Antes de sentarse a desayunar, el portero rastrilló el jardín, quemó las hojas y abrió la puerta. Shinzō también llevaba cierto tiempo levantado. Comenzó su jornada como de costumbre, leyendo una selección de los clásicos chinos, a lo que siguió la práctica con la espada.
Desde el pozo, adonde había ido a lavarse, se dirigió al establo para echar un vistazo a los caballos.
—Caballerizo —llamó.
—Sí, señor.
—¿No ha vuelto todavía el ruano castaño?
—No, pero el caballo no me preocupa tanto como el muchacho.
—No te preocupes por Iori, pues se ha criado en el campo y puede cuidar de sí mismo.
El anciano portero se acercó a Shinzō y le informó de que habían venido a verle unos hombres que le esperaban en el jardín.
Shinzō se encaminó a la casa y saludó a los recién llegados agitando la mano.
—Cuánto tiempo ha pasado —comentó uno de los hombres.
—Me alegro de veros a todos de nuevo —dijo Shinzō.
—¿Cómo estás de salud?
—Espléndidamente, como podéis ver.
—Hemos sabido que te hirieron.
—No fue gran cosa. ¿Qué os trae por aquí a una hora tan temprana?
—Hay un pequeño asunto que nos gustaría tratar contigo.
Los cinco antiguos estudiantes de Obata Kagenori, todos ellos apuestos hijos de portaestandartes o eruditos confucianos, intercambiaron miradas significativas.
—Vayamos allí —dijo Shinzō, indicando un montículo cubierto de arces en un rincón del jardín.
Al llegar a la fogata del portero, se detuvieron y permanecieron a su alrededor.
Shinzō se llevó una mano al cuello, y entonces, al ver que los demás le estaban mirando, dijo:
—Cuando hace frío me duele un poco.
Los demás se turnaron para examinar la cicatriz.
—Tenemos entendido que ha sido obra de Sasaki Kojirō.
Se hizo una pausa de silencio breve y tensa.
—Precisamente hemos venido hoy para hablar de Kojirō. Ayer nos enteramos de que ha sido él quien mató a Yogorō.
—Lo sospechaba. ¿Tenéis alguna prueba?
—Circunstancial, pero convincente. Encontraron el cuerpo de Yogorō al pie de la colina de Isarago, detrás del templo. La casa de Kakubei está hacia la mitad de la colina, y Kojirō se alojaba ahí.
—Humm. No me extrañaría que Yogorō hubiera ido él solo a ver a Kojirō.
—Estamos bastante seguros de que eso es lo que ocurrió. Tres o cuatro noches antes de que encontraran el cuerpo, un florista vio a un hombre que respondía a la descripción de Kojirō trepando por la colina. Kojirō debió de matarle y luego bajó el cuerpo al pie de la colina.
Los seis hombres intercambiaron solemnes miradas. Guardaban silencio, pero la cólera que sentían se reflejaba en sus ojos.
Shinzō, su rostro enrojecido por el fuego, les preguntó:
—¿Es eso todo?
—No. Queríamos hablar sobre el futuro de la Casa de Obata y cómo vamos a ocuparnos de Kojirō.
Shinzō estaba sumido en sus pensamientos. El hombre que había hablado en primer lugar dijo:
—A lo mejor ya lo sabéis, pero Kojirō se ha convertido en vasallo del señor Hosokawa Tadatoshi. Ahora viaja camino de Buzen, y no ha pagado lo que debía… por la ruina de la reputación de nuestro maestro, la muerte de su único hijo y heredero y la matanza de nuestros camaradas.
—Shinzō —le instó un tercer hombre—, como discípulos de Obata Kagenori, tenemos que hacer algo.
Motas de blanca ceniza se alzaban del fuego. Uno de los hombres tragó humo y tosió.
Tras escucharles durante varios minutos, mientras ellos expresaban su enconada indignación, Shinzō dijo:
—Soy una de las víctimas, por supuesto, y tengo un plan propio. Pero decidme qué habéis pensado hacer vosotros.
—Presentar una protesta al señor Hosokawa, contarle todo lo ocurrido y pedirle que nos entregue a Kojirō.
—¿Y luego qué?
—Expondremos su cabeza en una pica ante las tumbas de nuestro maestro y su hijo.
—Podríais hacer tal cosa si os lo entregaran atado, pero los Hosokawa probablemente no harán tal cosa. Aunque le hayan reclutado hace muy poco, es su vasallo y lo que les interesa es su habilidad. Vuestra queja sólo sería una prueba más de esa habilidad. ¿Qué daimyō entregará uno de sus vasallos a otro sin motivos imperiosos?
—Entonces deberemos tomar medidas extremas.
—¿Por ejemplo?
—El grupo con el que viaja es bastante grande. Podríamos darles alcance con facilidad. Encabezados por ti, nosotros seis y otros discípulos leales…
—¿Estás sugiriendo que le ataquemos?
—Sí. Ven con nosotros, Shinzō.
—No me gusta.
—¿No eres tú el elegido para llevar el nombre de Obata?
—Resulta difícil admitir que un enemigo es mejor que nosotros —dijo Shinzō con semblante pensativo—. Sin embargo, objetivamente, Kojirō es el mejor espadachín. Me temo que, incluso con docenas de hombres, no haremos más que aumentar nuestra vergüenza.
—¿Y vas a quedarte al margen sin hacer nada? —preguntó indignado uno de ellos.
—No. Detesto tanto como vosotros que Kojirō haya salido indemne de lo que hizo, pero estoy dispuesto a esperar el tiempo que sea necesario.
—Tienes una paciencia enorme —dijo uno de los hombres en tono sarcástico.
—¿No estás evadiendo tu responsabilidad? —le preguntó otro.
Como Shinzō no respondía, los cinco hombres concluyeron que era inútil seguir hablando y se alejaron a toda prisa.
Por el camino se cruzaron con Iori, el cual había desmontado en el portal y dirigía su montura al establo. Tras atar el caballo, vio a Shinzō junto al fuego y fue a reunirse con él.
—Vaya —dijo el muchacho—. ¿Os habéis peleado?
—¿Por qué lo preguntas?
—Al llegar me he cruzado con unos samuráis y parecían enfadados. Decían cosas extrañas, como «le había evaluado en exceso» y «es un débil».
—Eso no significa nada —dijo Shinzō con una risita—. Acércate más y caliéntate.
—¿Quién necesita fuego? He venido cabalgando sin parar desde Musashino.
—Pareces muy animado. ¿Dónde estuviste anoche?
—En casa. ¡El sensei ha vuelto!
—Había oído decir que estaba de vuelta o que no tardaría en llegar.
—¿Lo sabías ya?
—Me lo dijo Takuan. ¿Has oído la noticia, Iori?
—¿Qué noticia?
—Tu maestro va a ser un gran hombre. Ha tenido una suerte extraordinaria, pues va a ser uno de los maestros del shōgun. Será el fundador de su propia escuela de esgrima.
—¿Lo dices en serio?
—¿Te satisface?
—Naturalmente. Nada podría hacerme más feliz. ¿Me prestas el caballo?
—¿Ahora? Si acabas de llegar.
—Iré a decírselo.
—No es necesario que lo hagas. Antes de que finalice la jornada, el Consejo de Ancianos le convocará formalmente. En cuanto nos avisen, yo mismo iré a decírselo a Musashi.
—¿Vendrá él aquí?
—Sí —le aseguró Shinzō.
Mirando por última vez el fuego moribundo, echó a andar hacia la casa, un poco animado por Iori, pero preocupado por el destino de sus airados amigos.
La convocatoria tuvo lugar sin tardanza. Dos horas después llegó un mensajero con una carta para Takuan y una orden para que Musashi se presentara al día siguiente en el Pabellón de Recepciones, ante el portal de Wadakura. Tras haber confirmado su cita, se le informaba de que sería recibido en audiencia por el shōgun.
Cuando Shinzō, con un ayudante, llegó a la casa en la llanura de Musashino, encontró a Musashi sentado al sol con un gatito en el regazo, charlando con Gonnosuke.
Las palabras fueron breves. Shinzō se limitó a decir: «He venido en tu busca».
—Gracias —dijo Musashi—. Estaba a punto de llamarte para agradecerte que hayas cuidado de Iori.
Sin decir nada más, montó el caballo que Shinzō le había traído y regresaron a Ushigome.
Aquella noche, cuando estaba sentado con Takuan y el señor Ujikatsu, se sintió inmensamente afortunado porque podía considerar a aquellos hombres, así como a Shinzō, como verdaderos amigos.
Al levantarse por la mañana, Musashi descubrió que ya habían dejado en su habitación ropas apropiadas, junto con un abanico y papel de seda.
—Hoy es un gran día —le dijo el señor Ujikatsu durante el desayuno—. Debes regocijarte.
El desayuno consistía en arroz con judías rojas, un pescado de agua dulce entero para cada uno y otros platos que sólo se servían en las ocasiones festivas. El menú era muy parecido al que se servía durante la ceremonia de la mayoría de edad en la familia Hōjō.
Musashi deseaba rechazar la cita. En Chichibu había pensado a fondo en los dos años vividos en Hōtengahara y su ambición de poner su habilidad con la espada al servicio del buen gobierno. Ahora la creencia de que Edo, por no hablar del resto del país, estaba preparado para la clase de gobierno ideal que imaginaba parecía menos sostenible. La santidad del Camino y la aplicación de los principios de la esgrima a la causa de la paz sólo parecían ideales elevados, por lo menos hasta que Edo u Osaka lograran consolidar su dominio sobre todo el país. Y aún no había tomado una decisión sobre otro aspecto crucial: si la batalla definitiva se librara mañana, ¿debería apoyar al ejército del este o al del oeste? ¿O quizá debería abandonar el mundo y sobrevivir en las montañas alimentándose de raíces hasta que se restaurase la paz?
Ni siquiera aquella mañana podía librarse de la sensación de que si se contentaba con un alto cargo su búsqueda del Camino quedaría interrumpida. Pero no podía negarse. Lo que finalmente le decidió fue la confianza en él que le demostraban sus seguidores. Era imposible darles una negativa; no engañaría a Takuan, su viejo amigo y severo mentor, ni al señor Ujikatsu, que ahora se revelaba como un conocido valioso.
Vestido con atuendo formal y montado en un espléndido caballo con una hermosa silla, se encaminó al castillo por la carretera soleada. Cada paso que daba le acercaba supuestamente al pórtico de la gloria.
Delante del Pabellón de Recepción había un patio de grava y, en un alto poste, un letrero que decía: «Desmontar». Cuando Musashi bajó del caballo, un oficial y un mozo de establo se aproximaron.
—Me llamo Miyamoto Musashi —anunció en un tono de voz formal—. Vengo de acuerdo con la convocatoria que efectuó ayer el Consejo de Ancianos. ¿Puedo pediros que me llevéis al oficial encargado de la sala de espera?
Se había presentado solo, como se esperaba de él. Llegó otro oficial y le escoltó a la sala de espera, donde le dijeron que aguardase hasta que «llegara aviso del interior».
Era una sala grande, de más de veinte esteras, conocida como la «Habitación de las orquídeas» debido a las pinturas de aves y orquídeas primaverales en las paredes y los paneles de las puertas. Poco después entró un sirviente con té y pasteles, pero ése fue el único ser humano que Musashi vio durante casi media jornada. Los pajarillos de las pinturas no cantaban, las orquídeas no tenían fragancia. Musashi empezó a bostezar.
Supuso que el hombre de rostro rubicundo y cabello blanco que por fin se presentó era uno de los ministros. Tal vez en su juventud fue un guerrero distinguido.
—Eres Musashi, ¿verdad? —le dijo el señor Sakai Tadakatsu mientras tomaba asiento—. Disculpa por la larga espera.
Aunque era señor de Kawagoe y un daimyō muy conocido, en el castillo del shōgun no era más que otro funcionario a quien servía un solo samurái. Al parecer, le importaba muy poco la pompa y el protocolo.
Musashi hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente y permaneció en esa posición mientras anunciaba en un lenguaje rígidamente formal:
—Me llamo Miyamoto Musashi, rōnin de Mimasaka e hijo de Munisai, descendiente de la familia Shimmen. He venido a las puertas del castillo cumpliendo con la voluntad del shōgun, expresada en la citación que me envió.
Tadakatsu asintió varias veces, sacudiendo su papada.
—Muchas gracias por las molestias que te has tomado —le dijo, y entonces adoptó un tono de disculpa—: Con respecto a tu nombramiento para un cargo oficial, para el que fuiste recomendado por el sacerdote Takuan y el señor Hōjō de Awa, anoche se produjo un súbito cambio en los planes del shōgun y, como resultado, no serás contratado. Puesto que varios de nosotros no estábamos de acuerdo con esta decisión, el Consejo de Ancianos ha revisado hoy el asunto. De hecho, hemos estado discutiendo hasta ahora. Planteamos la cuestión nuevamente al shōgun, pero lamento decirte que no hemos podido alterar la decisión que tomó.
El funcionario miraba a Musashi con simpatía y por un instante pareció buscar palabras de consuelo.
—En nuestro mundo huidizo —siguió diciendo—, esta clase de cosas suceden continuamente. No debes irritarte por lo que la gente diga de ti. En el terreno de los nombramientos oficiales, a menudo es difícil saber si uno ha sido afortunado o no.
Musashi, todavía inclinado, respondió:
—Sí, señor.
Las palabras de Tadakatsu eran como música en sus oídos. La gratitud brotaba del fondo de su corazón, llenando todo su cuerpo.
—Comprendo la decisión, señor, y te estoy agradecido.
Pronunció estas palabras con toda naturalidad. A Musashi le tenía sin cuidado el prestigio y no había la menor ironía en su actitud. Tenía la sensación de que un ser más grande que el shōgun acababa de concederle un nombramiento mucho más importante que el tutor oficial. Le había sido dispensada la palabra de los dioses.
«Lo ha encajado bien», pensó Tadakatsu, mirando sutilmente a Musashi. Entonces dijo en voz alta:
—Quizá sea presuntuoso por mi parte, pero me han dicho que tienes unos intereses artísticos del todo insólitos en un samurái. Quisiera presentar una muestra de tu obra al shōgun. Responder a los chismorreos maliciosos de la gente ordinaria no es importante. Creo que sería más adecuado para un noble samurái alzarse por encima de la cháchara de la gente y dejar tras de sí un mudo testimonio de la pureza de su corazón. Una obra de arte sería apropiada, ¿no crees?
Mientras Musashi todavía reflexionaba en el significado de estas palabras, Tadakatsu añadió:
—Espero que nos volvamos a ver.
Dicho esto abandonó la estancia.
Musashi alzó la cabeza y se sentó erguido. Tardó un par de minutos en comprender el significado de las palabras de Tadakatsu, esto es, que no había necesidad de responder a los chismorreos maliciosos, pero tenía que dar una prueba de su carácter. Si así lo hacía, su honor quedaría limpio, y los hombres que le habían recomendado no sufrirían ninguna pérdida de prestigio.
Musashi pensó en lo curioso que era que la mayoría de los niños supieran dibujar, así como cantar, pero que olvidaran la manera de hacerlo a medida que crecían. Tal vez la poca sabiduría que aprendían con la edad era inhibitoria. Él mismo no era ninguna excepción. De niño a menudo se dedicaba a dibujar, y era ésta una de sus maneras favoritas de superar la soledad. Pero desde los trece o catorce hasta pasados los veinte, había abandonado el dibujo casi por completo. En el curso de sus viajes, a menudo se había detenido en templos o casas de personajes acaudalados, donde había tenido la oportunidad de ver buenas pinturas, murales o pergaminos colgados en los lugares de honor, lo cual le había producido un vivo interés por el arte.
La sencillez aristocrática y la sutil profundidad de la pintura de unos castaños de Liang-k'ai le había producido una impresión especialmente profunda. Tras ver esa obra en la casa de Kōetsu, había aprovechado todas las oportunidades a su alcance para ver las excepcionales pinturas chinas de la dinastía Sung, las obras de los maestros japoneses Zen del siglo XV y las pinturas de maestros contemporáneos de la escuela Kanō, en especial Kanō Sanraku y Kaihō Yūshō. Naturalmente, tenía sus preferencias. El trazo audaz y viril de Liang-k'ai, desde el punto de vista de un espadachín, le revelaba la prodigiosa fuerza de un gigante. Kaihō Yūshō, posiblemente porque era de origen samurái, había alcanzado en su ancianidad semejante grado de pureza que Musashi lo consideraba un hombre digno de tomarlo como modelo. También le atraían los efectos de luz espontáneos en las obras del sacerdote ermitaño y esteta Shōkadō Shōjō, el cual le gustaba tanto más cuanto que tenía la reputación de ser amigo de Takuan.
La pintura, que parecía un arte muy alejado del camino que él había elegido, difícilmente era apropiada para una persona que no solía pasarse un mes entero en un solo lugar. Sin embargo, de vez en cuando Musashi se dedicaba a la pintura.
Como en el caso de otros adultos que se han olvidado de dibujar, su mente trabajaba, pero no su espíritu. Concentrado en dibujar con habilidad, era incapaz de expresarse naturalmente. Muchas eran las ocasiones en las que había abandonado, sintiéndose desalentado. Luego, más tarde o más temprano, invariablemente algún impulso le movía a empuñar el pincel de nuevo, en secreto. Como sus pinturas le avergonzaban, nunca las enseñaba a los demás, aunque dejaba que inspeccionaran sus esculturas.
Una actitud a la que puso fin en aquel momento. Para conmemorar aquel día decisivo, decidió pintar una obra que pudiera ser mostrada al shōgun o a cualquier otra persona.
Trabajó rápidamente y sin interrupción hasta que terminó. Entonces introdujo el pincel en un jarro de agua y se marchó, sin volver una sola vez la cabeza atrás para ver su obra.
En el patio se volvió para echar un último vistazo al imponente portal, y un interrogante llenó su mente: ¿dónde estaba la gloria, dentro o fuera del pórtico?
Sakai Tadakatsu regresó a la sala de espera y se sentó durante algún tiempo, contemplando la pintura todavía húmeda. Era una representación de la planicie de Musashino. En el centro, muy grande, el sol naciente, el cual, simbolizando la confianza de Musashi en su propia integridad, era bermellón. El resto de la obra había sido ejecutado en tinta para captar la sensación otoñal de la planicie.
«Hemos perdido un tigre que ha vuelto a la naturaleza», se dijo Tadakatsu.