La vida bajo el tejado de Yajibei, con tejas sólo en su mitad, agradaba tanto a Osugi que año y medio después todavía estaba allí. Tras las primeras semanas, durante las que descansó y recobró la salud, apenas transcurrió un día sin que se dijera que debía ponerse en camino.
Cada vez que le mencionaba el tema a Yajibei, a quien no veía a menudo, éste le instaba a quedarse.
—¿Qué prisa tienes? —le preguntaba—. No hay motivos para que vayas a ninguna parte. Espera hasta que encontremos a Musashi. Entonces te serviremos como ayudantes en el duelo.
Yajibei no sabía nada del enemigo de Osugi excepto lo que ella misma le había contado, que era el más bribón de los bribones, pero desde el día que llegó la anciana todos los hombres del patrón habían recibido instrucciones de que se apresurasen a informar inmediatamente de todo aquello que oyeran o vieran relacionado con Musashi.
Aunque al principio Osugi había detestado Edo, su actitud se había suavizado hasta el punto de que estaba dispuesta a admitir que la gente era «amistosa, despreocupada y realmente muy amable en el fondo».
En la vivienda de Hangawara, especialmente, había mucha manga ancha y tenía algo de refugio de los inadaptados sociales: muchachos campesinos demasiado perezosos para cultivar la tierra, rōnin desplazados, libertinos que habían gastado el dinero de sus padres y ex presidiarios tatuados formaban un rudo y abigarrado grupo cuyo espíritu de equipo unificador se parecía curiosamente al de una escuela de guerreros bien dirigida. Sin embargo, allí el ideal era una jactanciosa masculinidad más que virilidad espiritual. Era en verdad un aojo de matones.
Como en el dōjō de las artes marciales, existía allí una rígida estructura de clases. Bajo las órdenes del jefe, que era la máxima autoridad temporal y espiritual, había un grupo de veteranos, a los que normalmente se referían como los «hermanos mayores». Por debajo de ellos estaban los sicarios ordinarios, los kobun, cuyo rango estaba determinado en gran medida por la duración de su servicio. Había también una clase especial de «invitados», cuya categoría dependía de factores como su habilidad en el manejo de las armas. Un código de etiqueta, de origen incierto pero que todos seguían estrictamente, reforzaba la organización jerárquica.
En un momento determinado, Yajibei, pensando que Osugi podría aburrirse, le sugirió que se hiciera cargo de los hombres más jóvenes. Desde entonces había dedicado sus días a coser, remendar, lavar y poner en orden lo que desbarataban los kobun, cuya dejadez le daba mucho trabajo.
A pesar de su falta de buena crianza, los kobun sabían reconocer la calidad cuando la veían. Admiraban tanto los hábitos espartanos de Osugi como la eficacia con que realizaba sus tareas. «Es una auténtica dama samurái —les gustaba decir—. La casa de Hon'iden debe de tener muy buena sangre.»
El jefe, el anfitrión más impensable de Osugi, la trataba con consideración, e incluso le construyó un aposento independiente en el solar vacío detrás de la casa. Cada vez que estaba en casa, iba a presentarle sus respetos por la mañana y por la noche. Cuando uno de sus subordinados le preguntó por qué mostraba semejante deferencia hacia una desconocida, Yajibei le confesó que se había portado muy mal con sus propios padres cuando aún vivían, y que a su edad sentía un deber filial hacia todas las personas mayores.
Llegó la primavera, cayeron las flores de los ciruelos silvestres, pero en la misma ciudad apenas había aún flores de cerezo. Aparte de unos pocos árboles en las colinas escasamente pobladas al oeste, no había más que los arbolitos plantados por los budistas a lo largo de la carretera que conducía al Sensōji, en Asakusa. Se rumoreaba que aquel año habían salido brotes y florecerían por primera vez.
Un día Yajibei acudió a la habitación de Osugi y le dijo:
—Voy a ir al Sensōji. ¿Quieres venir conmigo?
—Será un placer. Ese templo está dedicado a Kanzeon y creo mucho en los poderes de esa deidad. Es la misma bodhisattva que la Kannon a la que rezaba en el Kiyomizudera de Kyoto.
Acompañaron a Yajibei y Osugi dos de los kobun, Jūrō y Koroku. Por razones que nadie conocía, Jūrō tenía el sobrenombre de «Esterilla Roja», pero era evidente por qué a Koroku le llamaban el «Acólito». Era un hombre pequeño y compacto, de semblante bondadoso, si uno pasaba por alto las tres feas cicatrices en la frente, prueba de su tendencia a las peleas callejeras.
Primero se dirigieron al foso en Kyōbashi, donde podían alquilarse embarcaciones. Después de que Koroku remara hábilmente con la espadilla, pasando del foso al río Sumida, Yajibei les ordenó que abrieran las cajas del almuerzo. Entonces les explicó:
—Hoy voy al templo porque es el aniversario de la muerte de mi madre. La verdad es que debería regresar a mi tierra y visitar su tumba, pero está demasiado lejos, por lo que llego a un compromiso yendo al Sensōji y haciendo un donativo. Cierto que ese templo tampoco está a la vuelta de la esquina. Considerad esta salida como una excursión.
Enjuagó en el agua del río una taza de sake y se la ofreció a Osugi.
—Eres muy considerado al recordar a tu madre —le dijo ella mientras aceptaba la taza, preguntándose inquieta si Matahachi haría lo mismo cuando ella hubiera desaparecido—. Pero no estoy segura de que beber sake en el aniversario del fallecimiento de tu pobre madre sea lo más correcto.
—Mira, prefiero hacer esto que celebrar alguna ceremonia pomposa. Sea como fuere, creo en el Buda, eso es todo lo que cuenta para los patanes ignorantes como yo. Conoces el dicho, ¿verdad? «Aquel que tiene fe, no necesita conocimiento».
Osugi no insistió y se dedicó a beber una taza tras otra. Al cabo de un rato observó:
—Hacía una infinidad de tiempo que no bebía así. Tengo la sensación de que estoy flotando en el aire.
—Bebe, bebe —le instó Yajibei—. Es buen sake, ¿no? No te preocupes de si te caes al agua. Estamos aquí para cuidarte.
El río, que fluía hacia el sur desde el pueblo de Sumida, era ancho y plácido. En el lado de Shimōsa, la orilla oriental frente a Edo, se extendía un frondoso bosque. Las raíces de los árboles que se adentraban en el agua formaban una especie de nidos que contenían charcas diáfanas, las cuales brillaban como zafiros a la luz del sol.
—¡Ah! —exclamó Osugi—. ¡Escuchad a los ruiseñores!
—Cuando llega la estación lluviosa, puedes oír a los ruiseñores durante todo el día.
—Permíteme que te sirva. Confío en que no te importe que me una a tu celebración.
—Me alegra ver que te lo estás pasando bien.
Desde la popa, Koroku habló en un tono que revelaba codicia:
—¡Eh, jefe! ¿Y si pasaras el sake aquí?
—Limítate a prestar atención a tu trabajo. Si empiezas a beber ahora, vamos a ahogarnos todos. Cuando regresemos podrás beber cuanto quieras.
—Si tú lo dices… Pero quiero que sepas que el río entero empieza a parecerme de sake.
—Deja de pensar en ello. Anda, dirígenos a ese bote cercano a la orilla para comprar pescado fresco.
Koroku obedeció. Tras regatear un poco, el pescador sonrió satisfecho, levantó la tapa de un depósito construido en la cubierta y les dijo que cogieran lo que quisiesen. Osugi nunca había visto nada igual. El depósito estaba lleno hasta el borde de peces que coleaban y aleteaban, unos de mar y otros de río. Carpas, gambas, siluros, pargos, gobios, incluso truchas y róbalos.
Yajibei roció un boquerón con salsa de soja y empezó a comérselo crudo. Le ofreció uno a Osugi, pero ella lo rechazó con una expresión de espanto en el rostro.
Cuando atracaron en la orilla occidental del río y desembarcaron, Osugi parecía un poco tambaleante.
—Ten cuidado —le advirtió Yajibei—. Será mejor que me cojas de la mano.
—No, gracias, no necesito ninguna ayuda. —Agitó su propia mano ante la cara, en un gesto de indignación.
Después de que Jūrō y Koroku hubieran amarrado el bote, los cuatro cruzaron una vasta extensión de piedras y charcos hasta llegar a la orilla del río propiamente dicha.
Un grupo de chiquillos estaban ocupados en dar la vuelta a las piedras, pero al ver a los cuatro desconocidos, abandonaron su tarea y les rodearon, parloteando con excitación.
—Cómpranos algo, señor, por favor.
—¿No quieres comprar, abuela?
A Yajibei parecían gustarle los niños. Por lo menos no evidenció la menor irritación.
—A ver, ¿qué tenéis aquí? ¿Cangrejos?
—No, no son cangrejos, sino puntas de flecha —dijeron al tiempo que sacaban puñados de ellas que guardaban en sus kimonos.
—¿Puntas de flechas?
—Eso es. Muchos hombres y caballos están enterrados en un montículo al lado del templo. La gente que viene aquí compra puntas de flecha para hacer ofrendas a los muertos. También vosotros deberíais hacerlo.
—Creo que no quiero ninguna punta de flecha, pero os daré algún dinero. ¿Qué os parece?
A los niños les pareció de perlas, y en cuanto Yajibei les distribuyó unas monedas, los niños se alejaron corriendo para seguir revolviendo las piedras. Mientras los cuatro estaban todavía mirándoles, un hombre salió de una casa cercana con tejado de paja, les quitó las monedas y entró de nuevo. Yajibei chasqueó la lengua y se volvió, disgustado.
Osugi contemplaba el río con fascinación.
—Si por aquí hay montones de puntas de flecha es porque debe de haber habido una gran batalla —observó.
—La verdad es que no lo sé, pero parece ser que aquí se libraron algunas batallas en la época en que Edo era sólo una hacienda provincial. Eso ocurrió hace cuatro o cinco siglos. He oído decir que Minamoto-no-Yoritomo vino aquí desde Izu para organizar las tropas en el siglo XII. Cuando la corte imperial estaba dividida…, ¿cuándo fue eso, en el siglo XIV?…, el señor Nitta de Musashi fue derrotado por los Ashikaga en algún lugar de estos contornos. Dicen que en los dos últimos siglos, generales locales como Ōta Dōkan han librado muchas batallas cerca de aquí, río arriba.
Mientras el patrón hablaba con la anciana, Jūrō y Koroku siguieron para acomodarse en la terraza del santuario.
El Sensōji le causó a Osugi una tremenda decepción. A sus ojos no era más que una casa grande y destartalada, y la residencia del sacerdote una simple choza.
—¿Es esto el santuario? —inquirió en tono despectivo—. Después de todo lo que he oído acerca del Sensōji…
El santuario estaba emplazado en un espléndido bosque virgen de árboles grandes y antiguos, pero no sólo el pabellón de Kanzeon tenía un aspecto pobre, sino que, cuando el río se desbordaba, el agua invadía el bosque y llegaba hasta la misma terraza del santuario. Incluso en otras ocasiones, los pequeños afluentes empapaban el terreno.
—Bienvenido. Me alegra volver a verte.
Sorprendida, Osugi alzó la vista y vio un sacerdote que estaba arrodillado en el tejado.
—¿Estás trabajando en el tejado? —le preguntó Yajibei en tono afable.
—Es necesario, a causa de los pájaros. Cuanto más lo reparo, más roban la paja para construir sus nidos. Siempre hay alguna filtración. Pero poneos cómodos. En seguida bajo.
Yajibei y Osugi cogieron unas lamparillas votivas y entraron en el lóbrego interior. «No me extraña que haya filtraciones», se dijo, mirando los agujeros de contorno estrellado en el techo.
Arrodillándose al lado de Yajibei, sacó su rosario y con expresión arrobada se puso a entonar el Voto de Kanzeon, que forma parte del Sutra del Loto.
Residirás en el cielo como el sol.
Y si te persiguen hombres malvados
y te echan abajo desde la montaña de Diamante,
reflexiona en el poder de Kanzeon
y no perderás ni un pelo de tu cabeza.
Y si te ves rodeado de bandidos
y amenazado por espadas,
si reflexionas en el poder de Kanzeon
los bandidos se apiadarán de ti.
Y si el rey te sentencia a muerte
y la espada está presta para decapitarte,
reflexiona en el poder de Kanzeon
y la espada se hará añicos.
Al principio entonaba los versículos en voz baja, pero cuando se olvidó de la presencia de Yajibei, Jūrō y Koroku, su voz se alzó e hizo resonante. Estaba absorta en el rezo.
Los ochenta y cuatro mil seres sensitivos
comienzan a aspirar en sus corazones
a la anuttara-samyak-sambodhi,
la insuperada Sabiduría de los Budas.
Con el rosario temblando entre sus dedos, Osugi siguió recitando sin pausa una súplica personal:
¡Salve, Kanzeon, la reverenciada por el mundo!
¡Salve, Bodhisattva de la Misericordia y la Compasión Infinitas!
Contempla favorablemente el único deseo de esta anciana.
¡Permíteme derribar a Musashi, y que sea muy pronto!
¡Permíteme derribarle!
¡Permíteme derribarle!
Bajando bruscamente la voz, hizo una reverencia hasta casi tocar el suelo con la frente.
—¡Y haz de Matahachi un buen muchacho! ¡Concede la prosperidad a la casa de Hon'iden!
Una vez concluida la larga plegaria, hubo un momento de silencio antes de que el sacerdote les invitara a salir para tomar el té. Yajibei y los dos hombres más jóvenes, que se habían arrodillado a la manera formal durante la invocación, se levantaron frotándose las piernas, en las que tenían una sensación de hormigueo, y salieron a la terraza.
—Ahora puedo beber un poco de sake, ¿verdad? —solicitó ansioso Jūrō.
Una vez conseguido el permiso para hacerlo, fue en seguida a la casa del sacerdote y dispuso el almuerzo en el porche. Cuando los demás se reunieron con él, estaba tomando sake con una mano y asando a la parrilla los pescados que habían comprado con la otra.
—¿A quién le importa que no haya flores de cerezo? —observó—. De todos modos esto parece una salida campestre para contemplar las flores.
Yajibei le dio al sacerdote un donativo, delicadamente envuelto en papel, y le dijo que lo usara para reparar el tejado. Al hacerlo, reparó en una hilera de placas de madera en las que estaban escritos los nombres de los donantes, junto con las cantidades que habían aportado. En general, su cuantía era más o menos la misma que la de Yajibei, pero había un donativo que destacaba entre todos los demás: «Diez monedas de oro, Daizō de Narai, provincia de Shinano».
Volviéndose hacia el sacerdote, Yajibei observó:
—Tal vez sea una grosería decirlo, pero diez monedas de oro son una suma considerable. ¿Tan rico es ese Daizō de Narai?
—La verdad es que no sabría decírtelo. Un día, hacia finales del año pasado, se presentó de improviso y dijo que era una ignominia que el templo más famoso del distrito de Kanto estuviera en pésimas condiciones. Me dijo que añadiera su donativo a nuestros fondos para la compra de madera.
—Vaya, parece tratarse de un hombre admirable.
—También hizo un donativo de tres monedas de oro al santuario de Yushima y no menos de veinte al santuario de Kanda Myōjin. Quería que este último se mantuviera en buenas condiciones porque en él se venera el espíritu de Taira-no-Masakado. Daizō insiste en que Masakado no era un rebelde. Cree que se le debería reverenciar como el pionero que exploró la parte oriental del país. Como puedes ver, hay en este mundo algunos donantes muy especiales.
Apenas el sacerdote había terminado de hablar, cuando una muchedumbre de chiquillos corrieron atropelladamente hacia ellos.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —les gritó el sacerdote severamente—. Si queréis jugar, bajad al río. No debéis correr de esa manera por el recinto del templo.
Pero los niños prosiguieron su avance inexorable como un banco de peces, hasta llegar a la terraza.
—Ven en seguida —gritó uno de ellos—. ¡Es terrible!
—Ahí abajo hay un samurái. Está luchando.
—Un solo hombre contra cuatro.
—¡Con espadas auténticas!
—¡Alabado sea Buda! ¡Otra vez no! —se lamentó el sacerdote, mientras se apresuraba a calzarse las sandalias. Antes de salir corriendo, se detuvo un momento para explicar a sus visitantes—: Perdonadme, pero debo dejaros un momento. La orilla del río es un lugar favorito para las peleas. Cada vez que vuelvo la espalda, hay alguien ahí descuartizando a otro o golpeándole hasta convertirlo en pulpa. Los agentes del magistrado acuden a mí para pedirme un informe por escrito. Esta vez tendré que ir a ver qué sucede.
—¿Una pelea? —corearon Yajibei y sus hombres, y al instante echaron a correr.
Osugi les siguió, pero era mucho más lenta que ellos, tanto que, cuando llegó al lugar de los hechos, la pelea ya había terminado. Los niños y algunos espectadores de una cercana aldea de pescadores permanecían en silencio, tragando saliva, pálidos.
Al principio Osugi pensó que el silencio era extraño, pero entonces también ella contuvo el aliento y abrió mucho los ojos. Al otro lado del terreno aleteó la sombra de una golondrina. Avanzaba hacia ellos un samurái joven y de porte presumido, vestido con un manto de guerrero de color rojo violáceo. Tanto si reparó en los espectadores como si no, no les hizo el menor caso.
La mirada de Osugi se posó en los cuatro cuerpos tendidos y enmarañados a unos veinte pasos detrás del samurái.
El vencedor se detuvo. Al hacerlo, los espectadores ahogaron un grito, pues uno de los vencidos se había movido. Levantándose tambaleante, gritó:
—¡Aguarda! No puedes huir.
El samurái adoptó una actitud de espera mientras el herido avanzaba y decía con voz entrecortada:
—Esta… lucha… aún no ha terminado.
Cuando dio un débil salto para atacar, el samurái retrocedió un paso, dejando que su adversario cayera hacia adelante. Entonces le golpeó, partiéndole en dos la cabeza.
—¿Ha terminado ahora? —gritó cruelmente.
Nadie le había visto desenvainar su espada Palo de Secar.
Tras limpiar la hoja, se agachó para lavarse las manos en el río. Aunque los aldeanos estaban acostumbrados a presenciar reyertas, la sangre fría de aquel samurái les había dejado pasmados. La muerte del último hombre no sólo había sido instantánea sino también inhumanamente cruel. Nadie decía nada.
El samurái se puso en pie y estiró los brazos.
—Es igual que el río Iwakuni —dijo—. Me recuerda mi tierra.
Durante unos instantes contempló ociosamente la ancha corriente y una bandada de golondrinas de vientre blanco que bajaban en picado y rozaban el agua. Luego se volvió y echó a andar rápidamente río abajo.
Fue directamente al bote de Yajibei, pero cuando empezaba a quitarle la amarra, Jūrō y Koroku salieron corriendo del bosque.
—¡Espera! ¿Qué crees que estás haciendo? —le gritó Jūrō, quien ahora estaba lo bastante cerca para ver la sangre que manchaba el hakama y las correas de las sandalias del samurái, pero no se fijó en ella.
Dejando caer la cuerda, el samurái sonrió.
—¿Puedo usar el bote? —inquirió sonriente.
—Claro que no —le respondió bruscamente Jūrō.
—¿Y si pago por él?
—No digas tonterías.
La voz que rechazó en redondo la oferta del samurái era la de Jūrō, pero en cierto sentido era como si toda la nueva y temeraria ciudad de Edo hablara sin miedo por su boca.
El samurái no pidió disculpas, pero tampoco recurrió a la fuerza. Dio media vuelta y se alejó sin decir otra palabra.
—¡Kojirō! ¡Kojirō! ¡Espera! —Osugi le llamó con toda la fuerza de sus pulmones.
Cuando Kojirō se dio cuenta de quién era, la severidad de su semblante se disipó y sonrió afablemente.
—¡Vaya! ¿Qué estás haciendo aquí? Me preguntaba qué te había ocurrido.
—He venido para presentar mis respetos a Kanzeon, en compañía de Hangawara Yajibei y estos dos jóvenes. Yajibei me ha dado alojamiento en su casa de Bakurōchō.
—¿Cuándo te vi por última vez? Vamos a ver… Fue en el monte Hiei. Entonces me dijiste que te dirigías a Edo, por lo que pensé que podría tropezar contigo. Pero la verdad es que no esperaba precisamente encontrarte aquí. —Miró de soslayo a Jūrō y Koroku, los cuales estaban conmocionados—. ¿Te refieres a estos dos?
—Ah, son sólo un par de rufianes, pero su jefe es muy buena persona.
Yajibei estaba tan atónito como los demás al ver a su huésped charlando amigablemente con el temible samurái. En seguida se acercó e hizo una reverencia a Kojirō.
—Me temo que mis muchachos te han hablado muy rudamente, señor, pero confío en que les perdones. Estamos a punto de marcharnos. Quizá te gustaría navegar río abajo con nosotros.