El búho

Cuando por fin abandonaron la casa de té, Kojirō apenas se tenía en pie.

—El hombro…, el hombro… —murmuró, apoyándose en Jūrō y Koroku.

Los tres avanzaron pesadamente por la calle oscura y desierta.

—Ya te he dicho, señor, que deberíamos haber pasado ahí la noche —le dijo Jūrō.

—¿En esa tasca? ¡No, por tu vida! Preferiría volver a la Sumiya.

—Yo no lo haría, señor.

—¿Por qué no?

—Esa chica huyó de ti. Si la encuentran, podrían obligarla a acostarse contigo, mas ¿para qué? Entonces no gozarías.

—Humm, tal vez tengas razón.

—¿La deseas?

—Qué va.

—Pero no puedes apartarla por completo de tu mente, ¿no es cierto?

—Jamás me he enamorado en mi vida. No soy de los que caen en eso. Tengo cosas más importantes que hacer.

—¿Cuáles, señor?

—Es evidente, muchacho. Voy a ser el mejor y más famoso espadachín que ha existido jamás, y la manera más rápida de lograrlo es ser nombrado maestro del shōgun.

—Pero ya le enseña la casa de Yagyū, y he oído decir que recientemente ha contratado a Ono Jirōemon.

—¡Ono Jirōemon! ¿A quién le importa un ardite ese hombre? Tampoco los Yagyū me impresionan gran cosa. Tú fíjate en mí. Uno de estos días…

Habían llegado al tramo de calzada a lo largo del cual estaban abriendo el nuevo foso, y había montones de tierra blanda que llegaban hasta la mitad de los sauces.

—Ten cuidado, señor, esto es muy resbaladizo —dijo Jūrō, el cual, con Koroku, trató de ayudar a su maestro a bajar del montón de tierra.

—¡Esperad! —gritó Kojirō, apartando bruscamente a los dos hombres de un empujón. Bajó rápidamente del montón de tierra—. ¿Quién está ahí?

El hombre que acababa de abalanzarse contra la espalda de Kojirō, perdió el equilibrio y cayó de cabeza al foso.

—¿Te has olvidado, Sasaki?

—¡Mataste a cuatro de nuestros camaradas!

Kojirō saltó a lo alto del montón de tierra, desde donde pudo ver que había por lo menos diez hombres entre los árboles, ocultos parcialmente por los juncos. Apuntándole con las espadas, avanzaron lentamente hacia él.

—De modo que sois de la escuela Obata, ¿eh? —dijo en tono despectivo. La acción repentina le había devuelto la sobriedad al acto—. La última vez perdisteis cuatro de cinco hombres. ¿Cuántos habéis venido esta noche? ¿Cuántos queréis morir? Decidme la cifra y os satisfaré con gusto. ¡Cobardes! ¡Atacadme si os atrevéis!

Con un diestro movimiento, llevó la mano por encima del hombro hasta la empuñadura de Palo de Secar.

Antes de que le tonsurasen, Obata Nichijō había sido uno de los guerreros más célebres de Kai, una provincia famosa por sus heroicos samuráis. Después de que Tokugawa Ieyasu derrotara a la casa de Takeda, la familia Obata vivió en la oscuridad hasta que Kagenori se distinguió en la batalla de Sekigahara. Posteriormente el mismo Ieyasu le llamó para que se pusiera a su servicio y alcanzó fama como maestro de ciencia militar. No obstante, había rechazado la oferta que le hizo el shōgun de una selecta parcela de tierra en el centro de Edo, aduciendo que un guerrero rural como él se sentiría allí desplazado, y prefirió un terreno boscoso junto al santuario de Hirakawa Tenjin, donde estableció su escuela en una antigua granja con tejado de paja, a la que añadió una nueva aula para impartir las lecciones teóricas y una entrada bastante imponente.

Ya de edad avanzada y afectado por un trastorno nervioso, Kagenori llevaba meses confinado en su habitación de enfermo y sólo en raras ocasiones se había presentado en el aula. El bosque estaba lleno de búhos, y ello le había llevado a adoptar el sobrenombre de «Viejo búho», con el que firmaba los documentos. A veces sonreía débilmente y decía: «Soy un búho, como los otros».

A menudo, el dolor que sentía de cintura para arriba llegaba a ser insoportable. Aquella noche era una de esas ocasiones.

—¿Estás un poco mejor? ¿Quieres agua?

Quien le hablaba era Hōjō Shinzō, hijo de Hōjō Ujikatsu, el célebre estratega militar.

—Ahora estoy mucho más cómodo —dijo Kagenori—. ¿Por qué no vas a acostarte? Pronto será de día.

El inválido tenía el cabello blanco, y su cuerpo era tan flaco y anguloso como un viejo ciruelo.

—No te preocupes por mí. Ya duermo bastante durante el día.

—No puede quedarte mucho tiempo libre para dormir cuando te pasas los días sustituyéndome en el aula. Eres el único que puede impartir mis lecciones.

—Dormir demasiado no es una buena disciplina.

Al reparar en que la lámpara estaba a punto de apagarse, Shinzō dejó de masajear la espalda del anciano y fue en busca de aceite. Cuando regresó, Kagenori, todavía tendido boca abajo, había levantado su huesudo rostro de la almohada. La luz que se reflejaba en sus ojos le daba una expresión misteriosa.

—¿Qué te ocurre, señor?

—¿No lo oyes? Es como un chapoteo de agua.

—Parece proceder del pozo.

—¿Quién podría ser a esta hora? ¿Crees que algunos de los hombres han estado bebiendo de nuevo?

—Es probable, pero de todos modos echaré un vistazo.

—De paso dales un buen rapapolvo.

—Sí, señor. Será mejor que te duermas. Debes de estar cansado.

Cuando el dolor del anciano remitió y pudo conciliar de nuevo el sueño, Shinzō le arropó cuidadosamente y salió por la puerta trasera. Dos alumnos estaban inclinados sobre el cubo del pozo, lavándose la sangre que les cubría la cara y las manos.

Corrió hacia ellos con el ceño fruncido.

—Así que habéis ido —les dijo secamente—. ¡Después de que os suplicara que no lo hicierais!

La exasperación de su voz se desvaneció cuando vio a un tercer hombre tendido a la sombra del pozo. Por su manera de quejarse, parecía como si fuera a morir de un momento a otro a causa de sus heridas.

Como chiquillos que ruegan la ayuda de un hermano mayor, ambos hombres, con los rostros extrañamente contorsionados, se echaron a llorar sin poder contenerse.

—¡Necios! —Shinzō tuvo que contenerse para no golpearles—. ¿Cuántas veces os he advertido que no estáis a su altura? ¿Por qué no me habéis hecho caso?

—¿Después de que arrastrara por el fango el nombre de nuestro maestro? ¿Después de que matara a nuestros hombres? Sigue diciendo que no somos razonables. ¿No eres tú quien ha perdido la razón? ¡Dominar tu temperamento, retraerte, soportar los insultos en silencio! ¿Es eso lo que llamas ser razonable? Ése no es el Camino del Samurái.

—¿No lo es? Si enfrentarse a Sasaki Kojirō fuese lo que es necesario hacer, yo mismo le habría desafiado. Cometió un atropello al insultar a nuestro maestro y ultrajarnos de otras maneras, pero eso no es una excusa para que perdáis el sentido de la proporción. No temo morir, pero Kojirō no es digno de que arriesgue mi vida ni la de cualquier otro.

—Así no es como lo ve la mayoría de la gente. Creen que le tenemos miedo, que nos atemoriza defender nuestro honor. Kojirō ha estado calumniando a Kagenori por todo Edo.

—Si quiere hablar más de la cuenta, que lo haga. ¿Creéis acaso que cualquiera que conozca a Kagenori va a creer que perdió en una discusión con ese novicio engreído?

—Haz como te plazca, Shinzō, pero los demás no vamos a quedarnos sentados sin hacer nada.

—¿Qué es exactamente lo que pensáis hacer?

—Una sola cosa. ¡Matarle!

—¿Os creéis capaces de hacerlo? Os dije que no fuerais al Sensōji y no me hicisteis caso. Murieron cuatro hombres. Ahora ha vuelto a derrotaros. ¿No es eso acumular vergüenza o deshonor? No es Kojirō quien está destruyendo la reputación de Kagenori, sino vosotros. Os haré una sola pregunta. ¿Le habéis matado?

Los otros no le respondieron.

—Claro que no. Apuesto lo que sea a que ni siquiera ha recibido un rasguño. Vuestro problema es que no sois lo bastante juiciosos para evitar el encuentro con él en sus propias condiciones. No comprendéis la fuerza que tiene. Ciertamente es joven y tiene mal carácter, es grosero y arrogante, pero sobre todo es un espadachín sobresaliente. No sé cómo adquirió su habilidad, pero es innegable que la tiene. Y vosotros le subestimáis. Ése es vuestro primer error.

Uno de los hombres se acercó a Shinzō como si estuviera dispuesto a atacarle físicamente.

—Estás diciendo que, haga lo que haga ese bastardo, no podemos hacer nada al respecto.

Shinzō asintió, desafiante.

—Exactamente. No podemos hacer nada. Nosotros no somos espadachines, sino estudiosos de la ciencia militar. Si creéis que mi actitud es cobardía, entonces tendré que soportar que me llaméis cobarde.

El hombre herido a sus pies gimió:

—Agua…, agua…, por favor.

Sus dos camaradas se arrodillaron y le incorporaron hasta que quedó sentado.

Al ver que estaban a punto de darle agua, Shinzō gritó alarmado:

—¡Alto! ¡Si bebe agua, morirá!

Mientras ellos titubeaban, el hombre acercó la cara al cubo. Tomó un trago y su cabeza se desplomó en el recipiente, aumentando así a cinco el número de bajas mortales aquella noche.

Mientras los búhos ululaban a la luna en el amanecer, Shinzō regresó en silencio a la habitación del enfermo. Kagenori seguía durmiendo y respiraba profundamente. Tranquilizado, Shinzō fue a su cubículo.

Abiertas sobre su escritorio había obras de ciencia militar, libros que había comenzado a leer pero no había tenido tiempo de terminar. Aunque de buena cuna, de niño había tenido que partir leña, acarrear agua y estudiar largas horas a la luz de una vela. Su padre, un gran samurái, no creía que a los jóvenes de su clase se les debiera mimar. Shinzō ingresó en la escuela Obata con el firme propósito de consolidar las habilidades militares en el feudo de su familia, y aunque era uno de los alumnos más jóvenes, nadie como él gozaba de la más alta estima del maestro.

En los últimos días, los cuidados de su maestro enfermo le mantenían despierto la mayor parte de la noche. Ahora se sentó con los brazos cruzados y suspiró hondo. ¿Quién cuidaría de Kagenori si él no estuviera allí? Todos los demás alumnos residentes en la escuela eran jóvenes sin educación a los que atraían las cuestiones militares. Los hombres que acudían a la escuela para tomar lecciones eran incluso peores. Echaban bravatas y expresaban opiniones sobre los temas marciales de los que solían discutir los samuráis. Ninguno de ellos comprendía realmente el espíritu del hombre solitario y razonable que era su maestro. Los aspectos más sutiles de la ciencia militar se les pasaban por alto. Mucho más comprensible era cualquier calumnia, real o imaginaria, contra el orgullo que sentían por su capacidad como samuráis. Cuando les insultaban se convertían en irracionales instrumentos de venganza.

Shinzō estaba de viaje cuando Kojirō llegó a la escuela. Puesto que el recién llegado dijo que quería hacer algunas preguntas sobre libros de textos militares, su interés parecía auténtico y le presentaron al maestro. Pero entonces, sin formular una sola pregunta, empezó a discutir con Kagenori de una manera presuntuosa y arrogante, una actitud sugeridora de que su verdadero propósito era humillar al anciano. Finalmente, cuando unos alumnos le llevaron a otra habitación y le pidieron explicaciones, él reaccionó con una sarta de insultos y la oferta de luchar con cualesquiera de ellos cuando quisieran.

Entonces Kojirō empezó a extender por Edo sus opiniones negativas con respecto a la escuela de Obata: sus estudios eran superficiales, una mera refundición del estilo Kusunoki o el antiguo texto militar chino conocido como los Seis secretos, y que eran falsos e indignos de confianza. Cuando estas malévolas declaraciones llegaron a oídos de los alumnos, juraron que se las harían pagar con su vida.

Shinzō se opuso a esta actitud, aduciendo que el problema era trivial, que no deberían molestar a su maestro con esa clase de cuestiones, que Kojirō no era un estudiante serio de la ciencia militar… Pero sus argumentos no convencieron a los alumnos, aunque también señaló que antes de dar cualquier paso decisivo era preciso consultar a Yogorō, el hijo de Kagenori, el cual por entonces estaba haciendo un largo viaje.

«¿Es que no pueden ver hasta qué punto están creando unas dificultades inútiles?», se lamentó Shinzō. La luz de la lámpara iluminaba débilmente su semblante turbado. Fatigado tras devanarse en vano los sesos en busca de una solución, puso los brazos sobre los libros abiertos y se adormeció.

Le despertó un confuso murmullo de voces.

Fue primero al aula y, al ver que estaba vacía, se puso un par de zōri y salió. En un bosquecillo de bambúes que formaba parte del recinto sagrado del santuario de Hirakawa Tenjin, vio lo que había esperado: un nutrido grupo de alumnos que celebraban un consejo de guerra cargado de emoción. Los dos hombres heridos, muy pálidos y con los brazos en cabestrillos blancos, estaban uno al lado del otro, explicando el desastre acaecido aquella noche.

Uno de los hombres preguntó indignado:

—¿Estáis diciendo que fuisteis diez y ese hombre mató por sí solo a la mitad?

—Me temo que sí. Ni siquiera pudimos acercarnos a él.

—Pero Murata y Ayabe estaban considerados como nuestros mejores espadachines.

—Fueron los primeros en caer. Yosobei consiguió regresar aquí a pura fuerza de voluntad, pero cometió el error de beber agua antes de que pudiéramos impedírselo.

Se hizo un sombrío silencio. Como estudiantes de ciencia militar, les interesaban los problemas de logística, estrategia, comunicaciones, inteligencia y así sucesivamente, pero no las técnicas del combate cuerpo a cuerpo. La mayoría de ellos creían, como les habían enseñado, que la habilidad con la espada era propia de los soldados ordinarios, no de los generales. No obstante, su orgullo de samuráis les impedía aceptar el corolario lógico, a saber, que eran impotentes ante un experto espadachín como Sasaki Kojirō.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó alguien en tono lastimero. Durante un rato no hubo más respuesta que el ulular de los búhos.

Entonces uno de los alumnos dijo animadamente:

—Yo tengo un primo en la casa de Yagyū. Tal vez a través de él podríamos conseguir que nos ayuden.

—¡No seas estúpido! —le respondieron varias voces.

—No podemos pedir ayuda exterior, pues eso sólo causaría más vergüenza a nuestro maestro. Sería una admisión de debilidad.

—Bueno, ¿entonces que nos queda?

—No hay más solución que enfrentarnos a Kojirō de nuevo, pero si volvemos a hacerlo en un lugar a oscuras, eso sólo perjudicará más a la reputación de la escuela. Morir en un combate abierto es otra cosa. Por lo menos no nos tacharán de cobardes.

—¿Deberíamos enviarle un desafío formal?

—Sí, y debemos mantenerlo, no importa cuántas veces perdamos.

—Creo que tienes razón, pero a Shinzō no va a gustarle.

—No tiene por qué saberlo, como tampoco nuestro maestro. Recordadlo todos vosotros. Podemos pedir prestados al sacerdote pincel y tinta.

Se dirigieron en silencio a la casa del sacerdote. Antes de que hubieran recorrido diez pasos, el hombre que iba delante ahogó un grito y retrocedió. Los demás se detuvieron en seco, sus ojos clavados en la terraza trasera del santuario, un edificio de madera deteriorada por el tiempo. Allí, contra un telón de fondo formado por la sombra de un ciruelo cargado de fruta verde, estaba Kojirō con un pie apoyado en la barandilla y una sonrisa malévola en el rostro. Como un solo hombre, los alumnos palidecieron. Algunos tuvieron dificultad para respirar.

Kojirō se dirigió a ellos en un tono malicioso.

—A juzgar por vuestra conversación, deduzco que todavía no habéis aprendido, que habéis decidido escribir una carta de desafío y entregármela. Pues bien, os ahorraré la molestia. Aquí me tenéis, dispuesto a luchar.

—Anoche, antes incluso de que me lavara las manos ensangrentadas, llegué a la conclusión de que habría una segunda parte, así que os seguí, cobardes rastreros, hasta vuestra casa.

Hizo una pausa para dejar que estas palabras surtieran efecto y entonces continuó en un tono irónico:

—Me estaba preguntando cómo decidís el tiempo y el lugar para desafiar a un enemigo. ¿Consultáis un horóscopo para elegir el día más propicio? ¿O consideráis más juicioso no desenvainar vuestras espadas hasta que es noche cerrada y vuestro enemigo está borracho y regresa a su casa tras salir del barrio tolerado?

Hizo otra pausa, como si aguardara una respuesta.

—¿Es que no tenéis nada que decir? ¿No hay uno solo de vosotros de pelo en pecho? Si estáis tan deseosos de luchar conmigo, adelante. Uno a uno o todos a la vez…, ¡lo mismo me da! ¡No huiría de unos contrarios como vosotros aunque vistierais armadura completa y avanzarais al son de los tambores!

Los hombres amedrentados no dijeron palabra.

—Pero ¿qué os pasa? —Las pausas eran cada vez más largas—. ¿Habéis decidido no enfrentaros conmigo? ¿No hay entre vosotros uno solo con redaños? Muy bien, es hora de que agucéis vuestros estúpidos oídos y me escuchéis.

—Soy Sasaki Kojirō. Aprendí el arte de la espada indirectamente del gran Toda Seigen después de su muerte. Conozco los secretos de desenvainar inventados por Katayama Hisayasu, y yo mismo he creado el estilo Ganryū. No soy de esos que se ocupan de la teoría, que leen libros y reciben lecciones sobre Sun-tzu o los Seis secretos. En espíritu y voluntad, vosotros y yo no tenemos nada en común.

—Desconozco los detalles de vuestros estudios cotidianos, pero os estoy demostrando cómo es la ciencia de la lucha en la vida real. No fanfarroneo. ¡Pensad! Cuando a un hombre le atacan en la oscuridad, como me ocurrió anoche, ¿qué es lo que hace si tiene la buena suerte de vencer? Si es un hombre ordinario, se va tan rápido como puede a un lugar seguro. Una vez ahí, reflexiona en el incidente y se congratula por haber sobrevivido. ¿No es cierto? ¿No es eso lo que vosotros haríais?

—Pero ¿he actuado así? ¡No! No sólo he derribado a la mitad de vuestros hombres, sino que he seguido a los rezagados y os he esperado aquí, bajo vuestras mismas narices. Os he escuchado mientras os esforzabais por superar vuestra debilidad y tomar una decisión, y os he tomado completamente por sorpresa. De haberlo querido, podría haberos atacado ahora y enviaros al otro mundo. ¡Eso es lo que significa tener un carácter militar! ¡Ése es el secreto de la ciencia militar!

—¡Ja, ja! Esto se está convirtiendo en una pequeña lección, ¿no es cierto? Me temo que si sigo haciéndoos partícipes de mi caudal de conocimientos, el pobre Obata Kagenori podría quedarse sin su fuente de ingresos. Sería una pena, ¿verdad?

—¡Ah, tengo sed, Koroku! ¡Jūrō! ¡Dadme un poco de agua!

—¡En seguida, señor! —replicaron al unísono desde el lado del santuario, donde habían estado contemplando fascinados la escena.

Jūrō le trajo una gran taza de barro cocido llena de agua y le preguntó ansiosamente:

—¿Qué vas a hacer, señor?

—¡Pregúntaselo! —dijo con desprecio Kojirō—. Tu respuesta está en esos vacuos rostros de comadreja.

—¿Habías visto alguna vez unos hombres de semblante más estúpido? —dijo Koroku, riendo.

—¡Qué puñado de gallinas! —exclamó Jūrō—. Vamos, señor, marchémonos. No están a tu altura.

Mientras los tres cruzaban contoneándose el portal del santuario, Shinzō, oculto entre los árboles, musitó entre los dientes cerrados: «Te haré pagar esto».

Los alumnos estaban abatidos. Kojirō había sido más listo que ellos y los había derrotado sin luchar siquiera. Luego había manifestado una satisfacción maligna por su victoria, dejándolos asustados y humillados.

Rompió el silencio un alumno que se acercó corriendo y preguntó en un tono de perplejidad:

—¿Hemos encargado ataúdes? —Como nadie le contestaba, explicó—: El carpintero acaba de llegar con cinco ataúdes. Está esperando.

Finalmente, uno de los hombres respondió abatido:

—Hemos enviado a buscar los cuerpos, pero aún no han llegado. No estoy seguro, pero creo que hará falta otro ataúd. Pídele que lo haga y guarda los que ha traído en el almacén.

Aquella noche se celebró un velatorio en el aula. Aunque lo hicieron en silencio, con la esperanza de que Kagenori no se enterase, el anciano supuso lo que había ocurrido más o menos. Se abstuvo de preguntar nada y Shinzō tampoco hizo comentario alguno.

A partir de aquel día, el estigma de la derrota se cernió sobre la escuela. Sólo Shinzō, que había pedido comedimiento y le habían acusado de cobardía, mantenía vivo el deseo de venganza. Sus ojos tenían un brillo que ninguno de los otros podía sondear.

A principios del otoño, la enfermedad de Kagenori empeoró. Desde su cama veía un búho posado en una rama de un gran árbol, mirándole fijamente, sin moverse, ululando a la luna cuando amanecía. Shinzō percibió en el grito del ave el mensaje de que el final de su maestro estaba próximo.

Entonces llegó una carta de Yogorō, diciendo que se había enterado del incidente con Kojirō y estaba camino de casa. Durante los días siguientes, Shinzō se preguntó qué ocurriría primero, si la llegada del hijo o el fallecimiento del padre. En cualquier caso, el día que aguardaba, el día de la liberación de sus obligaciones, estaba próximo.

La vigilia del día en que se esperaba la llegada de Yogorō, Shinzō dejó una carta de despedida sobre su escritorio y abandonó la escuela de Obata. Desde el bosque cerca del santuario, contempló la habitación del enfermo Kagenori y dijo en voz baja: «Perdóname por marcharme sin tu permiso. Descansa en paz, buen maestro. Mañana Yogorō estará en casa. No sé si podré presentarte la cabeza de Kojirō antes de que mueras, pero debo intentarlo. Si muero en el intento, te esperaré en la tierra de los muertos».