Nuinosuke fue primero a casa de Magobeinojō, le mostró la carta y le explicó las circunstancias, tras lo cual se marchó sin quedarse siquiera a tomar una taza de té, y realizó breves visitas a otras cinco casas.
Al salir de la oficina del alguacil, situada junto a la playa, se encaminó al límite de ésta y, colocándose detrás de un árbol, contempló el ajetreo que no cesaba desde primera hora de la mañana. Varios equipos de samuráis ya habían salido hacia Funashima, los limpiadores del terreno, los testigos y los guardias, cada grupo en una embarcación diferente. En la playa, otro pequeño barco estaba ya aparejado en espera de Kojirō. Tadatoshi lo había mandado construir especialmente para aquella ocasión, con madera y cordajes de cáñamo nuevos.
Unas cien personas habían acudido para despedir a Kojirō. Nuinosuke reconoció a algunos amigos del espadachín. A muchos otros no los conocía.
Kojirō apuró el té y salió de la oficina del alguacil, acompañado por los guardianes. Había confiado a unos amigos su caballo favorito y caminó a través de la arena hacia el barco. Tatsunosuke le siguió de cerca. La multitud se dispuso silenciosamente en dos hileras, abriendo paso a su paladín. Al ver la indumentaria de Kojirō muchos imaginaron que ellos mismos estaban a punto de ir al combate.
Vestía un kimono de seda de mangas estrechas, blanco y con unos bordados; encima, un manto sin mangas de color rojo brillante. Su hakama de cuero, de una tonalidad violeta, era del tipo que se recoge justo por debajo de las rodillas y queda fuertemente sujeto, como unas polainas, a las pantorrillas. Parecía que sus sandalias de paja habían sido ligeramente humedecidas para evitar que resbalaran. Además de la espada corta que siempre llevaba al cinto, iba provisto de su Palo de Secar, que no había usado desde que entró al servicio de la Casa de Hosokawa. La serenidad de su cara pálida, de mejillas llenas, contrastaba con el rojo intenso del manto. Aquel día, Kojirō tenía un aire indefinible de magnificencia, casi de belleza.
Nuinosuke observó que la sonrisa de Kojirō era tranquila y confiada. La mostraba a cuantos le rodeaban, y parecía satisfecho y perfectamente sereno.
Kojirō subió a bordo del barco. Tatsunosuke lo hizo después de él. Había dos tripulantes, uno en la proa, mientras que el otro manejaba la espadilla. Amayumi estaba posado en el puño de Tatsunosuke.
Una vez se apartaron de la orilla, el remero movió los brazos con movimientos amplios y lánguidos, y la pequeña embarcación se deslizó suavemente.
Sobresaltado por los gritos de la multitud que se despedía de él clamorosamente, el halcón aleteó.
La multitud se dividió en pequeños grupos que se dispersaron lentamente, maravillándose del porte sereno de Kojirō y rogando para que venciera en aquel combate supremo.
«Debo regresar», se dijo Nuinosuke, recordando su responsabilidad para que Sado partiera a tiempo. Al volverse, vio a una muchacha. Omitsu estaba apoyada en el tronco de un árbol y lloraba. A Nuinosuke le pareció indecoroso quedarse allí mirándola, por lo que desvió los ojos y se alejó sin hacer ruido. De nuevo en la calle, echó un último vistazo a la embarcación de Kojirō y luego miró a Omitsu. «Todo el mundo tiene una vida pública y otra privada —se dijo—. Detrás de toda esa fanfarria, hay una mujer que llora desconsolada.»
A bordo de la embarcación, Kojirō pidió a Tatsunosuke que le diera el halcón y extendió su brazo izquierdo. Tatsunosuke transfirió a Amayumi a su puño y se apartó respetuosamente.
El oleaje era rápido, el día perfecto, con el cielo claro, y el agua cristalina, pero la altura de las olas era excesiva. Cada vez que el agua salpicaba por encima de la borda, el halcón, con evidente ánimo de lucha, encrespaba las plumas.
Cuando habían recorrido aproximadamente la mitad de la distancia hasta la isla, Kojirō le quitó la cinta de la pata y lanzó el ave al aire, diciéndole:
—Vamos, regresa al castillo.
Como si se estuvieran dedicando a la caza acostumbrada, Amayumi atacó a un ave marina en vuelo, enviando abajo una lluvia de plumas blancas. Pero al no oír la llamada de su dueño, se lanzó sobre las islas y entonces remontó el vuelo y desapareció.
Tras liberar al halcón, Kojirō empezó a desprenderse de los amuletos de buena suerte budistas y shintoístas, así como de los escritos con que le habían abrumado sus seguidores, y fue echándolos por la borda uno tras otro, incluso la túnica interior de algodón con el amuleto en sánscrito bordado que le había regalado su tía.
—Ahora puedo relajarme —dijo en voz baja.
Enfrentado a una situación en la que se jugaba la vida, no quería que le molestaran recuerdos ni personalidades. El recordatorio de todas aquellas personas que estaban rezando por su victoria le resultaba una carga. Sus buenos deseos, por muy sinceros que fuesen, eran ahora más un obstáculo que una ayuda. Lo único que importaba en aquellos momentos era él mismo, su ser desnudo.
La brisa salobre le acariciaba el rostro. Guardaba silencio. Sus ojos estaban fijos en los verdes pinares de Funashima.
En Shimonoseki, Tarōzaemon pasó ante una hilera de barracas en la playa y entró en su establecimiento.
—¡Sasuke! —exclamó—. ¿No ha visto nadie a Sasuke?
Sasuke era uno de sus empleados más jóvenes, pero también uno de los más espabilados. Era muy apreciado como sirviente de la casa, pero también ayudaba en el negocio de vez en cuando.
—Buenos días —dijo el administrador de Tarōzaemon, abandonando su puesto en el despacho de contabilidad—. Sasuke ha estado aquí hasta hace unos momentos. —Se volvió a su ayudante y le ordenó—: Vete en busca de Sasuke, deprisa.
El administrador empezó a informar a su jefe de asuntos comerciales, pero éste le interrumpió, sacudiendo la cabeza como si le persiguiera un mosquito.
—Lo que quiero saber es si alguien ha venido preguntando por Musashi.
—A decir verdad, ya estuvo aquí alguien esta mañana.
—¿El mensajero de Nagaoka Sado? Eso ya lo sé. ¿Alguien más?
El administrador se restregó el mentón.
—Bueno, no lo he visto personalmente, pero me han dicho que un hombre de aspecto desaseado y mirada penetrante se presentó anoche. Llevaba un largo bastón de roble y pidió ver al «sensei Musashi». Tuvieron dificultades para librarse de él.
—Alguien habló más de la cuenta, a pesar de que les dije lo importante que era mantener en secreto la presencia de Musashi.
—Lo sé. También yo se lo dije con toda claridad, pero no hay nada que hacer con los jóvenes. El hecho de que Musashi esté aquí les hace sentirse importantes.
—¿Cómo te libraste del hombre?
—Sōbei le dijo que estaba equivocado, que Musashi nunca ha venido aquí. Al final se marchó, tanto si le creía como si no. Sōbei observó que había dos o tres personas esperándole fuera, entre ellas una mujer.
Sasuke llegó corriendo desde el embarcadero.
—¿Deseabas verme, señor?
—Sí, quería asegurarme de que estás preparado. Es muy importante, ¿sabes?
—Lo comprendo, señor. Estoy en pie desde antes del amanecer. Me he lavado con agua fría y me he puesto un taparrabos nuevo de algodón blanco.
—Muy bien. ¿Está el bote a punto, tal como te encargué anoche?
—Sí, la verdad es que me ha dado poco trabajo. Elegí el bote más rápido y limpio, lo rocié con sal para purificarlo y lo restregué por dentro y por fuera. Estoy preparado para ir adondequiera que se encuentre Musashi.
—¿Dónde está?
—En la orilla, con las demás embarcaciones.
Tras reflexionar un momento, Tarōzaemon dijo:
—Será mejor que nos pongamos en marcha. Demasiadas personas se percatarán de la partida de Musashi y él no desea verse rodeado de gente. Llévalo junto al gran pino, ése al que llaman Pino de Heike. Por allí apenas va nadie.
—Sí, señor.
El establecimiento, generalmente lleno de actividad, estaba casi vacío. Tarōzaemon, en un estado de fuerte nerviosismo, salió a la calle. Allí y en Moji, en la orilla contraria, la gente se había tomado el día libre: hombres que parecían samuráis de los feudos vecinos, rōnin, sabios confucianos, herreros, armeros, artesanos de la laca, sacerdotes, ciudadanos de todas las clases y algunos agricultores de los campos circundantes. Había mujeres perfumadas, cubiertas con velos y tocadas con anchos sombreros de viaje, y esposas de pescadores con niños a la espalda o cogidos de la mano. Todos se movían en la misma dirección general, tratando en vano de aproximarse a la isla, aunque no había ningún lugar estratégico desde donde pudiera verse algo más pequeño que un árbol.
«Sé lo que se propone Musashi», pensó Tarōzaemon. Ser abordado por aquella muchedumbre de espectadores, para quienes la pelea no era más que un espectáculo, sería insoportable.
Al volver a su casa, la encontró limpia como los chorros del oro. En la habitación que daba a la playa, el reflejo del agua oscilaba en el techo.
—¿Dónde has estado, padre? —le preguntó Otsuru al entrar con la bandeja del té—. Te he estado buscando.
—En ninguna parte en particular —respondió él.
Alzó la taza y la miró pensativamente.
Otsuru había ido a pasar una temporada con su amado padre. Casualmente, cuando viajaba desde Sakai en el mismo barco con Musashi, descubrió que ambos tenían vínculos con Iori. Cuando Musashi acudió a presentar sus respetos a Tarōzaemon y agradecerle que cuidara del muchacho, el agente marítimo insistió en que Musashi se alojara en su casa y dio instrucciones a Otsuru para que le atendiera.
La noche anterior, mientras Musashi hablaba con su anfitrión, Otsuru había permanecido sentada en la habitación contigua, cosiendo el nuevo taparrabos y la faja abdominal cuyos deseos de ponérselos el día del combate él había manifestado. La muchacha ya le había preparado un nuevo kimono negro, del que se podían desprender en un instante los hilvanes que servían para mantener las mangas y la falda dobladas adecuadamente hasta el momento de su uso.
—¿Dónde está Musashi, Otsuru? ¿Le has servido el desayuno?
—Oh, sí, hace ya bastante rato. Luego cerró la puerta de su habitación.
—Supongo que se está preparando.
—No, todavía no.
—Pues ¿qué está haciendo?
—Al parecer, está pintando.
—¿Ahora?
—Sí.
—Humm. Estuvimos hablando de pintura y le pregunté si pintaría algo para mí. Supongo que debe de haberse dedicado a eso.
—Ha dicho que lo dejaría terminado antes de marcharse. También está haciendo una pintura para Sasuke.
—¿Sasuke? —repitió Tarōzaemon, incrédulo. Su nerviosismo aumentaba con rapidez—. ¿Es que no sabe que se está haciendo tarde? Tendrías que ver a toda esa gente que pulula por las calles.
—Por la expresión de su semblante, se diría que se ha olvidado del combate.
—En cualquier caso, éste no es momento de ponerse a pintar. Ve a decírselo así. Hazlo con cortesía, pero que quede bien claro que eso puede esperar hasta más tarde.
—¿Por qué yo? No podría…
—¿Y por qué no? —Su sospecha de que la muchacha estaba enamorada se confirmó. Padre e hija se comunicaron silenciosa pero perfectamente—. ¿Por qué lloras, bobalicona? —rezongó en tono bonachón. Entonces se levantó y fue a la habitación de Musashi.
Éste se hallaba arrodillado en silencio, como si meditara, el pincel, la caja de tinta y el recipiente para pinceles a su lado. Ya había terminado una de las pinturas: una garza debajo de un sauce. El papel que tenía delante aún estaba en blanco. Pensaba en el tema de su próxima composición, o, más exactamente, intentaba adoptar la actitud mental correcta, pues eso era necesario antes de que pudiera visualizar la pintura o conocer la técnica que emplearía.
Veía el papel blanco como el gran universo de la inexistencia. Una sola pincelada daría lugar a la existencia. Podía evocar el viento o la lluvia a voluntad, pero, al margen de lo que trazara, su corazón permanecería en la pintura para siempre. Si su corazón estaba corrompido, la pintura también lo estaría; si estaba lánguido, lo mismo le ocurriría a la pintura. Si intentaba alardear de su habilidad, no podría ocultarlo. Los cuerpos humanos se desvanecen, pero la tinta sigue existiendo. La imagen de su corazón seguiría alentando después de que él mismo hubiera desaparecido.
Se dio cuenta de que sus pensamientos le refrescaban. Estaba a punto de entrar en el mundo de la inexistencia, de dejar que su corazón hablara por sí mismo, independiente de su ego, libre del toque personal de su mano. Intentó vaciarse de todo, en espera de ese estado sublime en el que su corazón podría hablar al unísono con el universo, desprendido de su yo y sin estorbos de ninguna clase.
Los sonidos de la calle no llegaban a su habitación. El combate de hoy le parecía totalmente ajeno a él. Tan sólo era consciente de los trémulos movimientos del bambú en el jardín interior.
—¿Te molesto?
La shoji a sus espaldas se deslizó silenciosamente, y Tarōzaemon se asomó. Parecía erróneo, casi malvado, entrometerse, pero fortaleció su ánimo y le dijo:
—Siento molestarte cuando tanto pareces disfrutar de tu arte.
—Ah, entra, por favor.
—Es casi la hora de partir.
—Lo sé.
—Todo está dispuesto. Cuanto necesitas lo encontrarás en la habitación contigua.
—Eres muy amable.
—Por favor, no te preocupes por la pintura. Puedes terminarla cuando regreses de Funashima.
—Oh, esto no tiene nada de especial. Esta mañana me sentía muy despejado, y era un buen momento para pintar.
—Pero tienes que pensar en la hora.
—Sí, lo sé.
—Cuando quieras hacer tus preparativos, llámame. Te estaremos esperando.
—Muchísimas gracias. —Tarōzaemon se dispuso a marcharse, pero Musashi le preguntó—: ¿A qué hora sube la marea?
—En esta época, la marea está más baja entre las seis y las ocho de la mañana. Más o menos en estos momentos volverá a subir.
—Gracias —le dijo Musashi distraídamente, dirigiendo de nuevo su atención al papel en blanco.
Tarōzaemon cerró silenciosamente la shoji y regresó a la sala. Tenía la intención de sentarse y aguardar en silencio, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que los nervios se apoderasen de él. Se puso en pie y caminó a la terraza, desde donde se veía la corriente que se deslizaba a través del estrecho. El agua ya se adentraba en la playa.
—Padre.
—Dime.
—Es hora de que parta. He dejado sus sandalias en la entrada del jardín.
—Aún no está preparado.
—¿Todavía pinta?
—Sí.
—Creí que ibas a lograr que dejara de hacer eso y se preparase.
—Sabe la hora que es.
Una pequeña embarcación se detuvo en la playa cercana, y Tarōzaemon oyó que le llamaban por su nombre. Era Nuinosuke.
—¿Todavía no ha salido Musashi? —preguntó. Cuando Tarōzaemon le respondió negativamente, Nuinosuke se apresuró a decir—: Por favor, dile que se prepare y salga lo antes posible. Kojirō ya ha partido, así como el señor Hosokawa. Mi maestro saldrá de Kokura ahora mismo.
—Haré lo que pueda.
—¡Por favor! Quizá parezco una vieja gruñona, pero queremos asegurarnos de que no llegue tarde. Sería una vergüenza que hiciera algo indecoroso a estas alturas.
Se alejó remando apresuradamente, y el agente marítimo y su hija se quedaron, llenos de inquietud, en la terraza. Desde allí contaron los segundos, mirando de vez en cuando hacia la pequeña habitación del fondo, de la que no salía el menor sonido.
Pronto llegó una segunda embarcación con un mensajero procedente de Funashima, enviado para que apresurase a Musashi.
Musashi abrió los ojos cuando oyó el sonido de la shoji al deslizarse. Otsuru no tenía necesidad de anunciar su presencia. Cuando ella le habló sobre la embarcación de Funashima, él asintió y le sonrió afablemente.
—Ya veo —le dijo, y salió de la habitación.
Otsuru contempló el suelo donde él se había sentado. La hoja de papel estaba ahora llena de borrones de tinta. Al principio la tinta parecía una línea amorfa, pero ella pronto vio que se trataba de un paisaje de la variedad en «tinta rota». Aún estaba húmeda.
—Por favor, dale esta pintura a tu padre —le dijo Musashi, alzando la voz por encima de un chapoteo de agua—. Y la otra es para Sasuke.
—Gracias, no tendrías que haberlo hecho.
—Lamento no tener nada mejor que ofreceros, después de las molestias que os he causado, pero confío en que tu padre lo acepte como un recuerdo.
Otsuru replicó solícitamente:
—Regresa esta noche sin falta y siéntate junto al fuego con mi padre, como hiciste anoche.
Al oír el crujido de tela en la habitación contigua, Otsuru se sintió complacida. Por fin Musashi se estaba vistiendo. Entonces volvió a hacerse el silencio, y poco después le vio hablando con su padre. La conversación fue muy breve, tan sólo el intercambio de unas pocas palabras. Cuando pasó a la habitación contigua, la muchacha observó que el samurái había doblado pulcramente sus ropas viejas, dejándolas en una caja que estaba en el rincón. Una sensación de indescriptible soledad se apoderó de ella. Se inclinó y apoyó la mejilla en el kimono todavía cálido.
—¡Otsuru! —la llamó su padre—. ¿Qué estás haciendo? ¡Ya se marcha!
—Sí, padre.
Otsuru se pasó las yemas de los dedos por las mejillas y los párpados, y corrió a reunirse con él.
Musashi se encontraba ya en la puerta del jardín, que había elegido para evitar que le vieran. Padre, hija y otras cuatro o cinco personas de la casa y el negocio llegaron hasta la puerta y se detuvieron allí. Otsuru estaba demasiado sobreexcitada y era incapaz de articular palabra. Cuando Musashi la miró, ella le hizo una reverencia, como todos los demás.
—Adiós —dijo Musashi. Cruzó la puerta baja de hierba trenzada, la cerró tras él y añadió—: Cuidaos.
Cuando los otros alzaron las cabezas, él ya se marchaba rápidamente.
Estuvieron contemplándole un buen rato mientras se alejaba, pero Musashi no volvió la cabeza.
—Supongo que ésa es la manera de ser de un samurái —musitó alguien—. Se marcha así, sin más ni más, nada de discursos ni despedidas solemnes, nada en absoluto.
Otsuru desapareció de inmediato. Al cabo de unos segundos, su padre entró en la casa.
El Pino de Heike se alzaba solitario a unas doscientas varas de la playa. Musashi se encaminó a él con la mente totalmente despejada. Había depositado todos sus pensamientos en la tinta negra de la pintura paisajística. Pintar le había hecho bien, y consideraba que su esfuerzo había sido un éxito.
Ahora navegaría hacia Funashima, Avanzaba con calma, como si aquél fuese un viaje más. No podía saber si regresaría vivo, pero había dejado de pensar en ello. Años atrás, a la edad de veintidós, cuando se aproximaba al pino de ancha copa en Ichijōji, estaba muy emocionado, ensombrecido por una sensación de tragedia inminente, y aferraba su espada solitaria con intensa determinación. Ahora no sentía nada.
No se trataba, ni mucho menos, de que su enemigo de hoy fuese menos temible que el centenar de hombres a los que se había enfrentado. Luchando solo, Kojirō era un adversario más formidable que cualquier ejército que la escuela Yoshioka pudiese haber organizado contra él. Musashi no abrigaba la menor duda de que aquélla iba a ser la pelea fundamental de su vida.
—¡Sensei!
—¡Musashi!
En la serena mente de Musashi se produjo una ligera conmoción al oír las voces y ver a las dos personas que corrían hacia él. Por un instante se sintió aturdido.
—¡Gonnosuke! —exclamó—. ¡Y la abuela! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
Los dos, mugrientos a causa del largo viaje, se arrodillaron en la arena ante él.
—Teníamos que venir —dijo Gonnosuke.
—Hemos venido a despedirte —dijo Osugi—. Y yo a pedirte disculpas.
—¿Disculpas? ¿A mí?
—Sí, por todo. Debo pedirte que me perdones.
Él la miró a los ojos con una expresión inquisitiva.
—¿Por qué dices eso, abuela? ¿Ha ocurrido algo?
Ella permanecía en pie, las manos juntas en un gesto de súplica.
—¿Qué puedo decir? He cometido tantas maldades que no puedo esperar tu perdón por todas ellas. Todo ha sido… un error horrible. Estaba cegada por el amor a mi hijo, pero ahora conozco la verdad. Por favor, perdóname.
Él se quedó un momento mirándola, y entonces se arrodilló y le cogió la mano. No se atrevió a alzar los ojos, por temor a que estuvieran humedecidos por las lágrimas. Ver a la anciana tan contrita le hacía sentirse culpable, pero también experimentaba gratitud. La mano de la anciana estaba trémula; incluso la suya le temblaba ligeramente.
Musashi sólo tardó un momento en recobrar su compostura.
—Te creo, abuela, y te agradezco que hayas venido. Ahora puedo enfrentarme a la muerte sin remordimientos, ir al combate con el espíritu libre y el corazón tranquilo.
—Entonces ¿me perdonarás?
—Claro que sí, siempre que tú me perdones por todas las dificultades que te he causado desde que era un chiquillo.
—Por supuesto, pero no sigamos hablando de mí. Hay otra persona que necesita tu ayuda. Alguien a quien consume la tristeza.
La anciana volvió la cabeza, invitándole a mirar.
Bajo el Pino de Heike, observándolo tímidamente, con el rostro pálido y humedecido por la emoción, estaba Otsū.
—¡Otsū! —exclamó.
En un instante estuvo ante ella, sin darse cuenta siquiera de que sus pies le habían transportado allí.
Gonnosuke y Osugi se quedaron inmóviles donde estaban, deseosos de esfumarse en el aire y dejar la orilla sólo para la pareja.
—Has venido, Otsū.
No existían palabras para salvar un abismo de años, para transmitir el caudal de sentimientos que rebosaba en el interior de Musashi.
—No tienes buen aspecto. ¿Estás enferma? —Musitó estas palabras como un verso aislado de un largo poema.
—Un poco.
Con los ojos bajos, ella se esforzaba por conservar su aplomo, por no perder el dominio de sí misma. Aquel momento, tal vez el último, no debía ser desperdiciado.
—¿Es sólo un resfriado? —inquirió él—. ¿O se trata de algo grave? ¿Qué te ocurre? ¿Dónde has estado en los últimos meses?
—El otoño pasado regresé al Shippōji.
—¿Volviste a casa?
—Sí. —Le miró fijamente, sus ojos límpidos como las profundidades del océano, esforzándose por reprimir las lágrimas—. Pero no existe un verdadero hogar para una huérfana como yo. Sólo el hogar que está dentro de mí.
—No hables así. Mira, incluso Osugi parece haberte abierto su corazón, y eso me alegra muchísimo. Tienes que recobrar la salud y aprender a ser feliz… para mí.
—Ahora soy feliz.
—¿Es cierto eso? Si es así, también yo soy feliz…, Otsū…
Se inclinó hacia ella. La joven permanecía erguida y rígida, consciente de la presencia de Osugi y Gonnosuke. Musashi, que se había olvidado de ellos, la rodeó con sus brazos y le acarició la mejilla con la suya.
—Estás tan delgada…, tan delgada. —Percibía emocionado la agitada respiración de la joven—. Te suplico que me perdones, Otsū. Quizá te parezca que no tengo corazón, pero no es cierto, no por lo que a ti respecta.
—Yo…, eso ya lo sé.
—¿Lo sabes? ¿De veras?
—Sí, pero te ruego que me digas una palabra, una sola palabra. Dime que soy tu mujer.
—Si te dijera lo que ya sabes, lo echaría a perder.
—Pero…, pero… —Ella sollozaba con todo su cuerpo, pero en un acceso de energía, le cogió la mano y exclamó—: ¡Dilo! ¡Di que soy tu mujer para toda esta vida!
Él asintió, lentamente, en silencio. Entonces separó uno tras otro los dedos delicados de la muchacha aferrados a su brazo y permaneció erguido.
—La esposa de un samurái no debe llorar y desconsolarse cuando él parte a la guerra. Ríe para mí, Otsū. Despídeme con una sonrisa. Puede que ésta sea la última partida de tu esposo.
Ambos sabían que había llegado el momento. Por un breve instante, él la miró sonriente. Entonces le dijo:
—Hasta luego.
—Sí, hasta luego.
Ella quería devolverle la sonrisa, pero sólo consiguió retener sus lágrimas.
—Adiós.
Musashi se volvió y caminó con firmes zancadas hasta la orilla. Una palabra de despedida afloró a los labios de Otsū, pero se negó a pronunciarla. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, irreprimibles, y ya no podía verle.
El fuerte viento salobre agitaba la cabellera de Musashi. Su kimono aleteaba briosamente.
—¡Sasuke! Acerca un poco más la barca.
Aunque llevaba esperando más de dos horas y sabía que Musashi estaba en la playa, Sasuke había desviado cuidadosamente la mirada. Ahora miró a Musashi y le dijo:
—En seguida, señor.
Con un fuerte y rápido movimiento, hundió el palo en el agua e impulsó la embarcación. Cuando tocó la orilla, Musashi saltó a la proa, y avanzaron mar adentro.
—¡Otsū! ¡Detente! —gritó Jōtarō.
Otsū corría hacia el agua. El muchacho corrió tras ella. Gonnosuke y Osugi, sobresaltados, intervinieron en la persecución.
—¡Detente, Otsū! ¿Qué haces?
—¡No seas necia!
Le dieron alcance simultáneamente y la retuvieron.
—No, no —protestó ella, sacudiendo la cabeza lentamente—. No me comprendéis.
—¿Qué…, qué intentas hacer?
—Dejadme que me siente —les dijo con voz serena.
Ellos la soltaron, y la joven caminó con dignidad hasta un lugar a pocas varas de distancia, donde se arrodilló en la arena, al parecer exhausta. Pero había recuperado su fuerza. Enderezó el cuello de su kimono, se alisó el cabello e hizo una reverencia en dirección a la barca de Musashi.
—Ve sin ningún pesar —susurró.
Osugi se arrodilló y también hizo una reverencia. Entonces la imitó Gonnosuke y luego Jōtarō. Tras haber efectuado el largo viaje desde Himeji, Jōtarō había perdido su oportunidad de hablar con Musashi, a pesar de su intenso anhelo de decirle una palabra de despedida. Su decepción fue suavizada por el conocimiento de que había cedido a Otsū el tiempo que él habría estado con Musashi.