Las moscas

En la ribera oriental del río Sumida, donde convergía la carretera de Shimōsa con un ramal de la carretera de Ōshū, se levantaba una gran barrera con un portal impresionante, muestra fehaciente del firme gobierno de Aoyama Tadanari, el nuevo magistrado de Edo.

Musashi hacía cola, aguardando ociosamente su turno, con Iori a su lado. La vez anterior que estuvo en Edo, tres años antes, entrar y salir de la ciudad no comportaba ninguna dificultad. Incluso desde aquella considerable distancia, podía ver que había muchas más casas que antes y menos espacios abiertos.

—Eh, tú, rōnin. Eres el siguiente.

Dos guardianes con hakama de cuero empezaron a registrar a Musashi con minuciosidad, mientras un tercero le miraba con semblante hosco y le interrogaba.

—¿Qué asunto te trae a la capital?

—Ninguno en particular.

—No tienes nada que hacer en particular, ¿eh?

—Bueno, soy un shugyōsha. Podríamos decir que mi actividad consiste en estudiar para ser samurái.

El hombre guardó silencio. Musashi sonrió.

—¿Cuál es tu lugar de nacimiento?

—La aldea de Miyamoto, distrito de Yoshino, provincia de Mimasaka.

—¿Tu maestro?

—No tengo ninguno.

—¿Quién te facilita el dinero para viajar?

—Nadie. Tallo estatuillas y hago pinturas. A veces puedo cambiarlas por comida y alojamiento. A menudo pernocto en los templos. En ocasiones doy lecciones de esgrima. De un modo u otro, me las arreglo para salir adelante.

—¿De dónde vienes?

—Durante los dos últimos años, he trabajado en los campos de Hōtengahara, en Shimōsa. He decidido que no deseo hacer eso durante el resto de mi vida, y por eso he venido aquí.

—¿Tienes un lugar donde alojarte en Edo? Nadie puede entrar en la ciudad a menos que tenga familiares o un lugar donde vivir.

—Sí —replicó Musashi sin pensarlo dos veces, pues comprendió que si seguía diciendo la verdad, aquello sería inacabable.

—¿Y bien?

—Yagyū Munenori, señor de Tajima.

El guardián le miró boquiabierto.

Divertido por la reacción del hombre, Musashi se felicitó. El riesgo de que le sorprendieran mintiendo no le preocupaba gran cosa. Tenía la impresión de que Takuan habría hablado de él a los Yagyū, y le parecía improbable que negaran categóricamente conocerle si les preguntaban. Incluso existía la posibilidad de que Takuan se encontrase ahora en Edo. Si tal fuese el caso, Musashi tendría su medio de presentación. Era demasiado tarde para realizar un encuentro de esgrima con Sekishūsai, pero anhelaba tenerlo con Munenori, el sucesor de su padre en el estilo Yagyū y uno de los tutores personales del shōgun.

La mención de ese nombre pareció surtir un efecto mágico.

—Bien, bien —dijo el guardián amigablemente—. Si estás relacionado con la casa de Yagyū, siento haberte molestado. Como puedes ver, hay toda clase de samuráis en los caminos, y tenemos que ser especialmente cuidadosos con cualquiera que parezca ser un rōnin. Son órdenes, ¿sabes? —Tras hacerle algunas preguntas más, para guardar las formas o salvar las apariencias, le dijo—: Ya puedes irte.

Escoltó personalmente a Musashi hasta el portal.

—Señor —le dijo Iori cuando hubieron entrado en la ciudad—. ¿Por qué son tan cuidadosos sólo con respecto a los rōnin y nadie más?

—Están buscando espías enemigos.

—¿Qué espía sería tan imbécil para presentarse aquí con el aspecto de un rōnin? Los guardianes son bastante tontos… ¡Ellos y sus estúpidas preguntas! ¡Nos han hecho perder el transbordador!

—Chitón, Iori, calla, que van a oírte. No te preocupes por el transbordador. Puedes contemplar el monte Fuji mientras esperamos el barco siguiente. ¿Sabías que puede verse desde aquí?

—¿Y qué? También podíamos verlo desde Hōtengahara.

—Sí, pero aquí es diferente.

—¿En qué se diferencia?

—El Fuji nunca es igual. Varía de un día a otro, de hora en hora.

—Pues a mí me parece siempre igual.

—No te quepa duda de que no lo es. Cambia… con la hora, el tiempo atmosférico, la estación, el lugar desde donde lo mires. También difiere según la persona que lo contemple, según su corazón.

Iori, en absoluto impresionado por estas palabras, cogió una piedra y la lanzó rozando la superficie del agua. Tras distraerse de esta guisa durante unos minutos, regresó al lado de Musashi y le preguntó:

—¿De veras vas a ir a la casa del señor Yagyū?

—Tendré que pensar en ello.

—¿No es eso lo que le has dicho al guardián?

—Sí. Tengo intención de ir, pero no es tan sencillo. Es un daimyō, ¿sabes?

—Debe de ser muy importante. Eso es lo que yo quiero ser de mayor.

—¿Importante?

—Humm.

—No deberías apuntar tan bajo.

—¿Qué quieres decir?

—Mira el monte Fuji.

—Nunca seré como el monte Fuji.

—En vez de querer ser esto o aquello, conviértete en un gigante silencioso e inamovible. Así es la montaña. No pierdas el tiempo tratando de impresionar a la gente. Si te conviertes en la clase de hombre a quien la gente puede respetar, te respetarán sin que hagas nada.

No hubo tiempo para que las palabras de Musashi surtieran efecto, pues en aquel momento Iori gritó:

—Mira, ya llega el transbordador.

Echó a correr para ser el primero en subir a bordo.

El río Sumida presentaba numerosos contrastes, ancho en algunos lugares, estrecho en otros, somero aquí y profundo allá. Con la marea alta, las olas que lamían la orilla tenían una coloración turbia. A veces el estuario crecía hasta tener el doble de su anchura normal. En el punto donde cruzaba el transbordador, era prácticamente un entrante de la bahía.

El cielo estaba claro, el agua transparente. Iori miró por la borda y vio bancos de innumerables pececillos que nadaban de un lado a otro. Entre las rocas atisbó también los restos oxidados de un viejo casco de guerrero. No hacía ningún caso de la conversación que se desarrollaba a su alrededor.

—¿Qué te parece? ¿Se va a mantener la paz como hasta ahora?

—Lo dudo.

—Probablemente tengas razón. Más tarde o más temprano, habrá lucha. Ojalá no fuera así, pero ¿qué otra cosa podemos esperar?

Otros pasajeros se reservaban sus pensamientos y contemplaban el agua con semblante malhumorado, temerosos de que algún oficial, tal vez disfrazado, pudiera oír la conversación y relacionarles a ellos con quienes la sostenían. Los que corrían el riesgo parecían gozar de su coqueteo con los omnipresentes ojos y oídos de la ley.

—A juzgar por la manera en que examinan a todo el mundo, se están preparando para la guerra. Sólo recientemente han apretado las tuercas de esa manera. Y corren muchos rumores de que hay por ahí espías de Osaka.

—También se habla de ladrones que allanan las casas de los daimyō, aunque tratan de silenciarlo. Debe de ser embarazoso que te roben cuando eres tú quien debe mantener la ley y el orden.

—Hay que ir en busca de algo más que dinero para correr esa clase de riesgo. Han de ser espías. Ningún delincuente ordinario tendría semejante valor.

Mientras miraba a su alrededor, Musashi pensó que el barco transportaba a una amplia representación de la sociedad de Edo. Un maderero con serrín adherido a sus ropas de faena, un par de geishas de baja calidad que podrían proceder de Kyoto, uno o dos matones de anchos hombros, un grupo de cavadores de pozos, dos prostitutas que no se abstenían de coquetear, un sacerdote, un monje mendicante, otro rōnin como él mismo.

Cuando el barco llegó a la ribera de Edo y los pasajeros desembarcaron, un hombre bajo y fornido llamó a Musashi.

—Eh, tú, el rōnin. Te has olvidado de algo. —Tendía una bolsa de brocado rojizo, tan vieja que su suciedad parecía relucir más que las pocas hebras de oro que quedaban en ella.

Musashi sacudió la cabeza.

—No es mía —dijo—. Debe pertenecer a otro pasajero.

—Es mía —terció Iori. Arrebató la bolsa de la mano que la sostenía y se la guardó bajo el kimono.

El hombre se mostró indignado.

—¿Qué estás haciendo? ¡Cogerla de esa manera! ¡Dámela! Luego vas a tener que hacerme tres reverencias antes de que te la devuelva. ¡Si no lo haces voy a echarte al río!

Musashi intervino y pidió al hombre que perdonase la rudeza de Iori, debida a su corta edad.

—¿Quién eres tú? —le preguntó ásperamente el otro—. ¿Su hermano? ¿Su maestro? ¡Dime tu nombre!

—Miyamoto Musashi.

—¡Cómo! —exclamó el rufián, mirando con fijeza el rostro de Musashi. Al cabo de un momento le dijo a Iori—: Será mejor que en adelante tengas más cuidado.

Entonces le entregó la bolsa y dio media vuelta, como si estuviera ansioso por alejarse de allí.

—Espera un momento —le dijo Musashi. La suavidad de su tono cogió al hombre por sorpresa.

Giró en redondo, llevándose la mano a la empuñadura de la espada.

—¿Qué quieres?

—¿Cómo te llamas?

—¿Para qué quieres saberlo?

—Me has preguntado mi nombre. Por mera cortesía, deberías decirme el tuyo.

—Soy uno de los hombres de Hangawara. Me llamo Jūrō.

—Muy bien, puedes marcharte —le dijo Musashi, dándole un empujón.

—¡No olvidaré esto! —Jūrō dio unos pasos tambaleantes y, cuando recobró el equilibrio, echó a correr.

—Se lo merecía, el muy cobarde —dijo Iori. Satisfecho por la defensa de Musashi, le miró reverentemente y se acercó más a él.

Mientras se internaban en la ciudad, Musashi le dijo:

—Mira, Iori, debes comprender que vivir aquí no es como estar en el campo. Allí sólo teníamos por vecinos a los zorros y las ardillas. Aquí hay mucha gente. Deberás ser más cuidadoso con tus modales.

—Sí, señor.

—Cuando la gente vive junta en armonía, la tierra es un paraíso —siguió diciendo Musashi muy seriamente—. Pero todo hombre tiene un lado malo así como un lado bueno. Hay ocasiones en que sólo aflora el malo. Entonces el mundo no es un paraíso, sino un infierno. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, creo que sí —dijo Iori, ahora más sumiso.

—Existe una razón por la que tenemos modales y etiqueta, y es la de que nos permiten impedir que el lado malo se imponga. Esto promueve el orden social, que es el objetivo de las leyes del gobierno. —Hizo una pausa—. Tu manera de actuar… Era un asunto trivial, pero tu actitud ha hecho que ese hombre se enfadara. No estoy nada contento por ello.

—Sí, señor.

—No sé adonde iremos desde aquí. Pero dondequiera que sea, será mejor que sigas las reglas y actúes cortésmente.

El muchacho inclinó la cabeza un par de veces e hizo una pequeña y rígida reverencia. Siguieron caminando en silencio durante un rato.

—Señor, ¿podrías llevarme la bolsa? No quiero perderla otra vez.

Musashi aceptó la pequeña bolsa de brocado y la inspeccionó minuciosamente antes de guardársela en el interior del kimono.

—¿Es ésta la bolsa que te dejó tu padre?

—Sí, señor. La recuperé en el Tokuganji a principios de año. El sacerdote no me cogió ni una pizca de dinero. Puedes usar un poco si es necesario.

—Gracias —dijo Musashi jovialmente—. Lo cuidaré bien.

«Él tiene un talento que a mí me falta», se dijo Musashi, pensando tristemente en su propia indiferencia a las finanzas personales. La prudencia innata del muchacho había enseñado a Musashi el significado de la economía. Apreciaba la confianza de Iori, del que se sentía más encariñado cada día. Esperaba con entusiasmo la tarea de ayudarle a desarrollar su inteligencia natural.

—¿Dónde te gustaría pasar esta noche? —le preguntó.

Iori, que había estado examinando su nuevo entorno con gran curiosidad, observó:

—Allí hay muchos caballos. Parece un mercado, y aquí mismo, en medio de la ciudad.

Habló como si hubiera tropezado con un amigo perdido mucho tiempo atrás en un país desconocido.

Habían llegado a Bakurōchō, donde existía una grande y variada selección de casas de té y hostelerías que atendían a los profesionales del ramo equino: vendedores, compradores, carreteros, mozos de caballos y un surtido de pequeños factótums. Los hombres, reunidos en grupitos, discutían y charlaban en una multitud de dialectos, el más destacado de los cuales era el penetrante dialecto de Edo, cuyos hablantes siempre parecían encolerizados.

Entre la gente había un samurái bien vestido en busca de buenos caballos. Poniendo mala cara, dijo:

—Vámonos a casa. Aquí no hay más que pencos, nada que merezca la pena recomendar a su señoría.

Caminando a paso vivo entre los animales, se encontró de cara con Musashi. Al reconocerle, parpadeó y retrocedió, sorprendido.

—Eres Miyamoto Musashi, ¿no es cierto?

Musashi miró al hombre un instante y sonrió. Era Kimura Sukekurō. Aunque los dos hombres habían estado a punto de batirse en el castillo de Koyagyū, la actitud de Sukekurō era cordial y no parecía guardarle rencor por aquel encuentro.

—Desde luego no esperaba verte aquí —le dijo—. ¿Hace mucho que estás en Edo?

—Acabo de llegar de Shimōsa —replicó Musashi—. ¿Cómo está tu señor? ¿Aún goza de buena salud?

—Sí, gracias, claro que a la edad de Sekishūsai… Me alojo en casa del señor Munenori. Debes ir a visitarle; con mucho gusto te presentaré a él. Ah, también hay otra cosa. —Le miró sonriente, con una expresión significativa—. Tenemos un bello tesoro que te pertenece. Debes ir lo antes posible.

Antes de que Musashi pudiera preguntarle qué era el «bello tesoro», Sukekurō hizo una leve reverencia y se alejó rápidamente, seguido por su ayudante.

Los huéspedes que se alojaban en las posadas baratas de Bakurōchō eran en su mayoría tratantes de caballos que venían de las provincias. Musashi prefirió alquilar una habitación allí que en otra zona de la ciudad, donde sin duda los precios serían más altos. Como las demás posadas, la que eligió tenía un gran establo, tan grande que las mismas habitaciones parecían más bien un anexo. Pero después de las estrecheces de Hōtengahara, incluso aquella hostelería de tercera clase parecía lujosa.

A pesar de su sensación de bienestar, a Musashi le irritaron los tábanos, y empezó a rezongar.

La propietaria le oyó.

—Te cambiaré de habitación —le ofreció, solícita—. Las moscas no abundan tanto en el primer piso.

Una vez instalado en la nueva habitación, Musashi se encontró expuesto a la plena intensidad del sol del oeste, y volvió a rezongar. Sólo unos días atrás, el sol de la tarde le habría alegrado, pues sus rayos de esperanza extenderían un calor nutritivo por los arrozales y anunciarían buen tiempo para el día de mañana. En cuanto a las moscas, cuando su sudor las atraía mientras trabajaba en los campos, se decía que simplemente cumplían con su tarea, lo mismo que él con la suya. Incluso las había considerado como compañeras. Ahora, tras haber cruzado un ancho río y entrado en el laberinto de la ciudad, el calor del sol le parecía cualquier cosa menos cómodo, y las moscas sólo una molestia.

El apetito que tenía le hizo dejar de lado los inconvenientes. Miró a Iori y también vio en su rostro signos de lasitud y glotonería. No era de extrañar, pues un grupo que ocupaba la habitación contigua había pedido una gran cazuela de comida humeante que ahora atacaban vorazmente, entre mucha charla, risas y bebida.

Lo que él deseaba era soba, una clase de fideos de alforfón. En el campo, si uno deseaba soba, plantaba alforfón a principios de la primavera, lo veía florecer en verano, secaba el grano en otoño y molía la harina en invierno. Entonces podía confeccionar los fideos de soba. Ahora, en el lugar donde se encontraba, para comerlos no se requería más esfuerzo que llamar al servicio batiendo las palmas.

—¿Pedimos soba, Iori?

—Sí —respondió ansioso el muchacho.

Llegó la propietaria y tomó su pedido. Mientras esperaban, Musashi apoyó los codos en el alféizar de la ventana y se puso la mano extendida por encima de los ojos. Al otro lado de la calle, en diagonal, había un letrero: «Aquí se pulen almas. Zushino Kōsuke. Maestro del estilo Hon'ami».

Iori también lo había notado. Tras contemplarlo un momento, perplejo, preguntó:

—Ese letrero dice «se pulen almas». ¿Qué clase de negocio es ése?

—Bueno, también dice que el hombre trabaja con el estilo Hon'ami, por lo que supongo que es un pulidor de espadas. Ahora que lo pienso, debería llevar mi espada a pulir.

El soba tardaba en llegar, y Musashi se estiró en el tatami para dormitar un poco. Pero las voces en la habitación contigua eran cada vez más ruidosas y parecían pendencieras.

Musashi abrió un ojo.

—Iori, ¿quieres decirles a los de al lado que no armen tanto escándalo?

Sólo una shoji de papel y listones separaba las dos estancias, pero en vez de deslizarla, Iori salió al pasillo. La puerta de la otra habitación estaba abierta.

—No hagáis tanto ruido —gritó—. Mi maestro está tratando de dormir.

—¡Cómo! —La disputa cesó bruscamente. Los hombres se volvieron y le miraron encolerizados.

—¿Decías algo, gorgojo?

Iori torció el gesto al oír ese epíteto, y dijo:

—Hemos subido aquí a causa de las moscas. Ahora gritáis tanto que no puede descansar.

—¿Has tenido tú la idea o te ha enviado tu maestro?

—Él me ha enviado.

—¿Ah, sí? Bueno, no voy a perder el tiempo hablando con una mierdecita como tú. Ve a decirle a tu maestro que Kumagorō de Chichibu le dará más tarde su respuesta. ¡Ahora lárgate!

Kumagorō era un hombre muy corpulento, y los dos o tres que le acompañaban en la habitación no le iban a la zaga. Asustado por sus miradas amenazantes, Iori se apresuró a retirarse. Musashi se había dormido. Como no quería molestarle, Iori se sentó al lado de la ventana.

Al cabo de un rato, uno de los tratantes de caballos abrió un poco la shoji y echó un vistazo a Musashi. Entonces se oyeron grandes risotadas, acompañadas por sonoras e insultantes observaciones.

—¿Quién se cree que es para irrumpir así en nuestra habitación? ¡Estúpido rōnin! Id a saber de dónde viene. Se mete donde no le llaman y actúa como si fuese el propietario del lugar.

—Tendremos que enseñarle modales.

—Sí, le haremos saber de qué pasta están hechos los tratantes de caballos de Edo.

—Hablando no le vamos a enseñar nada. Saquémosle a la parte trasera y arrojémosle un cubo de orines de caballo a la cara.

Entonces habló Kumagorō:

—No os precipitéis, amigos. Dejad que me ocupe de esto. O me da una disculpa por escrito o le lavaremos la cara con orines de caballo. Disfrutad del sake y dejadlo todo de mi cuenta.

—Eso está muy bien —dijo uno de los hombres, mientras Kumagorō, con una sonrisa de confianza, se ataba bien el obi.

Kumagorō deslizó la shoji y, sin levantarse, entró arrastrándose sobre las rodillas, en la habitación de Musashi.

—Disculpa —le dijo.

El soba, seis raciones en una caja lacada, había llegado por fin. Ahora Musashi estaba sentado y dirigía los palillos a la primera ración.

—Mira, están entrando —dijo Iori entre dientes, haciéndose ligeramente a un lado.

Kumagorō se sentó detrás y a la izquierda de Iori, con las piernas cruzadas y los codos apoyados en las rodillas. Tenía el ceño fruncido y una expresión de fiereza.

—Puedes comer más tarde. No trates de ocultar que tienes miedo siguiendo ahí sentado y jugando con la comida.

Aunque sonreía, Musashi no dio indicación alguna de que estuviera escuchando. Agitó los fideos con los palillos para separarlos, alzó un bocado y lo engulló sorbiendo ruidosamente.

Las venas en la frente de Kumagorō parecían a punto de reventar.

—Deja ese cuenco —le ordenó airadamente.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó Musashi con suavidad, sin hacer el menor ademán de obedecer.

—¿No sabes quién soy? Las únicas personas en Bakurōchō que no han oído mi nombre son los inútiles y los sordomudos.

—Soy un poco duro de oído. Habla más alto y dime quién eres y de dónde vienes.

—Soy Kumagorō de Chichibu, el mejor tratante de caballos de Edo. Cuando los niños me ven venir, se asustan tanto que ni siquiera lloran.

—Ya veo. Entonces ¿te dedicas al negocio de los caballos?

—Así es. Se los vendo a los samuráis. Será mejor que recuerdes eso cuando trates conmigo.

—¿De qué manera estoy tratando contigo?

—Has enviado a ese enano para quejarte del ruido. ¿Dónde te crees que estás? Ésta no es una lujosa posada para los daimyōs, bonita, tranquila y todo eso. A los tratantes de caballos nos gusta el ruido.

—Sí, ya lo he comprobado.

—Entonces ¿por qué tratas de aguarnos la fiesta? Exijo una disculpa.

—¿Una disculpa?

—Sí, por escrito. Puedes dirigirla a Kumagorō y sus amigos. Si te niegas, vamos a llevarte afuera y te enseñaremos una o dos cosas.

—Lo que dices es interesante.

—¿Cómo?

—Quiero decir que tu manera de hablar es interesante.

—¡Basta de tonterías! ¿Vas a disculparte o no? Vamos, estoy esperando.

Kumagorō había ido alzando la voz, y el sudor de su frente carmesí brillaba bajo el sol del crepúsculo. Parecía a punto de explotar. Desnudó su pecho velludo y sacó una daga del envoltorio que llevaba enrollado en el vientre.

—¡Decídete! Si no me das tu respuesta en seguida, vas a verte en apuros.

Descruzó las piernas y sostuvo la daga verticalmente al lado de la caja lacada, con la punta tocando el suelo.

Conteniendo su regocijo, Musashi replicó:

—Bueno, ¿cómo debería responder a eso?

Bajó el cuenco, extendió los palillos, extrajo una mota oscura del soba en la caja y la arrojó por la ventana. Todavía en silencio, repitió el movimiento y sacó otra mota oscura, y otra más.

Los ojos de Kumagorō parecían a punto de salirse de sus órbitas. Su respiración se detuvo.

—Parece que son interminables, ¿verdad? —observó Musashi con aire de naturalidad—. Toma, Iori, lava bien estos palillos.

Cuando Iori salió, Kumagorō regresó silenciosamente a su habitación y, en voz baja, contó a sus compañeros la hazaña increíble que acababa de presenciar. Al principio confundió las motas negras en el soba con suciedad, pero entonces se dio cuenta de que eran moscas vivas, atrapadas con tal destreza con los palillos que no habían tenido tiempo de huir. Al cabo de unos minutos, el hombre y sus acompañantes se trasladaron a una habitación más alejada y reinó el silencio.

—Así está mejor, ¿no es cierto? —le dijo Musashi a Iori.

Los dos sonrieron.

Musashi se levantó y enderezó su kimono.

—Creo que voy a ir a ese taller para que me pulan la espada.

Cogió el arma, y estaba a punto de salir cuando la posadera subió la mitad de la renegrida escalera y le dijo:

—Ha llegado una carta para ti.

Asombrado de que alguien conociera su paradero tan pronto, Musashi bajó, aceptó la misiva y preguntó:

—¿Está todavía aquí el mensajero?

—No, se ha marchado de inmediato.

En el lugar del remitente sólo estaba escrita la palabra «Suke», y Musashi entendió que se refería a Kimura Sukekurō. La desdobló y leyó: «He informado al señor Munenori de que te he visto esta mañana. Parecía muy contento por recibir noticias de ti después de tanto tiempo. Me ha pedido que te escriba y te pregunte cuándo podrás visitarnos».

Musashi bajó los escalones restantes y fue a la recepción, donde pidió prestados tinta y pincel. Sentándose en un rincón, escribió en el dorso de la carta de Sukekurō: «Visitaré encantado al señor Munenori cuando desee llevar a cabo un encuentro de esgrima conmigo. Como guerrero, no es otro mi propósito al visitarle». Firmó la nota con «Masana», un nombre formal que rara vez utilizaba.

—Iori —llamó desde el pie de la escalera—. Quiero que me hagas un recado.

—Sí, señor.

—Quiero que entregues una carta al señor Yagyū Munenori. —Sí, señor.

Según la propietaria, todo el mundo sabía dónde vivía el señor Munenori, pero de todos modos le explicó cómo llegar a su casa.

—Ve por la calle principal hasta que llegues a la carretera. Entonces sigue en línea recta hasta Nihombashi. Cruza a la izquierda y ve por la orilla del río hasta llegar a Kobikichō. Es ahí, no tiene pérdida.

—Gracias —dijo Iori, el cual ya se había calzado las sandalias—. Estoy seguro de que lo encontraré.

Le encantaba la oportunidad de salir, sobre todo porque su destino era la casa de un importante daimyō. Sin pensar en la hora que era, se alejó rápidamente, agitando los brazos y manteniendo la cabeza orgullosamente erguida.

Cuando Musashi le vio doblar la esquina, pensó: «Tiene demasiada confianza en sí mismo para su propio bien».