Shimonoseki, Moji, la ciudad fortificada de Kokura… Durante los últimos días muchos viajeros habían acudido a esos lugares, pero pocos se habían marchado. Las posadas estaban al completo y los caballos se alineaban unos al lado de los otros en los postes a los que estaban atados.
El bando promulgado por las autoridades del castillo decía así:
El decimotercer día del presente mes, a las ocho en punto de la mañana, en la isla de Funashima, situada en el estrecho de Buzen, en Nagato, Sasaki Kojiro Ganryu, samurái de este feudo, por orden de su señoría, combatirá con Miyamoto Musashi Masana, rōnin de la provincia de Mimasaka.
Queda rigurosamente prohibido que los seguidores de cualquiera de los dos contendientes acudan en su ayuda y naveguen hasta Funashima. Hasta las diez de la mañana del decimotercer día no se permitirá la entrada en el estrecho a barcos de recreo, de pasajeros y de pesca. Cuarto mes [1612].
El bando fue colocado de manera bien visible en los tablones de anuncios situados en todos los cruces principales, embarcaderos y lugares de reunión.
—¿El decimotercer día? Es pasado mañana, ¿verdad?
—Gentes de todas partes vendrán a presenciar el encuentro, para poder hablar de él al regresar a sus casas.
—Claro que vendrán, pero ¿quién irá a presenciar un combate que tendrá lugar en una isla a dos millas de la costa?
—Bueno, si subes a lo alto del monte, puedes ver los pinares de Funashima. La gente vendrá de todos modos, aunque sólo sea para contemplar embobados los barcos y las multitudes en Buzen y Nagato.
—Espero que siga haciendo buen tiempo.
Debido a las restricciones de las actividades marítimas, los barqueros que, en otras circunstancias, habrían obtenido unos buenos beneficios, no podían trabajar. Sin embargo, los viajeros y los habitantes de las poblaciones vecinas vencieron los obstáculos, afanándose por encontrar lugares adecuados desde donde pudieran tener un atisbo de la excitación reinante en Funashima.
Hacia mediodía del undécimo día, una mujer que amamantaba a un bebé deambulaba arriba y abajo delante de una casa de comidas económicas, en el lugar donde la carretera de Moji entraba en Kokura.
La criatura, fatigada por el viaje, no cesaba de llorar.
—¿Tienes sueño? Anda, echa una siestecita. Vamos, vamos, duérmete, cariño.
Akemi golpeaba rítmicamente el suelo con un pie. No llevaba maquillaje alguno. Con un niño al que alimentar, el cambio operado en su vida era considerable, pero no había nada en sus circunstancias actuales que lamentara.
Matahachi salió del local, vestido con un kimono sin mangas de color discreto. El único atisbo de la época en que aspiraba a convertirse en sacerdote era el pañuelo anudado con que se cubría la cabeza, en otro tiempo rasurada.
—Vaya, ¿qué es esto? —dijo—. ¿Todavía llorando? Deberías estar dormido. Entra, Akemi. Yo lo cogeré en brazos mientras comes. Y come mucho, para que tengas leche abundante. —Tomó al niño en brazos y empezó a tararearle una nana.
—¡Vaya, qué sorpresa! —exclamó alguien detrás de él.
—¿Eh? —Matahachi miró al hombre, incapaz de reconocerle.
—Soy Ichinomiya Gempachi. Nos conocimos hace varios años en el pinar cerca de la avenida Gojō de Kyoto. Supongo que no me recuerdas. —Matahachi siguió mirándole inexpresivamente, y Gempachi añadió—: Ibas por ahí diciendo que te llamabas Sasaki Kojirō.
—¡Ah! —exclamó Matahachi—. El monje del bastón…
—El mismo. Me alegro de volver a verte.
Matahachi se apresuró a hacer una reverencia, lo cual despertó al bebé.
—Vamos, no empieces a llorar de nuevo —le dijo en tono suplicante.
—Tal vez sabrías decirme dónde está la casa de Kojirō —dijo Gempachi—. Tengo entendido que vive aquí, en Kokura.
—Lo siento, pero no tengo la menor idea. Yo mismo soy un recién llegado.
Dos ayudantes de samurái salieron entonces del local, y uno de ellos se dirigió a Gempachi.
—Si buscas la casa de Kojirō, está al lado del río Itatsu. Si quieres, te mostraremos el camino.
—Eres muy amable. Adiós, Matahachi. Volveremos a vernos.
Los ayudantes de samurái se alejaron y Gempachi se apresuró para darles alcance.
Matahachi, al reparar en el polvo y la suciedad de las ropas del hombre, pensó: «A lo mejor ha venido hasta aquí caminando desde Kōzuke». Le impresionaba mucho que la noticia del combate se hubiera extendido hasta lugares tan lejanos. Entonces acudió a su mente el recuerdo de su encuentro con Gempachi, y se estremeció. ¡Qué inútil, qué trivial, qué sinvergüenza había sido en aquellos días! Pensar que había tenido incluso la audacia de hacer pasar como propio el certificado de la escuela Chūjō, de asumir la personalidad de… No obstante, el hecho de que pudiera darse cuenta de lo grosero que había sido era una señal esperanzadora. Por lo menos había cambiado desde entonces, y se dijo: «Supongo que incluso un estúpido como yo puede mejorar si permanece despierto y lo intenta».
Akemi, al oír de nuevo el llanto de la criatura, abandonó su comida y salió precipitadamente del local.
—Perdona —le dijo—. Lo cogeré ahora mismo.
Una mujer entrada en años y de aspecto amable se les acercó y dijo:
—¡Qué encantadora criatura! ¿Qué edad tiene? Oh, mira, se está riendo.
Como si hubiera recibido una orden, el criado que la acompañaba se agachó y contempló el rostro del bebé.
Caminaron juntos durante un trecho. Luego, cuando Matahachi y Akemi se desviaron hacia una calle lateral para buscar una posada, la mujer se detuvo.
—Ah, ¿vais por ahí? —Entonces se despidió de ellos y, casi como si acabara de ocurrírsele, les dijo—: También parecéis viajeros, pero ¿sabéis por casualidad dónde está la casa de Sasaki Kojirō?
Matahachi le dio la información que acababa de oír a los dos ayudantes de samurái. Mientras la veía alejarse, musitó sombríamente:
—Me gustaría saber qué estará haciendo mi madre en estos momentos.
Ahora que tenía un hijo propio, había comenzado a apreciar los sentimientos de su madre.
—Anda, sigamos —le dijo Akemi.
Matahachi se levantó y miró inexpresivamente a la anciana. Ésta tendría más o menos la misma edad de Osugi.
La casa de Kojirō estaba llena de invitados.
—Es una gran oportunidad para él.
—Sí, así se establecerá su reputación de una vez por todas.
—Le conocerán en todas partes.
—Eso es cierto, pero no debemos olvidar quién es su adversario. Ganryū deberá tener mucho cuidado.
Muchos habían llegado la noche anterior, y los visitantes no cabían en el gran vestíbulo, las entradas laterales, los pasillos interiores. Algunos procedían de Kyoto u Osaka, otros de Honshu occidental, incluso uno había venido desde el pueblo de Jōkyōji, en la lejana Echizen. Puesto que la casa no contaba con suficientes servidores, Kakubei había enviado algunos de los suyos para que echaran una mano. Samuráis que habían estudiado bajo la dirección de Kojirō iban y venían, impacientes y expectantes.
Todos estos amigos y discípulos tenían una sola cosa en común: tanto si conocían a Musashi como si no, éste era el enemigo. El odio más virulento hacia él era el de los samuráis provinciales que en alguna ocasión habían estudiado los métodos de la escuela Yoshioka. La humillación de la derrota en Ichijōji roía sus mentes y corazones. Además, la perseverante determinación con la que Musashi había avanzado en su carrera era tal que se había creado muchos enemigos. Por supuesto, los discípulos de Kojirō le despreciaban.
Un joven samurái condujo a un recién llegado desde el vestíbulo hasta el salón atestado y anunció:
—Este hombre ha viajado desde Kōzuke.
El hombre se presentó.
—Me llamo Ichinomiya Gempachi —les dijo, y ocupó modestamente su lugar entre ellos.
Un murmullo de admiración recorrió la sala, pues Kōzuke se encontraba a mil millas al nordeste. Gempachi dijo que había depositado un talismán traído desde el monte Hakuun en el altar de la casa, y hubo más murmullos de admiración.
—El decimotercer día hará buen tiempo —observó el hombre, echando un vistazo bajo los aleros al rojo sol poniente—. Hoy es el undécimo, mañana el duodécimo, pasado mañana… —Uno de los invitados se dirigió a Gempachi.
—Creo que haber venido desde tan lejos para decir una oración por el éxito de Kojirō es muy notable. ¿Tienes alguna relación con él?
—Soy un servidor de la casa de Kusanagi en Shimonida. Mi difunto maestro, Kusanagi Tenki, era el sobrino de Kanemaki Jisai. Tenki conoció a Kojirō cuando éste era todavía un chiquillo.
—Tenía entendido que Kojirō estudió bajo la dirección de Jisai.
—Eso es cierto. Kojirō procedía de la misma escuela que Itō Ittōsai. He oído decir que Ittōsai dijo muchas veces que Kojirō era un luchador brillante.
Entonces les contó cómo Kojirō había preferido rechazar el certificado de Jisai y crear un estilo propio. También les habló de lo tenaz que había sido Kojirō, incluso de niño. Gempachi siguió hablando por los codos, respondiendo a las ansiosas preguntas que le hacían con detalladas respuestas.
—¿No está aquí el sensei Ganryū? —preguntó un joven ayudante, abriéndose paso entre la muchedumbre.
Al no verle allí, fue de una habitación a otra. Estaba rezongando para sus adentros cuando tropezó con Omitsu, la cual estaba limpiando la habitación de Kojirō.
—Si estás buscando al maestro, le encontrarás en la jaula del halcón —le informó.
Kojirō estaba dentro de la jaula, mirando atentamente los ojos de Amayumi. Había alimentado al ave, le había quitado las plumas sueltas y retenido algún tiempo sobre su puño, y ahora le acariciaba afectuosamente.
—Sensei.
—¿Sí?
—Hay una mujer que dice haber venido de Iwakuni para visitarte. Ha dicho que la conocerás en cuanto la veas.
—Humm. Podría ser la hermana más joven de mi madre.
—¿A qué habitación la llevo?
—No quiero verla. No quiero ver a nadie… En fin, supongo que debo hacerlo. Es mi tía. Llévala a mi habitación.
El hombre salió y Kojirō llamó desde la puerta:
—Tatsunosuke.
—Sí, señor.
Tatsunosuke entró en la jaula y se arrodilló sobre una sola rodilla detrás de Kojirō. Era un discípulo que vivía en la casa y nunca se alejaba demasiado de su maestro.
—No queda mucho que esperar, ¿verdad? —le dijo Kojirō.
—No, señor.
—Mañana iré al castillo y presentaré mis respetos al señor Tadatoshi, a quien no he visto recientemente. Luego, quiero pasar la noche tranquilo.
—Están todos esos invitados. ¿Por qué no te niegas a verlos a fin de que puedas descansar bien?
—Eso es lo que pienso hacer.
—Hay tanta gente aquí que podrías ser derrotado por los mismos que te apoyan.
—No pienses así. Han venido desde cerca y lejos… Que gane o pierda depende de lo que ocurra en la hora señalada. No es del todo una cuestión del destino, pero de todos modos… Así les sucede a los guerreros, una veces ganan y otras pierden. Si Ganryū muere, encontrarás dos testamentos en mi escritorio. Darás uno de ellos a Kakubei y el otro a Omitsu.
—¿Has hecho testamento?
—Sí. Es conveniente que un samurái tome esa precaución. Y una cosa más. El día de la pelea, estoy autorizado a tener un ayudante. Quiero que seas tú. ¿Vendrás conmigo?
—Es un honor que no merezco.
—Amayumi también —dijo, mirando al halcón—. Será un consuelo tenerle a mi lado durante la travesía en barco.
—Lo comprendo perfectamente.
—Muy bien. Ahora veré a mi tía.
Encontró a la mujer sentada en la sala de estar. En el exterior, las nubes nocturnas se habían ennegrecido, como acero recién forjado que acaba de ser enfriado. La blanca luz de una vela iluminaba la habitación.
—Gracias por venir —le dijo mientras tomaba asiento con una gran demostración de reverencia.
Tras la muerte de su madre, su tía le había criado. Al contrario que la madre, su tía no le había mimado lo más mínimo. Consciente del deber que tenía hacia su hermana mayor, se había esforzado resueltamente por convertirle en un digno sucesor del apellido Sasaki y un hombre sobresaliente por derecho propio. De todos sus familiares, ella era la única que prestaba la mayor atención a su carrera y su futuro.
—Kojirō —empezó a decirle en tono solemne—. Comprendo que estás a punto de enfrentarte a uno de los momentos decisivos de tu vida. En casa todo el mundo habla de ello, y pensé que debía verte, por lo menos una vez más. Soy feliz al ver que has llegado tan lejos. —Mientras le hablaba comparaba al digno y acomodado samurái que tenía ante ella con el joven que se marchó de casa sin nada más que una espada.
Con la cabeza todavía inclinada, Kojirō replicó:
—Han pasado diez años. Espero que me perdones por no haberme puesto en contacto contigo. No sé si la gente me considera un hombre de éxito o no, pero la verdad es que no he conseguido, ni mucho menos, todo cuanto estoy decidido a conseguir. Por eso no te he escrito.
—No importa. Continuamente han llegado a mis oídos noticias sobre ti.
—¿Incluso en Iwakuni?
—Sí, desde luego. Allí todo el mundo está de tu parte. Si Musashi te derrotara, toda la familia Sasaki, la provincia entera, se sentiría deshonrada. El señor Katayama Hisayasu de Hōki, que se aloja como huésped en el feudo de Kikkawa, se propone traer un grupo considerable de samuráis de Iwakuni para presenciar el combate.
—¿De veras?
—Sí. Supongo que se llevará una terrible decepción, puesto que no se permitirá la navegación de ningún barco… Ah, se me olvidaba. Toma, te he traído esto.
Abrió un pequeño hatillo y sacó una túnica interior doblada. Era de algodón blanco con los nombres estampados del dios de la guerra y una diosa protectora a quien los guerreros rendían culto. Un amuleto de buena suerte en sánscrito había sido bordado en ambas mangas por un centenar de admiradoras de Kojirō.
Él le agradeció reverentemente la prenda, llevándosela a la altura de la frente. Entonces le dijo:
—Debes de estar muy cansada del viaje. Puedes quedarte en esta habitación y acostarte cuando lo desees. Ahora, te ruego que me disculpes.
Dejó allí a la mujer y fue a sentarse en otra habitación, a la que pronto llegaron invitados ofreciéndole una variedad de regalos: un amuleto sagrado del santuario de Hachiman en el monte Otoko, una cota de mallas, un pescado enorme, un barril de sake. No pasó mucho tiempo antes de que apenas quedara espacio para tomar asiento.
Si bien todas aquellas personas llenas de buenos deseos eran sinceras al orar por su victoria, no era menos cierto que ocho o nueve de ellas, aunque no dudaban de que vencería, buscaban servilmente favores, con la esperanza de progresar más tarde en la realización de sus propias ambiciones.
«¿Y si yo fuese un rōnin?», se preguntó Kojirō. Aunque el servilismo le deprimía, no dejaba de causarle satisfacción el hecho de que sus seguidores confiaran y creyeran en él.
«Debo vencer. He de superar a mi adversario». Pensar en la victoria le ocasionaba una carga psicológica. Aunque se daba cuenta de ello, no podía evitarlo. «Vencer, vencer, vencer». Como una ola impulsada por el viento, la palabra seguía repitiéndose sin cesar en algún lugar de su mente. Ni siquiera él podía comprender por qué el impulso primitivo de conquistar asaltaba su cerebro con semejante persistencia.
La noche fue extinguiéndose, pero un buen número de invitados se quedaron para beber y hablar. Era ya muy tarde cuando llegó la noticia.
—Musashi ha llegado hoy. Le han visto desembarcar en Moji y luego caminar por una calle de Kokura.
La reacción fue electrizante, aunque exteriorizada con discreción, en susurros excitados.
—Es razonable.
—¿No deberíamos ir algunos de nosotros allí y echar un vistazo?