Al alba

Musashi había llegado a Shimonoseki varios días antes. Puesto que no conocía a nadie allí, como tampoco nadie le conocía a él, pasó el tiempo tranquilamente, sin que le molestaran los aduladores y los chismosos.

En la mañana del undécimo día, cruzó el estrecho de Kammon hasta Moji para visitar a Nagaoka Sado y confirmar su aceptación de la hora y el lugar del combate.

Un samurái le recibió en el vestíbulo, mirándole con descaro, como si pensara: «¡Así que éste es el famoso Miyamoto Musashi!». Pero el joven se limitó a decirle:

—Mi maestro se encuentra todavía en el castillo, pero no tardará en regresar. Por favor, pasa y espérale.

—No, gracias. No tengo nada más que tratar con él. Si fueras tan amable de darle mi mensaje…

—Pero vienes desde muy lejos. Se sentirá decepcionado si no te ve. Si realmente has de irte, te ruego que por lo menos me permitas decir a los demás dónde te encuentras.

Apenas había entrado en la casa, cuando Iori apareció corriendo y se arrojó en brazos de Musashi.

—¡Sensei!

Musashi le dio unas palmaditas en la cabeza.

—¿Has estudiado como un buen chico?

—Sí, señor.

—¡Cómo has crecido!

—¿Sabías que estaba aquí?

—Sí, Sado me lo dijo en una carta. También he oído hablar de ti en casa de Kobayashi Tarōzaemon, en Sakai. Me alegro de que estés aquí. Vivir en una casa como ésta será bueno para ti.

Iori no le respondió, pero la decepción se reflejaba en su semblante.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Musashi—. No debes olvidar que Sado ha sido muy bueno contigo.

—Sí, señor.

—Y no caigas en la trampa de sentir lástima de ti mismo. Muchos chicos como tú, que han perdido a su padre o su madre, hacen eso. No puedes corresponder al cariño de los demás a menos que seas a tu vez cariñoso y amable.

—Sí, señor.

—Eres un chico listo, Iori, pero debes tener cuidado. No dejes que se imponga la rudeza de tu educación. Domínate, sujeta bien las riendas para controlar tus impulsos. Todavía eres un niño y tienes una larga vida por delante. Protégela cuidadosamente, consérvala hasta que puedas entregarla por una causa realmente buena, por tu país, por tu honor, por el Camino del Samurái. Aférrate a tu vida y haz que sea honesta y valerosa.

Iori tuvo la abrumadora sensación de que aquellas palabras eran una despedida. Su intuición probablemente se lo habría dicho así aun cuando Musashi no hubiera hablado de cuestiones tan serias, pero la mención de la palabra «vida» no dejaba duda alguna. Apenas Musashi la había pronunciado cuando Iori apretó la cabeza contra su pecho. El chico sollozaba sin poder contenerse.

Musashi observó que Iori estaba muy acicalado: llevaba el cabello muy bien peinado y atado detrás de la cabeza y sus calcetines eran de un blanco inmaculado. Lamentó haberle sermoneado.

—No llores —le dijo.

—Pero y si tú…

—Deja de lloriquear. La gente va a verte.

—¿Irás…, irás a Funashima pasado mañana?

—Sí, debo hacerlo.

—Vence, por favor, vence. No puedo soportar la idea de no volver a verte.

—¡Ja, ja! ¿Lloras por eso?

—Algunos dicen que no puedes derrotar a Kojirō…, que no deberías haber accedido a batirte con él en primer lugar.

—No me sorprende. La gente siempre dice cosas así.

—Pero puedes vencerle, ¿no es cierto, sensei?

—La verdad es que no perdería mi tiempo pensando en eso.

—¿Quieres decir que estás seguro de que no vas a perder?

—Aunque pierda, te prometo que será luchando valientemente.

—Pero si crees que podrías perder, ¿por qué no te vas a alguna parte durante un tiempo?

—Siempre hay un germen de verdad en los peores chismorreos, Iori. Es posible que cometa un error, pero ahora que las cosas han llegado tan lejos, huir sería abandonar el Camino del Samurái, y eso no sólo me deshonraría a mí, sino también a muchos otros.

—Pero ¿no has dicho que debo aferrarme a mi vida y conservarla cuidadosamente?

—Sí, lo he dicho, pero si muero en Funashima, que eso te sirva de lección y evites meterte en peleas que puedan terminar con la pérdida de tu vida. —Al darse cuenta de que se estaba excediendo, cambió de tema—: Ya he pedido que transmitan mis saludos a Nagaoka Sado. Deseo que tú también lo hagas y le digas que le veré en Funashima.

Musashi apartó suavemente al muchacho, que seguía aferrado a él. Cuando se encaminaba al portal, Iori apretó con fuerza el sombrero de juncos que tenía en una mano.

—No…, espera… —fue todo lo que pudo decir.

Se llevó la otra mano a la cara. Los sollozos sacudían sus hombros.

Nuinosuke salió por una puertecilla al lado del portal y se presentó a Musashi.

—Iori parece reacio a dejarte marchar, y yo me inclino a simpatizar con él. Estoy seguro de que tienes otras cosas que hacer, pero ¿no podrías pasar aquí una sola noche?

Musashi le devolvió la reverencia.

—Te agradezco el ofrecimiento —le dijo—, pero creo que no debo aceptarlo. Dentro de un par de días es posible que esté durmiendo para siempre. No creo que sea correcto por mi parte agobiar a los demás en estos momentos. Más tarde podría resultar embarazoso para ellos.

—Eres muy considerado, pero me temo que el maestro se enfurecerá con nosotros por haber permitido que te marcharas.

—Le enviaré una nota explicándoselo todo. Hoy sólo he venido a presentarle mis respetos. Creo que ya debo marcharme.

Al salir del portal, se volvió para encaminarse a la playa, pero antes de que hubiera recorrido medio camino oyó voces a sus espaldas que le llamaban. Miró atrás y vio a un puñado de samuráis de la Casa Hosokawa, por su aspecto ya bastante mayores, dos de los cuales tenían el cabello gris. Como no reconoció a ninguno de ellos, supuso que llamaban a otra persona y siguió andando.

Cuando llegó a la orilla se detuvo y contempló el mar. Había varias barcas de pesca ancladas mar afuera, sus velas recogidas y cenicientas a la luz brumosa del crepúsculo. Más allá de la masa mayor de Hikojima, el contorno de Funashima apenas era visible.

—¡Musashi!

—Eres Miyamoto Musashi, ¿no es cierto?

Musashi se volvió hacia ellos, preguntándose que querrían de él aquellos viejos guerreros.

—No nos recuerdas, ¿verdad? Es natural, ha pasado mucho tiempo. Me llamo Utsumi Magobeinojō, y los seis somos de Mimasaka. Estuvimos al servicio de la casa de Shimmen, en el castillo de Takeyama.

—Y yo soy Koyama Handayū. Magobeinojō y yo fuimos amigos íntimos de tu padre.

Una ancha sonrisa afloró al rostro de Musashi.

—¡Vaya, esto sí que es una sorpresa!

Su acento, inequívocamente el de su pueblo natal, le evocaba muchos recuerdos infantiles. Tras hacer una reverencia a cada uno de ellos, les dijo:

—Me alegro de veros. Pero decidme, ¿cómo es que estáis aquí todos juntos, tan lejos de casa?

—Bueno, como sabes, la Casa de Shimmen fue desmantelada después de la batalla de Sekigahara. Nos convertimos en rōnin y huimos a Kyushu, instalándonos aquí, en la provincia de Buzen. Durante algún tiempo pudimos mantenernos vendiendo protecciones de paja para las patas de los caballos. Más adelante tuvimos una racha de buena suerte.

—¿De veras? Bueno, debo decir que no esperaba encontrarme con amigos de mi padre nada menos que en Kokura.

—También es un inesperado placer para nosotros. Eres un samurái de buena planta, Musashi. Qué pena que tu padre no esté aquí para verte ahora.

Durante unos minutos los viejos samuráis comentaron entre ellos la prestancia de Musashi. De repente, Magobeinojō les interrumpió.

—Estúpido de mí. Me olvidaba de por qué hemos venido en tu busca. Te hemos echado a faltar en casa de Sado. Teníamos la intención de pasar una noche contigo. Sado ha tomado todas las disposiciones.

—Es cierto —intervino Handayū—. Ha sido muy rudo por tu parte llegar a la misma puerta principal y marcharte sin ver a Sado. Eres el hijo de Shimmen Munisai, y deberías saber que ese comportamiento no es digno de ti. Anda, vente con nosotros.

Al parecer, el viejo samurái creía que haber sido amigo del padre de Musashi le autorizaba a impartir órdenes al hijo. Sin esperar respuesta, echó a andar, esperando que Musashi le siguiera.

Musashi estuvo a punto de acompañarles, pero no lo hizo.

—Lo lamento, pero creo que no debo ir —les dijo—. Pido disculpas por mi rudeza, pero creo que cometería un error yendo con vosotros.

Todos se detuvieron, y Magobeinojō dijo:

—¿Un error? ¿Qué tiene eso de malo? Queremos darte una bienvenida como es debido. En fin, somos del mismo pueblo, ya sabes.

—Sado también lo espera con ilusión. No querrás ofenderle, ¿verdad?

Magobeinojō, sintiéndose al parecer agraviado, añadió:

—¿Qué te ocurre? ¿Estás enfadado por algo?

—Quisiera ir —respondió Musashi cortésmente—, pero hay que tomar otras cosas en consideración. Aunque probablemente sólo se trata de un rumor, he oído decir que mi combate con Kojirō es un motivo de fricción entre los dos servidores más veteranos de la casa de Hosokawa, Nagaoka Sado e Iwama Kakubei. Dicen que el bando de Iwama tiene la aprobación del señor Tadatoshi, y que Nagaoka trata de reforzar su propia facción oponiéndose a Kojirō.

Los samuráis emitieron murmullos de sorpresa. Musashi siguió diciendo:

—Estoy seguro de que eso no es más que pura especulación ociosa, pero aun así, las habladurías de la gente son peligrosas. Lo que le suceda a un rōnin no tiene demasiada importancia, pero no quisiera hacer nada que dé pábulo a los rumores y levante sospechas contra Sado o Kakubei. Ambos son hombres valiosos en el feudo.

—Comprendo —dijo Magobeinojō.

Musashi sonrió.

—Bueno, por lo menos ésa es mi excusa. A decir verdad, soy un hombre del campo y se me hace cuesta arriba sentarme entre varios reunidos y hacer gala de cortesía durante toda la velada. Tan sólo quisiera descansar.

Impresionados por la consideración de Musashi hacia los demás, pero todavía reacios a separarse de él, juntaron las cabezas y discutieron la situación.

—Hoy es el día undécimo del cuarto mes —dijo Handayū—. Durante los últimos diez años, nosotros seis nos hemos reunido en esta fecha. Tenemos una regla estricta contra la admisión de personas ajenas al grupo, pero tú eres del mismo pueblo, eres el hijo de Munisai, así que quisiéramos pedirte que vengas con nosotros. Quizá no sea la clase de distracción que deberíamos ofrecerte, pero no tendrás que preocuparte por ser cortés ni por que te vean o hablen de ti.

—Si me lo planteáis así, me temo que no puedo negarme.

Su aceptación satisfizo enormemente a los viejos samuráis. Tras otro breve conciliábulo, convinieron que Musashi se reuniría con uno de ellos, un hombre llamado Kinami Kagashirō, al cabo de un par de horas delante de una casa de té, y que irían por distintas direcciones.

A la hora señalada, Musashi se encontró con Kagashirō, y caminaron cerca de una milla y media desde el centro del pueblo hasta un lugar cercano al puente de Itatsu. Musashi no vio ninguna casa de samurái ni restaurantes, nada más que las luces de una taberna solitaria y una humilde posada, ambas a cierta distancia. Como siempre estaba alerta, empezó a barajar en su mente las distintas posibilidades. No había nada sospechoso en lo que los veteranos samuráis le habían contado. Su edad era la apropiada, así como su dialecto. Pero ¿por qué le llevaban a un lugar tan apartado como aquél?

Kagashirō le dejó y se encaminó a la orilla del río. Entonces llamó a Musashi.

—Todos están aquí —le dijo—. Puedes bajar.

El hombre le precedió a lo largo del estrecho sendero sobre el terraplén.

«Tal vez la fiesta tiene lugar en una embarcación», pensó Musashi, sonriendo por su cautela excesiva. Pero allí no había ningún barco. Los encontró sentados sobre esteras de juncos, en postura formal.

—Perdónanos por traerte a semejante lugar —le dijo Magobeinojō—. Aquí es donde celebramos nuestra reunión. Tenemos la sensación de que una suerte especial te ha traído a nosotros. Siéntate y descansa un rato.

Sus modales eran lo bastante solemnes como para recibir a un invitado de honor en un elegante salón con shoji cubierto de plata. Empujó un trozo de estera hacia Musashi.

Éste se preguntó si aquélla era la idea que tenían de la moderación elegante o si habría algún motivo particular para no reunirse en un lugar más público. Pero era un invitado y se sintió obligado a comportarse como tal. Hizo una reverencia, y se sentó formalmente en la estera.

—Ponte cómodo —le instó Magobeinojō—. Más tarde celebraremos una pequeña fiesta, pero primero hemos de llevar a cabo nuestra ceremonia. No tardaremos mucho.

Los seis hombres volvieron a colocarse de una manera menos informal, y cada uno cogió una gavilla de paja que habían traído consigo y procedieron a tejer protecciones para las patas de los caballos. Apretaban los labios, sin apartar los ojos de su labor, y tenían un aspecto solemne, incluso piadoso. Musashi les observó respetuosamente, percibiendo la fuerza y el fervor en sus movimientos mientras se escupían en las palmas, deslizaban la paja por sus dedos y la trenzaban.

—Supongo que así estará bien —dijo Handayū, depositando en el suelo un par terminado de protecciones equinas, al tiempo que miraba a los demás.

—También yo he terminado.

Colocaron las protecciones de paja delante de Handayū, y entonces se sacudieron y alisaron sus ropas. Handayū amontonó los objetos sobre una mesita en medio del círculo de samuráis, y Magobeinojō, el más viejo, se puso en pie.

—Hoy se cumple el duodécimo año desde la batalla de Sekigahara —empezó a decir—, desde aquel día de derrota que jamás se borrará de nuestras memorias. Todos nosotros hemos vivido más de lo que teníamos derecho a esperar, y se lo debemos a la protección y la generosidad del señor Hosokawa. Debemos procurar que nuestros hijos y nietos recuerden la bondad de su señoría hacia nosotros.

El grupo prorrumpió en murmullos de asentimiento. Permanecieron sentados en actitud reverente, los ojos bajos.

—También debemos recordar la liberalidad de los jefes sucesivos de la casa de Shimmen, aunque esa gran casa ya no exista, como tampoco debemos olvidar la desgracia y la desesperanza que nos embargaban cuando llegamos aquí. A fin de recordar tales cosas, celebramos anualmente esta reunión. Ahora recemos como un solo hombre por la salud y el bienestar de todos nosotros.

Los hombres replicaron a coro:

—La bondad del señor Hosokawa, la liberalidad de la Casa de Shimmen, la merced del cielo que nos ha librado de la aflicción. No olvidaremos nada de esto durante un día.

—Ahora llevemos a cabo el homenaje —dijo Magobeinojō.

Se volvieron hacia los blancos muros del castillo de Kokura, que se recortaba débilmente contra el cielo oscuro, e hicieron una reverencia hasta tocar el suelo con la frente. Luego se volvieron en la dirección de la provincia de Mimasaka e hicieron otra reverencia. Finalmente, se colocaron ante las protecciones equinas e hicieron una tercera reverencia. Realizaron cada uno de estos movimientos con la máxima seriedad y sinceridad.

Magobeinojō se dirigió a Musashi:

—Ahora iremos al santuario de ahí arriba y ofreceremos estas protecciones de paja. Entonces empezaremos la fiesta. Si quieres, puedes esperarnos aquí.

El hombre que iba en cabeza transportaba la mesita con los objetos de paja trenzada a la altura de la frente, y los demás le seguían en fila india. Ataron su obra a las ramas de un árbol junto a la entrada del santuario. Entonces, tras batir palmas una sola vez ante la deidad, regresaron al lado de Musashi.

La comida fue sencilla: cocido con taros, tiernos brotes de bambú con pasta de judías y pescado seco, la clase de comida que servían en las granjas de la zona. Pero el sake, las risas y la charla fueron abundantes.

Cuando la atmósfera se hizo jovial, Musashi comentó:

—Es un gran honor para mí que me hayáis invitado, pero vuestra pequeña ceremonia me ha dejado un tanto intrigado. Sin duda tiene algún significado especial para vosotros.

—En efecto —dijo Magobeinojō—. Cuando llegamos aquí como guerreros derrotados, no teníamos a nadie a quien dirigirnos. Habríamos preferido la muerte a robar, pero teníamos que comer. Finalmente se nos ocurrió la idea de montar una tienda allí, junto al puente, y hacer protecciones de paja para los caballos. Nuestras manos estaban callosas a causa del adiestramiento con la lanza, por lo que requirió cierto esfuerzo lograr que se acostumbraran a trenzar la paja. Nos dedicamos a eso durante tres años, vendiendo nuestro producto a los mozos de caballos que pasaban, y así conseguimos mantenernos.

—Los mozos de caballos llegaron a sospechar que el trenzado de paja no era nuestra ocupación habitual, y finalmente alguien habló de nosotros al señor Hosokawa Sansai, el cual, al enterarse de que éramos antiguos vasallos del señor Shimmen, nos envió a un hombre con una proposición de empleos.

Contó que el señor Sansai les había ofrecido un estipendio colectivo de cinco mil fanegas, pero ellos lo rechazaron. Estaban dispuestos a servirle de buena fe, pero consideraban que la relación entre señor y vasallo debería ser de hombre a hombre. Sansai comprendió sus sentimientos y les hizo una oferta de estipendios individuales. También se hizo cargo de la aprensión de sus servidores cuando éstos le dijeron que los seis rōnin no podrían vestirse de una manera adecuada para ser presentados a su señoría. Pero cuando le sugirieron una subvención especial para prendas de vestir, Sansai se negó, aduciendo que eso no haría más que turbarles. En realidad, sus temores eran infundados, pues aunque habían caído muy bajo, todavía eran capaces de vestir prendas almidonadas y llevar dos espadas cuando acudieron a recibir sus nombramientos.

—No nos habría costado olvidar lo duro que había sido nuestro humilde trabajo. De no haber permanecido juntos, no habríamos vivido lo suficiente para llegar al momento en que el señor Sansai nos contrató. Jamás dejaremos de tener presente que la providencia cuidó de nosotros en esos años difíciles.

Al concluir su relato, el viejo samurái alzó una taza en dirección a Musashi y le dijo:

—Perdóname por hablar tanto de nosotros mismos. Sólo quería hacerte saber que somos hombres de buena voluntad, aun cuando nuestro sake no sea de primera calidad ni la comida muy abundante. Queremos que pasado mañana luches con denuedo. Si eres derrotado, no te preocupes, pues nosotros nos ocuparemos de enterrar tus restos.

Musashi aceptó la taza y replicó:

—Me honra hallarme entre vosotros. Es mejor que beber el sake más exquisito en la mansión más elegante. Sólo espero tener tanta suerte como vosotros habéis tenido.

—¡No esperes semejante cosa! Tendrás que aprender a hacer protecciones de paja para las patas de los caballos.

Un sonido de tierra al deslizarse interrumpió sus risas. Todos miraron hacia el terraplén, donde vieron, semejante a un murciélago, la figura de un hombre agazapado.

—¿Quién anda ahí? —gritó Kagashirō, levantándose en el acto.

Otro de los hombres se puso en pie, al tiempo que desenvainaba su espada, y ambos subieron al terraplén y escudriñaron a través de la niebla.

Kagashirō les llamó, riendo.

—Parece ser que era uno de los seguidores de Kojirō. Probablemente cree que somos los ayudantes de Musashi y tenemos una sesión de estrategia secreta. Se ha escabullido antes de que pudiésemos verle bien.

—Comprendo que los seguidores de Kojirō hagan tal cosa —observó uno de los hombres.

El ambiente seguía siendo alegre, pero Musashi decidió no quedarse más tiempo. Lo último que quería era hacer algo que más tarde pudiera causar daño a aquellos hombres. Les agradeció expresivamente su amabilidad y abandonó la reunión, caminando con despreocupación en la oscuridad.

Por lo menos parecía despreocupado.

La fría cólera de Nagaoka por haber permitido que Musashi abandonara su casa recayó sobre varias personas, pero esperó hasta la mañana del duodécimo día para enviar a unos hombres en su busca.

Cuando los hombres le informaron de que no habían podido encontrar a Musashi ni tenían idea de dónde estaba, Sado enarcó sus blancas cejas en un gesto de inquietud.

—¿Qué puede haberle ocurrido? ¿Será posible…? —No quiso concluir su pensamiento.

También el duodécimo día, Kojirō visitó el castillo y fue recibido afectuosamente por el señor Tadatoshi. Tomaron sake juntos y Kojirō se marchó muy alegre, montado en su caballo favorito.

Al anochecer el pueblo hervía de rumores.

—Probablemente Musashi se ha asustado y ha huido.

—No hay ninguna duda. Se ha marchado.

Aquella noche, Sado no pudo conciliar el sueño. Intentó convencerse a sí mismo de que no era posible, que Musashi no era hombre que huyera… No obstante, se habían dado casos de personas en apariencia dignas de confianza que, sometidas a una fuerte tensión, perdían su aplomo. Temiendo lo peor, Sado previó que habría de hacerse el seppuku, la única solución honorable si Musashi, a quien él había recomendado, no se presentaba.

Al alba brillante y clara del decimotercer día, estaba paseando por el jardín, en compañía de Iori, preguntándose una y otra vez:

—¿Me habré equivocado? ¿He juzgado mal a ese hombre?

—Buenos días, señor. —El rostro fatigado de Nuinosuke apareció en la puerta lateral.

—¿Le has encontrado?

—No, señor. Ningún posadero ha visto a nadie que se le parezca.

—¿Has preguntado en los templos?

—Los templos, el dōjō y todos los demás lugares frecuentados por los estudiantes de artes marciales. Magobeinojō y su grupo han estado fuera toda la noche y…

—Aún no han regresado —dijo Sado, frunciendo el ceño. A través de las tiernas hojas de los ciruelos, podía ver el mar azul. Las olas parecían golpear contra su mismo pecho—. No lo entiendo.

Uno tras otro fueron regresando los hombres que habían salido en busca de Musashi, cansados y decepcionados. Se reunieron cerca de la terraza y comentaron la situación en un estado de ánimo rebosante de ira y desesperación.

Según Kinami Kagashirō, que había pasado por la casa de Sasaki Kojirō, varios centenares de seguidores se habían congregado ante el portal. La entrada estaba adornada con banderolas que ostentaban como blasón una alegre genciana, y habían colocado un biombo dorado directamente delante de la puerta por donde iba a salir Kojirō. Al amanecer, contingentes de sus seguidores habían ido a los tres santuarios principales para rogar por su victoria.

La atmósfera sombría seguía presente en casa de Sado, y la responsabilidad era especialmente dura para los hombres que habían conocido al padre de Musashi, los cuales se sentían traicionados. Si Musashi faltaba a su palabra, les sería imposible dar la cara a sus camaradas samuráis y a todo el mundo.

Cuando Sado los despidió, hizo una promesa solemne:

—Encontraremos a ese bastardo, si no es hoy, será otro día. Y cuando demos con él, lo mataremos.

Sado regresó a su habitación y encendió el incienso en el pebetero, como hacía a diario, pero Nuinosuke percibió una gravedad especial en la lentitud de sus movimientos. «Se está preparando», pensó, afligido al pensar que las cosas habían llegado a semejante extremo.

En aquel momento, Iori, que estaba en el extremo del jardín, contemplando el mar, se volvió y preguntó:

—¿Habéis probado en la casa de Kobayashi Tarōzaemon?

Nuinosuke comprendió instintivamente que a Iori se le había ocurrido algo importante. Nadie había pensado en ir al establecimiento del agente marítimo, pero era exactamente la clase de lugar que Musashi elegiría para no estar a la vista.

—¡El chico tiene razón! —exclamó Sado, con los ojos brillantes—. ¡Qué estúpidos hemos sido! ¡Vamos allá en seguida!

—Yo también voy —dijo Iori.

—¿Puede venir con nosotros?

—Sí, que venga. Ahora mismo, date prisa… No, espera un momento.

Escribió rápidamente una nota e informó a Nuinosuke de su contenido: «Sasaki Kojirō navegará a Funashima en una embarcación proporcionada por el señor Tadatoshi. Llegará a las ocho de la mañana. Aún tienes tiempo para llegar a esa hora. Te sugiero que vengas aquí y hagas tus preparativos. Te facilitaré un barco para que te lleve a tu gloriosa victoria».

En nombre de Sado, Nuinosuke e Iori obtuvieron del encargado naval del feudo una embarcación rápida. Llegaron a Shimonoseki en un tiempo muy breve, y se dirigieron directamente al local de Tarōzaemon.

Preguntaron a un empleado, el cual les dijo:

—Desconozco por completo los detalles, pero parece que hay un joven samurái alojado en la casa del maestro.

—¡Eso es! Le hemos encontrado.

Nuinosuke e Iori se sonrieron mutuamente y recorrieron rápidamente la corta distancia entre el establecimiento y la casa.

Nuinosuke se encaró directamente con Tarōzaemon.

—Esto es un asunto del feudo y muy urgente. ¿Está aquí Miyamoto Musashi?

—Sí.

—Alabado sea el cielo. La preocupación por su paradero consume a mi maestro. Vamos, rápido, dile a Musashi que he venido.

Tarōzaemon entró en la casa y salió poco después.

—Aún está en su habitación, durmiendo.

—¿Durmiendo? —repitió Nuinosuke, aterrado.

—Anoche estuvo levantado hasta muy tarde, charlando conmigo mientras tomábamos sake.

—Éste no es momento de dormir. Despiértale. ¡Ahora mismo!

El agente marítimo no se dejó intimidar por tanto apresuramiento, y acompañó a Nuinosuke e Iori a una habitación para invitados antes de despertar a Musashi.

Cuando Musashi se reunió con ellos, parecía bien descansado, sus ojos límpidos como los de una criatura de meses.

—Buenos días —les dijo jovialmente mientras tomaba asiento—. ¿En qué puedo serviros?

El despreocupado saludo de Musashi quitó los humos a Nuinosuke, el cual le entregó en silencio la carta de Sado.

—Qué amable ha sido al escribirme —dijo Musashi, llevándose la carta a la frente antes de romper el sello y abrirla.

Iori perforaba con la mirada a Musashi, el cual actuaba como si el chico ni siquiera estuviera presente. Tras leer la carta, la enrolló y dijo:

—Estoy agradecido por la solicitud de Sado.

Sólo entonces miró a Iori, haciendo que el muchacho bajara la cabeza para ocultar sus lágrimas.

Musashi escribió su respuesta y se la entregó a Nuinosuke.

—Se lo he explicado todo en esta carta —le dijo—, pero de todos modos no dejes de transmitirle mi agradecimiento y mis mejores deseos.

Añadió que no tenían que preocuparse, pues él iría a Funashima en el momento oportuno.

No había nada que pudieran hacer, por lo que se marcharon. Iori no le había dicho una sola palabra a Musashi, ni éste a él. No obstante, los dos se habían comunicado con la mutua lealtad del maestro y el discípulo.

Cuando Sado leyó la respuesta de Musashi, una expresión de alivio apareció en su rostro. La carta decía:

Te agradezco profundamente tu ofrecimiento de una embarcación para ir a Funashima. No me considero digno de semejante honor. Además, no creo que deba aceptarlo. Por favor, considera que Kojirō y yo nos enfrentamos como adversarios y que él utiliza un barco proporcionado por el señor Tadatoshi. Si yo navegara en el tuyo, parecería como si te opusieras a su señoría. No creo que debas hacer nada por mí.

Aunque debería habértelo dicho antes, no lo he hecho porque sabía que insistirías en ayudarme. Antes que implicarte, he preferido alojarme en casa de Tarōzaemon, el cual me prestará también una de sus embarcaciones para ir a Funashima, a la hora que considere apropiada. De eso puedes estar seguro.

Profundamente impresionado, Sado contempló en silencio la misiva durante un rato. Era una carta modélica, modesta, atenta, considerada, y ahora el hombre se sentía avergonzado de su agitación del día anterior.

—Nuinosuke.

—Sí, señor.

—Toma esta carta y llévasela a Magobeinojō y sus camaradas, así como a los demás concernidos.

Apenas había salido Nuinosuke, cuando entró un sirviente.

—Si has terminado con tu asunto, señor, deberías prepararte para partir —le dijo.

—Sí, claro, pero todavía hay mucho tiempo por delante —respondió Sado tranquilamente.

—No es pronto. Kakubei ya se ha ido.

—Eso es asunto suyo. Iori, ven un momento.

—Sí, señor.

—¿Eres un hombre, Iori?

—Creo que sí.

—¿Crees que podrás contener las lágrimas pase lo que pase?

—Sí, señor.

—Bien, entonces puedes ir a Funashima conmigo, como mi ayudante. Pero recuerda una cosa: es posible que tengamos que recoger el cadáver de Musashi y traerlo con nosotros. ¿Serás entonces capaz de reprimir el llanto?

—Sí, señor. Lo haré, juro que lo haré.

Apenas Nuinosuke había cruzado apresuradamente la puerta cuando se le acercó una mujer desharrapada.

—Perdona, señor, pero ¿eres un servidor de esta casa?

Nuinosuke se detuvo y la miró con suspicacia.

—¿Qué quieres?

—Discúlpame. Con este aspecto no debería estar delante de tu portal.

—Y bien, ¿entonces por qué lo haces?

—Quería preguntar…, es sobre el combate de hoy. La gente dice que Musashi ha huido. ¿Es eso cierto?

—¡Estúpida fulana! ¿Cómo te atreves? Estás hablando de Miyamoto Musashi. ¿Crees que haría semejante cosa? Espera hasta las ocho de la mañana y verás. Acabo de ver a Musashi.

—¿Le has visto?

—Dime, ¿quién eres?

Ella bajó la vista.

—Soy una conocida de Musashi.

—Humm. Pero ¿siguen preocupándote esos rumores sin fundamento? Muy bien… Tengo prisa, pero te enseñaré una carta de Musashi. —Se la leyó en voz alta, sin reparar en el hombre de ojos llorosos que miraba por encima de su hombro. Al darse cuenta, Nuinosuke volvió bruscamente la cabeza y preguntó—: ¿Y tú quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?

Enjugándose las lágrimas, el hombre hizo una tímida reverencia y respondió:

—Perdona. Acompaño a esta mujer.

—¿Eres su marido?

—Sí, señor. Gracias por mostrarnos la carta. Me siento como si hubiera visto a Musashi en persona. ¿No te ocurre lo mismo, Akemi?

—Sí, me siento mucho mejor. Vamos a buscar un sitio desde donde podamos observar.

La cólera de Nuinosuke se evaporó.

—Si subís a esa elevación, junto a la orilla, podréis ver Funashima. En un día tan claro como hoy, tal vez veáis incluso el banco de arena.

—Sentimos mucho haberte entretenido cuando tienes tanta prisa. Discúlpanos, por favor.

Cuando empezaban a marcharse, Nuinosuke les dijo:

—Esperad un momento. ¿Cómo os llamáis? Si no os importa, quisiera saberlo.

Ellos se volvieron e hicieron sendas reverencias.

—Me llamo Matahachi. Soy natural del mismo pueblo de Musashi.

—Mi nombre es Akemi.

Nuinosuke hizo un gesto de asentimiento y se marchó rápidamente.

La pareja se quedó mirándole unos instantes, luego intercambiaron miradas y se encaminaron a vivo paso a la elevación en la playa. Desde arriba distinguieron Funashima, que sobresalía entre otras pequeñas islas, y más allá, a lo lejos, las montañas de Nagato. Tendieron unas esteras de juncos en el suelo y se sentaron. Oían por debajo de ellos el rumor de las aguas en las que flotaban algunas agujas de pinaza. Akemi tomó el niño que llevaba a la espalda y empezó a alimentarle. Matahachi, con las manos en las rodillas, tenía la mirada fija en la distancia, por encima de las aguas.