—Vamos, vamos, no llores más. —Gonnosuke abrazó a Iori contra su pecho—. Eres un hombre, ¿no?
—Por eso precisamente lloro, porque soy un hombre. —Alzó la cabeza al cielo y gritó hasta desgañitarse.
—No han detenido a Musashi, sino que él mismo se ha entregado. —Las suaves palabras de Gonnosuke enmascaraban su honda preocupación—. Anda, vámonos ya.
—¡No! No quiero irme hasta que lo traigan de regreso.
—No tardarán en soltarle, tendrán que hacerlo. ¿Quieres que te deje aquí solo? —Gonnosuke se alejó unos pasos.
Iori no se movió. En aquel momento el perro de Baiken salió corriendo del bosque, con el hocico teñido de sangre color rojo oscuro.
—¡Socorro! —gritó Iori, corriendo al lado de Gonnosuke.
—Estás muy cansado, ¿verdad? ¿Quieres que te lleve a cuestas?
Iori, complacido, le dio las gracias, trepó a la espalda ofrecida y rodeó con sus brazos los anchos hombros de Gonnosuke.
La noche anterior había finalizado el festival y los visitantes se habían ido. Una brisa suave acarreaba fragmentos de envoltorios de bambú y trozos de papel por las calles desiertas.
Al llegar a la casa de té Oinu, Gonnosuke echó un vistazo al interior y siguió adelante, procurando pasar desapercibido. Pero Iori exclamó:
—¡Ahí está la mujer que huyó!
—Imagino que es aquí donde debería estar —replicó su compañero, el cual se detuvo entonces y se preguntó en voz alta—: Si los guardias se han llevado a Musashi, ¿por qué no la han detenido a ella también?
Cuando Okō vio a Gonnosuke, sus ojos ardieron de ira.
Al ver que estaba recogiendo apresuradamente sus pertenencias, Gonnosuke se echó a reír.
—¿Te vas de viaje? —le preguntó.
—No es asunto tuyo. No creas que no te conozco, bribón entrometido. ¡Has matado a mi marido!
—Vosotros mismos os lo habéis buscado.
—Uno de estos días me desquitaré.
—¡Mujer del diablo! —gritó Iori por encima de la cabeza de Gonnosuke.
Okō se retiró a la habitación del fondo, riendo desdeñosamente.
—Ya podéis ir diciendo cosas malas de mí cuando sois los ladrones que han desvalijado la casa del tesoro.
—¿Qué dices? —Gonnosuke e Iori se deslizaron al suelo y entraron en la casa de té—. ¿Por qué nos llamas ladrones?
—No podéis engañarme.
—Repite eso y…
—¡Ladrones!
Gonnosuke la cogió del brazo y en aquel momento ella se volvió e intentó atacarle con una daga. El joven no se molestó en usar su bastón, le arrebató la daga de la mano y dio a la mujer un empujón que la hizo salir por la puerta y quedar espatarrada en el suelo.
Okō se puso en pie y gritó:
—¡Socorro! ¡Ladrones! Me están atacando.
Gonnosuke apuntó y lanzó la daga. El arma alcanzó a la mujer en la espalda y la punta le salió por el pecho. Okō cayó de bruces al suelo.
Como salido de la nada, Kuro saltó sobre el cuerpo, lamió ávidamente la sangre y luego alzó la cabeza y se puso a aullar.
—¡Mírale los ojos! —exclamó Iori horrorizado.
El grito de «¡ladrones!» proferido por Okō llegó a oídos de los excitados habitantes del pueblo. Poco antes del amanecer, alguien había penetrado en la casa del tesoro del templo. Era claramente obra de forasteros, pues los tesoros religiosos, espadas antiguas, espejos y objetos similares, no habían sido tocados, pero había desaparecido una fortuna en polvo y lingotes de oro, así como en metálico, acumulada durante muchos años. La noticia se había extendido lentamente y aún no había sido confirmada. El efecto del grito de Okō, la prueba más tangible hasta entonces, fue electrizante.
—¡Están ahí!
—¡Dentro de la Oinu!
Los gritos atrajeron a una muchedumbre todavía mayor, provista de lanzas de bambú, armas de fuego para cazar jabalíes, palos y piedras. Al cabo de un momento pareció como si el pueblo entero hubiera rodeado la casa de té, todos sedientos de sangre.
Gonnosuke e Iori se escabulleron por la parte trasera y durante varias horas tuvieron que ir de un escondite a otro. Pero ahora tenían una explicación: Musashi no había sido detenido por el «delito» que estaba a punto de confesar sino por ladrón. Sólo cuando los dos jóvenes llegaron al paso de Shōmaru dejaron atrás a sus últimos perseguidores.
—Desde aquí se ve la llanura de Musashino —dijo Iori—. ¿Estará bien mi maestro?
—Humm. Supongo que ya le estarán interrogando en la prisión.
—¿No hay ninguna manera de salvarle?
—Tiene que haberla.
—Por favor, haz algo. Te lo ruego.
—No tienes que rogármelo, porque él también es como un maestro para mí. Pero no es mucho lo que puedes hacer aquí, Iori. ¿Podrás volver a casa solo?
—Si es necesario, supongo que sí.
—Muy bien.
—¿Y tú que vas a hacer?
—Regresaré a Chichibu. Si se niegan a soltar a Musashi, le liberaré de alguna manera, aunque tenga que derribar la prisión. —Recalcó sus palabras golpeando el suelo una sola vez con su bastón. Iori, que había visto la potencia del arma, se apresuró a asentir—. Eres un chico como es debido. Regresa y cuida de todo hasta que yo traiga a Musashi sano y salvo.
Poniéndose el bastón debajo del brazo, se volvió y echó a andar hacia Chichibu.
Iori no se sentía solo ni atemorizado, y tampoco le preocupaba la posibilidad de extraviarse, pero tenía mucho sueño y mientras caminaba bajo el cálido sol apenas podía mantener los ojos abiertos. En Sakamoto vio una estatua de Buda al lado del camino y se tendió a su sombra.
La luz del crepúsculo se estaba desvaneciendo cuando despertó y oyó las voces de algunas personas que conversaban al otro lado de la estatua. Sintiéndose bastante culpable por escucharles furtivamente, fingió que seguía dormido.
Eran dos hombres, uno sentado en un tocón y el otro en una roca. Atados a un árbol, a corta distancia, había dos caballos con cajas lacadas suspendidas a ambos lados de las sillas. Una etiqueta de madera fijada a una de las cajas decía: «De la provincia de Shimotsuke. Para usarlo en la construcción del recinto occidental. Proveedor de artículos lacados para el shōgun».
A Iori, que ahora miraba por el lado de la estatua, no le parecieron un par de funcionarios normales y bien alimentados del castillo. Sus ojos eran demasiado penetrantes, sus cuerpos demasiado musculosos. El mayor era un hombre de aspecto vigoroso que tendría más de cincuenta años. Los últimos rayos del sol se reflejaban en su gorro, que le cubría ambas orejas y se proyectaba por delante, ocultándole las facciones.
Su compañero era un joven delgado pero membrudo, con un flequillo apropiado a su rostro juvenil. Se cubría la cabeza con una toalla de manos teñida, al estilo de Suō, y atada bajo el mentón.
—¿Y qué me dices de las cajas de laca? —preguntó el joven—. Eso ha estado muy bien, ¿verdad?
—Sí, ha sido una jugada inteligente. Hacer creer a la gente que estamos relacionados con las obras del castillo… No se me habría ocurrido una cosa así.
—Tendré que enseñarte estas cosas poco a poco.
—Ten cuidado. No empieces a burlarte de tus mayores. Pero ¿quién sabe? Tal vez dentro de cuatro o cinco años el viejo Daizō obedecerá tus órdenes.
—Bueno, los jóvenes crecen y se hacen adultos mientras que los viejos se hacen más viejos, por mucho que procuren mantenerse jóvenes.
—¿Crees que eso es lo que estoy haciendo?
—Es evidente, ¿no? Siempre estás pensando en tu edad, y por eso tienes tanto empeño en ver tu misión cumplida.
—Supongo que me conoces bastante bien.
—¿No deberíamos ponernos en camino?
—Sí, la noche se nos está echando encima.
—Pues no me hace gracia la idea de que nadie se me eche encima.
—Ja, ja. Si te asustas fácilmente, no puedes tener mucha confianza en lo que haces.
—Todavía soy novato en este negocio. Incluso el sonido del viento a veces me pone nervioso.
—Eso es porque todavía te consideras un ladrón ordinario. Si pensaras siempre que lo estás haciendo por el bien del país, no te espantarías tanto.
—Siempre dices eso y te creo, pero no puedo evitar la sensación de que no estoy haciendo algo correcto.
—Has de tener el valor de tus convicciones —replicó Daizō, pero el consejo sonaba poco convincente, como si el hombre se tranquilizara a sí mismo.
El joven saltó ágilmente a la silla de montar y partió antes que el hombre mayor.
—No me pierdas de vista —dijo por encima del hombro—. Si veo algo, te haré una señal.
El camino se extendía por una larga pendiente hacia el sur. Iori observó desde detrás de la estatua de Buda durante un minuto, y entonces decidió seguirles. Tenía la impresión de que aquéllos eran los ladrones de la casa del tesoro.
En una o dos ocasiones los dos jinetes miraron atrás con cautela, pero, al no ver nada alarmante, al cabo de un rato dejaron de hacerlo. Poco después la luz del crepúsculo había desaparecido por completo y estaba demasiado oscuro para ver a más de unos pocos metros por delante.
Los dos jinetes estaban casi en el borde de la llanura de Musashino cuando el joven señaló y dijo:
—Allí, jefe. Se ven las luces de Ogimachiya.
El camino empezaba a ser llano. A poca distancia por delante de ellos, el río Iruma, serpenteante como un obi desechado, tenía un brillo plateado bajo la luz de la luna.
Iori ponía ahora mucho cuidado en mantenerse oculto. Su idea de que aquellos hombres eran los ladrones se había convertido en una convicción, y por su experiencia en Hōtengahara sabía cómo actuaban los bandidos, hombres malignos capaces de las mayores atrocidades por un solo huevo o un puñado de judías rojas. Asesinar sin la menor provocación no era nada para ellos.
Avanzaron lentamente hasta entrar en el pueblo de Ogimachiya. Daizō alzó el brazo y dijo:
—Jōta, pararemos aquí y tomaremos un bocado. Hay que alimentar a los caballos, y me gustaría fumar un poco.
Ataron los caballos delante de un local tenuemente iluminado y entraron. Jōta se situó al lado de la puerta, vigilando las cajas mientras comía. Cuando terminó, salió y dio de comer a los caballos.
Iori entró en una fonda al otro lado de la calle, y cuando los dos hombres montaron de nuevo, cogió el último puñado de arroz y lo comió mientras caminaba.
Ahora cabalgaban en silencio. El camino estaba oscuro pero era llano.
—Jōta, ¿enviaste un correo a Kiso?
—Sí, me ocupé de eso.
—¿A qué hora les dijiste?
—A medianoche. Llegaremos a tiempo.
En la noche silenciosa, Iori captó bastantes retazos de su conversación para saber que Daizō llamaba a su compañero por un nombre de muchacho y que Jōta, se dirigía al hombre mayor como «jefe». Esto quizá significaba simplemente que era el jefe de una banda, pero de alguna manera Iori tenía la impresión de que eran padre e hijo. En tal caso no eran simples bandidos, sino bandidos hereditarios, hombres muy peligrosos a los que jamás sería capaz de capturar por sí mismo. Pero si lograba mantenerse cerca de ellos el tiempo suficiente, podría comunicar su paradero a los guardias.
Los habitantes de Kawagoe dormían profundamente y el pueblo estaba tan silencioso como un pantano en plena noche. Tras pasar ante hileras de casas oscuras, los dos jinetes se desviaron de la carretera y empezaron a subir una cuesta. Un hito de piedra al pie decía: «Bosque del Montículo de las Cabezas Enterradas. Arriba».
Iori trepó a través de los arbustos a lo largo del sendero y llegó primero a lo alto. Allí se alzaba un pino solitario de gran tamaño, a cuyo tronco estaba atado un caballo. En la base se acuclillaban tres hombres vestidos como rōnin, con los brazos cruzados sobre las rodillas, que miraban expectantes hacia el sendero.
Apenas había encontrado Iori un lugar donde ocultarse cuando uno de los hombres se levantó y dijo:
—Es Daizō, en efecto.
Los tres hombres echaron a correr e intercambiaron joviales saludos. Daizō y sus cómplices no se habían reunido en casi cuatro años.
Poco después se pusieron a trabajar. Bajo la dirección de Daizō, hicieron rodar una gran piedra a un lado y empezaron a cavar. Amontonaron la tierra a un lado y una gran cantidad de oro y plata en el otro. Jōta descargó las cajas de los caballos y volcó en el suelo su contenido, el cual, como Iori había sospechado, era el tesoro desaparecido del santuario de Mitsumine. Sumado a los objetos de valor ya existentes, el total del botín debía de ascender a muchos millares de ryō.
Metieron los metales preciosos en sacos de paja corrientes y los cargaron en los tres caballos. Luego echaron al hoyo las cajas lacadas junto con los demás objetos que habían utilizado. Tras alisar el suelo, colocaron de nuevo la roca en su posición original.
—Así está bien —dijo Daizō—. Es hora de fumar un poco.
Se sentó al lado del pino y sacó la pipa. Los demás sacudieron el polvo de sus ropas y se reunieron con él.
Durante los cuatro años de lo que llamaba su peregrinaje, Daizō había recorrido de cabo a rabo la planicie de Kantō, en la que había pocos templos o santuarios sin una placa que atestiguara su generosidad, la amplitud de la cual no era ningún secreto. Pero por extraño que pareciera, a nadie se le había ocurrido preguntar por el origen de su fortuna.
Daizō, Jōtarō y los tres hombres de Kiso se sentaron en corro durante casi una hora para hablar de futuros planes. No había duda de que regresar ahora a Edo entrañaba un riesgo para Daizō, pero uno de ellos tenía que ir. En el almacén de Shibaura había oro pendiente de recogida y documentos que debían ser quemados. Y era preciso hacer algo con respecto a Akemi.
Poco antes de que se levantara el sol, Daizō y los tres hombres emprendieron el viaje por la carretera de Kōshū en dirección a Kiso. Jōtarō partió a pie en la dirección contraria.
Las estrellas a las que miraba Iori no le dieron respuesta a su pregunta: «¿A quién sigo?».
Bajo el transparente cielo azul otoñal, el fuerte sol de la tarde parecía atravesar la piel de Jōtarō. Pensando en el papel que él tendría en la nueva e inminente era, caminaba por la llanura de Musashino como si fuese su propietario.
Miró atrás con cierta aprensión y se dijo: «Todavía está ahí». Creyendo que quizá el muchacho quería hablar con él, ya se había detenido un par de veces, pero el chico no había intentado darle alcance.
Finalmente Jōtarō decidió averiguar por qué le seguía y se ocultó en un macizo de espesa vegetación. Cuando Iori llegó al trecho del camino donde había visto a Jōtarō por última vez, miró a su alrededor con expresión preocupada.
Jōtarō se levantó bruscamente y gritó:
—¡Estás ahí, enano!
Iori ahogó un grito, pero se recuperó en seguida. Sabía que no tenía escapatoria, por lo que siguió andando y, al pasar por delante del otro, le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Has estado siguiéndome, ¿no es cierto?
—Qué va. —Iori sacudió la cabeza con semblante inocente—. Me dirijo a Jūnisō Nakano.
—¡Mientes! Me estabas siguiendo.
—No sé de qué me estás hablando. —Iori intentó echar a correr, pero el otro le cogió por la espalda del kimono.
—¡Vamos, desembucha!
—Pero… yo… no sé nada.
—¡Embustero! —le dijo Jōtarō, aferrándole con más fuerza—. Alguien te ha enviado en pos de mí. ¡Eres un espía!
—Y tú… ¡eres un ladrón despreciable!
—¿Cómo? —gritó Jōtarō, su cara casi tocando la de Iori.
Iori se agachó casi hasta el suelo, se zafó de la presa del otro y echó a correr.
Jōtarō vaciló un instante, y entonces corrió tras él.
A un lado del camino había casas con tejado de paja, como nidos de avispas. Corrió a través de un campo de rojiza hierba otoñal, derribando a su paso varias toperas polvorientas.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Un ladrón!
Entró en un pueblecito habitado por familias encargadas de combatir los incendios en la llanura. El ruido del martillo y el yunque de un herrero llegó a oídos de Iori. La gente salía corriendo de los oscuros establos y las casas donde colgaban caquis puestos a secar. Iori agitó los brazos y dijo jadeante:
—El hombre del pañuelo en la cabeza… me persigue…, es un ladrón. ¡Prendedle, por favor! ¡Ah, ah! Ahí viene.
Los aldeanos parecían aturdidos y algunos miraban temerosos a los dos jóvenes, mas, para consternación de Iori, ninguno hacía el menor intento de prender a Jōtarō.
—¡Es un ladrón! ¡Ha robado en el templo!
Se detuvo en medio del pueblo, consciente de que lo único que turbaba la apacible atmósfera eran sus propios gritos. Entonces echó a correr de nuevo y encontró un lugar donde esconderse y recobrar el aliento.
Jōtarō avanzó lenta y cautamente, con paso digno. Los aldeanos le miraban en silencio. Desde luego no parecía ni un ladrón ni un rōnin con malas intenciones. Por el contrario, su aspecto era el de un joven elegante incapaz de cometer delito alguno.
Disgustado porque los aldeanos, adultos al fin y al cabo, no se enfrentaban a un ladrón, Iori decidió regresar en seguida a Nakano, donde por lo menos podría explicar la situación a personas conocidas.
Abandonó la carretera y avanzó a través de la llanura. Cuando avistó el bosque de cedros detrás de la casa, sólo estaba a una milla de distancia. Lleno de alivio, echó a correr tan rápido como podía.
De repente vio un hombre con los brazos extendidos que le cortaba el paso.
No tenía tiempo de preguntarse cómo Jōtarō había podido adelantarle, pero ahora se encontraba en terreno familiar. Dio un salto hacia atrás y desenvainó su espada.
—¡Bastardo! —gritó.
Jōtarō avanzó prestamente con las manos vacías y cogió a Iori por el cuello, pero el muchacho se zafó y dio un salto lateral de diez pies.
—Hijo de perra —musitó Jōtarō, notando que la sangre le corría por el brazo derecho, donde tenía un corte de dos pulgadas.
Iori adoptó una postura de combate y recordó la lección que Musashi le había inculcado. Los ojos…, los ojos…, los ojos… Concentró su fuerza en las pupilas brillantes y todo su ser pareció canalizado en un par de ojos de mirada ardiente.
Al ver la determinación del muchacho, que le miraba sin pestañear, Jōtarō desenvainó su espada.
—Voy a tener que matarte —gruñó.
Iori, envalentonado por el corte que le había hecho a su contrario, atacó como lo hacía siempre que practicaba con Musashi.
Jōtarō estaba cambiando de idea. No había creído que Iori fuese capaz de usar una espada, y ahora se entregó de lleno a la pelea. Por el bien de sus camaradas, tenía que quitar de en medio al chiquillo entrometido. Como si hiciera caso omiso del ataque de Iori, se abalanzó dando tajos tremendos pero inútiles.
Al cabo de dos o tres paradas, Iori dio media vuelta, corrió, se detuvo y atacó de nuevo. Cuando Jōtarō contraatacó, volvió a retirarse, alentado al ver que su estrategia surtía efecto, pues estaba atrayendo al adversario hacia su propio territorio.
Jōtarō se detuvo para cobrar aliento, miró a su alrededor en el oscuro bosque y gritó:
—¿Dónde estás, estúpido bastardo?
La respuesta fue una lluvia de fragmentos de corteza y hojas. Jōtarō alzó la cabeza y gritó: «¡Ya te veo!», aunque todo lo que veía a través del follaje era un par de estrellas.
Jōtarō empezó a trepar hacia el sonido susurrante que producía Iori al moverse sobre una rama. Por desgracia, desde allí no podía ir a ningún sitio.
—Ya te tengo. A menos que te salgan alas, será mejor que te rindas. De lo contrario date por muerto.
Iori retrocedió silenciosamente hasta la horquilla de dos ramas. Jōtarō trepó lenta y cuidadosamente. Cuando Jōtarō extendió una mano para agarrarle, Iori volvió a moverse sobre una de las ramas. Soltando un gruñido, Jōtarō se cogió con ambas manos de una rama y empezó a izarse, dando así a Iori la oportunidad que estaba esperando. Con un golpe rápido y resonante, su espada rompió la rama sobre la que estaba Jōtarō, y éste cayó al suelo.
—¿Qué te ha parecido eso, ladrón? —le dijo Iori, exultante.
Las ramas más bajas frenaron la caída de Jōtarō y no resultó gravemente dañado, salvo en su orgullo. Lanzó una maldición y trepó de nuevo por el tronco, esta vez con la rapidez de un leopardo. Cuando volvió a estar bajo los pies de Iori, el chiquillo la emprendió a tajos con su espada, para impedir que se le acercara más.
Mientras estaban trabados en un punto muerto, llegaron a sus oídos las notas quejumbrosas de un shakuhachi. Ambos se detuvieron un instante y escucharon. Entonces Jōtarō decidió que trataría de razonar con su adversario.
—De acuerdo —le dijo—. Has luchado mejor de lo que había esperado y te admiro por eso. Si me dices quién eres y quién te ha pedido que me sigas, te dejaré marchar.
—¡Admite que te he vencido!
—¿Estás loco?
—Puede que no sea muy grande, pero soy Misawa Iori, el único discípulo de Miyamoto Musashi. Rogar misericordia sería un insulto a la reputación de mi maestro. ¡Ríndete!
—¿Qq… qué has dicho? —replicó Jōtarō, sin poder dar crédito a sus oídos—. Repítelo. —Su voz era aguda e insegura.
—Escucha atentamente —le dijo Iori con orgullo—. Soy Misawa Iori, el único discípulo de Miyamoto Musashi. ¿Te sorprende eso?
Jōtarō estaba dispuesto a admitir su derrota. Con una mezcla de duda y curiosidad, le preguntó:
—¿Qué tal está mi maestro? ¿Dónde se encuentra?
Asombrado, pero manteniéndose a distancia segura de Jōtarō, que se le estaba acercando, Iori respondió:
—¡Ja! Mi sensei nunca tendría a un ladrón por discípulo.
—No me llames así. ¿Nunca te ha mencionado Musashi a Jōtarō?
—¿Jōtarō?
—Si eres realmente el discípulo de Musashi, debes haberle oído mencionar mi nombre en una u otra ocasión. Yo tenía entonces más o menos tu edad.
—Eso es mentira.
—No, es la verdad.
Embargado de nostalgia, Jōtarō tendió la mano a Iori e intentó explicarle que debían ser amigos porque eran discípulos del mismo maestro. Todavía receloso, Iori le asestó un golpe en las costillas.
Jōtarō, metido precariamente entre dos ramas, estuvo a punto de coger la muñeca de Iori. Por alguna razón, el chiquillo se soltó de la rama de la que se sujetaba. Cuando cayeron, lo hicieron juntos, aterrizando uno sobre el otro, y ambos quedaron en el suelo sin sentido.
La luz en la nueva casa de Musashi era visible desde todas las direcciones, pues, aunque el tejado estaba ya en su sitio, las paredes aún no habían sido construidas.
Takuan, que había llegado el día anterior para visitarle después de la tormenta, había decidido esperar el regreso de Musashi. Aquel día, poco después de que oscureciera, su goce del solitario entorno había sido interrumpido por un sacerdote mendicante que le pidió agua caliente para su cena.
Después de la parca comida a base de bolas de arroz, el sacerdote entrado en años se dedicó a tocar el shakuhachi para Takuan, manejando el instrumento de una manera vacilante, de aficionado. Sin embargo, mientras escuchaba la música le pareció a Takuan que tenía verdadero sentimiento, aunque de la tosca clase expresada a menudo en los poemas escritos por quienes no son poetas. Creyó también reconocer la emoción que el músico trataba de extraer de su instrumento. Era remordimiento, de la primera nota desafinada a la última…, una quejumbrosa expresión de arrepentimiento.
La melodía parecía ser la historia de la vida de aquel hombre, pero en ese caso, reflexionó Takuan, no podía haber sido muy distinta de la suya propia. Tanto si uno era grande como si no, no había mucha variedad en la experiencia interior de la vida de cada cual. Las diferencias radicaban meramente en la manera de enfrentarse cada uno a las debilidades comunes del ser humano. Para Takuan, tanto él como el otro eran básicamente un manojo de ilusiones envueltas en piel humana.
—Tengo la impresión de que te he visto antes en alguna parte —musitó el pensativo Takuan.
El sacerdote parpadeó. Sus ojos apenas veían.
—Ahora que lo mencionas, creo que he reconocido tu voz. ¿No eres Takuan Sōhō de Tajima?
La memoria de Takuan se avivó. Acercó el candil al rostro del hombre y le dijo:
—¿No eres Aoki Tanzaemon?
—Entonces eres realmente Takuan. ¡Ah, ojalá pudiera arrastrarme a un agujero y ocultar esta mísera carne mía!
—Cuan extraño es que nos encontremos en un lugar como éste. Han pasado casi diez años desde aquella ocasión en el Shippōji, ¿no es cierto?
—Pensar en aquellos tiempos me produce escalofríos —respondió el sacerdote mendicante. Entonces añadió con la voz quebrada—: Ahora que me veo reducido a vagabundear en la oscuridad, lo único que sostiene a este desdichado saco de huesos es pensar en mi hijo.
—¿Tienes un hijo?
—Me han dicho que está con aquel hombre al que ataron en el viejo roble. Takezō era su nombre, ¿no es cierto? He oído decir que ahora se llama Miyamoto Musashi. Parece ser que los dos han venido al este.
—¿Quieres decir que tu hijo es discípulo de Musashi?
—Eso es lo que dicen. Estaba tan avergonzado… No podía mirar a Musashi a la cara, así que resolví apartar al muchacho de mi mente. Pero ahora… Este año cumple diecisiete. Si pudiera encontrarle una sola vez y ver en qué clase de hombre se está convirtiendo, estaría preparado y dispuesto a morir.
—Así que Jōtarō es tu hijo —dijo Takuan—. No lo sabía.
Tanzaemon asintió. No había en su cuerpo arrugado el menor rastro del orgulloso capitán rebosante de lujuria hacia Otsū. Takuan le miró compasivamente, dolorido al ver a Tanzaemon tan atormentado por el sentimiento de culpa.
Al ver que a pesar de su hábito sacerdotal carecía incluso de fe religiosa, Takuan decidió que lo primero que debía hacer era ponerle frente al Buda Amida, cuya infinita misericordia salva incluso a los culpables de los diez males y los cinco pecados mortales. Después de que hubiera superado su desesperación tendría tiempo suficiente para buscar a Jōtarō.
Takuan le dio el nombre de un templo Zen en Edo.
—Si les dices que te envío yo, permitirán que te alojes ahí tanto tiempo como desees. En cuanto me sea posible, iré a verte y tendremos una larga charla. Creo que sé dónde podría estar tu hijo, y haré cuanto esté en mi mano para que le veas en un futuro no demasiado lejano. Entretanto, deja de cavilar amargamente. Incluso después de los cincuenta o los sesenta años, un hombre todavía puede conocer la felicidad, puede hacer un trabajo útil. Podrías vivir muchos años más. Habla de tu situación con los sacerdotes cuando estés en el templo.
Takuan despidió bruscamente a Tanzaemon, sin ceremonias y sin mostrarle la menor simpatía, pero Tanzaemon pareció apreciar una actitud tan poco sentimental. Tras numerosas reverencias de gratitud, recogió su sombrero de juncos y el shakuhachi y se marchó.
Por temor a resbalar, Tanzaemon decidió ir a través del bosque, donde la cuesta del camino era más suave. Al cabo de un rato su bastón tropezó con un obstáculo. Palpando a su alrededor, se sorprendió al descubrir dos cuerpos tendidos e inmóviles en el terreno húmedo. Regresó a toda prisa a la cabaña.
—¡Takuan! ¿Puedes ayudarme? He encontrado a dos muchachos inconscientes en el bosque. —Takuan se levantó y salió. Tanzaemon siguió diciendo—: No tengo ninguna medicina y no veo lo suficiente para darles agua.
Takuan se puso sus sandalias y gritó hacia el pie de la colina. Su voz reverberó en el silencio. Un campesino le respondió, preguntándole qué quería. Takuan le dijo que trajera una antorcha, algunos hombres y agua. Mientras aguardaba, sugirió a Tanzaemon que haría mejor en no desviarse del camino, se lo describió con detalle y le despidió. A mitad de la colina, Tanzaemon pasó junto a los hombres que subían.
Cuando Takuan llegó con los campesinos, Jōtarō había recobrado el sentido y estaba sentado bajo el árbol, al parecer aturdido. Tenía una mano sobre el brazo de Iori, y se debatía entre la posibilidad de hacerle volver en sí y descubrir lo que quería saber o la de marcharse de allí. Reaccionó a la luz de la antorcha como un animal nocturno, tensando los músculos, dispuesto a correr.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Takuan.
Al acercarse más, su interés inquisitivo se transformó en sorpresa, una sorpresa similar a la de Jōtarō. El joven era mucho más alto que el muchacho al que había conocido Takuan, y su rostro había cambiado notablemente.
—Eres Jōtarō, ¿verdad?
El joven aplicó ambas manos al suelo e hizo una reverencia.
—Sí, lo soy —respondió con la voz entrecortada, casi temeroso. Había reconocido a Takuan de inmediato.
—Bueno, desde luego te has hecho un joven agraciado.
Dirigió su atención a Iori, le rodeó con un brazo y comprobó que estaba vivo.
Iori volvió en sí y, tras mirar con curiosidad a su alrededor durante unos segundos, rompió a llorar.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Takuan en tono consolador—. ¿Te has hecho daño?
Iori sacudió la cabeza y balbució:
—No me he hecho daño, pero se han llevado a mi maestro. Está en la prisión de Chichibu.
Como hablaba entre sollozos, Takuan no le entendía con facilidad, pero los datos esenciales de lo ocurrido no tardaron en estar claros. Al darse cuenta de lo grave que era la situación, Takuan se sintió casi tan afligido como Iori.
También Jōtarō estaba muy agitado.
—Tengo algo que decirte, Takuan —dijo bruscamente con voz temblorosa—. ¿Podríamos ir a algún sitio discreto para hablar?
—Es uno de los ladrones —dijo Iori—. No puedes confiar en él. Todo lo que diga será mentira. —Señalaba a Jōtarō con una expresión acusadora, mirándole tan ferozmente como el joven le miraba a él.
—Callaos los dos y dejadme decidir quién tiene razón y quién está equivocado.
Takuan les llevó a la casa y les ordenó que encendieran una fogata en el exterior. Tras sentarse ante el fuego, les ordenó que hicieran lo mismo. Iori titubeó, y por su expresión era evidente que no estaba dispuesto a hacerse amigo de un ladrón. Pero al ver que Takuan y Jōtarō hablaban amistosamente de los viejos tiempos, sintió una punzada de celos y, a regañadientes, se sentó junto a ellos.
Jōtarō bajó la voz, y como una mujer que confiesa sus pecados a Buda, habló con la mayor seriedad.
—Desde hace cuatro años me adiestra un hombre llamado Daizō, natural de Narai, en Kiso. Sé cuáles son sus aspiraciones y lo que quiere hacer por el mundo, y estaría dispuesto a morir por él si fuese necesario. Por eso he intentado ayudarle en su trabajo… Desde luego, es doloroso que le llamen a uno ladrón, pero sigo siendo el discípulo de Musashi. Aun cuando esté separado de él, nunca me he alejado en mi espíritu, ni un solo día.
Como no quería que le hicieran preguntas, siguió hablando apresuradamente.
—Daizō y yo hemos jurado por los dioses del cielo y de la tierra no revelar a nadie nuestro objetivo en la vida. Ni siquiera puedo decíroslo a vosotros. Sin embargo, no puedo soportar la idea de que Musashi esté encerrado en una prisión. Mañana iré a Chichibu y confesaré.
—Entonces habéis sido tú y Daizō los desvalijadores de la casa del tesoro —dijo Takuan.
—Sí —replicó Jōtarō sin la menor señal de arrepentimiento.
—Así pues, eres en efecto un ladrón.
Jōtarō bajó la cabeza para evitar la mirada de Takuan.
—No, no —murmuró sin convicción—. No somos ladrones corrientes.
—No sabía que existieran distintas categorías de ladrones.
—Bueno, lo que intento decir es que no hacemos esas cosas en nuestro propio beneficio, sino por el pueblo. Se trata de trasladar la propiedad pública por el bien de la gente.
—No entiendo ese razonamiento. ¿Me estás diciendo que vuestros robos son delitos justos? ¿Que sois como los héroes bandidos de las novelas chinas? En ese caso, lo vuestro es una mala imitación.
—No puedo responder a eso sin revelar mi acuerdo secreto con Daizō.
—Ja, ja. No vas a dejarte embaucar, ¿verdad?
—No me importa lo que digas. Confesaré tan sólo para salvar a Musashi. Confío en que luego intercederás por mí ante él.
—No se me ocurriría qué decirle en tu favor. Musashi es inocente. Tanto si confiesas como si no, acabarán por dejarle en libertad. Me parece mucho más importante que confieses tus pecados al Buda. Tómame como intermediario y cuéntaselo todo.
—¿Al Buda?
—Eso he dicho. Según he entendido, haces algo grandioso por el bien del prójimo. Pero en realidad te estás poniendo por delante de los demás. ¿No se te ha ocurrido pensar que causas la desdicha de muchas personas?
—Uno no puede pensar en sí mismo cuando trabaja por el bien de la sociedad.
—¡Estúpido! —exclamó Takuan, al tiempo que golpeaba la mejilla de Jōtarō con el puño—. El yo es la base de todo. Cada acción es una manifestación del yo. Una persona que no se conoce a sí misma no puede hacer nada por los demás.
—Lo que quiero decir es que no actuaba para satisfacer mis propios deseos.
—¡Calla! ¿No te das cuenta de que apenas eres un adulto? No existe nada más aterrador que un bienhechor a medio hacer que no sabe nada del mundo pero se cree capacitado para decirle al mundo lo que a éste le conviene. No es preciso que digas nada más acerca de las actividades de Daizō, pues ya me he hecho una idea muy precisa… ¿Por qué lloras? Suénate la nariz.
Takuan ordenó al muchacho que se acostara, y Jōtarō se tendió obedientemente, pero no pudo dormir pensando en Musashi. Juntó las manos sobre el pecho y, en silencio, rogó que le perdonara. Las lágrimas se deslizaban hasta sus orejas. Se volvió de lado y empezó a pensar en Otsū. Le dolía la mejilla golpeada por el monje, pero las lágrimas de Otsū le dolerían más. No obstante, revelar la promesa secreta que le había hecho a Daizō era inconcebible, aunque Takuan intentara sonsacársela por la mañana, pues estaba seguro de que así lo haría.
Se levantó sin hacer el menor ruido, salió de la cabaña y contempló las estrellas. Tendría que apresurarse, pues la noche estaba a punto de terminar.
—¡Detente!
La voz inmovilizó a Jōtarō. Takuan era una sombra enorme a sus espaldas.
El religioso se le acercó y le rodeó los hombros con un brazo.
—¿Estás decidido a confesar?
Jōtarō asintió.
—Eso no es muy inteligente —le dijo Takuan cariñosamente—. Si lo haces, morirás como un perro. Al parecer, crees que si te entregas, Musashi quedará libre, pero las cosas no son tan sencillas. Las autoridades mantendrán a Musashi encarcelado hasta que les digas todo lo que te has negado a decirme… Te torturarán hasta que hables, tanto si eso les lleva un año como dos, o más.
Jōtarō inclinó la cabeza.
—¿Eso es lo que deseas, morir como un perro? Pero ahora no tienes elección: o bien lo confiesas todo bajo tortura o bien me lo cuentas todo. Como discípulo que soy de Buda, no haré ningún juicio y me limitaré a transmitir tu confesión a Amida.
Jōtarō no dijo nada.
—Existe una sola alternativa. Por pura casualidad, anoche me encontré con tu padre, que ahora viste el hábito de un sacerdote mendicante. Por supuesto, no habría imaginado jamás que tú también estabas aquí. Le he enviado a un templo de Edo. Si has decidido morir, te iría bien verle primero. Y cuando le veas, puedes preguntarle si no tengo razón. Se abren tres caminos ante ti, Jōtarō. Debes decidir cuál de ellos vas a seguir.
Takuan dio media vuelta y se encaminó a la casa.
Jōtarō comprendió que el shakuhachi cuyas notas oyó por la noche debía de ser el de su padre. No tenía necesidad de que se lo dijeran para imaginar el aspecto que tendría su padre, dedicado ahora a errar de un lugar a otro.
—¡Espera, Takuan! Hablaré, se lo contaré todo al Buda, incluida mi promesa a Daizō.
Cogió la manga del sacerdote, y los dos entraron en el bosque.
La confesión de Jōtarō fue un largo monólogo en el que no omitió nada. Mientras le escuchaba, Takuan no movió un solo músculo ni dijo palabra.
—Eso es todo —concluyó Jōtarō.
—¿Seguro?
—No te he ocultado nada.
—Muy bien.
Takuan permaneció en silencio durante toda una hora. Amaneció y los cuervos empezaron a graznar. Las gotas de rocío brillaban por doquier. Takuan se sentó en las raíces de un cedro. Jōtarō se apoyó en otro árbol, con la cabeza gacha, esperando la reprensión que le parecía inevitable.
Cuando Takuan por fin habló, parecía no tener ya ninguna duda.
—La verdad es que te has mezclado con una banda de cuidado. Que el cielo les ampare. No comprenden de qué manera está cambiando el mundo. Menos mal que me lo has contado antes de que las cosas empeoren. —Entonces metió una mano en el interior de su kimono y, sorprendentemente, sacó dos monedas de oro y se las entregó a Jōtarō—. Será mejor que te marches lo más rápido que puedas, pues el menor retraso podría ser desastroso no sólo para ti sino también para tu padre y tu maestro. Aléjate lo antes posible, pero no te acerques a la carretera de Kōshū o el Nakasendō. Este mediodía van a efectuar un severo control de todos los viajeros.
—¿Qué le ocurrirá al sensei? No puedo marcharme y dejarle donde está.
—Yo me encargaré de eso. Dentro de uno o dos años, cuando los ánimos se hayan calmado, podrás ir a verle y pedirle disculpas. Entonces sí que hablaré en tu favor.
—Adiós.
—Espera un momento.
—¿Sí?
—Ve primero a Edo. En Azabu hay un templo Zen llamado Shōjuan. Tu padre ya debe de estar ahí. Toma este sello que recibí del Daitokuji. Ellos sabrán que es mío. Diles que os proporcionen a ti y a tu padre sombreros y túnicas de sacerdote, así como las credenciales necesarias. Así podréis viajar disfrazados.
—¿Por qué he de fingir que soy un sacerdote?
—¿Es que tu ingenuidad no tiene límites? Tú, mi estúpido y joven amigo, eres un agente de un grupo que planea asesinar al shōgun, incendiar el castillo de Ieyasu en Suruga, crear confusión en todo el distrito de Kantō y hacerse con el poder. En una palabra, eres un traidor. Si te prenden, el castigo obligatorio será la muerte en la horca.
Jōtarō se quedó boquiabierto.
—Ahora vete.
—¿Puedo hacerte una sola pregunta? ¿Por qué deben ser considerados como traidores unos hombres que quieren derrocar a los Tokugawa? ¿Por qué no son traidores los que derribaron a los Toyotomi y dominaron el país?
—A mí no me lo preguntes —respondió Takuan con una fría mirada.