—Bueno, aquí es —dijo Shinzō cuando llegaron al pie de la colina de Akagi.
Por la música de flauta, que parecía el acompañamiento de una danza religiosa y la hoguera visible entre los árboles, Musashi pensó que debían de estar celebrando un festival nocturno. El viaje hasta Ushigome les había llevado dos horas.
A un lado estaba el espacioso recinto del santuario de Akagi. Al otro lado de la empinada calle se alzaba el muro de tierra de una gran residencia particular y un portal de magníficas proporciones. Cuando llegaron al portal, Musashi desmontó y tendió las riendas a Shinzō al tiempo que le daba las gracias.
Shinzō condujo el caballo al interior y dio las riendas a uno de los samuráis que esperaban cerca de la entrada sosteniendo faroles de papel. Todos se adelantaron, le dieron la bienvenida y le precedieron entre los árboles hasta un claro delante del imponente recibidor de la casa. En el interior, los sirvientes con faroles se alinearon a ambos lados del vestíbulo.
El mayordomo le saludó, diciendo:
—Entra. Su señoría te espera. Te mostraré el camino.
—Gracias —dijo Musashi.
Siguió al mayordomo escaleras arriba hasta una sala de espera.
El diseño de la casa era insólito. Una escalera tras otra conducía a una serie de apartamentos, que parecían colocados unos encima de otros colina Akagi arriba. Al sentarse, Musashi observó que la habitación estaba muy cerca de la cima. Al otro lado de un precipicio en el borde del jardín, distinguía la parte septentrional del foso del castillo y el bosque que enmarcaba la escarpa. Pensó que la vista diurna desde aquella habitación debía de ser impresionante.
Una puerta de marco arqueado se deslizó silenciosamente. Entró una bella sirvienta y con gráciles movimientos depositó una bandeja con pastelillos, té y tabaco delante de él. Entonces se retiró tan silenciosamente como entrara. Parecía como si sus pintorescos kimono y obi hubieran emergido de la misma pared y se hubieran fundido con ella. Una leve fragancia permaneció en las habitación, y Musashi recordó de repente la existencia de las mujeres.
Poco después se presentó el dueño de la casa, en compañía de un joven samurái. Dejando de lado las formalidades, le dijo:
—Me alegro de que hayas venido. —Se sentó a la tradicional manera militar, con las piernas cruzadas sobre un cojín que colocó en el suelo su asistente—. Por lo que me han dicho, mi hijo está en deuda contigo. Espero que me perdones por pedirte que vengas aquí en vez de visitarte en tu casa para expresarte mi gratitud. —Con las manos descansando ligeramente sobre el abanico en su regazo, hizo una leve inclinación de cabeza. Tenía una frente prominente.
—Es un honor para mí haber sido invitado —replicó Musashi.
No era fácil calcular la edad de Hōjō Ujikatsu. Le faltaban tres dientes delanteros, pero su piel suave y brillante atestiguaba su determinación de no envejecer nunca. El espeso bigote negro, entreverado con unas pocas hebras blancas, crecía a ambos lados para ocultar las posibles arrugas resultantes de la falta de dientes. La primera impresión de Musashi fue la de que era un hombre con muchos hijos y que se llevaba bien con los jóvenes.
Al percibir que su anfitrión no pondría reparo alguno, Musashi fue directamente al grano.
—Dice tu hijo que tienes un invitado que me conoce. ¿Quién podría ser?
—No uno sino dos. Los verás en seguida.
—¿Dos personas?
—En efecto. Se conocen bien mutuamente, y ambos son buenos amigos míos. Resulta que hoy los encontré en el castillo. Vinieron conmigo, y cuando Shinzō entró para saludarles, empezamos a hablar de ti. Uno de ellos dijo que no sabía nada de ti desde hace mucho tiempo y que le gustaría verte. El otro, que sólo conoce tu reputación, expresó el deseo de conocerte.
En el rostro de Musashi se esbozó una ancha sonrisa.
—Creo que ya lo sé. Uno de ellos es Takuan Sōhō, ¿no es cierto?
—En efecto —exclamó el señor Ujikatsu, dándose una palmada de sorpresa en la rodilla.
—No le he visto desde que vine al este, hace ya varios años.
Antes de que Musashi tuviera tiempo de conjeturar quién era el otro hombre, su señoría le pidió que le acompañara y salieron al corredor.
Subieron un corto tramo de escaleras y recorrieron un pasillo largo y oscuro. A uno de los lados estaban colocados los postigos contra la lluvia. De repente, Musashi perdió de vista al señor Ujikatsu. Se detuvo y escuchó.
Al cabo de unos instantes, Ujikatsu le llamó.
—Estoy aquí abajo.
Su voz parecía proceder de una habitación bien iluminada situada al otro lado de un espacio abierto al final del corredor.
—Entendido —replicó Musashi.
En lugar de dirigirse directamente a la luz, se quedó donde estaba. El espacio fuera del corredor era invitador, pero algo le decía que en aquel tramo de oscuridad acechaba algún peligro.
—¿Qué estás esperando, Musashi? Estamos aquí.
—Ya voy —respondió Musashi.
Aunque no podía responder otra cosa, su sexto sentido le había advertido de que debía permanecer alerta. Sigilosamente, se volvió y desando unos diez pasos hasta una puertecilla que daba al jardín. Poniéndose unas sandalias, rodeó el jardín hasta la terraza de la sala del señor Ujikatsu.
—Vaya, has venido por ahí, ¿eh? —dijo su señoría, volviéndose a mirarle desde el otro extremo de la habitación. Parecía decepcionado.
—¡Takuan! —exclamó Musashi cuando entró en la habitación, con una sonrisa radiante en el rostro. El sacerdote, sentado delante del lugar de honor, se levantó para saludarle. Encontrarse de nuevo, y bajo el techo del señor Hōjō Ujikatsu, parecía casi demasiado fortuito. A Musashi le costaba convencerse de que realmente estaba ocurriendo.
—Bueno, tendremos que ponernos mutuamente al corriente —dijo Takuan—. ¿Empezamos?
Vestía las ropas sencillas que siempre usaba, sin el menor adorno, a no ser que pasara por tal el rosario budista. Sin embargo, parecía más maduro y tranquilo que antes, hablaba con más suavidad. De la misma manera que la crianza rural de Musashi había sido limada por los intensos esfuerzos de autodisciplinarse, también los ásperos ángulos de Takuan parecían haber sido redondeados y la sabiduría del Zen había moldeado su carácter. Sin duda, ya no era joven. Tenía once años más que Musashi y ahora estaba cerca de los cuarenta.
—Veamos. Fue en Kyoto, ¿verdad? Ah, ya me acuerdo, fue poco antes de que regresara a Tajima. Tras la muerte de mi madre, pasé un año de duelo. Luego viajé durante una temporada, estuve algún tiempo en el Nansōji de Izumi y luego en el Daitokuji. Más tarde vi con mucha frecuencia al señor Karasumaru…, compuse poesía con él, realizamos la ceremonia del té, tuvimos a raya las preocupaciones de este mundo. Antes de que me diera cuenta, había pasado tres años en Kyoto. Recientemente trabé amistad con el señor Koide del castillo de Kishiwada y vine con él para echar un vistazo a Edo.
—Entonces ¿sólo llevas poco tiempo aquí?
—Sí. Aunque me encontré con Hidetada un par de veces en el Daitokuji y he sido convocado a presencia de Ieyasu varias veces, éste es mi primer viaje a Edo. ¿Y tú qué me cuentas?
—Vivo aquí sólo desde principios de este verano.
—Parece ser que te has hecho todo un nombre en esta parte del país.
Musashi no intentó justificarse. Inclinó la cabeza y dijo:
—Supongo que has oído hablar de eso.
Takuan se quedó mirándole unos instantes, como si le comparase con el Takezō de antaño.
—¿Por qué habría de preocuparte eso? Sería extraño que un hombre de tu edad tuviera una reputación demasiado buena. Mientras no hayas hecho nada desleal, innoble o rebelde, ¿qué importancia tiene? Me interesa más que me informes sobre tu adiestramiento.
Musashi le hizo un breve resumen de sus experiencias recientes.
—Me temo que todavía soy inmaduro, imprudente, más que estar realmente iluminado —concluyó—. Cuanto más viajo, más largo se hace el camino. Tengo la sensación de haber recorrido un inacabable sendero de montaña.
—Así es como debe ser —le dijo Takuan, claramente satisfecho de la integridad y humildad del joven—. Si un hombre que aún no tiene treinta años afirma conocer por poco que sea el Camino, eso es una señal inequívoca de que su desarrollo se ha detenido. Incluso yo todavía me estremezco azorado cuando alguien sugiere que un inculto sacerdote como yo podría conocer el significado definitivo del Zen. Resulta desconcertante la manera en que la gente siempre me pide que les hable de la ley budista o les explique las verdaderas enseñanzas. La gente tiende a considerar a un sacerdote como un Buda viviente. Agradece que los demás no te sobrestimen, que no tengas que prestar atención a las apariencias.
Mientras los dos hombres renovaban felizmente su amistad, entraron servidores con alimentos y bebidas. Al cabo de un rato, Takuan dijo:
—Perdóname, señoría. Me temo que hemos olvidado algo. ¿Por qué no llamas al otro invitado?
Musashi estaba seguro de saber dónde se encontraba la cuarta persona, pero prefirió permanecer en silencio.
Titubeando ligeramente, Ujikatsu dijo:
—¿Le llamo? —Entonces se dirigió a Musashi—. Debo admitir que has intuido nuestra pequeña treta. Soy yo quien la planeó y me siento bastante avergonzado.
Takuan se echó a reír.
—¡Bien por ti! Me alegra ver que admites la derrota. Pero ¿por qué no? De todos modos era sólo un juego para divertirnos, ¿no es cierto? Desde luego no se trata de nada que haga perder prestigio al maestro del estilo Hōjō.
—Sí, no hay duda de que he sido derrotado —murmuró Ujikatsu, todavía con un dejo de renuencia—. Lo cierto es que, si bien he oído hablar de la clase de hombre que eres, no tenía manera de saber lo bien adiestrado y disciplinado que estás. Se me ocurrió comprobarlo por mí mismo, y los demás invitados accedieron a cooperar. Cuando te detuviste en el pasillo, te esperaba para tenderte una emboscada, listo para desenvainar su espada. —Su señoría parecía lamentar haber tenido que someter a Musashi a aquella prueba—. Pero te diste cuenta de que eras atraído a una trampa y viniste por el jardín. —Mirando directamente a Musashi, le preguntó—: ¿Puedo preguntarte por qué lo has hecho?
Musashi se limitó a sonreír. Entonces habló Takuan:
—Es la diferencia entre el estratega militar y el espadachín, señoría.
—¿De veras?
—Es una cuestión de reacciones instintivas…, la de un estudioso militar que se basa en principios intelectuales contra la de un hombre que sigue el Camino de la Espada, basado en el corazón. Razonaste que si engatusabas a Musashi, él te seguiría. No obstante, sin ver nada ni poder mencionar nada definido, Musashi percibió el peligro y actuó para protegerse. Su reacción ha sido espontánea, instintiva.
—¿Instintiva?
—Como una revelación Zen.
—¿Tienes esa clase de premoniciones?
—La verdad es que no sabría decirlo.
—En cualquier caso, he aprendido una lección. El samurái corriente, al notar el peligro, podría haber perdido la cabeza, o quizá habría usado la trampa como una excusa para exhibir su dominio de la espada. Cuando vi que Musashi retrocedía, se ponía las sandalias y cruzaba el jardín, me sentí profundamente impresionado.
Musashi se mantenía en silencio, sin que su rostro revelara ningún placer especial por las palabras de alabanza del señor Ujikatsu. Sus pensamientos se volvieron hacia el hombre que seguía fuera, en la oscuridad, varado allí porque la víctima no había caído en la trampa.
Dirigiéndose a su anfitrión, le dijo:
—¿Puedo pedirte que el señor de Tajima ocupe ya su lugar entre nosotros?
—¿Cómo es eso? —Ujikatsu estaba tan asombrado como Takuan—. ¿Cómo lo has sabido?
Haciéndose a un lado para dejar a Yagyū Munenori el lugar de honor, Musashi replicó:
—A pesar de la oscuridad, he notado la presencia de alguien que no tiene rival en el manejo de la espada. Teniendo en cuenta la categoría de los demás presentes, no veo qué otra persona podría ser.
—¡Has vuelto a dar en el clavo! —exclamó Ujikatsu, asombrado.
Al ver que su anfitrión le hacía un gesto de asentimiento, Takuan dijo:
—El señor de Tajima, en efecto. —Volviéndose hacia la puerta, añadió—: Tu secreto ha sido descubierto, señor Munenori. ¿Quieres unirte a nosotros?
Se oyó una risa estentórea y Munenori apareció en el umbral. En vez de acomodarse ante el lugar de honor, se arrodilló delante de Musashi y le saludó como a un igual, diciendo:
—Me llamo Mataemon Munenori. Espero que me recuerdes.
—Es un honor conocerte. Soy un rōnin de Mimasaka, Miyamoto Musashi de nombre. Ruego que me concedas tu orientación en el futuro.
—Kimura Sukekurō te mencionó hace unos meses, pero entonces estaba ocupado debido a la enfermedad de mi padre.
—¿Cómo está el señor Sekishūsai?
—Bueno, es ya muy anciano. No hay modo de saber… —Tras una breve pausa, siguió diciendo en tono cordial—: Mi padre me habló de ti en una carta, y he oído a Takuan mencionarte varias veces. Debo decir que tu reacción de hace unos minutos ha sido admirable. Si no te importa, creo que deberíamos considerar que el encuentro de esgrima que pedías ya ha tenido lugar. Confío que no te ofenda mi manera nada ortodoxa de llevarlo a cabo.
Musashi tuvo una impresión de inteligencia y madurez muy acordes con la reputación del daimyō.
—Tu solicitud me azora —replicó, haciendo una profunda reverencia.
Su demostración de deferencia era natural, pues la categoría del señor Munenori estaba tan por encima de la de Musashi que, prácticamente, le colocaba en otro mundo. Aunque su feudo ascendía a sólo mil quinientas fanegas, su familia era famosa desde el siglo X, pues de ella habían salido numerosos magistrados provinciales. A la mayoría de la gente le habría parecido francamente singular que uno de los tutores del shōgun estuviera en la misma habitación con Musashi, y no digamos hablando amistosamente con él de una manera informal. A Musashi le alivió ver que ni Ujikatsu, hombre letrado y miembro de la guardia abanderada del shōgun, ni Takuan, un sacerdote de origen rural, se sentían en absoluto cohibidos debido al rango de Munenori.
La sirvienta trajo sake caliente y, tras intercambiar las tazas, conversaron y rieron, olvidando las diferencias de edad y clase. Musashi sabía que le aceptaban en aquel selecto círculo no sólo por quién era. Sus compañeros buscaban el Camino lo mismo que él. Era el Camino lo que permitía una camaradería tan libre.
En un momento determinado, Takuan dejó su taza y preguntó a Musashi:
—¿Qué ha sido de Otsū?
Ruborizándose levemente, Musashi le dijo que ni la había visto ni tenía noticia alguna de ella desde hacía bastante tiempo.
—¿Nada en absoluto?
—Nada.
—Es una lástima. No puedes dejarla en la estacada indefinidamente, ¿sabes? Eso tampoco es bueno para ti.
Munenori intervino entonces:
—Esa Otsū… ¿Te refieres a la muchacha que cierta vez se alojó en la casa de mi padre en Koyagyū?
—Sí —replicó Takuan sin aguardar a que lo hiciera Musashi.
—Sé dónde está. Fue a Koyagyū con mi sobrino Hyōgo para cuidar de mi padre.
Musashi pensó que en presencia de un renombrado científico militar y Takuan, podrían hablar de estrategia y del Zen. Estando allí Munenori y él, el tema podría haber sido la esgrima.
Tras dirigir a Musashi una mirada de disculpa, Takuan contó a los demás quién era Otsū y su relación con Musashi.
—Más tarde o más temprano —concluyó—, alguien tendrá que reuniros de nuevo, pero me temo que ésa no es tarea para un sacerdote. Solicito la ayuda de estos dos caballeros.
Lo que en realidad estaba sugiriendo era que Ujikatsu y Munenori actuaran como guardianes de Musashi.
Parecieron dispuestos a aceptar ese papel. Munenori observó que Musashi era lo bastante mayor para tener familia y Ujikatsu dijo que había alcanzado un nivel satisfactorio de adiestramiento.
Munenori sugirió que uno de aquellos días habría que llamar a Otsū, para que regresara de Koyagyū y se casara con Musashi. Entonces éste podría establecerse en Edo, donde su casa, junto con la de Ono Tadaaki y Yagyū Munenori, formaría un triunvirato de la espada y anunciaría una era dorada de la esgrima en la nueva capital. Tanto Takuan como Ujikatsu estuvieron de acuerdo.
El señor Ujikatsu, en especial, deseoso de recompensar a Musashi por su amabilidad con Shinzō, quiso recomendarle como tutor del shōgun, una idea que los tres habían comentado antes de enviar a Shinzō en busca de Musashi. Y tras haber visto cómo reaccionaba Musashi a su prueba, el mismo Munenori estaba ahora dispuesto a aprobar el plan.
Había dificultades que superar, y una de ellas era la de que ser maestro en la casa del shōgun comportaba también la pertenencia a la guardia de honor. Puesto que muchos de sus miembros eran fieles vasallos de los Tokugawa desde la época en que Ieyasu regía en el feudo de Mikawa, existía una considerable renuencia a nombrar nuevos miembros, y todos los candidatos eran examinados con gran minuciosidad. Sin embargo, era presumible que con recomendaciones de Ujikatsu y Munenori, junto con una carta de garantía de Takuan, Musashi podría pasar el escrutinio.
El aspecto más peliagudo era el de sus antepasados. No existía documento alguno que remontara sus orígenes a Hirata Shōgen del clan Akamatsu, ni siquiera una carta genealógica que demostrara un buen linaje samurái. Desde luego, no tenía ninguna conexión familiar con los Tokugawa. Por el contrario, era un hecho innegable que, siendo un inexperto joven de diecisiete años, había luchado contra las fuerzas de Tokugawa en Sekigahara. No obstante, aún existía una posibilidad. Otros rōnin de antiguos clanes enemigos se habían pasado a la Casa de Tokugawa después de Sekigahara. Incluso Ono Tadaaki, un rōnin del clan Kitabatake, por entonces oculto en Ise Matsuzaka, había sido nombrado tutor del shōgun a pesar de sus indeseables conexiones.
Después de que los tres hombres examinaran los pros y los contras, Takuan dijo:
—Muy bien, entonces le recomendaremos. Pero quizá deberíamos saber primero su opinión al respecto.
Plantearon la cuestión a Musashi, el cual respondió suavemente:
—Sois muy amables y generosos al hacer esta sugerencia, pero no soy más que un joven inmaduro.
—No lo consideres así —replicó Takuan con sinceridad—. Lo que te estamos aconsejando es que madures. ¿Piensas fundar tu propia casa o harás que Otsū siga viviendo indefinidamente como hasta ahora?
Musashi se sentía entre la espada y la pared. Otsū le había dicho que estaba dispuesta a soportar cualquier penalidad, pero eso no disminuía en modo alguno la responsabilidad de Musashi por cualquier percance que la joven sufriera. Si bien era aceptable que una mujer viviera de acuerdo con sus propios sentimientos, si el resultado no fuese satisfactorio, él tendría la culpa.
Musashi no era reacio a aceptar esa responsabilidad. En conjunto, anhelaba aceptarla. A Otsū la había guiado el amor, y la carga de ese amor le pertenecía a él tanto como a ella. Sin embargo, creía que aún era demasiado pronto para casarse y tener familia. El largo y difícil Camino de la Espada aún se extendía ante él, su deseo de seguirlo no había disminuido.
No simplificaba las cosas el hecho de que su actitud hacia la espada hubiera cambiado. Desde Hōtengahara, la espada del conquistador y la del que mata eran cosas del pasado, ya carentes de utilidad y significado.
Tampoco ser un técnico, incluso uno que diera instrucciones a los hombres que formaban el séquito del shōgun, excitaba su interés. El Camino de la Espada, tal como él había llegado a verlo, debía tener objetivos concretos: establecer el orden, proteger y refinar el espíritu. El Camino tenía que ser de tal manera que uno lo apreciara tanto como a su vida, hasta el mismo día de su muerte. Si existiese ese Camino, ¿no podría ser empleado para traer paz al mundo y felicidad a todos?
Cuando respondió a la carta de Sukekurō con un desafío al señor Munenori, no le motivó el anhelo superficial de obtener una victoria que le permitiera desafiar a Sekishūsai. Ahora deseaba dedicarse a la tarea de gobernar. No en gran escala, desde luego: un feudo pequeño, insignificante, bastaría para las actividades que, a su modo de ver, promoverían la causa del buen gobierno.
Pero le faltaba confianza para expresar esas ideas, tenía la sensación de que los otros espadachines rechazarían por absurdas sus ambiciones juveniles. O bien, si le tomaban en serio, se sentirían obligados a advertirle: la política conduce a la destrucción, y entrando en el gobierno ensuciaría su querida espada. Hablarían así impulsados por una auténtica preocupación por su espíritu.
Incluso creía que, si decía lo que pensaba realmente, los dos guerreros y el sacerdote reaccionarían o bien riéndose o bien con alarma.
Cuando por fin habló, lo hizo para expresar su protesta: era demasiado joven, demasiado inmaduro, su adiestramiento era inadecuado…
Finalmente, Takuan le interrumpió.
—Déjalo de nuestra cuenta —le dijo.
Y el señor Ujikatsu añadió:
—Nos ocuparemos de que las cosas te salgan a pedir de boca.
El asunto estaba decidido.
Shinzō, que acudía a intervalos para despabilar la lámpara, había captado el meollo de la conversación. Serenamente hizo saber a su padre y a los invitados que lo que había oído le producía una satisfacción inmensa.