En 1605 Ieyasu cedió el cargo de shōgun a Hidetada, pero siguió gobernando desde su castillo de Suruga. Ahora que casi se había completado la tarea de poner los cimientos del nuevo régimen, Ieyasu empezaba a permitir que Hidetada se hiciera cargo de sus legítimos deberes.
Cuando le transmitió su autoridad, Ieyasu preguntó a su hijo qué se proponía hacer.
Se dice que la respuesta de Hidetada, «Voy a construir», complació inmensamente al shōgun.
En contraste con Edo, en Osaka realizaban todavía los preparativos para la batalla final. Ilustres generales tramaban intrigas, los correos llevaban mensajes a ciertos feudos, a los dirigentes militares desplazados y los rōnin se les procuraba solaz y compensación. Se almacenaban municiones, se pulían las lanzas, se ahondaban los fosos.
Cada vez era mayor el número de ciudadanos que abandonaban las ciudades occidentales para trasladarse a la floreciente ciudad del este, cambiando a menudo de lealtad, pues seguía existiendo el temor de que una victoria de Toyotomi pudiera significar la vuelta a la lucha crónica.
Para el daimyō y los vasallos de alto rango que aún debían decidir si confiaban su destino y el de sus hijos y nietos a Edo u Osaka, el impresionante programa de construcciones en Edo era un argumento a favor de los Tokugawa.
Aquel día, como tantos otros, Hidetada se dedicaba a uno de sus pasatiempos preferidos. Vestido como para salir al campo, abandonó el recinto principal y se dirigió a la colina de Fukiage para inspeccionar los trabajos de construcción.
Más o menos a la hora en que el shōgun y su séquito de ministros, ayudantes personales y sacerdotes budistas se detuvieron a descansar, se produjo una conmoción en la colina Momiji.
—¡Detened a ese hijo de perra!
—¡Prendedle!
Un cavador de pozos daba vueltas a todo correr, tratando de librarse de unos carpinteros que le perseguían. Corrió como una liebre entre dos rimeros de tablas y se escondió un momento tras la cabaña de los yeseros. Entonces se lanzó hacia el andamio junto al muro exterior y empezó a trepar.
Un par de carpinteros treparon tras él, soltando sonoros juramentos, y le agarraron de los pies. El cavador de pozos agitó frenéticamente los brazos y cayó hacia atrás en un montón de virutas.
Los carpinteros se abalanzaron sobre él y la emprendieron a golpes y puntapiés desde todos los lados. Por alguna extraña razón, el hombre ni lloró ni intentó resistirse, sino que se aferró tan fuerte como pudo al suelo, como si ésa fuese su única esperanza.
El samurái encargado de los carpinteros y el inspector de los obreros llegaron corriendo.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el samurái.
—¡Este cerdo asqueroso ha pisado mi escuadra! —se quejó uno de los trabajadores—. ¡La escuadra es el alma del carpintero!
—Domínate.
—¿Qué harías si hubiera pisado tu espada? —le preguntó el carpintero.
—Bueno, basta ya. El shōgun está descansando en la colina.
Al oír la mención del shōgun, el primer carpintero se tranquilizó, pero otro hombre dijo:
—Tiene que ir a lavarse. ¡Y luego ha de inclinarse ante la escuadra y pedirle perdón!
—Nosotros nos encargaremos del castigo —dijo el inspector—. Volved al trabajo.
Agarró al hombre postrado por el cuello del kimono y le dijo:
—Levanta la cara.
—Sí, señor.
—Eres uno de los cavadores de pozos, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿Qué hacías aquí? Éste no es tu lugar de trabajo.
—Ayer también andaba por aquí —dijo el carpintero.
—¿Ah, sí? —dijo el inspector, mirando fijamente el rostro pálido de Matahachi.
Observó que, para ser un cavador de pozos, era demasiado delicado, tenía un exceso de refinamiento.
El inspector habló con el samurái durante un minuto y luego se lo llevaron de allí.
Matahachi fue encerrado en un cobertizo para leña, detrás de la oficina del inspector de obreros, y durante varios días no hizo más que contemplar la leña, uno o dos sacos de carbón y los barriles para preparar encurtidos. Temía que descubrieran el complot y estaba aterrorizado.
Una vez en el castillo, lo había pensado a fondo y llegado a la conclusión de que, aunque tuviera que ser un cavador de pozos durante toda su vida, no iba a convertirse en un asesino. Había visto al shōgun y su séquito en varias ocasiones, pero las había dejado pasar todas sin llevar a cabo el atentado.
Lo que le llevaba al pie de la colina Momiji cada vez que podía desplazarse durante los períodos de descanso era una complicación imprevista. Iban a construir una biblioteca, y cuando lo hicieran sería preciso trasladar el algarrobo. Sintiéndose culpable, Matahachi suponía que entonces descubrirían el mosquete y que le relacionarían directamente con el complot. Pero no había podido encontrar un momento en que nadie estuviera presente para desenterrar el mosquete y hacerlo desaparecer.
Incluso mientras dormía sudaba profusamente. Una vez soñó que estaba en la tierra de los muertos, y allí había algarrobos en todos los lugares en los que miraba. Unas noches antes de que le confinaran en el cobertizo soñó con su madre, y fue una visión clara como el día. En vez de apiadarse de él, Osugi le gritó airada y le arrojó un cesto de capullos de seda. Cuando los capullos llovieron sobre su cabeza intentó correr y su madre, con el cabello misteriosamente transformado en capullos blancos, le persiguió. Por mucho que corriera, ella siempre le pisaba los talones. Empapado en sudor, saltó desde lo alto de un risco y empezó a caer a través de la oscuridad del infierno, una caída interminable en la negrura.
—¡Perdóname, madre! —exclamó como un niño herido, y el mismo sonido de su voz le despertó.
Entonces se enfrentó a una realidad, la perspectiva de la muerte, más aterradora que el sueño.
Empujó la puerta, aunque ya sabía que estaba cerrada. Desesperado, subió a un barril de encurtidos, rompió un ventanuco cerca del tejado y salió poco a poco por la abertura. Fue poniéndose a cubierto tras los montones de leña y piedras, así como los montículos de tierra excavada, y avanzó sigilosamente hasta las proximidades del portal occidental trasero. Al ver que el algarrobo seguía en su sitio, suspiró aliviado.
Encontró una hoz y empezó a cavar como si esperase descubrir su propia vida. Inquieto por el ruido que estaba haciendo, se detuvo y miró a su alrededor. Al no ver a nadie, empezó de nuevo.
Movía la hoz con frenesí, temeroso de que alguien hubiera encontrado ya el mosquete. Su respiración se hizo rápida y desigual. El sudor y la suciedad que cubrían su cuerpo se mezclaban, y parecía como si acabara de salir de un baño de barro. Empezaba a sentirse mareado, pero no podía detenerse.
La hoja golpeó algo alargado. Matahachi arrojó la hoz a un lado y metió la mano en el hoyo para coger el objeto, diciéndose: «ya lo tengo».
Su alivio duró poco. El objeto no estaba envuelto en papel encerado, no había ninguna caja y no estaba frío como el metal. Lo cogió, lo alzó y lo dejó caer. Era un hueso blanco y delgado, un radio o un peroné.
Matahachi no se atrevió a empuñar de nuevo la hoz. Aquello parecía otra pesadilla, pero sabía que estaba despierto, incluso podía contar cada hoja del algarrobo.
Mientras rodeaba el árbol, dando puntapiés a la tierra, se preguntó qué podría ganar Daizō al mentirle.
Aún estaba rodeando el árbol cuando un hombre se le acercó silenciosamente por detrás y le dio unos ligeros golpes en la espalda. Entonces soltó una risotada y dijo al oído de Matahachi:
—No lo encontrarás.
Matahachi se quedó paralizado, casi estuvo a punto de caerse en el hoyo. Volvió la cabeza hacia la voz y permaneció mudo unos instantes antes de ahogar un grito de asombro.
—Ven conmigo —le dijo Takuan, cogiéndole de la mano.
Matahachi no podía moverse. Sus dedos se volvieron insensibles, aferrados a la mano del sacerdote. Un estremecimiento de horror abyecto se extendió por su cuerpo desde los talones.
—¿No me has oído? Ven conmigo —repitió con firmeza Takuan.
La lengua de Matahachi era casi tan inútil como la de un mudo.
—Te… tengo que…, la tierra…
—Déjala —le dijo Takuan en un tono implacable—. Es una pérdida de tiempo. Las cosas que la gente hace en esta tierra, buenas o malas, son como tinta en un papel poroso. No es posible borrarlas ni en mil años. Crees que echar un poco de tierra alrededor del árbol arreglará lo que has hecho. Por pensar así tu vida es tan desordenada. Ahora ven conmigo. Eres un delincuente, y tu delito es atroz. Voy a cortarte la cabeza con una sierra de bambú y te arrojaré al Charco de la Sangre infernal.
Agarró a Matahachi por el lóbulo de la oreja y tiró de él.
Takuan llamó a la puerta de la barraca donde dormían los ayudantes de la cocina.
—Eh, chicos, que salga uno de vosotros —les dijo.
Apareció un muchacho en el umbral, restregándose los ojos. Cuando reconoció al sacerdote a quien había visto hablando con el shōgun, se espabiló del todo y dijo:
—Sí, señor. ¿Puedo servirte en algo?
—Quiero que abras ese cobertizo de leña.
—Hay un cavador de pozos encerrado ahí.
—No, no está ahí sino aquí. No tiene sentido hacerle entrar de nuevo a través de una ventana, así que abre la puerta.
El muchacho corrió en busca del inspector, el cual se apresuró a salir, pidió disculpas y rogó a Takuan que no informara del incidente.
Takuan empujó a Matahachi al interior del cobertizo, entró tras él y cerró la puerta. Al cabo de unos minutos, asomó la cabeza al exterior y dijo:
—Supongo que tienes una navaja de afeitar en alguna parte. Tráemela después de afilarla.
El inspector y el pinche de cocina intercambiaron miradas, y ninguno de los dos se atrevió a preguntar al sacerdote para qué quería la navaja de afeitar. La afilaron como les había pedido y se la entregaron.
—Gracias —dijo Takuan—. Ya podéis volver a la cama.
El interior del cobertizo estaba totalmente a oscuras y sólo un atisbo de luz estelar era visible a través de la ventana rota. Takuan se sentó en un montón de leña. Matahachi se dejó caer sobre una estera de juncos, la cabeza gacha, avergonzado. El silencio se prolongó durante largo rato. Como no podía ver la navaja, Matahachi se preguntó nervioso si Takuan la sostenía en la mano.
Por fin Takuan habló.
—¿Qué has excavado al pie del algarrobo, Matahachi? —le preguntó.
El joven no dijo nada.
—Yo podría enseñarte a excavar algo. Significaría extraer algo de la nada, recuperar el mundo real sacándolo de una tierra de sueños.
—Sí, señor.
—No tienes la menor idea de qué es la realidad de la que te estoy hablando. Sin duda estás aún en tu mundo de fantasía. Bueno, puesto que eres tan ingenuo como un niño, supongo que deberé masticar primero tu alimento intelectual… ¿Qué edad tienes?
—Veintiocho.
—La misma edad que Musashi.
Matahachi se cubrió el rostro con las manos y lloró.
Takuan dejó que se desahogara antes de continuar.
—¿No resulta espantoso pensar que el algarrobo ha estado a punto de convertirse en la lápida de un necio? Estabas cavando tu propia tumba, realmente en un tris de caer en ella.
Matahachi rodeó con sus brazos las piernas de Takuan y le suplicó:
—Sálvame, por favor, sálvame. Mis ojos…, ahora mis ojos se han abierto. Daizō de Narai me embaucó.
—No, tus ojos no se han abierto ni tampoco Daizō te ha engañado. Sencillamente ha intentado utilizar al idiota más grande de este mundo…, un mastuerzo codicioso, burdo y corto de miras que, sin embargo, ha tenido la temeridad de aceptar una tarea que cualquier hombre juicioso habría rechazado.
—Sí…, sí…, he sido un estúpido.
—¿Quién creías que era Daizō?
—No lo sé.
—Su verdadero nombre es Mizoguchi Shinano. Fue servidor de Otani Yoshitsugu, un amigo íntimo de Ishida Mitsunari. Sin duda recuerdas que Mitsunari fue uno de los derrotados en Sekigahara.
—No…, no —dijo Matahachi con voz entrecortada—. ¿Es uno de los guerreros que el shogunado está tratando de localizar?
—¿Qué otra cosa sería un hombre dispuesto a asesinar al shōgun? Tu estupidez es pasmosa.
—No me ha dicho eso, sino sólo que odiaba a los Tokugawa. Creía que sería mejor para el país que los Toyotomi detentaran el poder. Hablaba de trabajar por el bien de todo el mundo.
—No te molestaste en preguntarte quién era realmente, ¿verdad? Sin usar ni una sola vez la cabeza, te dedicaste audazmente a cavar tu propia tumba. Tu clase de valor da miedo, Matahachi.
—¿Qué debo hacer?
—¿Hacer?
—¡Por favor, Takuan, te lo ruego, ayúdame!
—Suéltame.
—Pero… no he llegado a usar el arma. ¡Ni siquiera la he encontrado!
—Claro que no la has encontrado, porque no llegó a tiempo. Si Jōtarō, a quien Daizō engañó para que formara parte de este espantoso complot, hubiera llegado a Edo como planeaba, el mosquete muy bien podría haber estado enterrado al pie del árbol.
—¿Jōtarō? ¿Te refieres al muchacho…?
—No importa. Eso no es asunto tuyo. Lo que te concierne es el delito de traición, que has cometido y que no puede ser perdonado. Tampoco pueden tolerarlo los dioses ni el Buda. Será mejor que abandones toda esperanza de salvación.
—¿No hay ninguna manera…?
—¡Por supuesto que no!
—Ten piedad —sollozó Matahachi, aferrándose a las rodillas de Takuan.
Takuan se levantó y le apartó de un puntapié.
—¡Idiota! —gritó con tal potencia que amenazaba con levantar el tejado del cobertizo.
La ferocidad de su mirada era indescriptible: un Buda que rechazaba a quien quería abrazarle, un Buda aterrador que ni siquiera estaba dispuesto a perdonar al arrepentido.
Por un momento Matahachi le miró con resentimiento. Entonces inclinó la cabeza, resignado, y los sollozos estremecieron su cuerpo.
Takuan cogió la navaja que descansaba sobre el montón de leña y tocó con ella ligeramente la cabeza de Matahachi.
—Puesto que vas a morir, será mejor que lo hagas con el aspecto de un discípulo del Buda. Voy a ayudarte a ello, por la amistad que tenemos. Cierra los ojos y permanece sentado muy quieto y con las piernas cruzadas. La línea entre la vida y la muerte no tiene más espesura que un párpado. No hay nada aterrador en la muerte, nada que justifique las lágrimas. No llores, criatura, no llores. Takuan te preparará para el final.
La sala donde se reunía el Consejo de Ancianos para hablar de los asuntos de estado estaba aislada de las demás estancias del castillo de Edo. Aquella cámara secreta estaba completamente rodeada por otras habitaciones y pasillos. Cada vez que era necesario recibir una decisión del shōgun, los ministros o bien iban a la cámara de audiencias o bien enviaban una petición en una caja lacada. Notas y respuestas se habían sucedido con una frecuencia desacostumbrada. Takuan y el señor Hōjō habían sido admitidos a la sala en varias ocasiones, y a menudo habían permanecido allí para deliberar durante un día entero.
Aquel día, en otra habitación, menos aislada pero no menos bien guardada, los ministros habían oído el informe del mensajero enviado a Kiso.
El mensajero había dicho que, una vez dada la orden de detención en Narai, se había intentado cumplirla de inmediato, pero que Daizō había escapado tras cerrar su establecimiento de Narai, llevándose consigo a todos sus moradores. El registro había revelado una considerable cantidad de armas y municiones, junto con algunos documentos que no habían podido ser destruidos. Entre los papeles figuraban cartas dirigidas a y remitidas por los seguidores de Toyotomi en Osaka. El mensajero había dispuesto el envío de las pruebas a la capital del shōgun, tras lo cual regresó a Edo utilizando un servicio de caballos rápidos. Los ministros se sentían como pescadores que hubieran echado al agua una gran red para sacar un solo alevín.
Al día siguiente, un servidor del señor Sakai, que era miembro del Consejo de Ancianos, presentó un informe de una clase distinta: «De acuerdo con las instrucciones de vuestra señoría, Miyamoto Musashi ha sido liberado de la prisión y entregado a un hombre llamado Musō Gonnosuke, a quien hemos explicado con detalle cómo se produjo el malentendido».
El señor Sakai se apresuró a informar a Takuan, el cual dijo alegremente:
—Has hecho muy bien.
—Por favor, dile a tu amigo Musashi que no piense demasiado mal de nosotros —le pidió el señor Sakai en tono de disculpa, pues estaba informado del incómodo error cometido en el territorio bajo su jurisdicción.
Uno de los problemas resueltos con más rapidez fue el de la base de operaciones de Daizō en Edo. Los guardias al mando del comisario de Edo se dirigieron a la casa de empeños de Shibaura y en una rápida maniobra lo confiscaron todo, tanto sus propiedades como sus documentos secretos. También tomaron bajo custodia a la desdichada Akemi, aunque no tenía la menor idea de los planes traidores de su patrón.
Una noche, recibido en audiencia por el shōgun, Takuan relató los acontecimientos tal como él los conocía y le contó el resultado de lo ocurrido. Terminó diciendo:
—Por favor, no olvides por un momento que hay en este mundo muchos más Daizōs de Narai.
Hidetada aceptó la advertencia con un vigoroso gesto de asentimiento. Takuan siguió diciéndole:
—Si intentas perseguir a todos esos hombres y someterlos a la justicia, consumirás todo tu tiempo y esfuerzo en hacer frente a los insurgentes. No serás capaz de llevar a cabo la gran obra que se espera de ti como sucesor de tu padre.
El shōgun percibió la verdad en las palabras de Takuan y las tomó muy en serio.
—Que el castigo sea ligero —le ordenó—. Puesto que tú has informado de la conspiración, te encargo a ti de decidir los castigos.
Takuan expresó su más profundo agradecimiento y dijo:
—No tenía intención de quedarme tanto tiempo, pero veo que he pasado más de un mes en el castillo y ya es hora de que me marche. Iré a Koyagyū, en Yamato, para visitar al señor Sekishūsai. Entonces regresaré al Daitokuji, viajando por el distrito de Senshū.
La mención de Sekishūsai pareció evocar en Hidetada un agradable recuerdo.
—¿Cómo está de salud el viejo Yagyū? —inquirió.
—Por desgracia, me han dicho que el señor Munenori cree estar cerca del final.
Hidetada recordó la época en la que estuvo en el campamento de Shōkokuji y Sekishūsai fue recibido por Ieyasu. Por entonces Hidetada había sido un niño, y el porte viril de Sekishūsai le había causado una profunda impresión.
Takuan rompió el silencio.
—Luego está el otro asunto —le dijo—. Tras consultar con el Consejo de Ancianos y obtener su autorización, el señor Hōjō de Awa y yo hemos recomendado a un samurái de nombre Miyamoto Musashi para que sea tutor en la residencia de vuestra excelencia. Confío en que consideréis de una manera favorable la recomendación.
—He sido informado de ello. Dicen que la Casa de Hosokawa se interesa por él, lo cual le favorece mucho. He decidido que sería conveniente nombrar un tutor más.
Uno o dos días después Takuan abandonó el castillo, y en ese tiempo adquirió un nuevo discípulo. Fue al cobertizo detrás de la oficina del inspector y pidió a uno de los pinches de cocina que mantuviera la puerta abierta, de modo que la luz incidiera en una cabeza recién afeitada.
Temporalmente cegado, el novicio, que se consideraba un hombre condenado, alzó lentamente los ojos.
—¡Ah! —exclamó.
—Ven conmigo —le dijo Takuan.
Vestido con la túnica sacerdotal que Takuan le había enviado, Matahachi se levantó, inseguro, con la sensación de que sus piernas ya habían empezado a corromperse. Takuan le sujetó amablemente con un brazo y le ayudó a salir del cobertizo.
Había llegado el día del castigo. Detrás de los párpados cerrados, el resignado Matahachi veía la estera de juncos sobre la que le obligarían a arrodillarse antes de que el verdugo alzara la espada. Al parecer se había olvidado de que los traidores se enfrentaban a una muerte ignominiosa en la horca. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas recién afeitadas.
—¿Puedes andar? —le preguntó Takuan.
Matahachi creyó que le contestaba, pero en realidad no salía sonido alguno de sus labios. Casi inconsciente cruzó las puertas del castillo y los puentes tendidos sobre los muros interior y exterior. Avanzando lastimosamente al lado de Takuan, era la imagen perfecta de la proverbial oveja llevada al matadero. «Salve Buda Amida, salve Buda Amida…». Silenciosamente repetía la invocación al Buda de la Luz Eterna.
Matahachi entrecerró los ojos y miró más allá del foso externo, a las majestuosas mansiones de los daimyō. Más al este se encontraba el pueblo de Hibiya, y más allá eran visibles las calles del distrito central de la ciudad.
El mundo flotante le llamaba de nuevo, y las lágrimas que acudían a sus ojos subrayaban el anhelo que sentía por él. Cerró los ojos y repitió rápidamente: «Salve Buda Amida, Salve Buda Amida…». La súplica primero se hizo audible, luego cada vez más intensa y rápida.
—Date prisa —le dijo Takuan severamente.
Desde el foso giraron hacia Ōtemachi y cruzaron en diagonal hacia un gran solar vacío. Matahachi tenía la sensación de que ya había recorrido mil millas. ¿Seguiría el camino de aquella manera hasta el infierno, mientras la luz diurna iba cediendo el paso gradualmente a la oscuridad?
—Espera aquí —le ordenó Takuan.
Estaban en medio de un amplio terreno llano. A la izquierda, un agua turbia se deslizaba por el foso bajo el puente Tokiwa.
Directamente delante de la calle había un muro de tierra, sólo recientemente revestido de yeso blanco. Detrás se encontraba la empalizada de la nueva prisión y un grupo de edificios negros, que parecían casas del pueblo ordinarias, pero que en realidad eran la residencia oficial del comisario de Edo.
A Matahachi le temblaban las piernas y ya no podía sostenerse. Se dejó caer al suelo. En algún lugar entre la hierba, el grito de una codorniz sugería el camino hacia la tierra de los muertos.
Conmovido hasta el tuétano, lloró en silencio por su madre, que en aquellos momentos le parecía muy querida. Si hubiera permanecido a su lado ahora no se encontraría en semejante situación. Recordó también a otras mujeres: Okō, Akemi, Otsū, otras a las que había conocido o con las que había coqueteado. Pero su madre era la única mujer a la que deseaba ver realmente. Si tuviera la posibilidad de seguir viviendo, estaba seguro de que nunca volvería a oponerse a su voluntad, nunca volvería a ser un hijo ingrato.
Notó un escalofrío en la espina dorsal. Alzó la vista, vio tres gansos salvajes que batían sus alas en dirección a la bahía, y los envidió.
El impulso de echar a correr era como una comezón. ¿Y por qué no? No tenía nada que perder. Si le capturaban no estaría peor de lo que estaba ahora. Con una expresión desesperada, miró hacia el portal al otro lado de la calle. Takuan no estaba a la vista.
Se puso en pie de un salto y echó a correr.
—¡Detente!
Bastó el vozarrón para quebrantar su ánimo. Miró a su alrededor y vio a uno de los verdugos del comisario. El hombre dio un paso y descargó su largo bastón sobre el hombro de Matahachi, derribándole de un solo golpe e inmovilizándole con el bastón, como un niño podría paralizar una rana apretándola con un palo.
Cuando Takuan salió de la residencia del comisario, le acompañaban varios guardianes, al frente de un capitán. Conducían a otro prisionero, atado a una cuerda.
El capitán seleccionó el lugar donde tendría lugar el castigo, y tendieron en el suelo dos esteras de juncos recién tejidas.
—¿Damos comienzo? —preguntó el capitán a Takuan, el cual dio su asentimiento.
Mientras el capitán y el verdugo se sentaban en taburetes para mirar, el verdugo gritó: «¡En pie!», y alzó el bastón. Matahachi hizo un esfuerzo para levantarse, pero estaba demasiado fatigado para caminar. El verdugo le agarró bruscamente por la espalda de su túnica y, medio a rastras, le llevó a una de las esteras.
Se sentó allí con la cabeza gacha. Ya no oía a la codorniz. Aunque le llegaba un rumor de voces, le sonaban indistintas, como si un muro le separase de ellas.
Oyó que susurraban su nombre y se volvió asombrado.
—¡Akemi! —dijo ahogando un grito—. ¿Qué estás haciendo aquí?
La muchacha estaba arrodillada en la otra estera.
—¡Prohibido hablar!
Dos de los guardianes hicieron uso de sus bastones para separarles.
El capitán se levantó y empezó a leer los juicios y las sentencias oficiales en tono severo y digno. Akemi contenía las lágrimas, pero Matahachi lloraba sin el menor recato. El capitán terminó su parlamento, tomó asiento y gritó:
—¡Azotadles!
—Uno, dos, tres —contaron los hombres.
Matahachi gemía. Akemi, con la cabeza gacha y el rostro pálido como la cera, apretaba los dientes, esforzándose por soportar el dolor.
—Siete, ocho, nueve.
Las varas de bambú se resquebrajaban, y de sus puntas parecía salir humo.
Algunos transeúntes que pasaban cerca del grupo se detuvieron a mirar.
—¿Qué ocurre?
—Parecen dos prisioneros que están siendo castigados.
—Cien azotes, probablemente.
—Todavía no han llegado ni siquiera a cincuenta.
—Debe de ser doloroso.
Un guardián se aproximó y les asustó al golpear el suelo fuertemente con su bastón.
—Dispersaos. No está permitido que os quedéis aquí.
Los mirones se trasladaron a una distancia segura y, al mirar atrás, vieron que el castigo había terminado. Los guardias arrojaron las varas de bambú, que ahora sólo eran manojos de floja paja, y se limpiaron el sudor de los rostros sudorosos.
Takuan se levantó. El capitán ya lo había hecho. Intercambiaron unas palabras y el capitán llevó a sus hombres de regreso hacia el recinto del comisario. Takuan permaneció silencioso durante varios minutos, contemplando las figuras inclinadas sobre las esterillas. No dijo nada antes de marcharse.
El shōgun le había otorgado una serie de regalos, que él había transmitido a diversos templos Zen de la ciudad. Sin embargo, los rumores no tardaron en reanudarse en Edo. Según los rumores que uno oía, era un sacerdote ambicioso que se metía en política, o bien uno de los Tokugawa le había persuadido para que espiara en favor de la facción de Osaka. Algunos le consideraban un conspirador con «túnica negra».
Los rumores no significaban nada para Takuan. Aunque le preocupaba mucho el bienestar de la nación, le importaba muy poco que las vistosas flores de la época, los castillos de Edo y Osaka, florecieran o cayeran.
Finalmente, Akemi musitó:
—Matahachi, mira…, agua.
Ante ellos había dos cubos de agua, cada uno con un cazo, colocados allí como prueba de que la Oficina del Comisario no carecía por completo de buenos sentimientos.
Tras tomar varios tragos, Akemi le ofreció el cazo a Matahachi. Él no le hizo caso, y la muchacha le preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Es que no quieres beber?
Él tendió la mano lentamente y cogió el cazo. Cuando se lo llevó a los labios, bebió ávidamente.
—Matahachi, ¿te has convertido en sacerdote?
—¿Cómo? ¿Eso es todo?
—¿Qué quieres decir?
—¿Ha terminado el castigo? Aún no nos han cortado la cabeza.
—No tenían que hacerlo. ¿Es que no has escuchado la lectura de las sentencias?
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que nos van a desterrar de Edo.
—¡Estoy vivo! —gritó Matahachi.
Casi enloquecido de alegría, se puso a brincar y se alejó sin volver una sola vez la cabeza atrás para mirar a Akemi.
Ella se llevó las manos a la cabeza y empezó a arreglarse el cabello. Luego se ajustó el kimono y se ató bien el obi. «No tiene vergüenza», musitó entre los labios ladeados. Matahachi era sólo una mota en el horizonte.