El azul de Shikama

—¿Está Otsū aquí?

—Sí, aquí estoy.

Un rostro apareció por encima del seto.

—Eres el comerciante de cáñamo Mambei, ¿no es cierto? —le preguntó Otsū.

—Así es. Siento molestarte cuando estás tan ocupada, pero he oído ciertas noticias que podrían interesarte.

—Entra —le dijo ella, haciendo un gesto hacia la puerta de madera en la valla.

Como era evidente por los paños colgados de ramas y palos, la casa pertenecía a uno de los tintoreros que fabricaban el recio tejido conocido en todo el país como «azul de Shikama». El procedimiento consistía en sumergir el paño en tinte añil varias veces y golpearlo en un gran mortero después de cada inmersión. El hilo se saturaba de tinte hasta tal punto que la tela se desgastaba antes de que el color se hubiera desvaído.

Otsū aún no estaba acostumbrada a manejar el mazo, pero trabajaba con ahínco y tenía los dedos manchados de azul. En Edo, tras enterarse de que Musashi se había ido, visitó las residencias de Hōjō y Yagyū, y luego partió de inmediato nuevamente en su busca. El verano anterior, en Sakai, había subido a bordo de uno de los barcos de Kobayashi Tarōzaemon y llegó hasta Shikama, un pueblo de pescadores situado en el estuario triangular donde el río Shikama desemboca en el Mar Interior.

Otsū recordó que su nodriza se había casado con un tintorero de Shikama, la buscó y ahora vivía con ella. Como la familia era pobre, Otsū se sintió obligada a echarles una mano en los trabajos de tinte, que eran el cometido de las jóvenes solteras. Éstas solían cantar mientras trabajaban, y los aldeanos decían que, por el sonido de la voz de una chica, podían saber si estaba enamorada de uno de los jóvenes pescadores.

Tras lavarse las manos y enjugarse el sudor de la frente, Otsū invitó a Mambei a sentarse y descansar en la terraza.

Él declinó el ofrecimiento con un gesto de la mano y le preguntó:

—Eres del pueblo de Miyamoto, ¿verdad?

—Sí.

—Suelo ir por allá por negocios, para comprar cáñamo, y el otro día oí un rumor…

—¿Sí?

—Acerca de ti.

—¿De mí?

—También oí algo sobre un hombre llamado Musashi.

—¿Musashi? —Otsū sintió que el corazón le daba un vuelco y se sonrojó.

Mambei soltó una risita. Aunque ya era otoño, el calor del sol seguía siendo intenso. El hombre dobló una toalla de mano, se la puso sobre la cabeza y se acuclilló.

—¿Conoces a una mujer llamada Ogin? —le preguntó.

—¿Te refieres a la hermana de Musashi?

Mambei asintió vigorosamente.

—Tropecé con ella en el pueblo de Mikazuki, en Sayo, y mencioné tu nombre. Pareció muy sorprendida.

—¿Le dijiste dónde estoy?

—Sí, no vi ningún daño en ello.

—¿Dónde vive ahora?

—Vive con un samurái llamado Hirata, creo que es pariente suyo. Dijo que le gustaría mucho verte, y repitió varias veces cuánto te echaba de menos y lo mucho que tiene que contarte. Añadió que parte de ello es secreto. Creí que iba a echarse a llorar.

Los ojos de Otsū se enrojecieron.

—En medio del camino no hay ningún sitio para escribir una carta, claro, así que me pidió que viniera a decirte que vayas a Mikazuki. A ella le gustaría venir aquí, pero ahora no puede viajar. —Mambei hizo una pausa antes de proseguir—. No entró en detalles, pero dijo que había recibido noticias de Musashi.

El hombre añadió que viajaría a Mikazuki al día siguiente y le sugirió que fuese con él.

Aunque Otsū tomó una decisión de inmediato, pensó que debía consultar con la esposa del tintorero.

—Te lo haré saber esta noche —le dijo.

—Muy bien. Si decides ir, deberemos partir temprano.

Con el murmullo del mar al fondo, la voz del hombre sonaba especialmente fuerte, e incluso la suave respuesta de Otsū pareció más bien chillona.

Cuando Mambei cruzó el portal, un joven samurái que había estado sentado en la playa, restregando un puñado de arena, se levantó y observó al hombre que se alejaba con mirada penetrante, como para verificar lo que pensaba de él. Bien vestido y tocado con un sombrero de paja que tenía la forma de una hoja de gingko, parecía tener unos dieciocho o diecinueve años. Cuando perdió de vista al comerciante de cáñamo, se volvió y contempló la casa del tintorero.

A pesar de la excitación causada por la noticia de Mambei, Otsū cogió el mazo y reanudó su faena. Los sonidos de otros mazos, acompañados por canciones, flotaban en el aire. Ningún sonido salía de los labios de Otsū mientras trabajaba, pero en su corazón había una canción de amor para Musashi. Entonces recitó en silencio un poema de una antología antigua:

Desde nuestro primer encuentro,

mi amor ha sido más profundo

que el de los demás,

aunque no iguale las tonalidades

del paño de Shikama.

Estaba segura de que si visitaba a Ogin, sabría dónde se encontraba Musashi. Y Ogin también era una mujer. Le sería fácil expresarle sus sentimientos.

Los golpes de su mazo se hicieron lentos hasta reducirse a un ritmo casi lánguido. Otsū se sentía más feliz de lo que había estado en mucho tiempo. Comprendía los sentimientos del poeta. A menudo el mar parecía melancólico y extraño, pero aquel día era deslumbrante, y las olas, aunque suaves, parecían rebosantes de esperanza.

Colgó el paño en un alto palo de secar y, con el corazón todavía risueño, cruzó el portal abierto. Por el rabillo del ojo vio al joven samurái que paseaba despacio por la orilla del mar. Otsū no sabía quién era, pero por algún motivo llamó su atención, y no reparó en nada más, ni siquiera en un pájaro que aprovechaba para su vuelo la brisa salobre.

Su destino no estaba muy lejano. Incluso una mujer podía recorrer la distancia sin demasiada dificultad, haciendo un solo alto en el camino. Era casi mediodía.

—Me sabe mal haberte causado tantas molestias —dijo Otsū.

—No te preocupes —replicó Mambei—. Parece que tienes una buena andadura.

—Estoy acostumbrada a viajar.

—Tengo entendido que has estado en Edo. Eso está muy lejos para una mujer que viaja sola.

—¿Te lo ha dicho la mujer del tintorero?

—Sí. Me he enterado de todo. La gente de Miyamoto también habla de ello.

—Vaya —dijo Otsū, frunciendo levemente el ceño—. Es embarazoso.

—No tienes por qué azorarte. Si amas tanto a una persona, nadie puede decir si eres digna de felicitación o de lástima. Pero me parece que ese Musashi es un tanto frío de corazón.

—Qué va, no lo es en absoluto.

—¿No le guardas rencor por su manera de comportarse?

—Soy yo la culpable. Su adiestramiento y disciplina son sus únicos intereses en la vida, y no puedo resignarme a eso.

—No veo nada malo en tus sentimientos.

—Pero me parece que le he causado demasiados problemas.

—Humm. Mi mujer debería oírte decir eso. Así es como deberían ser las mujeres.

—¿Está casada Ogin? —inquirió Otsū.

—¿Ogin? Pues no estoy del todo seguro —dijo Mambei, y cambió de tema—. Allí hay una casa de té. Descansemos un poco.

Entraron en el establecimiento y pidieron té para acompañar sus cajas de comida. Cuando estaban terminando, unos mozos de caballos y porteadores que pasaban por allí se dirigieron a Mambei con familiaridad.

—Eh, tú, ¿por qué no te dejas caer hoy en la timba de Handa? Todo el mundo se queja…, el otro día te largaste con todo nuestro dinero.

Un tanto confuso, el hombre les respondió a gritos, como si no les hubiera entendido:

—Hoy no necesito para nada vuestros caballos. —Entonces se dirigió a Otsū y le dijo rápidamente—: ¿Nos vamos ya?

Cuando salían precipitadamente del local, uno de los mozos de caballos dijo:

—No es de extrañar que se nos quite de encima. ¡Echad un vistazo a la chica!

—Voy a decírselo a tu vieja, Mambei.

Oyeron más comentarios de esta clase mientras proseguían apresuradamente su camino. El negocio de Asaya Mambei en Shikama no figuraba, ciertamente, entre los negocios más importantes de la localidad. Compraba cáñamo en los pueblos de las inmediaciones y lo distribuía entre las esposas e hijas de los pescadores para que hicieran velas, redes y otros trebejos. Pero era el propietario de su propia empresa, y a Otsū le pareció extraño que tuviera una relación tan íntima con porteadores vulgares y corrientes.

Como si quisiera disipar sus dudas inexpresadas, Mambei le dijo:

—¿Qué se puede hacer con esa clase de gentuza? ¡Sólo porque les hago el favor de pedirles que me traigan material de las montañas, eso no es razón para que se tomen conmigo esas familiaridades!

Pasaron la noche en Tatsuno y, a la mañana siguiente, cuando reanudaron su camino, Mambei se mostró tan amable y solícito como de costumbre. Al llegar a Mikazuki, las laderas de las colinas estaban a oscuras.

—Mambei —le dijo Otsū inquieta—. ¿No es esto Mikazuki? Si cruzamos la montaña estaremos en Miyamoto.

Había llegado a sus oídos la noticia de que Osugi volvía a encontrarse en Miyamoto.

Mambei se detuvo.

—Pues sí, es cierto, está justo al otro lado. ¿Acaso sientes añoranza de tu pueblo?

Otsū alzó los ojos hacia la negras y ondulantes cimas de las montañas y el cielo nocturno. La zona parecía muy desolada, como si, de alguna manera, faltaran las personas que deberían estar allí.

—Ya falta poco —dijo Mambei, que caminaba por delante de ella—. ¿Estás cansada?

—No, no, ¿y tú?

—No, estoy acostumbrado a este camino. Vengo por aquí continuamente.

—Dime, ¿dónde está la casa de Ogin?

—Por allí —respondió el hombre, señalando—. Sin duda nos está esperando.

Apretaron un poco el paso. Cuando llegaron al lugar donde la cuesta era más empinada, se encontraron con varias casas desperdigadas. Era una parada en la carretera de Tatsuno. No tenía la suficiente extensión para considerarla un pueblo, pero disponía de un local de comidas económicas, donde hacían un alto los mozos de caballos, y algunas posadas baratas a ambos lados de la calzada.

Cuando el caserío quedó atrás, Mambei informó a su acompañante:

—Ahora tenemos que trepar un poco.

Se desvió de la carretera y emprendió la subida de unas empinadas escaleras que conducían al santuario local.

Como un pajarillo que gorjeara debido a un descenso repentino de la temperatura, Otsū percibió algo fuera de lo ordinario.

—¿Estás seguro de que no nos hemos equivocado de camino? —preguntó a su acompañante—. En estos alrededores no hay casas.

—No te preocupes. Es un lugar solitario, pero puedes sentarte en el porche del santuario mientras yo voy en busca de Ogin.

—¿Por qué has de hacer tal cosa?

—¿Lo has olvidado? Estoy seguro de que te lo dije. Ogin dijo que tal vez tendría invitados en casa y sería inconveniente que tropezaras con ellos. Su casa está en el otro lado de este bosquecillo. Volveré en seguida.

Echó a correr por un estrecho sendero a través del oscuro bosque de cedros.

A medida que el cielo crepuscular se oscurecía más, Otsū empezó a sentirse claramente inquieta. Hojas muertas arrastradas por el viento se depositaban en su regazo. Cogió ociosamente una de ellas y le dio vueltas entre los dedos. Algo, la imprudencia o la pureza, hacían de ella el arquetipo de la virginidad.

De improviso oyó una risa entrecortada procedente de la parte trasera del santuario. Otsū se puso en pie de un salto.

—¡No te muevas, Otsū! —le ordenó una voz ronca y amedrentadora.

La joven ahogó un grito y se llevó las manos a los oídos.

Varias formas oscuras salieron de detrás del santuario y rodearon su cuerpo tembloroso. Aunque tenía los ojos cerrados, pudo ver claramente una de ellas, más aterradora y, al parecer, mayor que las otras, la bruja de blanca cabellera a la que tantas veces había visto en sus pesadillas.

—Gracias, Mambei —dijo Osugi—. Ahora amordazadla antes de que empiece a gritar y llevadla a Shimonoshō. ¡Daos prisa!

La anciana habló con la autoridad temible del Rey del Infierno que condena a un pecador a las llamas.

Los cuatro o cinco hombres parecían ser matones de pueblo que tenían alguna relación con el clan de Osugi. Asintieron a gritos y se abalanzaron sobre Otsū como lobos que lucharan por una presa. La ataron de manera que sólo le quedaron libres las piernas.

—Coged el atajo.

—¡Muévete!

Osugi se rezagó para arreglar las cuentas con Mambei. Cuando la anciana sacaba el dinero del interior de su obi, dijo al comerciante:

—Te felicito por haberla traído. Temía que no fueses capaz de conseguirlo. —Entonces añadió—: No se te ocurra decir una palabra de esto a nadie.

Mambei, con expresión satisfecha, se guardó el dinero en un bolsillo de la manga.

—La verdad es que no ha sido tan difícil —comentó—. Tu plan ha funcionado a la perfección.

—¡Ah! Ha sido algo digno de verse. Está asustada, ¿eh?

—Ni siquiera ha podido correr. Se ha quedado ahí pasmada. ¡Ja, ja! Pero quizá… lo que hemos hecho está bastante mal.

—¿Por qué está mal? ¡Si supieras cuánto he tenido que sufrir!

—Sí, sí, ya me lo contaste.

—Bueno, no puedo perder el tiempo aquí. Volveré a verte uno de estos días. Ven a visitarnos en Shimonoshō.

—Ten cuidado con el camino, es bastante escabroso —le gritó por encima del hombro mientras empezaba a bajar la larga y oscura escalera.

Al cabo de un instante, Osugi oyó un grito ahogado. Giró sobre sus talones y gritó:

—¿Has sido tú, Mambei? ¿Qué ocurre?

No obtuvo respuesta.

Osugi corrió a lo alto de las escaleras. Emitió un leve grito y entonces retuvo el aliento mientras miraba, forzando la vista, la sombra erguida junto al cuerpo caído y la espada, goteante de sangre, inclinada hacia abajo desde la mano de la sombra.

—¿Qui…, quién está ahí?

No le respondieron.

—¿Quién eres? —preguntó con la voz seca y tensa, pero los años no habían disminuido su jactancia.

La risa sacudió ligeramente los hombros del desconocido.

—Soy yo, vieja bruja.

—¿Quién eres tú?

—¿No me reconoces?

—Jamás había oído antes tu voz. Supongo que eres un ladrón.

—Ningún ladrón se molestaría en robar a una vieja tan pobre como tú.

—Pero me has estado vigilando, ¿no es cierto?

—En efecto.

—¿A mí?

—¿Por qué lo preguntas dos veces? No habría recorrido todo el camino hasta Mikazuki para matar a Mambei. He venido para darte una lección.

—¡Aaag! —El sonido fue como si a Osugi le hubiera reventado la tráquea—. Te has equivocado de persona. ¿Quién eres, a fin de cuentas? Me llamo Osugi y soy la viuda de la familia Hon'iden.

—¡Ah, cuánto me alegro de oírte decir eso! Así recobro todo mi odio. ¡Bruja! ¿Te has olvidado de Jōtarō?

—¿Jō… jō… tarō?

—En tres años, un recién nacido deja de ser un bebé y se convierte en un niño de tres años. Tú eres un árbol viejo, yo soy un arbolillo. Siento decírtelo, pero ya no puedes seguir tratándome como a un mocoso.

—Pero eso no puede ser cierto. ¿Eres de veras Jōtarō?

—Deberías pagar por toda la aflicción que has causado a mi maestro a lo largo de los años. Él te evitó sólo porque eres vieja y no quería hacerte daño. Te aprovechaste de eso, viajando por todas partes, yendo incluso a Edo, donde esparciste rumores malignos sobre su persona y actuaste como si tuvieras una razón legítima para vengarte de él. Incluso llegaste a impedir su nombramiento para un buen puesto.

Osugi le escuchaba en silencio.

—Pero tu despecho no terminó ahí. Acosaste a Otsū e intentaste lastimarla. Creía que por fin habías cejado en tus malignos empeños, retirándote a Miyamoto. Pero sigues en ello, utilizando a ese Mambei para llevar a cabo alguna estratagema contra Otsū.

Osugi seguía sin decir nada.

—¿Es que no te cansas nunca de odiar? Me sería muy fácil partirte de un tajo en dos mitades, pero por suerte para ti ya no soy el hijo de un samurái errante. Mi padre, Aoki Tanzaemon, ha regresado a Himeji y, desde la pasada primavera, está sirviendo en la Casa de Ikeda. Para evitar que el deshonor caiga sobre él, me abstendré de matarte.

Jōtarō dio un par de pasos hacia ella. Osugi, incapaz de decidir si debía creerle o no, retrocedió y miró a su alrededor en busca de una escapatoria. Creyendo ver una, corrió hacia el sendero que los hombres habían tomado. Jōtarō dio un salto y la agarró por el cuello.

Ella abrió mucho la boca y gritó:

—¿Qué crees que estás haciendo?

Giró sobre sus talones y, desenvainando su espada en el mismo movimiento, intentó asestarle un golpe y falló.

Mientras esquivaba el golpe, Jōtarō la empujó con violencia hacia adelante. La cabeza de la mujer golpeó contra el suelo.

—Así que has aprendido una o dos cosas, ¿eh? —le dijo gimiendo, con el rostro semioculto en la hierba.

Parecía incapaz de apartar de su mente la idea de que Jōtarō ya no era un niño.

Jōtarō soltó un gruñido y aplicó un pie a la espina dorsal de la anciana, que parecía muy frágil, al tiempo que le retorcía sin piedad un brazo alrededor de la espalda.

La arrastró hasta la parte delantera del santuario y la inmovilizó con un pie, pero no pudo decidir qué iba a hacer con ella.

Tenía que pensar en Otsū. ¿Dónde estaba? Se había enterado de su presencia en Shikama casi por accidente, aunque bien pudiera ser que sus karmas respectivos estuvieran entrelazados. Junto con la rehabilitación de su padre, Jōtarō había recibido un nombramiento. Cuando estaba realizando una de las gestiones de su cargo, tuvo un atisbo, a través de una brecha en una valla, de una mujer que se parecía a Otsū. Dos días después regresó a la playa y comprobó que su impresión había sido correcta.

Si bien agradecía a los dioses que le hubieran conducido a Otsū, su odio hacia Osugi, latente desde hacía mucho tiempo, por su manera de tratar a Otsū, había despertado. Si no eliminaba a la anciana, sería imposible que Otsū viviera en paz. La tentación era fuerte, pero matarla habría mezclado a su padre en una disputa con una familia de samuráis rurales. Eran gentes fastidiosas incluso cuando no tenían ningún contencioso; si les ofendía un vasallo directo de un daimyō, no había duda de que causarían perturbaciones.

Finalmente, decidió que lo mejor sería castigar a Osugi rápidamente y luego dirigir sus esfuerzos a rescatar a Otsū.

—Conozco el lugar apropiado para ti —le dijo—. Ven conmigo.

Osugi se aferró con todas sus fuerzas al suelo, a pesar de los intentos de Jōtarō de arrastrarla. Cogiéndola por la cintura, la llevó bajo el brazo a la parte trasera del templo. La ladera de la colina había sido deforestada cuando se construyó el santuario, y había allí una pequeña cueva, cuya entrada era lo bastante grande para que una persona pudiera entrar arrastrándose.

Otsū veía una luz solitaria a lo lejos. Por lo demás, todo estaba sumido en una negrura intensa, montañas, campos, arroyos, el puerto de Mikazuki, que acababan de cruzar por un sendero rocoso. Los dos hombres que iban en cabeza tiraban de la cuerda con la que habían atado a la joven, como si fuese una criminal.

Cuando se aproximaban al río Sayo, el hombre que iba detrás de ella dijo:

—Esperad un momento. ¿Qué le habrá ocurrido a la vieja? Dijo que vendría con nosotros.

—Sí, ya debería habernos dado alcance.

—Podríamos hacer un alto aquí durante unos minutos, o seguir hasta Sayo y esperar en la casa de té. Probablemente todos estarán durmiendo, pero podemos despertarles.

—Vayamos allí y esperemos. Tomaremos una o dos tazas de sake.

Buscaron a lo largo del río un lugar somero para vadearlo. Apenas habían empezado a cruzarlo cuando oyeron una voz que les llamaba a lo lejos. La llamada se repitió uno o dos minutos después, desde mucho más cerca.

—¿La anciana?

—No, parece una voz masculina.

—Entonces no puede tener nada que ver con nosotros.

El agua estaba tan fría como una hoja de espada, sobre todo para Otsū. Cuando oyeron el sonido de apresuradas pisadas, su perseguidor estaba casi encima de ellos. Chapoteando bruscamente, les empujó a la otra orilla y allí les hizo frente.

—¿Otsū? —llamó Jōtarō.

Temblando por la rociada de agua fría que había caído sobre ellos, los tres hombres rodearon a Otsū y se mantuvieron donde estaban.

—No os mováis —gritó Jōtarō, con los brazos extendidos.

—¿Quién eres?

—No importa. ¡Soltad a Otsū!

—¿Estás loco? ¿No sabes que meterte donde no te llaman puede costarte la vida?

—Osugi acaba de decirme que me entreguéis a Otsū.

—¡Mientes como un bellaco!

Los tres hombres se rieron al unísono.

—Os equivocáis. Mirad esto.

Les tendió un papel de seda con unos caracteres de puño y letra de Osugi. El mensaje era breve: «Las cosas han salido mal. No podéis hacer nada. Entregad Otsū a Jōtarō y luego venid a buscarme».

Los hombres, cejijuntos, miraron a Jōtarō y avanzaron por la orilla.

—¿Es que no sabéis leer? —les preguntó Jōtarō en tono burlón.

—Calla. Supongo que eres Jōtarō.

—En efecto, ése es mi nombre, Aoki Jōtarō.

Otsū le había estado mirando fijamente, temblando ligeramente a causa del temor y la duda. Entonces, sin saber apenas lo que hacía, se echó a gritar, se atragantó y cayó hacia adelante.

El hombre que estaba más próximo a Jōtarō gritó:

—¡Se le ha aflojado la mordaza! ¡Atádsela bien! —Entonces se dirigió a Jōtarō en tono amenazante—: Ésta es la caligrafía de la anciana, no hay duda de ello, pero ¿qué le ha sucedido? ¿Qué significa eso de que vayamos en su busca?

—Es mi rehén —replicó Jōtarō altivamente—. Entregadme a Otsū y os diré dónde está.

Los tres hombres intercambiaron miradas.

—¿Acaso intentas tomarnos el pelo? —le preguntó uno de ellos—. ¿Sabes quiénes somos? Cualquier samurái de Himeji, si es de ahí de donde procedes, conoce la casa Hon'iden de Shimonoshō.

—Sí o no… ¡Responded! Si no me entregáis a Otsū, dejaré a la anciana donde está hasta que se muera de hambre.

—¡Bastardo asqueroso!

Uno de los hombres cogió a Jōtarō y otro desenvainó su espada y se colocó en posición de combate. El primero gruñó:

—Sigue diciendo esa clase de idioteces y te rompo el cuello. ¿Dónde está Osugi?

—¿Me entregaréis a Otsū?

—No.

—Entonces no la encontraréis. Entregadme a Otsū y podremos zanjar este asunto sin que nadie reciba daño alguno.

El hombre que había cogido a Jōtarō le empujó adelante e intentó hacerle la zancadilla.

Utilizando la fuerza de su adversario, Jōtarō le lanzó por encima de su hombro. Pero un instante después, estaba sentado en el suelo, agarrándose el muslo derecho. El hombre había desenvainado su espada y golpeado con un movimiento como de siega. Por suerte, la herida no era profunda. Jōtarō se puso en pie al mismo tiempo que su atacante. Los otros dos hombres avanzaron hacia él.

—No le matéis. Lo necesitamos vivo para poder rescatar a Osugi.

Jōtarō perdió con rapidez su renuencia a verse implicado en un derramamiento de sangre. En un momento determinado de la refriega que siguió, los tres hombres lograron derribarle al suelo. Jōtarō lanzó un rugido y recurrió a la misma táctica que momentos antes sus adversarios habían usado contra él. Sacando velozmente su espada corta, atravesó el vientre del hombre que estaba a punto de caer sobre él. La mano y el brazo de Jōtarō, casi hasta el hombro, se volvieron tan rojos como si lo hubiera sumergido en un barril de vinagre de ciruelas, pero su mente estaba libre de todo pensamiento y ocupada tan sólo por el instinto de conservación.

De nuevo en pie, gritó y golpeó hacia abajo al hombre que tenía delante. La hoja le alcanzó en la clavícula y, desviándose al lado, cortó un trozo de carne del tamaño de un filete de pescado. El hombre lanzó un grito y agarró la empuñadura de su espada, pero era demasiado tarde.

—¡Hijos de perra! ¡Hijos de perra!

Gritando con cada tajo y estocada, Jōtarō mantuvo a raya a los otros dos, y entonces logró herir gravemente a uno de ellos.

Los hombres habían dado por sentada su superioridad, pero ahora perdieron el dominio de sí mismos y empezaron a agitar los brazos sin coordinación.

Otsū, fuera de sí, corría en círculos, retorciendo frenéticamente las ligaduras de sus manos.

—¡Que venga alguien! ¡Salvadle!

Pero sus palabras pronto se perdían, ahogadas por el sonido del río y la voz del viento.

De repente comprendió que, en vez de pedir ayuda, debía confiar en sus propias fuerzas. Lanzando un débil grito de desesperación, se dejó caer al suelo y restregó la soga contra el afilado ángulo de una roca. La cuerda sólo era de paja trenzada recogida al lado del camino, y se rompió fácilmente.

Otsū, libre por fin, cogió unas piedras y corrió al lugar de la pelea.

—¡Jōtarō! —gritó, mientras arrojaba una piedra a la cara de un hombre—. También estoy aquí. ¡Toda irá bien! —Lanzó otra piedra—. ¡Aguanta, por favor! —Lanzó una piedra más, pero, al igual que las anteriores, no dio en el blanco. Corrió en busca de más proyectiles.

—¡Esa zorra!

Uno de los hombres se zafó de Jōtarō y, en dos saltos, llegó detrás de Otsū. Estaba a punto de descargar el romo borde de su espada en la espalda de la mujer, cuando Jōtarō le dio alcance y hundió tanto su espada en la parte inferior de la espalda del atacante que la punta de la hoja le salió por el ombligo.

El otro hombre, herido y aturdido, empezó a escabullirse, y luego echó a correr, tambaleándose.

Jōtarō apoyó con firmeza un pie a cada lado del cadáver, extrajo la espada y gritó:

—¡Detente!

Cuando empezaba a perseguirle, Otsū se abalanzó sobre él y, cogiéndole con fuerza, le dijo:

—¡No lo hagas! No debes atacar a un hombre malherido cuando huye.

El ardor de su súplica sorprendió a Jōtarō, el cual no podía imaginar qué capricho psicológico le hacía simpatizar con un hombre que hacía tan poco tiempo la había atormentado.

—Quiero saber qué has hecho durante todos estos años —le dijo Otsū—. También yo tengo cosas que contarte, y tenemos que marcharnos de aquí tan rápido como podamos.

Jōtarō accedió en seguida, pues sabía que si la noticia del incidente llegaba a Shimonoshō, los miembros de la familia Hon'iden rodearían el pueblo para buscarles.

—¿Puedes correr, Otsū?

—Sí, no te preocupes por mí.

Y corrieron, en efecto, corrieron sin parar en la oscuridad, hasta que se quedaron sin aliento. Ambos tenían la sensación de revivir los viejos tiempos, cuando eran tan sólo una niña y un niño que recorrían juntos su camino.

Las únicas luces visibles en Mikazuki eran las de la posada. Una brillaba en el edificio principal, donde sólo un poco antes un grupo de viajeros —un mercader de metales cuyo negocio le llevaba a las minas locales, un vendedor de hilo procedente de Tajima, un sacerdote itinerante— habían estado sentados, hablando y riendo. Todos se habían acostado ya.

Jōtarō y Otsū se sentaron a conversar junto a la otra luz, en una pequeña habitación independiente donde vivía la madre del posadero, entre su rueca y los recipientes donde hervía los gusanos de seda. El posadero sospechaba que la pareja a la que acababa de conceder alojamiento eran amantes fugados, pero de todos modos aderezó la estancia para ellos.

—Así que no volviste a ver a Musashi en Edo —decía Otsū, la cual le había relatado sus andanzas en los últimos años.

Entristecido al saber que ella no había visto a Musashi desde aquel día en la carretera de Kiso, a Jōtarō le resultaba difícil hablar. No obstante, pensó que podía ofrecerle un rayo de esperanza.

—No es mucho para seguir adelante —le dijo—, pero en Himeji oí el rumor de que Musashi iría pronto allí.

—¿A Himeji? ¿Es posible que sea cierto? —dijo ella, ansiosa de aferrarse incluso a un clavo ardiendo.

—No es más que lo que dice la gente, pero los hombres de nuestro feudo hablan como si ya estuviera decidido. Dicen que pasará por allí camino de Kokura, donde ha prometido aceptar un desafío de Sasaki Kojirō. Es uno de los servidores del señor Hosokawa.

—También yo he oído algo parecido, pero no encontraba a nadie que tuviera noticias de Musashi o que supiera por lo menos dónde estaba.

—Bueno, el rumor que corre en los alrededores del castillo de Himeji probablemente es cierto. Parece ser que Hanazono Myōshinji, de Kyoto, que tiene estrechas relaciones con la Casa de Hosokawa, informó al señor Hosokawa sobre el paradero de Musashi, y Nagaoka Sado, un servidor de alto rango, entregó a Musashi la carta de desafío.

—¿Crees que sucederá pronto?

—No lo sé. La verdad es que nadie parece saberlo con exactitud. Pero si ha de ser en Kokura y si Musashi está en Kyoto, pasará por Himeji durante su viaje.

—Podría ir en barco.

Jōtarō sacudió la cabeza.

—No lo creo. Los daimyō de Himeji, Okayama y otros feudos a lo largo del Mar Interior le pedirán que pase en sus castillos una noche o más tiempo. Quieren ver qué clase de hombre es realmente y sondearle para ver si está interesado en una posición. El señor Ikeda escribió a Takuan. Luego hizo gestiones en el Myōshinji y dio instrucciones a los mayoristas de su zona para que le informen si ven a alguien que responda a la descripción de Musashi.

—Todo ello hace pensar aún más en que no viajará en barco. No hay nada que Musashi deteste más que un exceso de alharacas. Si se entera, hará cuanto pueda por evitarlo.

Otsū parecía deprimida, como si de improviso hubiera perdido toda esperanza.

—¿Qué te parece, Jōtarō? —le preguntó en tono suplicante—. Si yo fuese al Myōshinji, ¿crees que podría averiguar algo?

—Bueno, es posible, pero no debes olvidar que se trata sólo de chismorreos.

—Pero debe de haber algo de verdad en ello, ¿no crees?

—¿Tienes deseos de ir a Kyoto?

—Claro que sí, me gustaría partir ahora mismo… bueno, mañana.

—No te apresures tanto. Por ese motivo siempre pierdes a Musashi. En cuanto oyes un rumor, lo aceptas como si fuese un hecho fidedigno y partes al instante. Si quieres localizar un ruiseñor, tienes que mirar hacia un punto delante del lugar de donde procede su canto. Me parece que siempre vas en pos de Musashi, en lugar de prever dónde podría estar a continuación.

—Sí, es posible, pero el amor carece de lógica. —No se había detenido a pensar lo que estaba diciendo, y se sorprendió al ver que el rostro del joven se volvía carmesí al oír la palabra «amor». Recobrándose en seguida, le dijo—: Gracias por el consejo. Lo pensaré detenidamente.

—Sí, hazlo, pero entretanto regresa a Himeji conmigo.

—De acuerdo.

—Quiero que vengas a nuestra casa.

Otsū no le dijo nada.

—Por lo que dice mi padre, supongo que te conoció bastante bien hasta que abandonaste el Shippōji… No sé qué tiene pensado, pero me ha dicho que le gustaría verte una vez más y hablar contigo.

La llama de la vela amenazaba con extinguirse. Otsū se volvió y contempló el cielo bajo los estropeados aleros.

—Va a llover —dijo.

—¿A llover? Y mañana tenemos que ir a Himeji.

—¿Qué es un aguacero otoñal? Nos pondremos sombreros para la lluvia.

—Habría preferido que hiciera buen tiempo.

Cerraron los postigos contra la lluvia y la atmósfera de la habitación pronto se volvió calurosa y húmeda. Jōtarō era agudamente consciente de la fragancia femenina de Otsū.

—Ve a acostarte —le dijo—. Yo dormiré aquí.

Colocó un madero a guisa de almohada bajo la ventana y se tendió de costado, de cara a la pared.

—¿Todavía no te duermes? —rezongó Jōtarō—. Deberías hacerlo.

Se cubrió la cabeza con la fina estera, pero dio muchas vueltas antes de que cayera en un profundo sueño.