Osugi no era una persona a quien desesperasen las penas y las amargas decepciones del afecto maternal no correspondido, pero en aquel lugar, donde los insectos chirriaban entre el trébol y las plantas de eulalia, ante el gran río que se deslizaba lentamente, no la conmovían sentimientos de nostalgia y la impermanencia de la vida.
—¿Has vuelto a casa?
La voz sonó áspera en el inmóvil aire nocturno.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
—Soy de Hangawara. Ha llegado mucha verdura fresca de Katsushika y el jefe me ha dicho que te traiga una parte.
—Yajibei siempre es tan considerado.
La anciana estaba sentada a una mesa baja, con una vela al lado y un pincel de escritura en la mano, copiando el Sutra del gran amor de los padres. Se había mudado a una pequeña casa alquilada en el distrito de Hamachō, escasamente poblado, y se ganaba la vida de una manera razonable tratando con moxa las enfermedades y achaques de otras personas. Ella misma no padecía ningún trastorno físico digno de mención. Desde comienzos del otoño había vuelto a sentirse bastante joven.
—Dime, abuela, ¿esta tarde ha venido a verte un hombre joven?
—¿Te refieres a un paciente para que le tratara con moxa?
—No, no. Ese hombre se presentó en casa de Yajibei, y parecía tener algo importante entre manos. Nos preguntó dónde vives ahora y se lo dijimos.
—¿Qué edad le pondrías?
—Supongo que unos veintisiete u ocho.
—¿Qué aspecto tenía?
—Más bien carirredondo y no muy alto.
—Humm, quizá…
—Tenía un acento como el tuyo y pensé que procedía del mismo lugar. Bien, me marcho. Buenas noches.
Mientras las pisadas se desvanecían, los chirridos de los insectos se alzaron de nuevo como el sonido monótono de la lluvia. Osugi dejó a un lado el pincel y se quedó mirando la llama de la vela, pensando en los días de su juventud, cuando la gente leía portentos en el halo luminoso. No tenían manera de saber cómo les iba a los maridos, hijos y hermanos que habían partido a la guerra, o qué podría esperarles a ellos mismos en su propio destino incierto. Un halo brillante se tomaba como señal de buena suerte, mientras que las sombras violáceas eran una indicación de que alguien había muerto. Cuando la llama crepitaba como pinaza, podían tener la seguridad de que estaba en camino una persona a la que esperaban.
Osugi había olvidado la manera de interpretar los presagios, pero aquella noche el alegre halo, tan bello en su colorido como un arco iris, sugería la inminencia de algo espléndido.
¿Podría tratarse de Matahachi? Tendió la mano hacia el pincel pero la retiró. Como si estuviera extasiada, se olvidó de sí misma y de su entorno, y durante una o dos horas sólo pensó en el rostro de su hijo, que parecía flotar en la oscuridad de la habitación.
Un ligero ruido en la entrada trasera la hizo salir de su ensoñación. Temerosa de que una comadreja estuviera causando estragos en su cocina, cogió la vela y fue a investigar.
El saco de verduras estaba al lado de la fregadera, y encima del saco había un objeto blanco. Al cogerlo notó que era pesado…, tan pesado como dos piezas de oro. En el envoltorio de papel blanco Matahachi había escrito: «Todavía no tengo el valor de darte la cara. Por favor, perdóname si te abandono durante otros seis meses. Sólo dejaré esta nota, sin entrar».
Un samurái de expresión asesina se abría paso a grandes zancadas entre la alta hierba, en dirección a dos hombres que estaban de pie en la orilla del río.
—¿Era él, Hamada? —gritó entre jadeos.
—No —replicó Hamada con voz quejumbrosa—. Era otro hombre.
A pesar del tono contrito, sus ojos centelleaban mientras seguía escudriñando el entorno.
—Estoy seguro de que era él.
—No era él, sino un barquero.
—¿Estás seguro?
—Cuando corrí tras él, subió a ese bote de ahí.
—Ésa no es razón para considerarle un barquero.
—Lo he comprobado.
—He de reconocer que tiene los pies ligeros.
Apartándose del río, emprendieron el regreso a través de los campos de Hamachō.
—¡Matahachi…, Matahachi!
Al principio el sonido apenas se elevaba por encima del murmullo del río, pero su repetición lo hizo inequívoco y los hombres se detuvieron e intercambiaron miradas de asombro.
—¡Alguien le está llamando! ¿Cómo es posible?
—Parece la voz de una anciana.
Con Hamada en cabeza, el grupo siguió rápidamente la dirección del sonido hasta su fuente, y cuando Osugi oyó sus pasos corrió hacia ellos.
—¿Matahachi? ¿Es una de tus…?
Los hombres la rodearon y le inmovilizaron los brazos a la espalda.
—¿Qué me estáis haciendo? —Con la cara congestionada, como un pez globo irritado, les gritó—: A ver, ¿quiénes sois vosotros?
—Somos alumnos de la escuela Ono.
—No conozco a nadie llamado Ono.
—¿Nunca has oído hablar de Ono Tadaaki, el tutor del shōgun?
—Jamás.
—¿Cómo es posible, vieja…?
—Espera. Veamos qué sabe de Matahachi.
—Soy su madre.
—¿Eres tú la madre de Matahachi, el vendedor de sandías?
—¿Qué quieres decir, cerdo? ¡Vendedor de sandías! Matahachi es descendiente de la Casa de Hon'iden, y ésa es una familia importante de la provincia de Mimasaka. Os hago saber que los Hon'iden son ilustres servidores de Shimmen Munetsura, señor del castillo de Takeyama, en Yoshino.
—Bueno, ya está bien —dijo uno de los hombres.
—¿Qué hacemos?
—Cogerla y llevárnosla.
—¿Como rehén? ¿Crees que servirá de algo?
—Si es su madre, tendrá que venir a por ella.
Osugi tensó su flaco cuerpo y se debatió como una tigresa acosada, pero fue en vano.
Kojirō, que llevaba varias semanas aburrido e insatisfecho, había adquirido el hábito de dormir mucho, tanto de día como de noche. En aquellos momentos estaba tendido boca arriba, farfullando y acariciando la espada colocada sobre su pecho.
—Basta de hacer llorar a Palo de Secar. Una espada como ésta, un espadachín como yo mismo… ¡pudriéndose en la casa de otro hombre!
Se oyó un chasquido y algo emitió un destello metálico.
—¡Necio estúpido!
Trazando un gran arco por encima de él, el arma se deslizó en el interior de su vaina como una criatura viva.
—¡Espléndido! —exclamó un sirviente desde el borde de la terraza—. ¿Estás practicando la técnica para atacar desde una posición supina?
—No seas tonto —replicó desdeñosamente Kojirō. Se puso boca abajo, recogió dos fragmentos de algo y los lanzó hacia la terraza—. Se estaba poniendo pesado.
El sirviente miró con los ojos desmesuradamente abiertos. El insecto, parecido a una gran polilla, presentaba las tenues alas y el cuerpo cortados limpiamente en dos.
—¿Has venido a prepararme la cama? —le preguntó Kojirō.
—¡Oh, no! ¡Perdona! Te he traído una carta.
Kojirō desdobló la carta sin apresurarse y se puso a leerla. Mientras lo hacía, la excitación fue aflorando a su semblante. Según Yajibei, Osugi había desaparecido la noche anterior. Pedía a Kojirō que acudiera en seguida para hablar de lo que debían hacer.
La carta explicaba con algún detalle cómo se habían enterado de dónde estaba la anciana. Los hombres de Yajibei la habían buscado durante todo el día, pero el meollo del asunto era el mensaje que Kojirō dejara en el Donjiki, el cual había sido tachado y al lado alguien había escrito: «A Sasaki Kojirō: La persona que tiene en custodia a la madre de Matahachi es Hamada Toranosuke, de la Casa de Ono».
—Por fin —dijo Kojirō con voz profunda. Cuando rescató a Matahachi, sospechó que los dos samuráis a los que había derribado tenían alguna relación con la escuela de Ono. Soltó una risita y añadió—: Precisamente lo que estaba esperando.
De pie en la terraza, alzó la vista hacia el cielo nocturno. Había nubes, pero no parecía que fuese a llover.
Muy poco tiempo después, se le vio cabalgando por la carretera de Takanawa en un caballo de carga alquilado. Era ya tarde cuando llegó a la casa de Hangawara. Tras interrogar con detalle a Yajibei, decidió pasar la noche allí y ponerse en acción a la mañana siguiente.
Ono Tadaaki recibió su nuevo nombre no mucho después de la batalla de Sekigahara. Se llamaba Mikogami Tenzen cuando fue llamado al campamento de Hidetada para que diera lecciones de esgrima, actividad en la que se distinguió. Junto con su nuevo nombre recibió el nombramiento de vasallo directo de los Tokugawa y la concesión de una residencia en la colina Kanda de Edo.
Puesto que desde la colina se tenía una vista excelente del monte Fuji, el shogunado la designó como distrito residencial para sus servidores procedentes de Suruga, la provincia donde estaba situada la emblemática montaña.
—Me han dicho que la casa está en la cuesta de Saikachi —dijo Kojirō.
Estaba con uno de los hombres de Hangawara en lo alto de la colina. En el profundo valle por debajo de ellos veían Ochanomizu, una parte del río de la que se decía que extraían el agua para el té del shōgun.
—Espera aquí —dijo el guía de Kojirō—. Veré si está ahí.
Regresó poco después con la información de que ya habían dejado atrás la casa.
—No recuerdo haber visto ninguna casa que pareciera la mansión del tutor del shōgun.
—Ni yo tampoco. Creía que tendría una gran mansión, como la de Yagyū Munenori, pero lo cierto es que su casa es esa antigua que hemos visto a la derecha. Dicen que antes lo ocupaba el guardián de los establos del shōgun.
—Supongo que no es nada sorprendente. Ono sólo vale mil quinientas fanegas, mientras que la mayor parte de la fortuna de Munenori la amasaron sus antepasados.
—Aquí es —dijo el guía, señalando la casa.
Kojirō se detuvo y examinó la disposición general de los edificios. El viejo muro de tierra se extendía desde la mitad de la cuesta hasta un bosquecillo que cubría una pequeña elevación. El recinto parecía ser muy grande. Desde la entrada sin puerta se veía, más allá de la casa principal, un edificio que parecía el dōjō y un anexo, al parecer de construcción más reciente.
Kojirō dijo a su acompañante:
—Ahora regresa y dile a Yajibei que si esta noche no estoy de vuelta con la anciana, deberá suponer que me han dado muerte.
—Sí, señor.
El hombre echó a correr por la cuesta de Saikachi abajo, deteniéndose varias veces para mirar atrás.
Kojirō no había perdido tiempo para tratar de acercarse a Yagyū Munenori. No había manera de derrotarle y de ese modo tomar para sí la gloria del otro hombre, pues el estilo Yagyū era el único realmente empleado por los Tokugawa. Ésa era suficiente excusa para que Munenori se negara a enfrentarse con rōnin ambiciosos. Tadaaki, en cambio, se inclinaba a medirse con todos los que acudían a él.
Comparado con el estilo Yagyū, el de Ono era más práctico, pues su objetivo no consistía en hacer una gran exhibición de destreza sino en matar. Kojirō no había oído hablar de nadie que hubiera conseguido atacar a la Casa de Ono y avergonzarla. Mientras Munenori era, en general, el más respetado, Tadaaki era considerado el más fuerte.
Desde que llegó a Edo y se enteró de esa situación, Kojirō se había dicho a sí mismo que uno de aquellos días llamaría a la puerta de Ono.
Numata Kajūrō echó un vistazo por la ventana del vestuario del dōjō. Reaccionó tardíamente y sus ojos recorrieron la sala, en busca de Toranosuke. Al verle en medio de la estancia, aleccionando a un joven alumno, corrió a su lado y farfulló en voz baja:
—¡Está aquí! ¡Ahí afuera, en el jardín delantero!
Toranosuke, con la espada de madera extendida ante él, gritó al alumno: «¡En guardia!», y entonces avanzó, sus pisadas resonando fuertemente en el suelo. Cuando los dos llegaron al ángulo norte, el estudiante dio una voltereta y su espada de madera salió volando.
Toranosuke se volvió a Kajūrō.
—¿De quién estabas hablando? ¿De Kojirō?
—Sí, está en el jardín. Le tendremos aquí de un momento a otro.
—Mucho más pronto de lo que esperaba. Tomar a la anciana como rehén ha sido una buena idea.
—¿Qué piensas hacer ahora? ¿Quién irá a recibirle? Debería ser alguien que esté preparado para cualquier cosa. Si tiene el valor de venir aquí solo, puede intentar alguna maniobra por sorpresa.
—Tráele al dōjō. Le recibiré yo mismo. Los demás quedaos en segundo término y guardad silencio.
—Por lo menos somos muchos —dijo Kajūrō.
Miró a su alrededor y le reconfortó ver las caras de tipos fornidos como Kamei Hyōsuke, Negoro Hachikurō e Itō Magobei, entre una veintena más. No tenían la menor idea de lo que pensaba Kojirō, pero todos ellos sabían por qué Toranosuke le quería allí.
Uno de los dos hombres a los que Kojirō había matado cerca del Donjiki era el hermano mayor de Toranosuke. Aunque había sido un inútil y en la escuela le tenían en baja estima, de todos modos era preciso vengar su muerte debido al parentesco.
A pesar de su juventud y sus ingresos modestos, Toranosuke era un samurái de valor reconocido en Edo. Al igual que los Tokugawa, era originario de la provincia de Mikawa, y su familia una de las más antiguas entre los vasallos hereditarios del shōgun. Era también uno de los «cuatro generales de la cuesta de Saikachi», siendo los tres restantes Kamei, Negoro e Itō.
La noche anterior, cuando Toranosuke llegó a casa con Osugi, todos convinieron en que había dado un golpe notable. Ahora le resultaría difícil a Kojirō no dar la cara. Los hombres juraron que si se presentaba le darían una paliza hasta dejarlo casi muerto, le cortarían la nariz y le colgarían de un árbol junto al río Kanda para que todos le vieran. Pero no estaban en modo alguno seguros de que se presentara. De hecho, habían hecho apuestas al respecto, y la mayoría apostó a que no acudiría.
Se reunieron en la sala principal del dōjō, dejaron libre el espacio central y aguardaron ansiosamente.
Al cabo de un rato, uno de los hombres preguntó a Kajūrō:
—¿Estás seguro de que el hombre que has visto era Kojirō?
—Completamente seguro.
Estaban sentados en un orden imponente. Sus rostros, al principio inexpresivos, mostraban ahora signos de la tensión. Algunos temían que si la espera se prolongaba mucho más, caerían víctimas de su propia ansiedad. Cuando el límite de su aguante parecía próximo, oyeron un rápido golpeteo de sandalias que se detuvieron ante el vestuario, y la cara de otro alumno, que se había puesto de puntillas, apareció en la ventana.
—¡Oíd! No tiene ningún sentido que esperemos aquí. Kojirō no viene.
—¿Qué quieres decir? Kajūrō acaba de verle.
—Sí, pero fue directamente a la casa. No sé cómo le han franqueado el paso, pero está en la sala de invitados hablando con el maestro.
—¿El maestro? —repitieron al unísono los presentes.
—¿Estás diciendo la verdad? —preguntó Toranosuke, con semblante consternado.
Tenía fuertes sospechas de que, si se investigaban las circunstancias de la muerte de su hermano, quedaría al descubierto que no se había propuesto nada bueno, pero él había dorado la píldora al relatar el incidente a Tadaaki. Y si su maestro sabía que había secuestrado a Osugi, no era porque él mismo se lo hubiera dicho.
—Si no me crees, ve a verlo.
—¡Qué lío! —exclamó preocupado Toranosuke.
Lejos de simpatizar con él, los alumnos estaban irritados por su falta de decisión.
Tras aconsejar a los demás que estuvieran tranquilos mientras ellos iban a ver cuál era la situación, Kamei y Negoro se estaban calzando las zōri cuando una atractiva muchacha de blanco cutis salió corriendo de la casa. Al reconocer a Omitsu, los dos hombres se quedaron donde estaban y los demás corrieron a la puerta.
—¡Todos vosotros! —gritó la joven con voz aguda, excitada—. ¡Venid en seguida! Mi tío y el invitado han desenvainado las espadas. ¡Están luchando en el jardín!
Aunque Omitsu estaba considerada oficialmente como la sobrina de Tadaaki, corrían rumores de que era realmente la hija que había tenido Itō Ittōsai con una querida, y como Ittōsai era el maestro de Tadaaki, éste debía de haber accedido a criar a la niña.
La expresión de pavor de sus ojos era insólita en ella.
—He oído hablar a mi tío y el invitado…, sus voces iban subiendo de tono…, y de repente… No creo que mi tío corra peligro, pero…
Los cuatro generales gritaron al unísono y corrieron al jardín, que estaba separado del recinto exterior por una valla de arbustos. Los otros llegaron a su altura junto a la puerta de bambú trenzado.
—La puerta está cerrada.
—¿No es posible forzarla?
Eso fue innecesario, pues la puerta cedió bajo el peso de los samuráis que la presionaban. Cuando cayó, apareció a la vista una zona espaciosa con un cerro al fondo. Tadaaki, con su fiel espada Yukihira al nivel de los ojos, estaba en el centro. Más allá, a buena distancia, se hallaba Kojirō, con la gran Palo de Secar por encima de su cabeza, la mirada ardiente.
La atmósfera cargada parecía crear una barrera invisible. Para los hombres formados en la tradición estricta de la clase samurái, la solemnidad imponente que rodeaba a los combatientes, la dignidad de las mortíferas espadas desenvainadas, eran inviolables. A pesar de su agitación, el espectáculo privó momentáneamente a los alumnos tanto de su movilidad como de sus emociones.
Pero entonces dos o tres de ellos empezaron a avanzar con la intención de situarse detrás de Kojirō.
—¡Volved atrás! —gritó airadamente Tadaaki.
Su voz, dura y escalofriante, en absoluto la voz paternal a la que estaban acostumbrados, inmovilizó por completo a sus alumnos.
La gente solía suponer que Tadaaki tenía hasta diez años menos de sus cincuenta y cuatro o cinco y que su estatura era media, aunque en realidad estaba un poco por debajo. Conservaba el cabello negro y su cuerpo era menudo pero macizo. No había el menor atisbo de rigidez o torpeza en los movimientos de sus largos miembros.
Kojirō aún no había asestado un solo golpe. Lo cierto era que no había podido hacerlo.
No obstante, Tadaaki había tenido que enfrentarse de inmediato a un hecho insoslayable: estaba luchando contra un espadachín extraordinario. «¡Es otro Zenki!», se dijo, con un estremecimiento imperceptible.
Zenki era el último luchador que había conocido de semejante envergadura y ambición. El encuentro tuvo lugar mucho tiempo atrás, en su juventud, cuando viajaba con Ittōsai, llevando la vida de un shugyōsha. Zenki, hijo de un barquero de la provincia de Kuwana, había sido el discípulo veterano de Ittōsai. Cuando éste envejeció, Zenki empezó a desdeñarle e incluso a proclamar que el estilo de Ittō era de su propia invención.
Zenki había causado mucha aflicción a Ittōsai, pues cuanto mayor era su experiencia con la espada, tanto más daño causaba a otras personas. Ittōsai se había lamentado así: «Zenki es el mayor error de mi vida. Cuando le miro, veo un monstruo que encarna todas las malas cualidades que he tenido. Observarle hace que me odie a mí mismo».
Irónicamente, Zenki, como mal ejemplo, fue muy útil para el joven Tadaaki, estimulándole a obtener logros mayores de los que habría sido posible de otra manera. Finalmente, Tadaaki se enfrentó con el maligno prodigio en Koganegahara, Shimōsa, y le mató, tras lo cual Ittōsai le concedió su certificado en el estilo Ittō y le dio el libro de instrucciones secretas.
El único defecto de Zenki fue que su capacidad técnica estaba desfigurada por la falta de buena crianza. No le ocurría lo mismo a Kojirō, cuya inteligencia y educación eran evidentes en su manejo de la espada.
«No puedo ganar esta pelea», pensó Tadaaki, quien no se sentía en modo alguno inferior a Munenori. De hecho, su valoración de la habilidad de Munenori no era demasiado elevada. Mientras observaba a su formidable adversario, otra verdad cruzó por su mente. «El tiempo parece haber pasado por mi lado», se dijo tristemente.
Permanecían inmóviles y no era evidente el más ligero cambio, pero tanto Tadaaki como Kojirō estaban gastando energía vital a una velocidad temible. El coste fisiológico adoptaba la forma de sudor que brotaba copiosamente de sus frentes, el aire que salía de sus fosas nasales ensanchadas, la piel que palideció primero y luego adquirió una leve tonalidad azulada. Aunque un movimiento parecía inminente, las espadas seguían extendidas y quietas.
—Abandono —dijo Tadaaki, retrocediendo bruscamente varios pasos.
Habían convenido que no sería una lucha hasta el final. Cada uno podría retirarse reconociendo la derrota.
Saltando como un animal de presa, Kojirō puso en acción el Palo de Secar con un golpe hacia abajo cuya fuerza y velocidad fueron como las de un torbellino. Aunque Tadaaki se agachó justo a tiempo, el pequeño moño superior de su cabeza salió volando, limpiamente cortado. Por su parte Tadaaki, mientras esquivaba, ejecutó una brillante represalia, desgarrando unas seis pulgadas de la manga de Kojirō.
—¡Cobarde! —gritaron los encolerizados alumnos.
Al tomar la capitulación de su contrario por la apertura para un ataque, Kojirō había violado el código ético del samurái.
Todos los alumnos se abalanzaron hacia Kojirō. Éste reaccionó corriendo con la velocidad de un cormorán a un gran azufaifo que se alzaba en un extremo del jardín. Sus ojos se movían con una rapidez intimidante.
—¿Lo has visto? —gritó—. ¿Has visto quién ha ganado?
—Ellos lo han visto —dijo Tadaaki—. ¡Manteneos a distancia! —dijo a sus hombres.
Entonces enfundó la espada y regresó a la terraza de su estudio.
Llamó a Omitsu y le pidió que le recogiera y atara el cabello. Mientras la muchacha lo estaba haciendo, él contenía la respiración. Riachuelos de sudor brillaban en su pecho.
Un antiguo proverbio cruzó por su mente: es fácil sobrepasar a un predecesor, pero difícil evitar que un sucesor le sobrepase a uno. Había gozado de los frutos del duro adiestramiento en su juventud, satisfecho con el conocimiento de que su estilo Ittō no era menos floreciente que el estilo Yagyū. Entretanto la sociedad estaba dando nacimiento a nuevos genios como Kojirō. Por muy desagradable que fuese esta realidad, él no la ignoraría altivamente.
Cuando Omitsu terminó de hacerle el moño, Tadaaki dijo a los demás:
—Dad a nuestro joven invitado agua para que se enjuague la boca y llevadle de nuevo a la habitación de invitados.
Los alumnos que le rodeaban palidecieron. Algunos contenían las lágrimas. Otros miraban enfurecidos a su maestro.
—Nos reuniremos en el dōjō ahora mismo —les dijo, y él les precedió.
Tadaaki ocupó su lugar en el asiento elevado y contempló en silencio las tres hileras de sus seguidores sentados ante él.
Finalmente, bajó los ojos y dijo:
—Me temo que también yo me he hecho viejo. Al mirar atrás, me parece que mi mejor época de espadachín fue cuando derroté a aquel diablo de Zenki. Cuando esta escuela fue inaugurada y la gente empezó a hablar del grupo de Ono en la cuesta de Saikachi, considerando invencible el estilo de Ittō, ya había quedado atrás mi apogeo como espadachín.
El significado de las palabras era tan extraño a su acostumbrada manera de pensar, que los estudiantes no podían dar crédito a sus oídos.
Su voz se hizo más firme, y les miró directamente a las caras. Todos tenían semblantes dubitativos y descontentos.
—En mi opinión, esto es algo que les ocurre a todos los hombres. La edad avanza sigilosamente en nuestro interior cuando no estamos mirando. Los tiempos cambian, los seguidores sobrepasan a sus líderes, una generación más joven abre un nuevo camino… Así es como debe ser, pues el mundo sólo avanza mediante el cambio. Sin embargo, esto es algo inadmisible en el campo de la esgrima. El camino de la espada debe ser un camino que no permita a un hombre envejecer.
—Ittōsai…, no sé si sigue con vida, no he tenido noticias de mi maestro desde hace años. Después de Koganegahara, se tonsuró y se retiró a las montañas. Dijo que su objetivo era el estudio de la espada, la práctica del Zen, la búsqueda del Camino de la Vida y la Muerte, escalar el gran pico de la perfecta iluminación. Ahora me toca el turno. A partir de hoy, ya no podría mantener la cabeza erguida ante mi maestro… Siento no haber vivido una vida mejor.
—¡Maestro! —le interrumpió Negoro Hachikurō—. Dices que has perdido, pero no creemos que perderías con un hombre como Kojirō en circunstancias normales, aunque sea joven. Hoy tiene que haber habido algún error.
—¿Algún error? —Tadaaki sacudió la cabeza y rio quedamente—. No ha habido error alguno. Kojirō es joven, pero no he perdido por eso, sino porque los tiempos han cambiado.
—¿Qué quieres decir?
—Escuchad y ved. —Desvió la mirada de Hachikurō a los demás rostros silenciosos—. Procuraré ser breve, porque Kojirō me está esperando. Quiero que escuchéis atentamente mis pensamientos y esperanzas para el futuro.
Entonces les informó de que a partir de aquel día se retiraba del dōjō. Su intención no era retirarse en el sentido ordinario de la palabra, sino seguir las huellas de Ittōsai y partir en busca de una gran iluminación.
—Ésa es mi primera gran esperanza —les dijo.
A continuación pidió a Itō Magobei, su sobrino, que cuidara de su único hijo, Tadanari. Magobei también recibió el encargo de informar de los acontecimientos de la jornada al shogunado y explicar que Tadaaki había decidido convertirse en sacerdote budista.
—No lamento demasiado que me haya vencido un hombre más joven —añadió—. Lo que me turba y avergüenza es otra cosa, que nuevos luchadores como Sasaki están apareciendo en otros lugares, pero ni un solo espadachín de su calibre ha salido de la escuela de Ono. Creo saber el motivo: muchos de vosotros sois vasallos hereditarios del shōgun y habéis permitido que vuestra categoría se os subiera a la cabeza. Tras un poco de entrenamiento, empezáis a felicitaros por ser maestros en el «estilo invencible de Ittō». Estáis demasiado satisfechos de vosotros mismos.
—Aguarda, señor —protestó Hyōsuke con voz temblorosa—. Lo que dices no es justo. No todos nosotros somos perezosos y arrogantes. No todos descuidamos nuestros estudios.
—¡Calla! —exclamó Tadaaki, mirándole ferozmente—. La negligencia por parte de los discípulos es un reflejo de la negligencia por parte del maestro. Ahora estoy confesando mi propia vergüenza, juzgándome a mí mismo.
—La tarea que tenéis por delante es la de eliminar la negligencia, la de convertir la escuela de Ono en un centro donde el talento juvenil pueda desarrollarse correctamente. Debe llegar a ser un campo de adiestramiento para el futuro. Hasta que así sea, el hecho de que me marche y haga sitio para una reforma no servirá de nada.
Por fin la sinceridad de sus palabras empezó a surtir efecto. Los estudiantes inclinaron la cabeza y reflexionaron en las palabras del maestro, cada uno pensando en sus propias deficiencias.
—Hamada —dijo Tadaaki.
—Sí, señor —respondió Toranosuke, pero era evidente que le había cogido por sorpresa.
Bajo la fría mirada de Tadaaki, sus ojos contemplaron el suelo.
—Levántate.
—Sí, señor —dijo, pero no se movió.
—¡Levántate ahora mismo!
Toranosuke se puso en pie. Los demás siguieron mirando en silencio.
—Te expulso de la escuela. —Hizo una pausa, para dejar que sus palabras surtieran efecto—. Pero lo hago con la esperanza de que llegue un día en que te hayas enmendado, hayas aprendido la disciplina y comprendido el significado del Arte de la Guerra. Tal vez en ese día podamos estar juntos de nuevo como maestro y discípulo.
—¿Pp… por qué, maestro? No recuerdo haber hecho nada para merecer esto.
—No lo recuerdas porque no comprendes el Arte de la Guerra. Si lo piensas larga y detenidamente, lo comprenderás.
—Dímelo, por favor —rogó Toranosuke, en cuya frente abultaban las venas—. No puedo marcharme hasta que me lo digas.
—De acuerdo. La cobardía es la debilidad más vergonzosa de la que se puede acusar a un samurái. El Arte de la Guerra previene estrictamente contra ella. En esta escuela tenemos la regla rigurosa de que todo hombre culpable de un acto de cobardía debe ser expulsado.
—Sin embargo, tú, Hamada Toranosuke, dejaste transcurrir varias semanas después de la muerte de tu hermano antes de desafiar a Sasaki Kojirō. ¿Qué hiciste entretanto? Correr por ahí tratando de vengarte en un insignificante vendedor de sandías. Y ayer raptaste a la anciana madre de ese hombre y la trajiste aquí. ¿Consideras que esa conducta es digna de un samurái?
—Pero, señor, no comprendes. Lo hice para atraer a Kojirō.
Estaba a punto de embarcarse en una vigorosa defensa, pero Tadaaki le cortó en seco.
—A eso precisamente me refiero al hablar de cobardía. Si querías pelear con Kojirō, ¿por qué no fuiste directamente a su casa? ¿Por qué no le enviaste un mensaje desafiándole? ¿Por qué no declaraste tu nombre y tu propósito?
—Bueno, pensé en todo eso, pero…
—¿Pensaste? No había nada que te impidiera hacerlo, pero usaste la treta cobarde de hacer que otros te ayudaran a atraer aquí a Kojirō de modo que pudierais atacarle en masa. En comparación, la actitud de Kojirō ha sido admirable. —Tadaaki hizo una pausa—. Ha venido solo, para verme personalmente. Rechazando todo contacto con un cobarde, me ha desafiado a mí, basándose en que la mala conducta de un discípulo equivale a la mala conducta de su maestro. El resultado de la confrontación entre su espada y la mía ha revelado un delito vergonzoso. Ahora confieso humildemente ese delito.
En la sala reinaba un silencio absoluto.
—Ahora, Toranosuke, después de reflexionar, ¿todavía crees ser un samurái sin mancha?
—Perdóname.
—Vete.
Con la cabeza gacha, Toranosuke caminó diez pasos hacia atrás y se arrodilló en el suelo con los brazos extendidos antes de inclinarse en una profunda reverencia.
—Te deseo la mejor salud, señor —dijo en tono sombrío—. Y lo mismo a los demás.
Se levantó y salió cabizbajo del dōjō.
Tadaaki se puso en pie.
—También yo debo despedirme del mundo. —En su voz eran audibles los sollozos contenidos. Sus últimas palabras fueron severas, pero llenas de afecto—. ¿Por qué afligiros? Vuestro día ha llegado. De vosotros depende que esta escuela entre con honor en una nueva era. Empezad ahora mismo, sed humildes, trabajad con ahínco y procurad con todas vuestras fuerzas cultivar el espíritu.
Cuando regresó a la sala de los invitados, tomó asiento y se dirigió a Kojirō, Tadaaki parecía impertérrito.
Tras disculparse por haberle hecho esperar, le dijo:
—Acabo de expulsar a Hamada. Le he aconsejado que cambie su manera de ser y trate de comprender el verdadero significado de la disciplina del samurái. Por supuesto, me propongo liberar a la anciana. ¿Quieres llevártela contigo o dispongo las cosas para que se vaya más tarde?
—Estoy satisfecho con lo que has hecho. La mujer puede venir conmigo.
Kojirō se movió como si fuera a levantarse. El encuentro de esgrima le había despojado de toda su energía, y la espera posterior le había parecido interminablemente larga.
—No te vayas todavía —le dijo Tadaaki—. Ahora que todo ha terminado, tomemos un trago juntos. Lo pasado pasado está. —Batió palmas y gritó—: ¡Omitsu! Trae sake.
—Gracias, eres muy amable al invitarme. —Sonrió y dijo hipócritamente—: Ahora sé por qué Ono Tadaaki y el estilo Ittō son tan famosos. —No sentía respeto alguno por Tadaaki.
«Si su talento natural se desarrolla de la manera apropiada, el mundo se inclinará a sus pies», pensó Tadaaki. «Pero si se desvía por el mal camino, va a ser otro Zenki». Estuvo a punto de decirle: «Si fueras discípulo mío…», pero en vez de hacerlo se echó a reír y replicó con modestia al halago de Kojirō.
En el transcurso de su conversación salió a relucir el nombre de Musashi, y Kojirō se enteró de que era uno de los candidatos al grupo selecto de hombres que daban lecciones al shōgun.
—¿Ah, sí? —se limitó a decir Kojirō, pero su expresión revelaba el desagrado que le producía la noticia.
Volvió los ojos rápidamente hacia el sol poniente e insistió en que era hora de irse.
Pocos días después de esa entrevista, Tadaaki desapareció de Edo. Tenía la reputación de ser un guerrero sencillo y franco, encarnación de la honradez y la abnegación, pero un hombre que carecía de las dotes políticas de Munenori. La gente, al no entender por qué un hombre que aparentemente podía lograr cualquier cosa que se propusiera huía del mundo, sentía una viva curiosidad y daba a su desaparición toda clase de interpretaciones.
Se decía que, como resultado de su fracaso, Tadaaki había perdido el juicio.