Una sola nube roja, que parecía un gran gallardete, se cernía a baja altura en el horizonte. Cerca del fondo del mar sin oleaje, terso como una lámina de cristal, había un pulpo.
Alrededor del mediodía una pequeña embarcación estaba amarrada en el estuario del río Shikama, discretamente fuera de la vista. Cuando aumentó la oscuridad del crepúsculo, una delgada columna de humo se elevó de un brasero de arcilla en la cubierta. Una anciana rompía ramitas y alimentaba el fuego.
—¿Tienes frío? —preguntó.
—No —respondió la muchacha, tendida en el fondo de la embarcación, detrás de unas esteras de juncos. Sacudió débilmente la cabeza, y entonces la levantó y miró a la anciana—. No te preocupes por mí, abuela. Debes cuidar de ti misma. Tienes la voz un poco ronca.
Osugi puso un recipiente de arroz sobre el brasero para preparar unas gachas.
—Lo mío no tiene importancia —le dijo—, pero tú estás enferma. Tienes que comer como es debido, o de lo contrario no tendrás fuerzas cuando llegue el barco.
Otsū retuvo una lágrima y contempló el mar. Había algunas barcas de pescadores de pulpos y un par de buques de carga. El barco de Sakai no se veía por ninguna parte.
—Se está haciendo tarde —dijo Osugi—. Dijeron que el barco llegaría antes del anochecer. —Su voz tenía un dejo quejumbroso.
La noticia de la partida del barco de Musashi se había extendido rápidamente. Cuando llegó a oídos de Jōtarō, que estaba en Himeji, éste envió un mensajero para decírselo a Osugi. La anciana, a su vez, se apresuró a ir al Shippōji, donde Otsū estaba postrada, enferma a causa de la paliza que le había dado.
Desde aquella noche terrible, Osugi le había suplicado su perdón tan a menudo y con lágrimas en los ojos, que escucharla había llegado a ser una carga pesada para Otsū. Ésta no la consideraba responsable de su enfermedad, y creía que se trataba de una recaída de la dolencia que la tuvo confinada durante varios meses en la casa del señor Karasumaru en Kyoto. Por las mañanas y las tardes tosía mucho y tenía una fiebre ligera. Había perdido peso, lo cual hacía su rostro más hermoso que nunca, pero era una belleza delicada en exceso que entristecía a quienes la veían y hablaban con ella.
No obstante, le brillaban los ojos. En primer lugar, se sentía feliz por el cambio operado en Osugi. La viuda Hon'iden finalmente había comprendido que se había equivocado con respecto a Otsū y Musashi, y era como una mujer renacida. Y Otsū tenía una esperanza surgida de la certidumbre de que el día en que vería de nuevo a Musashi estaba cercano.
Osugi había declarado: «Para compensar toda la desdicha que os he causado, me hincaré de hinojos y rogaré a Musashi que hagamos las paces. Me inclinaré ante él, me disculparé, le persuadiré». Tras anunciar a su propia familia y a todo el pueblo que el compromiso matrimonial de Matahachi con Otsū había quedado anulado, destruyó el documento que contenía la promesa de esponsales. A partir de entonces, se empeñó en decir a todo el mundo que la única persona apropiada como marido para Otsū era Musashi.
Como el pueblo había experimentado cambios a través del tiempo, la única persona a la que Otsū conocía mejor en Miyamoto era Osugi, la cual se ocupó de cuidar a la muchacha, tratando de devolverle la salud. Cada mañana y cada noche la visitaba en el Shippōji para hacerle las mismas solícitas preguntas: «¿Has comido?». «¿Has tomado la medicina?». «¿Cómo te sientes?».
Un día le dijo con lágrimas en los ojos:
—Si no hubieras vuelto a la vida aquella noche en la cueva, yo también habría querido morir allí.
Hasta entonces la anciana nunca había vacilado antes de tergiversar la verdad o decir flagrantes mentiras. Una de las últimas había sido la de que Ogin, la hermana de Musashi, se encontraba en Sayo. De hecho, nadie había visto a Ogin ni sabía nada de ella desde hacía años. Lo único que se sabía era que estaba casada y vivía en otra provincia.
Así pues, al principio las protestas de Osugi le parecieron a Otsū increíbles. Aun cuando fuese sincera, le parecía probable que su remordimiento desapareciera al cabo de un tiempo. Pero a medida que los días se convertían en semanas, la mujer mostraba más dedicación y atenciones a Otsū.
«Jamás imaginé que en el fondo fuese tan buena persona», se dijo Otsū. Y como el afecto y la amabilidad recién adquiridos de Osugi se hicieron extensivos a cuantos la rodeaban, este sentimiento era ampliamente compartido tanto por la familia como por los aldeanos, aunque muchos expresaron su asombro con menos delicadeza, diciendo, por ejemplo: «¿Qué creéis que le ha pasado a la vieja bruja?».
Incluso Osugi se maravillaba de lo amable que todo el mundo era ahora con ella. Antes, incluso las personas más próximas a ella solían encogerse de temor nada más verla. Ahora, todos le sonreían y le hablaban cordialmente. Finalmente, en una época en que el simple hecho de estar vivo era algo por lo que uno debía estar agradecido, la anciana aprendía por primera vez lo que era ser amada y respetada por el prójimo.
Uno de sus conocidos le preguntó con franqueza:
—¿Qué te ha pasado? Tu cara parece más atractiva cada vez que te veo.
Más tarde, aquel mismo día, Osugi se miró en el espejo y pensó que tal vez así era. El pasado había dejado sus huellas. Cuando se marchó del pueblo, su cabello todavía era negro entreverado de gris. Ahora era completamente blanco. No le importaba, pues creía que su corazón, por lo menos, ahora estaba libre de negrura.
El barco en el que viajaba Musashi llegó a Shikama y, como de costumbre, atracó para descargar, cargar nuevas mercancías y pasar allí la noche.
El día anterior, después de que Otsū le informara de ello, Osugi le había preguntado:
—¿Qué vas a hacer?
—Iré allí, por supuesto.
—En ese caso, te acompañaré.
Otsū se levantó de su lecho de enferma, y antes de una hora estaban en camino. No llegaron a Himeji hasta el atardecer. Durante todo el trayecto, Osugi vigiló a Otsū como si ésta fuese una niña.
Aquella noche, en la casa de Aoki Tanzaemon, se hicieron planes para celebrar una cena en honor de Musashi en el castillo de Himeji. Suponían que, gracias a su experiencia anterior en el castillo, ahora consideraría un honor que le agasajaran de esa manera. Incluso Jōtarō lo creía así.
Tras consultar con los camaradas samuráis de Tanzaemon, también se decidió que no sería conveniente que Otsū y Musashi fuesen vistos juntos, pues la gente podía concebir la idea de que ella era su amante secreta. Tanzaemon explicó el quid de la cuestión a Otsū y Osugi, y sugirió que aguardar en la embarcación era una manera discreta de que Otsū estuviera presente y, al mismo tiempo, no diera pábulo a embarazosos chismorreos.
El mar se oscureció y el color desapareció del cielo. Las estrellas empezaron a titilar. Cerca de la casa del tintorero donde vivía Otsū, un contingente de unos veinte samuráis de Himeji llevaban esperando desde media tarde para recibir a Musashi.
—Quizá éste no es el día indicado —observó uno de ellos.
—No, no te preocupes por eso —dijo otro—. He enviado un hombre al agente local de Kobayashi para asegurarme.
—Eh, ése es, ¿verdad?
—Así lo parece, a juzgar por la vela.
Ruidosamente se acercaron al borde del agua.
Jōtarō les dejó y echó a correr hacia el bote amarrado en el estuario.
—¡Otsū! ¡Abuela! El barco está a la vista… ¡El barco de Musashi! —gritó a las excitadas mujeres.
—¿Lo has visto de veras? ¿Dónde? —le preguntó Otsū, la cual estuvo a punto de caer por la borda al ponerse en pie.
—Ten cuidado —le advirtió Osugi, cogiéndola por detrás.
Permanecieron una al lado de la otra, sus ojos escudriñando la oscuridad. Gradualmente un minúsculo punto distante se convirtió en una gran vela, negra a la luz de las estrellas y que parecía deslizarse directamente hacia ellos.
—¡Ése es! —exclamó Jōtarō.
—Rápido, coge la espadilla —dijo Otsū—. Llévanos al barco.
—No hay necesidad de apresurarse. Uno de los samuráis que están en la playa irá remando en busca de Musashi.
—¡Entonces tenemos que ir ahora! Una vez esté con ese puñado de hombres, Otsū no tendrá ninguna oportunidad de hablar con él.
—No podemos hacer eso. Se verán luego.
—Dedicas demasiado tiempo a preocuparte por lo que pensarán los demás samuráis. Y ésa es la razón de que estemos inmovilizadas en esta barquichuela. Si he de serte sincera, creo que deberíamos haber esperado en la casa del tintorero.
—No, te equivocas. No te das cuenta de las habladurías de la gente. Tranquilízate. Mi padre y yo encontraremos alguna manera de traerle aquí. —Se detuvo a pensar un instante—. Cuando baje a la orilla, irá a casa del tintorero para descansar un poco. Entonces iré a verle y me encargaré de que venga. Vosotras esperad aquí. Pronto estaré de vuelta.
Dicho esto, echó a correr hacia la playa.
—Procura descansar un poco —dijo Osugi.
Aunque Otsū se tendió obedientemente, parecía tener dificultades para respirar.
—¿Otra vez te molesta esa tos? —le preguntó Osugi dulcemente. Se arrodilló y restregó la espalda de la muchacha—. No te preocupes. Musashi estará aquí antes de lo que crees.
—Gracias. Ahora estoy bien.
Una vez remitió el acceso de tos, se arregló y alisó el cabello, procurando parecer un poco más presentable.
A medida que transcurría el tiempo y Musashi no se presentaba, Osugi empezó a ponerse cada vez más nerviosa. Dejando a Otsū en el bote, saltó a la orilla.
Cuando la anciana estuvo fuera de su vista, Otsū empujó el jergón y la almohada detrás de unas esteras, se ató de nuevo el obi y se alisó el kimono. Las palpitaciones de su corazón no parecían en modo alguno diferentes de las que experimentara cuando era una chica de diecisiete o dieciocho años. La luz roja del fuego en el pequeño fanal, suspendido cerca de la proa, parecía atravesarle el corazón con su calor. Extendiendo su delicado y blanco brazo por encima de la borda, humedeció el peine y volvió a desrizarlo por sus cabellos. Entonces se aplicó unos polvos a las mejillas, pero tan ligeramente que casi no se notaban. Al fin y al cabo, pensó, incluso los samuráis, cuando los despiertan bruscamente de un sueño profundo para que acudan a presencia de su señoría, a veces se ponen una bata y disimulan su palidez con un poco de colorete.
Lo que realmente le preocupaba era saber qué iba a decirle. Pensó con temor en quedarse sin palabras, como le sucediera cuando se encontraron en otras ocasiones. No quería decirle nada que le irritara, por lo que tendría que andarse con pies de plomo. Él iba camino de un combate. Todo el país hablaba de ello.
En aquel importante momento de su vida, Otsū no pensaba que Kojirō podría vencer a Musashi, y, sin embargo, no existía la certeza absoluta de que su amado vencería. Podían ocurrir accidentes. Si aquel día cometía algún error, y si Musashi moría luego, ella lo lamentaría durante el resto de su vida. No le quedaría más que llorar hasta la muerte, confiando, como el antiguo emperador chino, en que se reuniría con él en la próxima vida.
Tenía algo que decirle, era imprescindible, al margen de lo que él pudiera decir o hacer. Ella había hecho acopio de las fuerzas necesarias para llegar hasta allí. Ahora el encuentro estaba cercano y el pulso le latía con violencia. Tenía tantas cosas en su mente que las palabras que deseaba decir no tomaban forma.
Osugi carecía de ese problema. Elegía las palabras que iba a emplear para pedir disculpas por su malentendido y su odio, para desahogar su corazón y pedir perdón. Como prueba de su sinceridad, se encargaría de que la vida de Otsū le fuese confiada a Musashi.
Sólo rompía la oscuridad un ocasional reflejo del agua. La quietud reinó hasta que las pisadas de Jōtarō, que llegaba corriendo, se hicieron audibles.
—Por fin has venido, ¿eh? —le dijo Osugi, que todavía estaba en pie en la orilla—. ¿Dónde está Musashi?
—Lo lamento, abuela.
—¿Que lo lamentas? ¿Qué significa eso?
—Escúchame, te lo explicaré todo.
—No quiero ninguna explicación. ¿Viene o no viene Musashi?
—No viene.
—¿No viene? —repitió la anciana, con la voz hueca, llena de decepción.
Jōtarō, que parecía muy afectado, relató lo que había sucedido, a saber, que cuando un samurái remó hasta el barco, le dijeron que éste no atracaría allí, pues no había ningún pasajero que quisiera desembarcar en Shikama. La carga había sido transferida a una chalana. El samurái había solicitado ver a Musashi, el cual se acercó a la borda y habló con el hombre, pero le dijo que no iba a desembarcar. Tanto él como el capitán querían llegar a Kokura lo más rápidamente posible.
Cuando el samurái regresó a la playa con ese mensaje, el barco ya se dirigía de nuevo al mar abierto.
—Ya ni siquiera puedes verlo —dijo Jōtarō, abatido—. Ha rodeado el pinar en el otro extremo de la playa. Lo lamento. Nadie ha tenido la culpa.
—¿Por qué no fuiste en el bote con el samurái?
—No pensé… De todos modos, ya no hay nada que hacer, es inútil hablar de ello ahora.
—Supongo que tienes razón, pero ¡qué vergüenza! ¿Qué vamos a decirle a Otsū? Tendrás que decírselo tú, Jōtarō, yo no tengo valor para hacerlo. Puedes decirle exactamente lo que ha sucedido…, pero primero intenta calmarla, o su enfermedad se agravará.
Sin embargo, Jōtarō no tuvo ninguna necesidad de dar explicaciones. Otsū, sentada tras un trozo de estera, lo había oído todo. El golpeteo del agua contra el costado de la embarcación parecía resignar su corazón al sufrimiento.
«Si hoy no puedo verle, lo haré otro día, en otra playa», se dijo.
Creía comprender por qué Musashi no había querido desembarcar. En todo Honshu occidental y en Kyushu, Sasaki Kojirō era reconocido como el más grande de todos los espadachines. Al desafiar su supremacía, Musashi estaría ardiendo con la determinación de vencer. Su mente estaría concentrada en eso y sólo en eso.
«Pensar que ha estado tan cerca», se dijo con un suspiro. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras contemplaba la vela invisible que se alejaba lentamente hacia el oeste. Se apoyó desconsolada en la borda del bote.
Entonces, por primera vez, tuvo conciencia de una fuerza enorme que crecía con sus lágrimas. A pesar de su fragilidad, algo en lo más profundo de su ser generaba una fuerza sobrehumana. Aunque no lo había comprendido hasta entonces, su fuerza de voluntad era indomable y le había permitido perseverar a través de los largos años de enfermedad y angustia. Su sangre agitada le coloreaba las mejillas, dándoles nueva vida.
—¡Abuela! ¡Jōtarō!
Los dos caminaron lentamente por la orilla.
—¿Qué ocurre, Otsū? —le preguntó el joven.
—Os he oído hablar.
—¿Eh?
—Sí, pero ya no voy a llorar por ello. Iré a Kokura. Estaré presente en el combate de esgrima… Podemos dar por sentado que Musashi vencerá. En caso contrario, quiero recibir sus cenizas y llevármelas conmigo.
—Pero estás enferma.
—¿Enferma? —Apartó esa idea de su mente. Parecía rebosante de una vitalidad que trascendía la debilidad de su cuerpo—. No penséis en eso. Estoy perfectamente bien. Bueno, tal vez me encuentro algo pachucha, pero hasta que vea el resultado del combate…
Por poco escaparon de sus labios las palabras «estoy decidida a no morir». Las retuvo a tiempo y se atareó haciendo los preparativos para el viaje. Cuando estuvo dispuesta, bajó del bote sin ayuda, aunque para ello tuvo que sujetarse fuertemente a la borda.