Una charla con los hombres

Antes de desayunar, el señor Hosokawa Tadatoshi inició la jornada con el estudio de los clásicos confucianos. Los deberes oficiales, que a menudo requerían su presencia en el castillo de Edo, consumían la mayor parte de su tiempo, pero cuando podía dedicar algún tiempo entre sus ocupaciones, practicaba las artes marciales. Siempre que era posible, le gustaba pasar las veladas en compañía de los jóvenes samuráis a su servicio.

El ambiente de la casa era muy parecido al de una armoniosa familia sentada alrededor de su patriarca, no del todo informal, desde luego, pues no se fomentaba la idea de que su señoría era uno más de los muchachos, pero la etiqueta, normalmente rigurosa, se relajaba un poco. Tadatoshi, enfundado en un liviano kimono de cáñamo, alentaba el intercambio de ideas, que con frecuencia incluía los últimos chismorreos.

—Okatani —dijo su señoría, dirigiéndose a uno de los hombres más robustos.

—Sí, señor.

—He oído decir que ahora eres bastante bueno con la lanza.

—Es cierto. Muy bueno, de hecho.

—Ja, ja. Desde luego, no estás aquejado de falsa modestia.

—Verás, señor, todo el mundo lo dice así. ¿Por qué habría de negarlo?

—Uno de estos días averiguaré personalmente hasta qué punto está avanzada tu técnica.

—Espero ilusionado ese día, pero nunca parece llegar.

—Tienes suerte de que no llegue.

—Dime, señor, ¿has oído la canción que está en boca de todo el mundo?

—¿Cuál es?

—Dice así:

Hay lanceros y lanceros,

toda clase de lanceros,

pero el más grande de todos

es Okatani Gorōji…

Tadatoshi se echó a reír.

—No puedes engañarme con tanta facilidad. Esa canción se refiere a Nagoya Sanzō.

Los otros corearon su risa.

—Ah, ¿lo sabías?

—Te sorprenderías de lo que sé.

Estaba a punto de dar más pruebas de esa afirmación, pero se lo pensó mejor. Le gustaba saber qué pensaban y decían sus hombres, y consideraba su deber mantenerse bien informado, pero no sería conveniente revelarles lo que sabía realmente.

—¿Cuántos de vosotros estáis especializados en la lanza y cuántos en la espada?

De los siete, cinco estudiaban la lanza y sólo dos la espada.

—¿Por qué sois tantos lo que preferís la lanza? —les preguntó Tadatoshi.

Los lanceros opinaron que su arma era más eficaz en el combate.

—¿Y qué pensáis de eso los espadachines?

Uno de los dos replicó:

—La espada es mejor. La esgrima te prepara para la paz tanto como para la guerra.

Éste era un motivo constante de discusión, y el debate solía ser animado.

Uno de los lanceros afirmó:

—Cuanto más larga sea la lanza, tanto mejor, siempre que su longitud no impida manejarla con eficacia. La lanza puede ser usada para golpear, ensartar o cortar, y si fallas con ella, siempre puedes recurrir a la espada. Si sólo tienes una espada y se rompe, estás listo.

—Puede que eso sea cierto —replicó un partidario de la lucha con la espada—, pero la función del samurái no se limita al campo de batalla. La espada es su alma. Practicar ese arte es refinar y disciplinar tu espíritu. En el sentido más amplio, la espada es la base de todo el adiestramiento militar, sean cuales fueren sus inconvenientes en el combate. Si dominas el significado interno del Camino del Samurái, la disciplina puede aplicarse al uso de la lanza o incluso a las armas de fuego. Si conoces a fondo el manejo de la espada, no cometes errores estúpidos ni te dejas coger por sorpresa. La esgrima es un arte de aplicaciones universales.

Esta discusión podría haber seguido indefinidamente si Tadatoshi, que había estado escuchando sin ponerse al lado de unos u otros, no hubiera intervenido.

—Escucha, Mainosuke —dijo al que había hablado en defensa de la espada—. Lo que acabas de decir me parece habérselo oído decir a algún otro.

Matsushita Mainosuke se puso a la defensiva.

—No, señor. Ésa es mi opinión.

—Vamos, hombre, sé sincero.

—Bueno, a decir verdad, oí algo parecido recientemente, estando de visita en casa de Kakubei. Sasaki Kojirō decía lo mismo, pero coincidía tanto con mi propia idea… No intentaba engañar a nadie. Sencillamente, Sasaki lo expresaba mejor que yo.

—Eso me había parecido —dijo Tadatoshi, con una sonrisa de astucia.

La mención del nombre de Kojirō le había recordado que aún no había tomado una decisión sobre si aceptaría o no la recomendación de Kakubei.

Kakubei le había sugerido que, como Kojirō era aún bastante joven, podría ofrecerle el estipendio de aproximadamente un millar de fanegas. Pero el asunto no se limitaba al estipendio, ni mucho menos. Infinidad de veces, el padre de Tadatoshi le había dicho que, al contratar a un samurái, lo más importante era, primero, ejercer el buen juicio y, en segundo lugar, tratarle bien. Antes de aceptar un candidato, era imperativo valorar no sólo sus habilidades sino también su carácter. No importaba lo deseable que pudiera parecer un hombre: si no podía trabajar en equipo con los demás miembros de la Casa de Hosokawa, que habían hecho de ella lo que era hoy, sería prácticamente inútil.

El anciano Hosokawa le había explicado que un feudo era como un castillo construido con muchos sillares. Un sillar al que no se pudiera encajar cómodamente entre los demás debilitaría toda la estructura, aun cuando el sillar en sí fuese de admirable tamaño y calidad. Los daimyō de la nueva era abandonaban los sillares inadecuados en las montañas y los campos, pues había abundancia de ellos. El gran desafío consistía en encontrar una gran piedra que supusiera una contribución sobresaliente a tu propio muro. Si pensaba de esta manera, a Tadatoshi le parecía que la juventud de Kojirō era un punto a su favor. Aún se encontraba en los años de formación y, en consecuencia, era susceptible a cierto moldeamiento.

Tadatoshi recordó también al otro rōnin. Nagaoka Sado fue el primero que le habló de Musashi durante una de aquellas reuniones nocturnas. Aunque Sado había dejado que Musashi se le deslizara de entre los dedos, Tadatoshi no le había olvidado. Si la información de Sado era exacta, Musashi no sólo era mejor luchador que Kojirō, sino un hombre con unas cualidades suficientes para que fuese valioso en el gobierno.

Cuando comparaba a los dos hombres, tenía que admitir que la mayoría de los daimyō preferirían a Kojirō. Éste procedía de una buena familia y había estudiado a fondo el Arte de la Guerra. A pesar de su juventud, había desarrollado un formidable estilo propio y obtenido una fama considerable como luchador. Su «brillante» derrota de los hombres de la academia Obata en las orillas del río Sumida y luego en el dique del río Kanda le había dado ya bastante celebridad.

Desde hacía algún tiempo, no se tenía ninguna noticia de Musashi. La victoria en el Ichijōji le valió su reputación, pero habían transcurrido años desde entonces, y poco después corrieron rumores de que lo sucedido en realidad había sido exagerado, que Musashi era un buscador de fama que había forjado la lucha tal como se conocía, y que en realidad se limitó a efectuar un ataque relámpago y huir al monte Hiei. Cada vez que Musashi hacía algo digno de alabanza, seguía un torrente de rumores que denigraban su carácter y su capacidad. Se había llegado al punto en que incluso la mención de su nombre solía suscitar observaciones críticas. O bien la gente le ignoraba por completo. Como hijo de un guerrero sin fama que vivió en las montañas de Mimasaka, su linaje era insignificante. Aunque otros hombres de origen humilde (el más notable de ellos, Toyotomi Hideyoshi, natural de Nakamura, provincia de Owari) habían alcanzado la gloria en tiempos recientes, la gente, en general, tenía muy arraigada la conciencia de clase y no hacía mucho caso de un hombre con los antecedentes de Musashi.

Mientras reflexionaba en el asunto, Tadatoshi miró a su alrededor y preguntó:

—¿Alguno de vosotros conoce a un samurái llamado Miyamoto Musashi?

—¿Musashi? —replicó uno de ellos, sorprendido—. Sería imposible no haber oído hablar de él. La ciudad entera le conoce.

Era evidente que todos estaban familiarizados con aquel nombre.

—¿Y a qué se debe? —inquirió Tadatoshi, expectante.

—Hay carteles que hablan de él —dijo un joven con un leve aire de reticencia.

Otro de los hombres, llamado Mori, terció:

—Como la gente copiaba el texto de esos carteles, yo también lo hice. Aquí lo tengo. ¿Quieres que lo lea?

—Hazlo, por favor.

—Ah, aquí está —dijo Mori, desdoblando un arrugado trozo de papel—. «Mensaje para Miyamoto Musashi, que huyó con el rabo entre las piernas…».

Los jóvenes enarcaron las cejas y empezaron a sonreír, pero Tadatoshi mantuvo su seriedad.

—¿Eso es todo?

—No. —El muchacho leyó el texto restante y explicó—: Una banda que vive en el distrito de los carpinteros colocó estos carteles. La gente los encuentra divertidos porque se trata de unos rufianes callejeros que tiran de la nariz a un samurái.

Tadatoshi frunció ligeramente el ceño, comprendiendo que aquellas palabras que difamaban a Musashi exigían que revisara su propio juicio. Lo que le estaban diciendo distaba mucho de la imagen que se había formado de Musashi. Sin embargo, no estaba dispuesto a aceptarlo sin más.

—Humm —murmuró—. Me pregunto si Musashi es realmente esa clase de hombre.

—Yo diría que es un patán sin ningún valor —dijo Mori, cuya opinión compartían los demás—. O por lo menos es un cobarde. De lo contrario, ¿por qué habría permitido que su nombre fuese arrastrado por el fango?

Cuando los hombres se marcharon, Tadatoshi siguió sentado, diciéndose que había algo interesante en aquel hombre. No se dejaba influir por la opinión prevaleciente, y sentía curiosidad por conocer lo ocurrido de labios de Musashi.

A la mañana siguiente, tras escuchar una lectura de los clásicos chinos, salió de su gabinete y, desde la terraza, vio a Sado en el jardín.

—Buenos días, mi viejo amigo —le dijo.

Sado se volvió e hizo una cortés reverencia.

—¿Todavía estás vigilando? —le preguntó Tadatoshi.

La pregunta dejó perplejo a Sado, el cual se quedó mirándole.

—Quiero decir si todavía estás vigilando por si aparece Miyamoto Musashi.

—Sí, mi señor —dijo Sado, con los ojos bajos.

—Si le encuentras, tráelo aquí. Quiero ver cómo es.

Aquella misma jornada, poco después del mediodía, Kakubei se acercó a Tadatoshi en el campo de tiro al arco e insistió en su recomendación de Kojirō.

Mientras empuñaba su arco, el joven señor le dijo tranquilamente:

—Perdona, se me había olvidado. Tráele aquí cuando quieras. Me gustaría verle. Que se incorpore o no al servicio de la casa es otra cuestión, como bien sabes.