El buey desbocado

La sombra de la rama de ciruelo sobre la pared de yeso blanco, proyectada por el pálido sol, era de una belleza comedida que evocaba una pintura monocroma a tinta. Reinaba la tranquilidad en la primavera temprana de Koyagyū, y las ramas de los ciruelos parecían señalar el sur a los ruiseñores que pronto volarían en bandadas hacia el valle.

Al contrario que los pájaros, los shugyōsha que se presentaron a las puertas del castillo no tenían en cuenta las estaciones. Llegaban en un torrente continuo, con la intención ya de recibir instrucción de Sekishūsai, ya de probar su habilidad enfrentándose a él. La letanía tenía pocas variaciones: «Por favor, un solo encuentro»; «Te lo ruego, déjame verle»; «Soy el único discípulo verdadero de Fulano que enseña en tal y cual lugar». Durante los diez últimos años, los guardianes habían dado siempre la misma respuesta: debido a lo avanzado de su edad, su señor no podía recibir a nadie. Pocos espadachines, o aspirantes a serlo, se conformaban con eso. Algunos lanzaban diatribas sobre el significado del verdadero Camino y decían que no debería existir ninguna discriminación entre jóvenes y viejos, ricos y pobres, principiantes y expertos. Otros se limitaban a suplicar, mientras que algunos tenían la audacia de ofrecer sobornos. Muchos eran los que se marchaban mascullando agrias imprecaciones.

Si la verdad hubiera sido de dominio público, a saber, que Sekishūsai había fallecido el año anterior, las cosas podrían haberse simplificado mucho, pero se decidió que, como Munenori no podía marcharse de Edo hasta el cuarto mes, la muerte debería mantenerse en secreto hasta que se hubiera celebrado el servicio fúnebre. Una de las pocas personas de fuera del castillo que conocían las circunstancias estaba sentada ahora en una sala de invitados y pedía ver a Hyōgo con bastante insistencia.

Era Inshun, el abad ya entrado en años del Hōzōin, quien durante el período de senilidad de In'ei y tras la muerte de éste había mantenido la reputación del templo como un centro de artes marciales. Muchos creían incluso que la había mejorado. Había hecho todo lo posible para conservar los estrechos vínculos entre el templo y Koyagyū que habían existido desde los tiempos de In'ei y Sekishūsai. Decía que quería ver a Hyōgo para hablar de las artes marciales, pero Sukekurō conocía su verdadero propósito: enfrentarse en combate al hombre a quien su abuelo había considerado en privado como un espadachín mejor que él mismo o Munenori. Por supuesto, Hyōgo no estaba dispuesto a participar en semejante encuentro, pues no creía que beneficiara a nadie y, en consecuencia, era insensato.

Sukekurō aseguró a Inshun que había dado aviso.

—Estoy seguro de que Hyōgo saldría a saludarte si se encontrara mejor.

—¿Quieres decir que todavía está resfriado?

—Así es, no puede quitárselo de encima.

—No sabía que su salud fuese tan frágil.

—Oh, no lo es, pero ha estado en Edo algún tiempo, ¿sabes?, y no puede acostumbrarse del todo a los fríos inviernos de estas montañas.

Mientras los dos hombres hablaban, un sirviente llamaba a Otsū en el jardín del recinto más interior. Se abrió una shoji y la muchacha salió de una de las casas, seguida por una espiral de humo de incienso. Seguía de luto más de doscientos días después del fallecimiento de Sekishūsai, y su rostro estaba tan blanco como una flor de peral.

—¿Dónde estabas? —le preguntó el muchacho—. Te he buscado por todas partes.

—Estaba en la capilla budista.

—Hyōgo pregunta por ti.

Cuando entró en la habitación de Hyōgo, éste le dijo:

—Ah, Otsū, gracias por venir. Quisiera que saludaras a un visitante de mi parte.

—Sí, desde luego.

—Lleva aquí bastante rato. Sukekurō ha ido a hacerle compañía, pero el pobre ya debe de estar harto después de oír hablar tanto del Arte de la Guerra.

—¿El abad del Hōzōin?

—El mismo.

Otsū sonrió levemente, inclinó la cabeza y salió de la estancia.

Entretanto, Inshun sonsacaba a Sukekurō sin demasiada sutileza detalles del pasado y el carácter de Hyōgo.

—Me han dicho que cuando Katō Kiyomasa le ofreció una posición, Sekishūsai se negó a dar su consentimiento a menos que Kiyomasa aceptara una condición insólita.

—¿De veras? No recuerdo haber oído jamás semejante cosa.

—Según In'ei, Sekishūsai le dijo a Kiyomasa que, puesto que Hyōgo tenía muy mal genio, su señoría debía prometerle por anticipado que si Hyōgo cometía faltas graves, le perdonaría las tres primeras. Se sabe que Sekishūsai jamás toleraba la irreflexión. Debía de tener unos sentimientos muy especiales hacia Hyōgo.

Esta revelación era tan sorprendente que Sukekurō aún no sabía qué decir cuando entró Otsū. La muchacha sonrió al abad y le dijo:

—Me alegro mucho de verte. Lamentablemente, Hyōgo está muy ocupado preparando un informe que debe enviar a Edo de inmediato, pero me ha pedido que te presente sus excusas por no poder verte en esta ocasión.

Otsū se atareó sirviendo té y pastelillos a Inshun y los dos jóvenes sacerdotes que le acompañaban.

El abad pareció decepcionado, aunque ignoró cortésmente la discrepancia entre la excusa que le había dado Sukekurō y la de Otsū.

—Es una lástima, pues tenía una importante información que darle.

—Se la transmitiré con mucho gusto —dijo Sukekurō—, y puedes tener la seguridad de que sólo llegará a oídos de Hyōgo.

—Estoy seguro de ello —dijo el viejo sacerdote—. Sólo quería advertir personalmente a Hyōgo.

Entonces Inshun repitió un rumor que había oído sobre cierto samurái del castillo de Ueno en la provincia de Iga. La línea divisoria entre Koyagyū y el castillo se hallaba en una zona escasamente poblada, unas dos millas al este, y desde que Ieyasu la confiscó al daimyō cristiano Tsutsui Sadatsugu para entregarla a Tōdō Takatora se habían producido muchos cambios. Desde que fijó allí su residencia el año anterior, Takatora había reparado el castillo, revisado el sistema de impuestos, mejorado las instalaciones de riego y llevado a cabo otras medidas para consolidar su posesión del territorio. Todo esto era de dominio público. Pero Inshun se había enterado de algo más: Takatora se disponía a expandir sus tierras haciendo retroceder la línea limítrofe.

Según los informes, Takatora había enviado un cuerpo de samuráis a Tsukigase, donde estaban construyendo casas, talando ciruelos, desviando a los viajeros e invadiendo abiertamente la propiedad del señor Yagyū.

—Pudiera ser que el señor Takatora se esté aprovechando de que estáis de luto —observó Inshun—. Podéis considerarme un alarmista, pero parece como si se propusiera retirar el límite en esta dirección y tender una nueva valla. De ser así, sería mucho más fácil aclarar las cosas ahora que cuando haya terminado. Me temo que si os quedáis sentados sin hacer nada, más tarde lo lamentaréis.

Sukekurō, hablando como uno de los servidores de alto rango de su señor, agradeció la información a Inshun.

—Haré que se investigue la situación y, si es necesario, expondré una queja.

Sukekurō expresó su agradecimiento en nombre de Hyōgo e hizo una reverencia mientras el abad se marchaba.

Cuando Sukekurō informó de los rumores a Hyōgo, éste se echó a reír.

—No hagas caso —dijo—. Cuando regrese mi tío se ocupará del asunto.

Sukekurō, que sabía lo importante que era proteger cada palmo de terreno, no quedó nada satisfecho con la actitud de Hyōgo. Habló con los otros samuráis de alto rango y convinieron en que, aunque era necesaria una gran discreción, debían hacer algo. Tōdō Takatora era uno de los daimyō más poderosos del país.

A la mañana siguiente, cuando Sukekurō salía del dōjō situado encima del Shinkagedō tras la práctica de esgrima, tropezó con un chico de trece o catorce años.

El muchacho hizo una reverencia a Sukekurō, el cual le dijo jovialmente:

—Ah, hola, Ushinosuke. ¿Fisgando otra vez en el dōjō? ¿Me has traído un regalo? Veamos…, ¿patatas silvestres?

Sólo bromeaba a medias, puesto que las patatas de Ushinosuke eran siempre mejores que las de cualquier otro.

El muchacho vivía con su madre en la aislada aldea montañesa de Araki, y a menudo acudía al castillo para vender carbón, carne de jabalí y otros productos.

—Hoy no tengo patatas, pero le he traído esto a Otsū —dijo, al tiempo que mostraba un paquete envuelto en paja.

—A ver, ¿qué es esto…, ruibarbo?

—¡No, está vivo! A veces oigo cantar a los ruiseñores en Tsukigase. ¡He atrapado uno!

—Humm, siempre vienes aquí por el camino de Tsukigase, ¿no es cierto?

—Sí, es el único camino.

—Permíteme que te haga una pregunta. ¿Has visto muchos samuráis en esa zona últimamente?

—Algunos.

—¿Qué están haciendo ahí?

—Construyen cabañas…

—¿Has visto si levantan vallas o algo parecido?

—No.

—¿Han estado talando ciruelos?

—Bueno, aparte de las cabañas han arreglado los puentes, y para eso han cortado toda clase de árboles. También necesitaban leña.

—¿Paran a la gente en el camino?

—No lo creo. No les he visto hacer eso.

Sukekurō ladeó la cabeza.

—Tengo entendido que esos samuráis son del feudo del señor Tōdō, pero no sé qué están haciendo en Tsukigase. ¿Qué dice la gente de la aldea?

—Dicen que son rōnin expulsados de Nara y Uji. No tienen donde vivir, así que han ido a las montañas.

A pesar de lo que Inshun le había dicho, Sukekurō se dijo que esa explicación era razonable. Ōkubo Nagayasu, el magistrado de Nara, se esforzaba por mantener su jurisdicción libre de rōnin indigentes.

—¿Dónde está Otsū? —preguntó Ushinosuke—. Quiero darle su regalo.

El chiquillo siempre deseaba verla, pero no sólo porque ella le daba dulces y era amable con él. Su belleza tenía algo misterioso, sobrenatural. A veces, Ushinosuke se preguntaba si era humana o una diosa.

—Supongo que está en el castillo —dijo Sukekurō. Entonces, mirando hacia el jardín, añadió—: Vaya, parece que tienes suerte. ¿No es ésa de ahí?

—¡Otsū! —gritó Ushinosuke.

Ella se volvió y le sonrió. El muchacho corrió a su lado y le ofreció el paquete.

—¡Mira! He cogido un ruiseñor. Es para ti.

—¿Un ruiseñor? —Otsū, con el ceño fruncido, mantenía los brazos a los costados.

Ushinosuke pareció decepcionado.

—Canta muy bien. ¿No te gustaría oírlo?

—Sí, pero sólo si es libre para volar adonde le plazca. Entonces nos cantará bonitas canciones.

—Supongo que tienes razón —dijo él, haciendo pucheros—. ¿Quieres que lo suelte?

—Te agradezco que quieras hacerme un regalo, pero sí, soltarlo me haría más feliz que quedármelo.

En silencio, Ushinosuke abrió el paquete de paja y, como una flecha, el pájaro voló por encima de la muralla del castillo.

—¿Ves qué contento está de verse libre? —dijo Otsū.

—Dicen que los ruiseñores son los mensajeros de la primavera. Tal vez alguien te traerá buenas noticias.

—¿Un mensajero con noticias tan buenas como la llegada de la primavera? Ciertamente, hay algo que estoy deseando oír.

Otsū echó a andar hacia el bosque detrás del castillo, y Ushinosuke se puso a su lado.

—¿Adonde vas? —le preguntó el chiquillo.

—Últimamente he salido muy poco. He pensado subir a la colina y contemplar las flores de ciruelo para variar.

—¿Flores de ciruelo? Las de ahí arriba no valen gran cosa. Tendrías que ir a Tsukigase.

—Me encantaría ir allá. ¿Está muy lejos?

—A un par de millas más o menos. ¿Por qué no vas? Hoy he traído leña, así que tengo conmigo el buey.

Otsū se decidió en seguida, pues apenas había salido del castillo durante todo el invierno. La joven no dijo a nadie adonde iba, y los dos salieron por el portal trasero, el utilizado por los mercaderes y otras personas que tenían gestiones que hacer en el castillo. La puerta estaba custodiada por un samurái armado con una lanza, el cual hizo un gesto de asentimiento y sonrió a Otsū. También Ushinosuke era una figura familiar, y el centinela les dejó pasar sin pedir al chiquillo el permiso por escrito para estar en los terrenos del castillo.

La gente con la que se cruzaban en los campos y el camino saludaban amigablemente a Otsū, tanto si la conocían como si no.

Cuando las viviendas empezaron a escasear, la joven miró atrás, hacia el blanco castillo anidado en la falda de la montaña.

—¿Podré volver a casa todavía con luz? —preguntó al muchacho.

—Claro, pero de todos modos te acompañaré.

—La aldea de Araki está más allá de Tsukigase, ¿no es cierto?

—No importa.

Charlando animadamente, pasaron ante una tienda de sal, donde un hombre estaba trocando carne de jabalí por un saco de sal. Terminó la transacción, salió de la tienda y avanzó por el camino tras ellos. La nieve se estaba fundiendo y el camino era cada vez peor. Transitaban pocos viajeros.

—Dime, Ushinosuke —preguntó Otsū—, siempre vienes a Koyagyū, ¿verdad?

—Sí.

—¿No está el castillo de Ueno más cerca de la aldea de Araki?

—Así es, pero en el castillo de Ueno no hay ningún gran espadachín como el señor Yagyū.

—¿Te gustan las espadas?

—Mucho.

El muchacho detuvo al buey, soltó la cuerda y corrió a la orilla del arroyo. Allí lo cruzaba un puente del que se había desprendido un tronco. Ushinosuke lo colocó de nuevo en su lugar y esperó a que el hombre que iba detrás de ellos lo cruzara primero.

El hombre parecía un rōnin. Al pasar por el lado de Otsū, la miró descaradamente, y entonces miró atrás varias veces desde el puente y desde el otro lado, antes de desaparecer en un pliegue de la montaña.

—¿Quién crees que es ése? —preguntó Otsū con nerviosismo.

—¿Te ha asustado?

—No, pero…

—Hay muchos rōnin en estas montañas.

—¿De veras? —dijo ella con inquietud.

Ushinosuke le habló por encima del hombro:

—Otsū, ¿querrías ayudarme? ¿Crees que podrías pedir al maestro Kimura que me contrate? Ya sabes, para barrer el jardín, sacar agua del pozo…, esa clase de cosas.

Sólo en fecha reciente el muchacho había recibido un permiso especial de Sukekurō para entrar en el dōjō y observar cómo practicaban los hombres, pero ya tenía una sola ambición. Sus antepasados se apellidaron Kikumura, y el jefe de la familia durante varias generaciones había recibido el nombre de Mataemon. Ushinosuke había decidido que cuando llegara a ser samurái adoptaría el nombre Mataemon, pero ninguno de los Kikumura había hecho nada de especial relieve. El chico cambiaría su apellido por el nombre de su aldea, y si su sueño se hacía realidad, sería famoso en el país como Araki Mataemon.

Mientras Otsū le escuchaba, pensó en Jōtarō y se apoderó de ella una sensación de soledad. Tenía veintinueve años, y Jōtarō andaría por los diecinueve o veinte. Al mirar las flores de ciruelo que la rodeaban, aún no florecidas del todo, no podía evitar la sensación de que la primavera ya había pasado para ella.

—Regresemos, Ushinosuke —dijo de súbito.

El muchacho le dirigió una mirada inquisitiva, pero obedeció y dio la vuelta al buey.

—¡Alto! —gritó una fuerte voz masculina.

Otros dos rōnin se habían juntado con el de la tienda de sal. Los tres se acercaron y rodearon al buey con los brazos cruzados.

—¿Qué queréis? —preguntó Ushinosuke.

Los hombres tenían los ojos fijos en Otsū.

—Ya veo lo que quieres decir —dijo uno.

—Es una belleza, ¿verdad?

—La he visto antes en alguna parte —dijo el tercer hombre—. Creo que en Kyoto.

—Debe ser de Kyoto. Desde luego, no es de ninguno de los pueblos de estos alrededores.

—No sé si fue en la escuela Yoshioka o en alguna otra parte, pero sé que la he visto.

—¿Estuviste en la escuela Yoshioka?

—Durante tres años, después de Sekigahara.

—¡Si queréis algo de nosotros, decidnos qué es! —dijo Ushinosuke encolerizado—. Queremos regresar antes de que oscurezca.

Uno de los rōnin le lanzó una mirada feroz, como si le viera por primera vez.

—Eres de Araki, ¿verdad? ¿Uno de los carboneros?

—Sí, ¿y qué?

—No te necesitamos. Puedes largarte a casa corriendo.

—Eso es precisamente lo que voy a hacer.

Tiró de la cuerda que sujetaba al buey, y uno de los hombres le dirigió una mirada que habría metido el miedo en el cuerpo a la mayoría de los chicos de su edad.

—Salid de en medio —les dijo Ushinosuke.

—Esta dama se viene con nosotros.

—¿Adonde?

—¿A ti qué te importa? Dame esa cuerda.

—¡No!

—Vaya, al parecer no cree que hablo en serio.

Los otros dos hombres, enderezando los hombros y echando chispas por los ojos, se acercaron a Ushinosuke. Uno de ellos puso ante su barbilla un puño tan grande como un nudo de pino.

Otsū se aferró al lomo del buey. La inclinación de las cejas de Ushinosuke indicaba muy claramente que algo iba a suceder.

—¡No, no, basta! —exclamó ella, tratando de evitar que el chiquillo hiciera alguna temeridad.

Pero la nota quejumbrosa de su voz no hizo más que espolearle para entrar en acción. Lanzó una rápida y violenta patada que alcanzó al hombre delante de él, haciendo que se tambalease hacia atrás. Apenas el pie de Ushinosuke había vuelto a establecer contacto con el suelo, cuando dio un cabezazo contra el vientre del hombre situado a su izquierda. Simultáneamente agarró la empuñadura de la espada del mismo hombre y desenvainó el arma. Entonces empezó a repartir tajos.

El muchacho se movía con la rapidez del rayo. Giraba sobre sus talones y parecía atacar desde todas las direcciones a la vez y contra todos sus adversarios, con igual fuerza. Tanto si actuaba brillantemente por puro instinto o por temeridad infantil, lo cierto era que su táctica heterodoxa cogió a los rōnin por sorpresa.

El golpe hacia atrás de la espada alcanzó de lleno el pecho de uno de los hombres. Otsū gritó, pero su voz quedó ahogada por el alarido del herido. Éste cayó hacia el buey y un chorro de sangre tiñó la cara del animal. Aterrado, el buey soltó un mugido indescriptible. En aquel mismo momento, la espada de Ushinosuke le hizo un profundo corte en la grupa. Lanzando otro terrible mugido, el buey partió casi al galope.

Los otros dos rōnin corrieron en pos de Ushinosuke, el cual saltaba ágilmente de una roca a otra en el lecho del arroyo.

—¡No he hecho nada malo! —gritó—. ¡Habéis sido vosotros!

Al darse cuenta de que estaba fuera de su alcance, los dos rōnin corrieron tras el buey.

Ushinosuke saltó de nuevo al camino y les persiguió, gritando:

—¿Os queréis escapar, eh? ¡Seréis gallinas!

Uno de los hombres se detuvo y se volvió a medias.

—¡Pequeño bastardo!

—¡Déjale para luego! —le gritó el otro hombre.

El buey, ciego de temor, abandonó el camino del valle y subió por una pequeña elevación, recorrió una breve distancia a lo largo de la cima y bajó por el otro lado. En muy poco tiempo cubrió una distancia considerable, llegando a un punto bastante cercano al feudo de Yagyū.

Otsū, con los ojos cerrados, resignada, lograba mantenerse montada sujetándose a las alforjas. Oía las voces de la gente ante la que pasaba, pero estaba demasiado aturdida para pedir socorro a gritos. Claro que eso no le habría servido de nada, pues ninguna de las personas que comentaban el espectáculo tenía el valor necesario para detener a la bestia enloquecida.

Cuando ya casi estaban en la planicie de Hannya, un hombre salió de un camino lateral y llegó al centro de la carretera principal, la cual, aunque muy estrecha, era la carretera de Kasagi. Del hombro le colgaba un estuche de cartas, y parecía ser alguna clase de criado.

—¡Cuidado! —gritaba la gente—. ¡Apártate del camino!

Pero él siguió caminando en la dirección por la que venía el buey.

Entonces se oyó un tremendo sonido crujiente.

—¡Lo ha destrozado!

—¡El muy idiota!

Pero no era lo que los espectadores habían creído al principio. El sonido que acababan de oír no era el del buey al chocar con el hombre, sino el del fuerte golpe que éste había propinado a un lado de la cabeza del animal. El buey alzó su pesado cuello de costado, dio media vuelta y avanzó en la dirección contraria. Apenas había recorrido diez pies cuando se detuvo en seco, la saliva cayéndole de la boca, todo su cuerpo tembloroso.

—Desmonta en seguida —le dijo el hombre a Otsū.

Los espectadores se agruparon a su alrededor excitados, mirando el pie del hombre, que pisaba con firmeza la cuerda.

Una vez desmontada y a salvo, Otsū hizo una reverencia a su salvador, aunque aún estaba demasiado aturdida para saber dónde estaba o qué estaba haciendo allí.

—¿Por qué un animal tan tranquilo como éste se ha enfurecido tanto? —preguntó el hombre, mientras conducía el buey al lado de la carretera y lo ataba a un árbol. Al ver la sangre en las patas del buey, dijo—: Vaya, ¿qué es esto? Pero si le han hecho un corte… ¡con una espada!

Mientras examinaba la herida y farfullaba, Kimura Sukekurō se abrió paso entre el corro de gente y les pidió que se dispersaran.

—¿No eres tú el ayudante del abad Inshun? —le preguntó, incluso antes de que hubiera podido recobrar el aliento.

—Qué suerte la mía al encontrarte aquí, señor. Precisamente te traigo una carta del abad. Si no te importa, quisiera pedirte que la leas de inmediato.

Sacó la carta del estuche y se la tendió a Sukekurō.

—¿Para mí? —dijo el otro, sorprendido. Tras cerciorarse de que no se trataba de ningún error, la abrió y leyó—: «Con respecto a los samuráis de Tsukigase, desde nuestra conversación de ayer he comprobado que no son hombres del señor Tōdō, sino gentuza, rōnin expulsados de las ciudades, que se han instalado ahí para pasar el invierno. Me apresuro a informarte de este desdichado error por mi parte».

—Gracias —dijo Sukekurō—. Esto coincide con lo que he sabido por otro conducto. Dile al abad que me siento muy aliviado y confío en que él lo esté también.

—Perdóname por entregar la carta en medio del camino. Transmitiré tu mensaje al abad. Adiós.

—Espera un momento. ¿Cuánto tiempo llevas en el Hōzōin?

—No mucho.

—¿Cómo te llamas?

—Torazō.

—Me pregunto… —musitó Sukekurō, escrutando el rostro del hombre—. ¿No eres por casualidad Hamada Toranosuke?

—No.

—No conozco a Hamada, pero hay un hombre en el castillo el cual insiste en que Hamada sirve ahora como ayudante de Inshun.

—Sí, señor.

—¿Es un caso de identidad errónea?

Torazō, ruborizado, bajó la voz.

—En realidad, señor, soy Hamada. He acudido al Hōzōin por razones personales. A fin de evitar más deshonra a mi maestro y mayor vergüenza a mí mismo, quisiera mantener mi identidad secreta, si no te importa…

—No te preocupes. No tenía intención de fisgar en tus asuntos.

—Estoy seguro de que conoces lo ocurrido a Tadaaki. El hecho de que abandonara su escuela y se retirase a las montañas se debió a un error mío. He renunciado a mi categoría. Hacer trabajos secundarios en el templo será una buena disciplina. No he dicho a los sacerdotes mi verdadero nombre. Todo es muy embarazoso.

—El resultado de la pelea de Tadaaki con Kojirō no es ningún secreto. Kojirō se lo contó a toda la gente con que se encontró entre Edo y Buzen. Entiendo que has resuelto limpiar el nombre de tu maestro.

—Uno de estos días… Volveré a verte, señor.

Torazō se apresuró a marcharse, como si no pudiera soportar un instante más de conversación.