El maestro de escritura

El letrero en la entrada de un estrecho callejón en el distrito de los pescaderos de Okazaki decía: «Iluminación para los jóvenes. Lecciones de lectura y escritura», y ostentaba el nombre Muka, el cual, según todas las apariencias, era uno de los muchos rōnin empobrecidos pero honestos que se ganaban la vida compartiendo su educación de la clase guerrera con los hijos del pueblo llano.

La caligrafía era curiosa, como de aficionado, y hacía que aflorase una sonrisa a los labios de los transeúntes, pero Muka aseguraba que eso no le avergonzaba. Cada vez que se lo mencionaban, siempre contestaba lo mismo:

—En el fondo todavía soy un niño, así que estoy practicando con los niños.

El callejón desembocaba en un bosquecillo de bambúes, más allá del cual se hallaba el terreno de equitación de la Casa de Honda. Cuando hacía buen tiempo, aquel paraje siempre estaba cubierto por una nube de polvo, pues los caballeros a menudo practicaban desde el alba hasta que oscurecía. El linaje militar del que estaban tan orgullosos era el de los famosos guerreros Mikawa, la tradición de la que habían salido los Tokugawa.

Muka se desperezó tras la siesta del mediodía, fue al pozo y sacó agua. Su kimono gris sin forro y su capucha del mismo color muy bien podrían haber sido el atuendo de un hombre de cuarenta años, aunque en realidad aún no había cumplido los treinta. Tras lavarse la cara, entró en el bosquecillo y, de un solo tajo de espada, cortó una gruesa caña de bambú.

Después de lavar el bambú en el pozo, entró en la casa. Las persianas que colgaban a un lado mantenían a raya el polvo del terreno de equitación, pero como aquélla era la dirección por la que llegaba la luz, la única pieza parecía más pequeña y oscura de lo que realmente era. En un rincón había una tabla, sobre la cual colgaba un retrato anónimo de un sacerdote Zen. Muka colocó el trozo de bambú sobre la tabla y puso en el interior hueco una flor de correhuela.

«No está mal», se dijo, mientras retrocedía para examinar su obra.

Tomó asiento ante su mesa, empuñó el pincel y empezó a practicar, utilizando como modelo un manual de formales caracteres de tipo cuadrado, del que era autor Ch'u Sui-liang y un calco de la caligrafía del sacerdote Kōbō Daishi. Era evidente que había progresado sin cesar durante el año que llevaba viviendo allí, pues los caracteres que escribía ahora eran muy superiores a los que figuraban en el letrero de la entrada.

—Perdona que te moleste —le dijo la mujer que vivía al lado, esposa de un vendedor de pinceles para escritura.

—Entra, por favor —respondió Muka.

—Es sólo un momento. Me estaba preguntando… Hace un rato he oído un fuerte ruido, como si algo se rompiera. ¿No lo has oído?

Muka se echó a reír.

—No te preocupes. He sido yo al cortar un trozo de bambú.

—Ah, estaba inquieta. Pensé que quizá te había ocurrido algo. Mi marido dice que los samuráis que merodean por aquí tienen intención de matarte.

—Si lo hacen, poco importará. De todos modos, mi vida no vale tres monedas de cobre.

—No deberías ser tan despreocupado. A mucha gente la matan por cosas que ni siquiera recordaban haber hecho. Piensa en lo tristes que estarían todas las muchachas si sufrieras algún daño.

La mujer se marchó, sin preguntarle esta vez, como solía hacer: «¿Por qué no te casas? ¿Acaso no te gustan las mujeres?». Muka nunca le daba una respuesta clara, aunque él mismo había sido el causante de aquel interés al revelar lo suficiente para sugerir que sería un buen partido. Sus vecinos sabían que era un rōnin de Mimasaka, aficionado al estudio, y que había vivido durante algún tiempo en Kyoto y en los alrededores de Edo. Aseguraba que quería establecerse en Okazaki y dirigir una buena escuela. Como su juventud, diligencia y honestidad estaban fuera de toda duda, no era sorprendente que varias muchachas se mostraran interesadas por él como pretendiente, así como varios padres con hijas casaderas.

Aquel pequeño sector de la sociedad sentía una cierta fascinación por Muka. El vendedor de pinceles y su esposa le trataban amablemente, la mujer le había enseñado a cocinar y, en ocasiones, le lavaba la ropa y cosía sus prendas. En conjunto, el joven disfrutaba viviendo en aquella vecindad, donde todo el mundo se conocía y todos buscaban nuevas maneras de aportar interés a sus vidas. Siempre había algo en marcha, si no un festival o danzas callejeras o una celebración religiosa, un funeral o un enfermo del que cuidar.

Aquella noche pasó ante la casa del vendedor de pinceles y su esposa cuando éstos estaban cenando. La mujer chasqueó la lengua y comentó:

—¿Adonde irá? Por la mañana enseña a los niños, después de comer echa la siesta o estudia y por la noche sale. Es como un murciélago.

Su marido se rio entre dientes.

—¿Y eso qué tiene de malo? No deberías envidiarle sus excursiones nocturnas.

En las calles de Okazaki, los sonidos de una flauta de bambú se mezclaban con los zumbidos de los insectos cautivos en jaulitas de madera, el lamento rítmico de los cantantes callejeros ciegos, los gritos de vendedores de melones y sushi. No había nada allí que recordara el frenético ajetreo que caracterizaba a Edo. Las llamas de los faroles oscilaban, la gente paseaba enfundada en sus kimonos veraniegos. En el calor persistente de la jornada de verano, todo parecía relajado y en su sitio.

Cuando Muka pasó, las muchachas susurraron.

—Ahí va de nuevo.

—Humm…, no presta atención a nadie, como de costumbre.

Algunas jóvenes le saludaban con una inclinación de cabeza y luego se volvían hacia sus amigas y especulaban sobre el destino de Muka.

Éste caminó en línea recta, pasó de largo ante las callejas donde podría haber comprado los favores de las prostitutas de Okazaki, consideradas por muchos como una de las principales atracciones locales a lo largo de la carretera Tōkaidō. En el límite occidental de la ciudad, se detuvo y se estiró, dejando que el calor abandonara sus holgadas mangas. Delante de él corrían las rápidas aguas del río Yahagi y estaba el puente del mismo nombre, con sus 208 tramos, el más largo de la ruta Tōkaidō. Caminó hacia el delgado personaje que le aguardaba junto al primer poste.

—¿Musashi?

Musashi sonrió a Matahachi, el cual vestía su túnica de sacerdote.

—¿Ha regresado el maestro? —le preguntó.

—No.

Cruzaron el puente hombro contra hombro. En una colina cubierta de pinos que se alzaba en la orilla opuesta había un antiguo templo Zen. Como la colina se llamaba Hachijō, el templo había recibido el nombre de Hachijōji. Subieron por la oscura cuesta ante el portal.

—¿Cómo te van las cosas? —le preguntó Musashi—. Practicar el Zen debe de ser difícil.

—Lo es —replicó Matahachi, inclinando con desaliento su cabeza rapada que, desprovista de cabello, tenía un tono azulado—. A menudo he pensado en huir. Si he de pasar por la tortura mental para convertirme en un ser humano decente, preferiría echarme un lazo corredizo alrededor del cuello y olvidarme de ello.

—No permitas que te venza el desánimo. Todavía sólo estás en los comienzos. Tu verdadero adiestramiento no comenzará hasta que hayas suplicado al maestro y persuadido de que te tome como discípulo.

—Eso no siempre es posible. He aprendido a disciplinarme un poco. Y cada vez que me siento en baja forma, pienso en ti. Si tú eres capaz de superar tus dificultades, yo también debería poder superar las mías.

—Así es como debería ser. No hay ninguna razón para que no puedas hacer nada de lo que yo hago.

—Recordar a Takuan es una ayuda. De no haber sido por él, me habrían ejecutado.

—Si puedes resistir las penalidades, experimentarás un placer mayor que el dolor —le dijo Musashi seriamente—. Día y noche, hora tras hora, la gente es asaltada por oleadas de dolor y placer, una y otra vez. Si sólo intentan experimentar el placer, dejan de estar realmente vivos. Entonces el placer se evapora.

—Empiezo a comprender.

—Piensa en un simple bostezo. El bostezo de una persona que está trabajando con ahínco es diferente del bostezo de un hombre perezoso. Mucha gente se muere sin conocer el placer que puede aportar un bostezo.

—Humm. En el templo me hablan de un modo parecido.

—Confío en que pronto llegue el día en que pueda presentarte al maestro. También yo deseo pedirle orientación. Necesito saber más sobre el Camino.

—¿Cuándo crees que regresará?

—No es fácil saberlo, pues los maestros Zen a veces deambulan por el país como una nube durante dos o tres años a la vez. Ahora que estás aquí, deberías decidirte a esperarle hasta cuatro o cinco años, si es necesario.

—¿Tú también?

—Sí. Vivir en ese callejón, entre gentes pobres y honestas, es un buen entrenamiento, forma parte de mi educación. No es un tiempo perdido.

Tras abandonar Edo, Musashi había pasado por Atsugi. Entonces, inducido por las dudas sobre su futuro, se internó en las montañas de Tanzawa, de las que salió al cabo de dos meses más preocupado y ojeroso que nunca. Resolver un problema sólo le conducía a otro. A veces se sentía tan torturado que su espada parecía un arma dirigida contra sí mismo.

Entre las posibilidades que había considerado estaba la de elegir la vía fácil. Si accedía a vivir de una manera cómoda y ordinaria con Otsū, la vida sería sencilla. Casi cualquier feudo estaría dispuesto a pagarle lo suficiente para mantenerse, quizá entre quinientas y mil fanegas. Pero cuando se lo planteaba, la respuesta era siempre negativa. Una existencia cómoda imponía restricciones y él no podía someterse a ellas.

En otras ocasiones, se sentía como perdido en unas ilusiones bajas y pusilánimes, como los demonios hambrientos en el infierno. Entonces, durante algún tiempo, su mente se aclaraba y podía entregarse al placer de su orgulloso aislamiento. En su corazón tenía lugar una lucha continua entre la luz y la oscuridad. Noche y día, oscilaba entre la exuberancia y la melancolía. Pensaba en su dominio de la espada y se sentía insatisfecho. Al reflexionar en lo largo que era el Camino, en lo lejos que estaba él todavía de la madurez, la angustia atenazaba su corazón. En otras ocasiones, la vida en la montaña le animaba y sus pensamientos se centraban en Otsū.

Al bajar de las montañas, fue a pasar unos días en el Yugyōji, en Fujisawa, y luego se dirigió a Kamakura. Fue allí donde se encontró con Matahachi. Éste había tomado la firme resolución de no recaer en la indolencia, y se hallaba en Kamakura debido a que allí había muchos templos Zen, pero le atenazaba una desazón todavía más intensa que la de Musashi.

Su amigo de la infancia le tranquilizó.

—No es demasiado tarde. Si logras autodisciplinarte, podrás comenzar de nuevo. Lo peor que puedes hacer es decirte que todo ha terminado, que no sirves para nada. —Entonces se sintió obligado a añadir—: A decir verdad, yo mismo he tropezado contra un muro. Hay ocasiones en las que me pregunto si tengo futuro, pues me siento completamente vacío. Es como estar confinado dentro de una cáscara. Me odio a mí mismo, me digo que no sirvo para nada. Pero al recriminarme y obligarme a seguir adelante, logro romper esa cáscara a patadas, y entonces un nuevo camino se abre ante mí.

—Créeme, esta vez se trata de una auténtica lucha. Forcejeo dentro de la cáscara, incapaz de hacer nada. He bajado de las montañas porque he recordado a una persona de la que estoy seguro que podría ayudarme.

La persona en cuestión era el sacerdote Gudō.

—Él es quien te ayudó al principio de tu búsqueda del Camino, ¿no es cierto? ¿No podrías presentármelo y pedirle que me acepte como discípulo?

Al principio, Musashi dudó de la sinceridad de Matahachi, pero tras enterarse de los infortunios que había sufrido en Edo, llegó a la conclusión de que hablaba en serio. Los dos preguntaron por Gudō en varios templos Zen, pero no lograron enterarse de su paradero. Musashi sabía que el sacerdote ya no estaba en el Myōshinji de Kyoto. Se había marchado varios años antes y había viajado durante algún tiempo por el este y el nordeste. También sabía que era un hombre muy errante, el cual podría estar en Kyoto, dando lecciones de Zen al emperador un día y al día siguiente deambulando por el campo. Se sabía que Gudō se había detenido varias veces en el Hachijōji de Okazaki, y un sacerdote sugirió que aquél podría ser el mejor lugar para esperarle.

Musashi y Matahachi estaban sentados en la pequeña cabaña donde dormía el segundo. Musashi le visitaba allí con frecuencia y conversaban hasta muy entrada la noche. Matahachi no estaba autorizado a utilizar el dormitorio del templo, el cual, como los demás edificios del Hachijōji, era una dependencia rústica, con tejado de paja, puesto que no había sido aceptado oficialmente como sacerdote.

—¡Ah, estos mosquitos! —exclamó Matahachi, aventando el humo del repelente de insectos y restregándose a continuación los ojos irritados—. Salgamos de aquí.

Se dirigieron al pabellón principal y se sentaron en el porche. El entorno estaba desierto y soplaba una fresca brisa.

—Esto me recuerda el Shippōji —dijo Matahachi, en un tono apenas audible.

—Tienes razón —convino Musashi.

Guardaron silencio, como siempre hacían en ocasiones como aquélla, pues los pensamientos de su hogar les traían invariablemente recuerdos de Otsū u Osugi o acontecimientos de los que ninguno de ellos deseaba hablar por temor a perturbar su relación actual.

Pero al cabo de unos momentos, Matahachi dijo:

—La colina en la que se alza el Shippōji es más alta, ¿verdad? Pero aquí no hay ningún cedro antiguo. —Hizo una pausa, miró un instante el perfil de Musashi y añadió tímidamente—: Hay algo que quisiera pedirte, pero…

—¿Qué es ello?

—Se trata de Otsū… —empezó a decir Matahachi, pero se interrumpió en seguida. Cuando le pareció que la emoción no le impediría continuar, siguió diciendo—: Me pregunto qué estará haciendo ahora Otsū, qué habrá sido de ella. Últimamente pienso en ella a menudo, y le pido disculpas en mi corazón por lo que le hice. Me avergüenza admitirlo, pero en Edo la obligué a vivir conmigo. Sin embargo, no sucedió nada, pues ella se negó a permitir que la tocara. Supongo que después de que partiera a Sekigahara, Otsū debió de ser como una flor caída. Ahora es una flor que florece en un árbol distinto, en otro suelo.

La seriedad con que hablaba se reflejaba en su semblante y su voz era profunda.

—Takezō… no, Musashi: cásate con Otsū, te lo ruego. Eres la única persona que puede salvarla. Nunca había sido capaz de decir tal cosa, pero ahora que he decidido convertirme en un discípulo de Gudō, estoy resignado al hecho de que Otsū no es mía. Aun así, estoy preocupado por ella. ¿No la buscarás y le darás la felicidad que ella anhela?

Eran casi las tres de la madrugada cuando Musashi echó a andar por el oscuro sendero de montaña. Tenía los brazos cruzados y la cabeza gacha. Las palabras de Matahachi resonaban en sus oídos. La angustia parecía tirar de sus piernas. Se preguntó cuántas noches de tormento Matahachi habría soportado haciendo acopio del valor necesario para hablarle así. No obstante, a Musashi le parecía que su propio dilema era más complicado y doloroso.

Pensó que Matahachi confiaba en huir de las llamas del pasado para entrar en la frescura salvadora de la iluminación, tratando de encontrar, como un niño que nace, en el doble y misterioso dolor de tristeza y éxtasis una vida digna de ser vivida.

Musashi no había sido capaz de decirle: «No puedo hacer eso», y mucho menos «No quiero casarme con Otsū. Es tu prometida. Arrepiéntete, purifica tu corazón y haz que te acepte de nuevo». Al final se había callado, pues cualquier cosa que hubiera dicho habría sido una mentira.

Matahachi le había suplicado fervientemente: «A menos que tenga la seguridad de que Otsū estará bien cuidada, no me servirá de nada convertirme en un discípulo. Tú eres quien me instó a adiestrarme y disciplinarme. Si eres amigo mío, salva a Otsū. Ésa es la única manera de salvarme a mí también».

Musashi se sorprendió cuando Matahachi perdió el dominio de sus emociones y se echó a llorar. No le había creído capaz de semejante hondura de sentimiento. Y cuando se levantó para marcharse, Matahachi le cogió de la manga y le imploró una respuesta. «Déjame pensar en ello», fue todo lo que Musashi pudo decirle. Ahora se maldecía a sí mismo por haber sido un cobarde y lamentaba la incapacidad de superar su inercia.

Musashi pensó entristecido que quienes no han sufrido esa dolencia del espíritu no pueden conocer la angustia que ocasiona. No se trataba simplemente de permanecer ocioso, que a menudo es un estado agradable, sino de querer con desesperación hacer algo y ser incapaz de hacerlo. Su mente y sus ojos parecían nublados y vacíos. Había ido tan lejos como podía en una dirección, y ahora se sentía impotente tanto para retroceder como para emprender un nuevo camino. Era como estar prisionero en un lugar inexistente. Su frustración engendraba dudas sobre sí mismo, recriminaciones y lágrimas.

Sentirse airado consigo mismo y recordar todo cuanto había hecho mal no le ayudaba lo más mínimo. Los primeros síntomas de su dolencia fueron lo que le hizo separarse de Iori y Gonnosuke y cortar sus lazos con sus amigos de Edo. Pero su intención de romper la cáscara antes de que estuviera bien formada había fracasado. La cáscara seguía allí, encerrando su yo vacío como la piel abandonada de una cigarra.

Siguió caminando, indeciso. El ancho cauce del río Yahagi apareció ante su vista, y notó en el rostro el fresco viento procedente del río.

De repente, advertido por un silbido penetrante, saltó a un lado. El proyectil pasó a cinco pies de él, y la detonación de un mosquete reverberó en el río. Musashi, contando dos segundos entre el paso de la bala y el sonido, calculó que el arma había sido disparada desde bastante distancia. Saltó bajo el puente y se aferró a un poste como un murciélago.

Transcurrieron varios minutos antes de que tres hombres bajaran corriendo por la colina Hachijō, como pinas que rodaran impulsadas por el viento. Cerca del extremo del puente, se detuvieron y empezaron a buscar el cuerpo. Convencido de que había dado en el blanco, el mosquetero arrojó la mecha. Vestía ropas más oscuras que los otros dos e iba enmascarado, de modo que sólo sus ojos eran visibles.

El cielo se había aclarado un poco y los adornos de latón en la culata del arma brillaban tenuemente.

Musashi no podía imaginar quiénes, entre las gentes de Okazaki, querrían su muerte. Cierto era que no faltaban los candidatos, pues en el transcurso de sus combates había derrotado a muchos hombres en quien aún podía arder el deseo de venganza. Había matado a muchos otros cuyas familias o amigos tal vez querían desquitarse.

Toda persona que siguiera el Camino de la Espada corría constantemente el peligro de que le mataran. Si escapaba por un pelo, lo más probable era que, por eso mismo, aumentaran sus enemigos o se creara un nuevo peligro. El peligro era la piedra de amolar con la que el espadachín afilaba su espíritu. Los enemigos eran maestros en el arte de la simulación y el disfraz.

La enseñanza del peligro a permanecer alerta incluso durmiendo, aprender de los enemigos en todo momento, usar la espada como un medio para dejar vivir a la gente, gobernar el reino, alcanzar la iluminación, compartir los propios goces en la vida con los demás…, todo ello era inherente al Camino de la Espada.

Mientras Musashi permanecía agazapado bajo el puente, la fría realidad de la situación le estimuló, y su languidez se evaporó. Respirando muy someramente, sin hacer el menor ruido, dejó que sus atacantes se aproximaran. Al no encontrar el cadáver, registraron el camino desierto y el espacio bajo el extremo del puente.

Musashi abrió mucho los ojos. Aunque vestían de negro, los hombres estaban provistos de espadas de samurái y calzaban bien. Los únicos samuráis en el distrito eran los servidores de la casa de Honda en Okazaki y la Casa Owari de Tokugawa en Nagoya. Que él supiera, no tenía enemigos en ninguno de los dos feudos.

Uno de los hombres se agachó en las sombras y recuperó la mecha, la encendió y la agitó. Tales acciones hicieron pensar a Musashi que había más hombres al otro lado del puente. No podía moverse, por lo menos de momento. Si se mostraba, sería una invitación a recibir más disparos de mosquete. Aun cuando ganara la orilla opuesta, el peligro, tal vez un peligro mayor, le aguardaba allí. Pero tampoco podía permanecer donde estaba durante mucho más tiempo. Sabedores de que no había cruzado el puente, se le irían aproximando y lo más probable era que descubrieran su escondite.

El plan que debía poner en práctica cruzó por su mente como un relámpago. Su razonamiento no dependía de las teorías del Arte de la Guerra, que constituían la fibra de la intuición del guerrero adiestrado. Razonar una forma de ataque era un proceso dilatorio, que a menudo tenía como resultado la derrota en situaciones en las que la velocidad era esencial. El instinto del guerrero no debía confundirse con el instinto animal. Como una reacción visceral, procedía de una combinación de sabiduría y disciplina. Era un razonamiento fundamental que iba más allá de la razón, la capacidad de efectuar el movimiento correcto en una fracción de segundo sin necesidad de pasar por el proceso del pensamiento.

—¡Es inútil que intentéis esconderos! —gritó—. ¡Si me estáis buscando, aquí estoy!

El viento era ahora bastante fuerte, y no estaba seguro de si sus atacantes oirían su voz o no.

La respuesta fue otro disparo. Por supuesto, Musashi ya no estaba allí. Mientras la bala todavía volaba, él saltó nueve pies más cerca del extremo del puente.

Se precipitó en medio de ellos. Los hombres se separaron ligeramente, enfrentándose a él desde tres direcciones, pero totalmente faltos de coordinación. Musashi golpeó hacia abajo al hombre del centro con su espada larga, al tiempo que daba un tajo lateral con la espada corta al hombre situado a su izquierda. El tercer hombre huyó a través del puente, corrió, tropezó y saltó por encima del pretil.

Musashi siguió caminando, manteniéndose a un lado y deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Al ver que no sucedía nada más, regresó a casa y se acostó.

A la mañana siguiente dos samuráis se presentaron en su casa. La entrada estaba llena de sandalias infantiles, por lo que dieron la vuelta hasta la puerta trasera.

—¿Eres el sensei Muka? —le preguntó uno de ellos—. Pertenecemos a la Casa de Honda.

Musashi alzó la vista de lo que estaba escribiendo y respondió:

—Sí, soy Muka.

—¿Es tu verdadero nombre Miyamoto Musashi? En caso afirmativo, no intentes ocultarlo.

—Soy Musashi.

—Creo que conoces a Watari Shima.

—Me temo que no.

—Dice que ha asistido a dos o tres certámenes de poemas haiku en los que estabas presente.

—Ahora que lo mencionas, sí, en efecto, le recuerdo. Nos conocimos en casa de un amigo mutuo.

—Shima quisiera saber si te placería ir a pasar una velada con él.

—Si busca a alguien con quien componer haikus, no soy la persona adecuada. Si bien es cierto que he sido invitado a tales certámenes, soy un hombre sencillo con muy poca experiencia en ese arte.

—Creo que está interesado en hablar contigo de artes marciales.

Los discípulos de Musashi miraban preocupados a los dos samuráis. Durante unos instantes, Musashi también los miró fijamente, y finalmente respondió:

—En ese caso, será un placer visitarle. ¿Cuándo he de ir?

—¿Podría ser esta noche?

—De acuerdo.

—Enviará un palanquín para que te lleve a su casa.

—Es muy amable por su parte. Estaré esperando.

Una vez los samuráis se hubieron marchado, el maestro se volvió hacia sus alumnos.

—Bueno, muchachos, no debéis ceder a la tentación de distraeros. Volved al trabajo. Miradme. También yo estoy practicando. Tenéis que concentraros tan completamente que ni siquiera oigáis hablar a la gente o el chirrido de las cigarras. Si sois perezosos de jóvenes, os volveréis como yo y tendréis que practicar cuando seáis adultos.

Se echó a reír y miró a su alrededor las caras y manos manchadas de tinta de los chiquillos.

Cuando llegó el crepúsculo, se puso un hakama y se preparó para partir. En el momento en que estaba tranquilizando a la esposa del vendedor de pinceles, asegurándole que no le ocurriría nada, llegó el palanquín, no el sencillo, un simple cesto, que abundaba en la ciudad, sino una silla de manos lacada, a la que acompañaban dos samuráis y tres servidores.

Los vecinos, asombrados ante aquella escena, se apiñaron alrededor y susurraron entre ellos. Los niños llamaron a sus amigos y charlaron excitados.

—Sólo los grandes personajes viajan en palanquines como ése.

—Nuestro maestro debe de ser alguien.

—¿Adonde va?

—¿Crees que volverá?

Los samuráis cerraron la portezuela del palanquín, apartaron a la gente del camino y se pusieron en marcha.

Aunque no sabía qué le esperaba, Musashi sospechaba que existía una relación entre la invitación y el incidente en el puente de Yahagi. Tal vez Shima iba a reconvenirle por haber matado a dos samuráis de Honda. También era posible que Shima fuese la persona que estuvo detrás del espionaje y el ataque por sorpresa y que ahora estuviera dispuesto a enfrentarse abiertamente a Musashi. Como no creía que nada bueno pudiera salir de la reunión de aquella noche, Musashi se resignó a encararse a una situación difícil. Las especulaciones no le llevarían muy lejos. El Arte de la Guerra exigía que descubriera cuál era su posición y actuara en consonancia.

El palanquín oscilaba suavemente, como un barco en el mar. Musashi oyó el sonido del viento entre los pinos y pensó que debían de encontrarse en el bosque, cerca del muro norte del castillo. No parecía un hombre preparado para un ataque impredecible. Con los ojos semicerrados, aparentaba dormitar.

Cuando se abrió la puerta enrejada del castillo, los porteadores avanzaron más despacio y los samuráis hablaron en tonos más bajos. Pasaron junto a faroles de llamas oscilantes y llegaron a las dependencias del castillo. Cuando Musashi bajó del palanquín, los sirvientes le acompañaron en silencio pero cortésmente a un pabellón abierto. Dado que las persianas estaban enrolladas en los cuatro costados, la brisa penetraba en agradables oleadas. Las llamas de los faroles se empequeñecían y agrandaban al capricho del viento. La noche veraniega era muy calurosa, pero allí no se tenía la menor sensación de bochorno.

—Soy Watari Shima —le dijo su anfitrión, un típico samurái Mikawa, robusto, viril, alerta pero no de un modo ostensible, sin revelar el menor signo de debilidad.

—Yo soy Miyamoto Musashi. —Una inclinación de cabeza acompañó a la respuesta igualmente sencilla.

Shima devolvió la reverencia y dijo:

—Acomódate, por favor. —Entonces, sin la menor formalidad, fue directamente al grano—: Me han dicho que anoche mataste a dos de nuestros samuráis. ¿Es eso cierto?

—Sí, lo es. —Musashi miró directamente a los ojos de Shima.

—Te debo una disculpa —dijo Shima seriamente—. Hoy me he enterado del incidente, cuando me han informado de las muertes. Ha habido una investigación, por supuesto. Aunque conocía tu nombre desde hace largo tiempo, ignoraba que vivieras en Okazaki.

—En cuanto al ataque, me han dicho que te disparó un grupo de hombres, uno de los cuales es discípulo de Miyake Gumbei, experto en artes marciales del estilo Tōgun.

Musashi no percibió subterfugio alguno, aceptó las palabras de Shima en su sentido literal y el relato fue desgranándose gradualmente. El discípulo de Gumbei era uno de varios samuráis de Honda que habían estudiado en la escuela Yoshioka. Los agitadores que había entre ellos se reunieron y decidieron matar al hombre que había puesto fin a la gloria de la escuela Yoshioka.

Musashi sabía que el nombre de Yoshioka Kempō era todavía reverenciado en todo el país. En el oeste de Japón, sobre todo, habría sido difícil encontrar un feudo donde no hubiera algún samurái que no hubiera estudiado en su escuela. Musashi le dijo a Shima que comprendía su odio hacia él, pero que lo consideraba como una animosidad personal más que una razón legítima para vengarse, de acuerdo con el Arte de la Guerra.

Shima pareció estar de acuerdo.

—He convocado a los supervivientes y les he amonestado. Confío en que nos perdones y olvides el incidente. También Gumbei está muy disgustado. Si no te importa, me gustaría presentártelo. Está deseoso de disculparse ante ti.

—Eso no es necesario. Lo sucedido ha sido un incidente normal para cualquier hombre entregado a las artes marciales.

—Aun así…

—Bien, dejemos de lado las excusas. Pero si desea que hablemos del Camino, será un placer para mí conocerle. Su nombre me resulta familiar.

Enviaron a un hombre en busca de Gumbei, y, una vez efectuadas las presentaciones, la conversación giró sobre las espadas y el arte de la esgrima.

—Me gustaría que me hablaras del estilo Tōgun —le dijo Musashi—. ¿Es una creación tuya?

—No —replicó Gumbei—. Lo aprendí de mi maestro, Kawasaki Kaginosuke, de la provincia de Echizen. Según el manual que me dio, lo desarrolló cuando vivía como un ermitaño en el monte Hakuun, en Kōzuke. Parece haber aprendido muchas de sus técnicas de un monje de la secta Tendai llamado Tōgumbo… Pero háblame de ti. He oído mencionar tu nombre infinidad de veces, y tenía la impresión de que eras mayor. Ya que estás aquí, me pregunto si me favorecerías con una lección. —El tono era amistoso. Sin embargo, aquello era una invitación a combatir.

—En alguna otra ocasión —replicó Musashi en tono ligero—. Ahora ya debo marcharme. La verdad es que no conozco el camino de regreso a casa.

—Cuando te marches, enviaré a alguien contigo —dijo Shima.

—Al enterarme de que habían derribado a dos hombres, fui allí a echar un vistazo —dijo Gumbei—. Observé que no podía relacionar las posiciones de los cuerpos con sus heridas, por lo que interrogué al hombre que escapó. La impresión de éste fue que habías usado dos espadas al mismo tiempo. ¿Es posible que eso sea cierto?

Musashi sonrió y dijo que nunca había hecho tal cosa de una manera consciente. Consideraba lo que hacía como luchar con un cuerpo y una espada.

—No deberías ser tan modesto —dijo Gumbei—. Háblanos de ello. ¿Cómo practicas? ¿Cuáles deben ser los pesos para que uses dos espadas libremente?

Musashi comprendió que no podría marcharse antes de que diera alguna clase de explicación, y miró a su alrededor. Sus ojos se posaron en dos mosquetes situados en el receso de la pared, y pidió que se los prestaran. Shima le dio permiso y Musashi se colocó en el centro de la sala sujetando las dos armas por los cañones, una en cada mano. Alzó una rodilla y dijo:

—Dos espadas son como una espada. Una espada es como dos espadas. Nuestros brazos están separados, pero ambos pertenecen al mismo cuerpo. En todas las cosas, el razonamiento fundamental no es dual sino singular. Todos los estilos y todas las facciones son iguales en este aspecto. Os lo mostraré.

Pronunció estas palabras espontáneamente, y cuando terminó alzó un brazo y dijo: «Con vuestro permiso». Entonces empezó a hacer girar los mosquetes. Las armas giraron como devanaderas, produciendo un pequeño torbellino. Los dos hombres que lo contemplaban palidecieron. Musashi se detuvo y se llevó los codos a los costados. Fue al receso de la pared y dejó allí los mosquetes. Se rio quedamente y dijo:

—Tal vez eso os ayudará a comprender.

Sin ofrecer más explicaciones, hizo una reverencia a su anfitrión y se despidió. Shima estaba tan pasmado que se olvidó de pedir a alguien que acompañara a Musashi a su casa.

Una vez fuera del portal, Musashi se volvió para echar un último vistazo, aliviado por haberse librado de Watari Shima. Aún desconocía las verdaderas intenciones de aquel hombre, pero una cosa estaba clara. No sólo conocía su identidad, sino que se había visto envuelto en un incidente. Lo más sensato sería abandonar Okazaki aquella misma noche.

Estaba pensando en la promesa que le había hecho a Matahachi de esperar el regreso de Gudō, cuando avistó las luces de Okazaki y una voz le llamó desde un pequeño santuario a un lado del camino.

—Musashi, soy yo, Matahachi. Estábamos preocupados por ti, así que hemos venido aquí a esperarte.

—¿Preocupados? —inquirió Musashi.

—Hemos ido a tu casa. Tu vecina nos ha dicho que ciertos hombres te han estado espiando recientemente.

—¿Por qué hablas en plural?

—El maestro ha regresado hoy.

Gudō estaba sentado en la terraza del santuario. Era un hombre de semblante fuera de lo corriente, su piel tan negra como la de una cigarra gigante, sus ojos hundidos brillantes bajo las altas cejas. Parecía tener entre cuarenta y cincuenta años, pero sería imposible adivinar con cierta precisión la edad de semejante hombre. Delgado pero membrudo, tenía una voz resonante.

Musashi fue a su encuentro, se arrodilló y aplicó la cabeza al suelo. Gudō le contempló en silencio durante uno o dos minutos.

—Ha pasado mucho tiempo —le dijo.

Musashi alzó la cabeza y dijo quedamente:

—Muchísimo tiempo.

Gudō o Takuan… Desde hacía mucho, Musashi estaba convencido de que sólo uno u otro de aquellos dos hombres podría sacarle del callejón sin salida en que se encontraba actualmente. Por fin, tras esperar todo un año, allí estaba Gudō. Contempló el rostro del sacerdote como podría contemplar la luna en una noche oscura.

—¡Sensei! —gritó de súbito vigorosamente.

—¿Qué es ello?

Gudō no tenía necesidad de preguntarlo. Sabía lo que Musashi deseaba, previéndolo como una madre adivina las necesidades de su hijo.

Musashi volvió a aplicar la cabeza en el suelo y dijo:

—Han pasado casi diez años desde que estudié contigo.

—¿Tanto tiempo ha pasado?

—Sí, pero incluso después de todos esos años, dudo de que mi avance por el Camino sea mensurable.

—Todavía hablas como un chiquillo, ¿eh? No podrías haber llegado muy lejos.

—Estoy lleno de remordimientos.

—¿De veras?

—Mi adiestramiento y mi autodisciplina han logrado muy poco.

—Siempre hablas de esas cosas. Mientras lo hagas, será fútil.

—¿Qué ocurriría si abandonara?

—Volverías a estar enmarañado. Serías una basura humana, peor incluso que antes, cuando no eras más que un necio ignorante.

—Si abandono el Camino, caeré en un abismo. Sin embargo, cuando intento avanzar hacia la cumbre, descubro que no estoy a la altura de la tarea. A medio camino oscilo con el viento, y no soy ni el espadachín ni el ser humano que quiero ser.

—Eso parece resumirlo todo.

—No puedes saber hasta qué punto me he sentido desesperado. ¿Qué debo hacer? ¡Dímelo! ¿Cómo puedo liberarme de la inacción y la confusión?

—¿Por qué me lo preguntas? Sólo puedes confiar en ti mismo.

—Permíteme que me siente de nuevo a tus pies y reciba tu reconvención. Yo y Matahachi. O dame un golpe con tu bastón para despertarme de este oscuro vacío. Te lo ruego, sensei, ayúdame. —Musashi no había alzado la cabeza. No vertía lágrimas, pero tenía la voz ahogada.

Gudō, sin conmoverse lo más mínimo, dijo:

—Ven, Matahachi.

Y juntos se alejaron del santuario.

Musashi corrió en pos del sacerdote, le agarró de la manga, le suplicó y rogó.

El sacerdote sacudió la cabeza en silencio. Al ver que Musashi insistía, le dijo:

—¡De ninguna manera! —Y entonces añadió, airado—: ¿Qué puedo decirte? ¿Qué más puedo darte? Solamente un puñetazo en la cabeza.

Agitó el puño en el aire, pero no lo descargó.

Musashi le soltó la manga y se dispuso a decir algo más, pero el sacerdote se alejó rápidamente, sin detenerse para mirar atrás.

Matahachi, al lado de Musashi, le dijo:

—Cuando le vi en el templo y le expliqué nuestros sentimientos y por qué queríamos convertirnos en sus discípulos, apenas me escuchó. Cuando terminé, respondió: «¿Ah, sí?», y me dijo que yo podía seguir y servirle. Tal vez si nos sigues, cuando parezca estar de buen humor, podrás pedirle lo que quieres.

Gudō se volvió y llamó a Matahachi.

—Ya voy —dijo éste—. Haz lo que te digo —aconsejó a Musashi, antes de correr para alcanzar al sacerdote.

Musashi, pensando que perder nuevamente de vista a Gudō sería fatal, decidió seguir el consejo de Matahachi. En el flujo del tiempo universal, una vida humana de sesenta o setenta años tenía sólo la duración de un relámpago. En ese breve periodo de tiempo él había tenido el privilegio de conocer a un hombre como Gudō, y sería una necedad dejar pasar la ocasión.

«Es una oportunidad sagrada», se dijo. Cálidas lágrimas se agolparon en las comisuras de sus ojos. Tenía que seguir a Gudō hasta el fin del mundo si fuese necesario, perseguirle hasta que escuchara de sus labios la palabra que anhelaba.

Gudō se alejó de la colina Hachijō, aparentemente como si ya no le interesara el templo que se alzaba allí. Su corazón ya había empezado a fluir con el agua y las nubes. Cuando llegó al Tōkaidō, giró al oeste, en dirección a Kyoto.