Cuando entró Iori, la esposa de Kōsuke estaba en la cocina, preparando unas gachas para Shinzō.
—Las ciruelas amarillean —dijo el muchacho.
—Si están casi maduras, eso significa que las cigarras no tardarán en cantar —respondió ella distraídamente.
—¿No encurtes las ciruelas?
—No. Aquí somos pocos, y para encurtir todas esas ciruelas harían falta varias libras de sal.
—La sal no se desperdiciaría, pero las ciruelas se pudrirán si no las encurtes. Y si hubiera una guerra o una inundación, vendrían muy bien, ¿no crees? Puesto que estás ocupada cuidando del herido, con mucho gusto te las encurtiría.
—Desde luego, eres un niño curioso. Te preocupas por las inundaciones y esas cosas. Piensas como un viejo.
Iori ya estaba sacando un cubo de madera del armario. Con el cubo vacío en la mano, salió al jardín y examinó el ciruelo. Aunque era lo bastante adulto para preocuparse por el futuro, seguía siendo un niño al que distraía fácilmente localizar una cigarra chirriante. Se acercó sigilosamente, capturó el insecto y lo retuvo dentro de las manos ahuecadas, haciéndole chillar como una bruja aterrada.
Al mirar entre sus pulgares, experimentó una extraña sensación. Aunque se suponía que los insectos carecen de sangre, la cigarra estaba caliente. Tal vez incluso las cigarras, cuando se enfrentan a un peligro de muerte, emiten calor corporal. De repente se apoderó de él una mezcla de temor y compasión. Abrió las palmas, lanzó la cigarra al aire y contempló cómo se alejaba volando hacia la calle.
El ciruelo, de considerable tamaño, era el hogar de una numerosa comunidad: gruesas orugas con un pelaje sorprendentemente hermoso, mariquitas, minúsculas ranas azules aferradas al envés de las hojas, pequeñas e inmóviles mariposas, tábanos zumbadores. Mirando fascinado aquel pequeño rincón del reino animal, pensó que sería inhumano provocar la consternación de aquellas damas y caballeros sacudiendo una rama. Extendió la mano cuidadosamente, arrancó una ciruela y la mordió. Entonces sacudió con suavidad la rama más próxima y se sorprendió al ver que el fruto no caía. Arrancó unas cuantas ciruelas y las echó al cubo.
—¡Hijo de perra! —gritó de súbito, y bruscamente arrojó tres o cuatro ciruelas al estrecho callejón a un lado de la casa.
La caña de bambú tendida entre la casa y la valla, que servía como tendedero, cayó al suelo con estrépito, y se oyó el ruido de unas pisadas que retrocedían apresuradamente desde el callejón a la calle.
El rostro de Kōsuke apareció en el enrejado de bambú de la ventana de su taller.
—¿Qué ha sido ese ruido? —inquirió, con una expresión de asombro en los ojos.
Iori saltó del árbol y dijo a gritos:
—Otro desconocido estaba oculto en las sombras, agachado ahí mismo, en el callejón. Le he tirado unas ciruelas y ha echado a correr.
El pulidor de espadas salió al jardín, limpiándose las manos con una toalla.
—¿Qué clase de hombre?
—Un matón.
—¿Uno de los hombres de Hangawara?
—No lo sé. ¿Por qué fisgan aquí esos tipos?
—Están buscando la ocasión de atacar de nuevo a Shinzō.
Iori miró hacia la habitación del fondo, donde el herido estaba terminando de tomar las gachas. Su herida se había curado hasta el extremo de que el vendaje ya no era necesario.
—Kōsuke —llamó Shinzō.
El artesano caminó hasta el borde de la terraza e inquirió:
—¿Cómo te sientes?
Dejando su bandeja a un lado, Shinzō se sentó de una manera más formal.
—Quiero pedirte disculpas por todas las molestias que te estoy causando.
—No tiene importancia. Lamento estar demasiado atareado para hacer más por ti.
—He observado que, además de preocuparte por mí, te están fastidiando esos matones de Hangawara. Cuanto más tiempo permanezca aquí, tanto mayor será el peligro de que también lleguen a considerarte como un enemigo. Creo que debo marcharme.
—Ni se te ocurra.
—Como puedes ver, ya me encuentro mucho mejor. Estoy en condiciones de volver a casa.
—¿Hoy mismo?
—Si.
—No tengas tanta prisa. Espera por lo menos a que regrese Musashi.
—Prefiero no esperar, pero te ruego que le transmitas mi agradecimiento. También ha sido muy amable conmigo. Ahora puedo caminar perfectamente.
—Me parece que no lo entiendes. Los hombres de Hangawara están vigilando esta casa día y noche. En cuanto salgas al exterior, se abalanzarán sobre ti. No puedo permitir que te marches solo.
—Tenía una buena razón para matar a Jūrō y Koroku. Fue Kojirō quien empezó todo esto, no yo. Pero si quieren atacarme, que lo hagan.
Shinzō estaba en pie y preparado para marcharse. Kōsuke y su esposa comprendieron que sería inútil tratar de retenerle, por lo que fueron a la entrada del taller para despedirle.
Musashi llegaba en aquel momento, su frente tostada por el sol húmeda de sudor.
—¿Te marchas? —le preguntó—. ¿Vuelves a casa?… Bueno, me alegra ver que ya estás bien, pero sería peligroso que te marcharas solo. Te acompañaré.
Shinzō intentó negarse, pero Musashi insistió. Al cabo de unos minutos partieron juntos.
—Debe de ser difícil caminar después de haber estado en cama tanto tiempo.
—Parece como si el suelo estuviera más alto de lo que está en realidad.
—Hay un largo camino hasta Hirakawa Tenjin. ¿Por qué no alquilamos un palanquín para ti?
—Supongo que debería habértelo dicho antes. No vuelvo a la escuela.
—¿Ah, no? ¿Adonde vamos entonces?
Shinzō bajó los ojos y dijo:
—Es bastante humillante, pero creo que pasaré una temporada en casa de mi padre. Está en Ushigome.
Musashi llamó a un porteador de palanquín y prácticamente obligó a subir a Shinzō. A pesar de la insistencia de los porteadores, se negó a utilizar él mismo ese medio de transporte…, cosa que decepcionó a los hombres de Hangawara que vigilaban desde la siguiente esquina.
—Mirad, ha metido a Shinzō en un palanquín.
—Le he visto mirar hacia aquí.
—Aún es demasiado pronto para hacer nada.
Después de que el palanquín girase a la derecha junto al foso exterior, se alzaron las faldas de los kimonos, se arremangaron y siguieron a sus presas, sus ojos brillantes, como deseosos de salirse de las órbitas y volar hacia las espaldas de Musashi.
Musashi y Shinzō habían llegado a la vecindad de Ushigafuchi cuando una pequeña piedra chocó con el palo del palanquín y rebotó. Al mismo tiempo, los miembros de la banda se echaron a gritar y avanzaron para rodear a su presa.
—¡Espera! —gritó uno de ellos.
—¡Quédate donde estás, bastardo!
Los porteadores, aterrados, soltaron el palanquín y huyeron. Shinzō bajó del palanquín, espada en mano. Incorporándose, adoptó una postura de combate y gritó:
—¿Es a mí a quien habéis dicho que espere?
Musashi saltó delante de él.
—¡Decid qué pretendéis!
Los matones se acercaron poco a poco, cautamente, como si vadearan unas aguas someras.
—¡Ya sabes lo que queremos! —le espetó uno de ellos—. Entréganos a ese cobarde al que estás protegiendo. Y no intentes ninguna treta o morirás también.
Esta bravata estimuló la furia sanguinaria de los demás, pero ninguno avanzó para atacar con su espada. El fuego en los ojos de Musashi era suficiente para mantenerlos a raya. Aullaban y maldecían desde una distancia prudente.
Musashi y Shinzō les miraban iracundos a prudente distancia. Transcurrieron unos momentos antes de que Musashi los cogiera desprevenidos al gritarles:
—Si Hangawara Yajibei está entre vosotros, que se adelante.
—El jefe no está aquí, pero si tienes algo que decir, dímelo a mí, Nembutsu Tazaemon, y te haré el favor de escucharte.
El anciano que se había adelantado llevaba un kimono blanco de cáñamo y del cuello le colgaba un rosario budista.
—¿Qué tienes contra Hōjō Shinzō?
Cuadrando los hombros, Tazaemon replicó:
—Ha matado a dos de nuestros hombres.
—Según Shinzō, vuestros dos patanes ayudaron a Kojirō a matar a varios alumnos de Obata.
—Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Si no le ajustamos las cuentas a Shinzō, se reirán de nosotros en las calles.
—Es posible que así sea en el mundo en que vivís —dijo Musashi en tono conciliador—. Pero es distinto en el mundo de los samuráis. Entre los guerreros no es posible culpar a un hombre que se toma la venganza por su mano. Un samurái puede vengarse en nombre de la justicia o para defender su honor, pero no para responder a un agravio personal. Eso no es viril, como tampoco lo es lo que estáis tratando de hacer ahora.
—¿Qué no es viril? ¿Nos acusas de que no somos viriles?
—Si Kojirō se hubiera adelantado para desafiarnos en su nombre, no habría nada que decir. Pero no podemos mezclarnos en una pendencia provocada por los esbirros de Kojirō.
—Sigue predicando santurronamente, como cualquier otro samurái. Puedes decir lo que te plazca. Nosotros tenemos que seguir protegiendo nuestro nombre.
—Si los samuráis y los delincuentes lucharan para decidir si han de prevalecer las reglas de unos u otros, las calles estarían llenas de sangre. El único lugar apropiado para resolver esto es el gabinete del magistrado. ¿Qué te parece, Nembutsu?
—Me parece una idiotez. Si fuese algo que el magistrado pudiera resolver, empezaríamos por no estar aquí.
—Dime, ¿qué edad tienes?
—¿Y a ti qué te importa?
—Diría que eres lo bastante mayor para saber que no deberías llevar a un grupo de jóvenes a una muerte insensata.
—Bah, ahórrate la cháchara. ¡No soy demasiado viejo para luchar! —Tazaemon desenvainó su espada y los matones se adelantaron a empellones y gritando.
Musashi esquivó la estocada de Tazaemon y le agarró por el cogote. Recorrió a grandes zancadas los diez pasos hasta el foso y arrojó al viejo desde el borde. Entonces, mientras los atacantes se aproximaban, cogió a Shinzō por la cintura y echó a correr con él.
Cruzó un campo a toda velocidad, hacia las estribaciones de una colina. Por debajo de ellos un arroyo desembocaba en el foso y al pie de la pendiente se veía un marjal azulado. A medio camino, Musashi se detuvo y dejó a Shinzō en pie.
—Ahora echemos a correr —le dijo. Shinzō vaciló, pero Musashi le empujó para que se pusiera en marcha.
Los matones, recuperados de su sorpresa, les perseguían.
—¡Cogedle!
—¡No tiene orgullo!
—¡Vaya samurái!
—¡No puede echar a Tazaemon al foso y quedarse sin castigo!
Haciendo caso omiso de las chanzas y calumnias, Musashi le dijo a Shinzō:
—No se te ocurra enfrentarte a ellos. ¡Corre! Es lo único que se puede hacer en un caso así. —Sonriente, añadió—: No es muy fácil avanzar rápido por este terreno, ¿eh?
Estaban pasando por los lugares que en el futuro serían conocidos como Ushigafuchi y la colina de Kudan, pero entonces la zona estaba cubierta de frondosos árboles.
Cuando perdieron de vista a sus perseguidores, Shinzō estaba mortalmente pálido.
—¿Fatigado? —le preguntó Musashi en tono solícito.
—No…, no tanto.
—Supongo que no te gusta la idea de permitir que te insulten así sin hacerles frente.
—Bueno…
—¡Ja, ja! Piensa en ello con tranquilidad y verás por qué. Hay ocasiones en que te sientes mejor si huyes. Mira, por ahí pasa un arroyo. Enjuágate la boca y luego te llevaré a casa de tu padre.
Al cabo de unos minutos, el bosque que rodeaba el santuario Akagi Myōjin apareció ante ellos. La casa del señor Hōjō estaba debajo.
—Espero que entres y conozcas a mi padre —le dijo Shinzō cuando llegaron al muro de tierra que rodeaba la casa.
—Lo haré en otra ocasión. Descansa bien y cuídate.
Tras decir estas palabras, Musashi se alejó.
Después de este incidente, el nombre de Musashi se oía con frecuencia en las calles de Edo, mucho más a menudo de lo que él habría deseado. La gente le llamaba «impostor», «el más grande de todos los cobardes», «cínico…, una deshonra para la clase de los samuráis». Si un farsante como él había derrotado a los Yoshioka de Kyoto, éstos debían de ser un puñado de débiles sin remisión. Sin duda los desafió porque sabía que no podrían protegerse. Y luego probablemente huyó antes de verse en cualquier peligro verdadero. Todo lo que quiere un impostor es vender su nombre a la gente que no sabe nada de esgrima. No pasó mucho tiempo antes de que fuese imposible encontrar a una sola persona que hablase bien de él.
El remate de los insultos estaba en unos carteles colocados en todo Edo: «Mensaje para Miyamoto Musashi, que huyó con el rabo entre las piernas. La viuda Hon'iden está ansiosa de venganza. También a nosotros nos gustaría verte la cara en vez de la espalda para cambiar. Si eres un samurái, ven y lucha. La Asociación Hangawara».