—¿Qué estás haciendo, abuela, practicando caligrafía?
La expresión de Jūrō Estera de Juncos era ambigua, y tanto podría ser de admiración como de mera sorpresa.
—Ah, eres tú —dijo Osugi, con un dejo de irritación.
Jūrō se sentó a su lado y musitó:
—Copiando un sutra budista, ¿eh? —La anciana no le respondió—. ¿No eres lo bastante vieja para no tener necesidad de seguir practicando tu escritura? ¿O acaso piensas convertirte en maestra de caligrafía en el otro mundo?
—Cállate. Para copiar las sagradas escrituras hay que alcanzar un estado de abnegación, y la soledad es lo mejor para eso. ¿Por qué no te vas?
—¿Después de que viniera a casa corriendo sólo para decirte lo que me ha sucedido hoy?
—Eso puede esperar.
—¿Cuándo terminarás?
—Tengo que poner el espíritu de la iluminación de Buda en cada carácter que escribo. Tardo tres días en hacer una copia.
—Tienes mucha paciencia.
—Tres días no son nada. Este verano haré docenas de copias. He jurado hacer un millar antes de mi muerte. Se las dejaré a quienes no sienten un amor apropiado hacia sus padres.
—¿Un millar de copias? Eso es mucho.
—Es mi sagrada promesa.
—Bueno, no estoy muy orgulloso de ello, pero supongo que no he sido respetuoso con mis padres, como los demás patanes que viven aquí. Se olvidaron de ellos hace mucho tiempo. El único que se preocupa por su padre y su madre es el jefe.
—Vivimos en un mundo triste.
—Ja, ja. Si eso te molesta tanto es que también debes tener un hijo que no es bueno para nada.
—Lamento decirlo, pero el mío me ha causado mucha aflicción. Por ese motivo he hecho mi promesa. Éste es el Sutra del gran amor de los padres. Todo aquel que no trata como es debido a sus padres debería verse obligado a leerlo.
—¿De veras vas a dar una copia de comoquiera que llames eso a mil personas?
—Dicen que si plantas una sola semilla de iluminación puedes convertir a cien personas, y si un brote de iluminación crece en cien corazones, pueden salvarse diez millones de almas. —Dejando el pincel, cogió una copia terminada y se la entregó a Jūrō—. Toma, quédatela. Procura leerla cuando tengas tiempo.
Parecía tan beata que Jūrō casi se echó a reír, pero logró contenerse. Venciendo el impulso de guardarse la hoja en el kimono, como si fuese un papel de seda para uso higiénico, se la llevó respetuosamente a la frente y la depositó en su regazo.
—Bueno, abuela, ¿seguro que no quieres saber lo que me ha ocurrido hoy? Es posible que tu fe en el Buda dé resultados. He tropezado con una persona muy especial.
—¿Quién podría ser?
—Miyamoto Musashi. Le vi en el río Sumida, cuando bajaba del transbordador.
—¿Que has visto a Musashi? ¿Por qué no me lo has dicho en seguida? —Gruñendo, apartó a un lado el material de escritura—. ¿Estás seguro? ¿Dónde se encuentra ahora?
—Vamos, mujer, tranquilízate. Tu amigo Jūrō no hace las cosas a medias. Después de averiguar quién era, le seguí sin que él lo notara. Fue a una posada de Bakurōchō.
—¿Se aloja cerca de aquí?
—Bueno, no está tan cerca.
—Puede que a ti no te lo parezca, pero a mí sí. No en vano he recorrido el país entero en su busca. —Se incorporó ágilmente, fue al armario ropero y sacó la espada corta que había pertenecido a su familia durante generaciones—. Llévame allí —le ordenó.
—¿Ahora?
—Naturalmente, ahora mismo.
—Creí que tenías mucha paciencia, pero… ¿Por qué has de ir con tanta precipitación?
—Siempre estoy dispuesta para enfrentarme a Musashi, incluso de un momento a otro. Si muero, puedes enviar mi cuerpo a mi familia de Mimasaka.
—¿No podrías esperar hasta que regrese el jefe? Si nos vamos así, todo lo que voy a conseguir por encontrar a Musashi será un buen rapapolvo.
—Pero no sabemos cuándo Musashi podría irse a otra parte.
—No te preocupes por eso. He dejado allí un hombre para que vigile la casa.
—¿Puedes garantizarme que Musashi no se marchará?
—Pero ¿qué es esto? ¡Te hago un favor y tú quieres atarme con obligaciones! Está bien, te lo garantizo totalmente. Mira, abuela, será mejor que te lo tomes con calma y sigas sentada copiando sutras o haciendo cualquier otra cosa.
—¿Dónde está Yajibei?
—Ha viajado a Chichibu con su grupo religioso. No sé exactamente cuándo volverá.
—No puedo permitirme esperar.
—En ese caso, ¿por qué no le pedimos a Sasaki Kojirō que venga? Puedes hablarle del asunto.
A la mañana siguiente, tras ponerse en contacto con su espía, Jūrō informó a Osugi que Musashi se había mudado de la posada a la casa de un pulidor de espadas.
—¿Lo ves? Te lo dije —replicó Osugi—. No puedes esperar que se quede siempre en un sitio. En cuanto te descuides, habrá vuelto a mudarse. —Estaba sentada ante el escritorio, pero no había escrito una sola palabra en toda la mañana.
—Musashi no tiene alas —le dijo Jūrō—. Tranquilízate y piensa que hoy Koroku irá a ver a Kojirō.
—¿Hoy? ¿No enviaste a alguien anoche? Dime dónde vive. Iré yo misma.
Empezó a prepararse para salir, pero Jūrō desapareció de repente y la anciana tuvo que preguntar la dirección a otros dos sicarios. Como apenas había abandonado la casa durante los más de dos años que llevaba en Edo, no estaba en absoluto familiarizada con la ciudad.
—Kojirō vive con Iwama Kakubei —le dijeron.
—Kakubei es un vasallo de los Hosokawa, pero tiene su propia casa en la carretera de Takanawa.
—Está como a media distancia de la colina de Isarago. Cualquiera puede decirte dónde es.
—Si tienes alguna dificultad, pregunta por Tsukinomisaki, otro nombre con que se conoce la colina de Isarago.
—Es fácil reconocer la casa, porque la puerta está pintada de un rojo brillante. Es la única vivienda en los alrededores que tiene una puerta roja.
—Muy bien, comprendo —dijo Osugi con impaciencia, molesta porque tantas explicaciones parecían sugerir que era estúpida o senil—. No parece difícil, así que voy a ponerme en seguida en camino. Haceos cargo de todo mientras estoy ausente. Cuidado con el fuego, no vaya a incendiarse la casa cuando Yajibei no está.
Se puso las zōri, comprobó que la espada corta pendía con seguridad de su costado, agarró el bastón y se puso en marcha.
Poco después reapareció Jūrō y preguntó dónde estaba Osugi.
—Nos preguntó cómo llegar a la casa de Kakubei y salió.
—Ah, en fin, ¿qué podemos hacer con una vieja tan testaruda? —Entonces gritó en dirección a los aposentos de los hombres—: ¡Koroku!
El acólito abandonó el juego al que estaba entregado y acudió con diligencia a la llamada.
—Anoche ibas a visitar a Kojirō y lo dejaste para más tarde, y ahora mira lo que ha ocurrido. La anciana ha ido sola.
—¿Y qué?
—Cuando el jefe regrese, se lo contará.
—Tienes razón. Y con esa lengua que tiene nos va a poner en un aprieto.
—Así es. Ojalá pudiera caminar tan bien como habla, pero está flaca como un saltamontes. Si la atropella un caballo, será su fin. Perdona que te lo pida, pero será mejor que vayas tras ella y procures que llegue allí entera.
Koroku salió corriendo, y Jūrō, reflexionando en lo absurdo que era todo aquello, se instaló en un rincón del aposento de los jóvenes. Era una sala grande, de unos treinta por cuarenta pies. El suelo estaba cubierto de esteras delgadas, finamente tejidas, sobre las que se veían diseminadas diversas espadas y otras armas. De unos clavos en las paredes colgaban toallas de mano, kimonos, ropa interior, sombreros especiales para protegerse del fuego y otros objetos imprescindibles en una banda de pelafustanes. Había dos objetos incongruentes. Uno era un kimono femenino de brillantes colores y con forro de seda roja. El otro era el perchero con espejo lacado en oro del que estaba suspendido. Lo habían colocado allí siguiendo instrucciones de Kojirō, el cual explicó a Yajibei, con cierto misterio, que si un grupo de hombres vivían juntos en una habitación sin un toque femenino, era muy probable que perdieran el dominio de sí mismos y se pelearan entre ellos, en vez de ahorrar sus energías para los verdaderos combates.
—¡Estás haciendo trampa, hijo de perra!
—¿Quién hace trampa? Estás loco.
Jūrō dirigió una mirada desdeñosa a los jugadores y se tendió con las piernas cruzadas cómodamente. Dado el jaleo que armaban los otros, sería más que difícil conciliar el sueño, pero no iba a rebajarse jugando a cartas o a los dados. A su modo de ver, esa clase de competiciones no servían para nada.
Apenas había cerrado los ojos, cuando oyó una voz abatida que decía:
—Hoy tengo un mal día, es inútil…, ni pizca de suerte.
El perdedor, con los ojos tristes de los derrotados sin remisión, puso una almohada en el suelo y se tendió al lado de Jūrō. Pronto se les unió otro, y luego otro y otro más.
—¿Qué es esto? —preguntó uno de ellos, recogiendo la hoja de papel que se había desprendido del kimono de Jūrō—. Vaya, pero si es… un sutra. No me digas…; ¿para qué llevará consigo un sutra un tipo desalmado como tú?
Jūrō abrió un ojo soñoliento y dijo perezosamente:
—Ah, eso. Es algo que copió la vieja. Dijo que había jurado hacer mil copias.
—Déjame verlo —dijo otro hombre, arrebatándole la hoja de la mano—. ¿Qué sabes tú? Está escrito con caracteres pulcros y claros. Hombre, cualquiera podría leerlo.
—¿Significa eso que eres capaz de leerlo?
—Pues claro, es un juego de niños.
—Muy bien, entonces, escuchémoslo. Pero recítalo de una manera agradable. Entónalo como lo haría un sacerdote.
—¿Estás de guasa? No se trata de una canción popular.
—¿Y qué diferencia hay? En el pasado los sutras se cantaban. Así es como empezaron los himnos budistas. Sabes distinguir un himno cuando lo oyes, ¿no es cierto?
—No puedes cantar estas palabras como la melodía de un himno.
—Bueno, pues usa cualquier tonada que te guste.
—Canta tú, Jūrō.
Estimulado por el entusiasmo de los demás, Jūrō, todavía tendido boca arriba, sostuvo la hoja con el sutra encima de la cara y empezó a leer:
El sutra sobre el gran amor de los padres:
Esto he escuchado.
Cierta vez, cuando el Buda estaba en el sagrado Pico del Buitre
en la ciudad de los Palacios Reales,
predicando a bodhisattvas y discípulos,
reunió una multitud de monjes y monjas y legos, tanto hombres como mujeres,
Todas las personas de todos los cielos, dioses dragones y demonios,
para que escucharan la Ley Sagrada.
Alrededor del trono enjoyado se reunieron
y contemplaron sin parpadear
el rostro sagrado…
—¿Qué significa todo eso?
—Cuando dice «monjas» ¿se refiere a esas chicas a las que nosotros llamamos monjas? Ya sabéis, tengo entendido que algunas de las monjas de Yoshiwara han empezado a empolvarse la cara de color gris y que te ofrecen sus servicios por menos de la mitad que en las casas de putas…
—¡Calla!
En esa época el Buda
predicó la ley de esta manera:
«Todos los buenos hombres y las buenas mujeres
debéis reconocer la deuda que tenéis por la compasión de vuestro padre,
debéis reconocer la deuda contraída por la misericordia de vuestra madre.
Pues la vida de un ser humano en este mundo
tiene el karma como su causa básica,
pero los padres como su medio inmediato de origen».
—Sólo habla de que tienes que ser bueno con tu papá y tu mamá. Lo habéis oído un millón de veces. —¡Chitón!— Anda, canta un poco más. Nos callaremos.
Sin padre, el niño no nace.
Sin madre, el niño no recibe alimento.
El espíritu procede de la simiente del padre.
El cuerpo crece dentro de la matriz materna.
Jūrō hizo una pausa para cambiar de postura y hurgarse la nariz, tras lo cual prosiguió:
Debido a estas relaciones,
la preocupación de una madre por su hijo
no tiene comparación en este mundo…
Al notar lo silenciosos que estaban los demás, Jūrō les preguntó:
—¿Me estáis escuchando? —
Sí, continúa.
Desde el momento en que recibe al niño en su matriz,
en el transcurso de nueve meses,
yendo, viniendo, sentándose, durmiendo,
la visita el sufrimiento.
Deja de sentir su amor acostumbrado por la comida, la bebida y las prendas de vestir
y se preocupa únicamente por un parto seguro.
—Estoy cansado —se quejó Jūrō—. Ya es suficiente, ¿no os parece?
—No, sigue cantando. Te escuchamos.
Los meses se han cumplido, los días son suficientes.
En la época del nacimiento, los vientos del karma lo apresuran.
Los huesos de la madre sufren el embate del dolor.
También el padre tiembla y siente miedo.
Parientes y criados se preocupan y sufren congoja.
Cuando el niño nace es depositado en la hierba.
La ilimitada alegría de los padres
es como la de una mujer indigente
que ha encontrado la joya mágica omnipotente.
Cuando el niño emite sus primeros sonidos,
la madre se siente renacer.
Su pecho se convierte en el lugar de reposo del niño.
Sus rodillas en su campo de juegos,
sus senos en la fuente de su alimento.
Su amor, en su misma vida.
Sin su madre, el niño es incapaz de vestirse y desnudarse.
Aunque la madre pase hambre,
se quita la comida de la boca y se la da a su hijo.
Sin la madre, el niño no puede alimentarse…
—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué te has interrumpido?
—Espera un momento, ¿quieres?
—¡Fijaos! Está llorando como un bebé.
—¡Oh, cállate!
Todo había comenzado como un ocioso pasatiempo, casi una broma, pero el significado de las palabras del sutra empezaba a surtir efecto. De los cinco hombres reunidos en la estancia, tres de ellos y el que leía estaban serios, con una expresión de lejanía en su semblante.
La madre va al pueblo vecino a trabajar,
extrae agua, enciende el fuego,
muele el grano, hace la harina.
De noche, cuando regresa,
antes de que llegue a la casa,
oye el lloro del bebé
y se siente llena de amor.
Su pecho se agita, su corazón llora,
la leche fluye, y ella no lo soporta.
Corre a la casa.
El bebé, viendo a la madre aproximarse desde lejos,
hace funcionar su cerebro, sacude la cabeza
y llora por ella.
Ella se agacha,
coge las manos del niño
aplica en los de éste sus labios.
No existe amor más grande.
Cuando el niño tiene dos años,
abandona el seno materno.
Pero sin su padre, no sabría que el fuego puede quemar.
Sin su madre, no sabría que un cuchillo puede cortar dedos.
Cuando tiene tres años, le destetan y aprende a comer.
Sin su padre, no sabría que el veneno puede matar.
Sin su madre, no sabría que la medicina cura.
Cuando los padres van a otras casas
y les ofrecen maravillosas exquisiteces,
no comen, sino que se guardan la comida en los bolsillos
y la llevan a su casa para alegrar al niño…
—¿Estás lloriqueando otra vez?
—No puedo evitarlo. Acabo de recordar algo.
—Pues basta ya, o me harás llorar también.
El sentimentalismo con respecto a los padres era un tabú estricto entre aquellos habitantes del borde exterior de la sociedad, pues manifestar el afecto filial era tanto como exponerse a las acusaciones de debilidad, afeminamiento o algo peor. Pero ver ahora a aquellos hombres hubiera colmado de satisfacción a la vieja Osugi. La lectura del sutra, tal vez debido a la sencillez del lenguaje, les había llegado a lo más profundo.
—¿Es eso todo? ¿No hay más?
—Hay mucho más.
—¿Y bien?
—Esperad un momento, ¿queréis?
Jūrō se levantó, se sonó ruidosamente y se sentó para entonar el resto.
El niño crece.
El padre le trae ropa para vestirse.
La madre peina su cabello.
Los padres le dan todo objeto bello que poseen
y sólo guardan para ellos lo que es viejo y está gastado.
El niño toma una novia
y trae a la casa a esa desconocida.
Los padres se vuelven más distantes.
Los recién casados intiman entre ellos,
permanecen en su habitación, hablándose felices.
—Así son las cosas, en efecto —interrumpió uno.
Los padres envejecen.
Sus espíritus se debilitan, su fuerza disminuye.
Tienen sólo al niño del que depender,
sólo su esposa les presta servicios,
pero el niño ya no acude a ellos,
ni de noche ni de día.
La sala de los padres está fría,
ya no hay más charlas agradables.
Son como huéspedes solitarios en una posada.
Surge una crisis, y llaman a su hijo.
Nueve de cada diez veces, él no viene
ni les sirve.
Su enojo crece y les vilipendia,
diciendo que sería mejor morir
que seguir en este mundo cuando son superfluos.
Los padres escuchan, y sus corazones se llenan de cólera.
Llorando, dicen: «Cuando eras pequeño,
sin nosotros no habrías nacido,
sin nosotros, no habrías crecido.
¡Ah, cómo hemos…!».
Jūrō se interrumpió bruscamente y dejó la hoja a un lado.
—Yo…, yo… No puedo. Que lo lea otro.
Pero nadie quiso sustituirle. Tendidos boca arriba o abajo, o sentados con las piernas cruzadas y las cabezas entre las rodillas, estaban tan llorosos como niños perdidos.
Al entrar en la sala, Sasaki Kojirō se encontró con esa escena inverosímil.