca de la Iglesia y de la cuestión eclesiástica.

—¡Quizá esté usted en lo cierto!… Pero, en todo caso, no lo he dicho en broma… —reconoció Iván Fiódorovich de una forma extraña, ruborizándose de pronto.

—No lo ha dicho en broma, eso es verdad. Esa idea aún no ha quedado resuelta en su fuero interno y le atormenta el corazón. Pero incluso al mártir le gusta a veces recrearse en su desesperación, como si disfrutara sintiéndose desesperado. Por el momento, también usted se recrea en su desesperación: con artículos de periódico, con discusiones mundanas, no creyendo en su propia dialéctica y riéndose de sí mismo, con dolor de su corazón… Usted no ha resuelto aún esa cuestión, de ahí su profunda amargura, pues requiere ineludiblemente una solución…

—Pero ¿tendría solución en mi caso? ¿Una solución positiva? —siguió preguntando extrañamente Iván Fiódorovich, sin dejar de mirar al stárets con una sonrisa inexplicable.

—Si no admite una solución positiva, tampoco tendrá, en ningún caso, una solución negativa: usted es consciente de esa propiedad de su corazón. De ahí su tormento. Pero agradezca al Creador que le haya dado un corazón elevado, capaz de atormentarse con semejante tribulación, de «poner la mira en las cosas de arriba y buscar las cosas de arriba, pues nuestra ciudadanía está en los cielos».[25] Quiera Dios que su corazón encuentre la respuesta estando usted aún en la tierra, y ¡que el Señor bendiga sus caminos!

El stárets levantó la mano, y ya se disponía, desde su sitio, a persignar a Iván Fiódorovich. Pero éste se levantó de pronto, se acercó a él, recibió su bendición y, después de besarle la mano, volvió a su sitio en silencio. Su aspecto era firme y serio. Esta acción, así como toda la conversación anterior con el stárets, que nadie se habría esperado de Iván Fiódorovich, sorprendió a todos los presentes por lo que tenía de enigmática e incluso de solemne, de modo que todos se quedaron callados por un momento, y en la cara de Aliosha se reflejó su pavor. Pero Miúsov, de buenas a primeras, se encogió de hombros, y en ese mismo instante Fiódor Pávlovich se puso de pie de un salto.

—¡Santísimo y divino stárets! —exclamó, señalando a Iván Fiódorovich—. ¡Éste es mi hijo, carne de mi carne, amadísima carne mía! Es mi reverentísimo, por así decir, Karl Moor, mientras que el hijo que acaba de llegar, Dmitri Fiódorovich, contra el que busco en usted justicia, es el irreverentísimo Franz Moor, ambos de Los bandidos, de Schiller; en cuanto a mí, en este caso, yo debo ser ya el Regierender Graf von Moor.[26] ¡Júzguenos y sálvenos! No solo necesitamos sus oraciones, sino también sus profecías.

—Déjese de hablar como un yuródivy y no empiece a ofender a los suyos —contestó el stárets con voz débil, exhausta. Se iba fatigando visiblemente a medida que pasaba el tiempo y saltaba a la vista que estaba quedándose sin fuerzas.

—¡Es la indigna comedia que ya presentía de camino hacia aquí! —exclamó indignado Dmitri Fiódorovich, levantándose también de su asiento—. Disculpe, reverendo padre —se dirigió al stárets—, soy un hombre sin instrucción y ni siquiera sé qué tratamiento debo darle, pero le han engañado, y ha sido usted demasiado bueno al permitir que nos reuniéramos aquí. Lo único que busca mi padre es un escándalo, él sabrá por qué. Él siempre sabe lo que se trae entre manos. Aunque me parece que ya sé lo que pretende…

—¡Todos me acusan, todos! —gritó a su vez Fiódor Pávlovich—. Hasta Piotr Aleksándrovich me acusa. ¡Me ha acusado, Piotr Aleksándrovich, me ha acusado! —dijo, volviéndose de pronto hacia Miúsov, aunque éste no tenía ninguna intención de interrumpirle—. Me acusan de haberme guardado en una bota el dinero de mis hijos y de habérmelo quedado todo, hasta el último rublo; pero, permítame, ¿para qué están los tribunales? ¡Ya le calcularán allí, Dmitri Fiódorovich, con sus propios recibos, cartas y contratos, cuánto tenía, cuánto ha gastado y cuánto le queda! ¿Por qué se abstiene Piotr Aleksándrovich de emitir un juicio? Dmitri Fiódorovich no es un extraño para él. Resulta que todos están contra mí, pero es Dmitri Fiódorovich, en resumidas cuentas, el que me debe dinero a mí, y no una cantidad cualquiera, sino varios miles de rublos, y tengo documentos que así lo prueban. ¡Toda la ciudad habla sin recato de sus juergas! Y donde estuvo antes sirviendo en el ejército pagaba hasta mil y dos mil rublos por seducir a honestas doncellas; eso, Dmitri Fiódorovich, lo sé con todo lujo de detalles, hasta los más secretos, y lo demostraré… Santísimo padre, créame: conquistó a la más noble de las doncellas, de una casa distinguida, con recursos, la hija de su antiguo jefe, un valiente coronel con una trayectoria intachable, que llevaba al cuello la Orden de Santa Ana coronada de espadas; comprometió a aquella muchacha pidiéndole la mano, y ahora esa joven, su novia, que se ha quedado huérfana, está en nuestra ciudad, y él, a la vista de ella, frecuenta a una seductora local. Y, aunque esta seductora ha vivido unida, por así decir, en matrimonio civil[27] a un hombre respetable, tiene un carácter independiente, es una fortaleza inexpugnable para todos, igual que una esposa legítima, pues es una mujer virtuosa… ¡Sí, santos padres, es una mujer virtuosa! Pero Dmitri Fiódorovich pretende abrir esa fortaleza con una llave de oro, y por eso ahora se envalentona conmigo y quiere arrebatarme el dinero; ya lleva despilfarrados miles de rublos con esa seductora. Por eso, no hace más que pedir dinero a todas horas, y ¿a quién creen que se lo pide, por cierto? ¿Lo digo o no lo digo, Mitia?

—¡A callar! —gritó Dmitri Fiódorovich—. Espere a que yo me vaya; no se atreva, en mi presencia, a mancillar el nombre de una nobilísima doncella… El mero hecho de que se atreva usted a nombrarla ya es una vergüenza para ella. ¡No lo consiento!

Se sofocaba.

—¡Mitia! ¡Mitia! —exclamó, con los nervios a flor de piel, esforzándose por verter alguna lágrima, Fiódor Pávlovich—. Y la bendición paterna, ¿qué? Si te maldigo, ¿qué pasaría entonces?

—¡Desvergonzado y farsante! —rugió enfurecido Dmitri Fiódorovich.

—¡Se lo dice a su padre, a su padre! ¿Qué no hará con los demás? Imagínense, señores: vive en esta ciudad un hombre pobre, pero respetable, un capitán en la reserva que sufrió una desgracia y fue apartado del servicio, si bien de forma discreta, sin comparecer ante un tribunal, conservando su honor, y que además ha de cargar con una extensa familia. Pues bien, hace tres semanas, en una taberna, nuestro Dmitri Fiódorovich lo agarró de la barba, lo arrastró hasta la calle y allí mismo, delante de todo el mundo, le dio una soberana paliza, y todo porque ese hombre interviene como apoderado secreto mío en uno de mis asuntillos.

—¡Todo eso es mentira! ¡Por fuera parece verdad, pero por dentro es mentira! —Dmitri Fiódorovich temblaba enfurecido—. ¡Bátiushka! No estoy justificando mi conducta; es más, lo confieso públicamente: me porté como una bestia con aquel capitán y ahora lo lamento y me desprecio por mi cólera brutal. Pero ese capitán suyo, su apoderado, había ido a ver a esa señora a la que usted llama seductora y le había propuesto, en nombre de usted, que tomara unas letras de cambio, aceptadas por mí, que obran en su poder, y que con esas letras actuara contra mí, para hacerme encarcelar si yo seguía insistiendo en que usted me rindiera cuentas de mis propiedades. ¡Y ahora me reprocha usted que yo tenga debilidad por esa señora, cuando ha sido usted mismo quien le ha dado instrucciones para que me tienda una trampa! ¡Pero si ella lo cuenta a la cara, si a mí me lo ha contado ella misma, riéndose de usted! Si usted quiere meterme en la cárcel es porque tiene celos de mí, porque usted mismo ha empezado a cortejar a esa mujer, y eso también lo sé yo, y también ha sido ella la que se ha reído, escúcheme bien, la que se ha reído de usted mientras me lo contaba. ¡Aquí lo tienen, santos varones, aquí tienen al hombre, al padre que recrimina al hijo depravado! Perdonen mi cólera, señores testigos, pero yo ya presentía que este viejo taimado les había convocado para armar un escándalo. Yo había venido dispuesto a perdonar si me tendía la mano, ¡a perdonar y a pedir perdón! Pero, como en este mismo instante me ha ofendido no solo a mí, sino también a la más noble de las doncellas, cuyo nombre no me atrevo a pronunciar en vano por la veneración que siento por ella, me he decidido a desenmascarar, públicamente, todo su juego, ¡por mucho que se trate de mi padre!

No pudo continuar. Los ojos le brillaban, le costaba respirar. Pero todos en la celda estaban conmovidos. Todos, salvo el stárets, se levantaron nerviosos de sus asientos. Los padres hieromonjes miraban con aire severo, pero aguardaban que el stárets manifestara su voluntad. Él seguía sentado, muy pálido, aunque no por la emoción, sino por culpa de su debilidad enfermiza. Una sonrisa implorante le iluminaba los labios; muy de vez en cuando levantaba la mano, como con ánimo de aplacar a los furiosos, y, sin duda, un solo gesto suyo habría bastado para interrumpir la escena; pero parecía como si estuviera esperando algo, y miraba atentamente, como deseando comprender alguna cosa más, como si no acabara de explicarse del todo alguna cuestión. Por fin, Piotr Aleksándrovich Miúsov se sintió definitivamente humillado y abochornado.

—¡Del escándalo que acaba de ocurrir todos tenemos culpa! —dijo con vehemencia—. Pero el caso es que no me imaginaba yo una cosa así al venir hacia aquí, por más que supiera con quién me las iba a ver… ¡Hay que poner fin a esto ahora mismo! Reverendo padre, créame, yo no conocía todos los detalles que han salido aquí a relucir, no quería creer en ellos y ahora me entero por primera vez… El padre tiene celos del hijo por culpa de una mujer indecente y se confabula con esa tarasca para meter al hijo en la cárcel… Y me hacen venir aquí con semejante compañía… Me han engañado, quiero dejar bien claro que me han engañado como al que más…

—¡Dmitri Fiódorovich! —gritó, con una voz que no parecía la suya, Fiódor Pávlovich—. Si no fuera porque es usted hijo mío, en este mismo instante le retaba a duelo… a pistola, a una distancia de tres pasos… ¡Cogidos del pañuelo! ¡Cogidos del pañuelo![28] —concluyó, pataleando con ambos pies.

Hay momentos en los que los viejos embusteros, que se han pasado toda la vida haciendo comedia, fingen hasta tal punto que verdaderamente tiemblan y lloran de emoción, si bien incluso en esos instantes (o apenas un segundo después) podrían susurrarse a sí mismos: «Estás mintiendo, viejo desvergonzado; en este momento sigues actuando, a pesar de toda tu “sagrada” cólera y de tu “sagrado” minuto de ira».

Dmitri Fiódorovich frunció terriblemente el ceño y miró a su padre con inefable desdén.

—Y yo que creía… Yo que creía… —dijo en voz baja, procurando contenerse— que volvía a mi tierra natal con el ángel de mi alma para cuidar a este hombre en su vejez, ¡y me encuentro con un lujurioso libertino y un vil comediante!

—¡A duelo! —volvió a gritar el viejo, sofocándose y despidiendo saliva con cada palabra—. Y en cuanto a usted, Piotr Aleksándrovich Miúsov, sepa, señor, que es posible que no haya habido nunca en su familia mujer más digna y honrada… ¿lo oye?, ¡honrada!… que esa, según usted, tarasca, que es como se ha atrevido a llamarla hace un momento. Y usted, Dmitri Fiódorovich, ha cambiado a su novia, precisamente, por esa «tarasca», de modo que usted mismo ha estimado que su propia novia no le llega a la suela de los zapatos, ¡ya ven cómo es esa tarasca!

—¡Es una vergüenza! —soltó de pronto el padre Iósif.

—¡Una vergüenza y un bochorno! —gritó de pronto Kalgánov, con voz de adolescente, trémula por la emoción, poniéndose todo colorado; hasta entonces no había abierto la boca.

—¿Para qué vivirá un hombre como éste? —bramó sordamente Dmitri Fiódorovich, al borde de un ataque de furia, alzando los hombros de un modo extraordinario, casi como encorvándose—. No, díganme: ¿acaso se puede consentir que siga deshonrando la tierra con su presencia? —Recorrió con la mirada a todos los presentes, mientras señalaba al viejo con la mano. Hablaba despacio y acompasadamente.

—Ya están oyendo, ya están oyendo al parricida, monjes —dijo Fiódor Pávlovich, interpelando al padre Iósif—. ¿Una vergüenza, decía usted? ¡Ahí tiene la respuesta! ¿Qué es una vergüenza? ¡Esa «tarasca», esa «mujer indecente», probablemente sea más santa que ustedes mismos, señores hieromonjes que buscan su salvación! Es posible que sufriera una caída en su juventud, abrumada por el ambiente, pero ella «ha amado mucho», y a la que amaba mucho también Cristo la perdonó…

—Cristo no perdonó por un amor como ése… —se le escapó al manso padre Iósif, que había perdido la paciencia.

—Sí, por un amor como ése, por ese mismo amor, monjes, ¡por ése! ¡Ustedes aquí se salvan a base de coles y piensan que son unos hombres justos! ¡Comen gobios, un gobio pequeñito cada día, y piensan comprar a Dios con gobios!

—¡Es intolerable, intolerable! —se oía en la celda por todas partes.

Pero esta escena, que ya resultaba escandalosa, se vio interrumpida de un modo inesperado. El stárets, de pronto, se levantó de su asiento. Casi totalmente aturdido de miedo por él y por todos, Aliosha se apresuró, no obstante, a sostenerlo por un brazo. El stárets dio unos pasos hacia Dmitri Fiódorovich y, cuando llegó a su altura, se hincó de hinojos delante de él. Aliosha creyó por un momento que había caído de debilidad, pero no se trataba de eso. Una vez de rodillas, se postró a los pies de Dmitri Fiódorovich, en una reverencia completa, marcada, deliberada, rozando incluso el suelo con la cabeza. Aliosha estaba tan perplejo que no fue capaz siquiera de ayudarlo cuando empezó a levantarse. Una débil sonrisa iluminaba apenas los labios del stárets.

—¡Perdonen! ¡Perdonen todos! —iba diciendo, a medida que hacía reverencias a todos sus huéspedes.

Dmitri Fiódorovich se quedó unos instantes como atónito: aquella reverencia a sus pies, ¿a qué había venido? Por fin exclamó: «¡Oh, Dios», y, cubriéndose la cara con las manos, abandonó precipitadamente la habitación. Tras él salieron en tropel los demás visitantes, tan desconcertados que ni siquiera se despidieron ni se inclinaron ante su anfitrión. Únicamente los hieromonjes se acercaron de nuevo a él para pedirle su bendición.

—¿Por qué se ha postrado a sus pies? ¿Es acaso una especie de emblema? —Fiódor Pávlovich, que, por alguna razón, se había calmado repentinamente, intentaba entablar conversación, pero el caso es que no se animaba a dirigirse a nadie en particular. En ese instante todos abandonaban el recinto del asceterio.

—Yo no respondo ni del manicomio ni de los locos —contestó enseguida Miúsov, enfurecido—; en cambio, voy a librarme de su compañía, Fiódor Pávlovich, y créame que va a ser para siempre. ¿Dónde estará ese monje de antes?

Pero «ese monje», el mismo que los había invitado hacía un rato a comer con el higúmeno, no se hizo esperar. Se reunió con los huéspedes en el momento mismo en que éstos salían de la celda del stárets a través del pequeño porche, como si hubiera estado esperándolos todo el tiempo.

—Tenga la bondad, reverendo padre, de testimoniarle mi profundo respeto al padre higúmeno y de pedir disculpas en mi nombre, en nombre de Miúsov, a su reverencia, ya que, debido a una serie de circunstancias imprevistas, sobrevenidas repentinamente, no puedo, bajo ningún concepto, disfrutar del honor de tomar parte en su ágape, a pesar de mi deseo más sincero —le dijo al monje, en tono airado, Piotr Aleksándrovich.

—Pero si una de esas circunstancias imprevistas… ¡voy a ser yo! —terció de inmediato Fiódor Pávlovich—. Escuche, padre, resulta que Piotr Aleksándrovich no desea quedarse conmigo; si no fuera por eso, iría enseguida. Y va a ir; Piotr Aleksándrovich, tenga la bondad de ir a ver al padre higúmeno… ¡y que tenga buen apetito! Sepa que soy yo el que se abstiene, no usted. A casita, a casita, a comer a casita, que aquí me siento incapaz, Piotr Aleksándrovich, queridísimo pariente.

—¡Yo no soy su pariente ni lo he sido nunca, miserable!

—Lo he dicho a propósito para hacerle rabiar, en vista de que no quiere saber nada de nuestro parentesco; y eso que somos parientes, por más que intente disimular. Cuando quiera, se lo demuestro por el santoral. A ti, Iván Fiódorovich, ya te enviaré los caballos a su hora; puedes quedarte también tú, si quieres. En cuanto a usted, Piotr Aleksándrovich, aunque solo sea por educación, debería presentarse ante el padre higúmeno: hay que pedir disculpas por lo mal que nos hemos portado…

—Pero ¿se va usted de verdad? ¿No me miente?

—Piotr Aleksándrovich, ¡cómo me iba a atrever, después de lo ocurrido! ¡Me he dejado llevar, discúlpenme, señores, me he dejado llevar! Y, aparte de eso, ¡estoy impresionado! Y avergonzado. Señores, hay quien tiene el corazón de un Alejandro Magno, y hay quien lo tiene de perrillo faldero. Yo lo tengo de perrillo faldero. ¡Me han intimidado! Bueno, después de semejante escapada, y para colmo a la hora de la comida, ¿quién se traga las salsas del monasterio? Me da vergüenza, no puedo, ¡disculpen!

«El diablo sabrá; ¡éste aún es capaz de engañarme!», se dijo Miúsov. Se había detenido, perplejo, y seguía con la mirada al bufón a medida que se iba alejando. Éste se volvió y, al advertir que Piotr Aleksándrovich estaba pendiente de él, le mandó un beso con la mano.

—¿Va usted a ver al higúmeno? —preguntó Miúsov, entrecortadamente, a Iván Fiódorovich.

—¿Por qué no? Además, ayer mismo el higúmeno me invitó expresamente.

—Yo, por desgracia, me siento casi obligado, en verdad, a asistir a esa maldita comida —siguió diciendo Miúsov, en el mismo tono de amarga irritabilidad, sin reparar siquiera en que el pequeño monje estaba escuchando—. Aunque, al menos, habrá que disculparse por lo que hemos hecho, y aclarar que no hemos sido nosotros… ¿Usted qué cree?

—Sí, hay que aclarar que no hemos sido nosotros. Además, mi padre no estará —observó Iván Fiódorovich.

—¡Solo faltaría que estuviera su padre! ¡Maldita comida!

Finalmente, fueron todos. El monje callaba y escuchaba. Por el camino, atravesando el bosquecillo, se limitó a decir una vez que el padre higúmeno llevaba ya mucho rato esperando y que llegaban con más de media hora de retraso. Nadie le respondió. Miúsov miró con odio a Iván Fiódorovich.

«¡Pues éste va a la comida tan campante! —pensó—. Tiene una cara muy dura y una conciencia karamazoviana.»

VII. Un seminarista con aspiraciones

Aliosha condujo a su stárets al dormitorio y lo sentó en la cama. Se trataba de una habitación muy pequeña, con el mobiliario indispensable; la cama era estrecha, de hierro, con un paño de fieltro a modo de jergón. En un rinconcillo, junto a los iconos, había un facistol, con una cruz y un Evangelio encima. El stárets se desplomó en el lecho, sin fuerzas; los ojos le brillaban, y respiraba con dificultad. Una vez sentado, se quedó mirando fijamente a Aliosha, como si estuviera meditando alguna cosa.

—Vete, querido, vete; a mí con Porfiri me basta; tú date prisa. Allí haces falta, ve con el padre higúmeno y sirve la mesa.

—Permita que me quede aquí —dijo Aliosha con voz implorante.

—Allí eres más necesario. Allí no hay paz. Servirás la mesa y así serás útil. Si se levantan los demonios, recita una plegaria. Y debes saber, hijo mío —al stárets le gustaba llamarlo así—, que en el futuro tu sitio tampoco estará aquí. Recuerda mis palabras, joven. En cuanto Dios haya dispuesto que entregue mi alma, sal del monasterio. Vete para siempre.

Aliosha se estremeció.

—¿Qué te pasa? Por ahora, tu sitio no está aquí. Te bendigo por el gran servicio que rendirás en el mundo. Aún tienes mucho que peregrinar. Y tendrás que casarte, sí. Tendrás que soportarlo todo antes de regresar. Será una tarea ingente. Pero de ti no dudo, por eso te envío a ti. Cristo está contigo. Consérvalo, y Él te conservará a ti. Descubrirás un dolor inmenso, y en ese dolor serás feliz. Éste es el precepto que te anuncio: busca la dicha en el dolor. Trabaja, trabaja sin descanso. Recuerda mis palabras de este día, pues, aunque ésta no sea nuestra última conversación, no solo mis días, sino hasta mis horas están contadas.

Nuevamente, en el rostro de Aliosha se reflejó una fuerte emoción. Le temblaban las comisuras de los labios.

—Y ahora ¿qué te pasa? —El stárets sonrió dulcemente—. Que la gente mundana despida con lágrimas a sus difuntos: aquí nosotros nos alegramos por los padres que nos dejan. Nos alegramos y rezamos por ellos. Déjame, pues. Vete y date prisa. Has de estar cerca de tus hermanos. Pero no cerca de uno de ellos, sino cerca de los dos.

El stárets levantó la mano para bendecirlo. No había réplica posible, por más que Aliosha estuviera deseando quedarse. Le habría gustado que el stárets le dijera una cosa más, y a punto estuvo de irse de la lengua, pero no se atrevió a formular la pregunta: ¿qué había querido dar a entender con aquella profunda reverencia delante de su hermano Dmitri? Sabía que se lo habría explicado de buena gana, sin necesidad de preguntárselo, si hubiera sido posible. No era ésa, así pues, su voluntad. Pero aquella reverencia había dejado a Aliosha estupefacto: creía ciegamente que había un sentido oculto en aquel gesto. Oculto y, acaso, terrible. Cuando salió del recinto del asceterio, dispuesto a llegar al monasterio antes de que diera comienzo la comida con el higúmeno —naturalmente, él iba a limitarse a servir la mesa—, Aliosha se detuvo, con el corazón en un puño: le pareció volver a oír las palabras con las que el stárets le anunciaba su muerte inminente. Lo que le había predicho, con tanta precisión además, tenía que cumplirse de forma inexorable: Aliosha así lo creía religiosamente. Pero ¿cómo iba a quedarse sin su stárets, sin poder verlo, sin poder oírlo? Y él ¿adónde iría? Le había mandado que no llorase y que dejase el monasterio, ¡Señor! Hacía mucho tiempo que Aliosha no experimentaba una angustia semejante. Echó a andar a toda prisa por el bosquecillo que se extendía entre el asceterio y el monasterio y, sin fuerzas para soportar aquellos pensamientos que lo abrumaban de ese modo, se dedicó a contemplar los pinos centenarios que se alzaban a ambos lados del sendero. El trayecto no era largo, unos quinientos pasos a lo sumo; a esa hora no debería encontrarse con nadie por allí, pero de pronto, en el primer recodo del camino, descubrió a Rakitin. Estaba esperando a alguien.

—¿Me esperabas a mí? —preguntó Aliosha al llegar a su lado.

—Precisamente. —Rakitin sonrió—. Veo que vas con prisa a presentarte ante el padre higúmeno. Ya lo sé: tiene invitados. Desde aquella vez que recibió al obispo y al general Pajatov, ¿te acuerdas?, no había vuelto a dar una comida así. Yo no voy a estar, pero tú ve para allá, tienes que servir las salsas. Dime una cosa, Alekséi, ¿qué significa ese sueño?[29] Eso es lo que te quería preguntar.

—¿Qué sueño?

—Pues esa reverencia hasta el suelo que le ha hecho a tu hermano Dmitri Fiódorovich. ¡Si hasta se ha dado un golpe en la frente!

—¿Te refieres al padre Zosima?

—Sí, al padre Zosima.

—¿En la frente?

—Ah, veo que no me he expresado con el debido respeto… Bueno, pues aunque sea sin respeto. A ver, ¿qué es lo que significa ese sueño?

—No sé qué significa, Misha[30].

—Ya sabía yo que a ti no te iba a dar explicaciones. Seguro que no se trata de nada profundo, al final serán las mismas perogrulladas de siempre. Pero ha hecho el numerito con mucha intención. Ya verás cómo ahora les da por hablar de eso a todos los santurrones de la ciudad y enseguida se corre la voz por toda la provincia. «¿Qué significa ese sueño?», dirán. En mi opinión, el viejo ha estado muy sagaz: se ha olido el crimen. Vuestra casa apesta.

—¿Qué crimen?

Era evidente que Rakitin tenía ganas de contar algo.

—En vuestra familia, ahí es donde va a haber un crimen. Tendrá lugar entre tus hermanitos y tu opulento padre. Por eso se ha dado un golpe en la frente el padre Zosima: por lo que pueda pasar. Luego imagínate que ocurre algo: «Anda, pero si eso ya lo había anunciado el santo stárets, lo había profetizado». Aunque ¿qué forma de profetizar es ésa, dándose un golpe en la frente? Da igual, dirán que era un emblema, una alegoría, ¡solo el diablo sabe qué más cosas dirán! Lo irán pregonando por ahí, recordando a todo el mundo: adivinó el crimen, señaló al criminal. Los yuródivye siempre hacen lo mismo: se santiguan delante de la taberna y arrojan piedras contra el templo. Pues tu stárets igual: al justo lo echa a palos, pero ante el asesino se inclina a sus pies.

—¿De qué crimen hablas? ¿De qué asesino? ¿Qué me estás diciendo? —Aliosha no se movía del sitio, parecía clavado en el suelo. También Rakitin se había quedado quieto.

—¿De qué asesino? ¿Acaso no lo sabes? Apuesto a que tú también lo has pensado. Eso me tiene intrigado, por cierto. Escucha, Aliosha, tú siempre dices la verdad, aunque te gusta nadar entre dos aguas: ¿lo habías pensado o no lo habías pensado? Responde.

—Sí que lo he pensado —contestó en voz baja Aliosha.

Hasta el propio Rakitin se turbó.

—¿Cómo dices? ¿Así que tú también lo has pensado? —exclamó.

—Yo… no es que lo haya pensado —balbuceó Aliosha—, pero, cuando has empezado a hablar de eso de una forma tan rara, me ha parecido que yo también lo había pensado.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? Y con qué claridad lo has expresado. Hoy, mirando a tu padre y a tu hermano Mítenka, ¿has pensado en un crimen? Entonces, ¿no me he equivocado?

—Espera, espera —le interrumpió Aliosha, alarmado—. ¿De dónde sacas tú todo eso?… Y, lo primero, ¿por qué te interesa a ti tanto?

—Dos preguntas diferentes, pero muy naturales las dos. Respondo a cada una por separado. ¿Que de dónde lo saco? No habría visto nada de eso si hoy mismo, de golpe, no hubiera comprendido a Dmitri Fiódorovich, tu hermano, cabalmente, por entero; así, de repente, por entero. Me ha bastado con un solo rasgo para captarlo en su integridad. Todas esas personas tan honradas, pero inclinadas a la lujuria, tienen un límite, y ni se te ocurra pasar de ese límite. Si no, a las primeras de cambio apuñalan a su propio padre. Y el padre es un borracho y un libertino desenfrenado, sin el menor sentido de la medida. Ninguno de los dos se va a controlar, y los dos, ¡zas!, de cabeza a la zanja…

—No, Misha, no; si solo es eso, me dejas tranquilo. A eso no llegan.

—Entonces, ¿por qué estás temblando de pies a cabeza? ¿Acaso no conoces el percal? Por muy honrado que sea, Mítenka (que es tonto, pero honrado) es un hombre lujurioso. Ésa es su definición, en eso reside toda su esencia. Ha sido el padre quien le ha transmitido toda su abyecta lujuria. El único que me tiene asombrado eres tú, Aliosha: ¿cómo puedes conservarte virgen? ¡Tú también eres un Karamázov! En vuestra familia la lujuria llega al paroxismo. Y ahora esos tres lujuriosos se están vigilando… con una navaja escondida en la bota. Los tres han chocado de frente, y a lo mejor tú eres el cuarto.

—En lo de esa mujer te equivocas. Dmitri… la desprecia —dijo Aliosha con un estremecimiento.

—¿A Grúshenka[31]? No, hermano, no la desprecia. Si ha dejado por ella a su prometida a la vista de todo el mundo, eso es que no la desprecia. En eso… en eso, hermano, hay algo que tú ahora no comprenderías. Si un hombre se enamora de una belleza determinada, ya sea encarnada en un cuerpo de mujer o incluso solo en una parte de un cuerpo de mujer (eso lo entienden muy bien los lujuriosos), es capaz de dar por ella a sus propios hijos, de vender a su padre y a su madre, a Rusia y a la patria; aunque sea honrado, se prestará a robar; aunque sea pacífico, degollará; aunque sea fiel, traicionará. Pushkin, cantor de los piececitos femeninos, los ensalzó en sus versos; otros no los ensalzan, pero no pueden mirarlos sin sufrir un espasmo. Y no se trata solo de los pies… Aquí, hermano, poco cuenta el desprecio, aun admitiendo que haya despreciado de verdad a Grúshenka. La despreciará, pero no puede despegarse de ella.

—Eso yo lo comprendo —se le escapó de pronto a Aliosha.

—¿De veras? Seguro que sí, que lo comprendes; si lo has soltado así, de buenas a primeras, eso es que lo comprendes —dijo Rakitin con malicia—. Lo has dicho sin querer, se te ha escapado. Como confesión es más valiosa: eso significa que el tema te es ya familiar, que ya has pensado en eso, en la cuestión de la lujuria. ¡Ah, joven virginal! ¡Caray con la mosquita muerta! Eres un santo, Aliosha, en eso estamos de acuerdo, pero pareces una mosquita muerta, y ¡el diablo sabrá en qué no habrás pensado ya! ¡El diablo sabrá qué más cosas conoces! Virgen, pero hay que ver a qué honduras has llegado… Hace ya tiempo que te vengo observando. Tú eres un Karamázov, un Karamázov de pies a cabeza… No podía ser de otro modo, en algo tenían que notarse la raza y la selección. Lujurioso por parte de padre, chiflado por parte de madre. ¿Por qué tiemblas? ¿No estoy diciendo la verdad? Que sepas que Grúshenka me pidió, refiriéndose a ti: «Anda, tráemelo, que ya le quito yo la sotana». Y cómo me lo pedía: «¡Tráemelo! ¡Tráemelo!». Y yo no hacía más que pensar: ¿a qué viene tanta curiosidad por ti? ¿Sabes? ¡Ella también es una mujer extraordinaria!

—Salúdala de mi parte, y dile que no voy a ir. —Aliosha forzó una sonrisa—. Acaba, Mijaíl, lo que habías empezado; después te diré lo que yo pienso.

—No hay nada que acabar, está todo claro. Todo esto, hermano, es música vieja. Si hasta tú llevas dentro un lujurioso, ¿qué se puede esperar de tu hermano Iván, nacido de la misma madre? Otro Karamázov. Todo el problema vuestro de los Karamázov radica en lo mismo: ¡sois unos lujuriosos, unos codiciosos y unos chiflados! Ahora tu hermano Iván, que es ateo, en virtud de algún absurdo cálculo que desconocemos, publica unos artículos teológicos, en broma de entrada, y él mismo reconoce que es una bajeza. Eso tu hermano Iván. Aparte de eso, está intentando quitarle la novia a tu hermano Mitia y, según parece, lo va a conseguir. Y de qué manera: con el consentimiento del propio Mítenka, porque éste le cede la novia para librarse de ella y liarse cuanto antes con Grúshenka. Y todo eso, a pesar de toda su nobleza y su desinterés, fíjate bien. ¡Ésa, ésa es la gente más nefasta! Después de esto, que el diablo os entienda: ¡él mismo reconoce su vileza y se hunde en ella! Te digo más: ahora a Mítenka se le cruza en el camino el carcamal del padre. Porque resulta que éste, de repente, va y pierde la cabeza por Grúshenka, se le cae la baba con solo mirarla. Únicamente por culpa de esa mujer acaba de montar tal escándalo en la celda, y todo porque Miúsov se ha atrevido a llamarla tarasca y a decir que era una indecente. Está más enamorado que un gato. Antes, sencillamente, la tenía a sueldo para que se ocupase de algunos de sus tejemanejes en las tabernas, pero ahora, de pronto, ha caído en la cuenta y ha reparado en ella, ha perdido la cabeza y no para de hacerle proposiciones que no son precisamente honestas, desde luego. Total, que en este camino han chocado los dos, el papá y el hijito. Pero Grúshenka no se pronuncia ni por el uno ni por el otro; de momento procura escabullirse y se dedica a provocar a ambos; está considerando cuál le conviene más, porque si bien al padre puede sacarle mucho dinero, él no se va a casar, y lo mismo al final le hace una judiada y acaba cerrando la bolsa. Por eso, Mítenka también cuenta: no tiene dinero, pero, en cambio, es capaz de casarse. ¡Sí, señor, es capaz de casarse! De dejar a su prometida, a Katerina Ivánovna, esa belleza sin par, rica, noble, hija de coronel, y casarse con Grúshenka, antigua mantenida del viejo mercader Samsónov, depravado hombrecillo y alcalde de la ciudad. De todo eso puede salir, de hecho, un enfrentamiento criminal. Y eso es lo que espera tu hermano Iván, que hace un negocio redondo: conquista a Katerina Ivánovna, por quien bebe los vientos, y de paso se embolsa los sesenta mil de su dote. Para un don nadie como él, un pobretón, es algo sumamente seductor, de entrada. Y date cuenta: no solo no ofende a Mitia, sino que éste queda en deuda con él hasta la tumba. Porque sé de buena tinta que el propio Mítenka, la semana pasada, estando borracho en una taberna, en compañía de unas gitanas, se puso a dar voces diciendo que no era un digno novio de su Kátenka[32], y que su hermano Iván, en cambio, ése sí que era digno de ella. Y, en cuanto a Katerina Ivánovna, ésa, desde luego, no va a despreciar al final a un seductor como Iván Fiódorovich; ya está, de hecho, vacilando entre los dos. Y ¿de qué se ha valido ese Iván para encandilaros a todos vosotros de esa manera, que todos lo adoráis? Pues él se ríe de todos vosotros, como quien dice: yo estoy en la gloria y me relamo a costa vuestra.

—¿Cómo sabes tú todas esas cosas? ¿Por qué lo dices con tanto aplomo? —preguntó bruscamente Aliosha, frunciendo de pronto el ceño.

—Y tú ¿por qué me lo preguntas y tienes tanto miedo a mi respuesta? Eso es porque admites que he dicho la verdad.

—Tú a Iván no le tienes simpatía. Iván no se dejaría tentar por el dinero.

—¿Tú crees? ¿Y por la belleza de Katerina Ivánovna? No es solo cuestión de dinero, aunque sesenta mil rublos es algo bien seductor.

—Iván tiene miras más elevadas. Tampoco se dejaría seducir por miles de rublos. No es dinero lo que busca, ni tranquilidad. Puede que busque el sufrimiento.

—Y ahora ¿con qué sueño me vienes? ¡Ay, vosotros… los nobles!

—Ah, Misha, Iván tiene un alma tempestuosa. Su mente está cautiva. Hay en él una idea grandiosa, aún por desentrañar. Es de esas personas que no necesitan millones, sino aclarar su pensamiento.

—Eso es un robo literario, Alioshka. Has parafraseado a tu stárets. ¡Menudo acertijo os ha planteado Iván! —gritó Rakitin, con evidente animosidad. Hasta le cambió la expresión del rostro y se le contrajeron los labios—. Se trata, por lo demás, de un acertijo muy tonto, no hay nada que adivinar. Estrújate un poco el cerebro y lo entenderás. Su artículo es risible y disparatado. Pero he oído hace un rato su estúpida teoría: «Sin la inmortalidad del alma, tampoco puede haber virtud, de modo que todo está permitido». Y tu hermanito Mítenka, ¿recuerdas?, ha dicho a voz en grito: «Lo tendré presente». Seductora teoría para los canallas… Qué cosas digo, qué tontería… No para los canallas, sino para esos eruditos fanfarrones cuyos pensamientos son de una «profundidad insondable». Es un fanfarrón, y en el fondo todo se reduce a: «Por una parte, es imposible dejar de confesarlo; pero, por otra, es imposible no reconocerlo». ¡Toda su teoría es una bajeza! ¡La humanidad encontrará en sí misma la fuerza para vivir en la virtud, aun sin creer en la inmortalidad del alma! En el amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad encontrará… —Rakitin se había acalorado, casi no podía contenerse. Pero de pronto, como si hubiera recordado algo, se detuvo—. Bueno, basta —dijo con una sonrisa aún más forzada que antes—. ¿De qué te ríes? ¿Crees que soy un simplón?

—No, ni se me ocurre pensar que seas un simplón… Eres inteligente, pero… déjalo, me reía por una idiotez. Entiendo que puedes acalorarte, Misha. Por tu fogosidad me he dado cuenta de que tampoco a ti te deja indiferente Katerina Ivánovna. Hace ya tiempo que lo sospechaba, y por eso no aprecias a mi hermano Iván. ¿Tienes celos de él?

—¿Y también tengo celos de su dinero? ¿No añades eso?

—No, no añado nada del dinero, no quiero ofenderte.

—Si tú lo dices, te creo, pero ¡que el diablo se os lleve, a todos vosotros y a vuestro hermano Iván! No sois capaces de comprender que, dejando incluso de lado lo de Katerina Ivánovna, uno puede no tenerle la menor simpatía. ¿A santo de qué iba a apreciarlo yo? Él se cree con derecho a meterse conmigo. ¿Por qué no iba a pagarle yo con la misma moneda?

—Nunca le he oído decir nada de ti, ni bueno ni malo; no habla de ti en ningún sentido.

—Pues yo he oído decir que hace dos días, en casa de Katerina Ivánovna, me puso a caer de un burro: hasta ese punto se interesó por este humilde servidor. Después de eso, hermano, no sabría decir quién tiene celos de quién. Se tomó la libertad de expresar su opinión, según la cual, si en un futuro próximo no me muestro dispuesto a seguir la carrera de archimandrita[33] y no me decido a tonsurarme, me marcharé sin falta a San Petersburgo y me incorporaré a alguna revista importante, seguramente en la sección de crítica; luego me pasaré una decena larga de años escribiendo y finalmente me haré con la publicación. Después volveré a lanzarla, con una indudable orientación liberal y atea, con tintes socialistas, y hasta con cierto lustre dentro del socialismo, pero siempre con el oído muy atento, esto es, apoyando en el fondo a los nuestros y a los vuestros y tratando de confundir a los incautos. El fin de mi carrera, de acuerdo con la interpretación de tu hermano, apunta a que tales tintes socialistas no me impedirán ingresar en una cuenta corriente el dinerillo de las suscripciones ni, llegado el caso, ponerlo en circulación siguiendo las instrucciones de algún judiazo, hasta que esté en condiciones de construirme una señora casa en San Petersburgo, para trasladar allí la redacción e instalar inquilinos en los demás pisos. Ha señalado incluso la situación de la casa: junto al nuevo puente de piedra que, según dicen, se proyecta construir sobre el Nevá, en San Petersburgo, entre la calle Litéinaia y Vyborg…

—¡Ay, Misha, pero si todo esto podría llegar a cumplirse, hasta el menor detalle! —exclamó de pronto Aliosha, sin poder contenerse y riendo alegremente.

—Veo que usted[34] también me viene con sarcasmos, Alekséi Fiódorovich.

—No, no, disculpa, estaba bromeando. Tengo otra cosa en la cabeza. Pero dime: ¿quién ha podido darte todos esos detalles, a quién has podido oírselos? No me irás a decir que estabas personalmente en casa de Katerina Ivánovna cuando mi hermano Iván habló de ti.

—Yo no estaba, pero el que sí estaba era Dmitri Fiódorovich, y yo se lo he oído contar con estos oídos a Dmitri Fiódorovich; bueno, si lo prefieres, él no me lo ha contado a mí, pero yo se lo he escuchado, naturalmente sin querer, porque me encontraba en el dormitorio de Grúshenka y no podía salir de allí mientras Dmitri Fiódorovich estuviera en la habitación de al lado.

—Ah, sí, se me había olvidado que es pariente tuya…

—¿Pariente? ¿Que Grúshenka es pariente mía? —exclamó Rakitin, poniéndose colorado—. ¿Te has vuelto loco o qué? No estás en tus cabales.

—¿Cómo? ¿Es que no sois parientes? Eso había oído…

—¿Dónde has podido oírlo? No, vosotros, los señores Karamázov, os dais aires de grandeza y presumís de rancia alcurnia, cuando tu padre corría haciendo el bufón por las mesas ajenas y solo por caridad se contaba con él en cocina. Admito que yo no soy más que el hijo de un pope, una criatura insignificante al lado de unos nobles como vosotros, pero no tenéis por qué ofenderme tan alegre y descaradamente. Yo también tengo mi honor, Alekséi Fiódorovich. Yo no puedo ser familia de Grúshenka, de una mujer pública; ¡te ruego que lo comprendas!

Rakitin estaba fuera de sí.

—Perdóname, por el amor de Dios, ¿cómo iba yo a suponer…? Y, además, ¿cómo me dices que es una mujer pública? ¿De verdad es… una de ésas? —Aliosha se ruborizó de golpe—. Te repito que había oído decir que erais parientes. Vas a verla a menudo, y tú mismo me has dicho que no tienes con ella ninguna relación amorosa… ¡Nunca habría pensado que la desprecias de ese modo! ¿De verdad se lo merece?

—Si la visito, puedo tener mis razones para hacerlo, y eso para ti ya es suficiente. Y, por lo que respecta al parentesco, más bien diría que tu hermano o hasta tu propio padre van hacer que seas tú, antes que yo, familia de ella. Bueno, ya estamos. Anda, mejor vete para la cocina. ¡Huy! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué es eso? ¡No me digas que hemos llegado tarde! ¡No es posible que hayan terminado de comer tan pronto! ¿Ya han hecho otra de las suyas los Karamázov? Seguro que sí. Ahí está tu padre, e Iván Fiódorovich va detrás de él. Han salido precipitadamente de la residencia del higúmeno. El padre Isídor les está gritando algo desde el porche. Y tu padre también grita y hace aspavientos, debe de estar insultando a alguien. Vaya, también Miúsov se marcha en el coche; allá va, ¿lo ves? Mira, también Maksímov, el terrateniente, se marcha corriendo; sí, aquí se ha montado un escándalo, ¡así que no ha habido comida! ¿No le habrán dado una paliza al higúmeno? O, a lo mejor, se han llevado ellos la paliza… ¡Les estaría bien empleado!…

Las exclamaciones de Rakitin no eran en vano. Efectivamente, se había armado un escándalo, inaudito e inesperado. Todo había obedecido a «una inspiración».

VIII. El escándalo

Cuando Miúsov e Iván Fiódorovich entraban a ver al higúmeno, Piotr Aleksándrovich, hombre en verdad correcto y fino, no tardó en experimentar, a su modo, un delicado proceso: se avergonzó de haberse enfadado. Sentía en su fuero interno que, en el fondo, tendría que haberse limitado a despreciar al miserable de Fiódor Pávlovich, conservando la sangre fría en la celda del stárets, en vez de perder los estribos como los había perdido. «Los monjes, al menos, no tienen ninguna culpa de lo ocurrido —se dijo, de pronto, al llegar al porche del higúmeno— y, dado que estoy en compañía de gente respetable (por lo visto, el padre Nikolái, el higúmeno, pertenece también a la nobleza), ¿por qué no ser amable, atento y cortés?… No pienso discutir, al contrario, procuraré decir amén a todo, encandilarlos con mi amabilidad y… y… así podré demostrarles que yo no voy de la mano de ese Esopo[35], de ese payaso, de ese Pierrot, y que he metido la pata, igual que todos ellos…»

En lo referente a las talas en el bosque y los derechos de pesca que eran objeto de litigio (ni él mismo sabía dónde era todo aquello), decidió cedérselos definitivamente, de una vez por todas, ese mismo día —sobre todo, porque era cosa de muy poco valor—, y poner fin a todos sus pleitos con el monasterio.

Se reafirmó en sus buenos propósitos cuando hizo su aparición en el comedor el padre higúmeno. Propiamente, no era un comedor, pues el higúmeno solo disponía de dos habitaciones en el edificio, si bien es cierto que eran notablemente más amplias y cómodas que las del stárets. Con todo, el mobiliario de los cuartos tampoco se distinguía por ser particularmente confortable: los muebles eran de caoba, tapizados en cuero, siguiendo la moda de los años veinte; las tablas del piso ni siquiera estaban pintadas. Sin embargo, todo relucía por su limpieza y en las ventanas había muchas flores valiosas; pero el principal lujo en ese momento, como es natural, consistía en la mesa —hablando, también en este aspecto, en términos relativos— primorosamente servida: el mantel estaba limpio; la vajilla, resplandeciente; había tres variedades de pan, magníficamente horneado, dos botellas de vino, otras dos botellas del excelente hidromiel del monasterio y una gran jarra de cristal con kvas[36], igualmente del monasterio, famoso en toda la comarca. No había ni una gota de vodka. Más tarde, Rakitin contaría que se había preparado para la ocasión una comida compuesta por cinco platos: había sopa de esturión con empanadillas de pescado; después un pescado hervido, magníficamente preparado, según una receta propia; a continuación, filetes de salmón, helado y compota y, por último, una especie de jalea que recordaba al manjar blanco. Todo esto se lo había olido Rakitin, quien, sin poder contenerse, se había asomado expresamente a la cocina del higúmeno, donde también tenía sus contactos. Los tenía en todas partes, y sabía tirarles de la lengua. Era de corazón inquieto y envidioso. Era muy consciente de sus notables aptitudes, pero, en su presunción, las exageraba precipitadamente. Estaba convencido de que llegaría a ser una personalidad destacada en su género, pero a Aliosha, que se sentía muy ligado a él, le dolía que su amigo Rakitin fuera insincero y se negara a reconocerlo; al contrario, sabiendo que jamás robaría dinero, aunque estuviera bien a la vista, se consideraba, decididamente, el hombre más honrado del mundo. En ese terreno, ni Aliosha ni nadie tenían nada que hacer.

Rakitin no tenía categoría para que lo invitaran a la comida; en cambio, acudieron como invitados el padre Iósif y el padre Paísi, y con ellos otro hieromonje más. Ya estaban en el comedor esperando al higúmeno cuando entraron Piotr Aleksándrovich, Kalgánov e Iván Fiódorovich. También estaba esperando, un tanto apartado, el terrateniente Maksímov. Para recibir a sus invitados, el padre higúmeno se adelantó hasta el centro de la estancia. Era un anciano alto, enjuto, pero todavía fuerte, moreno, con abundantes canas, de rostro alargado, grave y apagado. Saludó con una inclinación, sin decir nada, a sus invitados, los cuales, en esta ocasión, sí se acercaron a pedirle su bendición. Miúsov estuvo a punto incluso de arriesgarse a besarle la mano, pero el higúmeno la retiró a tiempo, y no hubo tal beso. Por el contrario, Iván Fiódorovich y Kalgánov pudieron esta vez completar el ritual, mediante un sencillo y popular chasquido de labios en la mano.

—Debemos disculparnos, abiertamente, ante su reverencia —empezó Piotr Aleksándrovich, sonriendo con amabilidad, aunque en un tono grave y respetuoso—; debemos disculparnos por acudir sin uno de sus invitados, Fiódor Pávlovich, que había venido con nosotros; se ha visto obligado a ausentarse de su ágape, y no sin motivo. En la celda del reverendo padre Zosima, dejándose llevar por sus impulsos en el curso de una deplorable disputa familiar con su hijo, ha pronunciado algunas palabras completamente inoportunas… dicho de otro modo, completamente indecorosas… de lo cual, al parecer —miró a los hieromonjes—, su reverencia ya está al corriente. Razón por la cual, consciente de su culpa y sinceramente arrepentido, ha experimentado una vergüenza insuperable y nos ha pedido, a su hijo Iván Fiódorovich y a mí mismo, que le manifestemos su más sincero pesar, su desconsuelo y su arrepentimiento… En una palabra, espera y desea poder repararlo todo más adelante, y ahora, solicitando su bendición, le ruega que olvide lo ocurrido…

Miúsov calló. Una vez pronunciadas las últimas palabras de su tirada, se sintió muy satisfecho consigo mismo, tanto que no quedó en su alma ni rastro de su reciente irritación. Volvía a amar a la humanidad, sinceramente y sin reservas. El higúmeno, que le había escuchado con gravedad, inclinó levemente la cabeza y dijo en respuesta:

—Lamento vivamente su ausencia. Acaso, a raíz del ágape habría podido llegar a apreciarnos, al igual que nosotros a él. Les ruego, señores, que se sienten a la mesa.

Se situó ante el icono y empezó a rezar en alta voz. Todos agacharon respetuosamente la cabeza, e incluso el terrateniente Maksímov se hizo notar, juntando las palmas de las manos en señal de singular devoción.

Y justo en ese momento Fiódor Pávlovich hizo su última gansada. Hay que tener presente que en verdad había deseado marcharse y que en verdad era consciente, después de su vergonzosa conducta en la celda del stárets, de la imposibilidad de asistir, como si tal cosa, a la comida del higúmeno. No es que estuviese demasiado avergonzado ni que se considerase culpable de lo ocurrido, si es que no pasaba todo lo contrario; pero, en cualquier caso, sentía que su presencia en la comida no sería oportuna. Pero, en cuanto le acercaron al porche el traqueteante vehículo, y a punto ya de montarse en él, Fiódor Pávlovich se detuvo de repente. Le vinieron a la cabeza las palabras que había pronunciado en presencia del stárets: «Cada vez que entro en un sitio, me da la sensación de que yo soy más canalla que nadie y de que todo el mundo me toma por un bufón»; «venga, vamos a hacer el bufón; no tengo miedo de vuestra opinión, porque todos, todos sin excepción, sois más necios y más canallas que yo». Le entraron ganas de vengar en los demás sus propias vilezas. Recordó entonces, en ese sentido, cómo una vez, hacía tiempo, le habían preguntado: «¿Por qué odia usted tanto a esa persona?». A lo cual había respondido, en un arrebato de bufa desvergüenza: «Pues mire: la verdad es que a mí no me ha hecho nada; en cambio, yo le he hecho una canallada de lo más indecente, y, nada más hacérsela, he empezado a odiarlo». Al recordar aquellas palabras, sonrió silenciosa y maliciosamente, en una rápida reflexión. Los ojos le centellearon y hasta los labios le empezaron a temblar. «Ya que he empezado, habrá que terminar», decidió de pronto. Su más recóndita sensación en esos momentos podría ser descrita con las siguientes palabras: «Ya es demasiado tarde para pensar en una rehabilitación; así pues, voy a ir a escupirles sin recato: ¡si es que no me da ninguna vergüenza, no hay más!». Ordenó al cochero que esperara y regresó al monasterio a buen paso, derecho a la residencia del higúmeno. Aún no sabía muy bien lo que iba a hacer, pero sí sabía que ya no era dueño de sí y que solo necesitaba un ligero empujón para alcanzar, en un abrir y cerrar de ojos, el límite de la infamia; eso sí, no pensaba en ningún caso llegar al crimen ni incurrir en un despropósito por el que pudieran llevarlo a juicio. En última instancia, siempre sabía dominarse, razón por la cual a veces se sorprendía de sí mismo. Se presentó en el comedor del higúmeno en el instante preciso en que había concluido la plegaria y todos se dirigían a la mesa. Desde el umbral, contempló el grupo y se echó a reír con una risa prolongada, insolente, maligna, mirando osadamente a los ojos de todos.

—¡Se creían que me había marchado! ¡Pues aquí me tienen! —gritó, y sus palabras resonaron en toda la sala.

Por un momento todos lo miraron fijamente, sin decir nada, hasta que, de pronto, sintieron que algo iba a ocurrir en ese mismo instante: algo indeseable, disparatado, algo que iba a acarrear inevitablemente un escándalo. Piotr Aleksándrovich, que estaba de un humor excelente, se puso de inmediato hecho una furia. Todo lo que se había calmado y sosegado en su corazón resucitó y se alzó de golpe.

—¡No, no estoy dispuesto a tolerarlo! —gritó—. No puedo… ¡no puedo, de ninguna manera!

La sangre se le subía a la cabeza. Se atropellaba al hablar, pero no estaba ya en condiciones de reparar en las cosas que decía, y cogió su sombrero.

—¿Cómo que no puede? —gritó Fiódor Pávlovich—. ¿Qué es eso que no puede «de ninguna manera»? ¿Puedo pasar o no, su reverencia? ¿Acepta a este comensal?

—Se lo ruego de todo corazón —respondió el higúmeno—. ¡Señores! —añadió de pronto—. Me permito pedirles con toda el alma que, dejando a un lado sus ocasionales querellas, se reúnan en amor y concordia fraterna en este pacífico ágape, al tiempo que elevan sus oraciones al Señor…

—No, no, es imposible —gritó, fuera de sí, Piotr Aleksándrovich.

—Pues si para Piotr Aleksándrovich es imposible, también lo es para mí, y no voy a quedarme. He venido con esta idea: pienso ir a todas partes con Piotr Aleksándrovich; que usted se marcha, Piotr Aleksándrovich, yo también me marcho; que se queda, yo también me quedo. Con eso de la concordia fraterna le ha hecho usted una buena faena, padre higúmeno: ¡no me reconoce como pariente! ¿A que sí, Von Sohn? Aquí tenemos a Von Sohn. Muy buenas, Von Sohn.

—¿Es… a mí? —balbuceó perplejo el terrateniente Maksímov.

—Pues claro que es a ti —gritó Fiódor Pávlovich—. ¿A quién si no? ¡No iba a ser el padre higúmeno Von Sohn!

—Pues yo tampoco soy Von Sohn; yo soy Maksímov.

—No, tú eres Von Sohn. ¿Sabe su reverencia qué es eso de Von Sohn? Hubo un proceso criminal: lo asesinaron en una casa de fornicación (creo que es así como llaman ustedes a esos sitios)… lo asesinaron y lo desvalijaron y, a pesar de su edad respetable, lo metieron en una caja, la cerraron bien cerrada, y de San Petersburgo la facturaron a Moscú, en el vagón del equipaje, con su número correspondiente. Y, mientras claveteaban la tapa, aquellas depravadas bailarinas cantaban canciones y tocaban el gusli[37], quiero decir, el fortepiano. Pues éste de aquí es el mismísimo Von Sohn. Ha resucitado de entre los muertos, ¿no es verdad, Von Sohn?

—Pero ¿qué es esto? ¿Qué es esto? —se oyeron unas voces en el grupo de hieromonjes.

—¡Vámonos! —gritó Piotr Aleksándrovich, dirigiéndose a Kalgánov.

—¡No, señores! ¡Permítanme! —intervino Fiódor Pávlovich, en tono estridente, avanzando un paso más hacia el interior de la estancia—. Permítanme también a mí acabar. Allí, en la celda, me han difamado, diciendo que he actuado sin respeto, especialmente por haber hablado, a voz en grito, de gobios. Piotr Aleksándrovich Miúsov, pariente mío, es partidario de que en las palabras haya plus de noblesse que de sincérité, mientras que yo, por el contrario, prefiero en mis palabras plus de sincérité que de noblesse, y ¡al diablo la noblesse! ¿A que sí, Von Sohn? Permita, padre higúmeno; yo, por más que sea un bufón y que me presente como un bufón, soy un caballero de honor y quiero explicarme. Sí, señor; yo soy un caballero de honor, mientras que en Piotr Aleksándrovich solo hay amor propio reprimido, y nada más. Si he venido aquí hace un rato, ha sido, posiblemente, con intención de ver y de explicarme. Tengo aquí a mi hijo Alekséi, que busca su salvación; yo soy su padre: debo preocuparme y me preocupo por su porvenir. He estado escuchando y haciendo mi papel, observando todo con discreción; ahora quiero ofrecerles el último acto de la representación. ¿Cómo actuamos nosotros? Entre nosotros, lo que cae ya no se vuelve a levantar. Lo que ha caído no va a volver a levantarse jamás. ¡Pues no! Yo quiero levantarme. Santos padres, estoy indignado con ustedes. La confesión es un gran sacramento; yo lo respeto y estoy dispuesto a humillarme ante él. Pero resulta que allí, en la celda, todos caen de rodillas y se confiesan en voz alta. ¿Desde cuándo es lícito confesarse de ese modo? La confesión auricular fue establecida por los Padres de la Iglesia: solo en ese caso es un sacramento la confesión; es así desde muy antiguo. Si no, ¿cómo voy a ponerme a explicar yo, por ejemplo, delante de todo el mundo, que si esto o que si lo otro?… Bueno, ya me entienden, que si esto, que si lo otro… ¡Menudo escándalo! No, padres; aquí, entre ustedes, a lo mejor se siente uno arrastrado hacia los flagelantes[38]… Yo, a las primeras de cambio, pienso escribir al Sínodo[39], y a mi hijo Alekséi me lo voy a llevar a casa…

Aquí una nota bene: Fiódor Pávlovich había oído campanas y no sabía dónde. En otro tiempo se habían difundido maliciosos rumores (en relación no solo con nuestro monasterio, sino también con otros en los que existía igualmente la institución del stárchestvo), que habían llegado a oídos del obispo, según los cuales los startsy eran objeto de una consideración excesiva, en detrimento de la preeminencia del higúmeno; por ejemplo, se acusaba a los startsy de hacer un uso indebido del sacramento de la confesión y otras cosas por el estilo. Eran acusaciones sin ningún sentido, que se habían desvanecido por sí mismas a su debido tiempo, tanto entre nosotros como en otros lugares. Pero el estúpido diablo, que se había apoderado de Fiódor Pávlovich y, dueño de sus nervios, lo llevaba cada vez más lejos hacia un abismo oprobioso, le sopló al oído aquella vieja acusación de la que él mismo no entendía una sola palabra. Ni siquiera fue capaz de formularla correctamente, habida cuenta de que en la celda del stárets nadie se había arrodillado ni se había puesto a confesarse en voz alta, por lo que Fiódor Pávlovich no pudo haber visto nada semejante, y hablaba guiándose únicamente por viejos rumores y chismorreos que le habían venido, mal que bien, a la memoria. Pero, una vez soltada aquella estupidez, cayó en la cuenta de que había dicho algo sin pies ni cabeza, y de inmediato sintió la necesidad de demostrar a sus interlocutores y, lo que es peor, de demostrarse a sí mismo que lo dicho no era ninguna tontería. Y, aunque sabía de sobra que con cada palabra no haría sino añadir un nuevo disparate, y aún mayor, a los anteriores, se lanzó cuesta abajo, incapaz ya de contenerse.

—¡Cuánta infamia! —gritó Piotr Aleksándrovich.

—Disculpe —dijo de pronto el higúmeno—. Se dijo en otro tiempo: «Y han empezado a hablar de mí, y han dicho muchas cosas, algunas de ellas malas. Mas yo, habiendo oído todo eso, me he dicho: ésta es la medicina de Jesús, el cual me la ha enviado para sanar la vanidad de mi alma». ¡Por eso mismo, también nosotros le damos humildemente las gracias, estimado huésped!

E hizo una profunda reverencia ante Fiódor Pávlovich.

—¡Bah! ¡Mojigatería y frases viejas! ¡Frases viejas y gestos viejos! ¡La vieja mentira y el formalismo de las reverencias hasta el suelo! ¡Ya conocemos estas reverencias! «Un beso en los labios y un puñal en el corazón», como en Los bandidos de Schiller. No me gusta, padres, la falsedad; ¡quiero la verdad! Pero la verdad no está en los gobios, ¡eso ya lo he dicho bien alto! Padres monjes, ¿para qué ayunan? ¿Cómo esperan recibir a cambio una recompensa en el cielo? ¡Por una recompensa así también yo ayunaría! No, monje santo, lo que tienes que hacer es practicar la virtud en esta vida, ser útil a la sociedad en lugar de encerrarte en un monasterio con la comida asegurada y no esperar la recompensa allí arriba: ya verás cómo así cuesta un poco más. Como ve, padre higúmeno, yo también soy capaz de hablar bien. ¿Qué tienen preparado por aquí? —Se acercó a la mesa—. Oporto añejo de la Factory[40], un médoc embotellado de los hermanos Yeliséiev[41]… ¡caray con los padres! Esto no se parece en nada a los gobios. ¡Hay que ver qué botellitas han preparado los padres! ¡Je, je, je! ¿Y quien ha traído hasta aquí todo esto? ¡Ha sido el campesino ruso, el trabajador, que trae aquí la moneda ganada con sus manos callosas, quitándosela a su prole y a las necesidades del Estado! ¡Porque ustedes, padres santos, están chupando del pueblo!

—¡Eso ya es completamente indigno por su parte! —protestó el padre Iósif.

El padre Paísi callaba con obstinación. Miúsov salió a toda prisa de la estancia, y Kalgánov fue tras él.

—Bueno, padres, ¡yo también voy detrás de Piotr Aleksándrovich! No pienso volver más aquí; así me lo pidan de rodillas, no pienso volver. Les mandé mil rubletes, y a ustedes han vuelto a encandilárseles los ojos, ¡je, je, je! No, no voy a añadir nada más. ¡Me estoy vengando por mi pasada juventud, por todas mis humillaciones! —Dio un puñetazo en la mesa, en un acceso de fingida emoción—. ¡Este monasterio ha significado mucho en mi vida! ¡Muchas lágrimas amargas he derramado por él! Ustedes pusieron en mi contra a mi mujer, a la enajenada. ¡Me han maldecido ustedes en siete concilios, me han criticado en toda la región! ¡Ya basta, padres! Éste es un siglo liberal, es el siglo de los barcos de vapor y de los ferrocarriles. Ni mil rublos, ni cien, ni cien kopeks: ¡no van a recibir de mí nada de nada!

Otra nota bene: nuestro monasterio no había tenido nunca un significado especial en la vida de Fiódor Pávlovich, quien jamás había vertido una sola lágrima amarga por su causa. No obstante, Fiódor Pávlovich estaba tan emocionado con esas fingidas lágrimas suyas que por un momento estuvo a punto de llegar a creérselas; poco le faltó incluso para echarse a llorar, enternecido, pero en ese preciso instante creyó que ya era tiempo de volver grupas. El higúmeno, ante aquella ponzoñosa mentira, inclinó la cabeza y volvió a decir, en tono imponente:

—También se ha dicho: «Sufre con resignación y alegría la infamia inmerecida que sobre ti pesa, y no te aflijas ni odies a tu infamador». Así obraremos.

—¡Bah, subterfugios! ¡Y galimatías! Sigan con sus subterfugios, padres, que yo me voy. Y a mi hijo Alekséi me lo llevo para siempre, en virtud de mi patria potestad. ¡Iván Fiódorovich, reverente hijo mío, haga el favor de seguirme! ¡Von Sohn, para qué quieres quedarte aquí! Ven conmigo a la ciudad. En mi casa hay alegría. Estará como a una versta, y, en vez de aceite de ayuno[42] te daré lechón con gachas; comeremos; te sacaré un coñac, después un licorcito: tengo uno de frambuesa… ¡Ea, Von Sohn, no dejes que pase de largo la felicidad!

Salió gritando y gesticulando. Fue en ese momento cuando Rakitin lo vio y se lo señaló a Aliosha.

—¡Alekséi! —le gritó desde lejos el padre al verlo—. Hoy mismo te trasladas a mi casa definitivamente, y te llevas la almohada y el jergón, para que no quede ni rastro de ti en este sitio.

Aliosha se detuvo, como clavado en el suelo, sin decir nada, observando atentamente la escena. Fiódor Pávlovich, entretanto, se subió al coche, y tras él, sin volverse siquiera hacia Aliosha para despedirse, se dispuso a montar, taciturno y sombrío, Iván Fiódorovich. Pero justo entonces tuvo lugar otra escena estrafalaria y casi inverosímil, que vino a rematar todo el episodio. De pronto, al lado del estribo del coche, apareció el terrateniente Maksímov. Había llegado a la carrera, jadeante, para no retrasarse. Rakitin y Aliosha lo habían visto correr. Iba con tanta prisa que, en su precipitación, puso un pie en el estribo antes de que Iván Fiódorovich hubiera retirado su pie izquierdo y, agarrándose de la caja del coche, se preparó para subir de un salto.

—¡Yo también! ¡Yo también voy con ustedes! —exclamó, al tiempo que daba unos saltitos, con una risa alegre y entrecortada, con cara de dicha y dispuesto a cualquier cosa—. ¡Llévenme a mí también!

—¿No había dicho yo —gritó con entusiasmo Fiódor Pávlovich— que es Von Sohn? ¡Es el verdadero Von Sohn, resucitado de entre los muertos! ¿Cómo has podido salir de ahí? ¿Qué hacías ahí vonsohnizando? Y ¿cómo has podido, precisamente tú, abandonar la comida? ¡Hace falta ser duro de mollera! ¡Yo ya lo soy, pero tu caso, hermano, me tiene asombrado! ¡Salta, salta rápido! Deja que suba, Vania[43], será divertido. De un modo u otro, se echará a nuestros pies. ¿Vas a echarte, Von Sohn? ¿Y si le hacemos un hueco en el pescante, con el cochero?… ¡Salta al pescante, Von Sohn!

Pero Iván Fiódorovich, que ya se había acomodado en su sitio, sin decir nada, le dio de sopetón, con todas sus fuerzas, un empujón en el pecho a Maksímov, y este aterrizó a un sazhen[44] de distancia. Si no cayó al suelo, fue por casualidad.

—¡En marcha! —le gritó con rabia al cochero Iván Fiódorovich.

—Pero ¿qué haces? ¿Qué haces? ¿Por qué lo tratas así? —le reprendió Fiódor Pávlovich, pero el coche ya había arrancado.

Iván Fiódorovich no contestó.

—¡Qué cosas tienes! —empezó nuevamente Fiódor Pávlovich, mirando de reojo a su hijo, después de dos minutos de silencio—. Si fuiste tú el que pensó lo del monasterio, el que anduvo pinchando, el que dio su aprobación… ¿a qué viene ahora ese enfado?

—Ya está bien de decir sandeces, descanse un poco ahora, por lo menos —le cortó severo Iván Fiódorovich.

Fiódor Pávlovich volvió a quedarse un par de minutos callado.

—Un poco de coñac vendría bien ahora —comentó en tono sentencioso.

Pero Iván Fiódorovich no contestó.

—Cuando lleguemos, tú también beberás.

Iván Fiódorovich seguía sin decir nada.

Fiódor Pávlovich aguantó otro par de minutos.

—Pues a Aliosha, de todos modos, pienso sacarlo del monasterio, por muy desagradable que le resulte a usted, mi reverentísimo Karl von Moor.

Iván Fiódorovich se encogió de hombros desdeñosamente y, volviéndose, se puso a mirar el camino. A partir de ese momento, ya no dijeron nada hasta llegar a casa.