Durante el corto trayecto de regreso a la cabaña, Sannosuke habló por los codos de sus sueños con respecto al futuro.
Pero aquella noche, cuando Musashi le dijo que debía prepararse para decir adiós al único hogar que había conocido, se puso melancólico. Permanecieron levantados hasta muy tarde, y Sannosuke, con los ojos empañados y hablando en voz baja, le habló de sus padres y abuelos.
Por la mañana, cuando se disponían a partir, Musashi le anunció que en lo sucesivo se llamaría Sannosuke Iori.
—Si vas a convertirte en un samurái —le explicó—, es apropiado que tomes el nombre de tu abuelo.
El chico no era todavía lo bastante mayor para celebrar su ceremonia de la mayoría de edad, cuando le sería impuesto formalmente su nombre de adulto. Musashi pensó que adoptar el nombre de su abuelo le daría una meta que seguir.
Más tarde, cuando el muchacho parecía reacio a abandonar la casa, Musashi le dijo serena pero firmemente:
—Date prisa, Iori. No necesitas nada de lo que hay aquí. No te conviene tener recordatorios del pasado.
Iori salió en seguida, vestido con un kimono que apenas le cubría los muslos, sandalias de paja propias de un mozo de caballos y un envoltorio de tela que contenía una caja de comida con arroz y mijo. Parecía una ranita, pero estaba preparado y ansioso de iniciar una nueva vida.
—Elige un árbol apartado de la casa y ata el caballo —le ordenó Musashi.
—Puedes montarlo ya.
—Haz lo que te digo.
—Sí, señor.
Musashi reparó en su cortesía. Era una pequeña pero alentadora señal de la disposición del muchacho a adoptar los modales de los samuráis en lugar de la descuidada manera de hablar de los campesinos.
Iori ató el caballo y regresó al lado de Musashi, que estaba bajo los aleros de la vieja cabaña, contemplando la llanura circundante. El muchacho se preguntó extrañado qué estaría esperando.
Poniendo una mano sobre la cabeza de Iori, Musashi dijo:
—Aquí es donde has nacido y donde has adquirido tu determinación de triunfar.
Iori asintió.
—Antes que servir a un segundo señor, tu abuelo se retiró de la clase guerrera. Tu padre, fiel al deseo de tu abuelo moribundo, se contentó con ser un simple campesino. Su muerte te ha dejado solo en el mundo, por lo que ha llegado el momento de que te valgas por ti mismo.
—Sí, señor.
—¡Debes llegar a ser un gran hombre!
—Lo intentaré —dijo el muchacho. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Durante tres generaciones esta casa ha resguardado a tu familia del viento y la lluvia. Agradéceselo y luego despídete de ella para siempre, sin lamentaciones.
Musashi entró y prendió fuego a la choza. Cuando salió, Iori parpadeaba para retener las lágrimas.
—Si hubiéramos dejado la casa en pie, se habría convertido en un escondite de salteadores de caminos o ladrones comunes —le explicó Musashi—. La quemo para evitar que esa clase de hombres profanen la memoria de tu padre y tu abuelo.
—Te lo agradezco.
La cabaña se convirtió en un montículo de fuego, y luego se derrumbó.
—Vámonos —dijo Iori, desinteresado ya por las reliquias del pasado.
—Aún no.
—Pero aquí no hay nada más que hacer.
Musashi se echó a reír.
—Vamos a construir una casa nueva en lo alto de aquel otero.
—¿Una nueva casa? ¿Para qué? Acabas de incendiar la vieja.
—Ésa perteneció a tu padre y tu abuelo. La que vamos a levantar será para nosotros.
—¿Quieres decir que vamos a quedarnos aquí?
—Así es.
—¿No emprenderemos un viaje para adiestrarnos y disciplinarnos?
—Lo haremos todo aquí.
—¿En qué podemos adiestrarnos aquí?
—En el manejo de la espada, en todo lo necesario para ser samuráis. Disciplinaremos nuestros espíritus y trabajaremos con ahínco para convertirnos en verdaderos seres humanos. Ven conmigo, y tráete un hacha. —Indicó el lugar en la hierba donde había depositado las herramientas de la granja.
Con el hacha al hombro, Iori siguió a Musashi hasta el otero, donde se alzaban unos castaños, pinos y cedros.
Musashi se desnudó de cintura para arriba, empuñó el hacha y se puso manos a la obra. Sus briosos golpes pronto produjeron una verdadera lluvia de astillas blancas.
Iori le miraba, diciéndose: «Tal vez va a construir un dōjō. ¿O acaso practicaremos al aire libre?».
Cayó un árbol, seguido de otro y otro más. El sudor se deslizaba por las enrojecidas mejillas de Musashi, llevándose consigo el letargo y la soledad de los últimos días.
Había concebido el plan que estaba llevando a cabo mientras permanecía en pie junto a la tumba recién abierta del campesino, en aquel minúsculo cementerio. «Dejaré de lado la espada durante una temporada —decidió—, y en cambio me dedicaré a trabajar con la azada». El zen, la caligrafía, el arte de preparar el té, la pintura y la talla de estatuas eran disciplinas útiles para perfeccionar el dominio de la espada. ¿Acaso labrar un campo no podía contribuir a su adiestramiento? ¿No era aquella vasta extensión de tierra que aguardaba que alguien la cultivara una sala de adiestramiento perfecta? Y además, al transformar unas inhóspitas planicies en tierras de labor, promovería el bienestar de las generaciones futuras.
Había vivido toda su vida como un sacerdote zen mendicante… en el extremo receptor, por así decirlo, dependiendo de los demás para obtener alimento, refugio y donativos. Quería cambiar, de una manera radical, pues desde hacía tiempo sospechaba que sólo quienes cultivaban sus propios cereales y verduras comprendían realmente lo sagrados y valiosos que eran. Quienes no lo hacían eran como sacerdotes que no practicaban lo que predicaban o espadachines que aprendían técnicas de combate pero que no sabían nada del Camino.
De niño, su madre le llevaba a los campos para que trabajara al lado de los arrendatarios y aldeanos. Pero ahora su objetivo no se limitaba a conseguir alimento para el sustento cotidiano, sino que quería nutrir su alma, aprender lo que significaba trabajar para vivir, en vez de pedir la ayuda ajena. También deseaba implantar su propia manera de pensar entre los habitantes de la zona. Tal como él lo veía, al entregar la tierra a las malas hierbas y los cardos, al abandonarla a tormentas e inundaciones, estaban transmitiendo su precaria existencia de una generación a otra, sin abrir nunca los ojos a sus potencialidades y las de la tierra que les rodeaba.
—Iori, busca una cuerda y ata esta madera. Luego arrástrala hasta la orilla del río.
Cuando el chico hubo hecho lo que le ordenaba, Musashi dejó apoyada el hacha en un tronco y se enjugó el sudor de la frente con el codo. Entonces bajó a la orilla del río y eliminó la corteza de los troncos con una hachuela. Al oscurecer, encendieron una fogata con los restos y buscaron bloques de madera apropiados para usarlos como almohadas.
—Un trabajo interesante, ¿verdad? —dijo Musashi.
Iori le respondió con absoluta sinceridad:
—No le veo el interés por ningún lado. No me he convertido en tu alumno para aprender a hacer esto.
—Ya verás como le irás cogiendo gusto a medida que pase el tiempo.
A finales del otoño cesaron los zumbidos de los insectos. Las hojas de los árboles se marchitaron y cayeron. Musashi e Iori finalizaron la construcción de su cabaña y se dedicaron a preparar la tierra para la siembra.
Un día, cuando estaba examinando el terreno, Musashi pensó de pronto que era algo parecido a un diagrama de la conflictividad social que duró un siglo después de la guerra de Ōnin. Dejando de lado semejantes pensamientos, el cuadro no era alentador.
Musashi desconocía que, en el transcurso de los siglos, Hōtengahara había sido sepultada muchas veces por las cenizas volcánicas del monte Fuji, y que el río Tome había inundado repetidamente las planicies. Cuando hacía buen tiempo, la tierra estaba seca como un hueso, pero cada vez que llovía intensamente el agua abría nuevos canales y se llevaba consigo grandes cantidades de tierra y piedras. No existía una corriente principal en la que fluyeran otras más pequeñas de manera natural, y lo que más se le parecía era una ancha cuenca que carecía de suficiente capacidad tanto para regar como para servir de desagüe al conjunto de la zona. La necesidad más urgente era evidente: controlar el agua.
No obstante, cuanto más examinaba Musashi la situación, tanto más se preguntaba por qué aquellos terrenos estaban subdesarrollados. Pensó que no iba a ser fácil invertir las cosas, excitado por el desafío que le planteaban. Unir agua y tierra para crear campos productivos no era muy distinto de dirigir a hombres y mujeres de tal manera que pudiera florecer la civilización. Le parecía que su objetivo era totalmente coherente con sus ideales de dominio de las artes marciales.
Había llegado a ver el Camino de la Espada bajo una nueva luz. Uno o dos años antes sólo deseaba vencer a todos sus rivales, pero ahora la idea de que la espada sólo existía con el fin de darle poder sobre otras personas era insatisfactoria. Derribar a otros hombres, triunfar sobre ellos, exhibir los límites de la propia fuerza, le parecía cada vez más vano. Quería conquistarse a sí mismo, hacer que la vida se le sometiera, que la gente viviera en vez de morir. No debería utilizar el Camino de la Espada simplemente para su propia perfección, sino que debería ser una fuente de fortaleza para gobernar a la gente y conducirla a la paz y la felicidad.
Comprendía que sus grandes ideales no eran más que sueños y que seguirían siéndolo mientras careciera de la autoridad política para llevarlos a la práctica. Pero allí, en aquella tierra desierta, no necesitaba ni rango ni poder. Se lanzó a la lucha con alegría y entusiasmo.
Día tras día arrancaban tocones, cernían grava, nivelaban la tierra, convertían en acequias el suelo y las piedras. Musashi e Iori trabajaban desde el alba hasta después de que las estrellas empezaran a brillar en el cielo.
Su labor incansable atrajo la atención. Los aldeanos que pasaban por allí solían detenerse, les miraban y hacían comentarios.
—¿Qué creéis que están haciendo?
—¿Cómo pueden vivir en semejante lugar?
—¿No es ése el hijo del viejo San'emon?
Todo el mundo se reía, pero no todos se limitaban a eso. Un hombre, haciendo gala de genuina amabilidad, les dijo:
—Lamento deciros esto, pero estáis perdiendo el tiempo. Podéis romperos el espinazo trabajando ese campo, pero una sola tormenta y desaparecerá de la noche a la mañana.
Unos días después, al pasar por allí y ver que seguían empeñados en la tarea, pareció un poco ofendido.
—Os digo que no vais a conseguir más que una serie de charcos que no os servirán para nada.
Transcurrieron unos días más, y el hombre llegó a la conclusión de que el extraño samurái tenía poco seso.
—¡Idiotas! —les gritó, disgustado.
Al día siguiente se presentó todo un grupo para interrumpirles y molestarles con preguntas.
—Si aquí pudiera crecer algo, no sudaríamos bajo el sol ardiente trabajando nuestros propios campos, tan pobres como son. Estaríamos sentados en casa tocando la flauta.
—Y no habría ninguna hambruna.
—Estás cavando todo esto para nada.
—Tienes tanto sentido como un montón de estiércol.
Sin soltar la azada, Musashi mantenía la vista en el suelo y sonreía.
Iori estaba menos satisfecho, aunque Musashi le había regañado anteriormente por tomarse en serio a los campesinos.
—Señor… —le dijo haciendo un mohín—. Todos dicen lo mismo.
—No les prestes atención.
—No puedo evitarlo —replicó él, irritado, al tiempo que cogía una piedra para arrojarla a sus atormentadores.
Una mirada colérica de Musashi le detuvo.
—A ver, ¿de qué crees que serviría eso? Si no te comportas, no voy a tenerte como discípulo.
La reprimenda hizo que a Iori le ardieran las orejas, pero en vez de soltar la piedra, lanzó una maldición y la tiró contra una roca. La piedra produjo chispas al partirse en dos. Iori tiró la azada a un lado y se echó a llorar.
Musashi le hizo caso omiso, aunque la reacción del muchacho no dejaba de afectarle. «Está solo, como yo», se dijo.
Como si simpatizara con la aflicción de Iori, una brisa crepuscular se levantó sobre la planicie, agitándolo todo. El cielo se oscureció y empezó a llover.
—Anda, Iori, vamos adentro —le dijo Musashi—. Parece que va a caer un chaparrón.
Recogió apresuradamente sus herramientas y corrió hacia la casa. Cuando estuvo bajo techo, la lluvia caía en grandes cortinas grises.
—¡Iori! —gritó, sorprendido al ver que el muchacho no había ido con él.
Se acercó a la ventana y escudriñó el campo. La lluvia desprendida del alero le caía en el rostro. Un relámpago rasgó el aire y alcanzó la tierra. Musashi cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos, pero aun así notó la intensidad del trueno.
Bajo el viento y la lluvia, vio el cedro del Shippōji y oyó la voz severa de Takuan. Estaba seguro de que todo cuanto había conseguido hasta entonces se lo debía al monje y al árbol. Quería poseer la inmensa fuerza de éste así como la gélida y firme comprensión de Takuan. Si pudiera ser para Iori lo que el viejo cedro había sido para él, estaba seguro de que así podría pagar una parte de la deuda contraída con el monje.
—¡Iori!… ¡Iori!
No obtuvo respuesta. Sólo se oía el retumbar de los truenos y el fragor de la lluvia contra el tejado.
Sin atreverse a salir todavía, se preguntó adonde podría haber ido el muchacho.
Cuando cesó el aguacero y sólo caía una densa lluvia, abandonó la casa. Iori no se había movido de su sitio. Con las ropas aferradas al cuerpo y el ceño fruncido, parecía un espantapájaros. ¿Cómo podía un chico ser tan testarudo?
—¡Idiota! —le espetó Musashi—. Vuelve a la casa. Estar empapado de esa manera no es precisamente bueno para ti. Date prisa, antes de que empiecen a formarse ríos. Entonces no podrás regresar.
Iori se volvió, como si tratara de localizar la voz de Musashi, y entonces se echó a reír.
—Pero ¿qué te pasa? Esta clase de lluvia no dura. Mira, las nubes ya se están separando.
Musashi, que no esperaba recibir una lección de su discípulo, se sintió no poco irritado, pero Iori dejó correr el asunto.
—Vamos —le dijo, cogiendo su azada—. Todavía podemos trabajar algo más antes de que se ponga el sol.
Durante los cinco días siguientes, los bulbules y los alcaudones conversaron ásperamente bajo un cielo azul sin nubes. Grandes grietas aparecieron en la tierra que se apelmazaba alrededor de las raíces de los juncos. El sexto día apareció un grupo de pequeñas nubes negras en el horizonte, y rápidamente se extendieron por el cielo, hasta que toda la planicie pareció hallarse bajo un eclipse.
Iori echó un vistazo al cielo y dijo en tono preocupado:
—Esta vez va de veras.
Mientras hablaba el viento se arremolinaba en torno a ellos. Las hojas se agitaban, y los pajarillos caían al suelo como abatidos por una horda de cazadores silenciosos e invisibles.
—¿Otro aguacero? —preguntó Musashi.
—Con un cielo así va a ser más que eso. Será mejor que vaya a la aldea. Tú recoge los aperos y vete a casa tan rápido como puedas.
Antes de que Musashi pudiera preguntarle el motivo, Iori echó a correr por la planicie y no tardó en perderse de vista en un mar de alta hierba.
Una vez más, la intuición de Iori con respecto al tiempo se reveló exacta. El súbito diluvio, impulsado por furiosas ráfagas de viento que obligaron a Musashi a correr en busca de refugio, desarrolló unos ritmos bien marcados. La lluvia cayó durante un rato en una cantidad increíble, se detuvo de repente y comenzó de nuevo con una furia todavía mayor. Se hizo de noche, pero la tormenta no cesaba, y empezó a parecer como si los cielos se hubieran empeñado en convertir la tierra entera en un océano. En varias ocasiones Musashi temió que el viento arrancara el tejado. El suelo ya estaba lleno de ripias arrancadas de la parte inferior.
Se hizo de día, una mañana gris y amorfa, y no había rastro de Iori. Musashi permanecía al lado de la ventana, descorazonado por su impotencia. Aquí y allá se veía un árbol o unas matas, pero el resto era una vasta y fangosa ciénaga. Por suerte la cabaña se alzaba todavía por encima del nivel del agua, pero en el que había sido un lecho de río seco inmediatamente por debajo de ella corría ahora un torrente impetuoso que lo arrastraba todo a su paso.
Como no sabía con seguridad si Iori se había caído al agua y ahogado, el tiempo se le hizo a Musashi interminable, hasta que por fin oyó la voz del muchacho que le llamaba: «¡Sensei! ¡Aquí!». Estaba a cierta distancia, al otro lado del río, montado en un buey y con un gran fardo atado a la espalda.
Musashi observó consternado que Iori penetraba en la turbia corriente, la cual parecía a punto de engullirle a cada paso.
Cuando llegó a la otra orilla, temblaba a causa del frío y la humedad, pero guió serenamente al animal hasta la cabaña.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Musashi, en un tono que era de enojo y alivio al mismo tiempo.
—En la aldea, claro. He traído mucha comida. Va a llover tanto como en medio año antes de que pase esta tormenta, y entonces estaremos atrapados por la inundación.
Después de llevar adentro el fardo de paja, Iori lo desató y sacó del envoltorio interno de papel impermeabilizado con aceite un artículo tras otro.
—Aquí hay castañas…, lentejas…, pescado salado… No se nos terminará la comida aunque el agua tarde uno o dos meses en bajar.
La gratitud empañó los ojos de Musashi, pero no dijo nada. Estaba demasiado avergonzado por su propia falta de sentido común. ¿Cómo podría orientar a la humanidad si era descuidado acerca de su propia supervivencia? De no haber sido por Iori, habría tenido que enfrentarse a la posibilidad de morir de hambre. Y el muchacho, que se había criado en una remota zona rural, debía de conocer al dedillo la manera de proveerse de víveres desde su más tierna infancia.
A Musashi le pareció extraño que los aldeanos hubieran accedido a facilitarles tanta comida, pues sin duda no les sobraba. Cuando recobró la voz y se lo planteó, Iori respondió:
—Dejé empeñada mi bolsa de dinero para que me prestaran la comida en el Tokuganji.
—¿Qué es el Tokuganji?
—Es el templo que se encuentra a unas dos millas de aquí. Mi padre me dijo que la bolsa contiene polvo de oro, y que lo usara con prudencia si me veía en algún aprieto. Ayer, cuando el tiempo se puso feo, sus palabras me pasaron por las mientes.
El muchacho sonreía satisfecho.
—¿No es esa bolsa un recuerdo de tu padre?
—Sí. Ahora que hemos quemado la vieja casa, eso y la espada son las únicas cosas que me quedan.
Frotó la empuñadura del arma corta que llevaba sujeta en el obi. Aunque la espiga no tenía la firma de un artesano, Musashi ya había observado, la primera vez que examinó la hoja, que era de excelente calidad. Intuía también que la bolsa heredada tenía una importancia que iba más allá del polvo de oro que contenía.
—No deberías dar a otros los recuerdos de familia. Uno de estos días te rescataré la bolsa, pero debes prometerme que luego no te desprenderás de ella.
—Sí, señor.
—¿Dónde has pasado la noche?
—El sacerdote me dijo que sería mejor que esperase allí hasta la mañana.
—¿Has comido?
—No. Tú tampoco, ¿verdad?
—Así es, pero no hay leña.
—Claro que hay, y mucha.
Señaló hacia abajo, al espacio debajo de la cabaña donde había almacenado un buen suministro de ramas, raíces y cañas de bambú recogidas mientras trabajaba en los campos.
Musashi sujetó sobre la cabeza un trozo de esterilla de paja, se arrastró bajo el suelo elevado de la cabaña y, una vez más, se maravilló del buen sentido del muchacho. En un entorno como aquél la supervivencia dependía de la previsión, y un pequeño error podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
Cuando terminaron de comer, Iori sacó un libro. Entonces, arrodillándose formalmente ante su maestro, dijo:
—Mientras esperamos que el agua baje y podamos trabajar, ¿por qué no me enseñas a leer y escribir un poco más de lo que sé?
Musashi accedió. En un día tan tormentoso y sombrío, era una buena manera de pasar el tiempo. El libro era un volumen de los Analectas de Confucio. Iori dijo que se lo habían dado en el templo.
—¿De veras quieres estudiar?
—Sí.
—¿Has leído mucho?
—No, sólo un poco.
—¿Quién te enseñó?
—Mi padre.
—¿Qué has leído?
—El aprendizaje menor.
—¿Te gustó?
—Sí, muchísimo —dijo el muchacho vivamente, con los ojos brillantes.
—Muy bien, entonces te enseñaré todo lo que sé. Más adelante puede que encuentres a alguien mejor educado que te enseñe lo que yo desconozco.
Dedicaron el resto de la tarde a una sesión de estudio. El muchacho leía en voz alta y Musashi le interrumpía para corregirle o explicarle palabras que no comprendía. Su concentración era absoluta y se habían olvidado por completo de la tormenta.
El diluvio duró dos días más, transcurridos los cuales no había tierra visible alrededor de la cabaña.
Al día siguiente seguía lloviendo. Iori, encantado, cogió de nuevo el libro y dijo:
—¿Empezamos?
—Hoy no. Ya has leído lo suficiente para una temporada.
—¿Por qué?
—Si no haces más que leer, perderás de vista la realidad que te rodea. ¿Por qué no te tomas el día libre y te dedicas a jugar? Yo también voy a relajarme.
—Pero no puedo salir.
—Entonces haz como yo —dijo Musashi, tendiéndose boca arriba y cruzando los brazos bajo la cabeza.
—¿Tengo que tenderme?
—Haz lo que quieras. Tiéndete, levántate, siéntate… Como estés más cómodo.
—¿Y entonces qué?
—Te contaré una historia.
—Eso me gusta —dijo Iori. Se tendió boca abajo y agitó las piernas en el aire—. ¿Qué clase de historia?
—Veamos… —Musashi repasó los cuentos que le gustaba escuchar de niño. Eligió el de las batallas entre los Genji y los Heike. A todos los chicos les gustaba.
Iori no era una excepción. Cuando Musashi llegó a la parte en que los Genji son derrotados y los Heike se adueñan del país, el semblante del muchacho se entristeció. Tuvo que parpadear para contener las lágrimas por el trágico destino de la señora Tokiwa, pero se animó al saber que Minamoto-no-Yoshitsune recibió lecciones de esgrima de los «trasgos narigudos» que habitaban en el monte Kurama y que más adelante huyó de Kyoto.
—Me gusta Yoshitsune —dijo, enderezándose—. ¿Es cierto que hay trasgos en el monte Kurama?
—Es posible. En cualquier caso, en este mundo hay personas que muy bien podrían ser trasgos. Pero los que enseñaron a Yoshitsune no eran trasgos verdaderos.
—¿Ah, no? ¿Qué eran entonces?
—Vasallos leales de los Genji derrotados. No podían salir de su escondite mientras los Heike estuvieran en el poder, así que permanecían ocultos en las montañas hasta que llegara su oportunidad.
—¿Como mi abuelo?
—Sí, salvo que él aguardó toda su vida y su oportunidad no llegó nunca. Cuando Yoshitsune se hizo mayor, los fíeles seguidores de Genji, que le habían cuidado durante su infancia, tuvieron la oportunidad por la que habían rogado.
—Yo tendré la oportunidad de compensar lo ocurrido a mi abuelo, ¿verdad?
—Humm. Creo que es posible. Sí, estoy seguro.
Atrajo a Iori hacia sí, lo levantó y mantuvo en equilibrio sobre sus manos y pies como si fuera una pelota.
—¡Ahora intenta ser un gran hombre! —le dijo riendo.
Iori se rio también, aunque no las tenía todas consigo.
—Eres…, eres también un tra… trasgo —tartamudeó—. Basta ya… Me ca… caeré.
Al bajar pellizcó a Musashi en la nariz.
El undécimo día por fin dejó de llover. Musashi se impacientaba por salir al aire libre, pero transcurrió otra semana antes de que pudieran volver al trabajo bajo un sol brillante. Del campo en que con tanto esfuerzo habían convertido el terreno agreste no quedaba ni rastro, y en su lugar había rocas y un río que fluía por donde antes no pasaba agua. Ésta parecía burlarse de ellos igual que lo hicieran los aldeanos.
Al ver que no existía ninguna posibilidad de recuperar lo perdido, Iori dijo:
—Aquí no hay nada que hacer. Busquemos una tierra mejor en otra parte.
—No —replicó Musashi con firmeza—. Cuando la tierra filtre el agua, será excelente para cultivarla. Examiné el emplazamiento desde todos los ángulos antes de elegirlo.
—¿Y si vuelve a caer otra lluvia intensa?
—Tomaremos medidas para que el agua no venga en esta dirección. Construiremos un dique desde aquí hasta esa colina.
—Eso nos dará muchísimo trabajo.
—Pareces olvidar que éste es nuestro dōjō. No renunciaré a un palmo de esta tierra hasta que vea crecer en ella la cebada.
Musashi prosiguió su resuelta lucha durante todo el invierno, hasta llegar al segundo mes del nuevo año. Fueron necesarias varias semanas de ingente trabajo, durante las que cavaron zanjas, drenaron el agua, amontonaron tierra para hacer un dique y luego la cubrieron con pesadas piedras.
Tres semanas después, una inundación había vuelto a arrasarlo todo.
—Mira, estamos malgastando nuestras energías en algo imposible —le dijo Iori—. ¿Es éste el Camino de la Espada?
Esta pregunta afectó a Musashi como si le hubiera tocado una llaga viva, pero aun así no cedió.
Sólo transcurrió un mes antes del siguiente desastre, una fuerte nevada seguida de un rápido deshielo. Cuando Iori regresaba de sus viajes al templo en busca de comida, tenía invariablemente el semblante adusto, pues la gente le ridiculizaba sin piedad por el fracaso de su maestro. Y, finalmente, el mismo Musashi empezó a sentirse descorazonado.
Durante dos días y la mayor parte de un tercero permaneció sentado en silencio, contemplando el campo y sumido en sus pensamientos.
Entonces comprendió de súbito cuál era la solución. De una manera inconsciente, había intentado crear un campo ordenado, cuadrado, como los que se veían en otras zonas de la llanura de Kanto, pero esa disposición no era la apropiada para aquella clase de terreno. Allí, a pesar de la planicie general, había ligeras variaciones en la disposición de la tierra y la calidad del suelo, lo cual exigía una forma irregular.
—¡Qué estúpido he sido! —exclamó—. He tratado de hacer que fluyera el agua por donde creía que debería hacerlo y obligar a la tierra a permanecer donde me parecía que debería estar. Pero no ha servido de nada, y no es de extrañar. El agua es agua, la tierra es tierra. Yo no puedo cambiar su naturaleza.
Lo que debo hacer es ponerme al servicio del agua y ser un protector de la tierra.
A su manera, se había sometido a la actitud de los campesinos. Aquel día se convirtió en el servidor de la naturaleza. Ya no intentó imponerle su voluntad y dejó que ella tomara la iniciativa, al tiempo que buscaba unas posibilidades que estaban más allá de los demás habitantes de la llanura.
Cayó otra nevada y volvió el deshielo. El agua fangosa rezumó lentamente en la llanura. Pero Musashi había tenido tiempo de llevar a la práctica su nuevo método, y el campo se mantuvo intacto.
«Las mismas reglas deben aplicarse al gobierno de las personas», se dijo, y escribió en su cuaderno de notas: «No intentes oponerte a la naturaleza del universo, sino que ante todo asegúrate de que conoces la naturaleza del universo».