Una carta urgente

A los treinta y ocho años, Yagyū Munenori estaba considerado como el mejor de todos los espadachines. Esto no había evitado que su padre estuviera continuamente preocupado por su quinto hijo. «Ojalá pudiera dominar ese carácter caprichoso que tiene», solía decirse, o: «¿Es posible que alguien tan obstinado pueda llegar a ocupar una alta posición?».

Habían transcurrido catorce años desde que Tokugawa Ieyasu encargó a Sekishūsai que seleccionara entre los miembros de su familia un tutor para Hidetada. Sekishūsai prescindió de sus demás hijos, así como de sus nietos y sobrinos. Munenori no era ni particularmente brillante ni estaba dotado de una virilidad heroica, pero era un hombre de buen juicio, un hombre práctico a quien no agradaba perderse en las nubes. No poseía ni la gran estatura de su padre ni el genio de Hyōgo, pero era digno de confianza y, lo más importante de todo, comprendía el principio cardinal del estilo Yagyū, a saber, que el auténtico valor del Arte de la Guerra estriba en su aplicación al gobierno.

Sekishūsai no había interpretado mal los deseos de Ieyasu. Al general conquistador no le interesaba un espadachín que le enseñara sólo sus habilidades técnicas. Unos años antes de la batalla de Sekigahara, el mismo Ieyasu había estudiado con un maestro de la espada llamado Okuyama, con el objetivo, como él mismo decía con frecuencia, de «adquirir la visión necesaria para supervisar el país».

No obstante, Hidetada era ahora el shōgun, y sería inconveniente que el instructor del shōgun fuese un hombre que pudiera perder en el combate verdadero. De un samurái en la posición de Munenori se esperaba que superase cualquier desafío y demostrase que la habilidad con la espada de los Yagyū carecía de rival. Munenori tenía la sensación de que le escrutaban y ponían a prueba continuamente, y si bien otros podrían considerarle afortunado por haber sido elegido para un cargo tan distinguido, él mismo a menudo envidiaba a Hyōgo y deseaba poder vivir como lo hacía su sobrino.

En aquellos momentos Hyōgo recorría el pasillo exterior que conducía al aposento de su tío. Aunque la casa era de considerables proporciones, no tenía un aspecto majestuoso ni el mobiliario se distinguía por su riqueza. En vez de emplear a carpinteros de Kyoto para que crearan una morada airosa y elegante, Munenori había confiado a propósito el trabajo a constructores locales, hombres acostumbrados al estilo guerrero, robusto y espartano de Kamakura. Aunque los árboles eran relativamente escasos y las colmas eran más bien bajas, Munenori había elegido el sólido estilo rústico de arquitectura cuyo paradigma era la antigua casa principal en Koyagyū.

—Tío —le llamó Hyōgo suave y cortésmente mientras se arrodillaba en la terraza en el exterior de la habitación de Munenori.

—¿Eres tú, Hyōgo? —le preguntó Munenori sin apartar los ojos del jardín.

—¿Puedo pasar?

Tras haber recibido permiso para entrar, Hyōgo se adentró en la habitación de rodillas. Se había tomado no pocas libertades con su abuelo, que tenía cierta tendencia a mimarle, pero sabía que no debía hacer lo mismo con su tío. Aunque Munenori no era un ordenancista, se mostraba inflexible con respecto a la etiqueta. Ahora, como de costumbre, estaba sentado a la manera estrictamente formal. En ocasiones Hyōgo sentía lástima de él.

—¿Y Otsū? —le preguntó Munenori, como si la llegada de Hyōgo le hubiera recordado a la joven.

—Ha vuelto. Sólo había ido al santuario de Hikawa, como suele hacer a menudo. Durante el camino de regreso, dejó que el caballo fuese un rato a sus anchas.

—¿Saliste en su busca?

—Sí, señor.

Munenori permaneció unos momentos en silencio. La luz de la lámpara acentuaba su perfil adusto.

—Me preocupa que una mujer joven viva aquí indefinidamente. Nunca se sabe qué podría suceder. Le he dicho a Sukekurō que busque una ocasión propicia para sugerirle que se vaya a otra parte.

En un tono levemente quejumbroso, Hyōgo replicó:

—Me han dicho que no tiene ningún lugar donde ir.

El cambio de actitud de su tío le sorprendía, pues cuando Sukekurō trajo a Otsū a casa y la presentó como una mujer que había servido bien a Sekishūsai, Munenori la saludó cordialmente y le dijo que podía quedarse allí tanto tiempo como deseara.

—¿No te compadeces de ella?

—Sí, pero hay un límite a lo que puedes hacer por la gente.

—Creía que la tenías bien considerada.

—Eso no guarda ninguna relación con lo que estamos tratando. Cuando una mujer joven vive en una casa llena de hombres, lo más probable es que haya habladurías. Y la situación es difícil para los hombres. Uno de ellos podría hacer algo imprudente.

Esta vez Hyōgo guardó silencio, pero no porque hubiera tomado personalmente las observaciones de su tío. Tenía treinta años y, como los demás samuráis jóvenes, era soltero, pero creía firmemente en que sus sentimientos hacia Otsū eran demasiado puros para que despertaran dudas sobre sus intenciones. Había puesto mucho cuidado para disipar los recelos de su tío al decirle que tenía a Otsū en gran estima, aunque ni una sola vez admitió que sus sentimientos iban más allá de la amistad.

Hyōgo tenía la impresión de que el problema podría radicar en su tío. La esposa de Munenori procedía de una familia altamente respetada y bien situada, de ésas cuyas hijas son entregadas a sus maridos el día de su boda en palanquines con cortinas para que las vean los extraños. Sus aposentos, junto con los de las demás mujeres, estaban bastante separados de las partes más públicas de la casa, por lo que prácticamente nadie sabía si las relaciones del señor y su esposa eran armoniosas. No era difícil imaginar que a la señora de la casa podría desagradarle que jóvenes hermosas y casaderas estuvieran tan cerca de su marido.

Hyōgo rompió el silencio, diciendo:

—Deja el asunto a Sukekurō y a mí. Juntos encontraremos alguna solución que no sea demasiado dura para Otsū.

Munenori asintió.

—Cuanto antes, mejor —se limitó a decir.

En aquel momento Sukekurō entró en la antecámara y, depositando una caja de cartas sobre el tatami, se arrodilló e hizo una reverencia.

—Su señoría —dijo respetuosamente.

Munenori se volvió hacia la antecámara y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Sukekurō avanzó arrastrándose sobre las rodillas.

—Acaba de llegar a caballo un correo rápido de Koyagyū.

—¿Un correo rápido? —se apresuró a repetir Munenori, aunque sin sorpresa.

Hyōgo aceptó la carta de Sukekurō y la entregó a su tío. Munenori abrió la carta, enviada por Shōda Kizaemon. Había sido escrita con evidente apresuramiento, y decía así: «El anciano señor ha tenido otro ataque, peor que cualquiera de los anteriores. Tememos que no dure mucho. Él insiste tenazmente en que su enfermedad no es razón suficiente para que abandones tus deberes. Sin embargo, tras discutir el asunto, sus servidores hemos decidido escribirte y ponerte al corriente de su situación».

—Su estado es crítico —dijo Munenori.

Hyōgo admiró la capacidad de su tío para mantener la calma. Supuso que Munenori sabía con exactitud lo que era preciso hacer y ya había tomado las decisiones necesarias.

Tras unos minutos de silencio, Munenori dijo:

—Hyōgo, ¿irás a Koyagyū en mi lugar?

—Por supuesto, señor.

—Quiero que asegures a mi padre que en Edo no ocurre nada por lo que deba preocuparse, y también deseo que le cuides personalmente.

—Sí, señor.

—Supongo que ahora todo está en manos de los dioses y del Buda. Lo único que puedes hacer es apresurarte y procurar llegar allí antes de que sea demasiado tarde.

—Partiré esta noche.

Desde el aposento de Munenori, Hyōgo se dirigió de inmediato al suyo propio. Durante el breve tiempo que tardó en recoger las pocas cosas que necesitaba para el viaje, la mala noticia se extendió por toda la casa.

Otsū entró silenciosamente en la habitación de Hyōgo, el cual se sorprendió al verla vestida con ropas de viaje. La joven tenía los ojos húmedos.

—Por favor, llévame contigo —le suplicó—. Jamás podré pagarle al señor Sekishūsai el favor de haberme alojado en su casa, pero quisiera estar con él y ver si puedo ser de alguna ayuda. Espero que no te niegues.

Hyōgo pensó que posiblemente su tío no habría accedido a la petición de su huésped, pero él no podía negársela. Tal vez era una bendición que se hubiera presentado aquella oportunidad de alejarla de la casa de Edo.

—De acuerdo —le dijo—, pero el viaje tendrá que ser rápido.

—Te prometo que no tendrás que ir más lento por mi culpa. Se enjugó las lágrimas, le ayudó a terminar de hacer el equipaje y luego fue a presentar sus respetos al señor Munenori.

—Ah, ¿de modo que acompañarás a Hyōgo? —le dijo con cierta sorpresa—. Qué gran amabilidad la tuya. Estoy seguro de que mi padre se alegrará de verte.

Insistió en darle una considerable suma para el viaje y un kimono nuevo como regalo de despedida. A pesar de su convicción de que era lo mejor para todos, la partida de la joven le entristecía.

Ella le hizo una reverencia y salió de la estancia.

—Cuídate bien —le dijo él con emoción cuando la joven aún estaba en la antesala.

Los vasallos y sirvientes se alinearon a lo largo del sendero que conducía al portal para despedirles. Hyōgo se limitó a decirles adiós y se pusieron en camino.

Otsū se había subido el kimono, sujetándolo con el obi, de modo que el borde llegaba sólo a cuatro o cinco pulgadas por debajo de las rodillas. Llevaba un sombrero de viaje lacado y de ala ancha, y un palo en la mano derecha. De haber tenido los hombros cubiertos de flores, habría sido la imagen de la Joven de las Glicinas que tan a menudo se veía en los grabados al boj.

Puesto que Hyōgo había decidido alquilar medios de transporte en diversos puntos de la carretera, aquella noche su meta era una posada en la población de Sangen'ya, al sur de Shibuya. Desde allí se proponían seguir por la carretera de Ōyama hasta el río Tama, cruzarlo con el transbordador y seguir el Tōkaidō hasta Kyoto.

En la bruma nocturna, no transcurrió mucho tiempo antes de que el sombrero lacado de Otsū brillara de humedad. Tras caminar por un herboso valle fluvial, llegaron a un camino bastante ancho, el cual había sido uno de los más importantes en el distrito de Kanto desde el período Kamakura. La vegetación era muy densa a ambos lados, y de noche estaba totalmente desierto.

—Es lúgubre, ¿verdad? —dijo Hyōgo con una sonrisa. Una vez más redujo sus zancadas, naturalmente largas, para que Otsū llegara a su lado—. Ésta es la cuesta de Dōgen. Por aquí solía haber bandidos.

—¿Bandidos? —repitió ella, en un tono lo bastante alarmado para que él se riera.

—Pero eso fue hace mucho tiempo. Un hombre llamado Dōgen Tarō, que estaba relacionado con el rebelde Wada Yoshimori, parece haber sido el jefe de una banda de ladrones que vivían en las cuevas de estos alrededores.

—No hablemos de cosas así.

La risa de Hyōgo resonó en la oscuridad, y al oír el eco se sintió culpable por actuar frívolamente. Sin embargo, no podía evitarlo. Aunque estaba triste, la perspectiva de hallarse con Otsū durante los próximos días era muy placentera.

—¡Ah! —gritó Otsū, retrocediendo un par de pasos.

—¿Qué ocurre? —Instintivamente, Hyōgo le rodeó los hombros con un brazo.

—Ahí hay alguien.

—¿Dónde?

—Es un niño, sentado al lado de la carretera. Habla solo y llora. ¡Pobre criatura!

Cuando Hyōgo se acercó lo suficiente, reconoció al muchacho que había visto antes, aquella misma tarde, escondido entre la hierba en Azabu.

Iori se incorporó de un salto, y les miró boquiabierto. Un instante después, soltó un juramento y apuntó con su espada a Hyōgo.

—¡Zorro! —exclamó—. ¡Eso es lo que eres, un zorro!

Otsū contuvo el aliento y ahogó un grito. La expresión de Iori era salvaje, casi demoníaca, como si estuviera poseído por un espíritu maligno. Incluso Hyōgo retrocedió cautamente.

—¡Zorros! —gritó de nuevo Iori—. ¡Yo me ocuparé de vosotros!

Tenía la voz quebrada, como la de una anciana. Hyōgo le miraba perplejo, pero sin dejar de mantenerse a prudente distancia de la espada.

—¿Qué te parece esto? —gritó el muchacho, cortando de un tajo la parte superior de un alto arbusto no lejos de donde estaba Hyōgo. Entonces se dejó caer al suelo, extenuado por su esfuerzo. Respirando con dificultad, preguntó—: ¿Qué te ha parecido eso, zorro?

Hyōgo se volvió a Otsū y le dijo con una sonrisa:

—Pobrecillo, parece poseído por un zorro.

—Tal vez tengas razón. Sus ojos son feroces.

—Como los de un zorro.

—¿Podríamos hacer algo para ayudarle?

—Bueno, dicen que no existe cura de la locura ni la estupidez, pero sospecho que hay un remedio para su dolencia.

Se dirigió a Iori y le miró severamente.

El muchacho alzó la vista y se apresuró a coger de nuevo la espada.

—Aún estás aquí, ¿eh? —gritó.

Pero antes de que pudiera levantarse, asaltó sus oídos un feroz rugido procedente de lo más profundo de Hyōgo:

—¡Aaaaaargh!

El pánico paralizó a Iori. Hyōgo le cogió de la cintura y, sujetándolo horizontalmente, desando sus pasos cuesta abajo hasta el puente. Puso al chico de cabeza para abajo, le agarró por los tobillos y lo sostuvo por encima del pretil.

—¡Socorro! ¡Madre! ¡Socorro, socorro! ¡Sensei! ¡Sálvame!

Los gritos se convirtieron gradualmente en sollozos.

Otsū corrió a su rescate.

—Basta ya, Hyōgo. Déjale. No debes ser tan cruel.

—Supongo que es suficiente —dijo Hyōgo, dejando al muchacho suavemente sobre el puente.

Iori estaba conmocionado, quería gritar pero la voz no le salía. Estaba convencido de que no había alma en la Tierra que pudiera ayudarle. Otsū se acercó a él y le rodeó cariñosamente con un brazo los hombros caídos.

—¿Dónde vives, criatura? —le preguntó con dulzura.

Iori tartamudeó entre sollozos y señaló vagamente:

—Po… por allá.

—¿Qué quiere decir «por allá»?

—Ba-ba-bakurōchō.

—Pero eso está muy lejos. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Fui a hacer un recado y me perdí.

—¿Cuándo ha sido?

—Salí ayer de Bakurōchō.

—¿Y has estado vagando por ahí toda la noche y todo el día?

Iori hizo ademán de sacudir la cabeza, pero no dijo nada.

—Vaya, eso es terrible. Dime, ¿adonde te dirigías?

Ya un poco sosegado, el muchacho se apresuró a responder, como si hubiera estado esperando la pregunta:

—A la residencia de Yagyū Munenori de Tajima. —Tras palparse bajo el obi, sacó la carta arrugada y la agitó orgulloso ante su cara. Se la acercó a los ojos y dijo—: Es para Kimura Sukekurō. Tengo que entregársela y esperar una respuesta.

Otsū vio que Iori se tomaba su misión muy en serio y que estaba dispuesto a proteger la misiva aun a riesgo de su vida. El muchacho, por su parte, estaba decidido a no mostrar la carta a nadie hasta que llegara a su destino. Ninguno de los dos tenía el menor atisbo de lo irónico de la situación: una oportunidad perdida, una ocasión más insólita que el encuentro al otro lado del Río del Cielo del Pastor y la Hilandera.

Volviéndose a Hyōgo, le dijo:

—Parece ser que tiene una carta para Sukekurō.

—Se ha desviado por la dirección equivocada, ¿eh? Por suerte, no está muy lejos. —Llamó a Iori y le explicó cómo debía ir a la casa—. Ve a lo largo de este río hasta el primer cruce, luego gira a la izquierda y ve cuesta arriba. Cuando llegues a un lugar donde los caminos se juntan, verás un par de grandes pinos a la derecha. La casa está a la izquierda, al otro lado del camino.

—Y ten cuidado, no vaya a poseerte un zorro de nuevo —añadió Otsū.

Iori había recuperado su confianza.

—Gracias —le dijo, corriendo ya a lo largo del río. Cuando llegó al cruce, se volvió y gritó—: ¿Aquí a la izquierda?

—Eso es —respondió Hyōgo—. El camino está oscuro, por lo que ten cuidado. —Los dos se quedaron en el puente, viendo cómo se alejaba el chiquillo, durante unos instantes—. Qué niño tan extraño —comentó él.

—Sí, pero parece bastante listo.

Mentalmente lo comparaba con Jōtarō, quien sólo había sido algo mayor que Iori la última vez que ella le vio. Pensó que Jōtarō debía de tener ahora diecisiete años. Se preguntó cómo sería ahora y sintió la inevitable añoranza de Musashi. ¡Habían transcurrido tantos años desde que tuvo noticias suyas por última vez! Aunque ya estaba acostumbrada a vivir con el sufrimiento que comporta el amor, se atrevía a esperar que su marcha de Edo pudiera acercarle más a él, que incluso pudiera encontrarle en alguna parte a lo largo del camino.

—Sigamos adelante —dijo bruscamente Hyōgo, tanto para Otsū como para sí mismo—. Esta noche ya no tiene remedio, pero deberemos tener cuidado para no desperdiciar más tiempo.