—¡Sensei! —gritó Iori, que aún no era lo bastante alto para ver por encima de la alta hierba. Estaban en la planicie de Musashino, de la que se decía que abarcaba diez condados.
—Estoy aquí —respondió Musashi—. ¿Por qué tardas tanto?
—Supongo que hay un sendero, pero lo pierdo continuamente. ¿Todavía queda mucho?
—Hasta que encontremos un buen lugar para vivir.
—¿Vivir? ¿Vamos a quedarnos en estos alrededores?
—¿Por qué no?
Iori alzó la vista al cielo, pensó en su vastedad y en el vacío de la tierra que le rodeaba.
—No sé, me parece extraño.
—Piensa en cómo será en otoño. Cielos claros y hermosos, el rocío fresco en la hierba. ¿No te sientes más limpio sólo de pensar en ello?
—Puede que sí, pero no estoy en contra de vivir en la ciudad, como tú.
—No estoy en contra. En cierto sentido, es agradable estar entre la gente, pero ni siquiera con una piel tan gruesa como la mía podía soportar quedarme allí con todos aquellos carteles. Ya viste lo que decían.
Iori hizo una mueca.
—Sólo pensar en ello me da grima.
—¿Por qué te dejaste llevar por la ira?
—No pude evitarlo. Adondequiera que fuese, no había nadie que hablara bien de ti.
—Yo no podía hacer nada contra eso.
—Podrías haber liquidado a los hombres que esparcían los rumores. Podrías haber fijado tus propios carteles, desafiándoles.
—No tiene ningún sentido iniciar peleas que no puedes ganar.
—No habrías perdido con esa chusma, no puedo creerlo.
—Pues te equivocas. Habría perdido.
—¿Por qué?
—Por su mismo número. Si derrotara a diez, habría cien más. Si derrotara a cien, habría un millar. No hay ninguna posibilidad de ganar en esa clase de situación.
—Pero ¿significa eso que van a seguir riéndose de ti el resto de tu vida?
—Claro que no. Estoy tan decidido como el que más a tener un buen nombre. Es algo que debo a mis antepasados, y me propongo llegar a ser un hombre del que jamás se ría nadie. Por eso he venido aquí, para aprender.
—Podemos caminar cuanto queramos, pero no creo que vayamos a encontrar ninguna casa. ¿No deberíamos buscar un templo donde alojarnos?
—No es una mala idea, pero lo que realmente deseo encontrar es algún lugar con muchos árboles y construirnos una casa.
—Será otra vez como Hōtengahara, ¿no?
—No, esta vez no vamos a dedicarnos a la agricultura. Creo que tal vez practicaré la meditación Zen a diario. Tú puedes leer libros, y además te daré lecciones de esgrima.
Se habían internado en la planicie por la aldea de Kashiwagi, la entrada Kōshū en Edo, y habían bajado por la larga pendiente desde Jūnisho Gongen y seguido un estrecho sendero que amenazaba repetidamente con desaparecer entre las ondulantes hierbas veraniegas. Cuando por fin llegaron a un otero cubierto de pinos, Musashi realizó un rápido examen del terreno y declaró que aquel lugar estaba bien. Cualquier sitio podría servirle como hogar, y más aún: dondequiera que se encontrase era el universo.
Pidieron herramientas en préstamo y contrataron a un bracero de la granja más próxima. El método de Musashi para construir un edificio no era en absoluto refinado. De hecho, podría haber aprendido bastante observando cómo los pájaros construyen un nido. La vivienda, terminada unos días después, era una rareza, menos sólida que el retiro en la montaña de un ermitaño pero no tan tosca como para considerarla una barraca. Los postes eran troncos sin descortezar, y el resto una ruda alianza de tablas, corteza, cañas de bambú y miscanthus.
Musashi retrocedió unos pasos para examinar el resultado de sus esfuerzos y comentó, pensativo:
—Ésta debe de ser una casa como las que habitaba la gente en la época de los dioses.
El único detalle que restaba primitivismo a la construcción eran unas tiras de papel utilizadas con esmero para hacer pequeñas shoji.
En los días siguientes, el sonido de la voz de Iori, que se alzaba desde detrás de una persiana de juncos mientras recitaba sus lecciones, se imponía al ensordecedor zumbido de las cigarras. Su adiestramiento se había hecho muy estricto en todos los aspectos.
En el caso de Jōtarō, Musashi no había insistido en la disciplina, diciéndose que era mejor dejar que los chicos crecieran de una manera natural. Pero con el transcurso del tiempo había observado que los malos rasgos tendían a desarrollarse y los buenos a quedar reprimidos. De manera similar, había observado que los árboles y las plantas que deseaba cultivar no crecían, mientras que las malas hierbas y los matorrales florecían por muy a menudo que los arrancara.
Durante los cien años transcurridos desde la guerra de Ōnin, la nación había sido como una masa enmarañada de plantas de cáñamo crecidas en exceso. Entonces Nobunaga cortó las plantas, Hideyoshi las reunió en haces e Ieyasu roturó y allanó el terreno para levantar un nuevo mundo. Tal como lo veía Musashi, los guerreros que sólo daban un valor considerable a las prácticas marciales y cuya característica más visible era una ambición ilimitada ya no constituían el elemento dominante de la sociedad. La batalla de Sekigahara y sus consecuencias habían puesto fin a eso.
Musashi había llegado a creer que tanto si la nación seguía en manos de los Tokugawa como si volvía a los Toyotomi, la gente en general ya conocía la dirección general en la que querían avanzar: del caos hacia el orden, de la destrucción hacia la construcción.
En ocasiones había experimentado la sensación de haber nacido demasiado tarde. Apenas la gloria de Hideyoshi había llegado a las remotas zonas rurales e inflamado los corazones de jóvenes como Musashi cuando la posibilidad de seguir las huellas de Hideyoshi se evaporó.
Así pues, su propia experiencia le hizo tomar la decisión de dar una importancia esencial a la disciplina en la educación de Iori. Si iba a crear un samurái, debía serlo para el futuro, no para el pasado.
—Iori.
—Sí, señor. —El muchacho se arrodilló ante Musashi casi antes de haber pronunciado esas palabras.
—El sol casi se ha puesto. Es hora de que practiquemos. Trae las espadas.
—Sí, señor.
Cuando depositó las armas delante de Musashi, se arrodilló y solicitó formalmente una lección.
La espada de Musashi era larga y la de Iori corta, ambas de madera para prácticas. Maestro y discípulo se enfrentaron en tenso silencio, sosteniendo las espadas al nivel de los ojos. Una delgada franja de luz solar se cernía sobre el horizonte. El bosque de cedros detrás de la cabaña ya estaba sumido en la oscuridad, pero si uno miraba hacia el lugar donde chirriaban las cigarras, veía un gajo de luna a través de las ramas.
—Los ojos —dijo Musashi.
Iori abrió bien los ojos.
—Mis ojos. Míralos.
Iori se esforzaba al máximo, pero sus ojos parecían literalmente rebotar en los de Musashi. En vez de mirarle furibundo, la mirada de su contrario le derrotaba. Cuando lo intentaba de nuevo, experimentaba una sensación de vértigo. Empezó a sentir como si su cabeza no le perteneciera. Le temblaban las manos, los pies, todo su cuerpo.
—¡Mírame los ojos! —le ordenó Musashi con mucha severidad, pues la mirada de Iori había vuelto a extraviarse.
Entonces, concentrándose en los ojos de su maestro, olvidó la espada que tenía en la mano. La breve longitud de madera curvada pareció volverse tan pesada como una barra de acero.
—¡Los ojos! ¡Los ojos! —exclamó Musashi, avanzando ligeramente.
Iori dominó el impulso de retroceder, por lo que su maestro le había reñido infinidad de veces. Pero cuando trató de seguir el movimiento de su contrario y avanzar, sus pies parecieron estar clavados en el suelo. Incapaz de avanzar o retroceder, notó que aumentaba su temperatura corporal. «Pero ¿qué me ocurre?», se preguntó, y el pensamiento estalló dentro de él como fuegos de artificio.
Al percibir el estallido de energía mental, Musashi gritó:
—¡Ataca!
Al mismo tiempo bajó los hombros, se quedó atrás y regateó con la agilidad de un pez.
Ahogando un grito, Iori se lanzó adelante, giró en redondo… y vio a Musashi en pie donde él había estado.
Entonces empezó de nuevo la confrontación, igual que antes. Maestro y discípulo mantenían un silencio estricto.
No transcurrió mucho tiempo antes de que la hierba estuviera empapada de rocío, y la luna en forma de ceja se cerniera sobre los cedros. Cada vez que soplaba una ráfaga de viento, los insectos dejaban de zumbar por un momento. Había llegado el otoño, y las flores silvestres, aunque no eran espectaculares de día, ahora se mecían con elegancia, como la túnica sutil de una deidad bailarina.
—Basta —dijo Musashi, bajando su espada.
Cuando le entregaba el arma a Iori, oyó una voz procedente del bosque.
—¿Qué será eso? —inquirió Musashi.
—Probablemente se trata de un viajero perdido que solicita alojamiento para esta noche.
—Corre a ver.
Mientras Iori daba la vuelta a la cabaña y corría hacia el bosque, Musashi se sentó en la terraza de bambú y contempló la planicie. Los tallos de susuki eran altos, con los extremos vellosos. La luz que bañaba la hierba tenía una peculiar pátina otoñal.
Cuando Iori regresó, Musashi le preguntó:
—¿Un viajero?
—No, un huésped.
—¿Un huésped? ¿Aquí?
—Es Hōjō Shinzō. Ha atado su caballo y te está esperando en la parte trasera.
—La verdad es que esta casa no tiene parte delantera ni trasera, pero creo que sería mejor recibirle aquí.
Iori corrió al lado de la cañada y gritó:
—Ven aquí, por favor.
—Es un placer volver a verte —dijo Musashi al recién llegado. Sus ojos expresaban la satisfacción que sentía al ver a Shinzō totalmente restablecido.
—Discúlpame por no haberme relacionado contigo durante tanto tiempo. Supongo que vives aquí para mantenerte alejado de la gente. Espero que me perdones por presentarme de una manera tan repentina.
Una vez intercambiados los saludos, Musashi invitó a Shinzō a reunirse con él en la terraza.
—¿Cómo me has encontrado? No he informado a nadie de mi paradero.
—Ha sido gracias a Zushino Kōsuke. Me dijo que habías terminado la estatuilla de Kannon que le prometiste y que enviaste a Iori para que te la entregara.
—Ja, ja. Supongo que Iori reveló el secreto, pero no importa. Todavía no soy lo bastante viejo para abandonar el mundo y retirarme. No obstante, pensé que si desaparecía de la ciudad durante un par de meses, cesarían los chismorreos maliciosos. Entonces habrá menos peligro de represalias contra Kōsuke y mis demás amigos.
Shinzō inclinó la cabeza.
—Te debo una disculpa…; yo he sido el causante de todas estas molestias.
—En realidad, no. Eso fue un incidente secundario. La verdadera raíz del asunto tiene que ver con la relación entre Kojirō y yo.
—¿Sabías que mató a Obata Yogorō?
—No.
—Cuando Yogorō supo lo que me había ocurrido, decidió vengarse personalmente. Pero no estaba a la altura de Kojirō.
—Se lo advertí. —La imagen del juvenil Yogorō en la entrada de la casa de su padre estaba todavía fresca en la mente de Musashi. Pensó en lo lamentable que era la pérdida de aquel muchacho.
—Comprendo lo que sentía —siguió diciendo Shinzō—. Todos los estudiantes se habían ido, su padre había muerto… Debió de pensar que era el único que podía hacerlo. En cualquier caso, parece ser que fue a la casa de Kojirō. Aun así, nadie les vio juntos y no existe ninguna prueba.
—Humm. Tal vez mi advertencia surtió el efecto contrario al pretendido, es posible que despertara su orgullo, creyéndose en el deber de luchar. Es una lástima.
—Lo es. Yogorō era el único que tenía lazos de sangre con el sensei. Tras su muerte, la Casa de Obata ha dejado de existir. No obstante, mi padre ha hablado del asunto con el señor Munenori, el cual se las ha ingeniado para llevar adelante los trámites de adopción. He de convertirme en el heredero y sucesor y llevar el nombre de Obata… Pero no estoy seguro de estar todavía maduro para ello. Me temo que podría terminar causando más oprobio a ese hombre. Al fin y al cabo, era el patrocinador más importante de la tradición militar Kōshū.
—Tu padre es el señor de Awa. ¿No se considera a la tradición militar Hōjō similar a la de la escuela Kōshū, y a tu padre un maestro tan grande como Kagenori?
—Eso es lo que dicen. Nuestros antepasados procedían de la provincia de Tōtōmi. Mi abuelo sirvió a Hōjō Ujitsuna y Hōjō Ujiyasu de Odawara, y mi padre fue seleccionado por el mismo Ieyasu para sucederle como jefe de la familia.
—Entonces, ya que procedes de una famosa familia militar, ¿no es insólito que te hayas convertido en un discípulo de Kagenori?
—Mi padre tiene sus discípulos y ha dado conferencias sobre ciencia militar en presencia del shōgun. Pero en vez de enseñarme él, quiso que recibiera mi instrucción fuera de casa, ¡que conociera en todo su rigor las dificultades del aprendizaje! Es esa clase de hombre.
Musashi percibió un elemento de decencia innata, incluso de nobleza, en el porte de Shinzō, y pensó que probablemente era natural que su padre, Ujikatsu, fuese un general sobresaliente y su madre la hija de Hōjō Ujiyasu.
—Me temo que he hablado demasiado —dijo Shinzō—. La verdad es que he venido enviado por mi padre. Desde luego, lo apropiado sería que él viniese y te expresara su gratitud en persona, pero en estos momentos tiene un invitado, el cual está muy deseoso de verte. Mi padre me ha dicho que te llevara conmigo. ¿Vendrás?
Escudriñó inquisitivamente el rostro de Musashi.
—¿Un huésped de tu padre quiere verme?
—Así es.
—¿Quién puede ser? Casi no conozco a nadie en Edo.
—Es una persona que te conoce desde tu infancia.
Musashi era incapaz de imaginar quién podría ser. ¿Tal vez Matahachi? ¿Un samurái del castillo de Takeyama? ¿Un amigo de su padre? Tal vez incluso Otsū… Pero Shinzō se negó a revelarle el secreto.
—Me han pedido que no te lo diga, pues el huésped considera que sería mejor darte una sorpresa. ¿Vendrás?
Tanto misterio había avivado intensamente la curiosidad de Musashi.
Se dijo que no podía tratarse de Otsū, pero en su corazón esperaba que lo fuera.
—Vamos —dijo, poniéndose en pie—. No me esperes levantado, Iori.
Shinzō, satisfecho por el éxito de su misión, rodeó la casa y regresó con su caballo. La silla y los estribos estaban húmedos de rocío. Sujetando el bocado, ofreció el caballo a Musashi, el cual lo montó sin más ceremonia.
Antes de partir, Musashi le dijo a Iori:
—Cuídate, pues puede que no esté de vuelta hasta mañana.
Poco después le engulló la bruma nocturna.
Iori se sentó en la terraza y permaneció sumido en sus pensamientos. «Los ojos —se dijo—. Los ojos». Eran incontables las veces que su maestro le había ordenado que fijara los ojos en los de su contrario, pero todavía no podía comprender el motivo de la instrucción ni borrar la idea de su mente. Contempló vacuamente el Río del Cielo.
¿Cuál era su punto débil? ¿Era que cuando Musashi le miraba él no podía mirarle directamente a su vez? Más irritado por este fallo de lo que habría estado un adulto, estaba esforzándose por encontrar una explicación cuando reparó en un par de ojos que le miraban desde las ramas de una vid silvestre arrollada al tronco de un árbol frente a la cabaña.
Se preguntó qué era aquello. Los ojos brillantes le recordaban mucho a los de Musashi durante las sesiones de prácticas. Pensó que podría ser una zarigüeya. Había visto una en varias ocasiones, comiendo las uvas silvestres. Los ojos eran como ágatas, ojos de trasgo feroz.
—¡Bestia! —gritó Iori—. Crees que no tengo valor, e incluso que puedes mirarme fijamente más tiempo que yo a ti. ¡Pues ahora verás! No estoy dispuesto a perder contigo.
Con firme resolución, tensó los codos y miró furibundo a aquellos ojos. La zarigüeya, ya fuese por testarudez o por curiosidad, no hizo el menor intento de huir. El brillo de sus ojos se hizo incluso más intenso.
El esfuerzo absorbió tanto a Iori que se olvidó hasta de respirar. Juró de nuevo que no perdería, no con aquella bestezuela inferior. Tras un intervalo que le pareció de varias horas, se dio cuenta de que había triunfado. Las hojas de la vid silvestre se movieron y la zarigüeya desapareció.
—¡Así aprenderás! —exclamó Iori, exultante.
Estaba empapado de sudor, pero se sentía aliviado y refrescado. Sólo confiaba en que pudiera repetir la proeza la próxima vez que se enfrentara a Musashi.
Tras bajar la persiana de juncos y apagar la llama de la lámpara, fue a acostarse. La hierba del exterior reflejaba una luz blanca azulada. Se adormiló, pero en el interior de su cabeza le parecía ver un punto minúsculo que brillaba como una joya. Más tarde el punto creció y adoptó el vago contorno de la cara de la zarigüeya.
Se movió inquieto, gimiendo, y de repente tuvo la abrumadora convicción de que había unos ojos en el pie de la yacija. Se incorporó con dificultad.
—¡Bastardo! —gritó, cogiendo su espada.
Descargó el arma con una violencia letal, pero acabó dando una voltereta. La sombra de la zarigüeya era un punto que se movía en la persiana. Atacó de nuevo salvajemente, y luego salió corriendo de la cabaña y la emprendió a tajos con la vid silvestre. Alzó los ojos al cielo, en busca de los otros ojos.
Lentamente sus ojos enfocaron dos grandes y azuladas estrellas.