La semilla de cáñamo

Hyōgo estaba cada vez más preocupado. Primero había ido a la habitación de Otsū con una carta de Takuan en la mano, y al no encontrarla allí la había buscado a fondo por los terrenos del castillo, con una inquietud creciente a medida que transcurrían las horas.

La carta, fechada el décimo mes del año anterior pero recibida con un retraso inexplicable, mencionaba el inminente nombramiento de Musashi como instructor del shōgun. Takuan pedía a Otsū que acudiera a la capital lo antes posible, puesto que Musashi pronto necesitaría una casa así como «alguien que cuide de ella». Hyōgo estaba ansioso por ver la expresión del rostro de Otsū cuando lo leyera.

Al no dar con ella, finalmente fue al portal para interrogar al centinela, el cual le dijo que habían salido unos hombres a buscarla. Hyōgo aspiró hondo, alarmado, pues Otsū no era una persona que causara preocupaciones y era muy improbable que se ausentara sin avisar. No solía actuar por impulso, ni siquiera en las cuestiones más nimias.

No obstante, antes de que empezara a imaginar lo peor, recibió la noticia de que estaban de regreso, Otsū con Sukekurō y Ushinosuke con los hombres enviados a Tsukigase. El muchacho pidió disculpas a todo el mundo, aunque nadie sabía de qué se disculpaba, y se apresuró a marcharse.

—Oye, ¿adonde crees que vas? —le preguntó uno de los servidores.

—Tengo que regresar a Araki. Mi madre se inquietará si no vuelvo.

Sukekurō intervino entonces:

—Si intentas regresar ahora, esos rōnin te apresarán y no es probable que te dejen con vida. Quédate aquí esta noche y regresa a casa por la mañana.

Ushinosuke musitó una vaga aceptación y le dijeron que fuese a un almacén de leña en el recinto exterior, donde dormían los aprendices de samurái.

Hyōgo hizo una seña a Otsū, la llevó aparte y le mostró lo que Takuan había escrito. No se sorprendió cuando ella dijo: «Me marcharé por la mañana». Un profundo rubor revelaba sus sentimientos.

Entonces Hyōgo le recordó la próxima visita de Munenori y le sugirió que regresara a Edo con él, aunque sabía muy bien qué respondería la joven. Otsū no estaba dispuesta a esperar dos días más, y mucho menos otros dos meses. Hyōgo lo intentó de nuevo, diciéndole que si aguardaba hasta después del servicio fúnebre podría viajar con él hasta Nagoya, puesto que le habían invitado a convertirse en vasallo del señor Tokugawa de Owari. Cuando Otsū volvió a declinar la oferta, él le dijo cuánto le inquietaba la idea de que hiciera sola el largo viaje, pues en todas las poblaciones y posadas a lo largo del camino se encontraría con inconvenientes, si no con auténticos peligros.

Ella le sonrió.

—Pareces olvidar que estoy acostumbrada a viajar. No tienes por qué preocuparte.

Aquella noche, durante una modesta fiesta de despedida, todos expresaron el afecto que sentían por Otsū, y a la mañana siguiente, que era clara y brillante, la familia y los servidores se congregaron en el portal principal para decirle adiós.

Sukekurō envió a un hombre en busca de Ushinosuke, pensando que Otsū podría montar en su buey hasta Uji. Cuando el hombre regresó diciéndole que, al fin y al cabo, el muchacho había regresado a su aldea por la noche, Sukekurō ordenó que trajeran un caballo.

Otsū se consideraba de categoría demasiado baja para recibir tales favores y rechazó la oferta, pero Hyōgo insistió. El caballo era gris moteado, y lo trajo un aprendiz de samurái por la suave pendiente hasta el portal exterior.

Hyōgo recorrió un trecho y se detuvo. No podía negarlo: a veces envidiaba a Musashi, como habría envidiado a cualquier hombre al que Otsū amara. Que el corazón de la joven perteneciera a otro no disminuía el afecto que sentía por ella. Había sido una encantadora compañera durante el viaje desde Edo, y en las semanas y meses posteriores le maravilló la entrega con que cuidaba de su abuelo. Aunque más profundo que nunca, su amor por ella era abnegado. Sekishūsai le había encargado que la entregara sana y salva a Musashi, y Hyōgo se proponía hacerlo así. No estaba en su naturaleza codiciar la buena suerte de otro hombre ni pensar en privarle de ella. No pasaba por su mente ningún acto que estuviera al margen del Camino del Samurái. Cumplir con el deseo de su abuelo habría sido una expresión de su amor.

Estaba sumido en su ensoñación cuando Otsū se volvió e, inclinando la cabeza, repitió su agradecimiento a aquellas personas afectuosas. Al proseguir su camino, rozó con unas flores de ciruelo. Mientras Hyōgo veía caer los pétalos, de una manera inconsciente, casi podía percibir su fragancia. Tenía la sensación de que estaba viendo a Otsū por última vez y hallaba consuelo en una plegaria silenciosa por la vida futura de la joven. Permaneció allí mirándola hasta que ella desapareció de su vista.

—Señor.

Hyōgo se volvió y una sonrisa apareció lentamente en su rostro.

—Ah, estás aquí, Ushinosuke. Bien, bien. Tengo entendido que anoche volviste a casa aunque te dijimos que no lo hicieras.

—Sí, señor. Mi madre… —Estaba todavía en una edad en que pensar en separarse de su madre le ponía al borde de las lágrimas.

—Está bien. Es bueno que un chico cuide de su madre. Pero, dime, ¿cómo lograste pasar entre esos rōnin en Tsukigase?

—Fue muy fácil.

—¿Ah, sí?

El muchacho sonrió.

—No estaban allí. Se enteraron de que Otsū pertenecía al castillo y temieron que les atacaran. Supongo que se han ido al otro lado de la montaña.

—Ja, ja. No tenemos que preocuparnos más por ellos, ¿verdad? ¿Has desayunado?

—No —dijo Ushinosuke, un poco azorado—. Me he levantado temprano para coger patatas silvestres y traérselas al maestro Kimura. Si te gustan, te traeré también algunas.

—Gracias.

—¿Sabes dónde está Otsū?

—Acaba de marcharse hacia Edo.

—¿Edo? —repitió el muchacho, y añadió vacilante—: No sé si te habrá dicho, o al maestro Kimura, lo que le pedí.

—¿Y qué era ello?

—Esperaba que me permitieras ser ayudante de samurái.

—Todavía eres demasiado joven para eso. Quizá cuando crezcas un poco más.

—Pero quiero aprender esgrima. Enséñame, por favor. Tengo que aprender mientras mi madre vive todavía.

—¿Has estudiado con alguien?

—No, pero he practicado con mi espada de madera utilizando árboles y animales.

—Ésa es una buena manera de empezar. Cuando seas un poco mayor, puedes ir a Nagoya y reunirte conmigo. Pronto iré a vivir allí.

—Eso está lejos, en Owari, ¿verdad? No puedo ir tan lejos mientras mi madre viva.

Hyōgo, sintiéndose conmovido, le dijo:

—Ven conmigo. —Ushinosuke le siguió en silencio—. Iremos al dōjō y comprobaré si tienes la habilidad natural para convertirte en un espadachín.

—¿El dōjō?

Ushinosuke se preguntó si estaba soñando. Desde su primera infancia consideraba el dōjō del anciano Yagyū como un símbolo de todas sus aspiraciones en el mundo. Aunque Sukekurō le había dicho que podría entrar en aquella sala, aún no lo había hecho. ¡Pero ahora le invitaba un miembro de la familia!

—Lávate los pies.

—Sí, señor.

Ushinosuke fue a un pequeño estanque cerca de la entrada y se lavó los pies con sumo cuidado, sin olvidar quitarse la suciedad debajo de las uñas.

Una vez en el interior de la sala, se sintió pequeño e insignificante. Las vigas y el techo eran antiguos y macizos, el suelo estaba pulimentado hasta darle un brillo en el que uno podía ver su reflejo como en un espejo. Incluso la voz de Hyōgo cuando le dijo: «Coge una espada», sonaba de un modo distinto.

Ushinosuke seleccionó una espada de roble negro de entre las armas colgadas en una pared. Hyōgo tomó otra y, con la punta dirigida hacia el suelo, se situó en el centro de la sala.

—¿Estás preparado? —preguntó fríamente.

—Sí —dijo Ushinosuke, alzando el arma al nivel del pecho.

Hyōgo modificó ligeramente su posición en diagonal. Ushinosuke estaba erizado como un puerco espín. Tenía las cejas levantadas, con un fiero surco entre ambas, y el pulso le latía con fuerza. Cuando Hyōgo indicó con un movimiento de los ojos que estaba a punto de atacar, Ushinosuke soltó un gruñido. Dando fuertes pisadas en el suelo, Hyōgo avanzó con rapidez y golpeó lateralmente la cintura de Ushinosuke.

—¡Todavía no! —gritó el muchacho.

Como si alejara el suelo de una patada, saltó en el aire y su pie rebasó el hombro de Hyōgo. Éste extendió la mano izquierda y con un ligero movimiento impulsó el pie del chiquillo hacia arriba. Ushinosuke dio una voltereta y aterrizó detrás de Hyōgo. Se levantó en un instante y corrió a recoger su espada.

—Es suficiente —dijo Hyōgo.

—¡No, una vez más!

Ushinosuke tomó su espada, la sostuvo alta por encima de la cabeza con ambas manos y voló como un águila hacia Hyōgo. El arma de éste, apuntada directamente al atacante, le detuvo en seco. Vio la expresión en los ojos de Hyōgo y los suyos se llenaron de lágrimas.

«Este chico tiene espíritu», pensó Hyōgo, pero fingió que estaba enfadado.

—Estás jugando sucio —le gritó—. Has saltado por encima de mi hombro.

Ushinosuke no supo qué responderle.

—No comprendes cuál es tu categoría…, ¡tomarte libertades con tus superiores! Siéntate ahí.

El chico se arrodilló y extendió las manos delante de él, en un gesto de disculpa. Cuando se le aproximó, Hyōgo soltó el arma de madera y desenvainó su propia espada.

—Ahora te mataré. No te molestes en gritar.

—¿Ma… matarme?

—Estira el cuello. Para un samurái, nada es más importante que regirse por las reglas de la conducta apropiada. Aunque sólo seas un campesino, lo que has hecho es imperdonable.

—¿Vas a matarme sólo por haber cometido una falta?

—Así es.

Tras mirar al samurái un momento, Ushinosuke adoptó una expresión resignada, alzó las manos en dirección a su aldea y dijo:

—Madre, voy a formar parte del suelo, aquí, en el castillo. Sé que te sientes muy triste. Perdóname por no haber sido un buen hijo.

Entonces, obedientemente, extendió el cuello.

Hyōgo se echó a reír y envainó de nuevo la espada.

—No creerás que realmente mataría a un chico como tú, ¿verdad? —le dijo, al tiempo que le daba unas palmadas en el hombro.

—¿No lo decías en serio?

—No.

—Has dicho que la conducta apropiada es importante. ¿Es correcto que un samurái haga esa clase de bromas?

—No era ninguna broma. Si vas a adiestrarte para ser un samurái, he de saber de qué madera estás hecho.

—Creí que hablabas en serio —dijo Ushinosuke, cuya respiración había vuelto a la normalidad.

—Me has dicho que no has recibido lecciones —dijo Hyōgo—. Pero cuando te obligué a ir al extremo de la sala, saltaste sobre mi hombro. No muchos alumnos, ni siquiera con tres o cuatro años de adiestramiento, podrían ejecutar esa clase de treta.

—Pero nunca he estudiado con nadie.

—No tienes por qué ocultarlo. Debes de haber tenido un maestro, y bueno por cierto. ¿Quién era?

El muchacho se quedó un momento pensativo y entonces dijo:

—Ah, ya recuerdo cómo aprendí eso.

—¿Quién te lo enseñó?

—No fue un ser humano.

—¿Un duende tal vez?

—No, una semilla de cáñamo.

—¿Qué?

—Una semilla de cáñamo.

—¿Cómo podrías aprender de una semilla de cáñamo?

—Bueno, allá arriba, en las montañas, hay algunos luchadores de ésos…, ya sabes, los que parecen esfumarse delante de tus mismos ojos. He visto cómo se adiestraban en un par de ocasiones.

—Te refieres a los ninja, ¿verdad? Los que has visto deben de pertenecer al grupo de Iga. Pero ¿qué tiene eso que ver con una semilla de cáñamo?

—Verás, después de plantar el cáñamo, en primavera, no pasa mucho tiempo antes de que salga el brote.

—¿Y qué?

—Saltas por encima. Cada día practicas saltando adelante y atrás. Cuando aumenta el calor, el brote crece más rápido, no hay ninguna otra planta que crezca con tanta rapidez, así que cada día tienes que saltar más alto. Si no practicas a diario, pronto el cáñamo es tan alto que no puedes saltar por encima.

—Comprendo.

—Lo he hecho en los dos últimos años, desde la primavera hasta el otoño.

En aquel momento Sukekurō entró en el dōjō y dijo:

—Hyōgo, ha llegado otra carta de Edo.

Tras leer la misiva, Hyōgo inquirió:

—Otsū no puede haber ido muy lejos, ¿verdad?

—Probablemente no más de cinco millas. ¿Ha ocurrido algo?

—Sí. Takuan dice que el nombramiento de Musashi ha sido cancelado. Al parecer, tienen dudas sobre su carácter. No creo que debamos permitir que Otsū prosiga el viaje a Edo sin advertirla.

—Iré yo.

—No. Iré yo mismo.

Haciendo una inclinación de cabeza a Ushinosuke, Hyōgo salió del dōjō y fue directamente al establo.

Estaba a medio camino de Uji cuando empezó a cambiar de idea. El hecho de que Musashi no hubiera recibido el nombramiento no le importaría a Otsū, pues ella pensaba sólo en el hombre y no en su categoría. Aun cuando Hyōgo lograra persuadirla para que se quedase un poco más en Koyagyū, sin duda ella querría proseguir su camino a Edo. ¿Por qué amargarle el viaje dándole la mala noticia?

Dio media vuelta hacia Koyagyū y avanzó más despacio, al trote. Aunque parecía estar en paz con el mundo, en realidad una feroz batalla se libraba en su corazón. ¡Ojalá pudiera ver a Otsū una vez más! Tenía que admitir que ésa era la única razón para ir en pos de ella, pero era una admisión secreta que no revelaría a nadie.

Hyōgo procuraba refrenar sus emociones. Los guerreros tenían momentos de debilidad, momentos absurdos, como todo el mundo. No obstante, su deber, como el de todo samurái, estaba claro: perseverar hasta que llegase a un estado de equilibrio estoico. Una vez hubiera cruzado la barrera de la ilusión, su alma sería ligera y libre, abriría los ojos a los verdes sauces que le rodeaban, a cada brizna de hierba. El amor no era la única emoción capaz de encender el corazón de un samurái. El suyo era otro mundo. En una época ávida de jóvenes con talento, uno no tenía tiempo para distraerse contemplando una flor al lado del camino. Lo importante, tal como Hyōgo lo veía, era hallarse en el lugar apropiado para montar en la ola de los tiempos.

—Toda una muchedumbre, ¿eh? —observó Hyōgo jovialmente.

—Sí, en Nara no hay muchos días tan buenos como éste —replicó Sukekurō.

—Es como una excursión al aire libre.

A pocos pasos detrás de ellos estaba Ushinosuke, a quien Hyōgo había cobrado gran afecto. Ahora el muchacho acudía al castillo más a menudo e iba camino de convertirse en un ayudante permanente. Llevaba las cajas de comida a la espalda y, atadas al obi, unas sandalias de repuesto para Hyōgo.

Se hallaban en un campo abierto en medio de la ciudad. A un lado, la pagoda de cinco pisos del Kōfukuji se alzaba por encima de los árboles circundantes. Al otro lado del campo se veían las casas de los sacerdotes budistas y shintoístas. Aunque el día era brillante y la atmósfera primaveral, una leve bruma se cernía sobre las zonas más bajas, donde vivían los habitantes de la ciudad. La multitud, entre cuatrocientas y quinientas personas, no parecía tan grande debido a la vastedad del campo. Algunos de los ciervos, por los que Nara era famosa, se abrían paso empujando con el morro entre los espectadores, husmeando sabrosos trozos de comida aquí y allá.

—Aún no han terminado, ¿verdad? —preguntó Hyōgo.

—No —dijo Sukekurō—. Parece que se han tomado tiempo libre para comer.

—¡Así que hasta los sacerdotes tienen que comer!

Sukekurō se echó a reír.

Iba a celebrarse alguna clase de espectáculo. Las ciudades más grandes tenían teatros, pero en Nara y las ciudades más pequeñas los espectáculos tenían lugar al aire libre. Magos, danzarines, titiriteros, así como arqueros y espadachines, todos actuaban bajo el cielo. Pero la atracción de aquel día era algo más que un simple entretenimiento. Cada año los sacerdotes lanceros del Hōzōin celebraban un torneo, en el cual decidían el orden para sentarse en el templo. Como actuaban en público, los competidores luchaban con denuedo, y los encuentros solían ser violentos y espectaculares. Delante del Kōfukuji había un letrero según el cual el torneo estaba abierto a todos los seguidores de las artes marciales, pero eran muy pocos los que se atrevían a medirse con los sacerdotes lanceros.

—¿Por qué no nos sentamos en algún sitio a comer? —dijo Hyōgo—. Parece ser que hay mucho tiempo por delante.

—¿Dónde habrá un buen lugar? —preguntó Sukekurō, mirando a su alrededor.

—Allí —dijo Ushinosuke—. Siéntate encima de esto.

Señaló un trozo de estera de juncos que había cogido en alguna parte y lo extendió en un montículo de suave contorno. Hyōgo admiraba la inventiva del muchacho y, en general, le satisfacía que cuidara de sus necesidades, aunque no consideraba la solicitud como una cualidad ideal para un futuro samurái.

Después de acomodarse, Ushinosuke repartió su sencillo condumio: bolas de arroz sin refinar, ácidos encurtidos de ciruela y pasta de judías dulzona, todo ello envuelto en hojas de bambú secas para facilitar su transporte.

—Ushinosuke —dijo Sukekurō—, corre a esos sacerdotes de ahí y pídeles té, pero no les digas para quién es.

—Sería un fastidio que vinieran a presentar sus respetos —añadió Hyōgo, que se había bajado sobre el rostro el sombrero de juncos.

Los rasgos de Sukekurō estaban bastante ocultos por un pañuelo grande del tipo que usaban los sacerdotes.

Cuando Ushinosuke se levantó, otro muchacho, a unos cincuenta pies de distancia, decía:

—No lo entiendo. La esterilla estaba aquí.

—Olvídalo, Iori —dijo Gonnosuke—. No es una gran pérdida.

—Alguien debe de haberla robado. ¿Por qué crees que haría semejante cosa?

—No te preocupes por eso.

Gonnosuke se sentó en la hierba, sacó su pincel y tinta y empezó a anotar sus gastos en un cuadernillo, un hábito que había adquirido recientemente de Iori.

En determinados aspectos, Iori era demasiado serio para su edad. Prestaba mucha atención a sus finanzas personales, nunca desperdiciaba nada, era meticulosamente pulcro y se sentía agradecido por cada cuenco de arroz y cada día soleado. En una palabra, era exigente, y miraba con desdén a quienes no lo eran.

Hacia cualquiera que birlara la propiedad de otra persona, aunque no fuese más que un barato trozo de estera, no sentía más que desprecio.

—Ah, ya lo veo —gritó—. Esos hombres de ahí lo han cogido. ¡Eh, vosotros!

Corrió hacia ellos, pero se detuvo a unos diez pasos para pensar qué iba a decirles, y entonces se encontró frente a Ushinosuke.

—¿Qué quieres? —le preguntó éste en tono desabrido.

—¿Cómo que qué quiero? —replicó Iori en el mismo tono.

Mirándole con la frialdad que los campesinos reservan para los forasteros, Ushinosuke le dijo:

—¡Eres tú el que nos ha llamado!

—¡Quien coge una cosa de otro y se larga es un ladrón!

—¿Ladrón? ¡Qué dices, hijo de perra!

—Esa esterilla es nuestra.

—¿Esterilla? He encontrado ese andrajo tirado en el suelo. ¿Te has molestado sólo por eso?

—Una estera es importante para un viajero —replicó Iori en un tono bastante pomposo—. Le protege de la lluvia, le sirve para dormir, es muy útil. ¡Devuélvemela!

—¡Puedes quedártela, pero primero retira eso de que soy un ladrón!

—No tengo que pedir disculpas por recuperar lo que nos pertenece. ¡Si no me la devuelves, la cogeré yo mismo!

—Inténtalo. Soy Ushinosuke de Araki y no estoy dispuesto a dejarme avasallar por un enano como tú. Soy el discípulo de un samurái.

—Apuesto a que sí —dijo Iori, irguiéndose un poco más—. Hablas mucho con toda esta gente alrededor, pero no te atreverías a luchar conmigo si estuviéramos solos.

—¡No olvidaré eso!

—Ve allí más tarde.

—¿Dónde?

—Al lado de la pagoda. Ve solo.

Los dos muchachos se separaron. Ushinosuke fue en busca del té, y cuando regresó con un recipiente de barro los encuentros se habían reanudado. Ushinosuke, de pie en el gran círculo de espectadores, miraba mordazmente a Iori, desafiándole con los ojos. La mirada de Iori le respondía. Ambos creían que ganar era lo único que importaba.

La ruidosa multitud se movía a uno y otro lado, alzando nubes de polvo amarillo. En el centro del círculo había un sacerdote con una lanza tan larga como una pértiga para cazar aves. Uno tras otro, los rivales se adelantaron y le desafiaron. El sacerdote lancero los venció a todos, derribando a unos, haciendo volar a otros.

—¡Vamos, adelante! —gritó, pero finalmente no salió ningún otro contrincante—. Si no hay nadie más, voy a marcharme. ¿Hay alguna objeción a que yo, Nankōbō, sea declarado el ganador?

Tras estudiar con In'ei, había creado un estilo propio y ahora era el principal rival de Inshun, quien aquel día estaba ausente, pretextando una enfermedad. Nadie sabía si temía a Nankōbō o prefería evitar un conflicto.

Como nadie se adelantaba, el fornido sacerdote bajó la lanza, sosteniéndola horizontalmente, y anunció:

—No hay ningún retador.

—Espera —dijo un sacerdote, corriendo hasta llegar frente a Nankōbō—. Soy Daun, un discípulo de Inshun. Te desafío.

—Prepárate.

Tras hacer mutuas reverencias, los dos hombres se separaron de un salto. Sus dos lanzas se miraron como seres vivos durante tanto rato que la multitud, aburrida, empezó a gritar para que entraran en acción. El griterío cesó de repente. La lanza de Nankōbō golpeó la cabeza de Daun con un ruido sordo y, como un espantapájaros derribado por el viento, el hombre se inclinó lentamente a un lado y luego cayó bruscamente al suelo. Tres o cuatro lanceros echaron a correr, pero no para vengarse sino tan sólo para retirar el cuerpo a rastras.

Con gesto arrogante, Nankōbō echó atrás los hombros y examinó a la muchedumbre.

—Parece ser que quedan unos pocos hombres valientes. Si en verdad los hay, que salgan.

Un sacerdote de la montaña salió por detrás de una tienda de campaña, descargó el arca de viaje que llevaba a la espalda y preguntó:

—¿El torneo está sólo abierto a los lanceros del Hōzōin?

—No —corearon los sacerdotes del templo.

El sacerdote hizo una reverencia.

—En ese caso, me gustaría intentarlo. ¿Alguien puede prestarme una espada de madera?

Hyōgo miró de soslayo a Sukekurō y comentó:

—Esto se está poniendo interesante.

—Así es.

—El resultado es evidente.

—No creo que exista la menor posibilidad de que Nankōbō pierda.

—No me refiero a eso. No creo que Nankōbō acceda a luchar. Si lo hace, perderá.

Sukekurō pareció perplejo, pero no pidió una explicación.

Alguien dio una espada de madera al sacerdote vagabundo. Éste se acercó a Nankōbō, hizo una reverencia y formuló su desafío. Era un hombre de unos cuarenta años, pero su cuerpo, como un muelle de acero, no parecía haberse adiestrado a la manera ascética de los sacerdotes de montaña, sino en el campo de batalla. Debía de haberse enfrentado a la muerte muchas veces y estaría dispuesto a aceptarla filosóficamente. Hablaba con suavidad y la expresión de sus ojos era serena.

A pesar de su arrogancia, Nankōbō no era un necio.

—¿Eres forastero? —le preguntó sin motivo aparente.

—Sí —respondió el retador, haciendo otra reverencia.

—Espera un momento. —Nankōbō veía dos cosas con claridad: su técnica quizá era mejor que la del sacerdote, pero a la larga no podría ganarle. No eran pocos los guerreros célebres, derrotados en Sekigahara, que aún vivían disfrazados de sacerdotes errantes. Y él no podía saber quién era aquel hombre—. No puedo luchar con un forastero —dijo por fin, sacudiendo la cabeza.

—Acabo de preguntar por las reglas y me han dicho que no hay inconveniente alguno.

—Puede que sea así con los demás, pero yo no lucho con forasteros. Cuando peleo no lo hago con el objetivo de derrotar a mi contrario. Es una actividad religiosa, en la que disciplino mi alma por medio de la lanza.

—Comprendo —dijo el sacerdote con una risita.

Parecía a punto de decir algo más, pero titubeó. Tras reflexionar un momento, se retiró del círculo, devolvió la espada de madera y desapareció.

Nankōbō eligió aquel momento para marcharse, haciendo caso omiso de los comentarios que susurraba la gente, pues consideraban su retirada como una cobardía. Seguido de dos o tres discípulos, se alejó con paso majestuoso, como un general conquistador.

—¿Qué te he dicho? —dijo Hyōgo.

—Estabas totalmente en lo cierto.

—Sin duda ese hombre es uno de los que se ocultan en el monte Kudo. Cambia su túnica blanca y su pañuelo por un casco y una armadura y te encontrarás ante uno de los grandes espadachines de hace pocos años.

Cuando la multitud se dispersó, Sukekurō empezó a mirar a su alrededor, en busca de Ushinosuke, pero no le encontró. A una señal de Iori, el muchacho había ido a la pagoda, donde ahora los dos se miraban fieramente.

—No me culpes si te mato —le dijo Iori.

—Eres un bocazas —replicó Ushinosuke, cogiendo un palo para usarlo como arma.

Sosteniendo la espada en alto, Iori se lanzó al ataque. Ushinosuke retrocedió de un salto. Creyendo que le tenía miedo, Iori corrió directamente hacia él. Ushinosuke dio un gran salto, alcanzándole con el pie en un lado de la cabeza. Iori se llevó la mano a la cabeza y cayó al suelo. Se recuperó en seguida y en un instante volvió a estar en pie. Los dos muchachos se enfrentaron con sus armas alzadas.

Olvidando lo que Musashi y Gonnosuke le habían enseñado, Iori atacó con los ojos cerrados. Ushinosuke se movió ligeramente a un lado y le golpeó con el palo.

Iori quedó tendido boca abajo, gimiendo, aferrando todavía la espada.

—¡Ja! He ganado —gritó Ushinosuke. Entonces, al ver que Iori no se movía en absoluto, sintió miedo y echó a correr.

—¡No, no huyas! —rugió Gonnosuke.

Su bastón de cuatro pies de longitud alcanzó al muchacho en la cadera.

Ushinosuke cayó lanzando un grito de dolor, pero tras mirar un instante a Gonnosuke, se levantó y corrió como un conejo, hasta que tropezó con Sukekurō.

—¡Ushinosuke! ¿Qué ocurre aquí?

Ushinosuke se apresuró a esconderse detrás de Sukekurō, dejando al samurái cara a cara con Gonnosuke. Por un momento pareció que el conflicto sería inevitable. Sukekurō cerró la mano en la empuñadura de su espada; Gonnosuke apretó su bastón.

—¿Te importaría decirme por qué persigues a un chiquillo como si quisieras matarle? —le preguntó Sukekurō.

—Antes de responder, permíteme que te haga una pregunta. ¿Le has visto derribar a ese muchacho?

—¿Está contigo?

—Sí. ¿Es éste uno de tus ayudantes?

—No lo es oficialmente. —Mirando con severidad a Ushinosuke, le preguntó—: ¿Por qué has golpeado a ese chico y luego has huido? Di la verdad ahora mismo.

Antes de que Ushinosuke pudiera abrir la boca, Iori alzó la cabeza y gritó:

—Ha sido un combate. —Irguiéndose dolorosamente hasta quedar sentado, añadió—: Libramos un combate y he perdido.

—¿Os habéis desafiado mutuamente de la manera apropiada y habéis convenido en luchar? —preguntó Gonnosuke. La expresión de sus ojos, que miraban alternativamente a los dos adolescentes, era un tanto risueña.

Ushinosuke, profundamente azorado, respondió:

—No sabía que la esterilla era suya cuando la cogí.

Los dos hombres se sonrieron, ambos conscientes de que si no hubieran actuado con prudencia, un asunto trivial, infantil, podría haber terminado en derramamiento de sangre.

—Lo lamento mucho —dijo Sukekurō.

—Yo también. Espero que me perdones.

—Asunto zanjado. Mi maestro nos está esperando, será mejor que nos marchemos.

Salieron del portal riendo. Gonnosuke e Iori fueron por la izquierda, Sukekurō y Ushinosuke por la derecha.

Entonces Gonnosuke se volvió y dijo:

—¿Podría preguntarte algo? Si seguimos este camino todo derecho, ¿nos llevará al castillo de Koyagyū?

Sukekurō se acercó a Gonnosuke y poco después, cuando Hyōgo se reunió con ellos, le dijo quiénes eran los viajeros y por qué estaban allí.

Hyōgo suspiró, apenado.

—Es una lástima. Ojalá hubieras venido hace tres semanas, antes de que Otsū partiera para reunirse con Musashi en Edo.

—Él no está en Edo —dijo Gonnosuke—. Nadie sabe dónde se encuentra, ni siquiera sus amigos.

—¿Qué hará Otsū ahora? —inquirió Hyōgo, lamentando no haber traído a la joven de regreso a Koyagyū.

Aunque retenía las lágrimas, Iori deseaba irse a alguna parte donde pudiera estar a solas y llorar hasta hartarse. Antes, durante el trayecto desde el castillo, el chico había hablado sin cesar de un encuentro con Otsū, o así le había parecido a Gonnosuke. Cuando la conversación de los hombres se centró en los acontecimientos que tenían lugar en Edo, el muchacho empezó a quedarse rezagado. Hyōgo pidió a Gonnosuke más información sobre Musashi, nuevas acerca de su tío, detalles de la desaparición de Ono Tadaaki. Ni sus preguntas ni el caudal de noticias de Gonnosuke parecían tener final.

—¿Adonde vas? —le preguntó Ushinosuke a Iori. Se le había acercado por detrás y le puso una mano, amigablemente, en el hombro—. ¿Estás llorando?

—Claro que no —dijo Iori, pero las lágrimas se deslizaban por su rostro mientras sacudía la cabeza.

—Hummm… ¿Sabes desenterrar patatas silvestres?

—Naturalmente.

—Mira, allí hay unas cuantas patatas. ¿Vamos a ver quién las saca más rápido?

Iori aceptó el desafío, y se pusieron a cavar.

Empezaba a oscurecer, y como todavía quedaba mucho de que hablar, Hyōgo instó a Gonnosuke para que pasara unos días en el castillo. Sin embargo, Gonnosuke prefirió continuar su viaje.

Cuando se estaban despidiendo, observaron que los chicos faltaban de nuevo. Al cabo de un momento, Sukekurō les señaló y dijo:

—Mira, allí están. Parece que están cavando.

Iori y Ushinosuke estaban absortos en la tarea, la cual, debido al carácter quebradizo de las raíces, requería cavar cuidadosamente a gran profundidad. Los hombres, divertidos ante tanta concentración, se acercaron silenciosamente por detrás de ellos y les observaron durante varios minutos antes de que Ushinosuke alzara la cabeza y les viera. Ahogó un grito de sorpresa, e Iori se volvió y sonrió. Entonces redoblaron sus esfuerzos.

—Ya la tengo —dijo Ushinosuke.

Extrajo una larga patata y la depositó en el suelo.

Al ver el brazo de Iori metido en el agujero hasta el hombro, Gonnosuke le dijo con impaciencia:

—Si no terminas pronto, me marcharé solo.

Iori se llevó la mano a la cadera, como un anciano campesino, y se enderezó con dificultad.

—No puedo hacerlo —dijo—. Me llevaría el resto del día.

Con una expresión resignada en su semblante, se sacudió la tierra del kimono.

—¿No puedes sacar la patata después de haber cavado tanto? —le preguntó Ushinosuke—. Bueno, la sacaré por ti.

—No —dijo Iori, retirando la mano de Ushinosuke—. Se romperá. —Entonces volvió a llenar el agujero de tierra y golpeó la superficie hasta alisarla.

—Adiós —dijo Ushinosuke.

Con ademán orgulloso, se echó al hombro aquella patata grande y larga, revelando inadvertidamente que la punta estaba rota.

Al ver esto, Hyōgo comentó:

—Has perdido. Puede que hayas ganado la pelea, pero estás descalificado en el concurso de recogedores de patatas silvestres.