En la época de la batalla de Sekigahara, Kokura era el emplazamiento de una fortaleza al mando del señor Mōri Katsunobu de Iki. Desde entonces el castillo había sido reconstruido y ampliado, y ahora tenía un nuevo señor. Sus torres y sus deslumbrantes muros blancos revelaban el poderío y la dignidad de la Casa de Hosokawa, dirigida ahora por Tadatoshi, quien había sucedido a su padre, Tadaoki.
En el breve tiempo transcurrido desde la llegada de Kojirō, el estilo Ganryū, desarrollado sobre la base que había aprendido de Toda Seigen y Kanemaki Jisai, se había extendido por toda la isla meridional de Kyushu. Incluso llegaban hombres de la isla de Shikoku para estudiar bajo su dirección, con la esperanza de que, al cabo de uno o dos años de adiestramiento, les concederían un certificado y recibirían la autorización para regresar a sus casas convertidos en maestros del nuevo estilo.
Kojirō gozaba de la estima de quienes le rodeaban, incluido Tadatoshi, a quien habían oído observar con satisfacción: «Me considero un espadachín muy bueno». En todas las dependencias de la extensa residencia Hosokawa, se convenía en que Kojirō era una persona de «carácter sobresaliente». Y cuando viajaba entre su casa y el castillo, lo hacía lujosamente, con el acompañamiento de siete lanceros. La gente abandonaba sus ocupaciones para acercarse a él y presentarle sus respetos.
Hasta su llegada, Ujiie Magoshirō, practicante del estilo Shinkage, había sido el instructor jefe de esgrima del clan, pero su estrella palideció rápidamente a medida que la de Kojirō se abrillantaba. Kojirō le trataba de un modo grandilocuente. Había dicho al señor Tadatoshi: «No debes permitir que se marche. Aunque su estilo no es vistoso, tiene cierta madurez de la que carecemos los jóvenes». Sugirió que él y Magoshirō dieran lecciones en el dōjō del castillo en días alternos, cosa que se llevó a la práctica.
En un momento determinado, Tadatoshi observó:
—Kojirō dice que el método de Magoshirō no es vistoso, sino maduro. Magoshirō afirma que Kojirō es un genio de la espada con el que no puede medirse. ¿Quién está en lo cierto? Me gustaría ver una demostración.
En consecuencia, los dos hombres accedieron a enfrentarse con espadas de madera en presencia de su señoría. A la primera oportunidad, Kojirō dejó su arma y, sentándose a los pies de su contrario, le dijo:
—No estoy a tu altura. Perdona mi presunción.
—No seas modesto —replicó Magoshirō—. Soy yo quien no es un digno adversario tuyo.
Las opiniones de los testigos estaban divididas: unos creían que Kojirō actuaba así por compasión, mientras que otros consideraban que lo hacía por interés propio. En cualquier caso, su reputación aumentó todavía más.
La actitud de Kojirō hacia Magoshirō siguió siendo caritativa, pero cada vez que alguien mencionaba en términos favorables la creciente fama de Musashi en Edo y Kyoto, se apresuraba a poner las cosas claras.
—¿Musashi? —decía en tono desdeñoso—. Ah, desde luego ha sido lo bastante mañoso para hacerse un nombre. Habla de su estilo con dos espadas, según me han dicho. Siempre ha tenido cierta capacidad natural. Dudo de que haya nadie en Kyoto u Osaka capaz de derrotarle. —Siempre daba la impresión de que se abstenía de decir más.
Cierto día, un guerrero experimentado que visitaba la casa de Kojirō, le dijo:
—Nunca he visto a ese hombre, pero la gente de Miyamoto dice que Musashi es el espadachín más grande desde Kōizumi y Tsukahara, con la excepción de Yagyū Sekishūsai, naturalmente. Todo el mundo parece pensar que, si no es el espadachín más grande, por lo menos ha alcanzado el nivel de un maestro.
Kojirō se echó a reír y sus mejillas se colorearon.
—Bueno, es que la gente está ciega —replicó mordazmente—. Por eso supongo que alguno podría considerarle un gran hombre o un espadachín experto. Eso te demuestra hasta dónde ha llegado el declive del Arte de la Guerra, con respecto tanto al estilo como a la conducta personal. Vivimos en una época en la que un buscador inteligente de publicidad puede dirigir el gallinero, al menos en lo que respecta a la gente ordinaria.
—Ni que decir tiene, yo miro las cosas de un modo diferente. Vi a Musashi cuando intentaba ganar fama en Kyoto hace unos años. Hizo una exhibición de su brutalidad y cobardía en su combate con la escuela Yoshioka en Ichijōji. La palabra cobardía no es un insulto para los de su especie. De acuerdo, el número de sus adversarios era superior, pero ¿qué se le ocurrió hacer? Puso pies en polvorosa en cuanto tuvo ocasión de hacerlo. Considerando su pasado y su petulante ambición, me parece que se trata de un hombre que ni siquiera merece que le escupan encima… ¡Ja, ja! Si un hombre que se pasa la vida tratando de aprender el Arte de la Guerra es un experto, entonces supongo que Musashi lo es. Pero un maestro de la espada…, no, eso no.
Era evidente que, al cantar de tal guisa las alabanzas de Musashi, lo hacía motivado por una afrenta personal, pero su insistencia en imponer este criterio a todo el mundo era tan vehemente que incluso sus admiradores más incondicionales empezaron a sentirse intrigados. Finalmente corrió la noticia de que existía una larga enemistad entre Musashi y Kojirō. Poco después, volaban los rumores de un combate entre los dos hombres.
Al final Kojirō presentó el desafío obedeciendo las órdenes del señor Tadatoshi. Durante los meses transcurridos desde entonces, todo el feudo Hosokawa estaba en vilo y se especulaba sobre la fecha del encuentro y cuál sería el resultado.
Iwama Kakubei, ya muy entrado en años, visitaba a Kojirō por la mañana y la noche, siempre que encontraba la menor excusa para hacerlo. Una noche, a principios del cuarto mes, cuando incluso las flores de cerezo rosadas de doble pétalo habían caído, Kakubei cruzó el jardín delantero de la casa de Kojirō, pasando junto a las azaleas de un rojo brillante que florecían en las sombras de unas rocas ornamentales. Le hicieron pasar a una habitación interior iluminada tan sólo por la escasa luz del sol poniente.
—Ah, maestro Iwama, me alegro de verte —le dijo Kojirō, quien se encontraba en el exterior, alimentando a un halcón posado en su puño.
—Te traigo noticias —le dijo Kakubei, todavía en pie—. El consejo del clan ha discutido hoy el lugar del encuentro en presencia de su señoría y han llegado a una decisión.
—Toma asiento —le dijo un sirviente desde la habitación contigua.
Con un mero gruñido a modo de agradecimiento, Kakubei se sentó y siguió diciendo:
—Se ha sugerido una serie de lugares, entre ellos Kikunonagahama y la orilla del río Murasaki, pero los han rechazado todos porque o bien eran demasiado pequeños o bien demasiado accesibles al público. Naturalmente, podríamos levantar una valla de bambú, pero ni siquiera eso impediría que la orilla del río se llenara de gente deseosa de emociones.
—Comprendo —replicó Kojirō, todavía mirando atentamente los ojos y el pico del halcón.
Kakubei había esperado que el otro recibiera su información con el aliento un tanto entrecortado, y se quedó cabizbajo. Normalmente un invitado no haría semejante cosa, pero Kakubei dijo:
—Vamos adentro. No es cuestión de tratar este asunto mientras estás aquí afuera.
—Dentro de un momento —replicó Kojirō con indiferencia—. Quiero terminar de dar su comida al ave.
—¿Es éste el halcón que el señor Tadatoshi te regaló después de que cazarais juntos el otoño pasado?
—Sí. Se llama Amayumi. Cuanto más me acostumbro a él, más me gusta.
Arrojó el resto de la comida y, enrollando el cordón con borlas rojas atado alrededor del cuello del pájaro, llamó al joven asistente que estaba detrás de él.
—Ten, Tatsunosuke, devuélvelo a su jaula.
El ave pasó de un puño a otro, y Tatsunosuke echó a andar por el espacioso jardín. Más allá del típico montículo artificial había un pinar, limitado al otro lado por una valla. El recinto se extendía a lo largo del río Itatsu. Muchos otros vasallos de Hosokawa vivían en la vecindad.
—Perdóname por haberte hecho esperar —dijo Kojirō.
—No tiene importancia. No es como si fuese un extraño. Cuando vengo aquí, casi me siento como si estuviera en casa de mi hijo.
Una doncella de unos veinte años entró en aquel momento y sirvió el té con gráciles movimientos. Dirigiendo una mirada al recién llegado, le invitó a tomar una taza.
Kakubei movió la cabeza con admiración.
—Me alegro de verte, Omitsu. Estás tan bonita como siempre.
Ella se ruborizó hasta el cuello de su kimono.
—Y tú siempre te ríes de mí —replicó antes de salir rápidamente de la estancia.
—Dices que cuanto más te acostumbras a tu halcón, más te gusta —comentó Kakubei—. ¿Y qué me dices de Omitsu? ¿No sería mejor tenerla a tu lado en vez de un ave de presa? Hace algún tiempo que deseaba preguntarte acerca de tus intenciones respecto a ella.
—¿Por casualidad ha visitado ella tu casa en una u otra ocasión?
—Admito que ha venido a hablarme.
—¡Será estúpida! No me ha dicho una sola palabra de ello. —Kojirō lanzó una mirada airada a la blanca shoji.
—No te irrites por eso. No hay ninguna razón por la que no hubiera de visitarme. —Aguardó hasta que la expresión de Kojirō se suavizó un poco, y entonces siguió diciendo—: Que una mujer esté preocupada es lo más natural. No creo que dude de tu afecto por ella, pero cualquiera en su posición se preocuparía por el futuro. ¿Qué será de ella?
—Supongo que te lo contaría todo.
—¿Por qué no habría de hacerlo? Lo más ordinario del mundo es que eso suceda entre un hombre y una mujer. Uno de estos días querrás casarte. Tienes esta gran casa y muchos servidores. ¿Por qué no?
—¿No puedes imaginar lo que diría la gente si me casara con una muchacha a la que he tenido previamente en mi casa como doncella?
—¿Qué importancia tiene eso? Desde luego, ahora no puedes abandonarla. Si no fuese una novia apropiada para ti, la situación podría ser incómoda, pero esa chica es de buena familia, ¿no? Me han dicho que es la sobrina de Ono Tadaaki.
—Sí, eso es cierto.
—Y la conociste cuando fuiste al dōjō de Tadaaki y le hiciste ver el lamentable estado en que se encontraba su escuela de esgrima.
—Sí. No me enorgullezco de ello, pero no puedo ocultarlo a alguien tan íntimo como tú. Había pensado contarte todo lo sucedido más tarde o más temprano… Como has dicho, sucedió tras mi encuentro con Tadaaki. Ya estaba oscuro cuando partí hacia mi casa, y Omitsu, que por entonces vivía con su tío, cogió un farolillo y me acompañó por la cuesta de Saikachi. Sin pensarlo dos veces, coqueteé un poco con ella por el camino, pero ella lo tomó en serio. Cuando Tadaaki desapareció vino a verme y…
Ahora le tocó a Kakubei el turno de sentirse azorado. Hizo un gesto con la mano para hacer saber a su protegido que ya había oído lo suficiente. En realidad, sólo se había enterado muy recientemente de que Kojirō había aceptado a la muchacha en su casa antes de trasladarse de Edo a Kokura. Le sorprendía no sólo su propia ingenuidad, sino también la capacidad de Kojirō para atraer a una mujer, tener una relación sentimental con ella y mantener en secreto todo el asunto.
—Déjalo todo de mi cuenta —le dijo—. Por el momento, sería bastante inadecuado que anunciaras tu matrimonio. Lo primero es lo primero. Puede hacerse después del combate.
Como muchos otros, confiaba plenamente en que la justificación definitiva de la fama y la posición de Kojirō tendría lugar al cabo de unos días.
Recordó lo que le había llevado allí y prosiguió:
—Como te he dicho, el consejo ha decidido el lugar del encuentro. Puesto que uno de los requisitos era que esté situado dentro de los dominios del señor Tadatoshi, pero donde las multitudes no tengan fácil acceso, se ha convenido que lo ideal sería una isla. La isla elegida es una de pequeña extensión llamada Funashima, entre Shimonoseki y Moji.
Se quedó unos instantes pensativo antes de continuar.
—Tal vez sería conveniente examinar el terreno antes de que llegue Musashi. Eso podría darte cierta ventaja.
Su razonamiento consistía en que, al conocer la disposición del terreno, un espadachín podía hacerse una idea de cómo procedería la lucha, sabría hasta qué punto debía atarse fuertemente las sandalias, cómo utilizar el terreno y la posición del sol. Como mínimo, Kojirō tendría una sensación de seguridad, cosa que sería imposible si llegaba al lugar por primera vez.
Kakubei sugirió que alquilaran un bote de pesca y, al día siguiente, fuesen a ver la isla de Funashima. Pero Kojirō mostró su desacuerdo.
—Lo fundamental del Arte de la Guerra consiste en la rapidez con que uno consigue una apertura. Incluso cuando un hombre toma precauciones, a menudo sucede que su contrario las ha previsto y ha ideado formas de contrarrestarlas. Es mucho mejor abordar la situación de una manera imparcial y moverse con perfecta libertad.
Al ver la lógica de este argumento, Kakubei no volvió a mencionar la idea de ir a Funashima.
Kojirō llamó a Omitsu, la cual les sirvió sake, y los dos hombres bebieron y charlaron hasta bien entrada la noche. A juzgar por la relajación con que Kakubei tomaba su sake, era evidente que estaba satisfecho de la vida y sentía que sus esfuerzos por ayudar a Kojirō habían sido recompensados.
Entonces le habló como haría un padre orgulloso.
—Creo que sería correcto decírselo a Omitsu. Cuando esto haya terminado, podemos invitar a sus parientes y amigos aquí para la ceremonia matrimonial. Está muy bien que te entregues con ahínco a la espada, pero también debes tener una familia para que tu nombre se perpetúe. Cuando te hayas casado, sentiré que he cumplido con mi deber hacia ti.
Al contrario que el viejo y alegre servidor del señor feudal, con muchos años de servicio a sus espaldas, Kojirō no mostraba ningún signo de embriaguez. Pero de todos modos, últimamente tendía al silencio. Una vez se decidieron los pormenores del combate, Kakubei sugirió y Tadatoshi aceptó que liberasen a Kojirō de sus deberes. Al principio había disfrutado de un ocio desacostumbrado, pero a medida que se aproximaba el día señalado y acudían más visitantes, se vio obligado a agasajarles. Últimamente eran pocas las ocasiones en que podía descansar. No obstante, era reacio a encerrarse y hacer que los sirvientes rechazaran a la gente en la puerta. Si hiciera tal cosa, la gente pensaría que había perdido su compostura.
La idea que se le ocurrió fue la de ir al campo a diario, con el halcón sobre el puño enguantado. Cuando el tiempo era bueno, caminar por campos y montañas con el ave por única compañía era beneficioso para su espíritu.
Cuando los ojos azul intenso del halcón, siempre alertas, localizaban una presa en el cielo, Kojirō lo soltaba. Entonces sus propios ojos, igualmente alerta, lo seguían mientras remontaba el vuelo y se lanzaba sobre su víctima. Hasta que las plumas empezaban a caer al suelo, retenía el aliento, inmóvil, como si él mismo fuese el halcón.
—¡Estupendo! ¡Así se hace! —exclamaba cuando el halcón mataba a su presa.
Había aprendido mucho del ave rapaz, y como resultado de aquellas excursiones de caza, su semblante mostraba más confianza a cada día que pasaba.
Al regresar a casa por la noche, se encontraba con Omitsu, cuyos ojos estaban hinchados de tanto llorar. A Kojirō le dolían los esfuerzos que hacía la muchacha para disimular su llanto. A él le parecía inconcebible que Musashi pudiera derrotarle. No obstante, la cuestión de qué sería de Omitsu si él moría en la pelea, cruzaba por su mente.
También veía la imagen de su madre fallecida, a la que apenas había dedicado un pensamiento en muchos años. Y cada noche, cuando se dormía, una visión de los ojos azules del halcón y los hinchados ojos de Omitsu acudía a visitarle, mezclada, de una manera extraña, con el recuerdo huidizo del rostro de su madre.