Sentado en una habitación trasera de la pequeña casa que Kakubei le había prestado, Kojirō examinaba su espada Palo de Secar. Tras el incidente con Hōjō Shinzō, había solicitado a Kakubei que presionara al artesano para que le devolviera el arma. Aquella misma mañana la había recibido.
Kojirō había predicho que no estaría pulimentada, pero lo cierto era que la hoja había sido trabajada con una atención y esmero que rebasaba sus más desorbitadas esperanzas. Del metal negro azulado, ondeante como la corriente de un arroyo profundo, surgía ahora un resplandor blanco, la luz de un pasado de siglos. De las manchas de herrumbre, que habían parecido llagas de leproso, no quedaba rastro. El ondulante motivo del temple entre el filo de la hoja y la línea de la arista, hasta entonces cubierta de manchas de sangre, tenía ahora la serena belleza de una luna brumosa flotando en el cielo.
«Es como si la viera por primera vez», se maravilló Kojirō. Incapaz de desviar la vista de la espada, no oyó al visitante que le llamaba desde la entrada de la casa:
—Kojirō…, ¿estás ahí?
Aquella parte de la colina había recibido el nombre de Tsukinomisaki debido a que era un magnífico lugar de observación de la luna naciente. Desde la sala, Kojirō veía la extensión de bahía desde Shiba hasta Shinagawa. Al otro lado de la bahía, unas nubes espumosas parecían estar al nivel de sus ojos. En aquel momento, la blancura de las colinas lejanas y el azul verdoso del agua parecían mezclarse con la hoja.
—¡Kojirō! ¿No hay nadie aquí? —Esta vez la voz procedía de la puerta lateral de hierba tejida.
El joven salió de su ensoñación y gritó:
—¿Quién es? —Devolvió la espada a su vaina—. Estoy al fondo. Si deseas verme, da la vuelta hasta la terraza.
—Ah, estás aquí —dijo Osugi, y dio la vuelta hasta el lugar indicado.
—Vaya, qué sorpresa —le dijo Kojirō cordialmente—. ¿Qué te trae aquí en un día tan caluroso?
—Es sólo un momento. Permíteme que me lave los pies.
Luego hablaremos.
—El pozo está allí, pero ten cuidado, porque es muy hondo. Eh, chico…, acompáñala y procura que no se caiga dentro.
El hombre al que había llamado «chico» era un miembro de baja categoría de la banda Hangawara, el cual había sido enviado para guiar a Osugi.
Tras lavarse el rostro sudoroso y los pies cubiertos de polvo, Osugi entró en la casa e intercambió unas palabras de salutación. Al reparar en la agradable brisa procedente de la bahía, entrecerró los ojos y comentó:
—La casa es bonita y fresca. ¿No temes volverte perezoso, alojado en un cómodo lugar como éste?
Kojirō se echó a reír.
—Yo no soy como Matahachi.
La mujer parpadeó, entristecida, pero dejó de lado la pulla.
—Perdona por no haberte traído un verdadero regalo —le dijo—. En cambio te daré un sutra que he copiado. —Le tendió el Sutra del gran amor de los padres y añadió—: Te ruego que lo leas cuando tengas tiempo.
Tras echar un rápido vistazo a la obra caligráfica, Kojirō se volvió al guía y le dijo:
—Ahora que lo recuerdo. ¿Has fijado los carteles que escribí?
—¿Los que piden que Musashi salga de su escondite?
—Sí, los mismos.
—Tardamos dos días enteros, pero hemos fijado uno en casi todos los cruces importantes.
—Mientras veníamos hacia aquí, he visto algunos —dijo Osugi—. Están colocados por doquier, y la gente los lee y chismorrea. Ha sido muy agradable para mí oír las cosas que dicen de Musashi.
—Si no responde al desafío, está acabado como samurái. Todo el país se reirá de él. Ésa sería una buena venganza para ti, abuela.
—Ni por asomo. Que se rían de él no va a afectarle, porque es un desvergonzado, y yo tampoco quedaré satisfecha. Quiero que sea castigado de una vez por todas.
—Ja, ja —se rio Kojirō, divertido por su tenacidad—. Eres cada vez más vieja, pero no por eso abandonas, ¿eh? Por cierto, ¿te ha ocurrido algo en particular?
La anciana se sentó en una postura más cómoda y le explicó que, después de alojarse durante más de dos años en casa de Hangawara, creía llegado el momento de ponerse en marcha. No era correcto que viviera indefinidamente de la hospitalidad de Yajibei. Además, estaba cansada de prodigar cuidados maternales a un puñado de patanes. Había visto una casita de agradable aspecto en alquiler, en las proximidades del embarcadero de Yoroi.
—¿Qué te parece? —le preguntó con el semblante muy serio—. No parece probable que encuentre pronto a Musashi y tengo la sensación de que Matahachi está en algún lugar de Edo. Creo que debería pedir que me envíen dinero de casa y quedarme aquí algún tiempo más. Pero viviendo sola, como te he dicho.
Puesto que Kojirō no tenía ninguna objeción que hacerle, en seguida se mostró de acuerdo con ella. Su propia relación con el grupo de Hangawara, por divertido y útil que hubiera sido al principio, era ahora un poco embarazosa. Desde luego, no era ninguna recomendación para un rōnin en busca de señor. Ya había decidido interrumpir las sesiones de prácticas.
Kojirō llamó a uno de los subordinados de Kakubei y le pidió que trajera una sandía de la huerta detrás de la casa. Charlaron mientras la cortaban y servían, pero no tardó en despedir a su invitada, evidenciando con su actitud que prefería estar solo antes de que se pusiera el sol.
Cuando la mujer y su guía se marcharon, Kojirō se dedicó a barrer las habitaciones y regar el jardín con agua del pozo. Los dondiego de día y las enredaderas de batata que crecían en la valla habían llegado a lo alto y descendido al suelo de nuevo, amenazando con atrapar la base de la pila de piedra. La brisa de la tarde agitaba las flores blancas.
De nuevo en sus aposentos, se tendió y preguntó ociosamente si su anfitrión estaría aquella noche de servicio en la casa de Hosokawa. La lámpara permanecía apagada, pues aunque estuviera encendida el viento probablemente habría extinguido su llama. La luz de la luna, que se alzaba más allá de la bahía, ya le iluminaba el rostro.
Al pie de la colina, un joven samurái estaba cruzando la valla del cementerio.
Kakubei dejó el caballo con el que iba y venía de la mansión de Hosokawa en una floristería al pie de la colina de Isarago.
Curiosamente, aquella noche no se veía señal del vendedor, el cual siempre acudía con presteza a hacerse cargo del animal. Al no verla en la tienda, Kakubei fue a la parte trasera y empezó a atar su caballo a un árbol. Lo estaba haciendo cuando el vendedor llegó corriendo desde detrás del templo.
Cogiendo las riendas de manos de Kakubei, le dijo jadeando:
—Perdona, señor. Había un hombre extraño en el cementerio, subiendo colina arriba. Le grité que por ahí no hay ningún sendero. Él se volvió y me miró enfadado… y entonces desapareció. —Se interrumpió, escudriñó los árboles oscuros y añadió en tono preocupado—: ¿Crees que puede ser un ladrón? Dicen que recientemente han allanado las casas de muchos daimyō.
Kakubei había oído los rumores, pero replicó con una breve risa:
—Eso no son más que habladurías. Si el hombre que has visto es un ladrón, me atrevería a decir que se trata de un ratero o uno de esos rōnin que atracan a la gente en las calles.
—Bueno, aquí estamos en la entrada del Tōkaidō, y muchos viajeros han sido atacados por hombres que huían a otras provincias. Cuando veo que alguien sospechoso ronda por aquí de noche, me pongo nervioso.
—Si ocurriera algo, sube la colina y llama a mi puerta. El hombre que se aloja en mi casa está mordiendo el bocado, quejándose siempre de que aquí nunca pasa nada.
—¿Te refieres a Sasaki Kojirō? Tiene una gran reputación de espadachín en la vecindad.
Estas palabras no hirieron en lo más mínimo el amor propio de Kakubei. Aparte de que le agradaban los jóvenes, sabía muy bien que se consideraba admirable y prudente que los samuráis establecidos como él tomaran bajo su protección a jóvenes prometedores. Si se presentaba una emergencia, no habría prueba más persuasiva de su lealtad que poder proporcionar a su señor buenos luchadores. Y si uno de ellos sobresalía, el crédito recaería en el servidor del daimyō que lo había recomendado. Kakubei creía que el egoísmo era un rasgo indeseable en un vasallo; no obstante, era realista. En un feudo de gran extensión, había pocos servidores dispuestos a dejar de lado por completo sus intereses personales.
A pesar de que mantenía su posición por herencia, Kakubei era tan leal al señor Tadatoshi como los demás servidores y, al contrario que otros, no se esforzaba por superar a los demás en la demostración de su lealtad. Desde el punto de vista de la administración rutinaria, los hombres como él eran en conjunto mucho más satisfactorios que los agitadores que trataban de realizar hazañas espectaculares.
—Ya estoy aquí —dijo al cruzar el portal de su casa.
La cuesta era muy empinada y él siempre llegaba allí un tanto falto de aliento. Como había dejado a su esposa en el campo y la casa estaba habitada sobre todo por hombres (las únicas mujeres eran unas pocas criadas), los toques femeninos eran escasos. No obstante, en las noches en que no tenía servicio nocturno, invariablemente encontraba invitador el sendero de piedra que conducía desde el rojo portal hasta la entrada de la casa, pues había sido regado para que estuviera fresco a su vuelta. Y por tardía que fuese la hora de su regreso, siempre salía alguien a la puerta para recibirle.
—¿Está Kojirō? —preguntó.
—Ha estado en casa todo el día —respondió el sirviente—. Está estirado en su habitación, disfrutando de la brisa.
—Muy bien. Prepara sake y dile que venga a verme.
Mientras el sirviente llevaba a cabo los preparativos, Kakubei se quitó las ropas sudadas y se relajó en el baño. Luego se puso un kimono ligero y entró en la sala, donde le aguardaba Kojirō abanicándose.
Trajeron el sake. Mientras lo servía, Kakubei explicó a su invitado:
—Te he llamado porque hoy ha sucedido algo alentador y deseo hablarte de ello.
—¿Buenas noticias?
—Desde que mencioné tu nombre al señor Tadatoshi, parece haber recibido más informes sobre ti de otras fuentes. Hoy me ha dicho que te lleve pronto a verle. Como sabes, no es fácil arreglar estos asuntos, pues hay docenas de servidores con alguien a quien desean recomendar.
Por su tono y su actitud, era evidente que esperaba de Kojirō que se sintiera enormemente satisfecho. Kojirō se llevó la taza a los labios y bebió. Cuando habló, lo hizo sin cambiar lo más mínimo de expresión, y se limitó a decir:
—Permíteme que te sirva.
Kakubei, lejos de mostrarse desconcertado, admiró al joven por ser tan capaz de ocultar sus emociones.
—Eso significa que he conseguido llevar a cabo lo que me pediste, y creo que se merece una celebración. Tomemos otra.
Kojirō inclinó ligeramente la cabeza y musitó:
—Te estoy agradecido por tu amabilidad.
—Sólo he cumplido con mi deber, naturalmente —replicó Kakubei con modestia—. Cuando un hombre tiene tu capacidad y talento, estoy obligado a lograr que mi señor te considere como es debido.
—Te ruego que no me sobrestimes, y quisiera hacer hincapié en un extremo. No es el estipendio lo que me interesa. Sencillamente creo que servir a la Casa de Hosokawa es excelente para un samurái. Han estado a su frente tres hombres sobresalientes en sucesión.
Los tres hombres eran Tadatoshi, su padre y su abuelo, Sansai y Yūsai.
—No creas que te he puesto por las nubes. No ha sido necesario hacerlo. El nombre de Sasaki Kojirō es conocido en toda la capital.
—¿Cómo puedo ser famoso cuando lo que hago es haraganear aquí todo el día? No veo en qué sobresalgo. Lo que ocurre es que hay demasiados impostores.
—Mi señor me ha dicho que puedo presentarte a él cuando quiera. ¿Cuándo te gustaría ir?
—Por mi parte, estoy dispuesto en cualquier momento.
—¿Qué te parece mañana?
—No tengo ningún inconveniente.
Su semblante no revelaba expectación ni ansiedad, sino sólo una serena confianza en sí mismo.
Kakubei, aún más impresionado por la sangre fría de su huésped, eligió aquel momento para decirle con naturalidad:
—Como comprenderás, su señoría no podrá tomar una decisión final hasta después de que te haya visto. Eso no debe preocuparte, pues es un mero formalismo. No dudo de que te aceptará y lo único que ignoro es la posición que te ofrecerá.
Kojirō dejó su taza sobre la mesa y miró directamente el rostro de Kakubei. Entonces, con mucha frialdad y en tono desafiante, le dijo:
—He cambiado de idea. Lamento haberte causado tantas molestias. —La sangre parecía a punto de brotar de los lóbulos de sus orejas, ya de un rojo brillante a causa de la bebida.
—¿Có… cómo? —tartamudeó Kakubei—. ¿Quieres decir que rechazas la oportunidad de tener una posición en la Casa de Hosokawa?
—No me gusta la idea —respondió su huésped lacónicamente, sin darle más explicaciones.
Su orgullo le decía que no había razón alguna para que se sometiera a una inspección. Docenas de otros daimyō competirían por quedarse con él sin necesidad de ponerle a prueba y ofreciéndole mil quinientas y hasta dos mil quinientas fanegas.
La perplejidad y decepción de Kakubei no parecían impresionarle lo más mínimo, ni tampoco le importaba que su anfitrión le considerase un ingrato testarudo. Sin la menor señal de duda o pesar, terminó de comer y regresó a sus aposentos.
La luz de la luna se derramaba suavemente sobre el tatami. Tendiéndose en el suelo, con los brazos bajo la cabeza, la mente todavía envuelta por los vapores de la bebida, empezó a reírse para sus adentros. «Un hombre honesto, este Kakubei. El viejo, bueno y honesto Kakubei». Sabía que su anfitrión tendría serias dificultades para explicarle a Tadatoshi su repentino cambio de actitud, pero también sabía que Kakubei no estaría enfadado con él durante mucho tiempo, por muy afrentoso que hubiera sido su comportamiento.
Aunque había negado hipócritamente que le interesara el estipendio, lo cierto era que le consumía la ambición. Quería un estipendio y mucho más…, cada onza de fama y éxito que pudiera obtener. De lo contrario, ¿cuál sería el propósito de perseverar a través de tantos años de arduo adiestramiento?
Lo único que diferenciaba la ambición de Kojirō de la de otros hombres era su magnitud. Quería ser conocido en todo el país como un gran triunfador, cubrir de gloria su hogar de Iwakuni, gozar de todos los beneficios que puede aportar el hecho de haber nacido humano. El camino más rápido hacia la fama y la riqueza era sobresalir en las artes marciales. La fortuna le había bendecido con un talento natural para dominar la espada. Lo sabía perfectamente y se sentía por ello muy satisfecho de sí mismo. Había planeado el rumbo que seguiría de una manera inteligente y con una notable previsión. Cada uno de sus actos estaba calculado para acercarle más a su objetivo. A su modo de ver, Kakubei, por mucho que le superase en edad, era ingenuo y un poco sentimental.
Se durmió soñando en su brillante futuro.
Más tarde, cuando la luz de la luna había avanzado un pie sobre el tatami, una voz no más fuerte que la brisa que susurraba entre los bambúes dijo: «Ahora». Una forma oscura, agazapada entre los mosquitos, saltó como una rana hacia los aleros de la casa a oscuras.
El hombre misterioso que había sido avistado antes al pie de la colina avanzó lenta y silenciosamente, hasta que llegó a la terraza, donde se detuvo y echó un vistazo al interior de la habitación. Agachado en las sombras, fuera de la luz lunar, podría haber permanecido oculto indefinidamente si no hubiera producido sonido alguno.
Kojirō seguía roncando. El tenue zumbido de los insectos, interrumpido brevemente cuando el hombre adoptó una posición de ataque, se oyó de nuevo desde la hierba cubierta de rocío.
Transcurrieron los minutos. Entonces rompió el silencio el ruido que hizo el intruso al desenvainar su espada y saltar sobre la terraza.
Se abalanzó contra Kojirō y gritó salvajemente un momento antes de que apretara los dientes y golpeara.
Silbó el aire mientras un largo objeto negro descendía pesadamente sobre su muñeca, pero la fuerza original de su golpe había sido poderosa. En vez de desprenderse de su mano, la espada se hundió en el tatami, donde había estado tendido el cuerpo de Kojirō.
Como un pez que se alejara a toda prisa de un palo que golpease el agua, la presa se había movido velozmente hacia la pared. Ahora estaba en pie ante el intruso, con Palo de Secar en una mano y la vaina en la otra.
—¿Quién eres? —le preguntó.
La respiración de Kojirō no se había alterado. Alerta como siempre a los sonidos de las criaturas naturales, a la caída de una gota de rocío, permanecía imperturbable.
—¡Sss…, soy yo!
—«Yo» no me dice nada. Sé que eres un cobarde, pues de lo contrario no atacarías a un hombre mientras duerme. ¿Cómo te llamas?
—Soy Yogorō, hijo único de Obata Kagenori. Te aprovechaste de mi padre cuando estaba enfermo y extendiste rumores sobre él por toda la ciudad.
—No fui yo quien extendió los rumores. Fueron los chismosos…, la gente de Edo.
—¿Quién atrajo a sus alumnos a una pelea y los mató?
—Hice eso, sin duda. Yo, Sasaki Kojirō. ¿Cómo puedo evitarlo si soy mejor que ellos? Más fuerte, más valiente, con más conocimiento del Arte de la Guerra.
—¿Cómo puedes tener el descaro de decir eso cuando has recurrido a la gentuza de Hangawara para que te ayudasen?
Con un gruñido de disgusto, Kojirō dio un paso adelante.
—¡Si quieres odiarme, hazlo! Pero todo hombre que convierte un agravio personal en una prueba de fuerza en el Arte de la Guerra ni siquiera es un cobarde. Es peor que eso, más digno de lástima, más risible. De modo que, una vez más, he de arrebatar la vida de un hombre de Obata. ¿Estás resignado a ello?
El otro no respondió.
—Te he preguntado si estás resignado a tu destino.
Avanzó otro paso. Entonces la luz de la luna reflejada por la hoja recién pulimentada de la espada cegó a Yogorō.
Kojirō miró a su presa como un hombre hambriento contempla un festín.