La granada

Aquel mismo día, unas horas más tarde, Takuan e Iori llegaron a la mansión del señor Hōjō Ujikatsu en Ushigome. Un joven servidor que montaba guardia en la puerta entró para anunciar a Takuan, y unos minutos después salió Shinzō.

—Mi padre está en el castillo de Edo —le dijo Shinzō—. ¿Quieres entrar y esperarle?

—¿En el castillo? —dijo Takuan—. Entonces seguiré mi camino, puesto que de todos modos iba hacia allá. ¿Te importaría que dejara a Iori aquí contigo?

—En absoluto —respondió Shinzō con una sonrisa, mirando de soslayo a Iori—. ¿Pido un palanquín para ti?

—Si eres tan amable…

El palanquín lacado apenas se había perdido de vista cuando Iori estaba ya en los establos, examinando los bien alimentados caballos, de colores castaño y gris moteado, uno tras otro. Admiraba en especial sus caras, que le parecían mucho más aristocráticas que las de los caballos de trabajo que él conocía. Sin embargo, aquello planteaba un enigma: ¿cómo era posible que la clase guerrera pudiera permitirse el mantenimiento de un gran número de caballos ociosos, en vez de ponerlos a trabajar en los campos?

Había empezado a imaginar a sus jinetes montándolos en la batalla cuando oyó a Shinzō que hablaba a gritos. Miró hacia la casa, esperando una reprimenda, pero vio que el objeto de la ira de Shinzō era una anciana delgada y de expresión testaruda con un bastón.

—¡Fingir que está ausente! —gritó Shinzō—. ¿Por qué habría de fingir tal cosa mi padre ante una vieja bruja a la que ni siquiera conoce?

—Vaya, cómo te has enfadado —dijo sarcásticamente Osugi—. Supongo que eres el hijo de su señoría. ¿Sabes cuántas veces he venido aquí con la intención de ver a tu padre? Puedes estar seguro de que no han sido pocas, y en cada ocasión me han dicho que estaba ausente.

Un poco desconcertado, Shinzō replicó:

—No tiene nada que ver con las veces que hayas venido. A mi padre no le gusta recibir visitas. Si no quiere verte, ¿por qué insistes en venir una y otra vez?

Osugi, sin inmutarse, se echó a reír.

—¡No le gusta ver a la gente! Entonces ¿por qué vive entre personas? —Le miró enseñando los dientes.

La idea de insultarla y hacerle oír el sonido metálico de su espada al empezar a desenfundarla pasó por la mente de Shinzō, pero no quería hacer una indecorosa demostración de mal temple ni estaba seguro de que, si la hacía, surtiera efecto.

—Mi padre no está aquí —dijo en un tono de voz ordinario—. ¿Por qué no te sientas y me dices de qué se trata?

—Bueno, creo que aceptaré tu amable oferta. La caminata ha sido larga y mis piernas están cansadas. —Se sentó en el borde del escalón y empezó a restregarse las rodillas—. Cuando me hablas suavemente, joven, me siento avergonzada por haber alzado la voz. Bien, quiero que transmitas a tu padre lo que voy a decirte cuando vuelva a casa.

—Lo haré con mucho gusto.

—He venido para hablarle de Miyamoto Musashi.

Perplejo, Shinzō le preguntó:

—¿Le ha ocurrido algo a Musashi?

—No, nada, sólo quiero que tu padre sepa la clase de hombre que es. Cuando Musashi tenía diecisiete años, fue a Sekigahara y luchó contra los Tokugawa, sí, contra los Tokugawa, como lo oyes. Y lo que es más, han sido tantas sus malignas hazañas en Mimasaka que nadie de allí te dirá nada bueno de él. Mató a mucha gente, y me ha rehuido durante años porque intento vengarme justamente de él. ¡Musashi es un vagabundo inútil, y es peligroso!

—A ver, espera…

—¡No, escucha! Musashi empezó a tontear con la mujer que estaba prometida a mi hijo. Llegó a robársela y huyó con ella.

—Espera un momento —dijo Shinzō, alzando la mano en un gesto de protesta—. ¿Por qué cuentas esas cosas de Musashi?

—Lo hago por el bien del país —dijo Osugi con afectación.

—¿Qué bien puede hacerle al país difamar a Musashi?

Osugi se irguió en su asiento y dijo:

—Tengo entendido que ese bribón embaucador va a ser nombrado pronto instructor en la casa del shōgun.

—¿Dónde has oído eso?

—Lo dijo un hombre que estaba en el dōjō de Ono. Lo oí con mis propios oídos.

—¿Ah, sí?

—A un cerdo como Musashi no deberían permitirle estar en presencia del shōgun, y no digamos nombrarle tutor. Un maestro de la Casa de Tokugawa es un maestro de la nación. Sólo pensar en ello me pone enferma. He venido aquí para advertir al señor Hōjō, porque sé que recomendó a Musashi. ¿Lo entiendes ahora? —Aspiró la saliva en las comisuras de su boca y siguió diciendo—: Estoy segura de que advertir a tu padre redunda en beneficio del país. Y déjame que te advierta a ti también: no te dejes embaucar por las palabras persuasivas de Musashi.

Temiendo que la anciana siguiera hablándole de esta guisa durante horas, Shinzō hizo acopio de paciencia, tragó saliva y le dijo:

—Te doy las gracias. Entiendo tu postura y comunicaré a mi padre lo que acabas de decirme.

—¡Sí, te ruego que lo hagas!

Con el semblante de quien por fin ha logrado una meta sonada, Osugi se puso en pie y se encaminó al portal, sus sandalias golpeando ruidosamente el sendero.

—¡Bruja asquerosa! —le gritó una voz infantil.

—¿Cómo? —gruñó Osugi, sobresaltada—. ¿Quién…?

Miró a su alrededor hasta que descubrió a Iori entre los árboles, mostrándole los dientes como un caballo.

—¡Cómete esto! —le gritó el muchacho, lanzándole una granada.

La fruta golpeó a la anciana con tal fuerza que se rompió.

—¡Aaaay! —exclamó Osugi, aferrándose el pecho.

Se agachó para recoger algo del suelo y arrojárselo, pero el chiquillo echó a correr y desapareció de su vista. La mujer corrió al establo, y estaba inspeccionando el interior cuando un blando montón de estiércol de caballo la alcanzó de lleno en el rostro.

Farfullando y escupiendo, Osugi se limpió la cara con los dedos, y las lágrimas empezaron a brotarle de los ojos. ¡Pensar que viajar por el país en beneficio de su hijo le había conducido a semejante situación indigna!

Iori la observaba a distancia segura, desde detrás de un árbol. Al verla llorar como una niña, de improviso se sintió muy avergonzado de sí mismo. En parte deseaba acercarse y pedirle disculpas antes de que ella cruzara la puerta, pero su furia al oírla denostar a Musashi persistía. Atrapado entre la conmiseración y el odio, permaneció inmóvil durante un rato, mordiéndose las uñas.

—Ven aquí, Iori, que verás el monte Fuji de color rojo.

La voz de Shinzō procedía de una habitación en lo alto de la casa.

Sintiendo un profundo alivio, Iori echó a correr.

—¿El monte Fuji?

La visión de la montaña teñida de color carmesí bajo la luz crepuscular vació su mente de todos los demás pensamientos.

También Shinzō parecía haber olvidado su conversación con Osugi.