El ayudante del demonio

Los perros de Mitsumine eran una raza salvaje, resultado, según se decía, del cruce de perros traídos por los inmigrantes coreanos más de mil años atrás con los perros salvajes de las montañas de Chichibu. A sólo un paso del estado salvaje, merodeaban por las montañas y se alimentaban como lobos, siendo sus presas los demás animales silvestres de la región. Pero puesto que se les consideraba como mensajeros de la deidad y la gente se refería a ellos como sus «ayudantes», los fíeles solían llevarse a casa imágenes impresas o esculpidas de los perros, a modo de amuletos de la buena suerte.

El perro negro del hombre que seguía a Musashi tenía el tamaño de una ternera.

Cuando Musashi entró en el Kannon'in, el hombre se volvió, dijo: «Por aquí», e indicó el camino al animal con la mano libre.

El perro gruñó, tiró de su traílla, una cuerda gruesa, y empezó a husmear.

—Chiss, Kuro, estáte quieto.

El hombre tenía unos cincuenta años, era de complexión recia pero flexible y, al igual que su perro, no parecía del todo domado. Sin embargo, iba bien vestido. Sobre el kimono, que parecía la túnica de un sacerdote o el atuendo formal de un samurái, llevaba un obi estrecho y aplanado y un hakama de cáñamo. Sus sandalias de paja, de la clase que los hombres se ponían para asistir a los festivales, estaban provistas de cordones nuevos.

—¿Eres tú, Baiken?

La mujer que había hablado retrocedió, para mantenerse a distancia del perro.

—Al suelo —ordenó Baiken, dando al animal un fuerte coscorrón.

—Me alegro de que le hayas descubierto, Okō.

—Entonces ¿era él?

—Sin duda alguna.

Permanecieron un rato en silencio, mirando las estrellas a través de una brecha en las nubes y oyendo, pero sin escuchar de veras, la música de la danza sagrada.

—¿Qué haremos? —preguntó la mujer.

—Ya se me ocurrirá algo.

—No podemos desperdiciar esta oportunidad.

Okō miraba expectante a Baiken.

—¿Está Tōji en casa? —preguntó él.

—Sí, se emborrachó en el festival y se ha dormido.

—Despiértale.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Tengo trabajo. Después de hacer la ronda, iré a tu casa.

Una vez fuera de la entrada principal del santuario, Okō echó a correr. La mayor parte de las veinte o treinta casas eran tiendas de recuerdos o casas de té. Había también algunos pequeños establecimientos de comidas, de los que surgía el alegre vocerío de los juerguistas. Del alero de la choza en la que entró Okō, colgaba un letrero que decía «Fonda». En la sala delantera, cuyo suelo era de tierra, una joven sirvienta estaba sentada en un taburete, dormitando.

—¿Todavía durmiendo? —preguntó Okō.

La muchacha, esperando una reprimenda, sacudió vigorosamente la cabeza.

—No me refiero a ti sino a mi marido.

—Ah, sí, todavía está durmiendo.

Chascando la lengua desaprobadoramente, Okō gruñó:

—En pleno festival y está durmiendo. Éste es el único establecimiento que no está lleno de clientes.

Cerca de la puerta, un hombre y una anciana cocinaban arroz y judías al vapor en un fogón de tierra. Las llamas ponían la única nota de color en el interior por lo demás sombrío.

Okō se acercó a un hombre que dormía en un banco a lo largo de la pared, le dio unos golpecitos en el hombro y le dijo:

—¡Tú, levántate! Abre los ojos para variar.

—¿Eh? —musitó él, incorporándose ligeramente.

—¡Cáspita! —exclamó la mujer al tiempo que retrocedía. Entonces se echó a reír y dijo—: Perdona. He creído que eras mi marido.

Un trozo de estera se había deslizado al suelo. El hombre, un joven de cara redondeada con unos ojos grandes de mirada inquisitiva, lo recogió, se cubrió con él la cara y se tendió de nuevo. Su cabeza descansaba sobre una almohada de madera y sus sandalias estaban manchadas de barro. A su lado, sobre la mesa, había una bandeja y un cuenco de arroz vacío; junto a la pared, un saco de viaje, un sombrero de juncos y un bastón.

Okō se volvió a la muchacha y le dijo:

—Es un cliente, ¿no?

—Sí, ha dicho que se propone subir al santuario interior a primera hora de la mañana y ha preguntado si podría echar una siesta aquí.

—¿Dónde está Tōji?

—Estoy aquí, estúpida. —Su voz surgió por detrás de una shoji desgarrada. Estaba recostado en la habitación contigua, un pie colgándole en la sala destinada al público—. ¿Conque despotricas contra mí porque me he tumbado un rato? ¿Dónde has estado tú todo este tiempo, cuando deberías haber atendido el negocio?

En muchos aspectos, los años habían sido menos amables con Okō que con Tōji. No sólo había desaparecido por completo el encanto que tuvo en otro tiempo, sino que dirigir la casa de té Oinu le exigía el trabajo de un hombre para compensar la inactividad de su inútil cónyuge, puesto que Tōji ganaba un jornal de hambre cazando en invierno pero hacía poco más. Después de que Musashi incendiara su escondrijo con la habitación que era realmente una trampa en el paso de Wada, todos sus secuaces les habían abandonado.

Los ojos turbios y rojizos de Tōji enfocaron gradualmente un barril de agua. Se puso en pie, fue al barril y engulló el contenido de un cazo.

Okō se recostó en un banco y le miró por encima del hombro.

—No me importa que haya un festival. Ya es hora de que aprendas a saber cuándo debes parar. Has tenido suerte de que no te atravesara una espada ahí afuera.

—¿Cómo?

—Te digo que deberías tener más cuidado.

—No sé de qué me estás hablando.

—¿Sabías que Musashi está aquí, en el festival?

—¿Musashi? ¿Miyamoto… Musashi? —El sobresalto le despertó del todo—. ¿Lo dices en serio? Oye, será mejor que te escondas en la parte trasera.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¿Esconderte?

—No quiero que vuelva a ocurrir lo del paso de Wada.

—Cobarde. ¿No estás deseoso de desquitarte, no sólo por eso sino también por lo que hizo a la Escuela Yoshioka? Yo sí lo estoy, y no soy más que una mujer.

—Sí, pero no olvides que entonces teníamos muchos hombres a nuestro lado. Ahora sólo estamos tú y yo.

Tōji no estuvo en Ichijōji, pero había oído contar cómo luchó Musashi y no se hacía ilusiones sobre cuál de los dos perdería la vida si volvían a encontrarse.

Okō se acercó cautelosamente a su marido y le dijo:

—En eso te equivocas. Aquí hay otro hombre, ¿no es cierto? Un hombre que odia a Musashi tanto como tú.

Tōji sabía que se estaba refiriendo a Baiken, con quien habían trabado conocimiento cuando sus vagabundeos les llevaron a Mitsumine.

Puesto que ya no había más batallas, la actividad de saqueador ya no era provechosa, por lo que Baiken abrió una herrería en Iga, pero fue expulsado de allí cuando el señor Tōdō hizo más severo su dominio de la provincia. Deseoso de probar fortuna en Edo, desorganizó su banda, y entonces, gracias a la recomendación de un amigo, fue nombrado vigilante del edificio que contenía el tesoro del templo.

Por entonces todavía las montañas entre las provincias de Musashi y Kai estaban infestadas de bandidos. Al contratar a Baiken para que custodiara la casa del tesoro, con sus objetos religiosos de gran valor y las donaciones en metálico, los ancianos dirigentes del templo combatían el fuego con fuego. Baiken tenía la ventaja de conocer a fondo los métodos de los bandidos, y también era un experto reconocido en el arma llamada hoz de cadena y bola. Como creador del estilo Yaegaki, quizás podría haber atraído la atención de un daimyō, de no mediar el hecho de que su hermano fue Tsujikaze Temma. Muchos años atrás los dos hermanos habían aterrorizado a la región que se extendía entre el monte Ibuki y el distrito de Yasugawa. El cambio de los tiempos no significaba nada para Baiken. A su modo de ver, la muerte de Temma a manos de Takezō había sido la causa fundamental de todas sus dificultades posteriores.

Largo tiempo atrás Okō había contado a Baiken sus motivos de queja contra Musashi, exagerando su rencor a fin de cimentar la amistad con él. Baiken le había respondido con el ceño fruncido: «Uno de estos días…».

Okō acababa de contarle a Tōji que había visto a Musashi desde la casa de té y que luego le había perdido entre la multitud. Más tarde, obedeciendo a una corazonada, había ido al Kannon'in, donde llegó justo cuando Musashi e Iori salían para ir al santuario exterior. La mujer se apresuró a comunicar esta información a Baiken.

—De modo que así están las cosas —dijo Tōji, cobrando ánimo al saber que ya contaban con un aliado digno de confianza. Sabía que Baiken, utilizando su arma favorita, había derrotado a todos los espadachines en el reciente torneo del santuario. Si atacaba a Musashi, tenía una buena oportunidad de vencerle—. ¿Cómo ha reaccionado cuando se lo has dicho?

—Vendrá cuando termine su ronda de inspección.

—Musashi no es ningún necio. Si no tenemos cuidado… —Tōji se estremeció y emitió un sonido ronco e ininteligible.

Okō siguió su mirada hasta que se posó en el hombre dormido en el banco.

—¿Quién es ése? —inquirió Tōji.

—No es más que un cliente —respondió Okō.

—Despiértale y échale de aquí.

Okō delegó la tarea en la sirvienta, la cual fue al extremo de la estancia y sacudió al durmiente hasta que éste se irguió.

—Vete —le dijo rudamente—. Vamos a cerrar.

El hombre se puso en pie, se estiró y dijo:

—He echado una siesta muy agradable.

Con una sonrisa en los labios y un parpadeo de sus grandes ojos, se movió con rapidez pero tranquilamente: se puso el trozo de estera sobre los hombros, se caló el sombrero de juncos, se echó el saco de viaje a la espalda y colocó el bastón bajo sus brazos.

—Os estoy muy agradecido —dijo al tiempo que hacía una reverencia, y se apresuró a cruzar la puerta.

A juzgar por su indumentaria y su acento, Okō se dijo que no era ninguno de los campesinos locales, pero parecía bastante inofensivo.

—Un hombre de aspecto curioso —comentó—. ¿Habrá pagado la cuenta?

Okō y Tōji todavía estaban cerrando los postigos y ordenando el local cuando entró Baiken con su perro Kuro.

—Me alegro de verte —le dijo Tōji—. Pasemos a la habitación del fondo.

Sin decir nada, Baiken se quitó las sandalias y les siguió, mientras el perro husmeaba a su alrededor en busca de restos de comida. La habitación del fondo era sólo un cobertizo con una primera mano de áspero yeso en las paredes. Quedaba fuera del alcance de los oídos de cuantos se hallaran en el local delantero. Encendieron un candil y Baiken tomó la palabra.

—Esta noche, delante del escenario de las danzas, he acertado a oír lo que Musashi le decía al muchacho, que mañana por la mañana subirán el santuario interior. Más tarde he ido al Kannon'in para comprobarlo.

Tanto Okō como Tōji tragaron saliva y miraron a través de la ventana. La cima en la que se alzaba el santuario interior destacaba levemente contra el cielo estrellado.

Puesto que conocía bien los recursos de su adversario, Baiken había trazado un plan de ataque y movilizado refuerzos. Dos sacerdotes, guardianes de la casa del tesoro, ya habían accedido a echar una mano y se habían adelantado con sus lanzas. Había también un hombre de la Escuela Yoshioka, el cual dirigía un pequeño dōjō en el santuario. Baiken calculaba que podría movilizar a unos diez saqueadores, hombres a los que conoció en Iga y que ahora trabajaban en la vecindad. Tōji llevaría un mosquete, mientras que Baiken iría armado con su hoz de cadena y bola.

—¿No es la primera vez que haces esto? —le preguntó Tōji, incrédulo.

Baiken sonrió pero no dijo nada más.

Una minúscula porción de luna se cernía sobre el valle, oculto por una espesa niebla. El gran pico todavía dormía, sin más sonidos en las inmediaciones que el gorgoteo y el fragor del río, los cuales acentuaban el silencio. Un grupo de oscuras figuras se agazapaba en el puente de Kosaruzawa.

—¿Tōji? —susurró ásperamente Baiken.

—Estoy aquí.

—Asegúrate de que la mecha esté seca.

Entre la variopinta cuadrilla destacaban los dos sacerdotes lanceros, los cuales se habían alzado y sujetado los faldones de sus túnicas, a fin de estar preparados para entrar en acción. Los demás vestían una variedad de atavíos, pero todos de manera que pudieran moverse ágilmente.

—¿Estamos todos?

—Sí.

—¿Cuántos en total?

Contaron las cabezas: eran trece.

—Muy bien —dijo Baiken, y les repitió las instrucciones.

Ellos le escucharon en silencio, asintiendo de vez en cuando. Entonces, a una señal, se escabulleron en la niebla para tomar posiciones a lo largo de la carretera. En el extremo del puente pasaron ante una piedra miliar que decía: «Seis mil varas hasta el Santuario Interior».

Cuando el puente volvió a quedar desierto, un nutrido grupo de monos salieron de sus escondrijos, saltaron de las ramas, bajaron por las enredaderas y convergieron en la carretera. Corrieron al puente, se metieron debajo y arrojaron piedras al barranco. La niebla jugaba con ellos, como estimulando su jolgorio. Si un inmortal taoísta hubiera aparecido haciéndoles una seña, quizá se habrían transformado en nubes y volado con él al cielo.

Los ladridos de un perro resonaron en las montañas. Los monos desaparecieron como hojas de zumaque barridas por el viento otoñal.

Kuro avanzaba por la carretera y Okō se apresuraba tras él. El perro había logrado soltarse, y aunque Okō por fin había podido coger la traílla, no había manera de que el animal diese la vuelta. Sabía que Tōji no quería que el perro estuviera allí e hiciera ruido, y pensó que quizá podría apartarle de en medio dejándole subir al santuario interior.

Cuando la niebla, que se deslizaba sin cesar, empezó a posarse en los valles como si fuese nieve, los tres picos del Mitsumine y las montañas menos elevadas entre Musashino y Kai se recortaron contra el cielo en todo su esplendor. La cinta blanca y serpenteante de la carretera resaltaba en la oscuridad, y las aves empezaron a encrespar sus plumas y saludar al amanecer con sus cantos.

—¿Por qué ocurre eso? —inquirió Iori, como si hablara consigo mismo.

—¿A qué te refieres? —le preguntó Musashi.

—Se está haciendo de día, pero no veo el sol.

—En primer lugar, estás mirando hacia el oeste.

—Ah. —Iori dirigió una breve mirada a la luna, que se sumía detrás de los picos lejanos.

—Mira, Iori, parece ser que muchos de tus amigos viven aquí, en las montañas.

—¿Dónde?

—Allí.

Musashi se echó a reír e indicó unos monos agrupados alrededor de su madre.

—Me gustaría ser uno de ellos.

—¿Por qué?

—Por lo menos tienen madre.

Recorrieron en silencio un trecho empinado del camino y llegaron a una extensión relativamente llana. Musashi observó que la hierba había sido pisoteada por un gran número de pies.

Después de serpentear un poco más alrededor de la montaña, llegaron a una zona llana donde estaban de cara al este.

—¡Mira! —gritó Iori, mirando a Musashi por encima del hombro—. El sol está saliendo.

—Así es.

Del mar de nubes por debajo de ellos, las montañas de Kai y Kōzuke sobresalían como islas. Iori se detuvo y permaneció inmóvil, con los pies juntos y los brazos a los costados, los labios fuertemente apretados. Contempló arrobado la gran esfera dorada, imaginándose que él era un hijo del sol. De repente exclamó en voz muy alta:

—¡Es Amaterasu Ōmikami! ¿No es cierto? —Miró a Musashi en busca de confirmación.

—En efecto.

El muchacho alzó los brazos por encima de su cabeza y filtró la brillante luz a través de los dedos.

—¡Mi sangre! —gritó—. Es del mismo color que la sangre del sol.

Batiendo palmas, como lo haría en un santuario para llamar a la deidad, inclinó la cabeza en silencioso homenaje y pensó: «Los monos tienen madre y yo no, pero tengo esta diosa y ellos no tienen ninguna».

La revelación le llenó de alegría, y al tiempo que las lágrimas corrían por su rostro le parecía oír desde más allá de las nubes la música de las danzas del santuario. Los tambores resonaban en sus oídos, mientras el contrapunto de las flautas esparcía a los cuatro vientos la melodía de la danza de Iwato. Los pies del muchacho siguieron el ritmo, balanceó garbosamente los brazos y de sus labios brotaron las palabras que había memorizado la noche anterior:

El arco de catalpa…

cada vez que llega la primavera,

confío en ver la danza

de la miríada de dioses,

oh, cómo confío en ver su danza…

De repente, al darse cuenta de que Musashi había seguido adelante, puso fin a la danza y corrió para darle alcance.

La luz matinal apenas llegaba al bosque en el que penetraron. Allí, en las proximidades del santuario interior, los troncos de los cedros tenían una circunferencia enorme y todos más o menos la misma altura. En las espesas extensiones de musgo que se aferraba a los árboles crecían florecillas blancas. Iori suponía que aquellos árboles eran antiguos, que tendrían quinientos, quizá mil años, y experimentaba el impulso de hacerles una reverencia. Aquí y allá veía las rojas enramadas de los arces. Las cañas de bambú bajas y desnudas invadían el camino reduciéndolo a un sendero.

De repente la tierra pareció temblar bajo sus pies. Poco después del atronador estampido, se oyó un grito desconcertante y una cascada de ecos estridentes. Iori se tapó los oídos con las manos y se puso a cubierto lanzándose entre los bambúes.

—¡Quédate agachado, Iori! —le ordenó Musashi desde la sombra de un gran árbol—. ¡No te muevas aunque te pisoteen!

La semipenumbra parecía infestada de lanzas y espadas. Debido al grito, los atacantes creyeron al principio que la bala había encontrado su blanco, pero no había nadie a la vista. Como no estaban seguros de lo que había ocurrido, permanecían inmóviles.

Iori se encontraba en el centro de un círculo de ojos y espadas desenvainadas. En el profundo silencio que siguió, la curiosidad pudo más que su prudencia y alzó lentamente la cabeza por encima de los bambúes. A pocos pies de distancia, una hoja de espada, extendida desde detrás de un árbol, destelló a la luz del sol.

Iori perdió el dominio de sí mismo y gritó a voz en cuello:

—¡Sensei! ¡Hay alguien ahí escondido!

Al tiempo que gritaba, se puso en pie de un salto y corrió para ponerse a salvo.

La espada saltó desde las sombras y se cernió como un demonio por encima de su cabeza. Pero sólo fue un instante, pues la daga de Musashi voló directamente hacia la cabeza del espadachín y se alojó en su sien.

—¡Yaaah!

Uno de los sacerdotes cargó contra Musashi con su lanza. Él cogió el asta con una mano y la sujetó firmemente.

Se oyó otro grito de muerte, como si el hombre tuviera la boca llena de piedras. Preguntándose si sus atacantes estarían luchando entre ellos mismos, Musashi aguzó la mirada. El otro sacerdote apuntó cuidadosamente y le arrojó la lanza. Musashi la aferró también y se la puso bajo el brazo.

—¡Atácale ahora! —gritó uno de los sacerdotes al ver que Musashi tenía ambas manos ocupadas.

Musashi gritó con voz estentórea:

—¿Quiénes sois? Identificaos o supondré que todos sois enemigos. Es vergonzoso derramar sangre en este lugar sagrado, pero puede que no tenga elección.

Hizo remolinear las lanzas y envió a los dos sacerdotes en distintas tangentes. Entonces desenvainó velozmente su espada y acabó con uno de ellos antes de que hubiera terminado de caer. Giró sobre sus talones y se vio frente a otras tres hojas, alineadas en el estrecho sendero. Sin detenerse, se movió hacia ellas en actitud amenazante y paso a paso. Salieron otros dos hombres y ocuparon sus lugares hombro con hombro junto a los tres primeros.

Mientras Musashi avanzaba y sus adversarios retrocedían, tuvo un atisbo del otro sacerdote lancero, que había recuperado su arma y perseguía a Iori. «¡Detente, asesino!», gritó. Pero en el momento en que Musashi se volvía para acudir en ayuda de Iori, los cinco hombres soltaron un aullido y le atacaron. Musashi se lanzó de cabeza contra ellos. Fue como el choque de dos olas furiosas, pero el rocío fue de sangre, no de agua salada. Musashi siguió girando de un adversario a otro con la velocidad de un tifón. Se oyeron dos gritos espeluznantes, luego un tercero. Cayeron como árboles muertos, cada uno con un tajo en el centro del torso. Musashi blandía en la mano derecha su espada larga, y en la izquierda la corta.

Lanzando gritos de terror, los últimos dos hombres dieron la vuelta y echaron a correr, perseguidos por Musashi.

—¿Adonde creéis que vais a ir? —les gritó, golpeando la cabeza de uno de ellos con la espada corta.

El negro chorro de sangre alcanzó a Musashi en un ojo. De un modo reflejo se llevó la mano izquierda a la cara, y en ese instante oyó un extraño sonido metálico a sus espaldas.

Dio un golpe lateral con la espada larga para desviar el objeto, pero el efecto de la acción fue muy diferente de la intención. Al ver la bola y la cadena enrolladas alrededor de la hoja cerca de la guarda, se sintió alarmado. El atacante le había cogido desprevenido.

—¡Musashi! —gritó Baiken, y tiró de la cadena hasta tensarla—. ¿Me habías olvidado?

Musashi le miró fijamente un momento antes de exclamar:

—¡Shishido Baiken, del monte Suzuka!

—El mismo. Mi hermano Temma te está llamando desde el valle del infierno. ¡Yo me encargaré de que llegues allí cuanto antes!

Musashi no podía liberar su espada. Poco a poco, Baiken iba recogiendo la cadena y acercándose, para hacer uso de la hoz afilada como una navaja de afeitar. Mientras Musashi buscaba una apertura para emplear su espada corta, comprendió sobresaltado que si hubiera luchado sólo con la espada larga, ahora estaría completamente indefenso.

El cuello de Baiken estaba tan hinchado que era casi tan grueso como la cabeza. Con un grito ahogado, tiró fuertemente de la cadena.

Musashi había cometido un error y lo sabía. La hoz de cadena y bola era un arma fuera de lo corriente, pero no le resultaba desconocida. Años atrás se admiró al ver por primera vez el diabólico artefacto en manos de la esposa de Baiken. Pero haberlo visto era una cosa y saber la manera de combatirlo otra.

Baiken exultaba malignamente, con una ancha y pérfida sonrisa en el rostro. Musashi sabía que sólo podía hacer una cosa: soltar la espada larga. Buscaba el momento adecuado para hacerlo.

Lanzando un aullido feroz, Baiken dio un salto y dirigió la hoz a la cabeza de Musashi…, no la alcanzó sólo por el espesor de un cabello. Musashi soltó la espada con un fuerte gruñido. Apenas la hoz había sido retirada cuando la bola llegó zumbando por el aire. Luego la hoz, la bola, la hoz…

Esquivar la hoz colocaba a Musashi directamente en el camino de la bola. Incapaz de acercarse lo suficiente para golpear, se preguntó frenéticamente durante cuánto tiempo podría mantener aquella situación. «¿Es éste su estilo?», se planteó, pero a medida que aumentaba la tensión le resultaba más difícil dominar su cuerpo y sus reacciones eran puramente fisiológicas. No sólo sus músculos sino su misma piel se debatían de un modo instintivo. La concentración llegó a ser tan intensa que cesó el flujo de sudor oleoso. Tenía erizado hasta el último pelo de su cuerpo.

Era demasiado tarde para esconderse detrás de un árbol. Si ahora corría a uno de ellos, probablemente tropezaría con otro enemigo.

Oyó un grito claro, quejumbroso, y pensó si sería Iori. Quería mirar, pero en su corazón daba al muchacho por perdido.

—¡Muere, hijo de perra!

El grito sonó a sus espaldas, pero entonces oyó otro:

—Musashi, ¿por qué tardas tanto? Me estoy ocupando de las sabandijas detrás de ti.

Musashi no reconoció la voz pero decidió que podía concentrar su atención sólo en Baiken.

El factor más importante para Baiken era la distancia entre él y su adversario. Su eficacia dependía del acierto en manipular la longitud de la cadena. Si Musashi podía avanzar un pie más allá del alcance de la cadena o acercarse un pie más, Baiken estaría en apuros. Tenía que asegurarse de que Musashi no hiciera ninguna de las dos cosas.

La técnica secreta de aquel hombre maravillaba a Musashi, y de repente comprendió que allí estaba el principio de las dos espadas. La cadena era un solo tramo, la bola funcionaba como la espada derecha y la hoz como la izquierda.

—¡Naturalmente! —gritó exultante—. Es esto…, el estilo Yaegaki.

Ya confiado en su victoria, saltó atrás, dejando una distancia de cinco pies entre los dos. Pasó la espada a la mano derecha y la arrojó recta como una flecha.

Baiken hurtó el cuerpo y la espada pasó rozándole y se clavó en las raíces de un árbol cercano. Pero al efectuar el movimiento de torsión, la cadena se envolvió alrededor de su torso. Antes de que pudiera emitir un grito, Musashi cargó todo su peso contra él. La mano de Baiken llegó hasta la empuñadura de su espada, pero Musashi le hizo soltarla con un fuerte golpe en la muñeca. En una continuación del mismo movimiento, extrajo el arma y descargó un tajo sobre Baiken. Fue como un rayo al partir el tronco de un árbol. Al bajar la hoja, torció el cuerpo muy ligeramente.

«Qué lástima», se dijo Musashi. Más tarde, quienes refirieron los hechos dijeron que incluso exhaló un suspiro de misericordia mientras el creador del estilo Yaegaki abandonaba este mundo.

—El golpe karatake —dijo una voz con admiración—. Directamente desde lo alto del tronco hacia abajo. No es diferente de partir una caña de bambú. Es la primera vez que lo veo.

Musashi se volvió hacia la persona que había hablado.

—¿Quién si no… Gonnosuke de Kiso? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? El dios de Mitsumine debe de haberlo dispuesto, tal vez con la ayuda de mi madre, quien me enseñó tanto antes de morir.

Siguieron charlando, pero Musashi se interrumpió de repente y exclamó:

—¡Iori!

—El muchacho está bien. Le rescaté de las garras de ese asqueroso sacerdote y le hice trepar a un árbol.

Iori, que les observaba desde una rama alta, empezó a hablar, pero se detuvo, se puso una mano sobre los ojos a modo de visera y miró hacia una pequeña zona llana más allá del límite del bosque. Kuro, que estaba atado a un árbol, había atrapado con los dientes el kimono de Okō, y ésta tiraba con desesperación de la manga. La prenda se rasgó en un abrir y cerrar de ojos, y la mujer huyó.

El único superviviente, que era el otro sacerdote, se alejaba cojeando, apoyado en su lanza, la sangre brotándole de la herida en la cabeza. El perro, quizá trastornado por el olor de la sangre, se puso a armar un terrible alboroto. El sonido resonó durante un rato, pero al final la cuerda cedió y el perro echó a correr en pos de Okō. Cuando el sacerdote le vio, alzó su lanza y apuntó a la cabeza del perro. Herido en el cuello, el animal corrió al bosque.

—¡Esa mujer se escapa! —gritó Iori.

—No importa. Ya puedes bajar de ahí.

—Veo un sacerdote herido. ¿No deberías cogerle?

—Olvídalo. Ya no importa.

—Creo que la mujer era la de la casa de té Oinu —dijo Gonnosuke, y a continuación le explicó su presencia allí, la coincidencia dispuesta por el cielo que le había permitido acudir en ayuda de Musashi.

Profundamente agradecido, Musashi le dijo:

—¿Has matado al hombre que disparó un arma de fuego?

—No. —Gonnosuke sonrió—. No he sido yo sino mi bastón. Sabía que normalmente podrías ocuparte de hombres de esa clase, pero pensé que si iban a usar un arma de fuego sería mejor que hiciera algo. Por eso me adelanté y me deslicé por detrás del hombre cuando aún estaba oscuro.

Examinaron los cadáveres. Siete habían sido víctimas del bastón y sólo cinco de la espada.

—No he hecho nada salvo defenderme —dijo Musashi—, pero esta zona pertenece al santuario. Creo que debería explicar las cosas al funcionario del gobierno que esté al frente, de modo que pueda hacer los interrogatorios oportunos para aclarar el incidente.

Cuando bajaban por la ladera de la montaña, tropezaron con un contingente de guardias armados en el puente de Kosaruzawa y Musashi contó lo ocurrido. El capitán le escuchó, al parecer perplejo, pero de todos modos ordenó que detuvieran a Musashi y lo ataran.

Conmocionado, Musashi quiso saber por qué, ya que, en primer lugar, había tenido la intención de informar a las autoridades.

—En marcha —ordenó el capitán.

Musashi estaba encolerizado al verse tratado como un criminal, pero aún le esperaba otra sorpresa. Más abajo de la ladera había más guardias. Cuando llegaron al pueblo, el número de sus guardianes sobrepasaba el centenar.