—Deseo que quede bien claro. No quiero que sufráis ninguna molestia por mi causa. Vuestra hospitalidad, que aprecio muchísimo, es más que suficiente.
—Sí, señor —replicó el sacerdote—. Eres muy considerado, señor.
—Sólo quisiera descansar, nada más.
—Desde luego.
—Bueno, espero que me disculpes por mi rudeza —dijo el samurái, y entonces se tendió de costado y apoyó su cabeza de cabellos grisáceos en el antebrazo.
El huésped que acababa de llegar a Tokuganji era Nagaoka Sado, un vasallo de alto rango del señor Hosokawa Tadaoki de Buzen. Tenía poco tiempo para ocuparse de asuntos personales, pero se presentaba invariablemente en el santuario en ocasiones tales como el aniversario del fallecimiento de su padre, y solía pernoctar allí, puesto que el recinto sagrado distaba unas veinte millas de Edo. Para ser un hombre de su categoría, viajaba sin ostentación. Esta vez le acompañaban solamente un par de samuráis y un joven asistente.
A fin de alejarse del feudo de Hosokawa, incluso por un breve período, había tenido que inventarse una excusa. No solía tener la ocasión de hacer lo que le venía en gana, y ahora que lo estaba haciendo, disfrutaba del sake local mientras escuchaba el croar de las ranas. Podía olvidarse por algún tiempo de todo, los problemas de la administración y la necesidad constante de adaptarse a las circunstancias cambiantes.
Después de la cena, el sacerdote retiró rápidamente los platos y se marchó. Sado charlaba ociosamente con sus ayudantes, que estaban sentados junto a la pared y de los que sólo se veían los rostros a la luz de la lámpara.
—Podría quedarme aquí tendido para siempre y entrar en el Nirvana, como el Buda —dijo perezosamente Sado.
—Ten cuidado, no vayas a enfriarte. El aire nocturno es húmedo.
—Bah, dejadme en paz. Este cuerpo ha sobrevivido a unas cuantas batallas y puede aguantar firme a pesar de uno o dos estornudos. ¡Pero oled esas flores en sazón! Una fragancia deliciosa, ¿no es cierto?
—Yo no huelo nada.
—¿Cómo que no? Si tienes un olfato tan malo… ¿No serás tú el que está resfriado?
Estaban entregados a esta clase de comentarios en apariencia ligeros cuando, de improviso, las ranas se quedaron en silencio y una voz estentórea gritó:
—¡Eh, diablo! ¿Qué haces ahí, fisgando en la habitación de los huéspedes?
Los guardaespaldas de Sado se levantaron en seguida.
—¿Qué ocurre?
—¿Quién está ahí?
Mientras escudriñaban con cautela el jardín, oyeron el sonido de unos pies menudos que retrocedían hacia la cocina.
Un sacerdote se asomó a la estancia desde la terraza, hizo una reverencia y les dijo:
—Perdonad la interrupción. Sólo es uno de los chiquillos del entorno. No os preocupéis.
—¿Estás seguro?
—Sí, desde luego. Vive a un par de millas de aquí. Su padre, que trabajaba como mozo de caballos, murió recientemente, pero dicen que su abuelo fue un gran samurái, y cada vez que ve uno se detiene y lo mira… con el dedo en la boca.
Sado se irguió.
—No debes ser demasiado severo con él. Si quiere ser samurái, tráelo aquí. Tomaremos unos dulces y hablaremos del asunto.
Por entonces Iori había llegado a la cocina.
—Eh, abuela —gritó—. Se me ha terminado el mijo. Primero lléname esta taza, ¿quieres?
El saco que tendió a la arrugada anciana que trabajaba en la cocina podría haber contenido media fanega. Ella le replicó también a gritos:
—¡Ojo con lo que dices, mendigo! Hablas como si te debiéramos algo.
—¡Menudo descaro tienes para empezar! —dijo un sacerdote que estaba fregando platos—. El superior se apiadó de ti y por eso te damos comida, pero no seas insolente. Cuando pidas un favor, hazlo cortésmente.
—No estoy mendigando. Le di al sacerdote la bolsa que me dejó mi padre. Contiene dinero, mucho dinero.
—¿Y cuánto podría dejarle a su hijo un mozo de caballos que vivía en el quinto pino?
—¿Vais a darme el mijo o no?
—Ya empezamos de nuevo. Pero mírate, hombre. Estás loco si obedeces las órdenes de ese necio rōnin. ¿De dónde ha salido, al fin y al cabo? ¿Quién es? ¿Por qué ha de comerse tus alimentos?
—Eso no es asunto tuyo.
—Humm. ¡Cavando en esa planicie yerma donde jamás habrá un campo ni un huerto ni nada de nada! Toda la aldea se ríe de vosotros.
—¿Quién te ha pedido consejo?
—No sé qué clase de dolencia tiene ese rōnin en la cabeza, pero debe de ser contagiosa. ¿Qué esperas encontrar ahí? ¿Un puchero lleno de oro, como en un cuento de hadas? Aún no levantas dos palmos del suelo y ya estás cavando tu propia tumba.
—Calla y dame el mijo. ¡Vamos, dámelo ahora mismo!
El sacerdote todavía bromeaba a costa de Iori un par de minutos después cuando algo frío y viscoso le golpeó el rostro. Al ver qué era abrió unos ojos como platos: un sapo verrugoso. Gritó y se abalanzó sobre Iori, pero apenas le había agarrado por el cuello cuando llegó otro sacerdote para anunciar que el muchacho debía ir de inmediato a la habitación del samurái.
El superior del templo también había oído la conmoción, y fue apresuradamente a la cocina.
—¿Ha causado alguna molestia a nuestro invitado? —preguntó, preocupado.
—No. Sado sólo ha dicho que quería hablar con él. También desea darle unos dulces.
El superior cogió a Iori de la mano y, sin más dilación, lo llevó personalmente a la habitación de Sado.
Cuando el chico estuvo tímidamente sentado al lado del sacerdote, Sado le preguntó su edad.
—Trece años.
—¿Y quieres ser samurái?
—Así es —respondió Iori, asintiendo vigorosamente.
—Muy bien. Entonces ¿por qué no te vienes a vivir conmigo? Al principio echarías una mano en las tareas domésticas, pero más adelante haría de ti un aprendiz de samurái.
Iori sacudió la cabeza en silencio. Sado, creyendo que el chico sentía vergüenza, le aseguró que su ofrecimiento iba en serio.
El muchacho le miró enojado.
—Me han dicho que querías darme unos dulces. ¿Dónde están?
El superior del templo palideció y le dio una palmada en la muñeca.
—No le riñas —dijo Sado en tono reprobador. Le gustaban los niños y tendía a consentirlos—. Tiene razón. Un hombre debe mantener su palabra. Que traigan los dulces.
Cuando los trajeron, Iori empezó a guardárselos en el kimono. Un tanto desconcertado, Sado le preguntó:
—¿No vas a comértelos aquí?
—No, mi maestro me está esperando en casa.
—Ah, ¿de modo que tienes un maestro?
Sin molestarse en dar una explicación, Iori salió corriendo de la estancia y desapareció a través del jardín.
Su comportamiento le pareció a Sado de lo más divertido. No fue del mismo parecer el superior del templo, el cual hizo dos o tres reverencias, tocando el suelo con la frente, antes de ir a la cocina en pos de Iori.
—¿Dónde está ese mocoso insolente?
—Ha cogido su saco de mijo y se ha ido.
Aguzaron el oído, pero sólo oyeron un chirrido discordante. Iori había arrancado una hoja de un árbol e intentaba improvisar una tonada. Ninguna de las pocas canciones que conocía parecía salirle bien. La saloma de los mozos de caballos era demasiado baja, las canciones del festival Bon demasiado complicadas. Finalmente se decidió por una melodía parecida a la música de la danza sagrada que se celebraba en el santuario local. Eso le iba bien, pues le gustaban las danzas, a las que su padre le había llevado a veces para que las viera.
Hacia la mitad del camino de Hōtengahara, en un lugar donde dos arroyos se unían para formar un río, se sobresaltó de improviso. La hoja se desprendió de su boca, junto con una rociada de saliva, y de un salto se ocultó entre los bambúes al lado del camino.
Sobre un tosco puente había tres o cuatro hombres que conversaban en voz baja. «Son ellos», dijo Iori entre dientes.
Vibró en sus oídos una amenaza que acababa de recordar. En aquella región, cuando las madres reñían a sus hijos, solían decirles: «Si no eres bueno, los diablos de la montaña vendrán y se te llevarán». La última vez que se presentaron fue en el otoño de dos años atrás.
A unas veinte millas de allí, en las montañas de Hitachi, se levantaba un templo dedicado a una deidad de la montaña. En los siglos anteriores, la gente había temido tanto a aquel dios que las aldeas se turnaban para hacerle ofrendas anuales de grano y mujeres. Cuando le llegaba el turno a una comunidad, los habitantes habían reunido su tributo e ido al santuario en una procesión a la luz de antorchas. Transcurrió el tiempo, y cuando resultó evidente que el dios era en realidad sólo un hombre, se volvieron negligentes en la entrega de sus ofrendas.
Durante la época de las guerras civiles, el llamado dios de la montaña se había dedicado a recoger su tributo por la fuerza. Cada dos o tres años, un grupo de bribones, armados con alabardas, lanzas de caza, hachas, cualquier cosa que pudiera aterrorizar a los pacíficos aldeanos, descendía primero sobre una comunidad y luego sobre la siguiente, llevándose todo aquello de lo que se encaprichaban, incluidas esposas e hijas. Si sus víctimas oponían resistencia, el saqueo iba acompañado de asesinato.
Con el último ataque de aquellos hombres todavía vivo en su memoria, Iori se agazapó en el monte bajo. Un grupo de cinco sombras llegaron corriendo al puente a través del campo. Entonces, entre la bruma nocturna apareció otro pequeño grupo y otro más, hasta que se hubieron reunido entre cuarenta y cincuenta bandidos. Iori contuvo la respiración y se quedó mirándolos fijamente mientras ellos debatían un curso de acción. No tardaron en llegar a una decisión. Su jefe dio una orden y señaló la aldea. Los hombres se alejaron a toda prisa como un enjambre de langostas.
Poco después desgarró la bruma una gran cacofonía: aves, ganado, caballos, los gemidos de la gente, jóvenes y ancianos.
Iori decidió en seguida pedir ayuda a los samuráis que se alojaban en el Tokuganji, pero en cuanto abandonó su refugio entre los bambúes, le llegó un grito desde el puente:
—¿Quién está ahí?
No había visto a los dos hombres que se habían quedado atrás, montando guardia. El muchacho tragó saliva y puso pies en polvorosa, pero sus cortas piernas no podían competir con las de aquellos adultos.
—¿Adonde crees que vas? —le gritó el hombre que primero le dio alcance.
—¿Y tú quién eres?
En vez de echarse a llorar como una criatura, lo cual tal vez habría desconcertado a sus captores, Iori arañó los fornidos brazos que le aprisionaban, tratando de liberarse.
—Nos ha visto a todos juntos. Iba a decírselo a alguien.
—Vamos a darle una paliza y luego lo arrojaremos a un arrozal.
—Tengo una idea mejor.
Llevaron a Iori al río, lo tiraron a la orilla de un empujón y, saltando tras él, lo ataron a uno de los postes del puente.
—Bueno, ya nos hemos librado de él. —Los dos rufianes volvieron a ocupar sus puestos de guardia en el puente.
La campana del templo sonó a lo lejos. Iori contempló horrorizado las llamas que se alzaban de la aldea y daban al agua un color rojo como la sangre. Los lloros de los bebés y los lamentos de las mujeres se acercaban cada vez más. Las ruedas retumbaron en el puente. Media docena de bandidos conducían carretas de bueyes y caballos cargados con el botín.
—¡Gentuza asquerosa! —gritó una voz masculina.
—¡Devuélveme a mi mujer!
La refriega en el puente fue breve pero feroz. Los hombres gritaban, las armas producían un estrépito metálico, se oyó un chillido y un cadáver ensangrentado cayó a los pies de Iori. Un segundo cuerpo se desplomó en el río y le roció la cara de agua y sangre. Uno tras otro los campesinos cayeron desde el puente, seis en total. Los cuerpos subieron a la superficie y flotaron lentamente corriente abajo, pero uno de los hombres, que aún no había muerto, se aferró a los juncos y hundió los dedos en la blanda tierra hasta que sacó medio cuerpo del agua.
—¡Tú! —le dijo Iori—. Desata esta cuerda. Iré en busca de ayuda. Me encargaré de que seáis vengados. —Entonces gritó a voz en cuello—: Vamos, desátame. Tengo que salvar la aldea.
El hombre yacía inmóvil.
Tirando de las ataduras con todas sus fuerzas, por fin Iori logró aflojarlas lo suficiente para agacharse y empujar el hombro del herido con el pie.
El hombre quedó boca arriba. Tenía la cara cubierta de barro y sangre, y la mirada apagada y vacua. Intentó arrastrarse un poco más y, con su última onza de fuerza, desató los nudos. Cuando la cuerda quedó suelta, se desplomó sin vida.
Iori miró con cautela arriba y se mordió el labio. Allí había más cuerpos. Pero la suerte estaba de su parte. Una rueda de carreta se había hundido a través de una tabla podrida. Los ladrones, ocupados en desatascarla, no repararon en que el muchacho huía.
Al darse cuenta de que no podría llegar al templo, Iori avanzó de puntillas en las sombras hasta llegar a un lugar lo bastante somero para cruzar la corriente. Cuando llegó a la otra orilla, se encontró en el borde de Hōtengahara. Recorrió la milla restante hasta la cabaña como si un rayo le chamuscara los talones.
Cuando estaba cerca del otero donde se levantaba la cabaña, vio que Musashi estaba fuera, contemplando el cielo.
—¡Ven en seguida! —le gritó.
—¿Qué ha ocurrido?
—Tenemos que ir a la aldea.
—¿Es ahí donde hay fuego?
—Sí. Los diablos de la montaña han vuelto a bajar.
—¿Diablos?… ¿Bandidos?
—Sí, por lo menos cuarenta de ellos. Date prisa, por favor. Tenemos que rescatar a los aldeanos.
Musashi entró en la cabaña y salió un instante después con sus dos espadas. Mientras se ataba las sandalias, Iori le dijo:
—Sígueme y te mostraré el camino.
—No, tú quédate aquí.
Iori no podía dar crédito a sus oídos.
—Es demasiado peligroso.
—No tengo miedo.
—Serías un estorbo.
—¡Ni siquiera sabes cuál es el camino más corto!
—El fuego es la única guía que necesito. Ahora sé un buen chico y quédate aquí.
—Sí, señor.
Iori asintió obedientemente, pero con un profundo recelo. Volvió la cabeza hacia la aldea y observó sombríamente a Musashi, que corría en dirección al resplandor rojizo.
Obligadas a avanzar en fila, las mujeres atadas gemían y gritaban. Los implacables bandidos las empujaban hacia el puente.
—¡Basta de armar escándalo! —gritó un bandido.
—Os portáis como si no supierais caminar. ¡Moveos!
Cuando las mujeres se resistían a seguir adelante, los rufianes las azotaban. Una mujer cayó, arrastrando a otras consigo. Un hombre cogió la cuerda, las obligó a levantarse y gruñó:
—¡Perras testarudas! ¿De qué os quejáis? Quedaos aquí y trabajaréis el resto de vuestras vidas como esclavas por un poco de mijo. ¡Miraos, no tenéis más que piel y huesos! Estaréis mucho mejor divirtiéndoos con nosotros.
Eligieron uno de los animales de aspecto más saludable; cargado con el pesado botín, ataron a él la cuerda y le dieron una fuerte palmada en la grupa. La fláccida cuerda se tensó de repente y nuevos gritos llenaron el aire mientras las mujeres eran obligadas bruscamente a reanudar la marcha. Las que caían eran arrastradas y sus rostros rozaban el suelo.
—¡Alto! —exclamó una—. ¡Me vais a arrancar los brazos!
Una oleada de risas estridentes se extendió entre los malhechores. En aquel momento el caballo y las mujeres se pararon en seco.
—¿Qué sucede?… ¡Hay alguien ahí delante!
Todos trataron de escudriñar la oscuridad.
—¿Quién está ahí? —rugió un bandido.
La sombra silenciosa que caminaba hacia ellos empuñaba una hoja blanca. Los bandidos, adiestrados para ser sensibles a los olores, reconocieron al instante el que notaban ahora…, el de la sangre que goteaba de la espada.
Mientras los hombres que iban delante retrocedían desmañadamente, Musashi midió la fuerza enemiga. Contó doce hombres, todos de músculos prominentes y aspecto brutal. Tras recobrarse de la sorpresa inicial, aprestaron sus armas y adoptaron posturas defensivas. Uno de ellos corrió blandiendo un hacha. Otro, provisto de una lanza de cazador, se aproximó en diagonal, manteniendo el cuerpo bajo y apuntando a las costillas de Musashi. El del hacha fue el primero en caer.
—¡Aaaaagh! —Pareció como si se hubiera cortado la lengua con los dientes. Dio unos pasos zigzagueantes y cayó al suelo.
—¿No me conocéis? —les preguntó Musashi con voz vibrante—. Soy el protector del pueblo, un mensajero del dios que vigila esta aldea. —Mientras hablaba, con un veloz y certero movimiento arrebató la lanza al hombre que se le acercaba de costado y la arrojó violentamente al suelo.
Se abalanzó contra los bandidos y éstos le atacaron en masa. Musashi tuvo que emplearse a fondo parando las estocadas y golpes que le llegaban de todas partes, pero después de la primera oleada, cuando los hombres todavía luchaban con confianza, tuvo una buena idea de lo que seguiría. No se trataba del número de atacantes, sino de la cohesión y el autodominio de éstos.
Al ver que un hombre tras otro se convertían en proyectiles sanguinolentos, los bandidos no tardaron en mantener cada vez mayores distancias, hasta que por fin fueron presa del pánico y perdieron toda apariencia de organización.
Musashi aprendía incluso mientras luchaba, adquiriendo una experiencia que luego incorporaría a métodos concretos, utilizables por una fuerza pequeña contra otra mayor. Era una lección valiosa que no podía aprender en la lucha con un solo adversario.
Sus dos espadas permanecían envainadas. Durante años había practicado la técnica de apoderarse del arma de su contrario y volverla contra él. Ahora llevó el estudio a la práctica, arrebatando la espada al primer hombre con el que se enfrentó. El motivo que le impulsaba a actuar así no estribaba en que su propia espada, a la que consideraba como su alma, era demasiado pura para que la ensuciara la sangre de malhechores comunes, sino que actuaba de una manera práctica: contra un surtido tan abigarrado de armas, una hoja podría desportillarse e incluso romperse.
Cuando los cinco o seis supervivientes huyeron hacia la aldea, Musashi dedicó uno o dos minutos a relajarse y recobrar el aliento, seguro de que los bandidos volverían con refuerzos. Entonces liberó a las mujeres y ordenó a las que podían tenerse en pie que cuidaran de las demás.
Tras dirigirles unas palabras de consuelo y aliento, les dijo que debían salvar a sus padres, hijos y maridos.
—Seríais desdichadas si sobrevivís y ellos perecen, ¿no es cierto?
Hubo un murmullo de asentimiento.
—Tenéis la fuerza necesaria para protegeros y salvar a los otros, pero no sabéis cómo usar esa fuerza. Por ello estáis a merced de los forajidos. Vamos a cambiar ese estado de cosas. Os ayudaré enseñándoos a usar el poder que tenéis. Lo primero que debéis hacer es armaros.
Les pidió que recogieran las armas que estaban diseminadas por el suelo y las distribuyó entre todos.
—Ahora seguidme y haced lo que os diga. No debéis tener miedo. Procurad creer que el dios de esta región está a vuestro lado.
Mientras conducía a las mujeres hacia la aldea en llamas, otras víctimas salieron de las sombras y se les unieron. Pronto el grupo se convirtió en un pequeño ejército de casi cien personas. Las mujeres abrazaban llorosas a sus seres queridos: las hijas se reunían con sus padres, las esposas con sus maridos, las madres con sus hijos.
Al principio, cuando las mujeres describían cómo Musashi había luchado con los bandidos, los hombres escuchaban con expresiones de perplejidad en sus rostros, incapaces de creer que se tratara del mismo rōnin idiota de Hōtengahara. Cuando lo aceptaron, su gratitud fue evidente, a pesar de la barrera impuesta por su dialecto.
Volviéndose hacia los hombres, Musashi les dijo que buscaran armas.
—Cualquier cosa servirá, incluso un buen palo o una caña de bambú fresco.
Ninguno desobedeció ni siquiera cuestionó sus órdenes.
—¿Cuántos bandidos hay ahí en total?
—Unos cincuenta.
—¿Cuántas casas tiene la aldea?
—Setenta.
Musashi calculó que los aldeanos sumarían setecientos u ochocientos. Incluso dejando de lado los ancianos y los niños, los bandidos seguirían superados en una proporción de diez a uno.
Sonrió sombríamente al pensar que aquellos pacíficos aldeanos no habían tenido más recurso que alzar las manos, desesperados. Sabía que si no se hacía algo, la atrocidad se repetiría. Aquella noche quería conseguir dos cosas: enseñar a los aldeanos la manera de protegerse y procurar que los bandidos desaparecieran para siempre de la zona.
—Señor —le dijo un hombre que acababa de llegar de la aldea—, vienen hacia aquí.
Aunque ahora los aldeanos estaban armados, la noticia les intranquilizó. Parecieron a punto de disgregarse y echar a correr.
A fin de devolverles la confianza, Musashi gritó:
—No tenéis por qué alarmaros. Esperaba que viniesen. Quiero que os escondáis a ambos lados del camino, pero primero escuchad mis instrucciones. —Habló rápida pero serenamente, repitiendo con brevedad todo cuanto debía quedar bien claro—. Cuando lleguen aquí, dejaré que me ataquen. Entonces fingiré que huyo. Ellos me seguirán. Vosotros, todos, quedaos donde estáis. No necesitaré ninguna ayuda.
—Al cabo de un rato regresarán. Cuando lo hagan, atacadles. Haced mucho ruido, cogedlos por sorpresa. Golpeadles en las piernas, el pecho, los costados…, cualquier parte que esté desprotegida. Cuando os hayáis ocupado del primer grupo, escondeos de nuevo y esperad al siguiente. Haced eso hasta que estén todos muertos.
Apenas había podido terminar y los campesinos se habían dispersado cuando aparecieron los intrusos. Por su manera de vestir y su falta de coordinación, Musashi supuso que se trataba de una fuerza beligerante primitiva, como las que debieron de ser corrientes mucho tiempo atrás, cuando los hombres se ganaban el sustento con la caza y la pesca. El nombre Tokugawa no significaba nada para ellos, como tampoco Toyotomi. Las montañas eran su hogar tribal, los aldeanos existían para proporcionarles alimentos y demás cosas necesarias.
—¡Alto! —ordenó el hombre que iba al frente del grupo.
Eran unos veinte hombres, algunos armados con espadas rudas, otros con lanzas, uno blandía un hacha de combate, otro sostenía un venablo oxidado. Silueteados contra el resplandor del incendio, sus cuerpos parecían sombras demoníacas de un negro azabache.
—¿Es ése?
—Sí, el mismo.
A unos sesenta pies por delante de ellos, Musashi se mantenía firme, bloqueando el camino. Desconcertados, empezaron a dudar de sus propias fuerzas, y por un breve momento ninguno de ellos se movió.
Pero sólo fue un momento. Entonces los ojos llameantes de Musashi empezaron a atraerlos inexorablemente hacia él.
—¿Eres el hijo de perra que intenta interponerse en nuestro camino?
—¡Tú lo has dicho! —exclamó Musashi, alzando su espada y abalanzándose contra ellos.
Hubo una ruidosa reverberación, seguida por una violenta refriega, como un torbellino en el que era imposible distinguir los movimientos individuales. Parecía un enjambre de hormigas aladas que se arremolinaban.
Los arrozales al lado del camino y el terraplén bordeado de árboles y arbustos al otro lado eran ideales para Musashi, puesto que le proporcionaban cierta cobertura, pero tras la primera escaramuza, efectuó una retirada estratégica.
—¿Habéis visto eso?
—¡El bastardo huye!
—¡A por él!
Le persiguieron hasta el extremo del campo más cercano, donde él se volvió y les hizo frente. Puesto que no había nada a sus espaldas, su posición parecía peor, pero mantuvo al enemigo a raya moviéndose rápidamente a derecha e izquierda. Entonces, en cuanto uno de ellos hacía un falso movimiento, Musashi golpeaba.
Su oscura figura parecía pasar velozmente de un lugar a otro, y un surtidor de sangre se alzaba ante él cada vez que se detenía. Los bandidos que no perecieron pronto estuvieron demasiado desconcertados para luchar, mientras Musashi afinaba más a cada golpe. Era una clase de combate distinto al del Ichijōji. No tenía la sensación de hallarse en el borde entre la vida y la muerte, sino que había ascendido a un plano de desprendimiento del yo, en el que el cuerpo y la espada actuaban armónicamente sin necesidad del pensamiento consciente. Sus atacantes huyeron en completo desorden.
Un susurro se extendió entre la hilera de aldeanos.
—Ahí vienen.
Entonces un grupo de ellos saltaron de su escondite y cayeron sobre los dos o tres primeros bandidos, matándolos casi sin esfuerzo. Los campesinos volvieron a fundirse con la oscuridad, y repitieron el proceso hasta que todos los bandidos hubieron caído en la emboscada y perecido.
Tras contar el número de cadáveres, los aldeanos sintieron reforzada su confianza.
—Al fin y al cabo no son tan fuertes —manifestó con satisfacción un hombre.
—¡Esperad! Por ahí viene otro.
—¡A él!
—No, no le ataquéis. Es el rōnin.
Sin apenas confusión, se alinearon a lo largo del camino como soldados a los que su general pasa revista. Todas las miradas estaban fijas en las ropas ensangrentadas de Musashi y su espada goteante, cuya hoja estaba desportillada en una docena de lugares. La tiró al suelo y cogió una lanza.
—Nuestro trabajo aún no ha terminado —les dijo—. Coged armas y seguidme. Combinando vuestras fuerzas, podréis echar a los intrusos del pueblo y rescatar a vuestras familias.
Ninguno de los hombres titubeó lo más mínimo. Las mujeres y los niños también buscaron armas y les siguieron.
Los daños causados a la aldea no eran tan extensos como habían temido, porque las casas estaban bastante separadas unas de otras, pero los aterrados animales de granja armaban un tremendo escándalo, y en alguna parte un bebé lloraba a lágrima viva. Desde el lado del camino llegaba un sonido crepitante, donde el fuego se había extendido a un bosquecillo de bambú verde.
Los bandidos no estaban a la vista.
—¿Dónde se han metido? —inquirió Musashi—. Me parece que huelo a sake. ¿Dónde puede haber una gran cantidad de sake almacenada en un solo lugar?
Los aldeanos estaban tan absortos contemplando las llamas que ninguno había reparado en el olor, pero uno de ellos dijo:
—Debe de ser la casa del cacique del pueblo. Él tiene barriles de sake.
—Entonces ahí es donde los encontraremos —dijo Musashi.
Mientras avanzaban, más hombres salieron de su escondite y se unieron a ellos. Musashi estaba satisfecho por el creciente espíritu de unidad.
—Ahí es —dijo un hombre, señalando una gran casa rodeada por un muro de tierra.
Mientras los campesinos se organizaban, Musashi escaló la pared e invadió el reducto de los bandidos. El jefe y sus principales lugartenientes estaban metidos en una gran sala con el suelo de tierra, trasegando sake y sometiendo forzosamente a sus repugnantes atenciones a unas muchachas que tenían cautivas.
—¡No os excitéis! —gritó colérico el jefe en un áspero dialecto montañés—. Es un solo hombre, y no creo que deba molestarme personalmente. Los demás podéis ocuparos de él.
Estaba riñendo a un subordinado que había llegado con la noticia de la derrota en las afueras del pueblo.
Cuando el jefe calló, los demás repararon en el ruido confuso de voces airadas al otro lado de la pared, y se movieron inquietos. Dejando de lado la carne de pollo a medio comer y las tazas de sake, se apresuraron a incorporarse y buscaron instintivamente sus armas. Entonces permanecieron en pie, mirando la entrada del aposento.
Musashi, utilizando la lanza como pértiga, saltó a través de una alta ventana lateral y aterrizó directamente detrás del jefe. Éste giró en redondo, pero quedó al instante empalado por la lanza. Lanzando un temible «Aaaagh», aferró con ambas manos el asta de la hoja alojada en su pecho. Musashi soltó calmosamente la lanza y el hombre cayó de bruces al suelo, la hoja y la mayor parte del asta saliéndole por la espalda.
El segundo hombre que atacó a Musashi se quedó sin su espada. Musashi le atravesó, descargó la hoja sobre la cabeza de un tercer hombre y la hundió en el pecho de un cuarto. Los demás corrieron atropelladamente a la puerta. Musashi les arrojó la espada y, continuando el mismo movimiento, extrajo la lanza del cuerpo del jefe.
—¡No os mováis! —gritó.
Atacó sosteniendo horizontalmente la lanza, e hizo que los bandidos se separaran como agua golpeada con un palo. Esto le proporcionó espacio suficiente para hacer un uso eficaz de la larga arma, la cual manejó entonces con una destreza que ponía a prueba la misma resistencia de la negra asta de roble, golpeando de costado, cortando hacia abajo, embistiendo letalmente adelante.
Los bandidos que trataban de cruzar la puerta se encontraron con el camino bloqueado por los aldeanos armados. Algunos intentaron huir saltando por la ventana, pero cuando llegaron al suelo, los aldeanos que aguardaban abajo mataron a la mayoría. De los pocos que lograron escapar, casi todos estaban gravemente heridos.
Durante algún tiempo llenaron el aire los gritos triunfales de jóvenes y viejos, hombres y mujeres, y cuando pasó el primer momento emocionado, los maridos abrazaron a sus esposas, los padres a sus hijos, vertiendo lágrimas de alegría.
En medio de aquella escena conmovedora, alguien preguntó:
—¿Y si vuelven?
Se hizo un súbito silencio entre los aldeanos, los cuales empezaron a sentir de nuevo la comezón de la inquietud.
—No volverán —dijo con firmeza Musashi—. Por lo menos no volverán a esta aldea. Pero no debéis tener demasiada confianza. Vuestra tarea consiste en manejar el arado, no la espada. Si os enorgullecéis demasiado por vuestra habilidad en la lucha, el castigo que os enviará el cielo será peor que cualquier ataque de los diablos de la montaña.
—¿Os habéis enterado de lo ocurrido? —preguntó Nagaoka Sado a sus dos samuráis cuando éstos regresaron al Tokuganji.
A lo lejos, al otro lado del campo y la ciénaga, veía que la luz de los incendios en la aldea se estaba extinguiendo.
—Ahora todo está tranquilo.
—¿Habéis expulsado a los bandidos? ¿Qué daños han hecho en la aldea?
—Los aldeanos los han matado a casi todos antes de que llegáramos allí. Unos pocos han huido.
—Vaya, eso es extraño.
El samurái parecía sorprendido, pues, de ser cierto lo que le decían, tendría que reflexionar sobre la forma de gobernar en el distrito de su señor.
Al día siguiente, tras abandonar el templo, dirigió su caballo hacia la aldea.
—Nos queda fuera de nuestra ruta, pero vamos a echar un vistazo —dijo a sus hombres.
Un sacerdote fue con ellos para mostrarles el camino, y mientras cabalgaban, Sado observó:
—Esos cadáveres a lo largo de la calzada no parecen haber sido obra de campesinos. —Pidió más detalles a sus samuráis.
Los aldeanos habían prescindido del sueño y estaban atareados enterrando a los muertos y limpiando los escombros del desastre. Pero cuando vieron a Sado y sus samuráis, corrieron a esconderse en sus casas.
—Haced venir aquí a un aldeano y averigüemos qué es exactamente lo ocurrido.
El hombre que se presentó con el sacerdote les hizo un resumen bastante detallado de los acontecimientos de la noche.
—Ahora empieza a tener sentido —dijo Sado, asintiendo—. ¿Cómo se llama ese rōnin?
El campesino, que jamás había oído el nombre de Musashi, ladeó la cabeza. Cuando Sado insistió en conocerlo, el sacerdote preguntó a varias personas y finalmente obtuvo la información deseada.
—¿Miyamoto Musashi? —dijo Sado, pensativo—. ¿No es ése el hombre al que el muchacho se refería como su maestro?
—En efecto. Se empeñó en cultivar un terreno yermo en Hōtengahara, y por ello los campesinos le consideraban un tanto falto de luces.
—Me gustaría conocerle —dijo Sado, pero entonces recordó el trabajo que le aguardaba en Edo—. No importa. Ya hablaré con él la próxima vez que venga por aquí.
Hizo dar la vuelta a su caballo y dejó a los campesinos en pie al lado del camino.
Al cabo de unos minutos tiró de las riendas ante el portal del cacique del pueblo. Allí, escrito en tinta brillante sobre una tabla, estaba colgado el siguiente texto: «Recordatorio para los habitantes del pueblo. Vuestro arado es vuestra espada. Vuestra espada es vuestro arado. Cuando trabajéis en los campos, no olvidéis la invasión. Cuando penséis en la invasión, no olvidéis vuestros campos. Todas las cosas deben estar equilibradas e integradas. Lo más importante de todo es que no os opongáis al Camino de las generaciones sucesivas».
—Humm. ¿Quién ha escrito esto?
El cacique de la aldea había salido por fin y estaba arrodillado en el suelo, haciendo reverencias delante de Sado.
—Musashi —respondió.
Sado se volvió hacia el sacerdote.
—Gracias por habernos traído aquí. Es una lástima que no pueda conocer a ese Musashi, pero en estos momentos no tengo tiempo. Regresaré aquí antes de que transcurra mucho tiempo.