Barrenderos y vendedores

Las flores de cerezo, pasada ya su época de esplendor, estaban pálidas y las flores de cardo se marchitaban, una decadencia que hacía pensar en la época, siglos atrás, cuando Nara era la capital del país. El calor era un poco fuerte para andar, pero ni Gonnosuke ni Iori se cansaban del camino.

Iori tiró de la manga de Gonnosuke y le dijo preocupado:

—Ese hombre todavía nos sigue.

Gonnosuke mantuvo la vista adelante y replicó:

—Haz como si no le vieras.

—Lo tenemos detrás desde que salimos del Kōfukuji.

—Humm.

—Y estaba en la posada donde nos alojábamos, ¿no es cierto?

—No te preocupes por eso. No tenemos nada que merezca la pena robar.

—¡Tenemos nuestras vidas! No puedes decir que eso no es nada.

—Ja, ja. Yo guardo mi vida cerrada bajo llave. ¿Y tú?

—Puedo cuidar de mí mismo —dijo Iori, cerrando la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada envainada.

Gonnosuke sabía que el hombre era el sacerdote de montaña que había desafiado a Nankōbō el día anterior, pero no podía imaginar por qué les estaba siguiendo.

Iori miró de nuevo atrás.

—Ya no está ahí.

Gonnosuke miró también.

—Probablemente se ha cansado. —Aspiró hondo y añadió—: Pero así me siento mejor.

Aquella noche pernoctaron en una casa de campo, y a la mañana siguiente, temprano, llegaron a Amano, en Kawachi. Era un pueblecito de casas de aleros bajos, detrás de las cuales corría un arroyo de agua cristalina de montaña. Gonnosuke había ido allí para pedir que colocaran la tablilla funeraria de su madre en el Kongōji, el llamado monte Kōya de las mujeres, pero antes quería buscar a una mujer llamada Oan, a quien conocía desde su infancia, para pedirle que se encargara de quemar incienso ante la tabula de vez en cuando. Si no la encontraba, se proponía ir al monte Kōya, el lugar de enterramiento de los ricos y poderosos. Confiaba en no tener que hacerlo, pues allí se sentiría como un pordiosero.

Preguntó a la esposa de un tendero y se enteró de que Oan era la esposa de un fabricante de sake llamado Tōroku, y su casa la cuarta a la derecha pasado el portal del templo.

Al cruzar el portal, Gonnosuke dudó de que la mujer supiera de qué hablaba, pues había un letrero según el cual no se podía entrar con sake y puerros en el sagrado recinto. ¿Cómo podía haber allí una manufactura de sake?

El mismo Tōroku aclaró este pequeño misterio aquella noche. El hombre les había dado una cálida acogida y en seguida convino en que hablaría con el abad acerca de la tablilla funeraria. Tōroku dijo que en cierta ocasión Toyotomi Hideyoshi había saboreado el sake fabricado para uso del templo y expresó su admiración por el brebaje. Entonces los sacerdotes establecieron la pequeña fábrica de sake con destino a Hideyoshi y los demás daimyō que contribuían al mantenimiento del templo. La producción bajó un poco después de la muerte de Hideyoshi, pero el templo seguía suministrando su sake a varios benefactores especiales.

A la mañana siguiente, cuando Gonnosuke e Iori se despertaron, Tōroku ya se había ido. Regresó poco después del mediodía y dijo que todo estaba arreglado.

El Kongōji se hallaba en el valle del río Amano, entre picos color de jade. Gonnosuke, Iori y Tōroku se detuvieron un momento en el puente que conducía a la entrada principal. En el agua, debajo del puente, flotaban flores de cerezo. Gonnosuke enderezó los hombros y pareció adoptar una actitud de reverencia. Iori se alisó el cuello del kimono.

Al aproximarse al pabellón principal, salió a recibirles el abad, un hombre alto y bastante robusto vestido con una túnica de sacerdote ordinario. No habría parecido sorprendente que completara su atuendo un sombrero de juncos desgarrado y un largo bastón.

—¿Es éste el hombre que quiere que se celebre un servicio por su madre? —preguntó en tono amistoso.

—Sí, señor —replicó Tōroku, postrándose en el suelo.

Gonnosuke había esperado encontrarse con un religioso de semblante severo vestido con brocado de oro, y saludó al abad un tanto confuso. Hizo una reverencia y vio que el sacerdote bajaba del porche, se calzaba los grandes pies con unas sucias sandalias de paja y se acercaba hasta detenerse ante él. Con el rosario en la mano, el abad les indicó que le siguieran, y un joven sacerdote se colocó detrás de ellos.

Pasaron por delante del pabellón de Yakushi, el refectorio, la pagoda del tesoro, de un solo piso, y los aposentos de los sacerdotes. Cuando llegaron al pabellón de Dainichi, el joven sacerdote se adelantó y habló con el abad. Éste asintió y el sacerdote abrió la puerta con una llave enorme.

Gonnosuke e Iori entraron juntos en la gran sala y se arrodillaron ante el estrado de los sacerdotes. A diez pies por encima del estrado se alzaba una enorme estatua dorada de Dainichi, el Buda universal de las sectas esotéricas. Poco después el abad salió por detrás del altar, vestido con el hábito ceremonial, y se acomodó en el estrado. Comenzó el cántico de los sutras, y pareció transformarse sutilmente en un digno sumo sacerdote. Su postura erguida, la cuadratura de los hombros, evidenciaban su autoridad.

Gonnosuke juntó las manos. Una nubécula pareció pasar ante sus ojos y de ella emergió una imagen del puerto de montaña de Shiojiri, donde él y Musashi se enfrentaron. Su madre estaba sentada a un lado, recta como una tabla y con semblante preocupado, exactamente tal como estaba cuando pronunció la palabra que salvó a Gonnosuke en aquella pelea.

«Madre —pensó—, no tienes que preocuparte por mi futuro. Musashi ha consentido en ser mi maestro. No está lejos el día en que podré establecer mi propia escuela. Por muy revuelto que esté el mundo, no me desviaré del Camino ni tampoco descuidaré mis deberes filiales…»

Cuando Gonnosuke salió de su ensoñación, el cántico había cesado y el abad se había ido. A su lado, Iori estaba sentado, inmóvil, la mirada fija en la cara de Dainichi, un milagro de sensibilidad escultórica tallado por el gran Unkei en el siglo XIII.

—¿Por qué miras así, Iori?

Sin mover los ojos, el muchacho respondió:

—Es mi hermana. Ese Buda se parece a mi hermana.

Gonnosuke se echó a reír.

—¿De qué estás hablando? Nunca la has visto. Además, ningún ser humano podría tener nunca la piedad y la serenidad de Dainichi.

Iori sacudió la cabeza vigorosamente.

—La he visto, cerca de la residencia del señor Yagyū en Edo, y he hablado con ella. Entonces no sabía que era mi hermana, pero ahora, mientras el abad cantaba, la cara del Buda se ha transformado en la suya. Parecía decirme algo.

Salieron y se sentaron en el porche, reacios a romper el hechizo de las visiones que habían experimentado.

—El servicio fúnebre era por mi madre —dijo Gonnosuke pensativamente—. Pero también ha sido un buen día para los vivos. Aquí sentados, en medio de esta paz, resulta difícil creer que existan luchas y derramamiento de sangre.

La aguja metálica de la pagoda del tesoro brillaba como una espada enjoyada bajo los rayos del sol poniente. Todos los demás edificios estaban sumidos en sombras profundas. A lo largo del oscuro sendero que, por una cuesta empinada, conducía a una casa de té de estilo Muromachi y un pequeño mausoleo, se alineaban faroles de piedra.

Cerca de la casa de té, una monja anciana con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco de seda y un hombre rollizo de unos cincuenta años estaban barriendo las hojas caídas con escobas de paja.

—Supongo que está mejor que antes —dijo la monja, suspirando.

Pocas personas iban a aquella parte del templo, ni siquiera para limpiar la acumulación de hojas y esqueletos de aves durante el invierno.

—Debes de estar fatigada, madre —dijo el hombre—. ¿Por qué no te sientas y descansas? Yo terminaré la limpieza.

Vestía un sencillo kimono de algodón, manto sin mangas, sandalias de paja y calcetines de cuero con un dibujo de flores de cerezo. Llevaba al cinto una espada corta con la empuñadura sin adornar, hecha de piel de tiburón.

—No estoy fatigada —replicó ella con una risita—. Pero ¿y tú? No estás acostumbrado a esto. ¿Se te han agrietado las manos?

—No, no están agrietadas, sólo llenas de ampollas.

La mujer volvió a reírse y dijo:

—Es un buen recordatorio para llevártelo a casa, ¿no te parece?

—No me importa. Siento que mi corazón está purificado. Espero que eso signifique que nuestra pequeña ofrenda de trabajo ha satisfecho a los dioses.

—Bueno, ya está muy oscuro. Dejemos el resto para mañana por la mañana.

Por entonces Gonnosuke e Iori estaban en pie al lado del porche. Kōetsu y Myōshū bajaron lentamente por el sendero, cogidos de la mano. Cuando se aproximaban al pabellón de Dainichi, ambos se sobresaltaron y exclamaron al unísono: «¿Quién está ahí?».

Entonces Myōshū se dirigió a los desconocidos.

—Ha hecho un día encantador, ¿verdad? ¿Habéis venido de excursión?

Gonnosuke hizo una reverencia y dijo:

—No, he venido a escuchar la lectura de unos sutras por mi madre.

—Es agradable encontrarte con jóvenes que se muestran agradecidos hacia sus padres. —Dio a Iori una palmada maternal en la cabeza—. Kōetsu, ¿te queda alguno de esos pastelillos de trigo?

Kōetsu sacó un pequeño paquete de su amplia manga y lo ofreció a Iori.

—Perdóname por ofrecerte sobras —le dijo.

—¿Puedo aceptarlo, Gonnosuke? —preguntó Iori.

—Sí —dijo Gonnosuke, y dio las gracias a Kōetsu en nombre de Iori.

—Por vuestra manera de hablar, parece que procedéis del este —dijo Myōshū—. ¿Puedo preguntaros adonde vais?

—Es como si hiciéramos un viaje interminable por un camino sin final. Este muchacho y yo somos discípulos del Camino de la Espada.

—Habéis elegido un arduo camino. ¿Quién es vuestro maestro?

—Se llama Miyamoto Musashi.

—¿Musashi? ¡No me digas!

Myōshū miró a lo lejos, como si evocase un grato recuerdo.

—¿Dónde está Musashi ahora? —preguntó Kōetsu—. Ha pasado largo tiempo desde la última vez que le vimos.

Gonnosuke les contó las andanzas de Musashi durante los dos últimos años. Mientras le escuchaba, Kōetsu asentía sonriente, como si dijera: «Eso es lo que habría esperado de él».

Cuando terminó su relato, Gonnosuke les preguntó amablemente quiénes eran ellos.

—Oh, perdóname por no habértelo dicho antes. —Kōetsu hizo las presentaciones—. Hace unos años Musashi se alojó algún tiempo en nuestra casa. Le cobramos mucho afecto, e incluso ahora a menudo hablamos de él. Entonces contó a Gonnosuke los dos o tres incidentes que ocurrieron cuando Musashi estuvo en Kyoto.

Gonnosuke conocía desde hacía mucho tiempo la reputación de Kōetsu como pulimentador de espadas, y más recientemente se había enterado de la relación de Musashi con él. Pero nunca habría esperado tropezarse con aquel rico ciudadano limpiando los descuidados terrenos de un templo.

—¿Tenéis aquí la tumba de algún familiar? —inquirió—. ¿O quizá habéis venido de excursión?

—No, nada tan frívolo como una excursión —replicó Kōetsu—. No a un lugar sagrado como éste… ¿Te han contado los sacerdotes la historia del Kongōji?

—No.

—En ese caso permíteme que, en nombre de los sacerdotes, te hable un poco de ella. —Kōetsu hizo una pausa y miró lentamente a su alrededor. Entonces dijo—: Hoy tenemos la luna apropiada.

Fue señalando uno tras otro los lugares destacados. Por encima de ellos estaba el mausoleo, el Mieidō y el Kangetsutei; por debajo el Taishidō, el santuario shintoísta, la pagoda del tesoro, el refectorio y el portal de dos pisos.

—Mira cuidadosamente —le dijo, al parecer bajo el hechizo del entorno solitario—. Aquel pino, esas rocas, cada árbol, cada brizna de hierba participan de la constancia invisible, de la elegante tradición de nuestro país.

Siguió hablando de esta guisa, y contó en tono solemne que en el siglo XIV, durante un conflicto entre las cortes del norte y del sur, la montaña fue un reducto de la corte meridional. El príncipe Morinaga, conocido también como Daitō no Miya, celebró conferencias secretas para planear el derrocamiento de los regentes Hōjō. Kusunoki Masashige y otros leales lucharon contra los ejércitos de la corte septentrional. Más adelante los Ashikaga llegaron al poder, y el emperador Go-Murakami, expulsado del monte Otoko, se vio obligado a huir de un sitio a otro. Finalmente se refugió en el templo y durante muchos años llevó la misma clase de vida que los sacerdotes de montaña y sufrió las mismas privaciones. Utilizó el refectorio como sede del gobierno y trabajó incansablemente por recuperar las prerrogativas imperiales arrebatadas por los militares.

En una época anterior, cuando samuráis y cortesanos se reunieron alrededor de los ex emperadores Kōgon, Kōmyō y Sukō, el monje Zen'e escribió patéticamente: «Los aposentos de los sacerdotes y los templos de la montaña fueron arrasados. La pérdida es indescriptible».

Gonnosuke le escuchaba humilde y respetuosamente. Iori, impresionado por la gravedad de la voz de Kōetsu, no podía apartar los ojos del rostro de aquel hombre.

Kōetsu aspiró hondo y siguió diciendo:

—Todo lo que hay aquí es una reliquia de aquella era. El mausoleo es el último lugar de descanso del emperador Kōgon. Desde el declive de los Ashikaga, nadie ha cuidado como es debido del recinto y las dependencias. Por eso mi madre y yo hemos decidido limpiar un poco, como un gesto de reverencia.

Satisfecho por la atención que le prestaban, Kōetsu se esforzaba por expresar con la mayor fidelidad las emociones que le embargaban.

—Mientras barríamos, hemos encontrado una piedra con un poema tallado en ella, tal vez obra de un sacerdote guerrero de aquel tiempo. Decía así:

Aunque la guerra se prolongue

incluso durante cien años,

regresará la primavera.

Vivid con una canción en vuestros corazones,

vosotros, el pueblo del emperador.

—Pensad en la valentía y la generosidad que debía tener un simple soldado, tras luchar durante años, tal vez décadas, protegiendo al emperador, para regocijarse y cantar. Estoy seguro de que pudo hacerlo porque el espíritu de Masashige se comunicó con él. Aunque han transcurrido cien años de lucha, este lugar sigue siendo un monumento a la dignidad imperial. ¿No es algo por lo cual debemos estar muy agradecidos?

—No sabía que aquí se libró una batalla sagrada —dijo Gonnosuke—. Espero que perdones mi ignorancia.

—Me alegro de haber tenido la oportunidad de compartir con vosotros algunos de mis pensamientos sobre la historia de nuestro país.

Los cuatro bajaron juntos por la vertiente de la colina. A la luz de la luna, sus sombras parecían etéreas.

Al pasar ante el refectorio, Kōetsu dijo:

—Hemos pasado aquí siete días. Mañana partiremos. Si ves a Musashi, te ruego que le digas que vuelva a visitarnos.

Gonnosuke le aseguró que así lo haría.

El arroyo de corriente somera y rápida que corría a lo largo del muro exterior del templo era como un foso natural, cruzado por un puente con suelo de tierra.

Apenas Gonnosuke e Iori habían puesto pie en el puente cuando una corpulenta figura blanca armada con un bastón salió de las sombras y se abalanzó contra la espalda de Gonnosuke. Éste esquivó al atacante deslizándose a un lado, pero Iori cayó del puente al arroyo.

El hombre cruzó corriendo ante Gonnosuke hasta el camino, al otro lado del puente, se volvió y adoptó una postura firme. Sus piernas parecían pequeños troncos de árbol. Gonnosuke vio que era el sacerdote que les había estado siguiendo el día anterior.

—¿Quién eres? —le gritó Gonnosuke.

El sacerdote no dijo nada.

Gonnosuke colocó su bastón en posición de ataque y repitió:

—¿Quién eres? ¿Qué motivos tienes para atacar a Musō Gonnosuke?

El sacerdote actuó como si no le hubiera oído. Sus ojos despedían fuego mientras los dedos de sus pies, que sobresalían de unas pesadas sandalias de paja, avanzaban lentamente con el movimiento de un ciempiés.

Gonnosuke gruñó y soltó una maldición entre dientes. La voluntad de luchar hinchaba sus miembros cortos y fuertes, y también él avanzaba poco a poco.

El bastón del sacerdote se partió por la mitad con un chasquido resonante. Una parte salió volando; el sacerdote arrojó la otra parte con todas sus fuerzas a la cara de Gonnosuke. Falló, pero mientras éste recuperaba el equilibrio, su adversario desenvainó la espada y volvió corriendo al puente.

—¡Bastardo! —gritó Iori.

El sacerdote ahogó un grito y se llevó una mano a la cara. Las piedrecillas arrojadas por el muchacho habían dado en el blanco, y una de ellas le alcanzó en un ojo. Giró sobre sus talones y echó a correr camino abajo.

—¡Detente! —le gritó Iori, mientras salía del arroyo con un puñado de piedras.

—Déjale —le ordenó Gonnosuke, tocándole el brazo.

—Supongo que esto le enseñará —dijo el muchacho, exultante, y arrojó las piedras hacia la luna.

Poco después de que hubieran regresado a la casa de Tōroku, cuando ya estaban acostados, estalló una tormenta. El viento rugía entre los árboles, amenazando con arrancar el tejado de la casa, pero no fue eso lo único que les impidió dormirse en seguida.

Gonnosuke permaneció despierto, pensando en el pasado y el presente, preguntándose si el mundo era realmente mejor ahora que en épocas pretéritas. Nobunaga, Hideyoshi e Ieyasu se habían ganado los corazones del pueblo, así como autoridad para gobernar, pero ¿no había sido prácticamente olvidado el verdadero soberano y se había incitado al pueblo para que adorase a falsos dioses? La era de los Hōjō y los Ashikaga fue detestable y contradijo flagrantemente el mismo principio en el que se basaba el país. No obstante, incluso entonces, grandes guerreros, como Masashige y su hijo, así como leales de numerosas provincias, habían seguido el verdadero código del guerrero. Gonnosuke se preguntó en qué se había convertido el Camino del Samurái. Como el Camino del Ciudadano y el Camino del Campesino, ahora sólo parecían existir en beneficio del dirigente militar.

Los pensamientos de Gonnosuke caldearon todo su cuerpo. Las cumbres de Kawachi, los bosques alrededor del Kongōji, la furiosa tormenta, parecían convertirse en seres vivos que le llamaban en un sueño.

Iori no podía apartar de su mente al sacerdote desconocido. Mucho más tarde, cuando la tormenta se intensificó, todavía pensaba en la espectral figura blanca. Se cubrió con la manta hasta los ojos y se durmió profundamente, sin sueños.

Al día siguiente, cuando se pusieron en marcha, las nubes por encima de las montañas tenían los colores del arco iris. En las afueras del pueblo se encontraron con un mercader viajero, que salió repentinamente de la bruma matinal y les saludó con jovialidad.

Gonnosuke respondió al saludo de una manera maquinal. Iori, absorto en los pensamientos que le habían mantenido despierto la noche anterior, no se mostró más comunicativo. El hombre intentó trabar conversación.

—Anoche habéis dormido en casa de Tōroku, ¿no es cierto? Le conozco desde hace años. Son buena gente, tanto él como su mujer.

Este comentario no obtuvo más que un leve gruñido por parte de Gonnosuke.

—También yo visito el castillo de Koyagyū de vez en cuando —dijo el mercader—. Kimura Sukekurō me ha hecho muchos favores.

La respuesta a esta revelación no fue más que otro gruñido.

—Veo que habéis estado en el «monte Kōya de las mujeres». Supongo que ahora os dirigís al auténtico monte Kōya. Es la época del año más adecuada. La nieve ha desaparecido y todos los caminos han sido reparados. Podéis cruzar tranquilamente los puertos de Amami y Kiimi, pasar la noche en Hashimoto o Kamuro…

El sondeo del hombre acerca de su itinerario despertó las sospechas de Gonnosuke.

—¿Cuál es el ramo de tu negocio? —le preguntó.

—Vendo cuerda trenzada —respondió el hombre, señalando el pequeño bulto que llevaba a la espalda—. Es una cuerda hecha de algodón estirado y trenzado. Se ha inventado hace poco, pero se está haciendo rápidamente popular.

—Comprendo —dijo Gonnosuke.

—Tōroku me ha ayudado mucho, hablando de mi cuerda a los fieles del Kongōji. La verdad es que pensaba quedarme anoche en su casa, pero me dijo que ya tenía dos invitados. No puedo ocultar que me decepcionó un poco. Cuando me alojo en su casa siempre me llena de buen sake —concluyó riendo.

Algo tranquilizado, Gonnosuke empezó a hacerle preguntas sobre lugares a lo largo del camino, pues el vendedor estaba muy familiarizado con aquel entorno rural. Cuando llegaron a la altiplanicie de Amami, la conversación se había vuelto bastante amistosa.

—¡Eh, Sugizō!

Un hombre corrió por el camino hasta darles alcance.

—¿Por qué te has ido sin mí? Estaba esperando en el pueblo de Amano. Dijiste que pasarías a buscarme.

—Lo siento, Gensuke —dijo Sugizō—. Me encontré con estas dos personas y nos pusimos a hablar. Me olvidé por completo de ti. —Se echó a reír al tiempo que se rascaba la cabeza.

Gensuke, que vestía igual que Sugizō, resultó ser también un vendedor de cuerda. Mientras caminaban, los dos vendedores se pusieron a hablar de su negocio.

Al llegar a un barranco de unos veinte pies de profundidad, Sugizō se calló de repente y señaló.

—Vaya, eso es peligroso —dijo.

Gonnosuke se detuvo y miró el barranco, que podía ser una brecha abierta por un terremoto, tal vez ocurrido mucho tiempo atrás.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

—Esos troncos para cruzar no están seguros. Mira allí… algunas de las piedras en que se apoyaban han sido arrastradas por el agua de lluvia. Lo arreglaremos para que los troncos estén firmes. —Entonces añadió—: Debemos hacerlo por la seguridad de otros viajeros.

Gonnosuke les observó mientras ellos, agachados en el borde del barranco, amontonaban piedras y tierra bajo los troncos. Pensó que aquellos dos mercaderes viajaban mucho y por ello conocían como el que más las dificultades del viaje, pero estaba un poco sorprendido, pues resultaba insólito que unos hombres como ellos se preocuparan por el prójimo hasta el extremo de que se tomaban la molestia de reparar un puente.

Iori no pensó en ello lo más mínimo. Impresionado por aquella demostración de buenas intenciones, colaboró recogiendo piedras para ellos.

—Así estará bien —dijo Gensuke. Dio un paso en el puente, decidió que era seguro y se dirigió a Gonnosuke—: Yo iré primero.

Extendiendo los brazos para mantener el equilibrio, cruzó rápidamente al otro lado e hizo una seña a los demás para que le siguieran.

Animado por Sugizō, Gonnosuke cruzó a continuación, seguido por Iori. Todavía no estaban en el centro cuando lanzaron un grito de sorpresa. Delante de ellos, Gensuke les apuntaba con una lanza. Gonnosuke miró atrás y vio que Sugizō también sujetaba una lanza.

Gonnosuke se preguntó de dónde habían salido las armas. Soltó un juramento, se mordió el labio airadamente y consideró la precariedad de su posición.

—Gonnosuke, Gonnosuke…

Cogido por sorpresa, Iori se aferraba a la cintura de Gonnosuke, mientras éste, rodeando al muchacho con el brazo, cerró los ojos un instante y confió su vida a la voluntad del cielo.

—¡Bastardos!

—¡Calla! —gritó el sacerdote, que se encontraba arriba, en el camino, detrás de Gensuke, con el ojo izquierdo hinchado y negro.

—No pierdas la calma —le dijo Gonnosuke a Iori en un tono tranquilizador. Entonces gritó—: ¡De modo que estás detrás de esto! ¡Bien, tened cuidado, bastardos ladrones! ¡Esta vez os habéis equivocado de hombre!

El sacerdote miró fríamente a Gonnosuke.

—Ya sabemos que no vale la pena robarte. Si ahí se acaba tu ingenio, ¿para qué intentas ser un espía?

—¿Me estás llamando espía?

—¡Perro de Tokugawa! Tira ese bastón, pon las manos a la espalda y no intentes ninguna jugarreta.

—¡Ah! —suspiró Gonnosuke, como si le abandonara la voluntad de luchar—. Mirad, estáis cometiendo un error. Vengo de Edo, en efecto, pero no soy un espía. Me llamo Musō Gonnosuke y soy un shugyōsha.

—Basta de mentiras.

—¿Por qué creéis que soy un espía?

—Los amigos que tenemos en el este nos dijeron hace tiempo que estuviéramos a la expectativa de un hombre que viaja con un muchacho. Te ha enviado aquí el señor Hōjō de Awa, ¿no es cierto?

—No.

—Tira el palo y ven con nosotros pacíficamente.

—No voy a ninguna parte con vosotros.

—Entonces morirás aquí mismo.

Gensuke y Sugizō empezaron a aproximarse por delante y detrás, las lanzas preparadas para entrar en acción.

A fin de proteger a Iori, Gonnosuke le dio una palmada en la espalda. Lanzando un fuerte chillido, el muchacho se arrojó a los arbustos que cubrían el fondo del barranco.

—¡Yaaah! —gritó Gonnosuke, mientras acometía a Sugizō.

La lanza requiere cierto espacio y su manejo en el momento oportuno para que sea eficaz. Sugizō extendió el brazo para embestir con su arma, pero no lo hizo en el momento exacto. Un áspero gruñido salió de su garganta cuando la hoja cortó el aire. Gonnosuke se abalanzó contra él y los dos cayeron. Cuando Sugizō intentó levantarse, Gonnosuke le golpeó con el puño derecho en la cara. Sugizō mostró los dientes, pero el efecto fue ridículo, pues su cara ya estaba cubierta de sangre. Gonnosuke se puso en pie, usó la cabeza de Sugizō como trampolín y cubrió la distancia hasta el extremo del puente.

Blandiendo el bastón, gritó:

—¡Aquí os espero, cobardes!

Aún no había terminado de gritar cuando tres cuerdas sobrevolaron la hierba, una de ellas con el sobrepeso de una guarda de espada y otra con una espada corta enfundada. Una cuerda se enrolló en el brazo de Gonnosuke, otra alrededor de sus piernas y la tercera alrededor del cuello. Al cabo de un momento, otra cuerda se enrolló a su bastón.

Gonnosuke se debatió como un insecto atrapado por una telaraña, pero no por mucho tiempo. Media docena de hombres salieron del bosque detrás de él. Cuando terminaron, quedó impotente en el suelo, atado más fuertemente que una bala de paja. Con la excepción del malhumorado sacerdote, todos sus captores vestían como vendedores de cuerda.

—¿No tenéis caballos? —preguntó el sacerdote—. No quiero llevarle a pie hasta el monte Kudo.

—Probablemente podremos alquilar un caballo en el pueblo de Amami.