Pasaron el otoño y el invierno.
Un día, a principios del cuarto mes de 1612, los pasajeros se acomodaban en la cubierta del barco que cubría la ruta regular entre Sakai, en la provincia de Izumi, y Shimonoseki, en Nagato.
Informado de que el barco estaba a punto de zarpar, Musashi se levantó de un banco en la tienda de Kobayashi Tarōzaemon e hizo una reverencia a las personas que habían acudido a despedirle.
—Que no decaiga vuestro ánimo —les pidió cuando se reunieron con él para acompañarle durante el corto trecho hasta el embarcadero.
Hon'ami Kōetsu estaba entre los presentes. Su buen amigo Haiya Shōyū no había podido acudir por hallarse enfermo, pero le representaba su hijo Shōeki. Acompañaba a éste su esposa, una mujer cuya deslumbrante belleza hacía volver las cabezas a los transeúntes.
—Ésa es Yoshino, ¿verdad? —susurró un hombre, tirando de la manga de su compañero.
—¿De Yanagimachi?
—Humm. Yoshino Dayū, de la Ogiya.
Shōeki la había presentado a Musashi sin mencionar su nombre anterior. Por supuesto su rostro le era desconocido a Musashi, pues aquélla era la segunda Yoshino Dayū. Nadie sabía qué le había sucedido a la primera, dónde se encontraba ahora, si estaba casada o soltera. Hacía tiempo que la gente había dejado de hablar de su gran belleza. Las flores florecen, las flores decaen. En el mundo flotante del barrio licencioso, el tiempo pasaba rápidamente.
Yoshino Dayū, un nombre que evocaba recuerdos de noches con nieve, de un fuego alimentado con madera de peonía, de un laúd roto.
—Han pasado ocho años desde la primera vez que nos vimos —observó Kōetsu.
—Sí, ocho años —repitió Musashi, preguntándose adonde habrían ido a parar los años. Al embarcar tenía la sensación de que aquel día señalaba el final de una etapa de su vida.
Matahachi se hallaba entre los que habían ido a despedirle, así como varios samuráis de la residencia de Hosokawa en Kyoto. Otros samuráis le transmitieron los buenos deseos del señor Karasumaru Mitsuhiro, y había un grupo de entre veinte y treinta espadachines que, a pesar de la protesta de Musashi, habían ido allí porque le conocieron en Kyoto y se consideraban como sus seguidores.
Musashi se dirigía a Kokura, en la provincia de Buzen, donde se enfrentaría a Sasaki Kojirō en una prueba de habilidad y madurez. Debido a los esfuerzos de Nagaoka Sado, la fatídica confrontación, que llevaba tanto tiempo preparándose, finalmente iba a tener lugar. Las negociaciones habían sido largas y difíciles, y fue necesario despachar muchos correos y cartas. Incluso después de que Sado hubiera corroborado el otoño anterior que Musashi se alojaba en casa de Hon'ami Kōetsu, la conclusión de las gestiones había requerido otro medio año.
Aunque sabía que se aproximaba, Musashi no había podido imaginar, ni siquiera en sus sueños más disparatados, lo que sería partir como el paladín de un número enorme de seguidores y admiradores. El tamaño de la multitud le azoraba y, además, le impedía hablar como le habría gustado hacerlo con determinadas personas.
Lo que más le sorprendía de aquella gran despedida era su absurdo. Él no había deseado ser el ídolo de nadie. Aun así, habían acudido allí para expresarle su buena voluntad. No había manera de impedírselo.
Tenía la sensación de que algunos le comprendían, y agradecía sus buenos deseos. La admiración que le profesaban le creaba una sensación de reverencia hacia ellos. Al mismo tiempo, le invadía una oleada de ese frívolo sentimiento llamado popularidad. Su reacción era casi de temor, de que la adulación se le subiera a la cabeza. Al fin y al cabo, sólo era un hombre ordinario.
Otra cosa que le molestaba era el largo preludio. Si podía decirse que tanto él como Kojirō veían adonde les conducía su relación, no era menos cierto que el mundo los había enfrentado y decretado que debían decidir de una vez por todas quién era el mejor de los dos.
Todo había comenzado con los comentarios de la gente: «He oído decir que van a hacerlo», luego: «Sí, definitivamente van a enfrentarse», y todavía más tarde: «¿Cuándo es el encuentro?». Finalmente, se había divulgado incluso el día y la hora antes de que los mismos protagonistas los hubieran decidido formalmente.
Musashi detestaba ser un héroe público. A la vista de sus hazañas, era inevitable que lo fuese, pero no era algo que él se hubiera propuesto. Lo que realmente quería era más tiempo para dedicarse a la meditación. Necesitaba desarrollar la armonía, asegurarse de que sus ideas no iban a un ritmo distinto del de su capacidad de actuar. Gracias a su tan reciente experiencia con Gudō, había avanzado un paso en el camino hacia la iluminación. Y había llegado a percibir más agudamente la dificultad de seguir el Camino…, el largo Camino a través de la vida.
«Y sin embargo…», pensó. ¿Dónde estaría si no fuese por la bondad de las personas que le apoyaban? ¿Seguiría vivo? ¿Llevaría su hatillo de ropa a la espalda? Vestía un kimono negro de mangas cortas que le había confeccionado la madre de Kōetsu. Sus sandalias nuevas, el sombrero de juncos también nuevo que llevaba en la mano, todas las pertenencias que ahora tenía consigo, eran donaciones de alguien que le valoraba. El arroz que comía había sido cultivado por otros. Vivía de los frutos de un trabajo que no era el suyo propio. ¿Cómo podría recompensar a la gente por todo lo que habían hecho por él?
Cuando sus pensamientos tomaban ese sesgo, disminuía su irritación por las exigencias que le planteaba aquella legión de seguidores. No obstante, persistía el temor a decepcionarles.
Era hora de zarpar. Se rezó para que la travesía fuese segura, se dijeron palabras finales de despedida, el tiempo invisible fluía ya entre los hombres y las mujeres en el embarcadero y el héroe que partía.
Quitaron las amarras, el barco se deslizó hacia el mar abierto, y la gran vela se desplegó como un ala contra el cielo azul intenso.
Un hombre corrió hasta el extremo del embarcadero, se detuvo y pateó el suelo, disgustado.
—¡Demasiado tarde! —rezongó—. No debería haber hecho la siesta.
Kōetsu se le aproximó y le dijo:
—¿No eres tú Musō Gonnosuke?
—Sí —replicó el interpelado, poniéndose el bastón bajo el brazo.
—Te vi cierta vez en el Kongōji de Kawachi.
—Sí, claro. Eres Hon'ami Kōetsu.
—Me alegro de que estés bien. Por lo que había oído decir, no estaba seguro de que siguieras vivo.
—¿Quién te ha dicho tal cosa?
—Musashi.
—¿Musashi?
—Sí. Se alojó en mi casa hasta ayer mismo. Tenía varias cartas de Kokura. En una de ellas, Nagaoka Sado decía que te habían hecho prisionero en el monte Kudo. Temía que pudieras haber sido herido o incluso muerto.
—Eso se debió a un error.
—También hemos sabido que Iori vive en casa de Sado.
—¡Entonces está a salvo! —exclamó, con un profundo alivio.
—Sí. Sentémonos a charlar en alguna parte.
Kōetsu condujo al fornido experto en el manejo del bastón a un local cercano. Mientras tomaban té, Gonnosuke le contó cuanto le había sucedido. Por suerte para él, tras una sola mirada Sanada Yukimura había llegado a la conclusión de que no era un espía. Gonnosuke fue liberado y los dos hombres se hicieron amigos. Yukimura no sólo le pidió disculpas por el error de sus subordinados, sino que envió a un grupo de hombres en busca de Iori.
Como no encontraron el cuerpo por ninguna parte, Gonnosuke supuso que el muchacho seguía con vida. Desde entonces se había dedicado a buscarle en las provincias vecinas. Cuando se enteró de que Musashi estaba en Kyoto y era inminente un encuentro entre él y Kojirō, intensificó sus esfuerzos. El día anterior había regresado al monte Kudo, donde Yukimura le informó de que Musashi zarparía hoy hacia Kokura. Había temido ver a Musashi sin Iori a su lado ni tener ninguna noticia que darle sobre el muchacho, pero como ignoraba si volvería a ver vivo a su maestro, acudió al embarcadero de todos modos. Pidió disculpas a Kōetsu como si éste fuese víctima de su negligencia.
—No permitas que eso te preocupe —le dijo Kōetsu—. Dentro de unos días zarpará otro barco.
—La verdad es que deseaba viajar con Musashi. —Hizo una pausa y luego añadió con vehemencia—: Pensé que este viaje podría ser el punto decisivo en la vida de Musashi. Él se disciplina constantemente, y no es probable que sea derrotado por Kojirō. No obstante, en una pelea de esas características, nunca se sabe, pues interviene un elemento sobrehumano. Todos los guerreros tienen que enfrentarse a él. Ganar o perder depende, en parte, de la suerte.
—La verdad es que no creo que debas preocuparte. La serenidad de Musashi era perfecta. Parecía tener una absoluta confianza en sí mismo.
—Estoy seguro de que es así, pero Kojirō también tiene una gran reputación. Y, desde que entró al servicio del señor Tadatoshi, ha estado practicando y manteniéndose en forma.
—Será una prueba de fuerza entre un hombre que es un genio, pero, desde luego, un tanto engreído, y un hombre ordinario que ha pulimentado al máximo su talento, ¿no crees?
—Yo no llamaría a Musashi ordinario.
—Pero lo es, y eso es precisamente lo más extraordinario de él. No se limita a confiar en los dones naturales que pueda tener. Sabe que es ordinario y siempre trata de mejorarse. Nadie aprecia el tremendo esfuerzo que ha tenido que hacer. Ahora que sus años de adiestramiento han producido un resultado tan espectacular, todo el mundo habla de un «talento concedido por los dioses». Así es como se consuelan los hombres que no se esfuerzan demasiado.
—Te agradezco esas palabras —replicó Gonnosuke.
Tenía la sensación de que Kōetsu podría referirse a él mismo tanto como a Musashi. Mientras miraba el ancho y plácido perfil del hombre mayor, pensó: «A él también le ocurre lo mismo».
Kōetsu parecía lo que era, un hombre acomodado que se había apartado ex profeso del resto del mundo. En aquel momento sus ojos carecían del brillo que tenían cuando se concentraba en una creación artística. Ahora eran como un mar suave, en calma, sereno, bajo un cielo claro y brillante.
Un joven asomó la cabeza a la puerta y preguntó a Kōetsu:
—¿Nos vamos?
—Ah, Matahachi —respondió afablemente Kōetsu. Volviéndose a Gonnosuke, le dijo—: Me temo que debo dejarte. Mis compañeros me están esperando.
—¿Regresas por la ruta de Osaka?
—Así es. Si llegamos allí a tiempo, quisiera abordar el barco nocturno hacia Kyoto.
—Bien, en tal caso, recorreré esa distancia contigo. —En vez de aguardar al próximo barco, Gonnosuke había decidido viajar por tierra.
Los tres hombres caminaban uno al lado del otro, y su conversación apenas se desviaba de Musashi, de su condición actual y sus hazañas pasadas. En un momento determinado, Matahachi expresó preocupación.
—Confío en que Musashi venza —dijo—, pero Kojirō es muy listo. Su técnica es increíble, ¿sabéis? —Pero su voz carecía de entusiasmo. El recuerdo de su propio encuentro con Kojirō estaba demasiado vivido en su memoria.
Era la hora del crepúsculo cuando se encontraron en las atestadas calles de Osaka. De repente, Kōetsu y Gonnosuke se dieron cuenta de que Matahachi ya no estaba con ellos.
—¿Adonde puede haber ido? —inquirió Kōetsu.
Desandaron sus pasos y le encontraron en el extremo del puente. Estaba mirando, como hechizado, la orilla del río, donde las mujeres de las casas vecinas, una hilera de cabañas destartaladas cubiertas por un tejado único, lavaban utensilios de cocina, descascarillaban arroz y pelaban verduras.
—Tiene una expresión rara en el rostro —observó Gonnosuke.
Éste y Kōetsu permanecieron un poco apartados y le observaron.
—Es ella —gritó Matahachi—. ¡Akemi!
En cuanto reconoció a la mujer, el capricho del destino le causó una sorpresa indecible. Pero en seguida la situación pareció tomar un cariz distinto. El destino no hacía jugarretas, sino que se limitaba a enfrentarle con su pasado. Akemi había sido su esposa legal. También sus karmas respectivos estaban entrelazados. Mientras habitaran la misma tierra, estaban destinados a reunirse de nuevo, más tarde o más temprano.
Le había costado reconocerla. El encanto y la coquetería que la joven había tenido hasta hacía solamente un par de años, se habían desvanecido. La delgadez de su rostro era extrema, tenía el cabello sin lavar y recogido en un moño. Vestía un kimono de algodón de mangas tubulares que le llegaba un poco por debajo de las rodillas, la prenda utilitaria de todas las amas de casa urbanas de clase baja. Nada más alejado de las sedas policromas con que se ataviaba cuando se dedicaba a la prostitución.
Estaba acuclillada, en la postura típica de los buhoneros, y tenía en sus brazos un cesto de aspecto pesado, que contenía almejas, abalones y algas. La mercancía aún sin vender sugería que el negocio no era muy boyante.
Un niño como de un año de edad estaba atado a su espalda por medio de una sucia faja de tela.
Más que cualquier otra cosa, fue el niño lo que hizo latir con más fuerza el corazón de Matahachi. Llevándose las palmas a las mejillas, contó los meses. Si el niño estaba en su segundo año, había sido concebido cuando vivían juntos en Edo… y Akemi estaba embarazada cuando los azotaron a los dos públicamente.
La luz del sol poniente, reflejándose en el río, danzaba en el rostro de Matahachi, dándole el aspecto de estar bañado en lágrimas. Era sordo al ruido y el movimiento del tráfico callejero. Akemi caminaba lentamente río abajo. Matahachi echó a correr tras ella, agitando los brazos y gritando. Kōetsu y Gonnosuke le siguieron.
—¿Adonde vas, Matahachi?
Se había olvidado por completo de los dos hombres. Se detuvo y esperó a que le dieran alcance.
—Lo siento —musitó—. A decir verdad…
¿Verdad? ¿Cómo podía explicarles lo que iba a hacer cuando ni siquiera podía explicárselo a sí mismo? En aquel momento era incapaz de aclarar sus emociones, pero finalmente logró balbucir:
—He decidido no convertirme en sacerdote…, regresar a la vida ordinaria. Aún no he sido ordenado.
—¿Volver a la vida ordinaria? —exclamó Kōetsu—. ¿Así, tan de repente? Humm. Estás raro.
—Ahora no puedo explicarlo. Aunque lo hiciera, probablemente os parecería una locura. Acabo de ver a la mujer con la que viví, y lleva un niño a la espalda. Creo que debe de ser mío.
—¿Estás seguro?
—Sí, bueno…
—Vamos, hombre, cálmate y piensa. ¿Es realmente tu hijo?
—¡Sí! ¡Soy padre! Lo siento, no sabía… Estoy avergonzado. No puedo permitir que ella siga viviendo así, vendiendo el contenido de un cesto como una vagabunda. Tengo que trabajar y ayudar a mi hijo.
Kōetsu y Gonnosuke intercambiaron miradas consternadas. Aunque no estaba del todo seguro de que Matahachi estuviera en su sano juicio, Kōetsu le dijo:
—Supongo que sabes lo que estás haciendo.
Matahachi se quitó la túnica sacerdotal que cubría su kimono ordinario y se la entregó a Kōetsu, junto con su rosario de oraciones.
—Siento molestarte, pero ¿querrás dar esto a Gudō, en el Myōshinji? Te agradecería que le dijeras que me quedaré aquí, en Osaka, conseguiré trabajo y seré un buen padre.
—¿Estás seguro de que quieres hacer eso? ¿Abandonar el sacerdocio así como así?
—Sí. De todas maneras, el maestro me dijo que podía regresar a la vida ordinaria en cualquier momento que lo deseara.
—Humm.
—Me dijo que no es necesario estar en un templo para practicar la disciplina religiosa. Es más difícil, pero, según él, es más digno de alabanza ser capaz de dominarse uno mismo y mantener la fe en medio de las mentiras, la suciedad y los conflictos…, todas las cosas desagradables del mundo exterior…, que en el entorno limpio y puro de un templo.
—Estoy seguro de que tiene razón.
—He pasado con él más de un año, pero no me ha impuesto un nombre de sacerdote. Siempre me llama simplemente Matahachi. Tal vez me suceda algo en el futuro que sea incapaz de comprender, y entonces acudiré a él de inmediato. Decídselo por mí, ¿queréis?
Tras hablarles así, Matahachi se alejó.